17. ACEITE Y LACA
LA SERPIENTE ERA MÁS SUTIL QUE CUALQUIER ANIMAL DEL
CAMPO CREADO
POR DIOS.
GÉNESIS
Mary Malone estaba construyendo un espejo. No lo hacía por vanidad, pues poseía poca, sino porque quería poner a prueba una idea que se le había ocurrido. Quería tratar de captar Sombras, y sin los instrumentos de su laboratorio tenía que improvisar con los materiales de que disponía.
La tecnología de los mulefa tenía poca aplicación con respecto al metal. Hacían cosas extraordinarias con piedra, madera, cuerda, conchas y cuerno, pero los pocos metales que tenían provenían de pepitas de cobre y otros metales que hallaban en la arena del río, y nunca los utilizaban para fabricar utensilios. Eran ornamentales. Las parejas de mulefa, por ejemplo, al contraer matrimonio intercambiaban unas láminas de reluciente cobre, que enrollaban en torno a la base de sus cuernos, y poseían un significado parecido a un anillo de boda.
De ahí la enorme fascinación que despertaba en ellos la navaja del Ejército Suizo que utilizaba Mary y que constituía su bien más valioso.
Atal, la zalif que se había convertido en su mejor amiga, no paró de emitir exclamaciones de asombro el día en que Mary le mostró la navaja y sus diferentes componentes y le explicó como pudo, con su limitado lenguaje, para qué servían. Uno de ellos era una minúscula lupa que utilizó para filtrar los rayos de sol y grabar a fuego un dibujo en una rama. Eso fue lo que le dio la idea de las Sombras.
En aquellos momentos estaban pescando, pero el nivel del río era bajo y los peces no acudían, así que dejaron la red tendida en el agua y se sentaron a charlar en la hierba de la orilla, hasta que Mary vio la rama seca, que presentaba una superficie lisa y blanca. Con la lupa grabó a fuego en ella un dibujo, una simple margarita, que entusiasmó a Atal. Mientras una sutil línea de humo se elevaba del punto donde se concentraban los rayos de sol, Mary pensó: «Si esta rama quedara fosilizada y un científico la hallara dentro de diez millones de años, todavía encontrarían Sombras a su alrededor, porque yo he trabajado en ella».
Luego se sumió en un estado de modorra propiciado por el sol.
—¿En qué sueñas? —le preguntó Atal.
Mary trató de explicarle la naturaleza de su trabajo, sus investigaciones, su laboratorio, el descubrimiento de las partículas de Sombras, la fantástica revelación de que eran conscientes, lo cual renovó su entusiasmo por su trabajo, hasta el extremo de desear ardientemente hallarse de nuevo rodeada de su equipo.
Mary no creía que Atal entendería sus explicaciones por su deficiente dominio del lenguaje de los mulefa, pero también porque éstos eran muy prácticos, estaban muy arraigados en el mundo físico cotidiano, y gran parte de sus explicaciones eran matemáticas. Así que se llevó una gran sorpresa cuando Atal dijo:
—Sí, sabemos a qué te refieres, nosotros lo llamamos… —Y utilizó una palabra parecida a la que empleaban para designar la luz.
—¿Luz? —preguntó Mary.
—Luz no, sino… —Y Atal repitió la palabra más despacio para que Mary la captara, explicando—: Como la luz en el agua cuando forma pequeñas ondas, al atardecer, y la luz se refleja en grandes copos. Nosotros lo llamamos así, pero es un como si.
«Como si» era el término que empleaban para significar metáfora, según había descubierto Mary.
—¿O sea que no es luz, pero la veis y se parece a la luz reflejada en al agua al atardecer? —preguntó Mary.
—Sí, todos los mulefa lo tenemos —respondió Atal—. Tú también lo tienes. Por eso supimos que eras como nosotros y no como los herbívoros, que no lo tienen. Aunque tengas un aspecto tan raro y horrible, eres como nosotros, porque tienes… —Y Atal pronunció de nuevo aquella palabra que Mary no acababa de captar con la suficiente precisión para repetirla: algo como sraf o sarf, acompañada por un movimiento de la trompa hacia la izquierda.
Mary estaba excitada ante esa revelación y procuró sosegarse para hallar las palabras adecuadas.
