CAPÍTULO 7
Dos días después de la luna nueva, Jack Aubrey, físicamente agotado tras sus incesantes esfuerzos por lograr que el astillero trabajara día y noche, acercó el barco a la escuadra que patrullaba mar adentro, y lo hizo con una dotación compuesta por hombres taciturnos, abotagados y disolutos, legañosos y con el rostro enrojecido después de haber pasado tanto tiempo en puerto.
Señaló su número de identificación y, de inmediato, el buque insignia solicitó su presencia mediante las correspondientes banderas. El capitán de la flota le recibió con las siguientes palabras:
—Ha pasado una buena temporadita en tierra, Aubrey, a fe mía que sí. Y veo que el astillero ha repuesto todas las vergas. Sin embargo, lamento decirle que el almirante no se encuentra nada bien, nada nada bien. Según tengo entendido, se reunirá usted con su secretario.
El señor Craddock, al igual que muchos otros secretarios que servían bajo las órdenes de un almirante que ostentaba un mando importante, era un hombre discreto, capacitado y de mediana edad, muy acostumbrado a todo lo relativo a la correspondencia oficial y diplomática, así como a asuntos relacionados con el espionaje. Dijo que, si bien lord Stranraer había recibido la carta del capitán Aubrey y el informe enviado a bordo de la Ringle, había juzgado oportuno, dada la información confidencial recibida, retener al buque de pertrechos unos días y despacharlo con el tiempo suficiente para que llegara al lugar de la recogida un poco antes de la fecha señalada. La Ringle aún no se había reunido con la escuadra, y no era imposible que el doctor Maturin, que quizá llevara consigo importantes despachos o información, pudiera haber ordenado al señor Reade sacar provecho de tan favorables vientos para que lo llevara directamente a los Downs.
El capitán Aubrey se inclinó, deseó que el almirante disfrutara al menos de todas las comodidades posibles, y preguntó si había hecho algún comentario relativo al hecho de que el Bellona se hubiera separado de la escuadra o de que hubiera apresado a la fragata francesa.
—Ese asunto no atañe a mis responsabilidades —respondió el secretario en un tono impersonal—. Pero estoy seguro de que el capitán Calvert dispondrá de instrucciones referentes a usted.
Y así era, por supuesto, y, aunque él también declinó pronunciarse sobre la incapacidad del Bellona para distinguir la señal de virar, dijo:
—En lo que respecta a la presa, y le felicito de todo corazón por ella porque estoy seguro de que es presa de ley, sepa que quizás el almirante sea el único oficial de bandera que no enarcaría una ceja por algo así. No le interesa el dinero.
Jack ya lo sabía bien, porque ese aspecto formaba parte de la reputación del almirante. Lo cierto es que disfrutaba de una amplia fortuna, y en el mar vivía modestamente, pues se limitaba a los actos sociales estrictamente necesarios. Sin embargo, aquello no encajaba con su pasión por el cercado de acres y acres de ejidos, pantanos y prados.
Pendiente de la recuperación de lord Stranraer (tal como dijo el propio Craddock, esperaban al doctor Maturin, en quien el almirante había depositado toda su confianza en cuestiones de salud), Jack fue asignado de nuevo a la escuadra que patrullaba la costa. Incluso estando tan avanzada la guerra —pues Wellington se encontraba muy al norte de los Pirineos, acampado en el Garonne y dispuesto a seguir avanzando hacia el norte—, siempre cabía la posibilidad de que la flota francesa aprovechara la ocasión que le brindaba el viento del nordeste para salir de Brest y posiblemente derrotar a las divididas fuerzas de Stranraer en dos batallas separadas. Si esto coincidía con una de las asombrosas recuperaciones en tierra de Bonaparte, adiós a sus esperanzas de poner punto final al conflicto por sí solos, con toda la gloria que traería consigo hacerlo, ya que el francés podía dar la vuelta al curso de la contienda.
Entretanto, el capitán Aubrey tenía que volver a patrullar bajo las órdenes del capitán Fanshawe, pero al mismo tiempo tenía que prestar particular atención a sondar determinadas partes de la costa y, sobre todo, a señalar la ubicación y profundidad de cierto número de rocas sumergidas, semejantes a la que fue responsable de la pérdida del Magnificient, de su pérdida total, en el año 1804.
