10. RUEDAS
DEL MAR SE LEVANTÓ UNA NUBECILLA, COMO LA MANO DE UN HOMBRE.
I. REYES
Sí —afirmó la niña pelirroja en los jardines del desierto Casino—. Paolo y yo la vimos. Pasó por aquí hace unos días.
—¿Y recordáis su aspecto? —preguntó el padre Gómez.
—Parecía acalorada —respondió el niño—. Tenía la cara empapada en sudor.
—¿Qué edad le echaríais?
—Unos… —contestó la niña, dubitativa—. Yo diría que unos cuarenta o cincuenta. No la vimos de cerca. Puede que tuviera unos treinta. Pero estaba acalorada, como ha dicho Paolo, y llevaba una mochila enorme, más grande que la que lleva usted. ¡Así de grande!
Paolo le susurró algo al oído mientras achicaba los ojos para observar al sacerdote, porque el sol le daba en la cara.
—Sí —replicó la niña con impaciencia—, ya lo sé. No temía a los espantos —le explicó al padre Gómez—. Atravesó toda la ciudad sin preocuparse de ellos. Nunca he visto a una persona mayor hacer eso. Daba la sensación de que ni siquiera sabía que los espantos existen. Lo mismo que usted —agregó, mirándole con expresión de desafío.
—Hay muchas cosas que no sé —confesó con afabilidad el padre Gómez.
Paolo tiró de la manga de la niña y volvió a susurrarle algo.
—Paolo cree que usted se propone recuperar la daga —informó la niña al sacerdote.
El padre Gómez sintió que se le erizaba el vello. Recordó la declaración de fray Pavel durante el proceso del Tribunal Consistorial: ésa debía de ser la daga a la que se referían los niños.
—Lo haré si puedo —respondió—. La daga estaba antes aquí, ¿no es cierto?
—En la Torre degli Angeli —le informó la niña señalando la torre de piedra cuadrada que asomaba sobre los tejados rojizos, resplandeciente bajo el sol del mediodía—. El niño que la robó mató a nuestro hermano, Tullio. Los espantos lo pillaron. Si quiere usted matar a ese niño, a nosotros nos parece bien. Y la niña… era una mentirosa, tan mala como él.
—¿Había una niña? —inquirió el sacerdote tratando de disimular su interés, convencido de que aquella niña era Lyra.
—Una maldita embustera —espetó la chiquilla pelirroja—. Casi los matamos a los dos, pero aparecieron unas mujeres que volaban…
—Unas brujas —apostilló Paolo.
—Eso, unas brujas, y no pudimos luchar contra ellas. Se llevaron al niño y a la niña. No sabemos adónde fueron. La mujer se presentó después. Pensamos que quizá tuvieran una especie de daga, para ahuyentar a los espantos, ¿sabe? Y a lo mejor usted también tiene una —añadió la niña, alzando el mentón y mirando al sacerdote con descaro.
—No tengo ninguna daga —afirmó el padre Gómez—. Pero tengo una misión sagrada. Puede que sea eso lo que me protege de… los espantos.
—Puede —repuso la niña—. De todas formas, si quiere encontrar a la mujer, se fue hacia el sur, hacia las montañas. Nadie sabe exactamente dónde, pero si le pregunta a cualquiera le dirán si ha pasado por allí, porque en Ci’gazze no hay nadie como ella ni la ha habido nunca. No le costará encontrarla.
—Gracias, Angélica —dijo el sacerdote—. La Autoridad os bendice, hijos míos.
A continuación se echó la mochila a la espalda, salió del jardín y echó a andar satisfecho a través de las silenciosas y calurosas calles.
Al cabo de tres días en compañía de aquellas criaturas con ruedas, Mary Malone sabía mucho sobre ellas, y éstas sobre Mary.
Aquella primera mañana la condujeron aproximadamente durante una hora por la carretera de basalto hasta un poblado situado junto a un río. Fue un trayecto un tanto incómodo para Mary, pues no tenía dónde agarrarse y el lomo de la criatura era duro. Avanzaban rápidamente a una velocidad que la asustó, pero el estruendo de sus ruedas y sus pisadas sobre la dura superficie de la carretera la distrajo lo suficiente para no acusar la incomodidad.
Durante el viaje pudo reparar mejor en la fisiología de aquellas criaturas. Al igual que los herbívoros, tenían un esqueleto en forma de rombo, con una extremidad en cada vértice. En un determinado momento del pasado remoto, un ancestro suyo debió de haber desarrollado aquella estructura y constatado su funcionalidad, del mismo modo que hace tiempo en el mundo de Mary los seres reptantes habían desarrollado la columna vertebral.
