07. MARY, SOLA

POR FIN LOS

IMPONENTES

ÁRBOLES SE ALZARON COMO SI BAILARAN Y ALARGARON

SUS RAMAS CARGADAS DE COPIOSOS

FRUTOS…

JOHN MILTON

Casi simultáneamente, la tentadora a quien el padre Gómez iba a seguir estaba siendo tentada.

—Gracias, no, no, con esto tengo suficiente. Basta, gracias —dijo la doctora Mary Malone a la pareja de ancianos en el olivar, mientras éstos trataban de proporcionarle más comida de la que ella podía llevar.

Vivían allí aislados y sin hijos, asustados por los espantos que habían visto entre los plateados árboles; pero cuando Mary Malone apareció en la carretera con su mochila, los espantos habían huido despavoridos. Los ancianos habían acogido a Mary en su pequeña alquería situada a la sombra de las parras, le habían ofrecido vino, queso, pan y olivas, y ahora no querían dejar que se fuera.

—Debo irme —repitió Mary—. Gracias, han sido muy amables… No puedo llevarme… Bueno, otro queso pequeño… gracias…

Era evidente que los ancianos la consideraban un talismán contra los espantos. ¡Ojalá lo fuera!, pensó Mary. Durante la semana que llevaba en el mundo de Cittàgazze, había visto suficiente destrucción, adultos devorados por espantos y niños buscando desesperadamente un bocado de comida, como para concebir un profundo horror hacia aquellos etéreos vampiros. Lo único que sabía era que éstos desaparecían cuando ella se acercaba; pero no podía quedarse con toda la gente que quisiera retenerla, pues debía seguir su camino.

Mary hizo sitio para el último queso de cabra envuelto en una hoja de parra, sonrió, se inclinó de nuevo y bebió un último trago de agua de la fuente que manaba a través de la roca grisácea junto a la casa. Después juntó las manos tal como hacían los ancianos, dio media vuelta y se alejó con paso ligero.

Parecía más decidida de lo que estaba en realidad. La última comunicación que había mantenido con las entidades que ella llamaba partículas de sombra y Lyra denominaba Polvo, había tenido lugar en la pantalla de su ordenador, y la había destruido siguiendo sus instrucciones. En estos momentos se sentía desorientada. Le habían indicado que pasara por la abertura del Oxford en el que vivía, el Oxford del mundo de Will, y así lo había hecho, para salir mareada y temblando de asombro a aquel extraordinario mundo que había al otro lado. Aparte de eso, su cometido consistía en localizar al niño y a la niña y representar el papel de la serpiente, significara eso lo que significara.

De modo que Mary había caminado, explorado e indagado, sin encontrar nada. En adelante, pensó mientras se alejaba del olivar por el estrecho sendero, tendría que pedir que la orientaran.

Cuando se hubo alejado de la alquería, y segura de que nadie la molestaría, Mary se quitó la mochila, se sentó en una roca debajo de los pinos y la abrió. En el fondo, envuelto en un pañuelo de seda, había un libro que conservaba desde hacía veinte años: un comentario sobre el sistema chino de adivinación, el I Ching.

Lo llevaba consigo por dos razones. Una era de carácter sentimental: se lo había regalado su abuelo, y ella lo había utilizado mucho de niña. La otra era que la primera vez que Lyra había entrado en su laboratorio, había preguntado: «¿Qué es eso?», refiriéndose al póster de la puerta que mostraba los símbolos del I Ching; y poco después, en su espectacular lectura del ordenador, Lyra había averiguado (según afirmó) que aquel Polvo tenía muchas otras formas de hablarles a los humanos, y que una de ellas consistía en el sistema chino que empleaba esos símbolos.

Así pues, mientras preparaba apresuradamente el equipaje antes de abandonar su mundo para ir en busca de Lyra y de Will, Mary Malone había incluido el llamado Libro de los Cambios, así como los pequeños tallos de milenrama que necesitaba para leerlo. Ahora había llegado el momento propicio de utilizarlos.

Tras extender la seda en el suelo, Mary comenzó la operación de dividir y contar, dividir, contar y separar, la cual había realizado a menudo de adolescente, picada por la curiosidad, y que después apenas había repetido. Casi había olvidado cómo hacerlo, pero de golpe recordó el ritual y alcanzó el estado de sosiego y profunda concentración, que cumplía una función importantísima a la hora de hablar con las Sombras.

