CAPÍTULO 3

Un sol lento y perezoso se alzó sobre Simmons Lea e iluminó los caminos que recorría Ahab, la muía de Woolcombe, con George subido a las alforjas que hacían las veces de silla de montar. Harding caminaba a mano izquierda, con el ronzal en la mano, y Brigid a la derecha, trotando y murmurando una rápida sucesión de observaciones que se encabalgaban unas a otras como los balbuceos de la golondrina. George no sólo llevaba la prensa, pues ése era su deber, sino también la saca del correo de Woolcombe, tal como explicó nada más llegar al salón donde desayunaban en la casa.

—Buenos días, mamá —saludó sonriendo a través de la ventana—. Buenos días, prima Diana; buenos días, señor; buenos días, señor; buenos días, señor —dijo a cada uno de los presentes—. Adelantamos a Bonden y a Killick justo antes de llegar a los almiares. El calesín se hundió en el cenagal de Willet y no sabían cómo apañárselas para sacarlo de ahí.

—Les dije que mi mamá lo devolvería a la carretera en un santiamén —exclamó Brigid, puesta de puntillas.

—De modo que también hemos traído el correo —dijo George, levantando la saca.

—Yo la llevé parte del camino, pero se me cayeron las cartas. Oh, por favor, ¿podemos entrar? Estamos tan hambrientos y tenemos tanto frío.

—Definitivamente, no —respondió Stephen—. Id a la cocina y pedid a la señora Pearce un trozo de pan y un tazón de leche.

Lo normal en Woolcombe era leer la correspondencia en la mesa, y Jack abrió la saca con cierta ansiedad, temeroso también de encontrar el lacre del abogado o algún otro documento oficial. Sin embargo, no había correspondencia ni para él ni para ninguna de las damas, aunque sí reconoció el negro lacre del Almirantazgo en una de las cartas que tendió a Dundas.

—Una nota cordial de mi hermano —dijo Dundas al cabo de un instante—. Me dice que de haber sabido que pasaría en tierra tanto tiempo, me habría invitado a pasar un día o dos con las perdices en Fenton, y señala que a estas alturas ya sería demasiado tarde. El almirante asegura que nos convocará a ambos en cuanto hayan reparado el Berenice, y que a ti probablemente te necesite antes. Me gustaría que me diera un barco decente, porque el Berenice es tan viejo y frágil que cruje como un barco de papel. ¿Qué gracia tiene que el hermano de uno sea primer lord del Almirantazgo, si ni siquiera te da un barco decente?

Nadie pudo hallar una respuesta satisfactoria, pero Sophie dijo que era una vergüenza, Diana lo consideró una vileza, y Clarissa, que opinó quizá demasiado tarde, se limitó a murmurar que estaba de acuerdo con ambas.

—Siempre y cuando el almirante no me cite antes del viernes, que es cuando se reúne el comité —dijo Jack al cabo de un rato—, por mí puede obrar como le plazca, y también darme una batea como embarcación de pertrechos. —Era ésta una referencia indirecta al verdadero buque de pertrechos del Bellona, la Ringle, una goleta americana del tipo conocido como clíper de Baltimore, propiedad privada de Jack, muy codiciada por el almirante dadas su gran velocidad y cualidades marineras.

Finalizado el desayuno, Stephen se acercó a ver a Bonden en la habitación que ocupaba detrás de las caballerizas. Lo encontró sentado con las manos hundidas en una jofaina; Bonden le explicó que estaba encurtiendo los puños de cara a la pelea del miércoles.

—No es que pueda lograr que estén duros como cuernos para entonces —dijo—, pero será mejor que ir con las manos peladas, como las de una señorita delicada o una lechera, blandas de crema y mantequilla.

—¿En qué consiste esa sustancia que has preparado? —preguntó Stephen.

—Vinagre, señor, un té muy fuerte y licor de vino, pero también ponemos un poco de brea y resina. Y estíptico de barbero, por supuesto.

—Poco sé de peleas, aunque siempre he sentido cierta curiosidad por presenciar un buen encuentro; sin embargo, tenía entendido que hoy en día se empleaban guantes.

—Y así es, señor, para los combates de entrenamiento y para enseñar tan noble arte a los caballeros, tal como se suele decir; pero para participar en una pelea seria de boxeo, donde se apuesta dinero, todo depende de los nudillos desnudos, oh, por Dios, sí. —Volvió los puños en la jofaina, divertido.

—¿Me familiarizarías con los principios básicos?

—¿Disculpe, señor?

—Me refiero a cómo se conduce una pelea: las reglas, las costumbres.

—Bueno, lo primero que necesitas es a dos hombres dispuestos a luchar, es decir, una pareja que puedan competir en pie de igualdad, y a alguien que ponga el dinero para el ganador. Después es necesario encontrar un lugar apropiado, ya sea prado o brezal, donde haya mucho espacio y no aparezca ningún magistrado metijón, dispuesto a detenerte por alterar el orden o por organizar una reunión ilegal. Con todo eso arreglado delimitas un cuadrilátero mediante postes y cuerdas, o dejas que los dos se peguen a su aire: se separan a la distancia de un brazo y se pelean moviéndose en círculo. Yo personalmente prefiero el cuadrilátero, porque si te noquean o caes a los pies de los amigos del oponente puedes recibir una buena dosis de patadas, o algo peor.

—Entonces se trata de un deporte violento.

—Bueno, lo que sí es seguro es que no es apto para jovencitas. Sin embargo, sacar los ojos al contrincante, los mordiscos y las patadas está prohibido, al igual que golpear por debajo de la cintura o atacar al oponente cuando está en el suelo. Claro que eso deja espacio suficiente para según qué travesuras, como por ejemplo hacerse con la cabeza del contrario, tal como solemos llamarlo, o sea, rodearla con el brazo izquierdo y golpearle con el otro puño hasta que no se tiene en pie o se queda ciego. Otra triquiñuela estupenda es hacerle una presa, arrojarlo después al suelo poniéndole la zancadilla, y caer sobre él a horcajadas para hacerle todo el daño posible, todo ello accidentalmente, si usted me comprende, señor. Oh, lo olvidaba. Otra de las travesuras consiste en coger al tipo del pelo y apalearlo con saña mientras tiene la cabeza gacha, lo cual se considera legal. Por eso muchos de los boxeadores se cortan tanto el pelo hoy en día, así que tengo que esmerarme a la hora de hacer la coleta y rodearla con un vendaje. Killick se encargará de apretármelo bien después de cada asalto.

—¿Supongo que no considerarás la posibilidad de cortarte el pelo? Te confieso que no me gustaría nada ver como tu oponente te coge de la coleta y te obliga a dar vueltas hasta destrozarte.

—¿Qué? —exclamó Bonden; al moverse, sacudió la larga y recia coleta encima de la mesa—. ¿Cortar la mejor coleta de a bordo? ¿Diez años de coleta, tan larga que podría sentarme en ella? Y pensar luego en ese tipo de la Biblia y en su mala estrella cuando le cortaron el pelo. Por favor, señor.

—Bueno, es decisión tuya, por supuesto. Pero dime, ¿cómo empieza todo?

—Los dos contendientes entran en el cuadrilátero con sus segundos, los de las botellas; el arbitro los presenta: «Caballeros, éste de aquí es Joe Bloggs, de Wapping, y este otro es Myrtel Bough, de Hammersmith. Han venido a enfrentarse por un premio de (sea lo que sea) y que gane el mejor». Entonces los amigos de cada cual silban, lo vitorean y gritan su nombre; a veces sucede que ambos contendientes se estrechan la mano antes de que el árbitro los envíe de vuelta a su esquina, donde permanecen los segundos, y les recuerde las reglas y el tiempo que se haya estipulado para cada asalto, que suele ser de medio minuto, aunque algunos prefieren los tres cuartos. El árbitro traza la línea en mitad del cuadrilátero y dice: «Acérquense cuando dé la señal, y peleen hasta que uno de ustedes sea incapaz de levantar el puño, antes de que concluya el tiempo».

—No acabo de entender el significado de las palabras tiempo y asalto. ¿Se estipula de antemano una duración total para la pelea, unas cuantas ampolletas, para entendernos?

—Oh, no, señor. Podría durar hasta el Juicio Final si ambos tuvieran fuerzas y agallas suficientes. Sólo termina cuando uno no puede levantarse después de un asalto, por mucho que se esfuerce el segundo en revivirlo, ya sea porque haya muerto (tal como sucede en ocasiones) o porque esté tan atontado y molido que no pueda levantarse, o porque se haya roto el brazo (algo que también pasa) o porque no quiera recibir más castigo.

—Te ruego que volvamos al concepto del asalto, que aún me tiene intrigado.

—Debo de habérselo explicado mal, porque en realidad es más sencillo que un padrenuestro. Un asalto es cuando un hombre cae aturdido o lo arrojan al suelo, o cae debido a que no alcanza al oponente con el puño… En fin, eso señala el fin del asalto, que puede haber durado un rato o sólo un minuto. En ese momento deben retirarse a sus esquinas y levantarse de nuevo cuando el árbitro lo señale.

