CAPÍTULO 9
La Navidad hubiera resultado nefasta de no haber sido por un encuentro singularmente afortunado que se produjo con las primeras luces del 24 de diciembre, momento en que el vigía del castillo de proa informó de la presencia de dos barcas de pesca justo a sotavento.
Pescar en la bahía era una empresa peligrosa, ya que aparte de las tormentas, las rocas y la fuerza del oleaje, las autoridades francesas castigaban duramente cualquier contacto con las embarcaciones de la escuadra empeñada en el bloqueo. A menudo, el castigo consistía en la pena de muerte. Siempre que había buena visibilidad, los vigías franceses vigilaban armados con un catalejo a los pescadores, por no mencionar que se llevaba un riguroso registro tanto de las salidas como de las entradas. Las dos barcas en cuestión hicieron lo posible por alejarse, pero el hecho es que se lo impidieron sus propias redes y la tremenda cantidad de peces que habían atrapado, pues estaban llenas de caballa, y también retenían a las marsopas que les habían perseguido para verse atrapadas sin esperanza entre pliegue y pliegue de la tortuosa red.
Por suerte, los pescadores se encontraban en el costado del Bellona que daba a mar abierto, de modo que los franceses no habrían podido verlos desde la costa aunque hubieran disfrutado de mayor visibilidad. Harding ordenó rápidamente largar el bote estibado en la aleta y, tras una rápida negociación, compró por dos guineas la red, la caballa y la marsopa. Izaron a bordo de buena gana la pesca, y casi toda la caballa, fresca como sólo puede serlo el pescado fresco, desapareció tras el desayuno, mientras que las marsopas, curiosamente plegadas por el carnicero de a bordo, se sirvieron para la comida de Navidad, cuyo veredicto superó con creces al cerdo asado.
Tanto marsopas como caballas se convirtieron en un lejano y agradable recuerdo un mes más tarde. Habían transcurrido treinta días sin que aparecieran los buques de pertrechos, sin correo ni noticias, aparte de los vagos rumores de los reveses sufridos por el francés en Leipzig, y de sus más convincentes recuperaciones en otros lugares más alejados. Fue en ese punto que, de acuerdo con la costumbre, el capitán del Bellona y el cirujano de a bordo se reunieron para disfrutar del desayuno.
—Buenos días, Stephen —saludó Jack—. ¿Has estado en cubierta?
—No. Era tan desagradable el escaso aire que penetraba por las escotillas cuando caminaba por la cubierta baja que preferí hacer las rondas matinales antes de desayunar, pues olía a cerrado, un olor fétido y desagradable el que impera ahí abajo, pese a mis mangueras de ventilación.
—Y me temo que nuestro desayuno también será fétido, desagradable y muy escaso, nada que ver con las delicias de Blacks o, incluso, de Woolcombe. Pero al menos el café, aunque aguado, es líquido y sigue estando razonablemente caliente. Permíteme servirte una taza. —Una vez hecho esto, continuó hablando—: Si no hubieras bajado, te habría sorprendido el cielo de la mañana. El barómetro sube y baja a menudo, y no sé qué conclusiones sacar de este fenómeno. Tampoco el piloto. Me gustaría que Yann siguiera a bordo, porque en estas aguas supone una gran tranquilidad disponer de un piloto que ha pescado en toda la bahía desde que era un crío. Puede que me equivoque, pero me recuerda mucho a esa peculiar mezcla de fuertes vientos y bruma a la que nos enfrentamos y sufrimos frente a la Patagonia.
Hablaron de la Patagonia, de sus incómodas costas cuyo recuerdo tan sólo se salvaba por el descubrimiento de un perezoso gigante, un perezoso terrestre, invisible para los literatos, pero ciertamente despellejado por sus antecesores, sus primos analfabetos: Stephen poseía dieciocho pulgadas cuadradas de su piel, y parte de unos nudillos.
—Esta mañana me despertaron junto a los demás desocupados —dijo Jack—, pero al contrario que ellos me quedé en el coy un rato, pensando en el modo extraordinario y mucho me temo que desagradecido en que utilicé la palabra «probabilidad» cuando conversamos hace algún tiempo acerca de tu excelente plan. Quizá lo hayas olvidado, eso espero al menos, pero hablé como si tuviera la certeza de obtener la insignia, insignia que se me había prometido hacía años, lo cual supone un sinsentido. Aparte de todo, sigo teniendo por delante años de servicio en la Armada, y muchos otros capitanes por delante de mí en la lista que deberían morir o caer en desgracia, antes de que pueda albergar la esperanza de ascender al empleo de contralmirante. Rezar para que estalle otra condenada guerra o por una estación plagada de enfermedades no parece servir tan rápidamente a estos propósitos como cabría desear. De todos modos, eso serviría para hacer más probable la probabilidad si, tal como tú tuviste la amabilidad de exponer, me distinguiera entretanto en el cumplimiento del deber, hasta tal punto que lograse enterrar algunos de los informes maleducados que se han presentado en mi contra. Por ello te ruego que des por retirado el uso que hice de la palabra «probabilidad», aunque por otro lado me aferró, me aferró con todas mis fuerzas, a la rehabilitación de mi nombre. Tú mismo empleaste la palabra «rehabilitación», ¿verdad?
—Lo hice. Y creo recordar que no era del todo apropiada.
—No existe una palabra más bella en toda nuestra lengua, la cual, según tengo entendido, es más rica que el hebreo, el caldeo o el griego. Cuánto se lo agradezco al bueno de sir Joseph. ¿Qué sucede, Killick?
Preserved Killick entró con una mirada hosca y triunfal en su desagradable y geniudo rostro, y dijo inclinando la cabeza en dirección a Stephen:
—Tan sólo quería preguntar a su señoría dónde debe acabar yendo este paquetito verde. Y que si le da lo mismo que lo lleve al dispensario o al cagadero.
—Jesús, Ma… —Stephen se mordió la lengua y continuó diciendo—: Lo había olvidado por completo con los nervios del viaje y el estruendo de las olas. Es una libra troy del mejor moca de Jackson. Lo vende por peso troy por ser una sustancia preciosa, y hace bien porque efectivamente lo es. Buen Killick, honesto Killick, te ruego que lo muelas tan rápido como te sea humanamente posible, y que prepares después una cafetera.
A Killick nunca le habían llamado «honesto», de modo que no estaba muy seguro de si eso le gustaba o no. Salió mirando con suspicacia a un lado y otro de la cabina.
—Otro asunto en el que he estado pensando mientras seguía tumbado esta mañana —dijo Jack— es tu convicción de que esta guerra podría finiquitarse pronto. Respecto a la parte política, estoy convencido de que sabes mucho más que yo; pero también existe el aspecto naval, y cuando todos los demás factores están igualados es el peso del metal el que decide una batalla en el mar. Una fragata artillada con cañones de doce libras no puede vencer a un navío de línea.
—Ha habido excepciones —dijo Stephen sonriendo.
—Oh, no creas —dijo Jack; entonces, al captar la alusión (su corbeta de catorce cañones, la Sophie, había apresado a una fragata de treinta y dos, la Cacafuego), añadió—: Bueno, sí, ha habido excepciones, pero hablando en términos generales es cierto. Los franceses construyen barcos a gran velocidad en Venecia, a orillas del Adriático, donde disponen de mucha más madera que nosotros ahora, madera que, además, es mejor que la nuestra; también en Génova, Tolón y La Rochelle. Aquí en Brest se registra una gran actividad, al igual que a lo largo de la costa. No puedo decir que sea un hecho que nos superen en número, pero estoy seguro de que así será muy pronto.
—Querido amigo, acabas de decir «cuando todos los demás factores están igualados», pero sabes perfectamente que no es ese el caso: nuestra marinería es mucho mejor que la del francés.