Por fin obtuvo los números que indicaban el hexagrama propuesto, el grupo de seis líneas seguidas o interrumpidas, tras lo cual debía consultar el significado en el libro. Ésta era la parte más complicada, porque el texto resultaba muy enigmático:

Volver hacia la cumbre

para provisiones de comida

trae buena fortuna.

Escrutar atentamente en derredor

como un tigre con insaciable voracidad.

Parecía alentador. Mary continuó la lectura del libro, siguiendo los complejos vericuetos por los que la conducía el comentario, hasta llegar a un pasaje que decía así: Inmóvil se mantiene la montaña; es una vereda; significa piedras pequeñas, puertas y aberturas.

Mary trató de adivinar el significado. Lo de «aberturas» le recordó la misteriosa ventana en el aire por la que había penetrado en ese mundo; y las primeras palabras parecían indicar que debía seguir ascendiendo.

Perpleja y animada, Mary guardó el libro y los tallos de milenrama en la mochila y echó a andar por el empinado sendero.

Al cabo de cuatro horas se sintió desfallecer de cansancio y calor. El sol rozaba el horizonte. El sendero que seguía dio paso a un accidentado terreno sembrado de cantos rodados y pequeños guijarros, a través del cual Mary se abrió paso con dificultad. A su izquierda la ladera desembocaba en un paisaje de olivos y limoneros, viñas descuidadas y molinos de viento abandonados, con un aspecto borroso por la calima de la tarde. A la derecha había una ladera cubierta de piedras y guijarros que describía una escarpada pendiente hasta convertirse en un resbaladizo risco de piedra caliza.

Con gesto cansado, Mary volvió a colgarse la mochila a la espalda y puso el pie sobre la siguiente piedra lisa, pero antes de apoyar todo su peso sobre ella se paró en seco. La luz proyectaba un curioso reflejo. Mary se protegió los ojos con la mano para evitar el resol y trató de localizarlo.

Allí estaba: casi a la manera en que surgen esas formas en tres dimensiones de las caprichosas manchas de colores que a primera vista no parecen tener sentido, al pie de la ladera, con el risco como telón de fondo, destacaba un color diferente. Mary recordó al instante las palabras del I Ching: una vereda, piedras pequeñas, puertas y aberturas.

Era una ventana como la que había visto en Sunderland Avenue. Mary pudo verla gracias a la luz: si el sol hubiera estado en lo alto probablemente no se habría percatado.

Se acercó al pequeño retazo de aire con profunda curiosidad, pues la otra vez había tenido que alejarse a toda prisa y no había tenido tiempo de examinar la otra abertura. Pero en esta ocasión observó la ventana con detenimiento, tocando el borde, desplazándose a su alrededor para comprobar que desde el otro lado resultaba invisible, percatándose de la enorme diferencia que había entre ésta y la otra. Estaba tan excitada ante el descubrimiento que estallaba de gozo.

El portador de la daga que la había creado, en tiempos de la Revolución Francesa, no había tenido la precaución de cerrarlas, pero al menos había cortado en un lugar muy parecido al mundo de este lado, junto a una roca. No obstante, la roca en el otro lado era distinta, no de piedra caliza sino de granito, y cuando Mary penetró en este nuevo mundo se encontró no al pie de un gigantesco risco sino casi en la cima de una pequeña loma que se alzaba sobre una inmensa llanura.

También allí se había puesto el sol. Mary se sentó a respirar el aire, a descansar las piernas y a saborear sin prisa aquella maravilla.

A sus pies se extendía una gigantesca pradera o sabana bañada en una luz dorada, muy distinta de todo cuanto Mary había visto en su mundo. En primer lugar, aunque buena parte de la misma estaba cubierta por una hierba con una infinita gama de matices castaños, verdes, ocres y amarillos, que se agitaba suavemente destacando la alargada luz del atardecer, la pradera parecía surcada de un extremo a otro por unos ríos de piedra con una superficie de color gris pálido.

