37
Los coches patrulla y los furgones de la Policía atravesaban el largo paseo de la Castellana.
Un helicóptero sobrevolaba el centro de la ciudad en medio de la noche cerrada.
Don aparcó en una zona de pago y se bajó del vehículo.
En la entrada del hotel NH Abascal, un grupo de azafatas de Lufthansa cruzaban la puerta de cristal arrastrando sus equipajes de mano. Se abrió paso entre ellas y llegó a la recepción donde un hombre y una mujer le esperaban. Estaba nervioso e intentaba disimular su estado, pero era inevitable. A esas alturas, no tardarían en aparecer las fuerzas del orden haciendo preguntas.
La intuición le había llevado hasta el hotel. Dado que desconocía el número de la habitación, usó uno de los trucos más antiguos para saber en cuál se hospedaba.
—Hola, buenas noches —dijo la recepcionista—. ¿Desea una habitación?
—No —respondió tajante—. ¿Puede avisar al señor James Woodward? Dígale que Vélez está aquí.
La mujer ladeó la cabeza y esperó unos segundos.
Después buscó en el ordenador y encontró el número de la habitación.
Cuando terminó de marcar la tercera cifra, Don ya había desaparecido.
Abandonó el ascensor y se dirigió hasta la puerta.
«Estás perdiendo el tiempo, lárgate, te van a atrapar…», repetía la voz.
—¡Déjame en paz! —gritó apretándose las sienes.
La voz se esfumó de su cabeza, pero podía regresar en cualquier momento.
Sacó la tarjeta magnética que había robado y la colocó en el lector de la puerta.
—Bravo —dijo en voz alta cuando la luz verde apareció. Movió la manivela y empujó hacia dentro.
Al traspasar el umbral de la habitación, lo primero que vio fueron los pies de la ingeniera sobre la cama. Estaba descalza. A medida que se fue adentrando, reconoció sus largas piernas protegidas por los pantalones de color crema, su torso, las curvas de su pecho y, finalmente, su rostro. Marlena se había desmayado maniatada en el cabezal de la cama. Con urgencia, se lanzó sobre ella y desató el fuerte nudo que el inglés le había hecho para que no se moviera. Ella comenzó a despertar.
El arquitecto agarró una botella de agua, llenó un vaso y se lo acercó para que bebiera. Cuando Marlena abrió sus ojos, encontró la expresión preocupada del arquitecto y sonrió. Estaba débil, aunque se recuperaría.
—Bebe… —dijo ofreciéndole el agua. Ella dio varios sorbos y dejó los brazos doloridos descansar sobre la cama.
—Sabía que volverías… —respondió ella con esa sonrisa cansada e imborrable de su rostro.
Don le apretó la mano para hacerle entender que no estaba sola, pero Marlena lo miraba de un modo extraño. Él se dio cuenta de ello.
—Todo ha terminado, Marlena —dijo él apoyándose en la cama—. Ya no habrá que huir más. Todos han caído. Soy libre. Somos libres para ser felices.
Se expresaba conmocionado, feliz por verla otra vez, por oler su perfume, por acariciar su piel.
—¿Y Mariano? —preguntó la ingeniera.
Su rostro respondió por él.
—He venido a por ti, Marlena. Vamos, ponte en pie —dijo, animándola a que se incorporara—. Debemos salir de aquí antes de que…
—Espera… —interrumpió poniéndole el índice sobre los labios.
Ella seguía sonriendo, sin saber muy bien qué decir, aún aturdida por los narcóticos, la tensión baja y la falta de alimento. Pero sacó fuerza de sus adentros para transmitirle la verdad.
Las sirenas de Policía se oían a lo lejos.
—No podemos perder más tiempo, amor.
El motor del helicóptero se acercaba al hotel.
—Debes marcharte, Ricardo… —dijo sujetando con fuerza su mano—. Márchate… para siempre… Te lo pido.
Los ojos del arquitecto se inyectaron en sangre. No podía creer lo que estaba escuchando y, menos todavía, aceptar que salía de la boca de esa mujer.
—Pero, Marlena… Te quiero.
El arquitecto hacía un esfuerzo por entender la situación, mientras las lágrimas intentaban escaparse de sus ojos.
—Y yo a ti, Ricardo, por eso quiero salvarte…
—¡Tú eres mi salvación! —bramó dando un golpe al colchón. La ira se apoderaba de él—. ¿No lo entiendes?
—Márchate… Vienen a por ti… —añadió y levantó con esfuerzo el dedo para señalar al helicóptero que se veía a lo lejos por la ventana—. Debes salvarte, debes desaparecer de mi vida… Adiós… Ricardo…
Las personas nunca estaban preparadas para las decisiones. No, al menos, aquellas que vivían con el miedo a perder, ya fuera algo que poseían, una oportunidad futura o la sensación de haber dejado pasar el tren de su vida.
Don siempre había sido bueno en los negocios y también un gran líder por su poder de decisión. Un talento que había desarrollado de joven, pues vivir en cautividad le ayudó a perder el miedo a muchas cosas, entre ellas, la decisión.
Y había tomado una.
Sus dedos se despegaron de la mano de la ingeniera, que seguía con los ojos adormecidos y la sonrisa intacta que había mostrado al despertar. Se acercó a ella a modo de despedida, la miró a los ojos de cerca y le entregó un suave beso en los labios en forma de adiós.
En aquella habitación, el ruido de las sirenas comenzaba a ser molesto para los dos.
Dio media vuelta, abrió la puerta y desapareció de la estancia como siempre acostumbraba hacerlo: sin dejar rastro de su paso.