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Estación de ferrocarril Madrid Chamartín (Madrid, España)
5 de septiembre de 2017
Habían logrado despistar a esos hombres, aunque ahora tenían que desplazarse a pie.
Al otro lado del muro, había un complejo de bajos de oficinas. Callejearon entre las sombras, evitando cualquier tipo de presencia humana, hasta que llegaron al otro extremo del recinto, para saltar otra cerca y llegar a los raíles donde descansaban los trenes de la estación. Olía a carbón, aceite y humo. El sol se apagaba lentamente dando lugar a la noche. Don se quedó contemplando por unos segundos el paisaje: desolador e industrial. El cinturón de la M-30 quedaba al fondo. Los coches avanzaban lentamente con los faros encendidos, como luciérnagas moviéndose en fila india. Por la izquierda sobresalían cuatro rascacielos que hacían sombra al hospital de La Paz. Las ventanas de las oficinas, iluminadas como pequeñas lentejuelas en el abismo, se encendían y se apagaban sin orden alguno.
—Vamos, no tenemos mucho tiempo —dijo Mariano dirigiendo la ruta.
El arquitecto miró atrás y contempló a los pasajeros que se subían en los trenes de cercanías y de larga distancia que salían desde allí. Caminar entre raíles no era la opción más segura, pero sí el único modo de abandonar aquel lugar y volver al asfalto. Por suerte, muchos de los trenes estaban parados o habían terminado su turno.
Don siguió los pasos del exagente sin rechistar. Bajaron unos peldaños y se pegaron al lateral derecho, junto a los raíles de una vía que parecía ser únicamente de transporte de mercancías.
—Mariano… —dijo Don siguiendo el ritmo agitado del chófer. Las pisadas provocaban el sonido de las rocas al chocar. Era incómodo, peor que moverse sobre guijarros. Mariano continuaba en línea recta, algo más fatigado que el arquitecto, controlando ambas direcciones en busca de una salida—. Antes de continuar, necesito preguntarte algo importante.
«Otra vez», pensó Mariano y lo ignoró.
Segundos después, notó cómo una mano le agarraba del bíceps. Se giró repentinamente. Estaba detrás de él.
—¿Qué?
—¿Ya no me ama? —preguntó el arquitecto apurado—. Marlena. ¿Te lo dijo? ¡Dime la verdad! ¡Solo te pido eso!
La desesperación de un hombre afligido, a punto de perder la cordura, estaba forzando que se comportara de un modo patético. A ojos ajenos, podría parecer que fingía, que le estaba dando más importancia de la que realmente tenía. Pero cuando alguien pierde lo que más desea, aquello a lo que se ha aferrado como si la vida le fuera en ello, no existe límite para la desesperación, ni tampoco para el drama.
Mariano lo miró con misericordia, pues el hombre que tenía delante de él estaba destrozado. Solo le importaba una cosa y era capaz de pasar por alto todo lo que le había mencionado antes, todo lo que había llegado a observar en la distancia. En efecto, por esa razón, había logrado manipularlo durante tanto tiempo. Don no tenía maldad en su interior más profundo, a pesar de sus instintos, a pesar de lo que fuera capaz de hacer cuando perdía el control. Una persona que era capaz de olvidar y perdonar, dos términos que no siempre iban de la mano, también merecía una segunda oportunidad para hacer el bien. Lamentablemente, no todas las personas tenían solución y él era una de ellas.
Mariano lo había intentado, sin éxito, pero realmente se había aprovechado de él, desde un principio, y no le pesaba la conciencia. Eso era lo último que podía contarle porque, de hacerlo, lo mataría o terminaría consigo mismo. Y él lo necesitaba, al menos, para hacerle frente a Vélez y a los hombres que iban con él. Lo que pasara después, serían finales diferentes para historias separadas.
Tomó aire, sopesó las palabras y, por encima del hombro del arquitecto, vio un tren que abandonaba la estación. Pensó que era cosa del destino, del famoso libre albedrío, aunque conocía las consecuencias de ambas respuestas. Esta vez, no estaba preparado para arriesgar.
—Jamás mencionó algo así, señor —dijo y lo miró fijamente. El arquitecto buscó en su iris el embuste, la duda, pero no logró ver nada más que el color de sus cuencas. Mariano sabía que intentaba ponerlo a prueba—. Estoy convencido de que la señorita Lafuente, todavía, no le ha olvidado.
Los músculos del arquitecto se relajaron por unos segundos, hasta que escucharon el impacto de una bala contra el frío acero de las vías del tren.
La conversación terminó ahí, ambos desenfundaron sus respectivas pistolas y buscaron el origen del disparo. A lo lejos, como dos hormigas que se hacían más grandes, vieron a los dos franceses, uno más alto que otro, corriendo hacia ellos.
Mariano apuntó a uno de ellos y tiró del percutor. Se escuchó un fuerte estallido y echaron a correr.
El aire les daba de cara, helado como un témpano, en una noche ya cerrada por completo.
Atravesaron las vías bajo la mirada de esas torres de edificios que antes les habían quedado lejos. Un descampado de tierra se presentaba junto a la avenida de Burgos, que cruzaba paralela a la estación.
Abandonaron los raíles, tomaron el camino de arena, secarrales y piedras, que cruzaba un pedazo salvaje de tierra, y vislumbraron un muro de ladrillo manchado de pintadas de aerosol.
