22
Hicieron el viaje en silencio.
Por fortuna, la calle de Jorge Juan no se encontraba muy lejos de allí, así que pudo abandonar el vehículo antes de que los demonios del pasado se apoderaran de ella.
Seguía consternada por lo que le había sucedido. Era la primera vez que se sentía desgarrada por algo incomprensible. Unos segundos más y habría desfallecido.
El fresco de la brisa de la noche la ayudó a recuperarse. La calle de Jorge Juan respiraba el ritmo y la calma de una jornada cualquiera que no fuera fin de semana. El alumbrado de los comercios y los restaurantes daban un toque mágico a la calle, aunque ella era incapaz de apreciarlos. Haber estado allí en tantas ocasiones, un barrio que se había convertido en parte de su vida, la devolvía a un mar de sensaciones que no sabía si quería experimentar.
La zona aglutinaba los mejores restaurantes de la ciudad, siempre con alguna que otra cara conocida, ya fuera del cine, el arte o la industria. Hombres y mujeres de negocios disfrutaban de sus veladas saboreando los cócteles de los mejores bármanes.
—Siempre que estoy en Madrid —explicó el inglés al salir del vehículo—, intento que sea diferente. No hay nada mejor como la comida de estos sitios, ¿sí?
Ella se rio sin fuerza.
Woodward era gracioso y sabía cómo hacerla cambiar de ánimo. Pese a su perfecto español, de cuando en cuando, gustaba de usar algún que otro error típico, como las preguntas a modo de respuesta, aquellos síes fuera de lugar, propios de las lenguas extranjeras, y la pronunciación de vocales que poco tenían que ver con las del español.
Entraron en el restaurante, un metre los recibió y guio a la pareja hasta la mesa que tenían reservada. Con una profunda respiración, Marlena apartó de su mente la vieja cinta de imágenes y momentos que intentaban abrirse paso en la memoria.
Dio un vistazo a los comensales, la mayoría de ellos felices, a excepción de algunas parejas que fingían seguir unidas aunque sus rostros indicaran los contrario. El amor moría, como las personas, y volvía a nacer en otras, en circunstancias inesperadas, en los momentos menos oportunos. El amor, como la vida, no se podía predecir ni estudiar, por mucho que la inquietud del ser humano fuera tras ellos. Marlena había tardado en aceptar que su relación con Donoso había ido más allá del amor. Los sentimientos se habían mezclado, haciendo de sus emociones, un viaje en montaña rusa predestinado a descarrilar. Con el tiempo aprendió a apreciar la belleza de lo simple, aquella de la que tanto hablaba el arquitecto y de la que poco uso solía hacer.
Cuando se fijó en una de esas mujeres que se limitaban a beber y mirar al teléfono, mientras el marido cenaba con la vista fijada en el plato, entendió que, después de todo, se había dejado engatusar por los engaños del lujo y el dinero. Por fortuna, había despertado antes de acabar siendo ella la que sostuviera la copa.
—¿Te puedo hacer una pregunta? —cuestionó el inglés cuando se sentaron a la mesa—. ¿Por qué has dicho que cambiáramos el sitio?
Ella miró hacia el pasillo que llevaba a los baños. Acto seguido, la mirada de aquel hombre de origen ruso volvió a clavarse en su sien. Jamás la olvidó, seguía ahí como, probablemente, cada detalle que había experimentado en el último año. Lo que pensó que se curaría con algunos meses de terapia y pastillas para dormir, lo más seguro es que necesitara de años.
Antes de que respondiera, Woodward pidió una botella del tinto que él decidió, olvidándose por completo de lo que le había dicho minutos antes a la ingeniera. El gesto la decepcionó, pero no quiso tomárselo como algo personal. Pensó que, quizá, no fuese tan perfecto.
Agachó la mirada y acarició la punta de la servilleta de tela que había junto al plato.
—Hasta el año pasado —dijo adentrándose en la conversación. Solo deseó que no hiciera demasiadas preguntas. Era su cita. No quería hablar de él más de lo necesario—, había estado en una relación… turbulenta. Vine una vez aquí… con él. Eso es todo. Sé que es estúpido.
—En absoluto —contestó apretando las comisuras de los labios—. Te entiendo perfectamente… Piénsalo de este modo. Hoy podrás cambiar ese mal recuerdo por uno mejor.
—Visto así… —contestó—. No importa, era un farsante.
