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Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial (San Lorenzo de El Escorial, Comunidad de Madrid)

2 de septiembre de 2017

La extensa plaza de adoquines que rodeaba el monasterio estaba vacía.

Era sábado, septiembre y mediodía.

El escaso turismo, a esas horas, ocupaba las terrazas de los bares y restaurantes del municipio.

Mejor para él, se dijo, pues adoraba la soledad.

Notó que allí arriba hacía más fresco que en la ciudad, a pesar de que el sol calentara la azotea, por lo que se levantó las solapas de la chaqueta de entretiempo con forro escocés que vestía.

En el tercer intento, batallando contra la brisa, logró encenderse el cigarrillo que sujetaba con los labios. La luz golpeaba su rostro, pero estaba protegido por las gafas de sol.

Los pasos formaban un eco que se perdía al instante en la infinidad de aquel lugar. Se respiraba paz, solemnidad, pero no había viajado hasta allí para purificar su alma, sino para encontrar una pista por la que iniciar su investigación.

No era fácil partir de cero, siempre llevaba más tiempo que el resto de la operación.

En efecto, tal y como le había dicho el contratado, El Escorpión había pasado unos meses en Portugal. Le había costado miles de euros confirmar esa información, pero con los lusos siempre se podía alcanzar un acuerdo. En ese aspecto, eran menos orgullosos y agresivos que los españoles, detalle que los hacía más astutos y razón por la que, probablemente, su excompañero habría elegido aquella localización para prepararse.

Mientras algunos de sus hombres desvalijaban la vieja residencia del espía en el casco antiguo del pueblo, Vélez ponía su cabeza a trabajar.

Lo más posible, pensó, era que no encontraran nada allí dentro, pero debían asegurarse. Todo detalle resultaba útil. Cualquier indicio podía ayudarles a tirar del hilo.

Dio varias caladas y caminó hacia uno de los extremos del monasterio.

Una bandera de España ondeaba en lo alto de la entrada.

Miró hacia lo alto y observó una de las cúpulas. Reconoció no tener interés ni idea alguna de arquitectura y se sintió afligido por ser incapaz de apreciar la belleza del edificio.

El pensamiento le llevó hasta Donoso, si es que se seguía llamando así, y después hasta su fervor religioso, el cual había desatendido desde la primera comunión.

—Más vale que me ayudes, si quieres que vuelva a creer en ti… —murmuró al infinito.

No podía creer en el dios del que siempre le habían hablado porque, de ser así, los tipos como él no seguirían con vida.

Algo vibró en el interior de su chaqueta. Era el teléfono.

Comprobó el número, desconocido.

Dio varios pasos, pegó otra calada y se acercó el dispositivo al oído.

—¿Sí? —preguntó con sospecha.

A Vélez no le llamaban por error. Su número solo lo tenía un círculo reducido de personas.

Oyó un gimoteo al otro lado de la línea. Alguien estaba pasando francamente mal.

—¿Quién llama? —insistió y añadió un gruñido.

—Ve… Vélez…

—¿Sans? —respondió y comprobó la hora en el reloj—. ¿Me llamas desde la oficina, maldito desgraciado?

—El Escorpión, Vélez… Está aquí.

El pecho se le encogió al escuchar ese nombre.

No creía que estuviera teniendo esa conversación por una línea convencional. Debía pararlo antes de que siguiera hablando.

—Escucha, Sans. Mejor me lo cuentas el lunes, ¿quieres?

—Han preguntado por usted —dijo ignorando la sugerencia.

«Han preguntado… Así que son dos», dedujo.

—Está bien, está bien. Tranquilízate, tómate una copa, un Orfidal o lo que te venga en gana, pero no pierdas la cabeza —contestó—. Como he dicho… Hablamos el lunes. Sé puntual.

—Vélez.

—¿Sí?

—Tengo miedo.

—No te pasará nada. Tú solo haces tu trabajo.

—Vélez…

Pensó en colgarle, pero atendió a su último aliento.

—¿Qué?

—Deme su palabra.

El agente se rio para sus adentros, esperó unos segundos para crear más ansiedad en el cuerpo de su interlocutor, dio una calada y exhaló el humo por la boca.

—Es toda tuya —respondió y volvió a mirar a la cúpula del monasterio—. Que pases un buen fin de semana, Sans.