Nadie podría haber tenido el ánimo tan bajo como Jack Aubrey; aun así, resultaba sorprendente ver cómo se entregaba de nuevo a la vida en el mar, una vida dura sobre todo en esa estación del año y en plena bahía de Brest, aunque tuviera también sus ventajas: por ejemplo, la rutina que conocía desde que era niño, una rutina en la que desempeñaba un papel que le proporcionaba una profunda satisfacción. Siempre le había gustado sondar, de modo que se entregó a sus rocas submarinas con tal empeño que localizar y señalizar su ubicación le causaba un gran placer.
«Quizá Stranraer sienta lo mismo por los cercados», reflexionó al inclinarse en el bote. Entonces, echó un vistazo a las boyas que se alzaban a cinco brazas por encima de la temible roca de Buffalo, a través de las alzas empañadas por la lluvia de la aguja azimutal.
—Señor Mannering, anote: ciento treinta y siete grados este.
En la mayoría de los barcos, la camareta de guardiamarinas contaba con la presencia de uno o dos muchachos a los que realmente les interesaban la navegación y las matemáticas relacionadas con el mar, y que empezaban con sincero interés a comprender los principios fundamentales de ambas materias. Mannering constituía el ejemplo más reciente, y tenía ese celo, la buena disposición y un entusiasmo crecientes.
Era un consuelo para Jack, como también lo era, en otro plano, el aspecto de la Ringle, que orzaba sometida al ya habitual viento del sudoeste. Gracias al catalejo no tardó en cerciorarse de que Stephen no se encontraba a bordo (cosa que Jack no esperaba), pero luego tuvo ocasión de regocijarse en las descripciones que hizo Reade de la espléndida travesía que habían tenido hasta arribar a los Downs: ocho o nueve nudos la mayor parte del tiempo, y algo más de catorce cuando la mar estuvo con ellos; no tuvieron ni un minuto de descanso, y el doctor estaba en plena forma.
* * *
Aquella espléndida travesía había llevado a Stephen tan pronto a la costa, y el coche correo le había acercado con tal celeridad a Londres, que tuvo tiempo de dirigir una nota a sir Joseph al Almirantazgo, para preguntarle si podrían cenar juntos aquella noche en el club: dos días y medio antes de la fecha que había previsto.
Tomó una habitación en el club, la única disponible, con forma de queso y desde la cual, si uno se ponía muy recto y se asomaba por el parapeto, podía verse la popular mancebía de la señora Abbott. No obstante, a Stephen le preocupaba más arreglar el lamentable aspecto de su ropa tan bien como fuera posible con un cepillo de uñas, mientras ocultaba la camisa sucia bajo un pañuelo negro cuidadosamente extendido. Un par de puntadas llevadas a cabo con quirúrgica precisión lo colocaron en su lugar, y después se dirigió al vestíbulo, donde ardía el confortable fuego de costumbre.
Sir Joseph apenas le hizo esperar.
—Cuánto me alegra verle, Stephen —exclamó—. Según los cálculos de Warren, se encontraba usted a un millar de millas de aquí, y la distancia aumentaba a diario.
—Y así tendría que haber sido, según nuestros planes. No obstante, descubrí algo de mucha importancia y, puesto que no tenía ninguna paloma mensajera a mano, me pareció que debía comunicarle las noticias en persona. ¡Qué olor más divino!
—Cebollas fritas. Verá, están reparando la puerta de la cocina.
—Cebollas fritas, beicon frito, sardinas asadas sobre tallos de parra, el aroma del café… Qué manjares, ¡oh, cómo agitan mis deseos más primitivos! No he cenado todavía.
—En tal caso, cenemos de inmediato. Querido Golding, ¿cómo está usted? —preguntó a un miembro del club que pasó por su lado, ataviado con una toga—. ¿Qué le apetece cenar?
—Sin lugar a dudas, filete y pudín de riñones. Se me hace la boca agua sólo de pensarlo. ¿Y usted?
—El habitual pollo hervido con salsa de ostras, acompañado por una pinta de clarete, y de veras le digo que no me importaría nada que me lo hubieran servido ya. Me impaciento sólo de ver el hambre que trae usted.
Se dirigieron al concurrido comedor, donde disfrutaron del ágape con un silencio tan sólo roto por algunas preguntas.
—¿Está a su gusto el pollo?
—Delicioso, gracias. ¿Y el pudín?