—En tierra se da por sentado que somos la perfección inmaculada, y que nosotros, marineros de corazón de roble, no podemos meter la pata. Pero los americanos nos demostraron que no éramos tan infalibles, y nos lo demostraron en una pelea justa. Respecto al francés, siempre han construido barcos mejores, barcos con los que sólo podíamos soñar: nuestros setenta y cuatro cañones y la mayoría de nuestras fragatas se han servido de barcos franceses como modelo. Tu querida Surprise fue construida en Havre. Ciertamente éramos mejores marinos al principio de estas guerras, cuando sus absurdas ideas revolucionarias prácticamente acabaron con todos los oficiales veteranos. Pero aunque Napoleón sea, como tú dices, un villano farfullante, al menos ha terminado con todas esas ideas perniciosas de democracia y republicanismo, y a estas alturas existe una nueva raza de oficiales de la Armada francesa, cuya capacidad no deberíamos subestimar. El Almirantazgo no los subestima, te lo digo yo. De un tiempo a esta parte hemos recibido un número considerable de refuerzos… —Llegado a ese punto, a Jack lo llamaron a cubierta, y Stephen, después de apurar el café, se dirigió a la cubierta inferior, donde un infeliz paciente aguardaba el tacto del bisturí tumbado y atado con cadenas recubiertas de cuero, adormilado hasta cierto punto tras haberle suministrado treinta gotas de láudano, con la barriga lavada y afeitada y con el compañero de coleta, su mejor amigo, a su lado por si necesitaba consuelo. Consistía la operación en una cistotomía suprapúbica, intervención que Stephen había llevado a cabo en más de una ocasión, casi siempre con éxito. Estudió el caso con una tranquilidad espontánea que calmó al desdichado y sudoroso paciente más que el propio láudano, y mucho más que las palabras de su amigo: «Todo acabará muy pronto, compañero, un par de cortes y listos». Echó un vistazo al instrumental dispuesto por su ayudante, se sacó el abrigo, cogió el licor de vino y dijo:
—Bueno, Bowden, me dispongo a verter un poco de licor de vino sobre tu barriga para evitarte el dolor, aunque al principio quizá sientas un agudo pinchazo. No te muevas, porque si lo haces puede que no sea capaz de proceder.
—Adelante, señor, si es tan amable —dijo Bowden—. No cantaré.
De todos modos, su compañero apretó las correas un poco más. Como no podía ser de otra manera, la primera incisión arrancó un grito ahogado al paciente. Sin embargo, los gritos ahogados no ejercen el menor efecto en los cirujanos, de modo que siguieron trabajando con constancia, pasándose las agujas y fórceps hasta que se dio la última puntada, se tiró de ella, se cortó el hilo, y el tembloroso pero definitivamente aliviado paciente fue conducido a la enfermería, adonde lo llevaron Graves, el asistente más veterano (había ejercido como matarife de caballos) y Carnicero, que a menudo hacía las veces de asistente también; los siguió el compañero de Bowden, que si bien estaba todavía más pálido que el paciente, tenía material para meses con que entretener a los compañeros de rancho.
—Dígame, señor —preguntó Macaulay—, ¿por qué utiliza licor de vino? ¿Posee alguna virtud en particular?
—El súbito escalofrío de la evaporación ejerce un ligero efecto: el conocimiento de que el cirujano desea evitar hacer daño, probablemente pese más, pero en conjunto lo utilizo empíricamente, ni más ni menos. Duranton, que me enseñó en el Hotel Dieu, siempre lo empleaba, sobre todo cuando tenía que abrir el abdomen; y era un cirujano muy competente y reconocido. De modo que yo hago lo mismo, quizá como supersticioso homenaje hacia mi maestro.
—Estoy decidido a imitarle a usted —dijo Macaulay—, por mucho que pueda costarme.
Stephen se secó las manos, se puso el abrigo, subió por la escalera y llegó al alcázar.
—Buenos días, señor —saludó Harding—. ¿Ha subido a respirar un poco de aire fresco?
—Así es, si tienen un poco para mí.
—Oh, le aseguro que hay suficiente para todos, pero ¿está seguro de que no le convendría ponerse una casaca de loneta con una capucha? Señor Wetherby, acérquese a mi cabina y traiga un griego al doctor. Lo encontrará colgado del mamparo.
El griego llegó a tiempo de proteger a Stephen de una molesta ráfaga de lluvia.
—¡Qué tiempo más desagradable! —dijo Harding—. Esperaba que pudiera usted ver nuestros refuerzos extendidos sobre el azul del mar. El Grampus está en algún lugar de por allí —dijo al tiempo que inclinaba la cabeza hacia la nada grisácea del través de estribor—. Seguro que no anda lejos. Está bajo el mando de Faithorne, que no conoce la bahía, de modo que no creo que se aleje demasiado. —Normal, dado que el Bellona realizaba la patrulla del sur, arrumbado hacia Pointe du Raz y sus horribles arrecifes, rocas, oleajes, cosas aberrantes para cualquier marinero acostumbrado a navegar por mar abierto.
—¿Qué es el Grampus?—preguntó Stephen.
—Es un desgraciado barquito de cincuenta cañones —respondió Harding—. Uno de cuarta clase, con cincuenta cañones repartidos en dos cubiertas. Es incapaz de luchar contra un setenta y cuatro, un navío de línea, por supuesto, pero sus dos cubiertas bastan para mantener a raya a las fragatas. Por mucho que lograra atrapar a una de ellas, el combate no le reportaría gloria alguna, mientras que si resultase vencido (tal como podría suceder) por una de las fragatas pesadas americanas, o incluso por una francesa, supondría la ruina total. El viento rola al norte —observó de pasada—. Después tenemos otro setenta y cuatro, el Scipion, apresado en el combate de Strachan, y un par de fragatas, la Enrolas, estoy seguro, y la Penelope, tan bonita como su nombre indica. A veces asoma el Charlotte para ver cómo nos va, y no pasa una semana sin que dejen de acercarse uno o dos cúteres procedentes de la escuadra que patrulla a la mar. Solíamos saludarlos a voz en grito porque creíamos que traerían el correo, noticias, loneta para la ropa o, al menos, algo que comer, pero nada de nada; sólo se acercan para recibir informes de las embarcaciones que han asomado el hocico en Brest, y para recoger el papeleo de costumbre: los partes de enfermería, cantidades de agua disponible, pólvora, bala redonda… Cuidado, señor. —La marea arrojó una ola espantosa que superó las batayolas de estribor, lanzando a Stephen al suelo y, pese al abrigo de loneta, empapándole a conciencia, de modo que el agua mojó hasta la última pulgada de su piel y toda la ropa que llevaba puesta.
Harding le ayudó a incorporarse e intentó inútilmente secarle con un pañuelo, todo ello sin dejar de disculparse. Parecía creer que lo sucedido era culpa suya, opinión compartida, sin resquicio alguno de duda, por los dos veteranos marineros a quienes entregó Harding a Stephen: Joe Plaice y Amos Dray, compañeros de tripulación del doctor desde hacía años, y ahora miembros de la guardia de popa, quienes le condujeron hasta el interior de la seca y cálida cabina, todo ello sin dejar de volverse indignados al primer teniente.
Killick le cambió de ropa y le secó a conciencia, pues en su opinión nada era más peligroso que tener los pies mojados, y al ver que no tardaría en servirse la comida, le urgió (puesto que prácticamente lo sucedido le convertía en su paciente) a comer frugalmente y tomar sólo dos vasos de vino, agua, y nada de pudín, pues no era recomendable dado que podía actuar en contra del espíritu vital de Stephen.