La carretera de basalto discurría en pendiente, y cuando un rato después ésta se acentuó, las criaturas pudieron circular a toda marcha. Encogían las patas laterales y se propulsaban inclinándose hacia un lado o el otro, avanzando a una velocidad que a Mary le pareció espeluznante, aunque tuvo que reconocer que en ningún momento la criatura sobre la que iba montada le transmitió una sensación de peligro. De haber tenido algo a lo que agarrarse, Mary habría disfrutado del paseo.
Al pie de la cuesta, aproximadamente de un kilómetro de largo, había un bosquecillo formado por aquellos descomunales árboles que había visto con anterioridad, junto al cual fluía un manso río a través de un terreno cubierto de hierba. Mary advirtió no muy lejos un reflejo que parecía proceder de una masa mayor de agua, pero no tuvo tiempo de contemplarlo detenidamente porque las criaturas se dirigieron a un poblado situado a orillas del río, que ella ardía en deseos de ver.
Había unas veinte o treinta cabañas distribuidas en un círculo irregular, construidas con unos troncos de madera (Mary tuvo que protegerse los ojos del resol para verlo). Los muros estaban recubiertos con una especie de pasta de zarzo, y los tejados con paja. Había otras criaturas con ruedas trabajando afanosamente: unas reparaban tejados, otras sacaban las redes del río y otras reunían leña para encender fuego.
De modo que tenían un lenguaje, disponían de fuego y estaban organizadas en una sociedad. En aquellos momentos Mary realizó un ajuste mental, sustituyendo la palabra «criaturas» por personas. Aquellos seres no eran humanos pero eran personas, nuestros semejantes, se dijo.
Al aproximarse a ellos, algunos lugareños alzaron la vista y llamaron a los otros para que acudieran. La comitiva que avanzaba por la carretera se detuvo. Mary se apeó con cuidado, sabiendo que más tarde le dolería todo el cuerpo.
—Gracias —dijo a su… ¿su qué?
Buscó la palabra adecuada: ¿montura?, ¿velocípedo? Ambas eran absurdas para describir a aquel ser afable de ojos brillantes que tenía al lado, de modo que se decidió por el término «amigo».
Éste levantó la trompa e imitó sus palabras:
—Razias —dijo. Y ambos se echaron a reír alegremente.
Mary tomó su mochila, que había transportado otra criatura (¡razias, razias!) y abandonó con ellas la carretera de basalto para echar a andar por la tierra apisonada de la aldea.
A partir de aquel momento Mary comenzó a asimilar a fondo cuanto la rodeaba.
A lo largo de días sucesivos aprendió tantas cosas que volvió a sentirse como una niña, desconcertada por las enseñanzas de la escuela. Por otra parte, aquellos seres con ruedas parecían igual de maravillados con Mary. Lo que más les llamaba la atención era sus manos. No paraban de acariciar con sus trompas las articulaciones, examinando sus pulgares, nudillos y uñas, flexionándolos con suavidad. También observaban con asombro cómo manipulaba Mary su mochila, se llevaba la comida a la boca, se desperezaba, se peinaba y se lavaba.
A cambio dejaron que Mary tocara sus trompas. Eran muy flexibles, largas como su brazo, más gruesas en el punto donde se unían a la cabeza, y lo bastante recias como para aplastarle la cabeza, pensó ella. Las dos excrecencias en el extremo, semejantes a unos dedos, eran capaces de ejercer una presión tremenda y al mismo tiempo acariciar con extrema suavidad. Las criaturas podían modificar la textura de su piel en la parte interna, en sus órganos equivalentes a las yemas de los dedos, pasando de un tacto aterciopelado a una solidez semejante a la madera. Por consiguiente podían realizar tareas delicadas, como ordeñar a los herbívoros, y otras más duras, como partir ramas y pelarlas.
Poco a poco se percató de que sus trompas desempeñaban también un importante papel a la hora de comunicarse. Un movimiento de la trompa podía alterar el significado de un sonido, de forma que la palabra que sonaba como «cha» significaba agua cuando iba acompañada de un movimiento de la trompa de izquierda a derecha, «lluvia» cuando la trompa se curvaba hacia arriba, «tristeza» cuando se curvaba hacia dentro y «briznas de hierba tierna» cuando hacía un rápido movimiento hacia la izquierda. Cuando Mary se dio cuenta de ello empezó a imitar ese lenguaje, tratando de mover los brazos del mismo modo, y cuando las criaturas comprendieron que Mary les hablaba, reaccionaron con alborozo.