—Comprendo, comprendo. De modo que es tan indefinido como un partido de críquet, en el que un buen bateador podría agotar hasta el mismísimo sol. Y dime, Bonden, por lo general, ¿cuánto dura un combate?

—Bueno, señor, si me lo preguntara cualquier otro caballero —respondió el timonel con su singular sonrisa de ganador desdentado—, diría que dura lo que un pedazo de merlín. Pero por ser quien es su señoría, responderé que tres o cuatro asaltos, o, digamos, un cuarto de hora, tiempo suficiente por lo general para dos tipos jóvenes, nuevos en el negocio, dos tipos con agallas pero con poco fuelle y menos ciencia; pero si se trata de dos buenos luchadores, que pelean por una cantidad apetecible o por una riña con el oponente, con tipos con los suficientes arrestos y mucho fondo, le diré que podría durar mucho más. En las peleas de la Armada vi a Jack Thorold, del Lion, y a Will Summers, del viejo Repulse, golpearse entre sí durante unos cuarenta y tres asaltos que duraron poco más de una hora. En cuanto a mí, me llevó sesenta y ocho asaltos y una hora y veintiséis minutos vencer a Jo Thwaites para decidir quién sería considerado campeón del Mediterráneo.

—Me asombras, Barret Bonden. Suponía que era un asunto de cinco o diez minutos a lo sumo, como un duelo a espadín.

—Parece mucho más de lo que es; pero los de Londres están acostumbrados a combates más largos. Gully peleó con El Gallo de Pelea durante dos horas y veinte minutos; sólo el sexto asalto duró un cuarto de hora. Y Jem Belcher y Sam El Holandés estuvieron a punto de superar a los anteriores, pero sus segundos acordaron un empate. Cierto que ambos podrían haber seguido peleando, aunque apenas se tenían en pie, no veían ni torta y estaban tan magullados que sus madres no les hubieran reconocido.

—¡Oh, papá! —gritó Brigid en un tono tan agudo como el de un murciélago, de lo angustiada que estaba—. ¡Ven, rápido! ¡Rápido! George está sangrando. —Entonces cambió al gaélico, que le resultaba más fácil, jadeando mientras corrían, y le explicó que le había dado un empujoncito para enseñarle cómo lo hacían los luchadores, y que a consecuencia de ello el niño sangraba como un mártir—. Oh, ay de mí si George se muere, qué dolor. Oh, qué negrura infinita…

—Vamos, niña —dijo Diana al recibirlos—, nunca pierdas los nervios. Le has echado encima el clarete, nada más. Ya está todo arreglado. Le he limpiado y puesto su camisa a secar. No olvides, querida, que el agua fría es lo único que puedes emplear para detener una hemorragia. Está tomando un poco de leche con sidra en la cocina. Si corres mucho, mucho, también tú podrás probarlo. Stephen, cariño, Jack está que se sube por las paredes. Casi lleva cinco minutos esperándote para llevarte a ver el lago. Ahora mismo iba a buscarte.

—Que Dios te bendiga, cielo —exclamó Stephen, besándola—. Lo había olvidado por completo.

De camino al extenso lago, donde aquel verano se había dejado ver un quebrantahuesos y donde el frío invierno podía arrastrar al peculiar colimbo del norte, vieron al capitán Griffiths cabalgando a lo largo de su antiguo sendero, mirando a su alrededor. Tiró de las riendas de su caballo al verlos surgir de entre los arbustos.

—Maldita sea —dijo Jack—. No habrá más remedio que hablar otra vez con ese tipo.

—Buenos días, Aubrey —dijo Griffiths llevándose dos dedos a la punta del sombrero para saludar a Stephen, que hizo lo propio—. ¿Alguna noticia de la escuadra?

—Nada de nada.

—Sorprendente, con un viento tan recio y entablado como el que tenemos del sudoeste, incapaz de rolar una sola cuarta. Un barco podría fondear en puerto desde Ouessant en apenas un día… No obstante, me he enterado de que el miércoles se celebrará un combate entre su timonel y mi guardabosques. ¿Lo presenciará usted?

—Depende.

—Mucho me temo que no podré ir. Tengo que acercarme a la ciudad para asistir a la reunión del Comité. ¿Irá usted?

—Es muy probable.

—¿Pese a la mayoría? En fin… —dijo sacudiendo la cabeza—. Pero volviendo a la pelea: Me interesa mucho y estoy dispuesto a respaldar a mi hombre con cualquier suma que quiera usted estipular, yendo a un siete a cinco.

—Es usted muy amable, señor —dijo Jack—, pero por esta vez prefiero no apostar.

—Como quiera, como quiera. Supongo que sabe lo que se hace. —De pronto, volvió de nuevo el caballo—. Aunque dicen por ahí que quien no se arriesga, no gana.

El miércoles volvieron a la orilla más lejana del lago, más lejos de lo que Dundas quería andar hasta que no llegase el ánade; mientras, Jack se propuso reparar una paranza situada en el borde de un lecho de juncos, de tal modo que prácticamente no pudiera distinguirse de otras paranzas, tal como le había enseñado Harding hacía muchos años.

—El otro día ese tipo dijo no sé qué sobre los riesgos. No podría decirte lo pusilánime que me siento en este momento, cuando me paro a pensar en que una desafortunada caída por parte de un solo desdichado caballo, una rueda que se desprenda de la silla de posta, un amigo extraviado, cualquiera de esas cosas podría retrasar mi llegada a Londres, vamos, que no llegaría a tiempo de acudir a la reunión del comité el viernes. Hoy no pienso moverme mucho; mañana cabalgaré con la mente despejada y el pulso firme y tranquilo. Ni siquiera he ido a mirar Dripping Pan. Me he mantenido perfectamente calmo. Aun así, no sé por qué, pero… —Guardó silencio un rato y, después, en el tono que se emplea para citar un aforismo, añadió—: El corazón tiene motivos que… Que…

—¿Los riñones? —sugirió Stephen.

—Que los riñones desconocen. —Jack arrugó el entrecejo—. No. Rayos y truenos, no son los riñones. Pero sea como fuere, el corazón tiene sus motivos, compréndelo.

—Tengo entendido que es un órgano singularmente complejo.

—Y me siento inquieto por una gran variedad de cosas. Dime, Stephen, ¿te pareció que había algo raro en el modo en que habló ese tipo?

—Tuve la impresión de que se mostró más falso que la vez anterior; y me sorprendió mucho que insistiera tanto en el hecho de que el viento fuera tan entablado para la escuadra que realiza el bloqueo. Si no me equivoco, la relación que tienes con el capitán Griffiths no es tan estrecha como para que vaya a verte sólo para preguntar si hay noticias.

—No, por supuesto que no. Observamos las muestras mínimas de educación, eso es todo. Nada de cruzar invitaciones, al menos desde que al volver a casa dije que por encima de mi cadáver aceptaría su plan de cercados, y que no sólo no firmaría, sino que me opondría con todos los medios a mi alcance a la petición.

—¿Afecta esto a nuestro almirante, lord Stranraer? Es decir, ¿en lo que a ti concierne?

—No sabría decirte. Apenas lo conocía antes de que destinaran al Bellona bajo su mando. Pero, tal como te dije, parecía más que dispuesto a que yo le desagradara desde un buen principio, como conservador, como marino y parlamentario, y por ser hijo de mi padre.

—Otra pregunta, Jack: ¿Depende de este plan una fuerte suma de dinero?

—No lo he pensado con detenimiento, pero diría que con el tiempo sí. Tendrán que gastar una suma considerable en cercar con seto, en la abertura de zanjas, en el drenaje y, sobre todo, en despejar las tierras, aunque algunos terrenos del ejido, trabajados por personas de posibles, lograrían cosechar un buen trigo, además de lograr una buena tierra para el cultivo; y con canales que atraviesen la tierra húmeda pero baldía, lograrían una dehesa sin igual en cuestión de unos años. Al cabo de un tiempo, imagino que toda la operación rendiría suculentos beneficios y habrían hecho un gran negocio.

—¿Del tipo de negocios capaces de empujar a un hombre a adoptar medidas extremas?

—Creo que hay en juego algo más que el dinero. Por un lado, la elevada posición de un hombre que disfruta de millares de acres dispuestos en extensos campos con seto y canales, paisaje ideal para todo tipo de caza, incluida la de mosquete, si es que se puede disfrutar de verdad cazando de ese modo. Pero, sobre todo, un paisaje habitado por un puñado de terratenientes-granjeros, inquietos por sus contratos de arrendamiento, y por una muchedumbre de respetables pueblerinos que no tienen más remedio que hacer lo que se les ordena, y aceptar lo que se les dé si quieren trabajar. Un hombre en esa posición disfruta de un poder autocrático igual al de un capitán de barco, pero sin la soledad, la responsabilidad, la violencia por parte del enemigo y los peligros del mar. Añade además el placer de salirte con la tuya en contra de lo que digan algunos. Y encima realmente creen que todo es por el bien de la región, o de eso se han convencido.

