El motín

No había ni rastro de la mujer en la estación. Los únicos pasajeros del tren eran un sacerdote anglicano y su esposa, tres o cuatro soldados y una señora con dos niños.

A Sally no le costó demasiado encontrar un compartimiento vacío…

Esperó a que el tren saliera de la estación para abrir el paquete. Los nudos estaban cuidadosamente cubiertos por el lacre y se rompió una uña mientras intentaba quitarlo rascándolo.

Finalmente consiguió abrirlo y se encontró con un ma­nuscrito. Parecía un diario. Era bastante grueso y sus pá­ginas estaban completamente llenas. Lo habían envuelto toscamente con una cartulina gris, pero la endeble encua­dernación se estaba desmontando y una parte entera del manuscrito se quedó en su mano. La volvió a poner en su sitio con cuidado y empezó a leer.

La primera página empezaba con estas palabras: «Narra­ción de los sucesos acontecidos en Lucknow y Agrapur, 1856–1857; con el relato de la desaparición del rubí de Agrapur y el papel desempeñado por una niña llamada Sally Lockhart».

Se paró y volvió a leerlo. ¡Ella! Y un rubí…

Miles de preguntas se agolparon de repente en su cabeza, como un tropel de moscas acudiendo a un festín, y se sin­tió totalmente confundida. Cerró los ojos y esperó a cal­marse; después los abrió y siguió leyendo:

«En 1856, yo, George Arthur Marchbanks, servía en la Infantería Ligera del Duque de Cornualles, en el batallón 32, en Agrapur (Oudh). Algunos meses antes de que em­pezara el motín, tuve la ocasión de visitar al Maharajá de Agrapur en compañía de tres de mis oficiales, en concreto del coronel Brandon, el comandante Park y el capitán Lockhart».

Aunque la visita era aparentemente privada y sólo para divertirse, en realidad nuestro objetivo principal era mantener conversaciones secretas sobre asuntos de política con el Maharajá. El contenido de esas conversaciones no es re­levante en este relato, excepto por el hecho de contribuir a la sospecha de que el Maharajá iba a ser secuestrado por una facción de sus súbditos; una sospecha que marcó, como mostraré, su destino durante los terribles sucesos del año si­guiente.

Durante la segunda noche de nuestra visita a Agrapur, el Maharajá celebró un banquete en nuestro honor. Fuera o no fuera su intención impresionarnos con sus riquezas, ése fue ciertamente el efecto que nos produjo; nunca antes mis ojos habían visto tan pródiga ostentación de esplendor como el que nos encontramos esa noche.

La sala de banquetes tenía columnas de mármol exquisitamente esculpidas, con flores de loto en los capiteles, lujosamente recubiertos de láminas de oro. El suelo era de lapislázuli y ónice; en un rincón de la sala había una fuente reluciente de la que brotaba agua con perfume de rosas, y los músicos de la corte del Maharajá tocaban sus extrañas y lánguidas melodías detrás de un biombo con incrustaciones caoba. Los platos eran de oro macizo; pero la pieza principal de la exhibición era el rubí, de incomparable tamaño y brillo que relucía en el pecho del Maharajá.

Era el famoso rubí de Agrapur, sobre el que había oído mil historias. No pude contenerme y lo miré fijamente. Debo confesar que algo en su intensidad y belleza, en el líquido rojo como la sangre y el fuego que parecía contener, me fascinó y acaparó mi atención, por lo que estuve contemplándolo más de lo que permite una actitud cortés; a pesar de ello, el Ma­harajá, que se percató de mi curiosidad, nos explicó la histo­ria de la piedra preciosa.

Había sido descubierto en Birmania hacía seis siglos y ha­bía sido entregado como tributo a Balban, rey de Delhi, que lo dejó como herencia a la casa real de Agrapur. A través de los siglos se había perdido, había sido robado, vendido, ofre­cido a cambio de un rescate en innumerables ocasiones, y siempre había sido devuelto a sus verdaderos propietarios; había provocado innumerables muertes: asesinatos, suici­dios, ejecuciones… Y una vez había causado una guerra en la que la población de una provincia entera había sido masacrada a cuchilladas Casi unos cincuenta años antes, había sido robado por un aventurero francés. Este hombre, pobre infeliz, pensó que no lo encontrarían si se lo tragaba, pero fue en vano: le abrieron en canal y le arrancaron la piedra del estómago.

Los ojos del Maharajá se encontraron con los míos mien­tras explicaba estas historias.