—Un plato excelente —respondió Stephen, que sacó una diminuta espoleta de la boca. En el Blacks, la receta de filete y pudín de riñones tenía por protagonista a la alondra—. Aquí tiene, por ejemplo, un genuino hueso de alondra: Alauda arvensis, y no como esas paupérrimas palomas que le servirán en ciertos locales.
Cuando ambos hubieron satisfecho el apetito inicial, conversaron acerca de sus más recientes capturas: polillas, mariposas, escarabajos… Después sirvieron el pudín, en la auténtica acepción de la palabra: tarta de manzana para Stephen, y un dulce frío de nata con vino y zumo de limón para sir Joseph.
—He disfrutado de un viaje muy gratificante —dijo Stephen mientras se regodeaba con la crema—. Aparte del hecho de que una embarcación que salta, que salta literalmente sobre el océano, llena de alegría a todos los que navegan a bordo, lamentaba todas y cada una de las horas que me separaban de Londres. Hay cosas que debo contarle, cosas con las que espero ponerle la piel de gallina.
—¿Tan importantes son? —preguntó Blaine, observándole con mirada inquisitiva—. En tal caso, quizá sería mejor tomar el café en mi casa.
Pasearon por la brumosa Saint James Street, y después por Shepherd Market hasta llegar a la estancia cubierta de estanterías con libros, lejos del ruido del tráfico.
—¿Ha conocido usted en alguna ocasión a un agente de inteligencia aficionado? —preguntó Stephen cuando ambos se hubieron sentado y servido el café, que acompañaron de unos dulces.
—¿No se referirá a Diego Díaz?
—Pues sí —respondió Stephen algo sorprendido.
—Oh, se deja ver en todas partes: Almacks, Whites, las cenas importantes. Está en muy buenos términos con las mujeres que ejercen de anfitrionas aquí en Londres, y conoce a mucha gente. Sin embargo, los de la embajada procuran evitarlo, pese a los contactos que tiene.
—Sí, ciertamente, no es muy discreto. Nos ocuparemos de él más tarde, si le parece bien. ¿Me permite hablarle de algunos de los chilenos con los que me reuní en Francia?
—Por favor.
—Debería haber dicho «con los que me reuní de nuevo», puesto que los conocí en el Perú. Cuentan con el respaldo de O'Higgins, Mendoza y Guzmán. Al igual que sus amigos, les interesa renovar nuestra alianza, reforzar nuestra mutua comprensión con respecto a los peruanos, pero en esta ocasión se trata de una alianza que tiene por objeto la independencia de Chile. He hecho un relato de nuestras conversaciones, de sus necesidades y objetivos, de sus recursos y de sus compromisos en lo referente a la esclavitud. Puesto que, al contrario que la empresa peruana, la suya depende hasta cierto punto de una presencia naval o cuasi naval, creo adecuado entregarle a usted en primer lugar dicho documento, al que adjuntaré sus credenciales y correspondencia de las amistades que tenemos en esa parte del mundo, con la esperanza de que considere y exponga usted el asunto.
—Lo haré, lo haré sin duda —dijo Blaine al aceptar el paquete con la documentación; entonces, miró a los ojos a Stephen y añadió—: ¿Cuan dispuestos, cuan profundamente cree usted que estarían dispuestos a actuar, en comparación con los peruanos?
—A juzgar por mis contactos con ellos en América, así como por las largas entrevistas que mantuvimos durante la pasada semana, diría que nuestras perspectivas de éxito son mayores en, quizás, una tercera parte. Y tal como descubrirá usted cuando tenga ocasión de leer mis palabras, confían mucho más en el ataque y defensa por mar, dada la movilidad que confiere incluso el más díscolo de los océanos, comparada con las posibilidades de las montañas e insoportables desiertos que abundan al sudoeste de Sudamérica.
—No veo el momento de leer su relato. Muchos de los caballeros que apoyaron nuestra anterior empresa estarán encantados.
—Querido Joseph, qué amable por su parte decir tal cosa. Lo transcribirá usted con las debidas adaptaciones a la prosa de Whitehall, ¿verdad? Escabrosa, desmañada, con abuso de la voz pasiva… Creo haber agitado en usted algo parecido al entusiasmo.