—A juzgar por la reputación de Stranraer, ¿dirías que su amor por la región, por una elevada posición e, indirectamente, por una considerable suma que podría añadir a su fortuna, le llevaría a hacer a un lado la moralidad en aras de un bien mayor?

—No me atrevo a decirlo. Lo conozco muy poco. En la Armada tiene reputación de ser buen marino y un estricto ordenancista, pero creo que en general goza de popularidad entre la marinería. Ha tenido pocas ocasiones de demostrar su coraje, aunque hasta el momento nunca se haya puesto en duda. Recordarás, Stephen, que incluso ahora, tras las reformas de Mulgrave, un almirante aún se embolsa un tercio del dinero del botín obtenido por los capitanes que tenga bajo su mando, por mucho que se encuentre sentado en puerto, a un millar de millas de distancia del combate. De ese modo, si el almirante disfruta de algunos capitanes de fragata emprendedores, no tarda en hacerse rico.

—Diabólico, diabólico. Claro que cuando enarboles tu insignia lo considerarás de otra manera.

Jack le miró de soslayo, antes de continuar:

—Pues bien, te lo decía porque antes de la reciente marea viva de dinero del botín que le ha llegado siendo oficial del Estado Mayor, Stranraer no disfrutaba de una posición tan desahogada; se dice que, incluso ahora, su mesa es modesta. —Consideró el asunto un instante y añadió—: No. Por lo que sé de él, no diría que es del tipo de hombres que piensen que el fin justifique los medios. Aunque, a decir verdad, Stephen, cuanto más viejo me hago, menos confío en mi capacidad para juzgar a los demás. Me he equivocado tantas y tantas veces.

—Incluso yo he cometido errores. —Stephen sacudió la cabeza con melancólica expresión. Sin embargo, Jack tenía la atención puesta en otra parte. Erguido cuan largo era, tenía la mano tras la maltrecha oreja.

—¿Oyes eso? —preguntó—. Están clavando los postes en Dripping Pan, para el cuadrilátero.

Una vez resuelta la temprana comida en Woolcombe, los hombres tan sólo permanecieron sentados lo justo como para apurar una copa de oporto.

—Philip, ¿serías tan amable de disculparnos ante las señoras? —preguntó Jack a su hermano. Sin embargo, antes de que el muchacho pudiera responderle, añadió—: Maldición, no. Iré yo mismo.

—Señoras —dijo ya en el salón—, os ruego que nos disculpéis. Stephen y Heneage están tan impacientes que no puedo detenerlos; si lo hiciera, faltaría a mi papel de anfitrión. Dicen que sería una descortesía para con el noble arte perderse el primer intercambio de golpes. De cualquier modo, el doctor debe estar presente, por si hay algún muerto que resucitar.

—A juzgar por la rapidez con que se levantaron de la mesa —dijo Diana, cuando la puerta se hubo cerrado al salir Jack—, me sorprende que nos hayan permitido terminar nuestros platos.

—Al menos podremos beber el café en paz —dijo Sophie—, aunque antes tengo que cambiarme el vestido. Si no froto ahora mismo esta mancha, no saldrá nunca. Después podré hacer calceta con la conciencia tranquila.

—Ay, cómo disfrutan con esas peleas —dijo Diana cuando Sophie volvió al salón—. El coronel Villiers, con quien viví en Irlanda cuando Stephen estuvo fuera, ¿le recuerdas de cuando vino a visitarnos, Clarissa?

—Por supuesto que sí. Un magnífico anciano caballero, y qué amable.

—Así es, pero también muy frágil. Pese a todo, él y su igualmente anciano amigo de los tiempos que pasaron juntos en la India condujeron cerca de cuarenta millas para presenciar un combate entre dos conocidos luchadores, Cerdo Ikey y Tonto Burke. Volvieron alegres como unas pascuas, prácticamente afónicos de tanto gritar.

—Cuarenta millas son muchas millas… —empezó a decir Sophie.

—Le ruego me perdone, señora —dijo la cocinera, una mujer gruesa que había ganado importancia en la casa al convertirse Sophie en su propia ama de llaves—. Resulta que la bomba de la cocina no funciona; y sin agua, ya me dirá usted cómo voy a cocer el pudín del capitán. Por no hablar del postre del señor Philip, que últimamente le ha cogido afición al brazo de gitano.

—¿Por qué no funciona, señora Pearce? —preguntó Sophie, alarmada—. Estoy segura de que a estas alturas el pozo no se habrá secado.

—Se ha roto la clavija —respondió la señora Pearce, cruzada de brazos.

—¿Y cómo ha sucedido tal cosa?

—No soy de las que van por ahí hablando por los codos, señora, pero se me ocurre que quizás alguien se haya columpiado del tirador, pese a que una le advirtió de que no hiciera travesuras.

—Oh, comprendo —dijo Sophie—. Bien, vaya usted a buscar a un hombre que nos cambie la clavija.

—Por el amor de Dios, señora —replicó la señora Pearce—, pero si no queda un solo hombre en toda la casa, ni en el jardín ni en el patio. Incluso el anciano Harding se ha ido, a pesar de los juanetes, a ver esa horripilante salvajada de pelea.

—Oh, vamos, no creo que sea para tanto —exclamó Sophie.

—Señora, le aseguro una cosa: es peor. Ese guardabosques, al que llamaban Negro Evans, dio tamaña paliza a nuestro pobre Henry William por unos cuantos conejos, que nunca ha vuelto a ser el mismo hombre desde entonces. Y su mujer dice que nunca lo será. Dicen que esa criatura de Belcebú estaba en condiciones de enfrentarse al mismísimo Tom Cribb, pero se vio impedido por pelear sucio y sacar un ojo al contrario, el ojo derecho. Henry, el ayudante del herrero, sufrió un tropiezo con él, ¡ay, Dios mío! —La señora Pearce trabajaba en la casa desde antes de nacer Sophie; era una mujer valiosa, buena cocinera, pero voluble, muy voluble, y pasó un rato antes de que Sophie detuviera la sangrienta narración de lo sucedido y la convenciera de que se apañara con la bomba de la vaquería, hasta que volvieran los hombres y arreglaran el perno que se había roto—. Muy bien, señora —dijo. Sin embargo, al detenerse de nuevo con el tirador de la puerta en la mano, añadió—: Sólo deseo que no traigan al señor Bonden inconsciente y hecho un guiñapo ensangrentado, como le pasó al pobre Hal.

Por fin se cerró la puerta. Sophie cogió la calceta, así como el hilo conductor de su anterior discurso.

—Sí, ya lo creo —dijo—. Cuarenta millas son muchas millas. Pero cuando pienso en la distancia que Jack tendrá que recorrer esta noche y todo el día de mañana… Oh, cuánto desearía que todo hubiera acabado.

—Pasará buena parte del trayecto en la posta —dijo Diana—. Y si bien no es un plumón, por cierto que reniego de los plumones, porque me gusta tener algo realmente duro debajo del culo…

—¡Diana! —exclamó Sophie al tiempo que se sonrojaba profundamente y dedicaba una mirada inquieta a Clarissa, que, para alivio de ella, no traicionó emoción alguna. Clarissa era una inteligente costurera, y estaba pendiente del trabajo. Y su pasado tenía tal naturaleza que no prestaba atención a palabras licenciosas, o sea, que no le impresionaban lo más mínimo.

—… Y un hombre que pueda dormir a bordo de un barco de guerra que corre una tormenta, puede dormir sin mayores problemas en una silla de posta. De cualquier modo, no creo que tarde tanto como tú dices. Recuerdo que el capitán Bettesworth me explicó una vez que cuando estuvo al mando del Curiex, un bergantín que llevaba despachos, fondeó en Plymouth el siete de julio por la mañana y llegó al Almirantazgo a las once de la noche del día ocho. Y Plymouth dista casi ochenta millas al oeste de donde nos encontramos. No te lamentes por el pobre Jack, querida. Hoy en día, en una carretera en condiciones se pueden hacer maravillas en silla de posta. Una silla de posta… —Hizo una pausa, dado que precisamente en ese momento entró en el patio una silla de posta tirada por cuatro caballos, acompañados por el clip-clop de cascos y el estruendo de los arreos. Un joven alto vestido con el uniforme de la Armada saltó del carruaje con una carta en la mano—. Dios mío —exclamó Diana—, pero si es Paddy Callaghan, del buque de pertrechos.

—¿Qué buque de pertrechos?

—Pues el del Bellona, por supuesto, boba. La Ringle.

—Oh, Señor —dijo Sophie por lo bajo, en un tono de auténtico horror—, y aquí estoy yo con la cabeza al descubierto. Y con este triste vestido amarillo. Tened la amabilidad de entretenerlo cinco minutos, que volveré con algo puesto que parezca más o menos cristiano.

—No te preocupes por eso —dijo Diana—. Ya sé a qué ha venido. Yo lo recibiré en el patio.

Salió corriendo en dirección al recibidor, y llegó a la puerta antes que el criado.