En cuanto comenzaron a hablar (por lo general en el lenguaje de las criaturas, aunque Mary consiguió enseñarles algunas palabras en inglés: sabían decir «razias», «hierba», «árbol», «cielo» y «río», y pronunciar el nombre de ella, aunque con ciertas dificultades) avanzaron más rápidamente. Las criaturas se denominaban a sí mismas mulefa, en tanto que pueblo, pero un individuo era un zalif. Mary creyó advertir una diferencia entre los sonidos que designaban a un zalif varón y a una zalif hembra, pero era tan sutil que no estaba segura. En cualquier caso empezó a anotar esas palabras y a compilar un diccionario.
Sin embargo, antes de aplicarse con total dedicación a esa tarea, sacó su viejo libro y sus tallos de milenrama y preguntó al I Ching: «¿Debo estar aquí haciendo esto, o debo marcharme y proseguir mi búsqueda?»
La respuesta no se hizo esperar: «Permanecer inmóvil, para que la intranquilidad se disuelva; después, más allá del tumulto, uno percibe las grandes leyes».
Y seguía diciendo: «Al igual que una montaña permanece quieta dentro de sí misma, un hombre sabio no permite que su voluntad le lleve más lejos de la situación en que se halla».
El mensaje no podía estar más claro. Mary guardó los tallos y cerró el libro. Luego comprobó que había atraído a unas criaturas que la observaban formando un círculo en torno a ella.
Una dijo:
—¿Pregunta? ¿Permiso? Curiosa.
Mary respondió:
—Por favor, mirad.
Las criaturas movieron sus trompas con suma delicadeza, como si contaran los tallos de milenrama, imitando a Mary, o como si volvieran las páginas del libro. Un detalle que les asombró fue que ella pudiera sostener el libro y volver las páginas al mismo tiempo. Les encantaba ver cómo Mary entrelazaba los dedos o utilizaba las manos para jugar a un juego infantil llamado «la torre de la iglesia», o realizaba aquel movimiento de unir el pulgar y el índice de la mano contraria repetidas veces, que era el que Ama empleaba en aquel mismo momento en el mundo de Lyra, como sortilegio para ahuyentar a los espíritus malignos.
Cuando hubieron examinado los tallos de milenrama y el libro, doblaron con cuidado la tela alrededor de los primeros y los guardaron junto con el libro en la mochila. Mary se sentía contenta y satisfecha del mensaje de la antigua China, porque significaba que lo que deseaba hacer era, en aquel preciso momento, exactamente lo que debía hacer.
Así pues, alegre y animada, se dispuso a aprender más cosas sobre los mulefa.
Averiguó que había dos sexos y que vivían en parejas monogámicas. Sus hijos tenían una larga infancia que duraba al menos diez años, y crecían muy despacio, según dedujo por las explicaciones de las criaturas. En aquel poblado había cinco jóvenes, uno casi adulto y los otros de edades escalonadas, que al ser de menor estatura que los mayores no sabían maniobrar las ruedas de cápsulas de semillas. Los niños tenían que desplazarse como los herbívoros, apoyando las cuatro patas en el suelo, pero a pesar de su enorme energía y espíritu aventurero (se acercaban a Mary brincando y luego se alejaban a la carrera, trataban de encaramarse a los árboles, se adentraban en aguas poco profundas y cometían otras travesuras por el estilo), se movían con torpeza, como si no estuvieran en su elemento. En comparación con ellos, la velocidad, la fuerza y la gracia de los adultos resultaba extraordinaria. Mary imaginaba lo que debían de anhelar los menores, que llegara el día en que tuvieran la talla idónea para poder manejar las ruedas. Un día observó cómo el mayor de ellos penetraba furtivamente en el almacén donde guardaban varias cápsulas de semillas e intentaba encajar una y otra vez la garra delantera en el orificio central, pero cuando trató de levantarse se cayó y quedó atrapado. El ruido atrajo a un adulto. El pequeño pugnaba por liberarse, lanzando unos angustiosos chillidos, y Mary no pudo por menos de reírse ante el espectáculo del padre indignado y el hijo culpable, que logró zafarse en el último momento y se escabulló a toda velocidad.