Entró Jack, mojado como Neptuno, procedente del tope de mayor, donde no sólo había estado observando con mucha atención el tiempo, sino también toda la parte de la bahía que se dejaba ver.
—Te ruego que me disculpes por llegar tan tarde —voceó desde el interior de su cabina, mientras se secaba con mucha fuerza—. No tardo ni un minuto. —Y no lo hizo. Se había puesto una camisa limpia y seca, y unos calzones que encontró nada más alargar el brazo, pero la única casaca de que disponía era la correspondiente al uniforme de contralmirante, uniforme que había tenido que ponerse por necesidad durante su última misión, un viaje al África Occidental que hizo en calidad de comodoro y al mando de una escuadra, un comodoro de primera clase, nada menos.
—Esta era la única casaca seca a la que he podido recurrir sin llegar aún más tarde —dijo mirando con cierta complacencia la envergadura de los galones de oro de la bocamanga—. Me gusta ponérmela de vez en cuando, aunque sabe Dios cuándo podré volver a hacerlo en público.
Killick masculló algo y dejó en la mesa una sopera de plata.
—A este líquido se le conoce técnicamente por el nombre de «sopa» —siguió diciendo Jack, al levantar la tapa—. ¿Puedo servirte un poco?
—Es un placer ver los restos de esos guisantes tan viejos y secos que incluso los gusanos desprecian muriendo a su lado, de tal forma que ahora podemos alimentarnos tanto del cazador como de la presa. Y aún resulta más placentero ver servido tan infame brebaje en esa reluciente y espléndida sopera, regalo de los agradecidos mercantes de las Indias Occidentales.
—Recordarás que quisimos vender todo el servicio; por suerte los plateros lo desdeñaron. Ahora me alegro mucho, porque por muy pobre que seas, y nadie es en realidad más pobre que los marineros de un barco que carece de pertrechos, las pocas migajas que tengas las comerás más a gusto en un precioso servicio de plata como éste.
Después se sirvió un auténticamente vergonzoso pedazo de carne en salazón que había hecho el viaje de ida al apostadero de América del Norte, seguido por el viaje de vuelta, de modo que a medida que fueron transcurriendo los años se había vuelto más córneo y había adquirido el sabor de la madera. Jack se lo comió sin hacer ascos, pues estaba acostumbrado a comer cosas mucho peores, y entre trozo y trozo dijo:
—Durante el desayuno te hablé de la marinería de la Armada francesa, y a punto estaba de ponerte un magnífico ejemplo cuando me interrumpieron. Te decía que habíamos recibido refuerzos, ¿cierto? —Stephen asintió—. Bueno, pues una de nuestras nuevas fragatas es la Eurotas, un ejemplo espléndido donde los haya. Sin embargo, me atrevería a decir que ya habrás oído hablar en Londres de la Eurotas.
Stephen negó con la cabeza.
—Lo único que sé del Eurotas es que se trata de un arroyo de Esparta, y Esparta no salió a colación durante nuestra conversación en Londres.
—Bien, pues a principios de año partieron dos fragatas de Brest: Se separaron en algún lugar de Cabo Verde, después de realizar un crucero muy exitoso, y cuando se dirigían a puerto, una de ellas, la Clorinde, que artillaba veintiocho cañones de dieciocho libras, dos de ocho y catorce carronadas de veinticuatro, se encontró con la Eurotas, al mando del capitán John Phillimore, una fragata de treinta y ocho cañones de veinticuatro libras, embarcación fabulosa, cuyo total en peso por andanada arroja un balance de seiscientas una libras, contra las cuatrocientas sesenta y tres de la Clorinde. En tamaño y en dotación venían a ser lo mismo… La Eurotas avistó a la Clorinde primero a las dos en punto de la tarde, a 47° 40' N, siendo el viento sudoeste sur, cuando marchaba la Clorinde de bolina rumbo a Francia, amurada a estribor. La Eurotas de inmediato emprendió la caza, pues no tenía dudas acerca de la nacionalidad de la Clorinde. Media hora después, la Clorinde orzó dispuesta a huir, cubriéndose de lona. Hacia las cuatro el viento había rolado al noroeste y, pese a que caía su fuerza, la Eurotas ganaba terreno. Cuando la Clorinde se encontraba a poco menos de cuatro millas por delante, acortó de vela de pronto e hizo como si pretendiera cruzar la proa enemiga, maniobra que acercó a ambos barcos, y a las cuatro cuarenta y cinco la Eurotas orzó —Jack movió dos pedazos de galleta con los que representaba las maniobras— y pasó por la popa de la Clorinde para abrir fuego con la batería de estribor. Entonces, al orzar bajo la aleta del enemigo, el francés disparó tan rápido y bien que para cuando la Eurotas alcanzó la amura de babor de la Clorindehabía perdido el palo de mesana. Cayó sobre la aleta de estribor, y más o menos al mismo tiempo la Clorinde perdió el mastelero de velacho. Todo esto no le impidió andar más que la otra fragata, e intentó después cruzar las amuras de la Eurotas y barrer su cubierta de proa a popa. —Stephen sacudió la cabeza: había visto los resultados de toda una andanada atravesar el largo de una cubierta atestada de gente—. Pero, sin embargo, Phillimore ordenó meter timón a babor, al viento, con intención de echarse al abordaje, cosa que imposibilitaron los restos del palo de mesana. Lo único que pudo hacer fue abrir fuego con la batería de babor y ofender la popa enemiga. A todo esto, se encontraron de nuevo a tocapenoles, y así siguieron luchando hasta las seis y veinte, momento en que la Eurotas perdió el palo mayor (¿puedes imaginártelo, Stephen, un palo de dos pies y tres pulgadas de diámetro?), que por fortuna cayó a estribor, su costado libre de enemigo, de modo que no hubo motivos para cesar el fuego. Entonces cayó el palo de mesana de la Clorinde, y a las seis cincuenta, cuando los barcos seguían más o menos en la misma posición relativa, el trinquete de la Eurotas cayó por la amura de estribor, y aproximadamente un minuto más tarde la Clorinde perdió también el palo mayor. La Eurotas, desarbolada, era ingobernable. La Clorinde prácticamente también, aunque poco después de las siete, cuando se encontraba por la amura de babor de la Eurotas, logró largar los restos del trinquete (recuerda que dije que había perdido el mastelero de velacho, no el palo macho) y una vela de estay y se alejó hacia el sudeste, lejos del alcance de los cañones enemigos. El capitán Phillimore cayó herido al iniciarse el combate (se había desmayado tres veces debido a la pérdida de sangre) y por fin lo llevaron abajo. A las cinco de la mañana siguiente, los suyos, a las órdenes del primer teniente, habían logrado envergar un mastelero de mayor de respeto para que hiciera las veces de palo mayor; a las seis y cuarto hicieron lo propio con un mastelero de velacho, que fue a suplir al trinquete y, por último, una percha para la mesana. La Clorinde se había distanciado seis millas. Al mediodía, largadas trinquete, gavias, velas de estay y cangreja, todas ellas de respeto, la Eurotas navegaba a seis nudos y medio, y obviamente andaba más que el enemigo. ¿Y quiénes aparecieron entonces? Pues la Dryad, cómo no, una fragata de treinta y seis cañones de dieciocho libras a la que conoces de sobra, y la Achates, una corbeta de catorce cañones. Pero no me refería a eso, ni a cómo se repartió el dinero del botín, la recompensa por esclavo o prisionero, ni el dinero por el número de cañones capturados, no, me refiero a que ahora, en este momento, un francés, inferior en peso de metal y en cualidades marineras, está tan bien gobernado, tan bien comandado, que puede luchar como una decena de bulldogs y reducir a una de nuestras mejores fragatas pesadas a un pecio desarbolado. Es por eso por lo que me siento inquieto cuando me dicen que los franceses construyen a ese ritmo. Pese a la pobre Eurotas, aún tengo la confianza necesaria para ofender a cualquier navío francés de setenta y cuatro cañones con el que tengamos la suerte de cruzarnos, pero te aseguro que no me enfrentaría a dos navíos de línea franceses, cosa que podría suceder si nos vemos superados en número. Respecto a los soldados… —Calló, levantó la cabeza en un gesto de concentración, como el de un perro cazador que husmea a su presa—. ¿Has oído algo? —preguntó.
