15. LA FORJA

MIENTRAS

CAMINABA ENTRE

LOS FUEGOS DEL

INFIERNO,

REGOCIJÁNDOME

CON LOS

PLACERES DEL

GENIO…

WILLIAM BLAKE

En aquel momento, los gallivespianos hablaban del mismo tema. Tras llegar a una recelosa paz con Iorek Byrnison, se encaramaron de nuevo al saliente para no estorbar.

—No debemos apartarnos de su lado ni un momento —dijo Tialys, aprovechando el ruido que producía el crepitar de las llamas de la potente fogata—. En cuanto esté reparada la daga, debemos convertirnos en sombra del niño.

—Es muy listo. No deja de observarnos —repuso Salmakia—. La niña es más confiada. Creo que podríamos ganarnos su simpatía. Es inocente y cariñosa. Debemos concentrarnos en ella, Tialys.

—Pero él tiene la daga. Es el único que puede utilizarla.

—No irá a ninguna parte sin esa niña.

—Si él está en poder de la daga, ella tiene que seguirlo. Y creo que en cuanto la daga esté de nuevo intacta, la empleará para trasladarse a otro mundo y librarse de nosotros. ¿No te diste cuenta de que hizo callar a la niña cuando iba a añadir algo más? Tienen un objetivo secreto, muy distinto del que a nosotros nos conviene.

—Ya veremos. Pero creo que tienes razón, Tialys. Debemos permanecer muy cerca del niño a toda costa.

Ambos observaron con cierto escepticismo a Iorek Byrnison mientras éste disponía las herramientas de su improvisado taller. Los fornidos trabajadores de las fábricas de material de guerra situadas bajo la fortaleza de lord Asriel, con sus altos hornos y laminadoras, sus forjas ambáricas y prensas hidráulicas, se habrían reído al ver aquella fogata, el martillo de piedra y el yunque, que en realidad era una pieza de la armadura de Iorek. No obstante, el oso había calibrado bien la tarea que iba a emprender, y los pequeños espías empezaron a advertir en sus movimientos una eficacia que moderó su desprecio.

Cuando Lyra y Will regresaron con las ramas, Iorek les indicó cómo debían colocarlas en el fuego. Examinó cada rama, volviéndola de un lado y de otro, antes de indicarles cómo colocarlas en un determinado ángulo, o cómo partir un trozo y disponerlo por separado en el borde. El resultado fue un fuego de una extraordinaria potencia que se concentraba en un extremo.

El calor se propagaba por la cueva con gran intensidad. Iorek siguió alimentando el fuego y mandó a los niños otras dos veces a recoger leña para asegurarse de que hubiera suficiente hasta concluir la operación.

Luego volvió una pequeña piedra que había en el suelo y pidió a Lyra que buscara más piedras como aquélla. Le explicó que cuando aquellas piedras se calentaran emanarían un gas que rodearía la hoja y la aislaría del aire, pues si el metal candente entraba en contacto con el aire lo absorbería en parte y se haría más frágil.

Lyra se puso a buscar las piedras, y con ayuda de Pantalaimon, en versión lechuza, no tardó en hallar más de una docena. Iorek le explicó cómo debía colocarlas y dónde, y le mostró la cantidad exacta de aire que debía crear, utilizando una rama cargada de hojas, para que el gas fluyera de forma regular sobre la pieza que forjaba.

Iorek puso a Will a cargo del fuego. El oso dedicó varios minutos a darle las precisas instrucciones y a explicarle los principios que debía aplicar. Buena parte del éxito de la empresa dependía de la colocación exacta de la leña, y Iorek no podía detenerse a cada momento para corregir su posición.

Iorek le advirtió además que una vez reparada la daga no tendría el mismo aspecto. Sería más corta, porque cada pedazo de la hoja tenía que solapar un poco el siguiente, a fin de poderlos unir; la superficie quedaría oxidada, de modo que se perderían las aguas del color, y la empuñadura se quemaría un poco. Pero el filo sería igual y la daga no perdería eficacia.

Will observó cómo las llamas devoraban las resinosas ramas, y con los ojos llorosos y las manos chamuscadas fue reponiéndolas hasta que el calor se concentró tal como Iorek quería.