En segundo lugar, la llanura estaba salpicada por unos bosquecillos de árboles, los más altos que Mary había visto jamás. Con ocasión de una conferencia sobre energía a la que había asistido en California, había tenido oportunidad de contemplar las grandes secoyas, que la habían maravillado, pero esos otros árboles superaban con creces el tamaño de las secoyas. Tenían un follaje denso, de color verde oscuro, y sus inmensos troncos presentaban un tono rojizo dorado bajo la luz crepuscular.

Finalmente vio rebaños de animales que pastaban en la hierba, demasiado alejados para distinguirlos con claridad. Sus movimientos denotaban algo extraño que Mary no pudo descifrar.

Estaba agotada, tenía hambre y sed. Cerca de allí le pareció oír el grato sonido de un manantial, y a los pocos minutos dio con él: un pequeño chorro de agua cristalina que manaba de una grieta cubierta de musgo, y un arroyuelo que discurría por la ladera. Después de beber en abundancia y de llenar las cantimploras, Mary se dispuso a instalarse allí para pasar la noche.

Con la espalda apoyada en la roca, abrigada con su saco de dormir, Mary comió un poco del pan casero y de queso de cabra, tras lo cual se sumió en un sueño profundo.

A la mañana siguiente se despertó con el sol en la cara. El aire era fresco y el rocío se había depositado formando unas diminutas perlas en el pelo de Mary y en su saco de dormir. Permaneció unos minutos tumbada, gozando de la límpida atmósfera, con la sensación de que era el primer ser humano que había existido jamás.

Luego se incorporó, bostezando y estremeciéndose, y se lavó en el helado manantial antes de comer un par de higos secos y examinar el lugar.

Detrás de la loma sobre la que había ido a parar, el terreno descendía describiendo una suave pendiente para luego volver a subir, aunque sin alcanzar gran altura. Delante se divisaba un panorama de toda la inmensa pradera. Las alargadas sombras de los árboles se proyectaban hacia ella, y Mary vio unas bandadas de pájaros que revoloteaban sobre las grandes copas, tan pequeños en comparación con el verde dosel forestal que parecían motas de polvo.

Después de cargar de nuevo con la mochila, bajó la cuesta hasta llegar a la áspera y frondosa hierba de la pradera, y desde allí se dirigió hacia el bosque más cercano, a unos seis kilómetros de distancia.

Entre la hierba, que le llegaba a las rodillas, crecían unas matas achaparradas que no llegaban al palmo de altura, parecidas al enebro; había también flores —como amapolas, botones de oro y acianos—, que prestaban distintos colores al paisaje; vio también una enorme abeja, del tamaño de una falange del pulgar, posada en una flor azul, que se doblegaba bajo su peso. Pero al abandonar los pétalos y remontar de nuevo el vuelo, Mary observó que no era un insecto pues un instante después voló hacia su mano y se posó en su dedo, clavando con suma delicadeza su largo y afilado pico en su piel, pero como no halló ningún néctar del que alimentarse, reemprendió el vuelo. Se trataba de un minúsculo colibrí, que movía sus alas de color de bronce con tal velocidad que Mary no logró distinguirlas.

¡Cómo la envidiarían todos los biólogos de la Tierra si vieran lo que ella veía!

A medida que avanzaba se aproximó a un rebaño de aquellos animales que había visto paciendo la víspera, cuyos movimientos la habían desconcertado sin saber muy bien por qué. Tenían el tamaño de los ciervos o antílopes y un color parecido, pero lo que le hizo detenerse y frotarse los ojos asombrada fueron sus patas, dispuestas en forma de rombo: dos en el centro, una delante y otra debajo de la cola, de suerte que las criaturas se movían con un curioso balanceo. A Mary le habría gustado examinar un esqueleto para comprobar cómo funcionaba su estructura.

Los animales siguieron pastando tranquilamente, observándola con mirada indolente, sin mostrar el menor temor. Mary sintió deseos de aproximarse para examinarlos más de cerca, pero hacía calor y la sombra de los altos árboles era muy tentadora. Ya tendría tiempo de observarlos más adelante.

Al poco rato dejó atrás la hierba y echó a andar sobre uno de aquellos ríos de piedra que había visto desde la loma, otra cosa que también le maravilló.