El metre mostró la botella de tinto, sirvió un poco para que Woodward probara y este miró al cielo como si supiera lo que estaba haciendo. A Marlena le horrorizaba aquello, pero estaba en su derecho. Él iba a pagar la cena. Después volvió a servir en las dos copas.
—Por nosotros —dijo el británico levantando la copa—. Por el nuevo proyecto y por la nueva amistad.
Brindaron y Marlena se fijó en sus dedos.
Parecían castigados, como si trabajara en una carnicería o un matadero de animales y no en una de las oficinas más importantes de la City. Pensó que tal vez tuviera un problema de piel, como le sucedía a muchos hombres. A diferencia de las mujeres, el tabú de cuidarse seguía extendido, y la mayoría prefería hacer caso omiso a las recomendaciones de los dermatólogos.
Después observó el resto de su cuerpo.
Tenía los brazos fuertes, podía verlo tras las mangas de la chaqueta del traje, así que supuso que iría al gimnasio. Era guapo y atractivo, con esa mirada azul cielo que causaba escalofríos. Se imaginó al inglés como un tiburón en sus círculos profesionales y reconoció que eso la excitaba. A diferencia de Donoso, él no era del todo serio. Educado, sí, pero aprovechaba cualquier situación para teñirla con un humor negro que lo hacía irresistible.
Pidieron un plato de jamón ibérico, una tabla con diferentes quesos, ensaladilla de la casa y unas cigalas frescas para acompañar al vino mientras hablaban de sus ciudades de origen. La razón de su destreza con la lengua cervantina era su madre, una malagueña que había estudiado en Londres filología inglesa, para después enamorarse de un agente financiero y casarse con él. La ingeniera se sentía cómoda escuchándolo. Lo relataba todo sin tapujos, con una naturalidad innata, propia de las personas que no buscaba ocultar su pasado. Por otro lado, notaba sus miradas que, con frecuencia, se perdían en los botones de su blusa.
Además de saber entretener con sus anécdotas, era un buen oyente, detalle inapreciable en los hombres de su edad, que no hacían más que mirarse el ombligo y contar lo mucho que habían logrado en vida.
El vino comenzó a hacerle efecto desde la primera copa y eso ayudó a que la resistencia de última hora se viniera abajo.
De pronto, algo vibró en su bolso.
—Creo que es para ti —dijo él señalando a la bandolera que colgaba de la silla. El teléfono continuó sonando—. Vamos, cógelo, no te preocupes.
Sonrojada, se apresuró a comprobar quién era. Miguel, preocupado, la llamaba desde algún lugar de la ciudad. Sin miramientos, pulsó el botón rojo y escribió un mensaje fugaz.
«Estoy ocupada. Cenando fuera», envió.
«¿Dónde?», respondió el abogado al instante.
El inglés esperaba al otro lado de la mesa, como si fuera partícipe de una partida de ajedrez. Se planteó dejarlo ahí, sin respuesta, como había hecho otras veces.
Miguel era tan insistente que parecía no entender las evasivas. Pero un sentimiento de culpa la acechó. Estaba exagerando, pero sentía pena por ese chico.
«Por Jorge Juan. Mañana hablamos», tecleó sin destacar el restaurante y apagó el teléfono.
—Disculpa —dijo guardando el aparato en el bolso y cerrándolo con la cremallera—. Era un…
Él le mostró la mano para que no le diera explicaciones. No estaba molesto, ni tampoco preocupado, y eso la ayudó a sentirse mejor.
—Supongo que soy un hombre afortunado —comentó sonriente mientras usaba el tenedor—. A mí no me has colgado el teléfono.
Marlena volvió a sonreír. Había olvidado hacerlo.
—Eres un encanto, James.
—Lo tomaré como un elogio —dijo, degustó un triángulo de queso curado y se aclaró la boca dando un trago de vino—. Marlena, ese hombre… el que estuvo contigo. ¿Te trató bien?
Ella desvió la mirada hacia un lado de la mesa y se quedó paralizada.
—¿Por qué lo preguntas?
Él observó su reacción desde la distancia.
—Porque no permitiría que nadie apagara esa hermosa sonrisa que tienes.
Pero los elogios no sirvieron para devolver a la ingeniera a la mesa.
—James, ¿me disculpas? —preguntó, agarró el bolso y se puso en pie.
Había abierto la caja de los truenos emocionales.
Después se dirigió al baño. Conocía la dirección. La velada estaba siendo un horror.