CAPÍTULO 2
Por regla general, a Stephen Maturin le costaba mucho conciliar el sueño. Desde joven, había recurrido a ciertos aliados para combatir el insoportable aburrimiento (que a veces se volvía algo peor, mucho peor, dado que tenía un corazón muy vulnerable) que acosa al insomne. Los más obvios, la adormidera y la mandrágora, que secundaba con un espesado zumo de acónito o de beleño, por estramonio, Sium sisarum, o raíz de bicho. Sin embargo, en la soporífera atmósfera que se respiraba en Dorset, ni siquiera tres tazas de café después de comer bastaron para mantenerle despierto. Cabeceó de tal modo jugando a las cartas, que todos acordaron que Sophie le llevara de la mano hasta la cama. Despertó al amanecer en un estado de gracia, totalmente relajado, infinitamente recuperado. En tan bendita postura permaneció un rato, entregado por completo al placer del descanso, pensando en sí mismo y en el pasado reciente, atento a la acompasada respiración de Diana y a un coro de pájaros que piaban en la distancia, complacidos ante la perspectiva que ofrecía el nuevo día.
La vida rebulló en su interior. Con infinita precaución, recogió la ropa que había dejado en el suelo y, zapatos en mano, se dirigió al ropero.
—Ah, ya estás aquí, Stephen —exclamó Jack desde la habitación del desayuno, al oírle bajar las escaleras—. Buenos días. Eres un gusano madrugador. Espero que hayas podido dormir sin problemas. Anoche parecías agotado.
—Estupendamente, gracias. He dormido estupendamente. No recuerdo haberme metido en la cama; al despertar ni siquiera sabía dónde me encontraba. Qué gozo supone saber que uno ha dormido largo y tendido.
—Seguro, seguro —dijo Jack, que no compartía las dificultades de Stephen para conciliar el sueño. Le sirvió una taza de café y añadió—: ¿Qué te parecería cargar un arma e ir a ver si podemos cazar uno o dos conejos? Quizás encontremos una agachadiza al fondo del pantano.
—De mil amores.
—Ya desayunaremos como reyes cuando volvamos. Pero antes de que se levanten las mujeres echemos un rápido vistazo a la biblioteca y a la sala de justicia. Me enorgullezco de ambas, y no creo que te importe encontrarlas un poco polvorientas y sucias.
La biblioteca era una estancia noble que ocupaba casi todo el ancho del primer piso, con cinco ventanas que daban al sur y una al este. La luz del amanecer apenas alcanzaba a iluminar las estanterías, todas de un mismo tipo, sus artesonados, un innumerable surtido de libros protegidos tras cristales, mesas alargadas en mitad de la sala, sillones junto a la chimenea, y algunos fardos de arpillera enrollados, cuya presencia hubiera bastado para sonrojar a Sophie.
—Mi abuelo el juez era un gran lector —dijo Jack—, al igual que mi bisabuelo. A veces esas cualidades ignoran a generaciones enteras, como la resistencia en los caballos. Podrías pasar uno o dos días aquí metido, siempre que llueva.
—Clarissa Oakes también sacaría un gran provecho de tu biblioteca. Lleva tiempo ansiando leer.
—No tenía ni idea de que fuera una dama educada.
—Claro, porque no tiene nada de marisabidilla. Sin embargo, lee en latín sin mayores problemas que en francés, y griego sin mayor dificultad que la mayoría de nosotros. Le encantan las bibliotecas.
—¿Crees que podría enseñar a George el amo amas amat?
—Es una mujer muy afable, pese a su aparente reserva.
—Le diré a Sophie que se lo pida. Pero vayamos de momento a hacer una visita rápida a la sala de justicia, y salgamos luego de la casa o los conejos se ocultarán en sus madrigueras para cuando lo hagamos. Disculpa esta escalera —dijo al bajar por ella—. Tenía la esperanza de rehacerla a imagen y semejanza de cuando era niño (tal como hice con el artesonado del dormitorio de mi madre), pero me quedé sin dinero antes de que los hombres pudieran poner manos a la obra. Aquí. —Abrió una puerta—. Ésta es la sala de justicia.
—No es un término con el que esté familiarizado —confesó Stephen, observando la sencilla y severa disposición de la gran mesa que presidía la sala, y los bancos y sillas colocados ante ella. Las paredes estaban sobriamente revestidas con cuarterones de madera de roble, y no había ningún cuadro—. ¿Para qué se utiliza esta sala?
—Aquí nos ocupamos de los asuntos legales de la propiedad; es el juzgado de la baronía, la corte de justicia y todo eso. Cuando ejerzo de juez de paz, tomo asiento ahí, detrás de la mesa, en la silla de respaldo alto. En calidad de magistrado, si me comprendes.
—Hace mucho, mucho tiempo, me dijiste que tenías pensado dar un sermón a la dotación del barco por no contar a bordo con un capellán. Pero incluso eso no me asombró tanto como escuchar ahora que eres juez, querido y justo amigo.