—¿Le gustaría observarlo, Comandante? —preguntó—. Acérquelo a la luz y mire en su interior. ¡Pero tenga cuidado, no vaya a caerse!

Me lo entregó e hice lo que me había indicado. Mientras la luz de la lámpara caía sobre la piedra, sucedió un extraño fenómeno: el rojo resplandor que había justo en el centro pa­recía que empezara a girar y que se desprendiera del rubí como si fuera humo, y vi una serie de arrecifes y acantila­dos, un fantástico paisaje de desfiladeros, cumbres y abis­mos aterradores, cuyas profundidades eran imposibles de determinar.

Sólo una vez había leído algo sobre un paisaje semejante, y eran escritos sobre las alucinaciones y los horrores de la adicción al opio.

El efecto de esta extraordinaria visión coincidió perfec­tamente con lo que el Maharajá había vaticinado. Perdí el equilibrio repentinamente, preso de una sensación de vértigo indescriptible. El capitán Lockhart me cogió del brazo, y el Maharajá recuperó la piedra, riendo; y eso fue todo, el in­cidente se acabó con una broma.

Nuestra visita terminó poco después. No volví a ver al Maharajá hasta aproximadamente un año más tarde, y luego solamente en el momento en el que se produjo el horrible suceso con el que culmina esta narración; un suceso que me ha acarreado más vergüenza e infelicidad de lo que nunca an­tes hubiera imaginado. Ruego a Dios (si hay un Dios, y no una infinidad de demonios burlones) que me conceda el olvi­do; ¡y que sea pronto!

El año que transcurrió después de que viera por primera vez la piedra fue un tiempo de augurios y presagios, seña­les de una terrible tormenta que iba a estallar sobre no­sotros en el motín; señales que, para un hombre, eran di­fíciles de descifrar. Relatar los horrores y la crueldad del motín no es el objetivo de este escrito. Otros han explicado la historia de este período de forma más elocuente que yo, con sus gestas heroicas brillando como almenaras en medio de escenas de auténticas y espantosas carnicerías; es su­ficiente decir que, aunque centenares de personas no lo­graron sobrevivir, yo sí, como también otras tres personas en cuyas vidas el rubí aún sigue desempeñando un papel fundamental.

Explicaré ahora lo que sucedió durante un determinado período de tiempo mientras se producía el Sitio de Lucknow, poco antes de recibir la ayuda de Havelock y Outram. Mi regimiento estaba defendiendo la ciudad y…

Sally alzó la mirada. El tren había entrado en la estación. La chica vio un cartel que ponía: «CHATHAM». Cerró el libro, con la cabeza llena de extrañas imágenes: un ban­quete dorado, muertes horripilantes y una piedra que in­toxicaba como el opio…

«Otras tres personas» habían sobrevivido, dijo el Co­mandante, su padre y ella misma, pensó inmediatamente. Pero… ¿quién era la tercera?

Volvió a abrir el libro, aunque enseguida lo tuvo que ce­rrar apresuradamente porque la puerta del vagón se abrió y entró un hombre.

Iba vestido de forma elegante, con un traje de tweed de colores muy vivos y un llamativo alfiler en la corba­ta. Saludó a Sally quitándose el bombín, antes de sen­tarse frente a ella.

—Buenas tardes, señorita —dijo él.

—Buenas tardes.

Sally miró hacia el otro lado, al exterior de la ventana. No quería conversación y además había algo en la sonrisa afable de ese hombre que no le gustaba. Las chicas de la clase de Sally no solían viajar solas; eso era algo extraño e invitaba a malas interpretaciones.

El tren salió de la estación y el hombre sacó un paquete de sándwiches y empezó a comer, sin fijarse más en la chica.

Ella permaneció sentada, mirando fijamente las maris­mas, la ciudad en la lejanía, los mástiles de los barcos en el puerto y los astilleros más abajo, a la derecha.

El tiempo pasó.

Finalmente el tren entró en la estación del Puente de Londres, bajo un techo de cristal, obscuro por el humo ad­herido, y el sonido de la locomotora fue variando mientras echaba vapor y emitía fuertes silbidos, que resonaban jun­to con los gritos de los mozos de estación y el ruido metá­lico del traqueteo de los vagones.

Sally se incorporó y se frotó los ojos. Se había quedado dormida.

La puerta del compartimiento estaba abierta. El hombre se había ido y tenía el diario. Se lo había robado y había desaparecido.