Sir Joseph sirvió dos copas de un excelente brandy añejo y marrón oscuro, y cuando ambos habían apurado la mitad de la copa, dijo:
—Sólo hay dos cosas que pueda argüir en contra de sus, por otro lado divinas, hojas de coca: reducen el sentido del gusto e impiden conciliar el sueño. Por suerte, hoy no he tomado ninguna, aunque tendré que hacerlo esta noche para poder leer su documentación… Comprenda que he hecho un mero paréntesis, permítame continuar. Pero poseen tantas ventajas: la vivida intensidad de reflexión, la también vivida percepción de la vida en sí, la reducción a su justo lugar de las preocupaciones mundanas, de los problemas e incluso de las penas. He descubierto recientemente que aumentan la apreciación de la música, sobre todo de la música difícil, en grado sumo.
Conversaron durante un rato acerca de sus respectivas fuentes de suministro, de la diferencia entre las hojas de distintas regiones, posiblemente subespecies de un mismo origen, hasta mostrarse mutuamente el contenido de sus respectivas bolsitas.
—¿Me permite hablarle de mi buen amigo Jack Aubrey? —preguntó después Stephen.
—Adelante, por favor —respondió sir Joseph.
—Al igual que muchos otros oficiales de su rango y antigüedad, está preocupado, como no podría ser de otra manera, por la posibilidad de que le asciendan a almirante amarillo en una futura promoción del Estado Mayor. ¿Podría usted decirme algo concreto acerca de sus perspectivas?
Blaine sirvió más brandy y dijo:
—Sí, puedo. Desearía poder decir que son más halagüeñas de lo que realmente son; y no estoy en absoluto seguro de que no sea mejor aconsejarle que se retire con el empleo de capitán de navío, antes que arriesgarse a sufrir la humillación de ser relegado por otros. Hablamos por supuesto de un brillante marino, cosa que no muchos se atreverían a negar. Pero en cierto modo él mismo es su más activo y eficaz enemigo, tal como ya le he dicho a usted en más de una ocasión, Stephen, pues recuerdo haberle rogado que lo mantuviera en el mar o en provincias. A menudo ha intervenido en el Parlamento, y lo ha hecho con la autoridad que le confiere el hecho de ser un afortunado oficial de marina; no obstante, rara vez se ha posicionado a favor del Ministerio. Y su voto no puede considerarse un factor seguro. Entre usted y yo, también le diré que, en referencia a sus dificultades actuales con los tribunales de justicia, los abogados del Almirantazgo podrían adoptar la decisión de defenderlo si pudieran confiar más en él: si fuera un acérrimo y enconado partidario del Gobierno.
—No puedo sino admitir que pierde los estribos cuando se habla de la corrupción que infesta los astilleros, y del material impropio que se emplea en los barcos de guerra.
—Qué capacidad de comprensión tiene usted, Stephen. Además, ha hecho enemigos poderosos fuera de la Cámara de los Comunes. Los recientes despachos de lord Stranraer han perjudicado mucho a su amigo (que también lo es mío, si me permite decirlo). Faltar al deber, abandonar unas maniobras para perseguir al enemigo… Una presa que probablemente le costará muy cara, por muy espléndida que ésta sea, tal como he podido averiguar, pues tenía las bodegas llenas de bolsas de cuero con pepitas de oro.
—¿Sabe usted de dónde procede esta animosidad?
—Sé que el almirante, defensor a ultranza del cercado de las tierras, aconsejó a su heredero y sobrino, el capitán Griffiths, cercar un ejido que separaba sus propiedades de las de Aubrey, y que, en el último momento, Aubrey se opuso a la petición ante el Comité, que la rechazó. También se dice que ha puesto a los habitantes de la zona en contra de Griffiths, cuyos almiares a menudo han sido quemados, masacrados sus ciervos y piezas de caza, y que, en más de una ocasión, le han humillado tanto a él como a sus sirvientes en el pueblo, hasta tal punto que su vida allí ya no tiene sentido. Stranraer contempla esta insubordinación contranatura por parte de los habitantes del pueblo bajo la misma luz que un motín naval, y por supuesto lo detesta. La opinión de Stranraer tiene un peso específico en cuanto al Gobierno se refiere.
—Conozco muy poco a ese caballero.