Ambos permanecieron sentados, concentrados, intentando aislar su oído de las innumerables voces del barco y del mar.
—Si no se trata de un trueno lejano, ¿crees que podría ser el rumor de los cañones? —preguntó Stephen. Jack asintió, corrió a cubierta, envió al segundo teniente a la bodega (el mejor lugar para percibir el temblor de una andanada a mucha distancia) y, junto a Harding y el piloto de derrota, siguió escuchando con atención.
—O el Ramillies y el Aboukir se enfrentan a las baterías de Saint Matthews, o los franceses han aprovechado el viento del nordeste para salir de puerto —dijo Jack cuando el segundo teniente se reunió con ellos.
—Creo que se trata de un combate naval, señor —dijo el joven, jadeando debido a la prisa y a la emoción—. He oído claramente una andanada y la andanada de respuesta, no el fuego irregular propio de una batería.
—Gracias, señor Somers —dijo Jack, que era de la misma opinión—. Señor Harding, un cañonazo a sotavento, si es tan amable; y cuando la Ringle se encuentre a distancia de bocina, dígale al señor Reade que haga todo lo que pueda por acercarse rápidamente al Ramillies y que le informe de que llegaremos lo antes posible. El Grampus se unirá a nosotros y observará nuestras evoluciones.
De regreso a la cabina dedicó una mirada acusadora a la cafetera. Pero Killick, durante los escasos segundos que podía hurtar a su afición de escuchar a escondidas cerca de la cabina del piloto, había observado por su parte los movimientos del doctor, tan escrupulosos como de costumbre cuando concernían al café y a ciertos confites, de modo que ya estaba preparando otra cafetera.
—Tal como esperaba —dijo Jack con gran satisfacción—, los franceses han aprovechado este bendito viento del nordeste para intentar salir de puerto, y nosotros… —Y levantó la voz para imponerse a la del contramaestre, que voceaba arriba, en cubierta:
—¡Toda la gente a cubierta! ¡Gente a cubierta! —Voz acompañada del consiguiente estruendo de pisadas, más órdenes, y la miríada de sonidos que hacía un navío de línea cuando, navegando a un largo con trinquete y gavias arrizadas, de repente se veía obligado a cambiar el rumbo de sur a oeste noroeste, y a cubrirse de toda la lona posible.
—… De modo que partiremos como un rayo para unirnos al Ramillies y al Aboukir, que al parecer son los barcos que se enfrentan a ellos. Nos llevará algún tiempo, puesto que tendremos que navegar a la orza, pero tengo esperanzas de que el viento role al oeste. Cuando haya terminado esta estupenda taza de café y me haya quitado la casaca buena, me iré al alcázar a ver si empujo el barco con mi fuerza de voluntad. Y no dejaré de cruzar los dedos todo el tiempo que me sea posible hacerlo —añadió para sí.
Claro que incluso podría haberse sometido a mayores pruebas de superstición, porque tan temible bahía, repleta de rocas, ya fueran aisladas o parte de los arrecifes, prácticamente invisibles debido a las cortinas de agua e incluso a la bruma, requería de una mente capaz de retener centenares de rumbos y cambiar una carta náutica interna según la velocidad del barco y las direcciones, sin olvidar la corriente imperante y el todopoderoso flujo y reflujo de la marea. Por suerte Jack poseía esa mente, si no en toda su extensión, sí al menos en buen grado. Es más, había estado navegando arriba y abajo por ese pedazo de mar, lo había patrullado y sondeado durante lo que parecía una eternidad y, sobre todo, se entendía bien (quizá la palabra «amistad» fuera más adecuada para describirlo) con el Bellona y su dotación.
En el buque de pertrechos, Reade poseía casi un conocimiento igualmente íntimo de la bahía, puesto que había acompañado a su capitán en la mayor parte de desplazamientos y sondeos; dado que la Ringle podía aproar mucho más al ojo del viento no tardó en perderse de vista, e incluso en el Bellona fueron incapaces de avistarla cuando se aclaró el día. Sin embargo, el desdichado Grampus era un recién llegado a Brest, de modo que se mantuvo alarmantemente cerca de la popa del Bellona, donde Jack apostó a un marinero armado con bocina, de modo que pudiera advertir al Grampus cuándo debía virar, ejercicio muy frecuente en esas aguas, quizá menos de lo habitual a medida que el viento continuó rolando hacia poniente.
De vez en cuando, Stephen, abrigado con la casaca de loneta, se acercaba al costado de sotavento del alcázar, donde su presencia no estorbase a nadie. El barco parecía estar navegando a gran velocidad a través de una pesadilla donde la única iluminación partía de las linternas de combate. El mar, la espuma, los chubascos y la bruma embestían con tal brío y de un modo tan aleatorio que daba la sensación de estar atravesando uno de los más ruidosos y desconocidos círculos del infierno. Era estupendo y reconfortante contemplar los rostros mojados, alegres y despreocupados que le rodeaban, perfectamente dispuestos a arranchar las escotas a popa y saltar a la jarcia, para luego desaparecer al sonido del pito del contramaestre o al timbre de voz de una orden dada. Se les veía competentes, como si se sintieran en casa, expectantes, ansiosos.
El espacio no existía, había perdido todas las fronteras, pero el tiempo seguía con ellos, medido por las campanadas. Y al dar las seis campanadas de la segunda guardia, Stephen se abrió paso con mucho tiento de cubierta en cubierta (el tamaño de aquel barco no dejaba de sorprenderle) hasta llegar a la enfermería, la cual, comparativamente, era un modesto remanso de paz; tanto era así que al entrar encontró durmiendo a su paciente de cistotomía, así como a los demás pacientes y acompañantes. Se sentó un rato para escuchar la respiración constante del paciente recién intervenido, y después, consciente de un cambio en el movimiento del Bellona, regresó al alcázar con la sensación de que en aquella carrera desenfrenada a través de la oscuridad su presencia (aunque inútil) era necesaria, aunque sólo fuera por una cuestión de amabilidad.
—Ah, Stephen, ahí estás —dijo Jack—. Acabamos de alcanzar el extremo oeste de Black Rocks y emprendemos la manga al Goulet. ¿Has oído los cañonazos? Se encuentran muy hacia el este de Saint Matthews, en esa zona. Santo Dios, ¡menudo tiempo hace! ¡No es noche ni para hombre ni para bestia, tal como observó el Centauro, ¡ja, ja, ja!
Con la tendencia que mostraba el viento a rolar hacia el oeste, el Bellona lo tenía en ese momento en el lugar donde más provecho podía sacar su aparejo, y al dar las cuatro campanadas de la guardia de alba el guardiamarina a cargo de la corredera informó:
—Cinco nudos y una braza, señor, si es tan amable.
Apareció Killick, protegiendo con su cuerpo una taza de café, y cuando Jack se acercó a popa para compartirla con Stephen, inclinó la cabeza hacia un travieso remolino de agua blanca que distaba un cuarto de milla por el través de estribor.