—Buenos días, señor Callaghan —saludó Diana, de pie en las escaleras—. ¿Qué buenos vientos le traen por aquí?

—Tenga usted muy buenos días también, señora. Viento del sudoeste de doble rizo, eso es —respondió el joven, cuyo rostro de expresión ingenua (no muy distinto en forma al de un jamón) lucía una sonrisa de oreja a oreja—. Cuánto me alegro de verla. Espero que el doctor esté bien. Traigo órdenes para el capitán Aubrey —dijo tendiéndole un sobre abultado—, y las he traído rápido como un pájaro. Es la primera vez que subo a un carruaje tirado por cuatro caballos. El capitán Jenkins insistió en que la Ringle podría aprovechar la marea; disponemos de poco tiempo antes de marcharnos. Aguarda fondeada de una sola ancla en West Bay.

—Ay, mi pobre señor Callaghan, el capitán Aubrey se ha acercado a Londres para solucionar un importante negocio relacionado con el gobierno. —Bajó las escaleras y añadió—: Pero si me entrega usted la carta le prometo que la tendrá en sus manos en cuanto vuelva. Discúlpeme si no me muestro hospitalaria, pero de veras creo que debería usted subir de inmediato al carruaje y volver deprisa a West Bay, de modo que el buque de pertrechos pueda reunirse con su barco sin desaprovechar esa marea. No hay un minuto que perder.

El joven, segundo del piloto, pareció confundido, preocupado, profundamente inseguro; ella cogió el abultado sobre de su mano, le animó a subir de nuevo a la silla de posta y dijo:

—Haga una amplia curva, postillón, y saldrá sin necesitar más maniobras. Señor Callaghan, dé recuerdos al capitán Jenkins, si es tan amable.

Y mientras la silla de posta trazaba una amplia curva hasta salir por el pórtico, Diana permaneció de pie en las escaleras, con el sobre en la mano.

—Diana —dijo escandalizada y en voz baja Sophie, desde el umbral del recibidor—, ¿cómo has podido decirle eso? Sabes perfectamente que Jack está en Dripping Pan.

—Acompáñame al salón, cariño —respondió Diana; una vez dentro, a puerta cerrada, añadió—: El buque de pertrechos trae órdenes para que Jack regrese de inmediato a bordo de su barco. Le destrozaría el corazón perderse la reunión del comité y perder el ejido.

—Pero nunca nos perdonará que le mintamos.

—No, querida —replicó Diana—. Ahora lo primero que debemos hacer es enviar un mensaje diciéndole que no vuelva a casa, sino que vaya derechito a Wooton a tomar la silla de posta.

—No dispongo de nadie a quien poder enviar —dijo Sophie—. No podría enviar a ninguna de las doncellas, con la caterva de gente que se habrá reunido allí. Hay una tribu entera de gitanos; y tanto la Aubrey Arms como la Goat llevan toda la noche trajinando con barriles de cerveza.

—Yo iré —se ofreció Clarissa—. No llamo la atención tanto como ustedes dos, y cuando alcance el gentío podré llamar a algunos de los nuestros para que se acerquen hasta donde esté el doctor. Me pondré los botines y una vieja esclavina.

Diana y Sophie la observaron un instante en silencio.

—Llévese a Grim, por favor —dijo finalmente la señora de la casa, inquieta y avergonzada.

—Sí, pero que lleve puesto el bozal —dijo Diana, que había visto al perro enfrentarse a un extraño—. Yo me encargaré mientras te preparas. —Lo dijo sin cargo de conciencia, dado que, tanto en la casa como en el pueblo, Clarissa era considerada como un miembro más de la familia; su presencia en Dripping Pan no llamaría tanto la atención, su plan era el mejor que había y, aunque Diana no se sentía orgullosa de sí misma, respetaba a Clarissa por la decisión que había tomado.

—¿No le asustará verse entre tanto hombre rudo? —preguntó Sophie cuando Clarissa volvió al salón.

—No. Por lo que he visto, aparte de la fuerza bruta, no son más de lo que nosotras podamos ser. Menos, de hecho, puesto que muchos hacen honor a la frase de que el perro ladrador es poco mordedor, muy al contrario que nosotras.

* * *

Fuerza bruta fue la primera impresión que tuvo Stephen del combate. El árbitro, conocido tabernero de Bridport y antiguo púgil, reunió a los contendientes en mitad del cuadrilátero: Ambos llevaban tan sólo ajustados calzones de lino a la altura de la rodilla, y escarpines; permanecieron de pie, uno a cada lado, Bonden moreno de navegar y algo más alto que su oponente, metida la coleta alrededor de la cabeza (no habían permitido el vendaje por considerarlo una protección). Evans era más ancho de hombros, más recio, con la piel pálida de un cadáver, excepto allá donde la tenía cubierta de pelo negro. No habían disfrutado de tiempo para entrenar, pero ambos se encontraban en buena forma, eran hombres fuertes, grandes. El árbitro mencionó sus nombres, coreados por sus partidarios, y, después de decir las rituales palabras a voz en grito, les ordenó retirarse a sus respectivas esquinas, hizo una marca con tiza en el bajo césped, se retiró detrás de las cuerdas y dijo:

—Que dé comienzo el combate, caballeros, y que gane el mejor. —A los vítores a favor y en contra de todos los allí reunidos (la mayoría adultos y niños, procedentes de, al menos, los siete pueblos de los alrededores y las granjas cercanas), ambos púgiles cerraron el uno sobre el otro.

No hicieron ademán de estrecharse la mano. Se observaron fijamente durante un instante, con leves fintas de cabeza y cintura, y, exactamente en el mismo momento, intercambiaron una serie de duros golpes dirigidos a la cabeza y al cuerpo, la mayoría de los cuales quedaron en nada al ser bloqueados, y después cerraron distancias mientras ponían a prueba el peso y la fuerza del oponente.

—Se parece más a un combate de lucha que a cualquier otra cosa —opinó Stephen. Jack, Dundas, Philip y él permanecían sentados en una pendiente, a espaldas de la esquina correspondiente a Bonden—. Mirad, ese tipejo peludo acaba de coger a Bonden del brazo.

—Intenta tirarlo al suelo —dijo Jack.

Y así fue. Una argucia mortífera que no resultó en nada, puesto que Bonden movió la cintura y arrojó hacia delante a Evans, que cayó de bruces.

—¡Tírate encima de él con todas tus fuerzas! ¡Patéale las pelotas! —gritaron los partidarios de Woolcombe a ambos lados de Jack, situados detrás de ellos en la colina; pero Bonden se limitó a asentir y, con una sonrisa, se acercó a su esquina, donde tomó asiento en el muslo del de la botella (Tom Farley, antiguo compañero de rancho, uno de los marineros que habían acompañado al capitán Dundas), mientras su segundo, Preserved Killick, limpiaba la sangre de su cara con una esponja, resultado de un golpe sin importancia que igualmente le había abierto la ceja. Respiraba aceleradamente, pero parecía satisfecho y sereno cuando el árbitro dio por terminado el descanso y se levantó tan brioso como sus amigos podían desear. Se enfrentó a Evans, a quien enseguida superó la guardia, izquierda y derecha a la frente y oreja, golpes que el púgil soportó con aparente indiferencia, aunque le hicieron trastabillar e hicieron brotar una sorprendente cantidad de sangre de su rostro. De nuevo cerró Evans, y de nuevo se produjo una larga y confusa pugna por hacerse con el control, hasta que Bonden, finalmente liberado, retrocedió de un salto y cerró un paso, golpeándole con todo lo que dio su brazo izquierdo, puñetazo que hubiera dado por concluida la pelea de haber alcanzado a Evans. Pero sorprendentemente rápido para un hombre tan recio, Evans se corrió seis pulgadas a la izquierda y Bonden, que resbaló en la verde hierba, cayó todo lo largo que era ante las risotadas de los partidarios de su oponente presentes en Dripping Pan, donde los amigos del guardabosques y los arrendatarios más serviles del capitán Griffiths tomaban asiento con los hereditarios oponentes de Woolcombe, los hombres que vivían en Holt, Woolcombe Major y Steeple Munstead.

No fue sino hasta el tercer y, sobre todo, hasta el cuarto y quinto asaltos que Stephen empezó a comprender que algo más que la fuerza bruta jugaba un papel preponderante en el combate. Ambos contendientes habían recibido lo suyo y estaban malheridos. Aunque Bonden se movía más rápido y tenía más ciencia, los golpes de Evans, sobre todo los golpes que dirigía al cuerpo, eran mucho más duros. Hubo un momento en que ambos permanecieron frente a frente en mitad del cuadrilátero, golpeándose mutuamente con una fuerza y una rapidez extraordinarias, aunque se percató de que casi todos los golpes cuyo recorrido pudo seguir fueron desviados por las correspondientes guardias. Tuvo la impresión de que, pese a la aparente confusión de brazos y puños, en conjunto no difería mucho de un duelo a espada con su casi instantánea anticipación de ataques, respuestas, paradas y relampagueantes contraataques.