—Es un hombre muy capaz, de eso no cabe la menor duda, y un gran economista político. Claro que no se ha labrado un nombre en la Armada, lo cual podría deberse, como en tantos otros casos, a la falta de oportunidades. En su juventud poseía un gran atractivo e hizo un excelente matrimonio: una dama viuda que poseía muchas tierras, una mujer que lo superaba con mucho en posición. Es cierto que lo heredará todo un hijo que tuvo ella de su primer matrimonio, o, mejor dicho, su tutor, puesto que el joven es medio idiota, pero mientras viva ejercerá el control de, al menos, nuevo escaños de los Comunes, aparte del considerable número que controla debido a su influencia. Se pronuncia, y lo hace bien, en favor de los intereses de los hacendados, y el Ministerio considera su apoyo muy valioso; y me refiero a los Comunes, porque en la Cámara de los Lores la mayoría del gobierno es tan grande que su voto apenas tiene peso.
—¿Tiene reputación de ser hombre honesto? ¿De escrupuloso?
—Es una persona muy respetada: No he oído nada en su contra, pero no pondría la mano en el fuego por ningún hombre tan poderoso como lo ha sido él durante tantos años, tan preocupado por la política, tan ferviente defensor de la religión de los cercados, única salvación de la patria.
—Lo pregunto porque hubo un malentendido con unas órdenes procedentes de la escuadra de Brest que, de haber salido las cosas como estaban planeadas, hubieran impedido a Aubrey hacer acto de presencia ante el Comité.
Blaine levantó las manos.
—Oh, respecto a eso, no puedo darle mi opinión, por supuesto; pero creo que cualquier político de verdad no consideraría esa treta como algo fuera de lo normal. Pero escrupuloso o no escrupuloso, el almirante Stranraer no aprecia al capitán Jack, y su palabra cuenta.
—Tampoco el capitán Griffiths, que vota según los dictámenes de su tío, y que heredará a su muerte.
—Así es. Pero cuando herede, el capitán Griffiths perderá todo su valor parlamentario, de modo que no podrá perjudicar a nadie. Su voto en la Cámara de los Lores no está aquí ni allí, y no ejerce influencia sobre un solo voto en la cámara baja. Las tierras de Stranraer no controlan ningún escaño, ningún municipio, y todo el patronazgo de lady Stranraer va a parar a otra parte. Griffiths se convertirá en un cero con guirnalda; incluso tiene más posibilidades de terminar ascendido a almirante amarillo que el propio Aubrey.
—Odiaría que le hicieron eso a Aubrey.
—Yo también. Lo aprecio mucho, como usted ya sabe. Quizá no suceda. —Sir Joseph caminó de un lado a otro por la habitación—. También Melville siente debilidad por él. Al igual que el amigo de usted, Clarence. Imagino que podría apañarse un puesto en tierra: comisionado, por ejemplo, incluso algo de carácter civil, que pueda alejarlo por un tiempo del Estado Mayor, ya que después no habría lugar a que el Almirantazgo pudiera hacerle caer en el olvido. Un cargo relacionado con la hidrografía, con la posibilidad de recuperar su empleo… Tengo entendido que es un famoso topógrafo.
Blaine se sentó, y durante un buen rato contemplaron el fuego que ardía en la chimenea como un par de gatos, sin decir palabra, sumidos en sus propias reflexiones. Finalmente, sir Joseph cogió el atizador y partió en dos con suavidad un pedazo de carbón. Ambas mitades se separaron y ardió el fuego con más intensidad. Al recostarse de nuevo contra el respaldo, dijo:
—De modo que tenía usted intención de ponerme la piel de gallina, ¿no es cierto?
—Así es. Pero usted se ha encargado de que pierda toda la esperanza que pudiera tener de lograrlo, al reconocer a mi villano de buenas a primeras; y no crea que me hubiera llevado la misma satisfacción si llega a caerse usted redondo al suelo. No parece don Diego un formidable villano, ¿verdad?
—No puedo decir que sea así. Mi impresión es que se trata de un hombre abierto, más bien joven, muy dado a las apuestas elevadas, a las apuestas muy elevadas, en Crockfords y Brooks, ansioso por relacionarse con políticos y por formular preguntas indiscretas que pueden sugerir un profundo conocimiento de la política o que disfruta de fuentes de información particulares. Está muy bien relacionado y, aunque uno podría pensar que simplemente hace ostentación cuando nombra a media docena de duques y ministros del gabinete, de hecho estos nombres pertenecen a personas muy reales. Quizás haya quien se complazca en proporcionarle retales de información más o menos confidencial, que él posteriormente repite dándoselas de importante. Lo hacen porque hay muchos que lo consideran encantador, aunque un poco idiota, y quizá porque es muy buen anfitrión. Es una persona muy ocupada, pero antes pensaba que no tenía ningún peso excepto para las mujeres que poseen una ristra de hijas casaderas, apetito por los títulos grandilocuentes y una gran fortuna. ¿Me equivoco? Le ruego que me cuente todo lo que sepa respecto al caballero en cuestión.
