Consecuencias financieras

Hopkins no tardó mucho en encontrar el artículo en el pe­riódico. Parecía que la noticia fuera a abalanzarse sobre él, con las sirenas, los silbatos de los policías y el ruido metá­lico de unas esposas.

«MUERTE MISTERIOSA DE UN COMANDANTE RETIRADO»

EL AMA DE LLAVES ASEGURA HABER VISTO A UN HOMBRE CON UN TRAJE A CUADROS, UN SUPERVIVIENTE DEL MOTÍN.

La policía de Kent ha sido avisada esta mañana de la misteriosa muerte del comandante George Marchbanks, en Foreland House, Swaleness.

Su ama de llaves, la señora Thorpe, descubrió el cuerpo en la biblioteca de su vivienda, una casa aisla­da situada en las afueras del pueblo. Al parecer, le dis­pararon. Se ha encontrado una pistola descargada en los alrededores.

El comandante estaba retirado y el ama de llaves era la única sirvienta que tenía. Según la declaración realizada por el comisario Hewitt, del cuerpo de poli­cía de Kent, se está siguiendo la pista de un hombre que lleva un traje a cuadros, un bombín y un alfiler de diamantes en la corbata. Dicho hombre visitó al co­mandante Marchbanks la mañana en que murió, por lo que se cree que debió de producirse una violenta discusión entre ellos.

El comandante Marchbanks era viudo y sin fami­lia. Sirvió en la India durante muchos años…

Hopkins estaba ciego de ira y tuvo que sentarse para tran­quilizarse y recuperar el aliento.

—Vieja bruja —murmuró—. Eres una mala pécora. Lo te­nías todo calculado… ¡maldita perra! Te…

Pero estaba atrapado, y lo sabía. Si no hacía lo que ella quería, la señora Holland inventaría alguna prueba irrefu­table que le enviaría directamente a la horca por un asesi­nato que él no había cometido. Empezó a respirar con cier­ta dificultad y fue inmediatamente a cambiarse de ropa; se puso un traje nuevo, azul obscuro, mientras se preguntaba a qué clase de juego estaba jugando la señora Holland. Si no había dudado en recurrir al asesinato, lo que buscaba debía de tener un valor incalculable.

La sirvienta de la señora Rees, Ellen, odiaba a Sally, y no sabía por qué. Seguramente debía de ser por envidia y despecho, y se sentía tan mal por tanta concentración de sen­timientos negativos en su interior que, cuando encontraba una excusa para poder mostrar su antipatía, la aprovecha­ba sin pensarlo dos veces.

Hopkins le proporcionó esa excusa. La señora Holland había conseguido sonsacar a uno de los empleados del abo­gado la dirección de Sally y la refinada educación de Hop­kins habían hecho el resto. Se presentó a Ellen como un inspector de policía y le dijo que Sally era una ladrona que había robado unas cartas, que era un asunto especialmen­te delicado, que el más mínimo escándalo en una familia tan bien considerada…, la más noble de la zona, etcétera. Todo eso, por supuesto, no tenía ningún sentido, pero era el tipo de cosas que llenaban las páginas de las revistas que Ellen leía, y mordió el anzuelo al instante.

Su conversación tuvo lugar al pie de la escalera. Pronto la convenció de que su deber con ella misma, con su seño­ra y su país la obligaba a dejar entrar en secreto a Hopkins en la casa, cuando todo el mundo se hubiera ido a dormir. Así pues, hacia la medianoche, la sirvienta abrió la puerta de la cocina, y Hopkins, alentado por algunas copas de coñac, se encontró subiendo las escaleras hacia la habita­ción de Sally. Tenía ya experiencia en este tipo de asun­tos, aunque él prefería robar carteras, un juego limpio y de hombres. Se movió muy sigilosamente. Hizo señas a la sir­vienta para que se fuera a la cama y le dejara continuar con su trabajo, y esperó en el rellano hasta que estuvo se­guro de que Sally estaba dormida. Una petaca de plata le acompañaba; bebió un par de largos tragos para tranquilizarse, antes de decidir que había llegado el momento de actuar.