—¿Qué sabes de eso? ¿De dónde proviene?
—De nosotros, y del aceite —respondió Atal, y Mary comprendió que se refería al aceite de las ruedas de cápsulas de semillas.
—¿De vosotros?
—Cuando somos grandes. Pero sin los árboles volvería a desaparecer. Con las ruedas y el aceite, se queda entre nosotros.
Cuando somos grandes… Mary tuvo que esforzarse de nuevo para no caer en la incoherencia. Una de las cosas que había empezado a sospechar sobre las Sombras era que los niños y los adultos reaccionaban ante ellas de modo distinto, o atraían distintas actividades de las Sombras. ¿No había dicho Lyra que los científicos de su mundo habían descubierto algo parecido referente al Polvo, que era el nombre que utilizaban en lugar de Sombras? De nuevo volvía a surgir el tema.
Estaba relacionado con lo que las Sombras le habían dicho en la pantalla del ordenador poco antes de que ella abandonara su mundo. En cualquier caso, tenía que ver con el gran vuelco que se había producido en la historia de la humanidad simbolizado por la historia de Adán y Eva, la Tentación, la Caída, el Pecado Original. En su investigación con cráneos fosilizados, su colega Oliver Payne había descubierto que hacía unos treinta mil años se había registrado un gran incremento del número de partículas de Sombras asociadas con restos humanos. Algo había ocurrido por esa época, un hecho en la evolución que había convertido al cerebro humano en un conducto ideal para amplificar sus efectos.
—¿Cuánto tiempo hace que existen los mulefa?
—Treinta y tres mil años —respondió Atal.
Para entonces ésta era capaz de interpretar las expresiones de Mary, o en todo caso las más evidentes, y al ver que su amiga se quedaba boquiabierta se echo a reír. La risa de los mulefa era espontánea, alegre y tan contagiosa que Mary por lo general se sumaba a ella, pero en aquella ocasión permaneció seria, sin salir de su asombro.
—¿Pero cómo puedes saberlo con tanta exactitud? ¿Conocéis la historia de todos esos años?
—Oh, sí —respondió Atal—. Desde que adquirimos el sraf, tenemos memoria y conciencia. Antes, no sabíamos nada.
—¿Cómo adquiristeis el sraf?
—Descubrimos cómo utilizar las ruedas. Un día una criatura que no tenía nombre halló una cápsula de semillas y empezó a jugar con ella, y mientras jugaba ella…
—¿Ella?
—Sí, ella. Hasta entonces no había tenido nombre. Vio una serpiente que se enroscaba por el orificio de una cápsula y la serpiente dijo…
—¿La serpiente le habló?
—¡No, no! Es como si hablara. Vio que la serpiente entraba y salía del orificio, y la criatura apoyó el pie en el lugar donde había estado la serpiente. Entonces el aceite penetró en su pie e hizo que viera con mayor claridad que antes, y lo primero que vio fue el sraf. Era tan extraño que quiso compartirlo de inmediato con todos los de su especie, pero como sólo había un árbol de semillas no había suficientes cápsulas para todos. Por eso ella y su pareja tomaron las primeras, y descubrieron que sabían quiénes eran. Sabían que eran mulefa y no herbívoros. Se pusieron nombres unos a otros y se dieron el nombre de mulefa. Pusieron nombre al árbol de las semillas y a todas las criaturas y plantas.
—Que eran diferentes —dijo Mary.
—Sí, lo eran. Y también lo fueron sus hijos, porque a medida que fueron cayendo más cápsulas de semillas, les enseñaron a utilizarlas. Y cuando sus hijos alcanzaron la edad adecuada, también comenzaron a generar el sraf, y como eran lo bastante grandes para montar en las ruedas, el sraf regresó con el aceite y permaneció entre ellos. De modo que comprendieron que tenían que plantar más árboles de cápsulas de semillas, para el aceite, pero las cápsulas eran tan duras que rara vez germinaban. Y los primeros mulefa comprendieron lo que debían hacer para ayudar a los árboles, que consistía en montar sobre las ruedas y romperlas, de modo que los mulefa y las cápsulas de semillas han vivido siempre juntos.