—Es la Basse Royale —dijo—, trampa mortal para un barco de nuestro calado en un mar fondo, cuando mengua la marea. Y por allí —dijo señalando hacia babor— alcanzarías a ver Basse Large de encontrarte en popa, que es peor aún, y por mucho, aunque más visible. Señor Whewell —dijo alzando la voz—, creo que podríamos desarrizar el velacho.
A esas alturas, la mezcla entre nubes y bruma despejó un poco; fue justo antes de que aparecieran los primeros indicios del amanecer, al este, y la grisácea superficie inferior se tornara carmesí, moteada a proa por el reflejo del fuego de los cañones.
—Sí, están justo en el Goulet, junto a Basse Beuzec —dijo Jack—. Por suerte, la batería de Saint Matthews no ve nada de nada desde ahí arriba, aunque tendremos que cruzar por delante de sus cañones.
—Vela en la amura de estribor —voceó un vigía, que añadió a continuación a modo de comentario—: Creo que es el buque de pertrechos.
—¡Ah del barco! —gritó alguien desde la dirección señalada—. ¿Qué barco anda?
—Bellona, señor Reade —respondió Jack—. Suba a bordo. —Dirigió la voz a proa y ordenó—: Tiendan un cable ahí.
—Con cuidado, con cuidado —ordenó a su vez Harding, preocupado por la pintura.
—¿En qué posición se encuentran? —preguntó Jack a Reade, en cuanto éste asomó en cubierta.
—Son dos setenta y cuatro franceses, señor —respondió Reade—, y han castigado lo suyo al Aboukir y al Ramillies. El Aboukir ha tocado fondo cerca de Basse Beuzec, y el francés lo hubiera abordado, pero la Naiad apareció de pronto y no ha dejado de importunarlo, mientras que el Ramillies ofendía a uno de ellos hasta tal punto que se produjo una explosión en crujía del barco enemigo.
—Excelente. ¿En qué posición se encuentra el Aboukir? —Reade respondió—. Bien, en tal caso vuelva de inmediato y haga lo posible por largar un cable y atoarlo rumbo este nordeste. Con un poco de suerte, la marea lo levantará en… —consultó la hora en su reloj a la luz de la bitácora— veinte minutos. Condestable —llamó, y al cabo de un cruce de palabras breve y formal con el señor Meares, se dirigió al primer teniente—: Señor Harding, zafarrancho de combate. Stephen —añadió en un aparte, sonriente al hablar—: abajo ahora mismo, a resguardo de la lluvia.
* * *
El cirujano del Bellona y sus ayudantes permanecieron sentados en la enfermería del sollado, atentos a cualquier ruido. En el centro se encontraban los arcones de los guardiamarinas, atados entre sí a la luz de la linterna, cubiertos primero con loneta, después con lona y, finalmente, con una sábana blanca que los mantenía más unidos si cabe. El instrumental se veía limpio y reluciente, muy afilado por si resultaba necesario cortar, dispuesto todo el conjunto en el orden habitual, con las sierras a babor.
Prestaron atención, e incluso ahí abajo podía oírse el rumor de los setenta y cuatro franceses, del Ramillies y de la Naiad, que hacía temblar los botellines. Poco después, el maltrecho Aboukir, levantado por la marea, pudo dirigir sus cañones y devolver el fuego enemigo con toda la furia propia de todo barco que ha sido castigado sin capacidad de responder.
Pero su propia batalla, la emprendida por las andanadas del Bellona que tan a menudo habían oído durante los ejercicios de los cañones, no empezó, y la tensa expectación estaba a punto de transformarse en descontento cuando, con una claridad totalmente distinta, cercana, abrieron fuego sus cañones de caza, seguidos por el cañón artillado más a proa de la batería de estribor, cañones de voz ronca, alta y clara que disparaban uno tras otro, disparos de larga distancia, cuidadosamente apuntados.
—¡Ya ha empezado! —exclamó Smith, que no había participado en ningún combate; a modo de respuesta, una inofensiva bala redonda alcanzó el costado del Bellona. Smith observó a sus colegas con entusiasmo desmedido.
—¿Qué sucede, señor Wetherby? —preguntó Stephen, al ver entrar al muchacho.
—El capitán desea le transmita sus saludos, señor, y que le comunique que el cirujano del Aboukir le agradecería mucho que le echara una mano con las bajas. Han arrimado un cúter al costado. Acompáñeme si es tan amable.
—¿Debo entender que no habrá más combate? —preguntó Stephen, mientras procedía a llenar una cesta con el instrumental, vendas, torniquetes, láudano, tapones y tablillas.
—Me temo que de momento, no, señor. Los franceses han emprendido la huida.
Hubiera sido una temeridad que sólo cabría calificar de criminal que los franceses hubieran hecho otra cosa, cuando se enfrentaban al resucitado Aboukir, a un intacto Ramillies, a una fragata de treinta y ocho cañones y, ahora, a dos navíos de dos puentes frescos e incólumes, sobre todo porque uno de los navíos de línea franceses había perdido siete portas y, como consecuencia de la explosión, se habían desmontado muchos de los cañones cercanos. Pese a todo, era una noticia decepcionante.
—¿Y eso es un combate? —preguntó el señor Meares, dirigiéndose a sus compañeros—. Yo diría que se parece más a un pedo en un callejón sin salida. Un pedito en un callejón sin salida, eso es. Eso después de tanto correr y tanto preparativo, con todos los marineros en pie día y noche, después del trajín de los cartuchos sin siquiera algo caliente que llevarse al estómago, tras levantar los mamparos una y otra vez, y echando arena en las cubiertas, por no mencionar el agua… Además, por el amor de Dios, ¿para qué mojar las cubiertas con la que está cayendo?
—Ha sido decepcionante —dijo Jack cuando Stephen se reunió con él en lo que tuvo que pasar por ser un desayuno—. Pero no hubo nada que hacer…
—Por aquí, señor, si es tan amable —dijo Killick, con un cubo de agua caliente, jabón, toalla y un traje limpio. Condujo a Stephen hasta la cámara, dejando a Jack con la palabra en la boca.
—Sabe usted sobradamente que el capitán no soporta la sangre, y que está usted empapado, muy empapado, de la cabeza a los pies. Eso por no mencionar lo que el pobre Grimble y servidor tenemos que hacer para quitar las huellas que va dejando usted en la alfombra. Ahora quítese la ropa, señor, la camisa, los calzones, las medias, y déjelo todo en ese cubo de ahí. Yo mantendré caliente el café, y a su señoría no le importará esperarle un rato.
Ni el capitán Aubrey ni el doctor Maturin eran hombres extraordinariamente pacientes, pero era tal la convicción de Killick, la superioridad de su fuerza moral, que uno esperó al ansiado café sin mascullar una sola queja, mientras que el otro no sólo se lavó en claro ejemplo de obediencia, sino que, además, hubiera estado dispuesto a enseñarle las manos, dorso y palma, si se lo hubiera pedido.
* * *
—Sí, ha sido decepcionante —dijo Jack—. Pero no hubo nada que hacer. Los franceses se vieron en inferioridad numérica, de modo que se cubrieron de toda la lona posible en cuanto calibraron nuestras fuerzas y en cuanto el Aboukir recuperó el gobierno; lamentablemente no habían perdido más que un mastelero de mesana entre los dos durante el combate, y eso no cuenta mucho, dado que tenían el viento a su favor.
—¿Y no pudisteis perseguirlos, teniendo a ese mismo viento a vuestro favor?
—Sí, claro que podríamos haberlos perseguido, y disparo a disparo, guiñando de vez en cuando para disparar una andanada, quizá podríamos haber tumbado algunos palos, e incluso es posible que hubiéramos logrado apresarlos justo en el Goulet, antes de que nos alcanzaran sus amigos fondeados en la bahía. Pero, ¿qué modo se te ocurre para sacarlos con viento del oeste y un oleaje de órdago, mientras iba despejando la bruma al salir del sol, lo cual hubiera facilitado enormemente la labor de las baterías costeras?