Entretanto, el oso picaba y rebajaba una piedra del tamaño de un puño, que había seleccionado tras haber rechazado varias que no tenían el peso adecuado. Fue dándole forma y alisándola con unos golpes tremendos, hasta que el olor a cordita que exhalaba la piedra se sumó al humo que aspiraban los dos espías, los cuales observaban la escena desde el saliente. Incluso Pantalaimon, transformado en cuervo, participaba agitando las alas para avivar el fuego.

Por fin, satisfecho de la forma que había adquirido el martillo, Iorek colocó las dos primeras piezas de la hoja de la daga entre la leña que ardía en el centro de la hoguera y ordenó a Lyra que aventara el gas de la piedra sobre ella. Mientras el oso observaba, su rostro alargado y blanco resplandecía a la luz de las llamas. Will vio que la superficie de metal tomaba un color rojo, luego amarillo y por último blanco.

Iorek no apartaba la vista del fuego, con la zarpa dispuesta para sacar las piedras. Al cabo de unos momentos el metal cambió nuevamente de aspecto; su superficie se tornó reluciente y de ella brotaron unas chispas como si se tratara de fuegos de artificio.

Entonces Iorek pasó a la acción. Introdujo la zarpa derecha en la hoguera y sacó rápidamente una pieza tras otra, sosteniéndolas con las puntas de sus grandes garras hasta depositarlas en la plancha de hierro que correspondía a la parte posterior de su armadura. Will percibió el olor a pelo chamuscado, pero Iorek no le dio importancia, y con extraordinaria agilidad ajustó el ángulo en el que las piezas se solapaban, alzó su zarpa izquierda y descargó un golpe con el martillo de piedra.

La punta de la daga rebotó sobre la piedra a consecuencia del impacto. Will comprendió que toda su vida dependía de lo que ocurriera en aquel pequeño triángulo de metal, aquella punta que buscaba los espacios en el interior de los átomos. Todo él sentía las oscilaciones de las llamas y el desprendimiento de cada átomo en el entramado de la hoja. Will había supuesto que sólo un horno de tamaño industrial, equipado con los instrumentos más sofisticados, podía forjar esa hoja, pero de pronto se dio cuenta de que aquellos eran los mejores instrumentos y que Iorek, gracias a su gran habilidad, había construido la mejor fragua posible.

—¡Mantenlo firme en tu mente! —tronó Iorek sobre el fragor del fuego—. ¡Tú también tienes que forjarlo! ¡Tienes que participar conmigo en la tarea!

Will sintió que todo su cuerpo se estremecía bajo los golpes que el oso descargaba con el martillo de piedra. La segunda pieza de la hoja comenzó a calentarse, y Lyra aventó con la rama el gas ardiente para que recubriera ambas piezas y no tuvieran contacto con el aire corrosivo. Will percibía todos los detalles de la operación, sintiendo cómo los átomos de metal se unían entre sí a través de la rotura, formando nuevos cristales, reforzándose y enderezándose en el invisible entramado a medida que se fraguaba la juntura.

—¡El filo! —bramó Iorek—. ¡Mantén el filo alineado!

Se refería «con la mente» y Will obedeció al instante, percibiendo las infinitesimales desviaciones y la infinitesimal corrección cuando los bordes se ajustaron perfectamente. Una vez que la juntura quedó terminada, Iorek pasó a la pieza siguiente.

—Otra piedra —indicó a Lyra, que apartó la primera piedra y puso a calentar una segunda.

Will revisó el fuego y partió una rama en dos para encarar mejor las llamas mientras Iorek se aplicaba de nuevo con el martillo. Will comprendió que a su tarea se había sumado una nueva complejidad, pues debía mantener la nueva pieza en una relación exacta con las dos anteriores, y que sólo si lo hacía con extremada precisión lograría ayudar a Iorek a recomponerlas.

El oso y los niños continuaron trabajando. Will no tenía ni idea de cuánto tiempo les llevó. Por su parte, Lyra tenía los brazos doloridos, los ojos llorosos, la piel chamuscada y enrojecida y los huesos molidos debido a la fatiga, pero siguió colocando cada piedra tal como le había indicado Iorek, y Pantalaimon, pese al cansancio, continuó batiendo las alas sobre las llamas.