Al principio Mary sólo comprendió una cuarta parte de lo que decía Atal, pero a base de preguntas y conjeturas averiguó con bastante precisión el resto. Su dominio del lenguaje aumentaba día tras día. No obstante, cuanto más aprendía más difícil le resultaba, pues cada cosa que averiguaba planteaba media docena de interrogantes, cada uno de las cuales apuntaba en diferente dirección.
Pero se concentró en el tema del sraf, porque era el más importante; y fue así como se le ocurrió lo del espejo.
Fue la comparación del sraf con los destellos sobre el agua lo que se lo sugirió. La luz reflejada como el resplandor que emitía el mar se polarizaba: cabía la posibilidad de que las partículas de Sombras, cuando se comportaban como ondas a la manera de la luz, también fueran capaces de polarizarse.
—Yo no puedo ver el sraf como vosotros —dijo Mary—, pero me gustaría construir un espejo con laca de savia, porque creo que eso podría ayudarme a verlo.
A Atal le entusiasmó la idea. Sin perder un instante, recogieron la red y comenzaron a reunir todo cuando Mary precisaba. En la red hallaron tres peces, que ella interpretó como un signo de buena suerte.
La laca de savia era un producto de otro árbol, mucho más pequeño, que los mulefa cultivaban con ese propósito. Después de hervir la savia y disolverla con el alcohol que obtenían de la destilación de jugos de frutas, los mulefa preparaban una sustancia de consistencia lechosa y delicado color ámbar, que empleaban como barniz. Aplicaban un mínimo de veinte capas sobre una base de madera o concha, dejando que cada capa se secara bajo un paño húmedo antes de aplicar la siguiente, hasta conseguir una superficie muy dura y brillante. Por lo general le aplicaban diversos óxidos para que se volviera opaca, pero a veces dejaban que quedara transparente. Esto era lo que le interesaba a Mary, porque la laca transparente de color ámbar poseía la misma curiosa propiedad que un mineral conocido como espato de Islandia. Descomponía los rayos de luz en dos, de modo que cuando uno miraba a través de ella veía doble.
Mary no tenía una idea clara de lo que quería hacer, pero sabía que si le daba suficientes vueltas al asunto, sin ponerse nerviosa ni agobiarse, acabaría averiguándolo. Recordaba haber citado a Lyra en cierta ocasión unos versos del poeta Keats, y la niña había comprendido de inmediato que ése era el estado de ánimo que ella tenía cuando leía el aletiómetro: eso era lo que Mary debía averiguar.
Comenzó por seleccionar un pedazo de madera parecida al pino, más o menos liso, y se puso a afinar la superficie con un fragmento de arenisca (no disponía de metal ni de un cepillo de carpintero), hasta que consiguió dejarlo lo más plano posible. Ése era el método que empleaban los mulefa, bastante eficaz, aunque requería mucho tiempo y esfuerzos.
Luego visitó con Atal el bosquecillo de árboles de laca, después de explicarle detenidamente lo que se proponía hacer y de haber pedido permiso para extraer un poco de savia. Los mulefa se lo concedieron de buena gana, pero andaban demasiado atareados para interesarse en su experimento. Con ayuda de Atal, Mary extrajo un poco de aquella savia viscosa y resinosa e inició el largo proceso de hervir, disolver y volver a hervir el líquido hasta conseguir el barniz que necesitaba.
Los mulefa lo aplicaban utilizando bolas de una fibra algodonosa que obtenían de otra planta. Siguiendo las instrucciones de un artesano, Mary aplicó minuciosamente el barniz sobre su espejo una y otra vez, sin advertir apenas ninguna diferencia debido a la finura de las capas. Aplicó más de cuarenta capas —perdió la cuenta—, y cuando la laca se agotó, la superficie presentaba un grosor de unos cinco milímetros.
Después había que pulirla: un día entero dedicado a frotar la superficie con suavidad, con movimientos circulares. Acabó con los brazos molidos y la cabeza abotargada.
Cuando hubo terminado se acostó.
A la mañana siguiente el grupo fue a trabajar en un bosquecillo de árboles de madera nudosa, según los llamaban ellos. Comprobaban si los brotes crecían tal como los habían plantado y tensaban las cuerdas dispuestas entre ellos para que los árboles adultos tuvieran la forma deseada. Apreciaban la ayuda de Mary en esta tarea, porque ella podía introducirse en espacios reducidos con más facilidad que dos mulefa, y trabajar con mayor agilidad.