Oyeron un bote en el costado que respondía «Ramillies» al saludo del centinela, y Jack se dirigió apresuradamente a cubierta para recibir al capitán Fanshawe.
—Ven a tomar una taza de café —dijo, y lo condujo a la cabina—. Creo que ya conoces al doctor Maturin.
—Por supuesto, por supuesto. Hace mucho tiempo que nos conocemos. ¿Cómo se encuentra, señor? ¿De modo que tienen café de verdad? Nosotros nos hemos visto obligados a recurrir al grano de cebada, tostado y molido, desde hace semanas. ¿Qué no daría yo por un solo trago de auténtico moka árabe? Cielos, Jack, qué alegría me llevé al verte, a ti y al pobre Grampus, al veros surgir de las tinieblas. Tenía la horrible sensación de que se acercaban más franceses para auxiliar a los suyos, una cita, y no estábamos en condiciones para darles la bienvenida, teniendo en cuenta la posición del Aboukir… pero, sin embargo, cambiaron las tornas, ¡ja, ja, ja! Qué café. Cambiaron tan a nuestro favor como cabía desear.
—Sí que cambiaron, y el doctor está convencido de que podríamos haberlos capturado.
—De haber tenido algunas embarcaciones de esas que se dice navegan contra viento y marea, quizá podríamos haberlo logrado, sí —dijo Fanshawe, dedicando una mirada de afecto a Stephen—. Pero como no somos más que simples navíos de línea, creo que tendremos que volver a nuestro agotador y aburrido bloqueo, y enviar una nota al almirante para informarle de que probablemente el Aboukir tenga que hospedarse en bahía Cawsand.
* * *
Y así lo hicieron. Los carpinteros y veleros hicieron lo posible por dejar en condiciones al Aboukir, aunque al este oyeron el lejano pero inconfundible rumor del fuego de los cañones, arrastrado por el entablado viento del oeste.
—No —dijo Fanshawe—, tenemos órdenes de patrullar la bahía, lo cual significa impedir que el enemigo pueda salir o entrar y, sobre todo, evitar que aúnen sus fuerzas. Si quieres despacharé a la Naiad y a tu buque de pertrechos a ver si alguno de ellos puede encontrar al buque insignia para solicitar órdenes, pero eso es todo lo que estoy dispuesto a hacer. Nuestro deber, tal como yo lo veo, consiste en recorrer de una punta a otra esta cochina bahía, hasta que nos ordenen dejar de hacerlo.
—Siempre fuiste un maldito cabezón, Billy —dijo Jack, comentario que hizo de manera totalmente extraoficial (se encontraban a solas en la cabina), y que fue recibido como tal. De hecho, el capitán Aubrey y los demás continuaron yendo de una punta a otra por la cochina bahía, bloqueando el puerto de Brest, cada vez más hambrientos. De un lado a otro hasta poco antes de las dos campanadas de la guardia de doce a cuatro de la tarde del viernes, navegando con viento de gavias del sudoeste, tiempo despejado y una suave marejada procedente del sur, momento en que los vigías del tope del Bellona, y los demás vigías pertenecientes a la escuadra que patrullaba la costa, informaron de una vela a cuatro cuartas por la amura de babor. Como se dirigían a Saint Matthews, la vela procedía obviamente de Ouessant, y puesto que navegaba rápido, con el viento a favor, los detalles acerca de su identidad fluyeron a intervalos cortos.
—Cubierta, es un navío de tres puentes, señor.
—Cubierta, un bergantín y un barco siguen su estela; un barco de pertrechos, creo.
—Cubierta, es el Charlotte, señor.
Mucho antes de oír aquel nombre capaz de despertar un temor reverencial, correspondiente a un barco cuya presencia apenas esperaban, los sirvientes de los capitanes empezaron a emperejilar el mejor uniforme de su patrón, para adelantarse a la casi inevitable señal que llamaría a los capitanes a bordo del buque insignia. Los primeros tenientes se apresuraron a mirarse el uniforme en busca de la menor imperfección que pudiera restar crédito al barco. Desdichadamente, no hubo tiempo para ennegrecer las vergas, pero al menos todo aquello que debía de estar tenso se tesó con aparejos, estrelleras de gavia y mesana, o, como otros las llamaban, palanquines, y los guardiamarinas fueron enviados bajo cubierta para asearse, mientras se ordenaba a todo el mundo cepillarse el pelo, cambiarse la camisa y ponerse guantes.
A bordo del Bellona se habían llevado a cabo todas las medidas urgentes, y en ese momento se dedicaban ya a detalles tales como blanquear los acolladores, cuando con gran preocupación vieron que el buque insignia se ponía en facha, para seguidamente largar la falúa. El capitán Fanshawe era el capitán presente de mayor antigüedad y, en su barco, lógica víctima del almirante, se redobló la enloquecedora actividad por tenerlo todo a punto, por lo que sus marineros corrieron de un lado a otro como hormigas en un hormiguero al que hubieran dado la vuelta. Pero se equivocaban. Muy pronto resultó obvio que la falúa se dirigía al Bellona, cuyos oficiales del real cuerpo de infantería de marina llevaban a cabo las más rápidas inspecciones en toda su historia de los ciento veinte hombres que formaban el complemento, y terminaron sólo cuando la falúa, en respuesta a la superflua pregunta de quién va, respondió «buque insignia» y enganchó con el bichero.
Lord Stranraer subió ágilmente a cubierta, seguido por su teniente de bandera y un hombre mucho más torpe, cuya casaca azul carecía de galones dorados; era el cirujano del Queen Charlotte, el señor Sherman. El almirante saludó al alcázar y respondió, llevándose un par de dedos al sombrero, al presenten armas de los infantes de marina y al saludo de Jack.
—Capitán Aubrey espero que usted y todos los demás capitanes de la escuadra que patrulla la costa quieran cenar conmigo esta noche. De momento, el señor Sherman y yo querríamos ver al doctor Maturin.
—Por supuesto, señor —dijo Jack—. Si tiene la amabilidad de acompañarme a mi cabina, me encargaré de avisarlo para que se reúna con usted. Entretanto, ¿me permitiría ofrecerle una copa de vino de Madeira?
Jack, Harding y todos aquellos que sentían orgullo por la belleza del barco y por su aspecto marinero habían hecho prácticamente todo lo humanamente posible por impedir que un espectador inocente, por muy estricto que fuera, pudiera encontrar una sola mácula a bordo. Sabían que el almirante no podía afirmar con honestidad que las vergas no se encontraban perfectamente perpendiculares al casco, ni quejarse de que las gallinas habían abandonado su corral para vagabundear por cubierta (una falta nada inusual, cuando no había otra cosa de la que poder quejarse), simplemente porque no había una sola ave que hubiera sobrevivido a la escasez de víveres. No obstante, habían olvidado a Stephen, y es que a nadie se le había ocurrido lavar, cepillar o desempolvar al doctor Maturin, de modo que apareció en cubierta en su guisa habitual, sin afeitar pero aseado, si tal palabra puede emplearse después de llevar a cabo la pringosa y hedionda tarea de diseccionar las partes incomestibles de una de tantas marsopas.
Pero nada de todo esto perturbó lo más mínimo al almirante, por muy estricto que se mostrara respecto a la precisión del uniforme.