Ahí estaba sentado mientras los veía dar círculos uno alrededor del otro, maniobrar, emprender una lluvia de golpes, cerrar y trabarse muy juntos, o separarse para volver al ataque. Los observó a la luz de un cielo cubierto en lo alto, luchando entre el estruendo de los partidarios (podría haberse encontrado en la arena de una pequeña población romana de provincias) y él también estaba tan tenso como el que más, mientras animaba a su viejo amigo y compañero de rancho a dar el todo por el todo y ganar la mano. Gritaba con una voz que apenas podía escuchar, dado el enorme estruendo que profería el público.

Dos largos asaltos, que casi duraron diez minutos cada uno, y en el siguiente todo terminó con un golpe de los que dejan fuera de combate al más pintado, los primeros dos a favor de Bonden; sin embargo, ninguno de ellos era un aturdidor de raza, aunque el de la botella de Evans tuvo que ayudarlo a volver a su esquina después del segundo golpe. El tercero se produjo tras una confusa refriega en la que Evans cerró, haciendo la zancadilla a Bonden, que cayó hacia atrás. Evans se arrojó sobre él y, entre aullidos de desaprobación, cayó allí donde las rodillas podían hacerle más daño. Ante los gritos y chillidos de «tramposo» ambos árbitros cruzaron la mirada y se volvieron después al árbitro principal, que acordó con uno de ellos que el combate debía continuar, aunque sacudió la cabeza al decirlo. Killick y Farley llevaron a Bonden a su esquina, lo revivieron tan bien como les fue posible, y cuando se dio por agotado el tiempo se levantó, dispuesto a seguir peleando con brío.

A estas alturas ambos estaban marcados. Evans tenía tanto el rostro como las orejas ensangrentadas, y el ojo izquierdo prácticamente cerrado. Pero Bonden, aunque lo acusaba menos, había sufrido un duro castigo durante las refriegas cuerpo a cuerpo y, a juzgar por su actitud y respiración, a Stephen le pareció que podía tener dos o tres costillas fracturadas. También acusaron la falta de práctica y, como fruto de un acuerdo tácito, ambos cerraron antes en el siguiente asalto, no tanto para golpearse como para intentar arrojar al contrario en una maniobra que se perfilaba decisiva, o, al menos, para disponer de un respiro. Llevaban cuarenta minutos peleando, y Stephen los había visto jadear en sus esquinas entre asalto y asalto, sorprendido de que tuvieran tanto fuelle. Dado que no estaban muy en forma, ambos casi se caían de puro cansancio, y Bonden tenía completamente pelados los nudillos.

Durante esta lenta, laboriosa y esforzada danza la sangre de la frente veló los ojos de Bonden, que se dejó llevar a la parte opuesta, casi hasta las cuerdas de una de las esquinas neutrales, donde Evans lo ocultó de los árbitros con su corpachón. Allí percibió un cambio repentino en la tensión de los brazos, un gruñido distinto, y la rodilla de su oponente hundirse en la entrepierna. Acto seguido se apartó antes de que el otro pudiera continuar, y Evans quedó con los brazos colgados, le lanzó dos golpes terribles, que quedaron algo cortos al estar Bonden contra las cuerdas, pese a lo cual le alcanzaron igualmente en plena cara. Tuvo la sensación de perder los dientes, oyó un grito animal mezcla de dolor y de rabia, y se vio empujado hacia atrás de nuevo contra las cuerdas por un cuerpo sudoroso, peludo y pesado. El otro, que lo tenía bien agarrado, le introdujo la cabeza bajo la cuerda superior; cogido como estaba por la cabeza sintió que le arrancaban el pelo y, al volver al cuadrilátero para continuar la pelea, Evans lo cogió con ambas manos de la coleta y con todas las fuerzas que le quedaban lo arrojó contra el poste de la esquina, cayendo a su vez tras él debido a la inercia.

En el silencio que siguió al enorme estruendo, los segundos se llevaron a sus respectivos púgiles a la esquina; mientras que los amigos de Evans lograron ponerlo en pie y llevarlo con paso vacilante, apenas consciente, medio cegado, a la marca correspondiente cuando se dio por concluido el tiempo, ni Killick ni Farley lograron lo mismo con Bonden.

Este yacía tendido de espaldas, con el rostro hacia el plácido cielo. Stephen, arrodillado sobre él, dijo:

—No temas, Jack. Ha sufrido un golpe terrible, cierto, pero no hay fractura. El coma podría durar entre unas horas y algunos días, pero dentro de nada, Dios mediante, recuperarás a tu timonel. Killick, vamos, ¿podrías improvisar unas parihuelas? Tenemos que llevarlo a casa y dejarlo descansar a oscuras.

A su espalda había estallado una pelea entre los hombres de Woolcombe —que juraban y perjuraban que aquel golpe no había sido legal— y la ahora inquieta minoría formada por los amigos del guardabosques y sus partidarios. Pero Killick y un pastor habían traído unas parihuelas, de modo que la entristecida comitiva regresó caminando a Woolcombe House, sin inmiscuirse en la refriega.

—¿Ha sido un combate justo? —preguntó Stephen en voz baja, cuando hubieron recorrido un trecho.

—Hombre, tanto como justo… Creo que sí —respondió Dundas—. Caballero Jackson tuvo cogido a Mendoza del pelo cuando le venció en el año noventa y siete, y… ¿esa de ahí que se acerca por el camino con el perro no es la señora Oakes?

Así era. Y ciertos indicios: su actitud algo titubeante, lo improbable que resultaba el hecho de que hubiera preferido caminar, y muchas cosas más apenas definibles, bastaron para despertar el interés del agente de inteligencia que Maturin llevaba dentro. Aprovechando que quienes llevaban las parihuelas iban más lentos, apretó el paso para ser el primero en saludarla. Clarissa confiaba en él sin reservas y le explicó exactamente qué sucedía, para lo cual sólo tuvo que recurrir a diez palabras.

—¿Quiere que me encargue de ello? —preguntó Maturin. Ella asintió y fue a reunirse con los demás—. Jack —lo llamó a cierta distancia—. Lamento tener que informarte de que debe de haberse producido algún malentendido, porque la posta que compartes con el señor Judd se encuentra en Wooton en este momento. El señor Judd te ruega que te reúnas directamente allí con él.

Jack no siempre se mostraba rápido a la hora de captar las largas anécdotas de Stephen, más elaboradas y a menudo preñadas de mitología, pero conocía íntimamente a su amigo (hasta el punto de ser capaz de interpretar ciertas miradas mejor que muchos otros hombres), creía recordar que el señor Judd era uno de los archiveros más veteranos de Whitehall y, sin titubeos, respondió:

—Rayos y truenos, debo partir de inmediato. —Y, al volverse a Clarissa, le dijo—: Muchísimas gracias por haberse acercado. Por favor, le ruego que transmita todo mi amor a Sophie y que le diga que lamentaría mucho que semejante metedura de pata fuera cosa mía, y me atrevería a asegurar que así es.

—Te acompañaré un estadio —dijo Stephen—. No más, pues debo atender a mi paciente.

Mientras recorrían el estadio familiarizó a Jack con las noticias.

—Que Dios bendiga a Diana —exclamó Jack—. Y a la señora Oakes, excelente mujer donde las haya. Estoy convencido de que Sophie también hubiera reparado en ello con el tiempo, porque no carece de temple, ni tampoco de fondo, pero quizá no sea tan rápida como Diana. Había que tomar rápidamente una decisión. Benditas sean. No me perdería esa reunión del comité ni por todo el oro del mundo. A estas alturas de la guerra, no me quita en absoluto el sueño eso de servir en el bloqueo tres o cuatro días más. —Hizo una pausa—. Aun así, qué no daría yo por no tener que marcharme tras esta condenada mala señal. De veras te digo que una cosa así empaña el ánimo de cualquiera. Ese guardabosques estaba a punto de caer, no hubiera aguantado ni un asalto más. E incluso si se hubiera levantado en la marca, Bonden tan sólo tendría que haberlo empujado para dejarlo tendido en el suelo.

Stephen sabía de sobras lo inútil que era discutir sobre su debilidad por la superstición. Ningún marinero de los muchos que había conocido, ni siquiera el más eminente, ni un almirante que luciera con orgullo la gloria de sus galones dorados, hubiera cedido una pulgada ante la razón, por muy elocuente que pudiera mostrarse él. Por tanto, Stephen se detuvo y dijo:

—Adiós, querido Jack, y que tengas toda la suerte del mundo. Debo acompañar a mi paciente.

—¿No temes por él, Stephen? —preguntó Jack al tiempo que le miraba fijamente.

—Gracias a Dios, no. Al menos por ahora.

—Una última cosa. ¿Tú crees que pretenden estropearme?

—No conozco esa expresión.