Cuando hubieron concluido esa tarea y regresado al poblado, Mary pudo empezar a experimentar… o más bien a jugar, pues aún no tenía una idea clara de lo que hacía.
En primer lugar trató de utilizar la lámina de laca como un simple espejo, pero al carecer de un soporte plateado, sólo conseguía ver un tenue reflejo doble en la madera.
Luego Mary pensó que en realidad necesitaba la laca sin la madera, pero la perspectiva de fabricar otra lámina era ardua. Por otra parte, ¿cómo conseguir que fuera plana sin disponer de un soporte?
Entonces se le ocurrió que podía separar la madera dejando sólo la laca. Aquello también requería tiempo, pero al menos Mary disponía de la navaja del Ejército Suizo. Así que comenzó a separarla con mucho cuidado por el borde, procurando no rayar la parte posterior de la laca, pero cuando acabó de retirar la mayor parte del pino, dejó un amasijo de madera rota y astillada adherida de forma inamovible a la cara del duro y resistente barniz.
Mary se planteó qué pasaría si la ponía a remojo en agua. ¿Se ablandaría la laca al mojarla?
—No —dijo el especialista en aquel oficio—. Permanecerá siempre dura. ¿Pero por qué no pruebas con esto?
Y le mostró un líquido que guardaba en un cuenco de piedra, capaz de devorar toda clase de madera en cuestión de horas. Por su aspecto y olor, Mary dedujo que era un ácido.
El zalif le aseguró que la laca apenas se resentiría, y que ella podría reparar fácilmente cualquier pequeño desperfecto. Intrigado por su proyecto, el zalif la ayudó a aplicar con cuidado el ácido sobre la madera, al tiempo que le explicaba que lo obtenían a partir de un mineral que se encontraba en las orillas de unos lagos que ella aún no había visitado. Poco a poco la madera fue ablandándose y se desprendió, y Mary dispuso de una lámina de laca amarillenta transparente, aproximadamente del tamaño de la página de un libro de bolsillo.
Pulió la parte inferior hasta conseguir una superficie tan bruñida como la superior, de modo que ambas quedaron lisas como el más fino espejo.
Y cuando miró a través de él…
No ocurrió nada de particular. Era totalmente transparente, pero reflejaba una imagen doble, la de la derecha muy cerca de la de la izquierda y unos quince grados más arriba.
Mary se preguntó qué ocurriría si miraba a través de las dos piezas, una colocada sobre la otra.
Volvió a tomar la navaja del Ejército Suizo para marcar una estría a través de la lámina y cortarla en dos. Tras insistir una y otra vez con la hoja, que afilaba en una piedra, consiguió trazar una estría bastante profunda. Luego colocó un palito finísimo debajo de la estría y oprimió con fuerza la laca, como había visto hacer a un vidriero al cortar vidrio, y logró su propósito. Ya tenía dos láminas.
Mary superpuso las dos láminas y miró a través de ellas. El color ámbar era más denso y, al igual que un filtro fotográfico, realzaba algunos colores y atenuaba otros, confiriendo una tonalidad algo distinta al paisaje. Lo curioso era que había desaparecido la visión doble y todo presenta una sola imagen, pero no había señal de las Sombras.
Mary separó un poco las dos láminas y observó si de ese modo modificaba el aspecto de las cosas. Cuando las hubo separado aproximadamente un palmo, se produjo un fenómeno curioso: desapareció el color ámbar y todo adquirió su colorido normal, aunque más brillante y nítido.
En aquel momento se acercó Atal para ver lo que hacía su amiga.
—¿Puedes ver ahora el sraf? —preguntó.
—No, pero veo otras cosas —respondió Mary.
Atal mostró un educado interés, pero sin el afán de investigación que animaba a Mary. Al cabo de un rato la zalif se cansó de mirar a través de las pequeñas láminas de laca y se sentó en la hierba para repasar sus ruedas. Todos los mulefa lo hacían a diario. Retiraban las garras para dejar que las ruedas se desprendieran y luego las inspeccionaban para detectar posibles grietas o desgaste, y de paso revisaban con esmero sus garras. A veces se pulían y limpiaban las garras unos a otros, en un gesto de sociabilidad. Atal había invitado a Mary en un par de ocasiones a que le arreglara las suyas. Por su parte, Mary dejaba que Atal la peinara, gozando con la delicadeza con que levantaba y dejaba caer el cabello con la trompa y le daba masajes en el cuero cabelludo.