Las ruedas de cápsulas constituían claramente un elemento de gran importancia, y Mary no tardó en comprobar lo valiosas que eran.
Para empezar, los mulefa dedicaban buena parte de su tiempo al mantenimiento de sus ruedas. Levantando y haciendo girar con destreza la garra podían extraerla del orificio. Luego, valiéndose de sus trompas para examinar las ruedas desde todos los ángulos, podían limpiar la llanta y comprobar si tenía fisuras. La garra era tremendamente fuerte: un espolón de cuerno o de hueso surgía en ángulo recto de la pata para curvarse ligeramente, de forma que la parte superior, en el centro, soportaba el peso al descansar en el interior de la rueda. Mary observó un día cómo un zalif revisaba el agujero de su rueda trasera y vio que la tocaba aquí y allá, alzando y bajando la trompa, como si calibrara el olor.
Mary recordó el aceite que había quedado pegado a sus dedos cuando examinó por primera vez una cápsula de semillas. Con el permiso del zalif, Mary examinó su garra y comprobó que la superficie era lo más liso y resbaladizo que había tocado nunca, hasta el extremo de que sus dedos se deslizaban inevitablemente sobre ella. Toda la garra parecía estar impregnada de aquel aceite levemente perfumado, y después de ver a algunos aldeanos revisar y comprobar el estado de sus ruedas y sus garras, Mary empezó a preguntarse qué había aparecido primero, si la rueda o la garra, el jinete o el árbol.
Había que tener en cuenta no obstante un tercer elemento, la geología. Las criaturas sólo podían utilizar las ruedas en un mundo que les proporcionara carreteras naturales. El contenido mineral de aquellos ríos de lava debía de poseer una característica especial que hacía que discurrieran en líneas semejantes a cintas sobre la vasta sabana y fuera tan resistente al desgaste y a la intemperie. Poco a poco Mary se percató de que todo estaba ligado entre sí, y de que los mulefa se ocupaban de todo sin excepción. Conocían el emplazamiento de cada rebaño de herbívoros, cada bosquecillo de árboles de ruedas, todos los parajes de dulce hierba, y conocían a cada uno de los individuos que componían el rebaño, a todos y cada uno de los árboles, y hablaban sobre su bienestar y su futuro. En cierta ocasión vio cómo seleccionaban entre una manada de herbívoros a algunos ejemplares, que apartaron del resto y sacrificaron partiéndoles el cuello con un movimiento de sus potentes trompas. No desperdiciaban nada. Los mulefa, que habían tomado con sus trompas unas láminas de piedra afiladas como cuchillos, despellejaron y destriparon en poco minutos a los animales que habían sacrificado. Después, con una habilidad digna de unos consumados carniceros, separaron los despojos de la carne tierna y las articulaciones, desechando la grasa y cortando los cuernos y los cascos, con una eficacia que impresionó a Mary, quien los observó con el deleite que experimentaba siempre al presenciar una tarea bien realizada.
A continuación colgaron unas tiras de carne a secar al sol y pusieron otras a salar, envueltas en hojas. También salaron los pellejos, después de rasparlos para eliminar todo residuo de grasa, que reservaron para un uso posterior. Luego los pusieron a remojo para curtirlos en unos cuencos llenos de agua con corteza de roble. El hijo mayor se entretuvo jugando con unos cuernos, fingiendo ser un herbívoro y provocando las carcajadas de los más pequeños. Aquella noche comieron carne fresca y Mary disfrutó de un opíparo festín.
Los mulefa también sabían dónde hallar los mejores peces y cuándo y dónde tender sus redes. En su afán de ser útil, Mary se ofreció para ayudar a los que preparaban las redes. Cuando vio cómo trabajaban, en parejas, juntando sus trompas para atar los nudos, comprendió el asombro que les causaba sus manos, que le permitían atar los nudos sola. Al principio Mary supuso que eso le daba ventaja, que era autosuficiente y no necesitaba a nadie más, pero no tardó en comprender que aquello la aislaba de otros seres. Quizás eso le ocurría a todos los seres humanos. A partir de entonces, Mary utilizó una sola mano para anudar las fibras, compartiendo la tarea con una zalif hembra de la que se hizo muy amiga, moviendo al unísono los dedos y las trompas.
De todos los seres vivos de que se ocupaban aquellas criaturas con ruedas, los árboles provistos de cápsulas de semillas eran los que recibían más atención y cuidados.