—Pues claro que no. Te ruego que me perdones. Es argot, la oí por primera vez cuando criaba caballos en Ashgrove. La chusma que deambula por los establos de las carreras, por Newmarket y ese tipo de lugares la emplean cuando se refieren a estropear a un caballo para que no corra bien, y se pueda apostar por otro a sabiendas de que el caballo perderá la carrera. Había un estropeador de nombre Dawson al que ahorcaron por ello no hará mucho. Lo que debería de haber dicho es: ¿crees que Griffiths y su tío, nuestro comandante, apañaron la orden de que subiera de inmediato a bordo, con objeto de impedir que acuda a la reunión del comité?

—No me sorprendería viniendo de Griffiths; pero dado que no he visto en la vida a lord Stranraer, no puedo haberme formado una opinión de él.

—Por supuesto. Era una pregunta estúpida. Espero estar de regreso el viernes, tomar la silla de posta a Torbay el sábado, donde seguro que encontraremos una embarcación perteneciente a la escuadra que pueda llevarnos a ambos, quizás el domingo. Siempre recalan en Torbay, ¿sabes?

—Entonces, hasta el viernes. Que Dios y san Patricio estén contigo.

* * *

Pocos santos hay que sean más versátiles que san Patricio, y consiguió cumplir con sus deberes parlamentarios y el viaje de vuelta, al menos hasta la última manga, porque uno de los caballos perdió una herradura justo a las afueras de Truggets Hatch, pueblo desde el cual podría haberse divisado Woolcombe de no ser por la colina que se alzaba entre ambos. Allí, los de la posta aguardaron en La Testa del Rey y las Ocho Campanas; mientras el herrero calentaba la forja, Jack tomó asiento en la barra y pidió una jarra de cerveza.

—Bueno, caballero —dijo el propietario mientras limpiaba una mesa—, me permite el atrevimiento de… —Conocía bien a Jack; tenía una hermana casada con un habitante de Simmons Lea, de modo que era parte interesada en lo sucedido; pese a ello, titubeó hasta ver asomar de la jarra el rostro sonriente del capitán Aubrey, con la expresión inconfundible de quien ha visto satisfecho un deseo—. El atrevimiento de preguntarle si todo salió a su gusto.

—Señor Andrews, no podría haberme salido mejor. La petición de cercado fue rechazada por contar con una mayoría insuficiente, pero sobre todo por la directa y argumentada oposición del señor del lugar. De modo que el ejido está a salvo y podemos seguir adelante con nuestras costumbres.

Complacido, el propietario rió con desenfado y, después de limpiarse la mano en los calzones, la extendió en dirección a Jack.

—Muchas felicidades por su victoria, señor. Bastará con eso para que a los patillas negras les salga un orzuelo. Los muchachos atravesaron esos matorrales suyos que protegían al faisán después de celebrada aquella condenada pelea sucia, y me atrevería a decir que cuando se enteren de esto la emprenderán con el ciervo. Oh, señor, ¿puedo contárselo a Tom, el hijo de mi hermana Hawkins? Supondrá un alivio tremendo para ella. Estaba muy inquieta, delgada, ojerosa y pálida porque no tenía un pedazo de papel que demostrara que era dueña del lugar, y de nada le hubiera servido que hubiera docenas de Hawkins enterrados en el cementerio. —Pudo oírse su voz desde la parte posterior de la casa—. ¡Tom! ¡Tom! ¡Tom! Ensilla el rocín y dile a tu mamá que no se preocupe. El capitán ha dado un buen tirón de orejas a esos maricones.

* * *

Pese a que el rocín de Tom no era precisamente Flying Childers, cabalgó a su propio, curioso e innombrable paso, con la panza muy cerca del suelo, rápido de cascos, hasta alcanzar Woolhampton mucho antes de que el herrero de Truggets Hatch hubiera herrado al caballo de la posta, de modo que cuando Jack llegó a Woolhampton le esperaban, alineados a ambos lados de la calle, los habitantes del lugar, quienes le recibieron con vítores de alegría. Muchos de ellos deseaban estrechar su mano, otros le dijeron que ya sabían que la cosa acabaría bien. La mayoría se contentaron con aullar: «Bien por el capitán Jack» o «Hurra, hurra, hurra». Y cuando llegó a Woolcombe House encontró a toda la familia y a la servidumbre, dispuesta en las amplias escaleras, como el cuadro vivo formado por los actores al finalizar una obra representada en Drury Lane, una obra con final feliz, excepto que ningún teatro que se preciara hubiera tolerado a una pareja de niños tan zarrapastrosos como Brigid y George. La pequeña había heredado la actitud audaz que tenían sus padres hacia los caballos, y había estado enseñando a su primo cómo debía limpiar la cuadra, en cuyo interior tan espléndida pareja había pasado todo el tiempo que no dedicaba a pasear al doctor Maturin por el campo. Después de repartir besos entre las damas, Jack estrechó la mano vendada de Bonden y, en voz baja, tono que le pareció adecuado para dirigirse a alguien tan magullado, dijo:

—En fin, Bonden, espero que te encuentres bien. No esperaba encontrarte levantado tan pronto, después de lo sucio que jugaron esos canallas.

—El capitán confía que te encuentres bien —dijo Killick, en el tono de voz que consideró más adecuado para alguien que hacía nada estaba comatoso—. Sin dolores.

Con tanta información, Bonden ladeó la cabeza y masculló algo que Killick tradujo de la siguiente manera:

—Dice que el maldito sodomi… que su contendiente lo lleva peor, y que está desesperado.

Todos se dirigieron a la salita, y de ésta al salón, donde Padeen reunió a los niños y los llevó a la bomba. Pese a todo, el relato que hizo Jack de su triunfo en Londres no fue tan sincero, tan franco, como lo hubiera sido de haber contado con menos oyentes. Lo mismo puede decirse de la información que le dio Sophie, referente a que había recibido órdenes para subir a bordo de su barco, órdenes «que llegaron después de haberte marchado», tal como dijo, sonrojada.

Pero por muy contenidas que fueran por necesidad sus palabras, Jack habló con cierta desenvoltura y con una sensación de alivio creciente. También restó importancia a las órdenes.

—Sí, querida, ya me había enterado. Mañana mismo tomaré la silla de posta a Torbay, acompañado de Stephen, si puede, o si no lo dejaremos para pasado mañana.

—No te preocupes por la posta —dijo Diana—. Te llevaré en el coche de Cholmondeley. Y si el general Harte es fiel a su palabra, con esta pareja extra de caballos os llevaré en un carruaje que contará con un tiro de seis bestias. ¡Gloria bendita! Siempre quise conducir un carruaje tirado por seis caballos en una carretera inglesa con sus correspondientes portazgos.

—¿No habías conducido uno antes? —preguntó Sophie, sorprendida.

—Claro que sí, pero fue en la India. Y una o dos veces en Irlanda el coche de Ned Taaffe —añadió, inclinando la cabeza en dirección a Stephen.

—Nos encantaría —dijo Jack, que acompañó sus palabras con una reverencia—. Pero ahora permitidme explicaros lo del Comité. Primero, como sabéis, el capitán Griffiths es nuevo en estas tierras. No mantiene una gran relación con el vecindario; desconoce las relaciones existentes entre las familias antiguas o las amistades que se han perpetuado de generación en generación, matrimonios entre familias, etcétera, etcétera, y tanto él como el abogado del Parlamento al que contrató no eran conscientes del hecho de que Harry Turnbull es primo mío. Es más, mi primo por partida doble, puesto que se ha casado con Lucy Brett. Además, Griffiths no pertenece a ningún club decente y desconoce las ventajas que ello conlleva. —Tanto Jack como Stephen eran miembros del club de la Royal Society, lo cual suponía cierto beneficio para ambos. También pertenecían a Blacks, lo cual decía mucho de su capacidad de discernimiento, puesto que, pese a no ser lugar tan erudito, era de algún modo más sociable e, indirectamente, un club donde se trataban asuntos más mundanos—. Me encuentro en la cafetería con Frank Crawshay, miembro por Westport. Me dice que forma parte del Comité. Averiguo que se ha escogido a los miembros por su propensión a votar a ciegas a favor del Ministerio, y es de todos sabido que yo me abstuve cuando se presentaron los presupuestos de la Armada (toda una mancha negra en mi historial), y él me hace saber con mucho tacto, y lo que vosotros podríais denominar con un aluvión de palabras, que su muchacho se iba a presentar a las elecciones y que agradecería mucho ver mi firma en el libro de candidatos.