—Pese a que títulos, fortuna y, sin duda alguna, lo encantador de su carácter son tan auténticos como la importancia de las amistades que posee en este país, creo que su apariencia de inofensiva estupidez es pura fachada. Quizá fuera cierta hace algunos años, digamos que antes de 1805. Es el único hijo vivo de un noble, engendrado con gran dificultad tras interminables peregrinajes y ofrendas a innumerables altares. Su padre es tan rico como sólo puede serlo un grande de España y antiguo virrey, un hombre que ama con devoción a su hijo. Su hermano mayor murió en Trafalgar: Diego se convirtió en heredero y tengo entendido que maduró muchísimo. Respecto a su preferencia a la hora de desempeñar una carrera, llegado el momento se decantó por los asuntos exteriores, pero como no toleraba bien someterse a la autoridad de nadie convenció a su padre para que financiara la creación de otra facción dentro del espionaje español, con él a la cabeza. Le preocupan sobre todo los aspectos navales, pues tradicionalmente su familia tiene más marinos que oficiales de infantería o caballería. Casi desde el principio le ha obsesionado el problema de los agentes dobles…
—¿Y a quién no le obsesiona eso? —preguntó Blaine, que hasta el momento había prestado la mayor de las atenciones, sin pronunciarse.
—Sí, eso mismo pienso yo. Al principio de su carrera se le asignó a mi amigo Bernard como uno de sus principales asistentes… —Sir Joseph asintió con gran satisfacción—. Y entre ambos destaparon a mucha gente a sueldo de los franceses, que por métodos tradicionales fueron convencidos para que delataran a otros, de modo que el capítulo francés fue prácticamente erradicado. De los nuestros, Díaz sólo sorprendió a Waller probablemente gracias a una grave indiscreción, y Waller no se mostró dispuesto a hablar. Obviamente, tampoco Bernard destapó a otros, y considera a don Diego un hombre de considerables poderes intuitivos, tan reservado como cabe suponer, pero singularmente encantador cuando quiere, perseverante, trabajador y decidido hasta grado sumo en su empeño, así como dispuesto a emprender espectaculares aventuras sin sopesar por regla general el coste que puedan acarrear las mismas. Incluso nuestro cauteloso Bernard admite que los robos en las casas que organizó en París rindieron asombrosos resultados.
—Oh, oh —murmuró Blaine, consciente de que tenían un serio problema a la vuelta de la esquina.
—¿Querría usted comprobar estos nombres? —preguntó Stephen, al tiempo que le ofrecía un pedacito de papel.
Blaine repasó la lista, mascullando:
—Matthews, asuntos exteriores; Harper, tesoro; Wooton… —Entonces, en voz alta—: Pero, Carrington, Edmunds y Harris… Si son de los nuestros.
—¿Son todos ellos personas de posición?
—Sí. Algunos disfrutan de una posición muy desahogada.
—Todos ellos han sido lo bastante imprudentes como para jugar a las cartas o al billar con don Diego. Le deben dinero, en ocasiones mucho más dinero del que podrían devolver con facilidad. Todos ellos le dicen qué ministros, qué importantes funcionarios, como usted, se llevan el trabajo a casa. Los respetables abogados que trabajan para don Diego en Londres, al igual que los respetables abogados que lo hicieron en París, le dieron los nombres de gentes, de empresas que trataban asuntos privados, como por ejemplo el cobro (en ocasiones, forzoso) de deudas y, junto con las pruebas, también le ofrecieron informes de infidelidades maritales. Estas personas, si bien no pueden considerarse directamente criminales, tienen contacto con criminales que, si uno les dice lo que busca y se satisface un precio, casi siempre obtienen los objetos o documentos solicitados. Don Diego actúa de vez en cuando junto a estos caballeros: lo justifica diciendo que sólo él puede escoger la documentación que le interesa. Quizá sea así, pero Bernard dice que le excita; también asegura que en más de una ocasión lo ha visto disfrazarse de forma extravagante.
—Igual que el pobre Cummings —dijo Blaine.