Hizo girar el pomo de la puerta y la abrió, pero no de­masiado, sobre todo porque Ellen le había dicho que chi­rriaba. La luz de la farola de gas que había en la calle se fil­traba a través de las finas cortinas y dejaba ver casi toda la habitación. Se quedó bastante quieto durante dos minutos más, orientándose y fijándose especialmente en el suelo; no había nada peor que tropezar con un pliegue de la al­fombra o una prenda de ropa que se le hubiese caído a Sally por despiste.

Lo único que se oía en la habitación era la respiración de Sally. De vez en cuando, también el traqueteo de algún taxi en la calle, pero nada más.

Entonces empezó a moverse. Sabía dónde guardaba sus papeles; Ellen había sido muy precisa con sus detalles. Hop­kins vació el bolso de Sally encima de la alfombra; pesaba más de lo que esperaba. Y entonces encontró la pistola.

Primero la miró boquiabierto, pensando que había en­trado en una habitación equivocada. Pero allí estaba Sally, durmiendo a tan sólo unos metros… Cogió el arma y la ob­servó detenidamente.

—Qué preciosidad —musitó—. Ahora eres mía.

Se la metió en el bolsillo, como todos los papeles que en­contró. Se levantó y miró a su alrededor. ¿Y ahora qué? ¿Tendría que registrar todos los cajones? Quizá estaban llenos de papeles… ¿Qué se suponía que debía hacer, en­tonces? Al fin y al cabo, de todas las malditas y estúpidas cosas que se le podían pedir que robara a un hombre, un trozo de un maldito papel ya era el colmo de los colmos. Y ahora la pistola, aunque ésta sí que valía la pena tenerla.

No iba a matar a Sally por todo eso. La miró. «Una chi­ca hermosa —pensó—; sólo una chiquilla. Será una pena cuando la señora Holland la atrape. Ya se ocupará ella de simular sus propios accidentes; yo no voy a seguir más su juego».

Se fue tan silenciosamente como había entrado y ni un alma le oyó salir.

Pero no fue muy lejos. Al doblar una esquina, dentro del obscuro laberinto de calles detrás de Holborn, un bra­zo rodeó su cuello, una patada le tiró al suelo y un fuertísimo rodillazo se le incrustó en su barriga. Todo sucedió en un instante; el cuchillo que se clavaba entre sus costillas era frío, muy frío, y le heló el corazón de golpe; sólo tuvo tiem­po de pensar: «No, en el desagüe, no, mi abrigo nuevo, el barro…».

Unas manos desgarraron su abrigo nuevo y buscaron en los bolsillos. Un reloj y una cadena; una petaca de plata; un soberano de oro y algunos peniques; un alfiler de diaman­tes en la corbata; algunos papeles; y ¿qué era eso? ¿Un arma? Una voz rió ligeramente y unos pasos se alejaron.

Al cabo de poco tiempo se puso a llover. Aún quedaba una brizna de angustia en el cerebro de Henry Hopkins, aunque poco a poco iba desapareciendo. Su sangre, lo úni­co que lo mantenía con vida, se escapaba a borbotones por el orificio que tenía en el pecho, mezclándose con el agua sucia del desagüe, para después sumergirse en las alcantari­llas y en la obscuridad…

—¡Vaya! —dijo la señora Rees a la hora del desayuno—, nues­tra querida señorita ya se ha decidido a bajar. Se hace extra­ño verte tan pronto; ni siquiera están preparadas las tosta­das. Normalmente todo está ya frío cuando bajas. Pero bueno, tenemos beacon, ¿te gustaría comer un poco de beacon? ¿O es que te las ingeniarás para no dejarlo en el plato, como los riñones de ayer? El beacon no rueda tan bien como los riñones y me atrevo a decir que…

—Tía Caroline, me han robado —dijo Sally.