»Me informó de que también había otros miembros de Blacks en el comité, además del primo Harry. Mejor que mejor, me dije, porque Harry estaba de un humor de perros después de haber perdido más dinero del que tenía ante el coronel Waley; apenas se mostró educado, no me quiso prestar ni una camisa, antes muerto que prestarme una camisa, añadió; apenas tenía una camisa que le perteneciera, y no tenía ni una camisa en el armario excepto la que llevaba puesta. Ya sabéis cómo se pone a veces Harry Turnbull: debe de haberse batido más que ningún otro hombre de Inglaterra, peligroso con la pistola y más que dispuesto a ofenderse por nada. De modo que cuando entré en la sala del comité y lo vi ahí con ese nubarrón que tenía encima de la cabeza, contrariado y con ganas de saltar a la primera de cambio, me sentí bastante incómodo. Aunque las sonrisas de Crawshay y de otros dos miembros de Blacks me tranquilizaron un poco, no tenía muchas esperanzas hasta que el abogado inició la vista. Su tono de voz, bajo y pastoso, no le hizo mucha gracia a Harry, que no dejó de pedirle que hablara más alto, que hablara como un cristiano, por el amor de Dios, y que dejara de mascullar. Añadió que cuando él era joven la gente nunca mascullaba, y que uno podía oír hasta la última palabra de lo que decían. De haber mascullado, les hubiera echado a patadas de la sala. Entonces se procedió a hacer la petición en sí: ésta se entregó al presidente, que por supuesto era el propio Harry, quien pasó a leer en voz alta el nombre y posición de todos los peticionarios: Griffiths, algunos de sus amigos, algunos de los granjeros más acaudalados. Entonces exclamó: «¿Dónde está el párroco? ¿Dónde está el párroco?»

»—El rector lleva cinco años viajando por motivos de salud, señor. Se dice que en este momento se encuentra en Madeira, pero no responde a nuestras cartas; y el coadjutor no puede hablar en su nombre.

»—Bien, ¿dónde está el amo del terreno? ¿Y dónde está el señor de la mansión? Que serán la misma persona, supongo. ¿Por qué su nombre no figura en esta lista?

»Entonces Griffiths se puso colorado y masculló algo a su abogado. Me levanté y dije: «Yo soy el amo del terreno, señor, y también el señor de la mansión. Mi nombre no figura en esa lista porque me opongo rotundamente al cercado y, por tanto, a la petición».

»Harry miró a su alrededor con ojos tamaños, garabateó unas cantidades en una hoja de papel, y después dijo a Griffiths: «Por el amor de Dios, señor. Tiene usted la frescura de presentar este documento contando apenas únicamente con la mayoría, cuando sabe perfectamente bien que lo habitual es contar con tres cuartas partes o cuatro quintas partes. Y para empeorar las cosas, mucho, mucho más, actúa usted en contra del deseo expreso del señor del lugar, su superior natural. Jamás había oído semejante tontería. Me da que pensar, señor. Me da que pensar».

Durante todo ese tiempo, Mnason, el mayordomo, y Killick, habían permanecido de pie al otro lado de la puerta. La hostilidad que sentían el uno por el otro les había mantenido apartados de la puerta, al menos al principio, hasta que una intensa curiosidad y la útil fórmula del «Podrían pedir por cualquiera de nosotros» los había empujado a firmar una paz, hasta tal punto que sus orejas se encontraban pegadas a la madera de la puerta. Fue ese el momento en que la señora Pearce los apartó a ambos indignada e irrumpió en el salón.

—Señora —exclamó con un espléndido pez en la mano—. No he conseguido que ningún hombre me preste atención, no podía enviar a ninguna doncella, y tengo que saberlo en este preciso momento. Si tengo que cocinar esto para la cena, tendré que meterlo ahora. Ahora mismo de inmediato. Llegó hará una media hora. Veintiséis libras y cuatro onzas. Palabra que no miento.

Todos los presentes lo observaron admirados. Era un salmón de escamas plateadas, fresco, espléndido. Incluía una tarjeta: «Para nuestro capitán —decía— con todo el cariño del Aubrey Arms».

* * *

Aquella noche debió de haber sido igualmente triunfal, pero no lo fue: malentendidos, sucesos a deshora, y algo tan simple como el cansancio, se confabularon tal como suele suceder, de modo que, por una vez, Jack Aubrey se levantó con el pie izquierdo. Se cortó en la barbilla al afeitarse, y cuando volvió al dormitorio escuchó a Sophie, que tenía la cabeza hundida en el camisón, proferir un comentario desagradable cuyo comienzo no había oído, pero que, al levantar ella la cabeza, terminaba con un «… Esa señora Oakes».

Jack calló la primera respuesta que le vino a la mente, pero una vez anudado el corbatín, dijo:

—A menudo dices «Esa señora Oakes» en un tono que me empuja a pensar que probablemente imagines que sucedió algo impropio cuando viajamos en el mismo barco. Aunque yo fuera Heliogábalo o el coronel Chartres no hubiera sucedido nada impropio. Ella subió a bordo sin mi conocimiento, bajo la protección de uno de mis guardiamarinas. De inmediato insistí en que debían casarse, e incluso cedí un pedazo de esa seda roja que compré para ti en Java, con tal de que pudiera vestir decentemente en la ceremonia. Quizá fui un poco calavera de joven, pero te doy mi más sagrada palabra de honor de que nunca, nunca, he hecho el tonto en el mar, y de que nunca jamás, en ningún momento, he mirado a la esposa de uno de mis oficiales. De modo que te estaría muy agradecido si dejaras de referirte a ella como «Esa señora Oakes».

Cabizbaja, Sophie se sonrojó como la seda de Java y no dijo una sola palabra; tan extraordinaria tensión terminó por resolverse cuando George y Brigid, todavía en camisón, golpearon con brío el gong que anunciaba el desayuno.

* * *

Diana, impuntual para la mayoría de los asuntos, fue puntual para éste. Después de desayunar a la luz de las velas, emprendieron el camino al amanecer, cuando aún podían verse las estrellas hacia el oeste y Venus declinaba.

—Vamos —conminó Diana desde el pescante.

El carruaje se alejó con suavidad, seguido por un calesín ocupado por Killick y Bonden, cuyo estado le impedía viajar en el exterior del carruaje. Dejaron atrás a un grupo entristecido que los saludaba desde las escaleras, algunos con lágrimas en los ojos.

Los hombres se habían jugado a suertes quién se sentaría junto a Diana durante la primera parte del viaje. Le había tocado a Dundas, de modo que Jack y Stephen viajaban dentro, y el mozo y un muchacho iban detrás. Jack permaneció callado durante un buen rato. Sophie y él discutían a menudo, quizá menos que la mayoría de las parejas; sin embargo, nunca habían discutido antes de partir, claro que el bloqueo de Brest era un destino frecuente y la correspondencia circulaba con asiduidad en ambos sentidos. Cierto que la actitud mostrada por Sophie hacia Clarissa Oakes (que, después de todo, era una invitada) le había irritado mucho, sobre todo teniendo en cuenta que hubo un tiempo en que sintió la tentación de mantener relaciones con Clarissa, pues Jack no era del tipo de hombres que se atienen a la castidad sin un gran esfuerzo, de modo que no tuvo otro remedio que poner riguroso coto a sus instintos. Sin embargo, lamentaba haber discutido con su esposa.

—El viejo Harding opina que el propio Griffiths encargó el salmón, y que lo llevaron en coche al Aubrey Arms —dijo al cabo de un rato—. Según los rumores que circulan por el pueblo, había encargado un festín para veinte comensales. Nadie ha pescado en nuestros arroyos semejante ejemplar. Sin embargo, espero que los nuestros no se pasen de la raya.

—Anoche, los más jóvenes fueron a cazar algunos de sus ciervos, y los guardabosques de Griffiths salieron dispuestos a impedirlo. Oí disparos.

—¿De veras? —exclamó Jack, y hubiera seguido hablando de no haber pasado en ese momento por el pueblo el carruaje, y de no haber visto a todos esos jóvenes sobreexcitados en el lugar. Empezaron a vitorearlos a su paso, a saludarlos con la mano, y los caballos respondieron encabritándose. Por suerte, el general Harte había tenido la previsión de proporcionar a Diana una pareja adicional para el tiro, pero, aun así, Dundas estuvo tentado de hacerse con las riendas. Se lo impidió la decidida expresión de Diana, enérgica expresión sin duda, y el lenguaje que empleó para llamar al orden a los caballos. Poco después, la comitiva subía la colina situada frente a Maiden Oscott.

—Preferiría que no hubieran llegado tan lejos —dijo Jack—. Puede que la caza del ciervo sea divertida, pero es un asunto muy serio si llega a presentarse ante un tribunal, sobre todo si iban disfrazados. —Billy Iles, que corría junto al carruaje en ese momento, llevaba puesta una especie de falda y tenía restos de pólvora en el rostro—. Por no mencionar lo que sucede si te atrapan armado. ¿De modo que oíste disparos? Ese Griffiths es un tipo rencoroso, débil y cruel. Tendrías que haberle oído discutir con Harry Turnbull. Y no creas que me olvido de ese condenado mal presagio. —Inclinó la cabeza hacia el calesín donde viajaba el pobre Bonden, y se sumió en un inquietante discurso interno mientras el carruaje subía más y más, y los caballos tiraban con fuerza de él, acostumbrados al ejercicio.

Cerca de la cima se volvió para echar un último vistazo a Woolcombe, que se extendía a lo lejos, en la falda de la colina, con sus extensos ejidos, los pueblos y el gran lago de aguas plateadas bajo la luz del sol que asomaba.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó, puesto que allí, más allá de Woolcombe, ardían rojos los almiares, y una imponente nube de humo negro caía al oeste arrastrada por el viento.