Al intuir que Atal deseaba aquello, Mary dejó las dos láminas de laca a un lado y deslizó las manos sobre la asombrosa suavidad de sus garras, aquella superficie más fina y resbaladiza que el teflón que descansaba sobre el borde inferior del orificio central y constituía un cojinete cuando la rueda giraba. Los bordes coincidían con exactitud, y cuando Mary pasó las manos por el interior de la rueda no notó ninguna diferencia de textura: era como si los mulefa y las cápsulas de semillas fueran una sola criatura que de forma milagrosa podían desmontarse y volver a unirse.
Aquel contacto relajó a Atal y también a Mary. Su amiga era joven y soltera, y como en aquel grupo no había machos jóvenes, tendría que casarse con un zalif de fuera. Pero tenía pocas ocasiones de relacionarse con otros grupos y a veces a Mary le daba la impresión de que Atal estaba preocupada por su futuro. Así que no escatimaba el tiempo que pasaba con ella y en esos momentos se entregó con afán a la tarea de limpiar el polvo y la tierra que se acumulaba en los orificios de las ruedas y untar suavemente el fragante aceite en las garras de su amiga, mientras Atal le esponjaba y alisaba el pelo con la trompa.
Cuando Atal estuvo satisfecha, se montó en las ruedas y fue a ayudar con los preparativos de la cena. Mary se concentró de nuevo en sus láminas de laca, y casi al instante realizó un importante descubrimiento.
Sostuvo las placas a una distancia de un palmo para obtener la imagen nítida que había visto antes, pero ocurrió algo imprevisto.
Mientras miraba al trasluz, Mary vio un enjambre de motas doradas en torno a la figura de Atal. Sólo eran visibles a través de una pequeña porción de laca. Mary no tardó en comprender el motivo: en aquel lugar había tocado la superficie con los dedos manchados de aceite.
—¡Atal! —gritó—. ¡Acércate! ¡Deprisa! Déjame tomar un poco de aceite para aplicarlo en la laca.
Atal accedió a que su amiga deslizara de nuevo los dedos sobre los orificios de las ruedas, observando con curiosidad cómo cubría una de las piezas con una ligera capa de aquella sustancia transparente y dulzona.
Mary juntó las dos placas y las movió para distribuir bien el aceite, antes de volver a separarlas un palmo.
Cuando miró a través de ellas, todo aparecía cambiado. Vio las Sombras. De haber estado en la sala de descanso del Colegio Jordan cuando lord Asriel proyectó los fotogramas que había realizado utilizando una emulsión especial, Mary los habría reconocido. Mirara donde mirara veía partículas doradas, tal como había descrito Atal: unas chispas de luz que flotaban y oscilaban y a veces se movían en una corriente de intención. Entre todo ello estaba el mundo que Mary percibía a simple vista: la hierba, el río, los árboles. Pero cuando veía a un ser consciente, a uno de los mulefa, la luz era más densa y tenía más movimiento. En cualquier caso realzaba los contornos.
—No sabía lo hermoso que era —dijo Mary a Atal.
—Oh sí, lo es —repuso su amiga—. Cuesta creer que no pudieras verlo. ¡Mira a ese pequeñín!
Atal señaló a uno de los pequeños que jugaba entre la alta hierba. Perseguía a los saltamontes con torpes brincos, se paraba de repente para examinar una hoja, echaba a correr de nuevo para decirle algo a su madre, volvía a distraerse con un palito, tratando de recogerlo del suelo, descubría que tenía hormigas en la trompa y lanzaba un agudo chillido… A su alrededor aparecía una neblina dorada, al igual que en torno a las viviendas, las redes de pesca, la fogata, un poco más intensa que la suya. La diferencia más destacable era que estaba llena de corrientes de intención, que se formaban, disgregaban, circulaban y desaparecían para ser sustituidas por otras.
En torno a su madre, por otra parte, las chispas doradas eran mucho más intensas, y las corrientes en las que se movían más sólidas y potentes. La madre preparaba comida, esparciendo la harina sobre una piedra lisa para hacer tortas de pan a la que vez que vigilaba a su hijo, y las Sombras, o el sraf o el Polvo que la bañaban constituían la viva imagen del sentido de responsabilidad y atentos cuidados.