La vieja mujer la miró intensamente, muy sorprendida.

—No te entiendo —dijo la mujer.

—Alguien ha entrado en mi habitación y me ha robado algo. Bueno, muchas cosas.

—¿Has oído eso, Ellen? —dijo la señora Rees a la sirvien­ta, que acababa de traer las tostadas—. La señorita Lockhart afirma que ha sido robada en esta casa. ¿Y culpa a mis sir­vientes? ¿Culpa a mis sirvientes, señorita Lockhart?

Había formulado la pregunta con tanta rabia que Sally estuvo a punto de arrugarse ante ella.

—¡No sé a quién he de echarle las culpas! Pero cuando desperté encontré todas las cosas que había en mi bolso des­perdigadas por el suelo, y algunas ya no estaban. Y…

La señora Rees estaba furiosa. Sally no había visto nunca a nadie tan enfadado; pensó que la anciana se había vuelto loca y retrocedió un paso, asustada.

—Fíjate, Ellen, ¿lo ves? Así es como nos paga nuestra hos­pitalidad, ¡fingiendo que le han robado! Dime, Ellen, ¿al­guien ha entrado esta noche en casa? ¿Has encontrado huellas o ventanas forzadas? ¿Han entrado en otras habitaciones? Dime, niña. Estoy perdiendo la paciencia. ¡Con­téstame ya!

—No, señora —dijo la sirvienta con un susurro angelical, sin atreverse a mirar a Sally—. Se lo prometo, señora Rees. Todo está en su sitio, señora.

—Al menos puedo fiarme de tu promesa, Ellen. Entonces dime, Verónica —se volvió hacia Sally; su cara parecía aho­ra una especie de máscara de alguna tribu perdida, desen­cajada, con sus claros ojos, severos, casi saliéndose de las órbitas, y los labios, como de pergamino, mostrando todo el desprecio que sentía—, explícame, ¿cómo es que estos su­puestos ladrones, que evidentemente no entraron en la casa, decidieron dedicarte precisamente a ti todas sus aten­ciones? ¿Qué es lo que tienes tú que alguien desearía?

—Algunos papeles —dijo Sally, que en esos momentos es­taba temblando de arriba abajo. No podía entenderlo: la señora Rees parecía poseída.

—¿Algunos papeles? ¿Algunos papeles? Maldita niña, pa­peles, ¡pues vayamos a ver la escena del crimen! ¡Vayamos a verla! No, Ellen, puedo levantarme sin ayuda. Aún no soy una vieja desvalida de la que puedan aprovecharse, ¡quítate de en medio, niña, quítate de en medio!

Se lo dijo a Sally, chillando. La muchacha estaba des­concertada, inmóvil entre la mesa y la puerta. Ellen, solíci­ta, se apartó con astucia; la señora Rees se tambaleaba mientras subía las escaleras. Se detuvo delante de la habi­tación de Sally y esperó a que alguien le abriera la puerta. Y cómo no, una vez más Ellen acudió para satisfacerla, Ellen la cogió de la mano mientras entraba; la misma Ellen que por primera vez le dirigió a Sally, que las había seguido, una odiosa mirada de triunfo.

La señora Rees miró a su alrededor. La ropa de cama es­taba amontonada en desorden; el camisón de Sally estaba por el suelo, al fondo de la habitación, y dos de sus cajones estaban abiertos, con la ropa metida en ellos sin ningún or­den, de forma precipitada y a la fuerza. El patético montoncillo de cosas que estaba junto al bolso de Sally, en el suelo —un monedero, una moneda o dos, un pañuelo, una agenda de bolsillo—, casi ni se veía. A Sally no le hizo falta esperar las palabras de la señora Rees para darse cuenta de que no le iba a creer.

—¿Y bien? —fueron sus palabras—. ¿Y bien, señorita?