Seguramente en otro tiempo había sido un río de lava. Tenía un color oscuro, casi negro, pero la superficie era más pálida, quizá debido al desgaste natural o a los miles de seres que habían caminado por ella. Era tan lisa como una cuidada carretera del mundo de Mary, y en todo caso resultaba más cómodo andar por ella que por la hierba.

Mary siguió aquella senda, que se alejaba trazando una ancha curva en dirección a los árboles. Cuanto más se aproximaba, más le asombraba el gigantesco tamaño de las copas, tan anchas como la casa en la que habitaba, calculó, y tan altas como… No se le ocurrió ninguna comparación.

Cuando llegó al primer tronco apoyó las manos en él, notando la rugosa corteza de un dorado rojizo. El suelo estaba cubierto por una mullida alfombra de hojas largas como su mano, que despedían un agradable aroma. Enseguida se vio rodeada por una nube de seres voladores minúsculos, una pequeña bandada de colibríes, una mariposa amarilla cuyas alas desplegadas eran tan anchas como la palma de la mano y un montón de bichejos que reptaban por el suelo. El aire estaba impregnado de murmullos, zumbidos y ruidos extraños.

Mary avanzó por el bosque. Casi le parecía hallarse en una catedral: reinaba el mismo silencio, las estructuras presentaban la misma verticalidad, y ella estaba dominada por una sensación de respeto y admiración.

Le llevó más tiempo del previsto llegar allí. Faltaba poco para mediodía; los haces de luz que se filtraban por el ramaje casi caían a plomo. Invadida por una sensación de somnolencia, le pareció extraño que aquellos herbívoros no se hubieran trasladado a la sombra de los árboles durante las horas más calurosas del día.

No tardó en averiguar la razón.

Demasiado acalorada para continuar adelante, se tumbó a descansar entre las raíces de un árbol gigantesco, con la cabeza apoyada en la mochila, y se quedó dormida.

Tuvo los ojos cerrados durante unos veinte minutos, pero de repente, cuando aún no estaba del todo dormida, oyó cerca de ella un estrepitoso ruido que hizo temblar el suelo.

Poco después se produjo otro estruendo. Se incorporó alarmada, y cuando se hubo recuperado percibió un movimiento que se concretó en un objeto redondo, de un metro aproximado de diámetro, que rodaba por el suelo. Se detuvo al instante y cayó de costado.

Al poco rato cayó otro, un poco más lejos. Vio cómo descendía un voluminoso objeto que aterrizó violentamente entre las gruesas raíces de un árbol y comenzó a rodar por el suelo.

La perspectiva de que otro de aquellos contundentes objetos le cayera encima bastó para que recogiera la mochila y saliera corriendo del bosquecillo. Pero ¿qué eran? ¿Cápsulas de semillas?

Tras mirar con cuidado hacia arriba, Mary penetró de nuevo en el bosquecillo para examinar el objeto que había caído más cerca de donde se encontraba. Lo puso de pie, lo sacó del bosquecillo y lo depositó sobre la hierba para examinarlo más de cerca.

Era un objeto circular, ancho como la palma de su mano. En el centro tenía una depresión, que podía ser el punto por donde permanecía prendido al árbol. No parecía pesado pero era muy duro, y estaba cubierto de unos pelos fibrosos que seguían la circunferencia, de forma que Mary podía pasar la mano fácilmente por él en un sentido pero no en el otro. Sin duda el objeto era lo bastante duro para resistir una caída desde tan alto. Mary trató de clavar su cuchillo en la superficie, pero no lo consiguió.

Al palparse las manos notó que tenía los dedos más suaves, y los olisqueó. Bajo el olor a polvo emanaban un ligero aroma. Mary volvió a examinar la cápsula de semillas. En el centro percibió un tenue brillo, y al tocarla de nuevo notó que sus dedos resbalaban sobre ella. Exudaba una especie de aceite.

Mary depositó el objeto en el suelo y reflexionó sobre la forma en que aquel mundo había evolucionado.

Si sus conjeturas sobre aquellos universos eran acertadas, y se trataba de los múltiples mundos previstos por la teoría cuántica, algunos de ellos debían de haberse desgajado de su propio mundo mucho antes que otros. Y era evidente que en el mundo que se hallaba en estos momentos la evolución había propiciado gigantescos árboles y unas grandes criaturas con el esqueleto en forma de rombo.