—Mi querido doctor Maturin —exclamó, saltando, saltando de la silla y dirigiéndose hacia él con la mano extendida—. No podía dejar pasar la ocasión de acercarme para expresarle cuánto aprecio su… su acierto a la hora de tratar mi malestar. Sabía que su ungüento respondería, pero no creí posible que lo hiciera tan prodigiosamente bien. Esta misma mañana he subido al tope, señor, ¡y lo hice corriendo! Tenía la esperanza de poder consultarle, pero el señor Sherman, aquí presente, me aseguró que no serviría de nada, que sería imposible, que tenía derecho sobre mí, y que ningún hombre de ciencia tan eminente como usted aceptaría examinar a uno de sus pacientes sin estar presente.
—Por supuesto que no. El señor Sherman estaba en lo cierto —dijo Stephen—. En medicina también tenemos nuestras normas, quizá tan estrictas como las que rigen la Armada. Algunas resultan incomprensibles para nuestros pacientes, quienes, empujados por su imaginación licenciosa, suponen que pueden, movidos por el capricho, poner su caso en manos de un médico, después ofrecerse a un cirujano y, finalmente, a un curandero, para después volver al primero de éstos; algunos incluso se ofenden cuando en su presencia recurrimos al latín para discutir entre nosotros su caso. El latín tiene sus ventajas, como por ejemplo una extraordinaria agudeza de definición y, dada la naturaleza de esta lengua, una concisión admirable. Pero si mi colega se muestra de acuerdo, me encantaría que pudiéramos examinarle a usted.
Inclinaciones y más inclinaciones de cabeza, a las que siguió la retirada del capitán Aubrey. El examen fue concienzudo, y aunque Killick, que escuchaba tras la puerta, tenía una opinión contraria que, sin embargo, resultaba de lo más satisfactoria («mala cosa en cuanto empiezan a hablar en arameo, compañero; ya puedes llamar al sepulturero, aquí yace Arthur Grimble, que murió de pachuchez en Brest, rumbo oeste norte diez leguas, 1814»). El único consejo de Stephen consistió en observar una precaución extrema con la Digitalis, cuya dosis convenía reducir paulatinamente, y sobre todo no debía informarse al paciente del nombre de la droga, y menos aún que se le permitiera tener acceso a la misma.
—Ha habido más hombres, sobre todo marineros, que han muerto debido a la automedicación, de los que han perecido a manos del enemigo —observó antes de volverse al almirante—: Milord, es usted el más gratificante de los pacientes. Las anomalías que observamos en nuestro anterior examen han desaparecido prácticamente, y si quisiera usted trepar al tope cada mañana, media hora después de tomar un desayuno ligero, y seguir los consejos del doctor Sherman, no veo ningún motivo para que rivalice con Matusalén, y sobreviva como almirante de la flota a oficiales que ni siquiera han nacido aún.
—¡Ja, ja, ja! Qué bien habla usted, doctor —dijo el almirante—. Le estoy infinitamente agradecido… A ambos —Y se inclinó ante Sherman—, por sus consejos y cuidados. —Se vistió y, con cierta timidez, pidió a Stephen que acudiera a la cena a bordo del Charlotte, junto a Aubrey y al resto de los capitanes.
* * *
La cena de lord Stranraer fue espléndida en cuanto a la comida se refiere, tal como todos esperaban de la despensa de un buque insignia. Pero para los capitanes de la escuadra que patrullaba la costa, faltos de todo desde hacía tiempo, fue muy superior a las expectativas que se habían creado, y comieron con deleite y gula desde el primer hasta el último plato. No hubo casi conversación, aparte del: «Sírvame otro muslo, si es tan amable», o «Bueno, quizás un par de rodajas más», o «¿Le molestaría mucho pasarme la cesta del pan?».
Sin embargo, el capitán de la flota, sentado junto a Stephen en un extremo de la mesa, le mantuvo entretenido en un tono de voz muy discreto y le habló con todo detalle de su proceso digestivo, su complicadísimo y prologando proceso digestivo, además de citarle un largo catálogo de las sustancias que no podía comer; ante la naturaleza de estas descripciones, el rostro habitualmente pálido y flemático de Stephen adquirió un tono rosáceo y una mirada casi de entusiasmo. Le estaba hablando de los efectos del cardamomo en todas sus variantes, cuando reparó en que se había hecho un silencio absoluto en la mesa y que el almirante, sentado en la cabecera, parecía disponerse a hablar a sus comensales.
—Caballeros —dijo—, antes de que brindemos por su majestad, creo que debería hacerles partícipes de unas noticias que, posiblemente, nos empujarán a brindar con mayor fervor. Pero antes, puesto que los vientos contrarios y el temporal les han mantenido aislados del mundo durante tanto tiempo (recuerden que tenemos motivos fundados para llamar «Siberia» a según qué destinos en estas aguas), permítanme hacerles un breve resumen de los recientes acontecimientos acaecidos en el continente. Quizá no sean muy completos, y quizá se deba a que muchos de los oficiales que sirven en tierra no siempre comprenden el hambre que siente todo marino por las noticias. Pero en general las considero bastante fiables. Me atrevería a decir que todos ustedes son conscientes de que Napoleón sufrió un duro revés ante Leipzig hace algunos meses, y que, aun así, logró derrotar a los alemanes y austríacos una y otra vez, cosa que hacía incluso una o dos semanas atrás. Sin embargo, ese ha sido su mayor error. Sus fuerzas se encuentran lejos, al nordeste, tiene el flanco izquierdo descubierto, y los aliados marchan sobre París, que prácticamente carece de defensas. Wellington, como saben, ha tomado Toulouse. A estas alturas ha cruzado el Adour y se dirige al norte a marchas forzadas. En este momento, se reúne una especie de congreso en Châtillon; pero dado que se ofrecieron anteriormente en tres ocasiones a Napoleón unas condiciones favorables que rechazó de plano, nada obtendrá de este congreso, dado que carece de un ejército organizado. Los barcos que partieron de Brest, así como los que nos encontramos al oeste de Ouessant, tenían intención de reunirse, pero nunca lo consiguieron. El valiente capitán Fanshawe, aquí sentado, y Beveridge, frustraron sus planes frente a la costa. —Muchos de los oficiales presentes dieron discretas palmadas sobre la mesa, y otros levantaron las copas, inclinándose ante Fanshawe y Beveridge. El almirante continuó—: Por lo general se considera de mal agüero predecir un suceso afortunado por muy poca importancia que pueda tener, pero en esta ocasión me atreveré a predecir un final definitivo en el congreso de Châtillon, la caída de Bonaparte, el final de esta guerra y nuestro regreso a la bella Inglaterra. Caballeros, por el rey.
* * *
Parte del discurso alcanzó a los barcos de la escuadra que patrullaba la costa, aunque no causó el menor efecto. El final de la guerra era algo que se había predicho muy a menudo, y puesto que Killick (de pie tras la silla de Jack) había tenido serias dificultades para entender las palabras de lord Stranraer, toda la cubierta inferior entendió al principio que habría un nuevo rey en Francia llamado «Chantillón», o algo por el estilo, probablemente emparentado con Wellington. De cualquier modo, toda la atención pública y privada se volcó en el buque de pertrechos, atestado de comida, bebida, loneta, vergas, cabullería, lona, todo aquello de lo que habían carecido hasta el momento; es más, el barco transportaba más correo del que podían leer. Durante las guardias de cuartillo se trabajó poco en el barco y, en cuanto se hubieron estibado los ansiados pertrechos, se formaron corrillos alrededor de aquellos marineros que sabían leer y escribir. Mientras sus amigos mantenían una distancia respetuosa, uno tras otro prestaron atención a las palabras leídas en voz alta.
Por una vez, el correo no trajo ninguna mala noticia al Bellona, y teniendo en cuenta que su dotación estaba compuesta por más de seiscientos hombres y muchachos, casi todos ellos con parientes cercanos de avanzada edad, además de tan larga carestía de correo, eso era algo fuera de lo común.