Cuando sólo faltaba una última juntura, Will estaba tan agotado por el esfuerzo intelectual que a duras penas pudo colocar la siguiente rama en el fuego. Tenía que comprender cada conexión, de lo contrario la daga no se recompondría. Al llegar a la última y más compleja fase, destinada a fijar la hoja casi terminada en el pequeño trozo que quedaba de la empuñadura, Will era consciente de que si no lograba mantenerla unida con toda su energía mental a las demás piezas, la daga se disgregaría como si Iorek nunca la hubiera reparado.

El oso también lo sabía e hizo una pausa antes de empezar a calentar la pieza restante. Miró a Will y éste no vio nada en sus ojos, ni la más mínima expresión, sólo un insondable fulgor negro. No obstante, captó su significado: aquello era un trabajo arduo, pero todos cumplían una función igual de importante.

Eso le bastó. Se volvió hacia el fuego y concentró su imaginación en al extremo roto de la empuñadura, haciendo acopio de todas sus fuerzas para afrontar la última y más difícil fase de la tarea.

Así pues, la daga fue forjada entre los tres: Will, Iorek y Lyra. Cuando Iorek hubo asestado el último golpe con el martillo, Will percibió el sutil ajuste de los átomos al unirse en el punto de rotura y se desplomó en el suelo de la cueva, totalmente agotado. Lyra se hallaba muy cerca de él en el mismo estado, con los ojos vidriosos y enrojecidos, el pelo lleno de hollín y humo. Iorek tenía la cabeza gacha y su blanco pelaje chamuscado y ceniciento.

Tialys y Salmakia habían dormido por turnos, de forma que uno de ellos estuvo vigilando constantemente. En aquel momento era ella quien estaba despierta mientras él dormía. Cuando la hoja se enfriaba y pasaba del rojo al gris y por fin a un tono plateado, Will alargó la mano hacia la empuñadura. Entonces Salmakia tocó en el hombro a su colega, que se despertó en el acto.

Pero Will no tocó la daga pues aún estaba muy caliente y se habría abrasado la mano. Los espías se relajaron sobre el rocoso saliente.

—Salgamos fuera —dijo Iorek a Will. Luego se volvió hacia Lyra y añadió—: Quédate aquí y no toques la daga.

Lyra se sentó junto al yunque, sobre el que se enfriaba la daga, y Iorek le ordenó que avivara el fuego y no dejara que se apagara, pues aún quedaba una última operación.

Will siguió al oso hasta la oscura ladera. El impacto del aire glacial en contraste con el horno de la cueva fue instantáneo.

—No debieron haber fabricado esa daga —declaró Iorek cuando se hubieron alejado un trecho—. Quizá yo no debí haberla reparado. Estoy lleno de dudas, y eso nunca me había sucedido. La duda es cosa de humanos, no de osos. Si me estoy volviendo humano, eso significa que algo va mal. Y yo lo he empeorado.

—Pero cuando el primer oso forjó la primera pieza de armadura, ¿acaso no fue eso también malo?

Iorek guardó silencio. Él y Will siguieron caminando hasta llegar a un gran ventisquero. Iorek se tumbó, revolviéndose en el suelo y levantando remolinos de nieve en la oscuridad hasta que él mismo parecía hecho de nieve, la personificación de toda la nieve que existía en el mundo.

Cuando hubo terminado se levantó y se sacudió la nieve de encima.

—Sí, tal vez lo fuera —dijo al ver que Will esperaba una respuesta a su pregunta—. Pero antes de ese primer oso acorazado no hubo otros. No sabemos nada sobre épocas anteriores. Fue entonces cuando se implantó la costumbre. Conocemos nuestras costumbres, que son firmes y sólidas y las observamos sin modificarlas. La naturaleza del oso se debilita sin la costumbre, al igual que la carne de oso queda desprotegida sin la armadura.

»Pero creo que al reparar esa daga he transgredido la naturaleza del oso. He sido tan insensato como Iofur Rakinson. El tiempo lo dirá. El caso es que estoy preocupado y lleno de dudas. Quiero que me aclares una cosa: ¿por qué se rompió la daga?