—Me he debido de equivocar —dijo Sally—. Le ruego que me perdone, tía Caroline.

La chica habló de un modo muy respetuoso porque se le acababa de ocurrir una idea: algo diferente. Se aga­chó para recoger sus cosas y empezó a sonreír de forma burlona.

—¿De qué te ríes, señorita? ¿Por qué sonríes de esa forma tan insolente? ¡No permitiré que te burles de mí!

Sally no dijo nada; empezó a doblar su ropa y a ponerla cuidadosamente encima de la cama.

—¿Qué estás haciendo? ¡Respóndeme! ¡Respóndeme ahora mismo! ¡Eres una fresca! ¡Una maleducada!

—Me voy —dijo Sally.

—¿Cómo? ¿Qué dices?

—Me voy, señora Rees. No puedo quedarme aquí por más tiempo… No puedo ni quiero.

Tanto la señora Rees como la sirvienta se quedaron bo­quiabiertas y se apartaron cuando Sally se dirigió decidida hacia la puerta.

—Haré que vengan a recoger mis cosas —dijo ella—. Espe­ro que tenga la amabilidad de enviármelas cuando le co­munique mi nueva dirección. ¡Que pasen un buen día!

Y se fue.

De nuevo se encontró en la calle, sin saber qué era lo que debía hacer a continuación.

Sally ya no podía echarse atrás, lo sabía perfectamente. No podría volver nunca más a la casa de la señora Rees… ¿Adónde podría ir entonces? Siguió andando sin parar; salió de Peveril Square y pasó por delante del vendedor de pe­riódicos; y eso le dio una idea. Con casi todo el dinero que le quedaba —tres peniques— compró un ejemplar del The Times y se sentó para leerlo en un cementerio de los alrede­dores. Sólo había una página que le interesaba, y no era precisamente la sección de anuncios para institutrices.

Después de haber escrito algunas notas en el margen del periódico, se dirigió con paso ligero al despacho del señor Temple, en Lincoln’s Inn. Le pareció que esa mañana era espléndida, después de la persistente llovizna que había caído la noche anterior, y el sol le levantó el ánimo.

El empleado del señor Temple la dejó pasar. El abogado estaba muy ocupado en esos momentos, pero seguro que accedería a atenderla al menos cinco minutos. El señor Tem­ple la recibió en su despacho; era un hombre calvo, flaco y enérgico. Se levantó para estrecharle la mano.

—¿Cuánto dinero tengo, señor Temple? —le preguntó, después de saludarse.

Alcanzó un libro de gran tamaño y anotó algunas cifras.

—Cuatrocientas cincuenta libras al dos y medio por cien­to en bonos del Tesoro; ciento ochenta acciones ordinarias en la Compañía Ferroviaria del Sureste y Londres; dos­cientas acciones preferentes en la Real Compañía de Co­rreo Marítimo… ¿Está segura de que quiere saber todo esto?

—Todo, por favor.

Mientras el abogado recitaba las cifras, Sally seguía en el periódico la cotización de las acciones.

Temple continuó. No se trataba de una lista demasiado larga.

—Y los ingresos —concluyó—, redondeando…

—Cerca de cuarenta libras al año —se avanzó la muchacha.

—¿Cómo lo sabía?

—Lo calculaba mientras usted iba leyendo la lista.

—¡Dios mío!

—Y si no me equivoco, puedo controlar de alguna mane­ra mi dinero, ¿verdad?

—Efectivamente. Demasiado, desde mi punto de vista. Traté de disuadir a su padre, pero nadie hubiese logrado hacerle cambiar de opinión, por lo que redacté el testa­mento según sus deseos.

—Entonces me alegro de que usted fracasara en su intento. Señor Temple, me gustaría que vendiera trescientas libras de Bonos del Tesoro y que comprara acciones, en partes iguales, en las siguientes compañías: Compañía Ferroviaria Occiden­tal, Compañía del Gas, Luz y Carbón y C. H. Parsons, Ltd.