Las templadas noticias domésticas procedentes de Woolcombe carecían, por suerte, de sucesos, aunque la gallinilla de Bantan de Sophie había alumbrado un puñado de diminutos polluelos. Diana y Clarissa se acomodaban en su ala de la casa, llenaban el comedor con muebles de nogal del siglo pasado adquiridos en subastas y a veces incluso habían llegado a viajar cincuenta millas para obtener un mueble precioso. Se rumoreaba también que el capitán Griffiths se había propuesto vender sus tierras y trasladarse a Londres.
Pese a tan profundo y perdurable contento, Jack tenía el ánimo por los suelos.
—¿Crees que el relato del almirante tiene fundamento? —preguntó.
—Coincide con la última información que he recibido —respondió Stephen.
—Debo de parecerte un tontorrón, después de tanto parlotear acerca de la Armada francesa y de mi temor a una larga guerra, debido a que estaban construyendo barcos a gran velocidad.
—Me pareció muy razonable por tu parte, desde un punto de vista naval; y no sabías entonces que, en tierra, Bonaparte había perdido el norte. Resulta increíble cómo ha desaprovechado sus oportunidades, por no hablar de las vidas de sus hombres, a lo largo de estos últimos meses.
Jack negó con la cabeza; al cabo de un rato, dijo:
—No pretendo pronunciar una sola sílaba en contra de William Fanshawe, pero palabra que creo que el almirante podría haber mencionado al Bellona. Tampoco lo hará en el despacho de guerra. Pero los nuestros trabajaron como diablos, todos ellos, guardia tras guardia, para que el barco llegase a tiempo; imagina el terrible desastre que se hubiera desencadenado de no llegar a tiempo… Desde una perspectiva puramente egoísta, me alegro que me contaras tus planes chilenos. No habrá distinción para mí a este lado del océano. No pretendo comportarme como el personaje de una tragedia, Stephen, y te aseguro que no hablaría de esto con nadie, pero me siento amarillear. ¡Adelante! —exclamó.
Entró Harding, quien a juzgar por su expresión traía de la mano al sol.
—Discúlpeme por haber irrumpido de esta manera, señor, pero he recibido una carta maravillosa. Mi mujer acaba de heredar una modesta propiedad en Dorset de un primo lejano: se encuentra situada entre Plush y Folly. ¡Seré el señor de Plush!
—Felicidades de todo corazón —dijo Jack, estrechando su mano—. Seremos vecinos: mi hijo estudia allí, en la escuela del señor Randall. Mi mujer se pondrá muy contenta cuando lo sepa. Pero me temo que debo advertirle que se ande con ojo, porque la felpa conduce a menudo a la locura[6].
—¿Cómo, señor? No entiendo… —empezó a decir Harding, algo descolocado. Entonces creyó captar la agudeza del comentario del capitán Aubrey (quizás era el comentario más agudo que Jack había hecho en la vida), puesto que, cuando se servía el grog, los miembros de segunda de cada rancho de marineros recibían un poco menos de la cantidad estipulada. Debido a una antigua costumbre, la cantidad de grog sobrante, conocida por «felpa», pertenecía al cocinero del rancho, y, a menos que éste tuviera aguante para el ron, a menudo terminaba metiendo la pata de una u otra forma, y cometiendo alguna locura.
La seriedad de Jack no había durado tanto como la de Harding, y su sincera alegría se perpetuó durante algunos segundos más, después de que el teniente se hubiera recuperado, y aceptó la invitación a comer en la cámara de oficiales con sumo placer.
—Es lo mejor que he oído en la vida relacionado con la Armada —admitió Harding—. Creo que lo anotaré, cómo se va a reír Eleanor. Pero en realidad mi visita tenía por objeto solicitar de usted el placer de su compañía mañana, en la cámara de oficiales. Llevábamos semanas sin un mendrugo de pan, pero ahora que por fin el buque de pertrechos ha descubierto dónde nos encontramos, tenemos la intención de compensar buena parte de nuestro sotavento.
* * *
Cuando conversaba con Stephen acerca del almirante, Jack no hacía ninguno de los comentarios ofensivos que cruzaban por su mente. Por citar un pequeño ejemplo, no había dicho que el clarete de lord Stranraer era escaso y de una calidad execrable. Su señoría no tenía el menor gusto para el buen vino y, de hecho, no solía beber, aparte de estar convencido de que los demás sólo lo juzgaban por la etiqueta y el precio, y que si desconocían por completo ambos datos serían del todo incapaces de encontrar la menor diferencia. No lo hizo porque era consciente del aprecio que sentía el almirante por Stephen, y porque ignoraba si dicho aprecio era correspondido.
Pero la comida que ofreció la cámara de oficiales a su capitán no pudo contar con semejantes reproches, ni pronunciados a media voz, ni reprimidos. El doctor Maturin era por supuesto un oficial de la cámara: por lo general solía encargarse del vino, y en ocasiones como ésta, cuando el clarete que entregaban los buques de pertrechos en barriles no había sido embotellado ni había tenido oportunidad de reposar después de tan violento zarandeo, había proporcionado un estupendo y viejo vino del Priorat, un vino con mucho cuerpo.
Entró el vino extraordinariamente bien, y su uva era por supuesto más fuerte que la mayoría de la cultivada en Bordeaux, de modo que la conversación a lo largo y ancho de la mesa resultó más estruendosa, más abierta y menos formal de lo habitual. La mesa constituía todo un espectáculo, sentados a su alrededor había una docena de oficiales, la mayoría con casaca azul y galones dorados, que hacían juego con las casacas rojas de los infantes de marina, sin olvidar a los sirvientes que permanecían de pie detrás de cada uno de los oficiales. Sin embargo, se respiraba una atmósfera de incertidumbre, contenida por respeto al invitado, pero que resultaba obvia para cualquiera que hubiese servido tanto tiempo en la mar. Observó a todos los presentes, pensó en todos aquellos rostros que tan bien conocía y, al hacerse el silencio, oyó decir a un marinero en cubierta:
—Besa la braza las bitas, señor.
—¡Amarra! —ordenó el oficial de guardia.
—Amarra —dijo Jack a quienes estaban sentados a la mesa—. A juzgar por lo que he podido ver en la prensa que nos trajo el Queen Charlotte, y por lo que oímos a bordo del buque insignia, me parece que todos nosotros amarraremos muy pronto. Amarra, trinca y la paga de remate. —Siguió una pausa, que aprovechó para apurar la copa de vino—. Por supuesto, la guerra es un mal negocio —continuó—, pero es nuestro modo de vida, lo ha sido durante estos últimos veinte años y, para la mayoría de los aquí presentes, supone la única esperanza de obtener el mando de un barco, y no hablemos de un ascenso. Recuerdo perfectamente cómo me sentí en el año dos, el año de la Paz de Amiens. Pero permítanme ofrecer la siguiente reflexión, a modo de consuelo: en el año dos se me cayó el alma a los pies, tanto fue así que de haber tenido un penique para comprar una soga me hubiera ahorcado. Bien, saben ustedes de sobra que aquella paz no duró, que en el año cuatro me ascendieron al empleo de capitán de navío y que serví en la Lively. Qué tiempos aquellos. Lo digo porque si puede faltarse a una paz firmada con un enemigo indigno de confianza, puede faltarse a otra paz con el mismo enemigo; y nuestro país necesitará que lo defiendan, sobre todo por mar. De modo que… —dijo al tiempo que llenaba de nuevo su copa—, bebamos por la paga de remate, por que sea una ocasión pacífica, donde reinen la disciplina y la alegría. Y que le siga una breve, repito, una muy breve estancia en tierra.