Comenzaba a tener conciencia de la estrechez de sus horizontes científicos. No poseía conocimientos de botánica, ni geología, ni biología… Era tan ignorante como un niño pequeño.

De pronto oyó un rumor grave que no logró localizar hasta que vio una nube de polvo que avanzaba a lo largo de una de las carreteras… en dirección al bosquecillo, y a ella. Aunque estaba a unos dos kilómetros de distancia se desplazaba con rapidez, y a Mary le invadió de repente el miedo.

Se metió corriendo en el bosquecillo, localizó un estrecho hueco entre dos descomunales raíces y se introdujo en él, observando sobre el muro que formaba una de las raíces la nube de polvo que se aproximaba.

Sintió vértigos al ver aquello. Al principio tuvo la impresión de que era una pandilla de motoristas. Después pensó que se trataba de una manada de animales con ruedas. Pero era imposible. No existían animales con ruedas. No podía ver eso. Pero lo veía.

Había aproximadamente una docena. Tenían más o menos el mismo tamaño que los animales que Mary había visto pastando, pero eran más delgados y de color gris, con cuernos y unas trompas cortas y parecidas a las de los elefantes. Presentaban la misma estructura en forma de rombo que aquellos herbívoros, pero habían evolucionado hasta adoptar una rueda, en sus patas delanteras y en la única trasera.

Sin embargo su mente insistía en que no existían ruedas en la naturaleza; era imposible; se necesitaba un soporte para el eje que estuviera completamente separado de la parte rotatoria; era imposible…

Entonces, cuando se detuvieron a unos cincuenta metros y el polvo se asentó, Mary lo comprendió de pronto y prorrumpió en grandes carcajadas de gozo.

Las ruedas eran cápsulas de semillas. Perfectamente redondas, enormemente duras y ligeras. No podría haber inventado otras mejores. Las criaturas enganchaban una garra en el centro con sus patas delanteras y trasera y empleaban las dos laterales para impulsarse sobre el suelo y avanzar. Mary quedó maravillada pero al mismo tiempo sintió una ligera inquietud pues poseían unos cuernos imponentes y afilados, e incluso a aquella distancia, percibió la agudeza y curiosidad de su mirada.

Y la estaban buscando.

Uno de ellos había reparado en la cápsula que ella había sacado del bosquecillo y salió de la carretera para acercarse. Cuando llegó a ella la alzó sobre el arcén con su trompa y la echó a rodar hacia sus compañeros.

Las criaturas se agolparon en torno a la cápsula y la tocaron con delicadeza con sus vigorosas y flexibles trompas, emitiendo unos suaves chirridos, chasquidos y gritos que Mary interpretó como expresiones de censura. Alguien había estado toqueteando aquello, y no estaba bien.

Entones pensó: «Has venido aquí con un propósito, aunque aún no lo comprendas. Actúa con decisión. Toma la iniciativa».

Así que se levantó y dijo de forma enérgica y deliberada:

—Por aquí. Estoy aquí. Examinaba la cápsula de semillas. Lo siento. No me hagáis daño, por favor.

Todos volvieron al instante la cabeza para mirarla, con las trompas en alto, y sus relucientes ojos dirigidos al frente. También tenían las orejas enhiestas.

Mary abandonó el amparo de las raíces para ponerse delante de ellos. Extendió las manos, consciente de que aquel gesto podía no significar nada para unas criaturas que no poseían manos. No obstante era lo único que podía hacer. Tras recoger la mochila, Mary echó a andar a través de la hierba y se situó en la carretera, frente a ellos.

A aquella distancia de menos de cinco metros podía apreciar mejor su aspecto, pero lo que le llamó la atención fue la vivacidad e inteligencia de sus miradas. Aquellas criaturas eran tan distintas de los animales que había visto pastando como un ser humano de una vaca.

—Mary —dijo señalándose a sí misma.

La criatura más próxima alargó la trompa. Ella se acercó más y la criatura la tocó en el pecho, en el lugar al que había apuntado Mary.

—Merry —oyó decir ésta como un eco de su propia voz salida de la garganta de la criatura.

—¿Qué sois? —preguntó.

—¿Kesóis? —respondió la criatura.

—Soy una humana —fue lo único que se le ocurrió contestar.