Mariano estaba asfixiado, no podía correr más y tuvo que detenerse para recuperarse. Apoyado sobre las rodillas, vio la silueta de los franceses a lo lejos.
—Venga, Mariano, solo nos queda saltar —dijo Don apurado, al ver que aquel era el límite del terreno y se encontraban a escasos metros de este—. ¡Vamos, joder!
Mariano se negaba con la cabeza. Estaba viejo, Vélez tenía razón, y recordó sus palabras de nuevo.
Don lo agarró por los hombros y lo acercó hasta un montón de chatarra que había amontonada en medio de aquel terreno. Lo sentó allí en silencio y escuchó un ruido.
Tan pronto como uno de los franceses apareció entre las sombras, abrió fuego.
El primer disparo los ahuyentó, pero después se separaron.
Se agachó y se asomó entre los hierros. Se habían bifurcado. Si disparaba, el otro abriría fuego. No lo pensó de más, sacó el brazo y descargó dos balazos en el estómago del más alto. El segundo, asustado, reculó y bordeó el montón por el lado opuesto. Don subió por la chatarra y lo sorprendió desde arriba. Antes de que pudiera reaccionar, el francés levantó la pistola para dispararle. Un fuerte impacto lo tiró al suelo perforándole el cráneo. Había muerto al instante. Don tenía el corazón a mil por hora. Mariano le había salvado la vida.
—Ahora estamos en paz —dijo el exagente recuperando el aliento.
Sobresaltado, bajó la montaña de chatarra y vio el rostro de aquel tipo con su última expresión, congelada en el abismo.
—Ya lo creo —dijo el arquitecto—. Me has salvado por los pelos.
Abandonaron el lugar, dejando los cuerpos de aquellos hombres tal y como habían terminado. No importaba, allí no había pasado nada. Pronto, la Policía identificaría los cadáveres y pasaría el informe al Ministerio del Interior. Después, serían ellos quienes rendirían cuentas con el Gobierno Francés.
Al dejar atrás el descampado, vieron que el vehículo permanecía en el otro extremo de la calle. A Mariano le costaba caminar, aunque no era un impedimento para conducir. La visita de aquellos dos había interferido en sus planes pero aún debían encontrar a Marlena.
—¿De verdad quieres continuar con esto, Mariano? —preguntó el arquitecto dubitativo—. Cuando he visto esos trenes, he pensado que todavía podemos abandonar, marcharnos y dejarlo todo.
—¿Quiere repetir la misma historia otra vez, señor? —cuestionó indignado—. ¿No se cansa de ser siempre el que corre? ¿Qué hay de los principios, de sus aires de revancha, del amor de esa mujer? ¡¿Qué diablos hay del discurso que me estaba soltando hace una hora?!
En efecto, él también estaba extenuado, no solo de la carrera, sino también psicológicamente. Desquiciado de aquel laberinto sin salida. Pero aún creía en él, en su plan, en un final a toda esa historia.
Lo sentía tan cerca, que se negaba a darse por vencido.
—Es distinto, ahora soy invisible, tengo otra identidad.
—¡No, Ricardo! —exclamó por primera vez rompiendo la formalidad que había entre ellos—. ¡Nosotros nunca seremos invisibles! ¡Los problemas se resuelven afrontándolos! ¡No huyendo! ¡Estoy harto de huir!
El eco del grito se dispersó en la calle solitaria.
Don no supo qué responder y prefirió quedarse con la imagen del hombre que tenía delante.
Se escuchó un zumbido. Procedía del pantalón del chófer.
Mariano sacó el teléfono y comprobó la pantalla. El número estaba oculto. Antes de responder, reconoció la voz que había detrás.
—¿Lo has pensado ya, camarada? —preguntó Vélez al otro lado—. Te he dado tu tiempo y empieza a ser tarde.
—Ya te he dicho que no.
—¿Quién es? —preguntó Don.
Mariano le hizo un gesto para que se callara, pero Vélez logró oírlo.
—Ja, ja, ja… —rio con esa voz de lija, fatigada por la nicotina—. Pásame con él, también quiero decirle unas palabras…
Mariano le pasó el teléfono.
—Maldito hijo de perra.
—Esas no son formas de hablarme, idiota, después de haberte perdonado la vida tantas veces… —dijo y murmuró algo ininteligible—. Ahora, tal vez sea el momento de perdonársela a ella.
Se escuchó una grabación con la voz de Marlena.
—¡Déjala en paz!
—¡Ja, ja, ja!
Mariano le quitó el teléfono de las manos.
—Dime qué es lo quieres.
—¿Te has quedado sordo, compañero? Quiero que te entregues.
—No pienso hacerlo.
—Entonces hablemos. Los dos solos —respondió con voz firme—. Sin trampas.
Mariano miró a Don furioso.
—¿Y la chica?
—Está a salvo… de momento —explicó—. Hablemos y después, ya veremos.
—Quiero garantías.
—No me toques los cojones, Mariano. No soy un jodido negociador —contestó y suspiró molesto—. Te espero en un sitio que te resultará familiar… El estudio de tu amiguito… ¡Ja, ja, ja!
—Eres un desgraciado.
—Tienes media hora. Si no apareces, te juro que lo lamentarás… y tendrás que explicárselo a ese chiflado.
La llamada se cortó. Don esperaba expectante a una explicación.
—¿Qué dice ese malnacido?
—Está con él —dijo frunciendo el ceño. Un sentimiento de intranquilidad se apoderó de los dos—. Si no me entrego, la matará.