—Por fin puedes verlo —comentó Atal—. Bien, ahora debes acompañarme.
Mary miró perpleja a su amiga. Se había expresado en un tono extraño, como diciendo por fin estás preparada; esperábamos este momento, a partir de ahora las cosas cambiarán.
Acudieron entonces otros mulefa, desde lo alto de la colina, desde sus casas, desde la orilla del río: miembros del grupo, pero también unos desconocidos que observaban a Mary con curiosidad. El sonido de sus ruedas sobre la tierra apisonada era tenue y sostenido.
—¿Adónde tengo que ir? —preguntó Mary—. ¿Por qué vienen todos aquí?
—No te preocupes —contestó Atal—. Ven conmigo, no te haremos daño.
Mary tuvo la sensación de que hacía tiempo que habían planeado aquella reunión, pues todos sabían hacia dónde debían dirigirse y lo que iba a suceder. En los límites de la aldea se alzaba un pequeño montículo de formas regulares y tierra apisonada como el suelo, provisto de unas rampas en los extremos. La muchedumbre —compuesta por unos cincuenta individuos, según calculó Mary— avanzaba hacia él. El humo de las fogatas que habían encendido para preparar la cena flotaba en el aire, y el sol poniente derramaba su peculiar neblina dorada sobre todas las cosas. Mary percibió el aroma a maíz tostado y el grato olor que emanaban los mulefa, una mezcla de aceite y carne cálida, semejante al olor dulzón de los caballos.
Atal le indicó que se dirigiera al montículo.
—¿Pero qué ocurre? —preguntó Mary—. ¡Dímelo!
—No, no… Yo no debo. Hablará Sattamax.
Mary no conocía el nombre de Sattamax, ni tampoco al zalif que le indicó Atal. Era más viejo que los demás. En la base de la trompa tenía unos pelos blancos y se movía con dificultad, como si padeciera artritis. Los demás se movían con cuidado en torno a él, y cuando Mary echó una ojeada a través del espejo de laca comprendió el motivo: la nube de Sombras que envolvía al viejo zalif era tan densa y compleja que se sintió embargada por un profundo respeto hacia él, aunque no comprendía el significado de aquello.
Cuando Sattamax se dispuso a hablar, todos guardaron silencio. Mary se situó junto al montículo, cerca de Atal, cuya presencia la tranquilizaba. No obstante, notó que todas las miradas estaban pendientes de ellas, como si fuera una niña recién llegada a la escuela.
Sattamax tomó la palabra. Tenía una voz grave, de ricos y variados matices, que acompañaba con unos gestos lentos y airosos de la trompa.
—Nos hemos reunido aquí para saludar a la forastera Mary. Quienes la conocemos tenemos motivos para estarle agradecidos por las actividades que ha llevado a cabo desde su llegada. Hemos esperado hasta que adquiriera cierto dominio de nuestra lengua. Con la ayuda de muchos de nosotros, pero especialmente de la zalif Atal, la forastera Mary ahora puede entendernos.
»Pero había otra cosa que ella debía comprender: el sraf. Sabía que existía, pero no podía verlo como lo vemos nosotros, hasta que construyó un instrumento para mirar al trasluz.
»Y ahora que lo ha conseguido, está preparada para aprender de qué otra forma puede ayudarnos. Acércate, Mary.
Mary se sintió cohibida, perpleja, pero obedeció. Se aproximó al viejo zalif y supuso que debía dirigirles unas palabras:
—Todos me habéis hecho sentir como una amiga vuestra. Sois amables y hospitalarios. Yo procedo de un mundo donde la vida es muy distinta, pero algunos de nosotros tenemos conciencia del sraf, al igual que vosotros, y os agradezco la ayuda que me habéis prestado para fabricar este cristal, a través del cual consigo verlo. Si hay alguna forma en que pueda ayudaros, lo haré encantada.
Mary habló con más torpeza que cuando lo hacía con Atal y temió no haberse expresado con suficiente claridad. Era difícil saber hacia dónde volverse cuando tenía que gesticular además de hablar, pero al parecer la habían entendido. Sattamax volvió a tomar la palabra.