Había en la zona media docena de bosquecillos de los que se ocupaba aquel grupo. Más lejos había otros, pero estaban bajo la responsabilidad de otros grupos. Una partida iba cada día a comprobar el estado de los majestuosos árboles y recoger las cápsulas de semillas que hubieran caído. Era evidente lo que ganaban los mulefa, ¿pero qué beneficios obtenían los árboles de esa relación con aquéllos? Mary no tardó en descubrirlo. Un día en que viajaba con el grupo, se oyó de improviso un sonoro estallido. Todos se detuvieron y rodearon a un individuo al que se le había partido la rueda. Como quiera que siempre llevaban una rueda o dos de repuesto, éste no tardó en montar sobre otra. Lo curioso del caso fue que envolvieron cuidadosamente la rueda averiada en un lienzo y la llevaron al poblado.
Una vez allí la abrieron y extrajeron las semillas, unos óvalos lisos y pálidos del tamaño del meñique de Mary, y las examinaron una por una. Le explicaron que las cápsulas precisaban el constante traqueteo que recibían al rodar por las duras carreteras a fin de partirse, y que era difícil que las semillas germinaran. Sin los cuidados de los mulefa, los árboles morirían. Cada especie dependía de la otra, y era el aceite lo que facilitaba aquella interrelación. A Mary le costó comprenderlo, pero dedujo que el aceite constituía el foco del pensamiento y los sentimientos de aquellas criaturas; que los jóvenes no poseían la sabiduría de sus mayores porque no podían utilizar las ruedas, y por tanto no absorbían el aceite a través de sus garras.
En aquel preciso instante Mary comenzó a percibir la relación que había entre los mulefa y la cuestión a la que había consagrado los últimos años.
Pero antes de darle tiempo a analizarla más detenidamente (las conversaciones con los mulefa eran largas y complejas porque les encantaba exponer, precisar e ilustrar sus argumentos con docenas de ejemplos, como si no hubieran olvidado nada y tuvieran siempre presentes todos los conocimientos que habían adquirido), el poblado fue objeto de un ataque.
Mary fue la primera en ver llegar a los agresores, aunque no pudo distinguir qué eran.
Ocurrió a media tarde, cuando estaba ayudando a reparar el tejado de una cabaña. Los mulefa construían viviendas de una sola planta, porque no tenían habilidad para trepar. En cambio Mary disfrutaba subiéndose a un tejado para colocar los juncos y atarlos con sus dos manos, cosa que realizaba más deprisa que ellos una vez que hubo aprendido la técnica.
Así pues, Mary estaba encaramada en el tejado de una vivienda, recogiendo los haces de juncos que le arrojaban, gozando de la fresca brisa del río que mitigaba el calor del sol, cuando se fijó en un destello blanco.
Provenía de aquel lejano resplandor que había supuesto que era el mar. Mary se escudó los ojos con la mano y vio… una, dos, más… una flota de elevadas y blancas velas que surgían entre la calima, a cierta distancia, deslizándose con silenciosa elegancia hacia la embocadura del río.
—¡Mary! —gritó el zalif desde abajo—. ¿Qué ves?
Mary no sabía cómo se decía vela, ni barco, de modo que dijo:
—Altas, blancas, muchas.
De inmediato el zalif dio un grito de alarma y todos los que se hallaban en las inmediaciones dejaron su labor y se apresuraron a concentrarse en el centro del poblado y llamar a los más jóvenes. Al cabo de un minuto todos los mulefa estaban dispuestos para huir.
—¡Mary! ¡Mary! ¡Ven! ¡Tualapi! ¡Tualapi! —gritó Atal, la amiga de Mary.
Sucedió tan rápidamente que Mary apenas se movió. Para entonces las velas blancas se habían adentrado en el río impulsadas por la fuerte brisa y remontaban rápidamente la corriente. A Mary le impresionó la disciplina de los marineros: viraban a una velocidad asombrosa y se movían a la vez como una bandada de estorninos, cambiando de dirección a un tiempo como si mantuvieran una comunicación telepática. Y qué hermosas eran aquellas blancas y esbeltas velas, que se inclinaban e hinchaban…
Había cuarenta como mínimo, que se aproximaban por el río a una velocidad mucho mayor de lo que había previsto Mary. Pero no vio ninguna tripulación, y entonces comprendió que no se trataba de barcos sino de pájaros gigantescos, y que las velas eran sus alas, una en popa y otra en proa, que se mantenían enhiestas, flexionadas y equilibradas mediante la potencia de sus músculos.