Will se frotó la cabeza con ambas manos para aliviar su jaqueca.

—La mujer me miró y creí que tenía el rostro de mi madre —respondió, tratando de recordar la experiencia con la máxima sinceridad—. La daga chocó contra algo que no pudo traspasar, y como mi mente la dirigía hacia delante y hacia atrás, se partió. Creo que fue así como sucedió. La mujer sabía lo que hacía, de eso estoy seguro. Es muy lista.

—Cuando hablas de la daga, hablas de tu madre y tu padre.

—¿De veras? Sí… supongo que sí.

—¿Qué vas a hacer con ella?

—No lo sé.

Iorek se abalanzó sobre Will y le dio un zarpazo tan violento que lo hizo rodar sobre la nieve hasta que por fin se detuvo a mitad de la ladera, completamente aturdido.

Iorek descendió lentamente hasta donde se hallaba Will, que intentaba ponerse de pie.

—Dime la verdad —le espetó.

Will se sintió tentado de decir: «No te habrías atrevido a pegarme de haber tenido yo la daga en la mano». Pero sabía que Iorek lo sabía, y sabía que él lo sabía, y que habría sido una descortesía y una estupidez decir eso, aunque estuvo a punto de hacerlo.

Will se contuvo, hasta que se levantó y miró a Iorek a la cara.

—Te he dicho que no lo sé —replicó, tratando de no perder la compostura—, porque no tengo las ideas claras sobre lo que voy a hacer. Sobre lo que eso significa. Me da miedo. Y a Lyra también. De todos modos, en cuanto me expuso su plan acepté.

—¿De qué se trata?

—Queremos bajar a la tierra de los muertos y sacar al fantasma de Roger, el amigo de Lyra, que murió en Svalbard.

»Pero estoy en un dilema, porque también quiero volver y cuidar de mi madre, y por otra parte el ángel Balthamos me dijo que fuera a ver a lord Asriel y le ofreciera la daga, y creo que tiene razón…

—El ángel huyó —comentó Iorek.

—No era un guerrero. Hizo lo que pudo. No era el único que estaba asustado; yo también lo estoy. Así que debo pensar las cosas con calma. A veces no hacemos lo debido porque lo indebido parece más peligroso, y no queremos demostrar que estamos asustados, de modo que hacemos algo que está mal simplemente porque es peligroso. Nos preocupa más no demostrar nuestro miedo que actuar con tino. Es muy duro. Por eso no te he respondido.

—Entiendo —contestó el oso.

Ambos guardaron un rato de silencio, que a Will se le antojó muy largo porque no iba protegido contra aquel frío polar. Pero Iorek aún no había terminado y Will se sentía algo débil y aturdido debido al golpe que éste le había propinado, de modo que no se movieron.

—Me he arriesgado en muchos sentidos —dijo el oso rey—. Es posible que por querer ayudarte haya precipitado la destrucción definitiva de mi reino. Pero también es posible que no, y que la destrucción se hubiera producido de todas formas; puede que yo la haya postergado. Así que como ves estoy preocupado por hacer cosas impropias de un oso y dudar y especular como un humano.

»Y te diré más. Tú ya lo sabes, pero no quieres reconocerlo. Por eso voy a decírtelo sin rodeos, para que no te confundas. Si quieres triunfar en tu misión, debes dejar de pensar en tu madre. Tienes que dejarla de lado. Si no te concentras en la tarea, la daga se romperá.

»Ahora me despediré de Lyra. Espera en la cueva, porque esos espías no te perderán de vista, y no quiero que escuchen cuando hablo con ella.

Will no sabía qué decir, pero la emoción le atenazaba el pecho y la garganta.

—Gracias, Iorek Byrnison —fue cuanto atinó a decir.

Will subió con Iorek por la ladera hasta la cueva, donde el fuego despedía aún un cálido resplandor en la inmensa oscuridad.

Iorek llevó a cabo la última operación para reparar la sutil daga. La depositó entre las relucientes brasas hasta que la hoja estuvo candente. Will y Lyra vieron un centenar de colores que se arremolinaban en las humeantes profundidades del metal, y cuando Iorek calculó que había llegado el momento indicado, ordenó a Will que tomara la daga y la hundiera de inmediato en la nieve que se había acumulado frente a la cueva.