—Puede que lo haga el viernes, pues tengo entendido que pretenden hacerle una visita a usted —dijo Stephen.
—¡Oh, qué alegría! ¡Qué alegría! —exclamó Blaine—. Incluyamos ahora mismo en nómina los nombres de la mitad de miembros del gabinete español, así como los principales miembros de sus servicios de inteligencia.
Stephen respondió con su peculiar risa chirriante, antes de decir:
—A fe mía que resulta tentador, pero piense en las posibilidades de atraparlo, de sorprenderlo en fragante delito, con un montón de testigos irrefutables, en posesión de propiedad robada, obtenida tras el allanamiento de esta morada en plena noche. Resultaría definitivo, sin duda, y no disfruta del beneficio de ser un hombre de Iglesia, ni de inmunidad diplomática de ningún tipo. El árbol de Tyburn, quizá con la indulgencia de una venda de seda, eso es lo único que le aguardaría. Debido a la extraordinaria turbación de su gobierno, a la angustia de su familia, por no hablar de su propia incomodidad, dígame… ¿qué concesiones no estaría dispuesto a hacernos?
—Mi corazón late con tal fuerza que apenas puedo hablar —dijo sir Joseph, cuyo rostro se había sonrojado hasta adquirir una tonalidad púrpura—. Dígame, mi muy valioso amigo y colega, ¿cómo lo haremos?
—Pues recurriendo a nuestro buen Pratt, el atrapaladrones, el mismo y excelente Pratt que tanto hizo por nosotros cuando el pobre Aubrey fue arrestado por amañar la Bolsa, el mejor de los aliados. Seguro que conoce a estos «investigadores privados» y a sus si cabe menos presentables asociados. Nació y se crió en Newgate, tal como usted recordará, y en cuanto despejemos cualquier duda que pueda albergar acerca de la moralidad de lo que le pedimos, y garanticemos su inmunidad personal, se encargará de todo según las costumbres locales y los precios también locales, detalles que conoce al dedillo. Podría costamos un dineral.
—No creo que cueste tanto —opinó Blaine, antes de apoyar la mano en la rodilla de Stephen—. Tiene toda la razón respecto a Pratt. ¿Cómo no habré pensado antes en él?
* * *
La biblioteca de sir Joseph, donde repasaba de noche el papeleo oficial y guardaba la documentación que le servía a menudo de referencia en el elegante escritorio de caoba, con los archivos dispuestos en orden alfabético, tenía dos espejos situados en un extremo, espejos más bien de cuerpo entero, enmarcados en negro, cuya parte posterior no estaba azogada. En realidad, no encajaban en esa estancia, pues eran más bien modernos e incluso llamativos, detalle que no preocupó en absoluto al hombre barbudo que intentaba abrir la cerradura de un cajón del escritorio. Nunca había estado en aquella habitación, de modo que no había visto antes los espejos, ni las cajas de especímenes repletas de escarabajos, ni el enorme y erecto ejemplar de oso que permanecía apoyado contra la pared, a la izquierda del escritorio, bajo un ornitorrinco disecado. El oso extendía una pezuña, de la cual se podía colgar el sombrero o un parasol.
—No esperemos más —masculló Stephen Maturin, que observaba a través del agujero en la pared, situado exactamente detrás del espejo sin azogar, mientras el intruso probaba en silencio las ganzúas a la discreta luz de una linterna sorda. Sir Joseph, que también se encontraba en el oscuro pasadizo tras el correspondiente agujero del otro espejo, sintió que estaba a punto de estornudar y para evitarlo torció su rostro purpúreo, apretó con fuerza ambos labios y cerró los ojos. Al abrirlos de nuevo, observó que el hombre había abierto un poco la ventanilla de la linterna, y vio que sacaba un abultado documento de los archivos.
Inmediatamente después, el oso se quitó la cabeza, desenfundó un garrote del pecho y, con voz chirriante y aguda, dijo:
—Queda arrestado en nombre del rey.
La estancia se llenó de luz y de gente corriendo. El Linterna Sorda fue reducido, maniatado y, debido a los forcejeos, perdió su ridícula barba.
—No haré acto de presencia —dijo Stephen, estrechando la mano de sir Joseph—. ¿Puedo invitarme a desayunar con usted?
—Por favor, por supuesto, querido amigo —exclamó Blaine, entre risotadas de alegría—. ¡Qué golpe! ¡Menudo golpe, oh, Señor, qué golpe!