Se quedó atónito, pero tomó nota de sus instrucciones.

—Además —puntualizó ella—, sobre esas acciones prefe­rentes de la Real Compañía de Correo Marítimo… le ruego que las venda y que compre acciones ordinarias en P&O. Eso debería incrementar los ingresos en algo más del cin­cuenta por ciento. Lo volveré a consultar dentro de un mes más o menos, cuando… cuando tenga tiempo. Supongo que se ha pagado de mi cuenta a la señora Rees.

—Se pagaron a la señora Rees… —pasó una página— cien libras cuando murió su padre. Era un legado, por supues­to, no un pago por un servicio prestado. Los administrado­res, uno de los cuales soy yo, llegamos a un acuerdo por el que los rendimientos del fideicomiso deberían pagarse en su nombre a la señora Rees mientras usted viviera en su casa.

—Ya veo —observó Sally.

O sea, que esa mujer había estado percibiendo todos los ingresos de Sally, ¡y encima la acusaba de vivir de la caridad!

—Bien —prosiguió la chica—, he estado hablando con la señora Rees y lo mejor será que a partir de ahora los bene­ficios me sean pagados a mí directamente. Me gustaría que se encargara de enviar el dinero a la cuenta que tengo a mi nombre, en el London and Midland Bank.

Dio la impresión de que Temple estaba desconcertado. Respiró profundamente y anotó lo que Sally le decía, pero no hizo ningún comentario.

—Por cierto, señor Temple, querría algo de dinero. Me parece que antes no ha mencionado ninguna cuenta co­rriente, pero estoy segura de que debe de haber alguna.

Volvió la página del libro de registro.

—Tiene veintidós libras, seis chelines y nueve peniques —dijo—. ¿Cuánto desea retirar?

—Veinte libras, por favor.

Abrió una pequeña caja de caudales y contó las monedas de oro.

—Señorita Lockhart, tan sólo una pregunta… ¿Ya sabe lo que está haciendo?

—Por supuesto, es lo que deseo hacer. Y además, tengo todo el derecho de hacerlo. Un día, señor Temple, le pro­meto que le contaré el porqué. Ah…, otra cosa…

Temple guardó la cajita y la miró de nuevo.

—¿Sí?

—¿Le mencionó mi padre alguna vez a un tal comandan­te Marchbanks?

—Sí, he oído mencionar ese nombre. Aunque creo que su padre y ese hombre perdieron el contacto durante mucho tiempo. Era un amigo de la época en que estuvo en el Ejér­cito, tengo entendido.

—¿Y le suena el nombre de señora Holland?

Movió la cabeza con un gesto negativo.

—¿Y algo llamado Las Siete Bendiciones?

—¡Qué nombre tan curioso! No, señorita Lockhart, no lo he oído nunca.

—Y… no le entretendré más, señor Temple, pero… ¿qué me dice de la participación de mi padre en Lockhart & Selby? Esperaba que tuviera algún valor.

El abogado se llevó la mano a la barbilla. Parecía in­cómodo.

—Señorita Lockhart, usted y yo tenemos mucho de que hablar. Ahora no puede ser…, estoy muy ocupado; pero es­pero que nos podamos ver dentro de una semana. Su padre era un hombre fuera de lo común y usted es una joven tam­bién muy poco convencional, si me permite decirlo. Se comporta como una verdadera mujer de negocios. Estoy impresionado. Eso es razón suficiente para comentarle aho­ra algo que tenía reservado para cuando fuera mayor: estoy preocupado por esa empresa y también por lo que hizo su padre antes de irse de viaje a Oriente. Tiene usted mucha razón: debería haber más dinero. Pero lo cierto es que ven­dió toda su participación, por un valor de diez mil libras es­terlinas, a su socio, el señor Selby.

—¿Y dónde está el dinero ahora?

—Eso es lo que me preocupa. Ha desaparecido.