No había tiempo para pararse a estudiarlos pues ya habían alcanzado la orilla y se encaramaban a la ribera. Mary observó que tenían unos cuellos como los cisnes, aunque más cortos y gruesos, y unos picos tan largos como su antebrazo. Las alas desplegadas eran el doble de altas que ella, y al mirar atrás, aterrorizada, mientras huía, comprobó que poseían unas patas increíblemente poderosas. ¡No era de extrañar que hubieran avanzado tan rápidamente en el agua!
Mary echó a correr tras los mulefa, que la llamaban por su nombre al tiempo que abandonaban a toda prisa el poblado y se dirigían hacia la carretera. Mary los alcanzó justo a tiempo. Su amiga Atal la estaba esperando, y en cuanto Mary montó en su lomo, Atal pateó el suelo para tomar impulso y subió la cuesta a gran velocidad en pos de sus compañeros.
Las aves, que no podían moverse con tanta rapidez en tierra, renunciaron a seguirlos y regresaron al poblado.
Abrieron los almacenes de comida, gruñendo y alzando sus grandes y crueles picos mientras engullían la carne seca, la fruta en conserva y las semillas. Todo lo comestible desapareció en menos de un minuto.
Entonces los tualapi encontraron el almacén de las ruedas y trataron de abrir las grandes cápsulas de semillas, pero no lo consiguieron. Mary notó que sus amigos estaban tensos y alarmados mientras observaban desde lo alto de la loma cómo los tualapi arrojaban una tras otra las cápsulas de semillas al suelo para patearlas y arañarlas con las garras de sus poderosas patas, pero sin lograr causarles el menor daño. Lo que preocupó a los mulefa fue contemplar cómo empujaban y echaban a rodar numerosas cápsulas hacia el agua, donde se alejaron flotando hacia el mar.
A continuación los tualapi se entregaron a una orgía de destrucción. Las grandes criaturas blancas como la nieve derribaron cuanto hallaron a su alcance con feroces patadas, golpes, punzadas, sacudidas y picotazos. Los mulefa, agolpados en torno a Mary, murmuraban y casi canturreaban de pena.
—Yo ayudo —dijo Mary—. Lo construiremos otra vez.
Pero los repugnantes pájaros no habían terminado; con sus hermosas alas enhiestas, se pusieron de cuclillas entre la devastación y soltaron sus excrementos. El olor llegó a lo alto de la cuesta transportado por la brisa; entre la paja y las vigas desperdigadas por el suelo había unos montones y charcos de estiércol verde negruzco-blanco-amarronado. Luego, con el torpe balanceo con que se movían por tierra, las aves regresaron a la orilla y se alejaron navegando río abajo hacia el mar.
Sólo cuando hubo desaparecido la última ala blanca en la neblina del atardecer, los mulefa comenzar a descender por la carretera. Estaban llenos de dolor y de ira, pero sobre todo les inquietaba la provisión de cápsulas de semillas.
De las quince cápsulas que había en el almacén sólo quedaban dos. El resto lo habían arrojado al agua y se había perdido. Pero en el siguiente recodo del río había un banco de arena, y Mary creyó divisar una rueda que había quedado allí varada. Entonces, con gran asombro y alarma por parte de los mulefa, Mary se quitó la ropa, se ató una cuerda a la cintura y fue nadando hasta el banco de arena. Allí encontró no una sino tres de las preciadas ruedas, y tras pasar la cuerda a través de sus blandos centros se las llevó a rastras.
Los mulefa le expresaron jubilosos su gratitud. Ellos nunca se metían en el agua y sólo pescaban desde la orilla, procurando que no se les mojaran nunca los pies ni las ruedas. Satisfecha por haber hecho algo útil por ellos, Mary les ayudó a limpiar el poblado.
Aquella noche, tras una parca cena compuesta por raíces de remolacha, los mulefa explicaron a Mary el motivo por el que estaban preocupados por las ruedas. Antiguamente, cuando el mundo era rico y estaba lleno de vida, abundaban las cápsulas de semillas y los mulefa vivían en un perpetuo estado de alegría con sus árboles. Pero muchos años atrás había ocurrido una catástrofe; alguna virtud debía de haberse esfumado del mundo, pues pese a todos los esfuerzos, desvelos, amor y atención que los mulefa les dispensaban, los árboles de las cápsulas de semillas se estaban muriendo.