Apartó el catalejo, asomó la cabeza por la ventanilla y se dirigió al mozo que viajaba detrás—: ¿Eso es el patio de almiar de Hordsworth, John?

—Se trata de las tierras del capitán Griffiths, señor. El nuevo terreno que se adjudicó para la ampliación de su granja.

Superaron la cima y no pudo ver nada más desde la cara opuesta de la colina. Recorrieron el trecho llano de carretera que conducía al más pronunciado descenso hacia Maiden Oscott y al arroyo. Tanto Stephen como Jack oyeron a Diana espolear a los caballos. Había delante un dócar, tirado por una yegua castaña y conducido por un joven, a cuyo lado iba sentada una muchacha.

—Salúdalos para que se aparten, ¿quieres, Dundas? —preguntó Diana. Dundas lanzó un rugido al modo de la marina.

La muchacha propinó un codazo al joven, que miró a su alrededor, dio un latigazo a la yegua para espolearla y se agachó.

Poco a poco el carruaje ganó terreno sobre el dócar. Diana, tensa, concentrada, ejercía un perfecto control de los caballos. Sin embargo, había una curva a mano izquierda que no distaba ni doscientas yardas.

—Apártese, señor. Apártese ahora mismo —gritó Dundas con toda la autoridad que se adquiere tras veinte años en la mar. Su vehemencia, combinada con los ruegos de la pálida muchacha, indujeron al joven a tirar de las riendas y a sacar una rueda sobre el borde cubierto de hierba; pasó de largo el carruaje, seguido por una mirada de puro odio.

—Hemos pasado con dos pies de margen, quizá más —dijo Stephen, más relajado.

—Excelente —dijo Jack—. Excelente. Pero temo por el puente de Oscott. Dime, Stephen, ¿lo conoce Diana?

—Claro que sí, se ha pasado día y noche conduciendo por los alrededores. Es lo que más feliz le hace. Por cierto, ¿dónde está el joven Philip?

—Oh, se ha quedado en casa para hacer la corte a la señora Oakes. ¿De veras que no has reparado en su mirada de cordero degollado? No, claro que no, porque tú te sentabas a su lado. Aunque quizá te fijaste cuando cogió la servilleta y la besó con los labios. Pero te decía que ese puente es un mal asunto. Desciendes por una colina traicionera y te plantas en mitad del pueblo, y allí, casi ante tus narices, está el puente, porque antes tienes que hacer un giro muy pronunciado a la izquierda, de unos noventa o incluso de cien grados, antes de poder verlo. Tienes que girar muy rápido. Es un puente condenadamente estrecho, con un muro bajo de piedra a ambos lados; a menos que se calculen muy bien las distancias, das contra la esquina y acabas en el río de aguas profundas después de una caída de veinte pies y con el carruaje encima de la cabeza. ¿Crees que podrías… mencionárselo?

—No, no lo creo. Ya sabes que tiene muy buena mano con el látigo.

—En ese caso, quizá lo haga yo mismo.

Stephen se inclinó y, al cabo de un instante, Jack bajó de nuevo el cristal, asomó la cabeza y en tono conciliador dijo:

—Prima, eh… Prima.

El carruaje redujo considerablemente la velocidad.

—¿Y ahora qué sucede? —respondió Diana.

—Es sólo que he pensado, por ser de estas tierras, que quizá tendría que hablarte del peligroso puente que hay en Maiden Oscott. Claro que puede que ya lo conozcas.

—Jack Aubrey —dijo ella—, si no te gusta mi modo de conducir este carruaje, coge tú mismo las condenadas riendas y que Dios te maldiga.

—No, no, nada de eso —exclamó Jack—. Es sólo que me pareció mejor…

Diana espoleó de nuevo los caballos. Jack se hundió en el respaldo.

—Creo que se ha tomado mal mi comentario —dijo—, aunque se lo he dicho manso como un cordero y con educación.

—Es posible que la hayas irritado, sí —se limitó a decir Stephen.

Cuesta abajo la pendiente se volvió más pronunciada, más y más pronunciada. Aparecieron las primeras casas, y no tardaron en encontrarse en una calle. Dundas conminó a gritos a perros, gatos, asnos y niños con tal de que se apartaran del camino, mientras los caballos iban más y más rápido de lo que Diana les hubiera permitido ir en cualquier otra situación. Cogía las riendas de tal modo que casi le parecía tocar el bocado de los caballos, y su mirada se clavaba en la esquina por la que debía torcer, la parte izquierda de la pared que llevaba al puente, un muro en cuya superficie habían dejado señal los innumerables vehículos que habían pasado por ahí durante los últimos cuatrocientos años. Con una última mirada al eje de la rueda delantera que tenía más cerca, modificó la presión de las riendas, cloqueó a los caballos que iban en cabeza y giró el carruaje para enfilar el estrecho puente, evitando la piedra por media pulgada, y recorriendo todo el largo del puente de forma magistral.

Allí donde la carretera de Maiden Oscott, después de alzarse y caer de nuevo, desembocaba en el portazgo de Exeter, Diana tiró de las riendas al llegar a la famosa fonda situada junto a un lago de ensueño y, mientras los demás sostenían el tiro, descendió del carruaje con un grácil salto. Jack le ofreció una mano.

—Diana, te pido que me perdones.

—No te preocupes, Jack —dijo con una sonrisa de oreja a oreja. Tenía un aspecto excelente, y el viento en la cara y la excitación le sentaban de maravilla—. Yo también reconozco haber tenido miedo cuando navegaba a bordo de tus barcos. Ahora sé un chico bueno y pide habitación, café, tostadas y, quizá, beicon y huevos, si es que no tienen nada mejor que ofrecer. Dios, no me importaría tomar otro buen desayuno. Pero de momento debo retirarme.

Stephen había dado órdenes de refrescar a los caballos y de que anduviesen un poco antes de comer. Estaba a punto de reunirse con sus amigos delante de la fonda, cuando oyó que le llamaban por su nombre. Era William Dolby seguido por Harry Lovage, ambos viejos amigos suyos (a Lovage lo conocían por el apodo de Viejo Lujurioso), que cruzaban la carretera procedentes del arroyo, los dos con cañas de pescar en la mano y con aspecto de ser los hombres más felices del mundo, y es que hacía una preciosa mañana, y era aquél un lugar precioso, donde el agua fluía sobre las suaves orillas verdes, lo impregnaba todo el aroma de la mañana y el cielo estaba lleno de golondrinas.

—Mira qué hemos pescado —exclamó Dolby al tiempo que abría la bolsa—. ¡Menudo día, truchas como no habrás visto ni en sueños!

—La mía es más grande —dijo Lovage—. Tienes que desayunar con nosotros. Con estas dos no tendremos ni para empezar, pero espera a ver las hogazas de pan que tienen aquí. Dick —dijo a un sirviente—, prepáranoslo todo en el salón Dolphin, ¿quieres?

Pasearon lentamente por el antepatio, admirando la pesca, hablando del clarete, del pato real, y del período de incubación de la cachipolla.

—Habrá de sobra para cenar; de lo contrario, esta tarde ya nos apañaremos para pescar más. Las cenas de pescado le hacen a uno saltar como una pulga, ¡ja, ja, ja! Nos acompañan Nelly Clapham y su hermana pequeña, Sue. Qué dos muchachas tan complacientes… —De pronto calló, avergonzado, porque en el porche, de pie esperándolos, se encontraba Diana, que obviamente no era una dama de compañía.

Se separaron un poco para saludarla y, después de las presentaciones de rigor, Stephen dijo:

—Querida, estos caballeros nos han invitado a acompañarles durante el desayuno, cuyo plato fuerte serán algunas de las truchas más espléndidas que hayas visto jamás. Aunque lo más probable es que estés cansada tras tanto conducir, y que tengas suficiente con tumbarte un poco después de tomar unas gachas y, quizás, una tacita de chocolate. No puedo recomendarte crema o azúcar.

—Ni loca. Será un placer desayunar en compañía de estos caballeros, y en compañía también de sus amistades, a quien he tenido la suerte de conocer en las escaleras. Me han parecido unas muchachas muy alegres, y cantaban con tanta dulzura…

El desayuno fue un éxito. Las jóvenes, al descubrir que Diana no se daba aires de superioridad, no tardaron en superar su timidez; las truchas eran excelentes; la conversación distendida y alegre, y al final Nelly, que había echado a correr escaleras arriba a por una guitarrita, les cantó una canción, cuya letra acompañaron buena parte de los parroquianos de la fonda, además de un sonriente y apenas reconocible Killick, desde la ventana, mientras Dolby rogaba a Diana y a los suyos que se quedaran a comer. Prepararían la famosa sopa de tortuga y un gallo de Somerset.

—Gracias, señor —respondió ella—. Lo haría de todo corazón, pero he prometido dejar a estos caballeros en Torbay, y así lo haré pese a la timidez que vengo observando en algunos de los miembros de mi tripulación.