—Es un placer oírte hablar. Confiamos en que puedas ayudarnos. En caso contrario, no sé cómo lograremos sobrevivir. Los tualapi nos matarán a todos. Son más numerosos que nunca, y su número aumenta de año en año. El mundo se ha trastocado. Durante los treinta y tres mil años que llevamos de existencia, hemos cuidado de la Tierra. Había un equilibrio en todo. Los árboles prosperaban, los herbívoros estaban sanos, y aunque de vez en cuando se presentaran los tualapi, ni ellos aumentaban ni nosotros disminuíamos.
»Pero hace trescientos años los árboles empezaron a enfermar. Los observábamos ansiosos y los cuidábamos con esmero, pero cada vez producían menos cápsulas de semillas y perdían las hojas a lo largo de todo el año; algunos morían irremediablemente, lo cual no había ocurrido nunca. Por más que rebuscamos en nuestra memoria, no conseguimos hallar la causa.
»Fue un proceso lento, por supuesto, pero también es lento el ritmo de nuestras vidas. Nosotros lo ignorábamos hasta que llegaste tú. Hemos visto mariposas y pájaros, pero ellos no poseen sraf. Tú sí, pese a tu extraña apariencia. En cambio eres rápida y directa, como los pájaros y las mariposas. Reparaste en la necesidad de algo que te ayudara a ver el sraf, y de inmediato construiste con los materiales que nosotros conocemos desde hace miles de años un instrumento que te permite verlo. Junto a nosotros, piensas y actúas con la velocidad de un pájaro. Eso es lo que hemos observado, y por eso sabemos que nuestro ritmo debe de parecerte lento.
»Pero este hecho constituye nuestra esperanza. Tú ves cosas que nosotros no vemos, percibes conexiones, posibilidades y alternativas que para nosotros son invisibles, de igual modo que el sraf era invisible para ti. Y aunque nosotros no conseguimos ver una forma de sobrevivir, tenemos la esperanza de que tú sí puedas. Esperamos que descubras rápidamente la causa de la enfermedad de los árboles y encuentras el remedio. Esperamos que halles la forma de detener a los tualapi, que son muy numerosos y poderosos.
»Y esperamos que puedas hacerlo pronto, porque si no moriremos.
Se oyeron murmullos de aprobación. Todos observaron a Mary, quien se sintió de nuevo como la nueva alumna de una escuela en quien todos habían depositado sus esperanzas. Al mismo tiempo se sintió curiosamente halagada: la idea de ser rápida y ágil como un pájaro era nueva y agradable, porque siempre se había considerado tenaz y laboriosa. Pero al mismo tiempo tenía la impresión de que se equivocaban si la veían de ese modo; no lo entendían, ella no podía remediar su desesperada situación.
No obstante, debía hacerlo. Estaban esperando. Así que dijo:
—Sattamax, mulefa, trataré de corresponder a la esperanza que habéis depositado en mí. Habéis sido amables conmigo y lleváis una vida noble y hermosa y yo me esforzaré en ayudaros. Ahora que he visto el sraf, sé lo que estoy haciendo. Gracias por vuestra confianza.
Los mulefa asintieron, murmuraron satisfechos y la acariciaron con sus trompas cuando Mary descendió. Estaba asustada del compromiso que había adquirido.
En ese mismo momento, en el mundo de Cittàgazze, el padre Gómez, el sacerdote asesino, subía por un escabroso sendero en la montaña entre vetustos olivos. La luz del atardecer se filtraba sesgada a través de las hojas plateadas y el aire estaba poblado del canto de grillos y cigarras.
Frente a él vio una casita de campo a la sombra de unas parras, donde balaba una cabra; una fuente manaba agua entre las rocas grisáceas. Un anciano se afanaba en su tarea mientras una vieja conducía a la cabra hacia un lugar donde había dispuesto un taburete y un cubo.
En la aldea que acababa de dejar atrás le habían informado de que la mujer a quien seguía había pasado por allí y había dicho que se dirigía a las montañas. Quizás aquellos ancianos la habían visto. En todo caso, podría comprar un queso y olivas y beber agua de la fuente. El padre Gómez estaba acostumbrado a llevar una vida austera, y tenía mucho tiempo por delante.