—Soiumana —repitió la criatura. Luego ocurrió algo aún más extraordinario: todas se echaron a reír.

Arrugaron los ojos, agitaron la trompa, sacudieron la cabeza, y de sus gargantas brotó un inconfundible sonido, una expresión de regocijo. Sin poder evitarlo, Mary también se echó a reír.

Se le acercó otra criatura y le tocó la mano con la trompa. Mary dejó que la tanteara y luego le ofreció la otra mano para que la inspeccionara con su extremidad erizada de suaves cerdas.

—Ah, hueles el aceite de la cápsula de las semillas… —dijo Mary.

—Cápsuladesemiyas —repitió la criatura.

—Si sois capaces de reproducir los sonidos de mi lenguaje, quizá podamos comunicarnos algún día, aunque sabe Dios cómo. Mary —repitió, volviendo a señalarse a sí misma.

Nada. Las criaturas la observaron sin inmutarse.

—Mary —probó otra vez.

La criatura más próxima se tocó el pecho con la trompa y dijo algo. ¿Había pronunciado tres sílabas o dos? La criatura habló de nuevo, y esta vez Mary se esforzó en reproducir los mismos sonidos.

—Mulefa —dijo tanteando.

Los otros repitieron «Mulefa» con la voz de Mary, riendo, como si le tomaran el pelo a la criatura que había hablado.

—¡Mulefa! —repitieron, como si se tratara de un chiste muy gracioso.

—Bueno, si sois capaces de reír, no creo que vayáis a comerme —dijo Mary.

A partir de aquel momento se estableció entre ellos una afabilidad natural, que disipó por completo el nerviosismo inicial de Mary.

El grupo también se relajó; tenían quehaceres pendientes, no se paseaban porque sí. Mary vio que uno de ellos portaba una silla o un fardo en el lomo, sobre el que otros dos cargaron la cápsula de semillas, asegurándola con unas cuerdas con movimientos rápidos y diestros de sus trompas. Cuando permanecían inmóviles, mantenían el equilibrio con sus patas laterales, mientras que cuando se movían, hacían girar las patas delanteras y la trasera al mismo tiempo para propulsarse. Los movimientos que realizaban estaban llenos de gracia y energía.

Uno de ellos se situó al borde de la carretera y alzó la trompa para lanzar un sonoro toque que al resonar a través de la llanura hizo que todo el rebaño de herbívoros levantaran la cabeza simultáneamente y se pusieran a trotar hacia ellos. Cuando llegaron se detuvieron pacientes en el borde de la carretera y dejaron que las criaturas con ruedas se pasearan lentamente entre ellos, mirando, tocando y contando.

Entonces Mary vio que uno se ponía a ordeñar a un herbívoro con la trompa, tras lo cual se dirigió hacia ella y le acercó la trompa con delicadeza a la boca.

Mary dio un respingo, pero al percibir la expectación que contenía la mirada de la criatura, volvió a adelantar la cabeza y abrió los labios. La criatura exprimió en su boca un poco de leche dulce y ligera, y después de comprobar que la había engullido le dio un poco más. Fue un gesto tan hábil y amable que Mary rodeó instintivamente la cabeza de la criatura con los brazos y la besó, sintiendo el olor de su piel polvorienta, la dureza de sus huesos y el poder de la musculatura de su trompa.

Unos instantes después el jefe del rebaño lanzó un suave bramido y los herbívoros se alejaron. Entonces Mary vio que los mulefa se disponían a marcharse. Estaba contenta de que la hubieron acogido con afecto, y a la vez triste de que se fueran; pero aún le deparaban una sorpresa.

Una de las criaturas se arrodilló en la carretera, moviendo la trompa, y las otras hicieron unas señas a Mary de que se acercara… No cabía duda: le estaban ofreciendo que montara, para llevarla con ellas.

Otra criatura tomó su mochila y la aseguró a la silla de una tercera. Mary se montó torpemente sobre el lomo de la que estaba arrodillada, sin saber dónde poner las piernas: ¿delante de la criatura, o detrás? ¿Y dónde debía agarrarse?

Pero antes de que lograra averiguarlo, la criatura se levantó, y el grupo comenzó a avanzar por la carretera con Mary cabalgando en medio.