El mango de palisandro estaba chamuscado y renegrido, pero Will se envolvió varias veces la mano en una camisa y siguió las instrucciones de Iorek. Will sintió en el silbido y el vapor que emanaba la daga que todos los átomos se habían ensamblado a la perfección y que había recuperado su acerado filo y sus excepcionales cualidades.

Pero presentaba un aspecto distinto, tal como le había advertido Iorek. Era más corta y menos elegante, y cada juntura estaba cubierta por una superficie plateada y opaca. Parecía lo que era: un objeto herido.

Cuando se hubo enfriado, Will la guardó en la mochila. Luego se sentó, sin prestar atención a los espías, a esperar el regreso de Lyra.

Iorek condujo a la niña a un lugar situado más arriba de la cueva, donde dejó que ésta se refugiara entre sus descomunales brazos; Pantalaimon, transformado en ratón, reposaba junto a su pecho. Iorek se inclinó sobre ella y le acarició con el hocico sus manos chamuscadas y sucias.

Sin decir una palabra comenzó a lamerlas, aliviando con su lengua el escozor de las quemaduras. Lyra suspiró. Nunca se había sentido tan a salvo como en aquellos momentos.

Después de haberle limpiado el hollín y la suciedad de las manos, Iorek habló. Lyra sintió las vibraciones de su voz en la espalda.

—¿Qué es ese plan de visitar la tierra de los muertos, Lyra Lenguadeplata?

—Se me ocurrió en un sueño, Iorek. Vi al fantasma de Roger y comprendí que me llamaba… ¿Te acuerdas de Roger? Bueno, pues después de que te marcharas lo mataron, creo que por culpa mía. Pienso que debería terminar lo que comencé, que debo ir y pedirle perdón, y rescatarlo de ese lugar si puedo. Si Will puede abrir una ventana al mundo de los muertos, debemos hacerlo.

—Poder no es lo mismo que deber.

—Pero si puedes y debes, no hay excusa para no hacer una cosa.

—Mientras estás vivo, tu deber es seguir vivo.

—No, Iorek —replicó Lyra—, nuestro deber es cumplir las promesas que hagamos, por difíciles que sean. ¿Sabes una cosa? En el fondo estoy muerta de miedo. Ojalá no hubiera tenido nunca ese sueño, ojalá que a Will no se le hubiera ocurrido que podíamos utilizar la daga para ir allí. Pero las cosas son como son, y no hay vuelta de hoja.

Lyra notó que Pantalaimon estaba temblando y le acarició con sus manos doloridas.

—Lo malo es que no sabemos cómo llegar allí —continuó la niña—. No lo sabremos hasta que lo intentemos. ¿Y tú qué piensas hacer, Iorek?

—Regresaré al norte, con mi pueblo. No podemos vivir en las montañas. Incluso la nieve es distinta. Creí que podíamos vivir aquí, pero es más fácil para nosotros vivir en el mar, aunque haga calor. Ha sido una experiencia provechosa. Creo además que van a necesitarnos. Presiento que habrá guerra, Lyra Lenguadeplata; lo huelo, lo percibo en el ambiente. Antes de venir aquí hablé con Serafina Pekkala y me dijo que iba a ver a lord Faa y a los giptanos. Si estalla una guerra, nos necesitarán.

Lyra se incorporó, emocionada al oír los nombres de sus viejos amigos. Pero Iorek no había terminado.

—Si Will y tú no encontráis la forma de salir del mundo de los muertos —prosiguió—, no volveremos a vernos, porque yo no tengo un fantasma. Mi cuerpo permanecerá en la tierra, y pasará a formar parte de la misma. Pero si ambos logramos sobrevivir, en Svalbard siempre te recibiremos con el calor y los honores dignos de una amiga, y a Will también. ¿Te ha contado lo que ocurrió cuando nos encontramos?

—No —respondió Lyra—, sólo me dijo que ocurrió junto a un río.

—Me plantó cara. Yo creía que no existía nadie que se atreviera a hacerlo, pero ese renacuajo es muy atrevido y muy listo. No me gusta el plan que te has propuesto, pero me consta que ese chico es la única persona que velará por ti. Sois tal para cual. Que te vaya bien, Lyra Lenguadeplata, mi querida amiga.

Incapaz de articular palabra, Lyra le rodeó el cuello con los brazos y sepultó la cara en su espeso pelaje.

Al cabo de un minuto Iorek se levantó y apartó delicadamente a Lyra. Luego dio media vuelta y se alejó en la oscuridad. Lyra enseguida perdió de vista su silueta al confundirse con la blancura de la nieve, pero tal vez porque tenía los ojos inundados de lágrimas.

Cuando Will oyó sus pasos en el camino, les dijo a los espías:

—Mirad, aquí está la daga. No voy a utilizarla. No os mováis de aquí.

Al salir halló a Lyra frente a la cueva, llorando. Pantalaimon, que estaba a su lado, se había transformado en un lobo que alzaba el hocico hacia el negro firmamento.

Ella no dijo palabra. La única luz venía del pálido reflejo de los restos de la hoguera sobre la nieve, que a su vez se reflejaba en las mejillas húmedas de Lyra, y las lágrimas de la niña se reflejaban en los ojos de Will, de forma que todos aquellos fotones les unían en un silencioso entramado.

—¡Le quiero tanto, Will! —musitó Lyra con voz entrecortada—. Y parecía tan viejo y triste… Ahora todo recaerá sobre nosotros, ¿verdad, Will? No podemos apoyarnos en nadie más, sólo en nosotros mismos. Pero somos muy jóvenes… Si el pobre señor Scoresby está muerto y Iorek es viejo… Tendremos que seguir adelante sin depender de nadie.

—Lo conseguiremos —dijo Will—. No pienso mirar de nuevo atrás. Podemos hacerlo. Ahora debemos dormir un rato, pero si permanecemos en este mundo podrían aparecer esos girópteros que han encargado los espías. Así que abriré ahora mismo una ventana y buscaremos otro mundo donde dormir, y si los espías vienen con nosotros, no importa. Ya nos libraremos de ellos más adelante.

—Sí —convino Lyra, pasando el dorso de la mano por la nariz y frotándose los ojos empañados de lágrimas—. Lo haremos así. ¿Estás seguro de que la daga funciona? ¿La has probado?

—Sé que funcionará.

Seguidos por Pantalaimon, convertido en un tigre para disuadir a los espías, al menos eso esperaban, Will y Lyra regresaron a la cueva y tomaron sus mochilas.

—¿Qué hacéis? —preguntó Salmakia.

—Nos vamos a otro mundo —respondió Will, sacando la daga. Notó que estaba intacta de nuevo; hasta ese momento no había reparado en lo mucho que la quería.

—Pero tenéis que esperar a los girópteros de lord Asriel —protestó Tialys con tono áspero.

—No vamos a esperarlos —replicó Will—. Si os acercáis a la daga, os mataré. Podéis venir con nosotros si queréis, pero no podéis obligarnos a quedarnos aquí. Nos vamos.

—¡Nos mentiste!

—No —terció Lyra—. Mentí yo. Will no miente. No pensasteis en eso.

—¿Pero adónde vais?

Sin responder, Will tentó el aire y cortó una abertura en la penumbra.

—Esto es un error —observó Salmakia—. Deberíais daros cuenta y hacernos caso. No habéis pensado.

—Claro que hemos pensado, y mucho —replicó Will—. Mañana os lo contaremos. Podéis acompañarnos al lugar adonde nos dirigimos o regresar con lord Asriel.

La ventana daba a un mundo al que él había escapado con Baruch y Balthamos, y donde había dormido a salvo: una inmensa y cálida playa en la que crecían unas plantas parecidas a helechos detrás de las dunas.

—Dormiremos aquí —dijo Will—. Es un buen sitio.

Cuando todos hubieron pasado, Will cerró enseguida la ventana. Mientras él y Lyra se acostaban allí mismo, rendidos, lady Salmakia se dispuso a montar guardia, y el caballero abrió su resonador de magnetita y empezó a componer un mensaje en la oscuridad.