—Oh —dijo Jack como para restar importancia al asunto—, los Aubrey hemos impuesto la justicia en el condado desde tiempos inmemoriales. No tiene nada que ver con ser justo. Cuidado con la entrada, hay un maldito tablón suelto. No. Lo considero una molestia infernal, y me ha traído innumerables problemas con los vecinos que disfrutan de cotos de caza, porque no soy de los que castigan duramente a los cazadores furtivos, personas a las que en muchas ocasiones conozco desde que eran niños. Por aquí llegaremos al armero. Aquí tienes una Mantón del calibre catorce que podría acomodarte.
Caminaron por el pasadizo hasta la parte trasera de la casa, salieron al patio del establo, donde encontraron a Harding esperando con un perro.
—¿Quiere que les acompañe, señor? —preguntó.
—No —respondió Jack—, espere usted aquí al señorito George, y lléveselo a buscar la prensa. Pero déjeme a Bess.
La aguerrida perra, más o menos de raza spaniel, comprendió sus palabras y se acercó temblando de entusiasmo y observando el rostro de Jack, para ver si éste le indicaba por dónde debían ir.
De hecho, atravesaron la zona que había detrás de la casa donde Jack había sido feliz de niño: los establos, la caseta donde guardaban los pertrechos de montar, la doble caballeriza, el estupendo muro de ladrillo rojo en el que se había recostado durante horas mientras jugaba al cinquillo en solitario, la caseta de la uva y el jardín de la cocina; allí se sentaron un rato en la base del pozo, donde Stephen examinó la factura del arma.
—Es un arma de caza excelente, la más elegante del mundo —dijo—. Y tiene un equilibrio perfecto.
—Joe Mantón quedó muy complacido con ella. Dijo que la culata tenía la madera más bonita que había visto. Ah, Stephen, observa el fogón, ¿quieres? Es de platino y jamás se corroe ni se obtura. No hay arma que dispare mejor.
—A fe mía, Jack, que te veo orgulloso. Pese a que fui rico como Belcebú, jamás llegué a tener un arma fabricada por Mantón, y menos aún con fogón de platino.
—¿Y ahora ya no lo eres, Stephen? —preguntó Jack sin la menor señal de vulgar curiosidad, sino con profunda preocupación.
—No, ya no. Me llevé toda mi fortuna a España, como bien sabes; y allí permanece retenida. Al parecer se enteraron de mis actividades en el Perú. Pero no estoy en absoluto desesperado, Jack. Tengo mi paga de cirujano naval, con un montón de atrasos, por cierto; tenemos intención de deshacernos de esa malhadada propiedad de Barham y adquirir una casita no muy lejos de aquí. No. No estoy en absoluto desesperado, sólo que no tengo intención de permitirme el lujo de poner platino al fogón de mi escopeta.
—Entonces ambos viajamos en el mismo barco, hermano mío. Apenas llevaba en casa un mes cuando empezaron a llegar todas esas cartas: demandas legales por apresamiento indebido, retención forzosa y demás, basadas en el hecho de que apresé buques negreros que, por una añagaza u otra, pretendieron demostrar que contaban con una salvaguarda. La mayoría de las demandas fueron rechazadas sin más, pero dos o tres llegaron a presentarse ante los tribunales y, aunque mi querido Lawrence hizo cuanto pudo, me he visto obligado a pagar compensaciones por daños. Stephen, jamás creerías la cantidad de daños y perjuicios que derivan de un cargamento. Se me ha negado el derecho a apelar en la carta más reciente que he recibido, y al menos quedan pendientes dos casos más. Lawrence se entrevistó con el consejero del Almirantazgo, miembro de la misma parroquia, quien le dijo que mis instrucciones eran perfectamente claras al respecto; en ellas se me prohibía interceptar a cualquier embarcación protegida, y si, pese a ello, lo hacía, debía afrontar las consecuencias. Por mi parte, hablé con el primer lord, a quien siempre he considerado como un amigo, pero éste se mostró frío y distante, orgulloso como Poncio Pilato. Me dio la misma respuesta, exceptuando el hecho de que me dijo que tenía que pagar las consecuencias. En fin, no podré pagarlas si cualquiera de los demás casos pendientes se falla a favor de los demandantes. Tal como están ahora las cosas, nos salvaremos por los pelos si Sophie vende Ashgrove: este lugar y toda Woolcombe están comprometidos. —Stephen sacudió la cabeza al oír aquello, tan abatido que Jack no tuvo más remedio que añadir—: Pero al igual que tú no estoy desesperado. También cuento con la paga de la Armada, y no podrán detenerme mientras conserve mi asiento en el Parlamento. Dios, Stephen, nos hemos entretenido demasiado. ¿Te parece que vayamos a ver si podemos cazar algún conejo?
En cuanto se levantó del húmedo asiento, el perro de aguas se puso a cuatro patas y lanzó un quejido de ansiedad, se desplazó de un lado a otro entre las plántulas de asterias, y desapareció tras una hilera de mirto, donde pudieron oírla haciendo una marca en una caseta, pues al ser una perra silenciosa tan sólo soltó aquel apremiante quejido.
—Supongo que será la puerta que conduce al ejido —dijo Jack—. De cualquier modo quería que lo vieras, porque es un terreno adorable. —Lo atravesaron caminando a buen paso, y en el sendero, a unas treinta yardas más allá, vieron menearse un rabito blanco. Jack apuntó el arma; el conejo dio una vuelta de campana; la perra echó a correr y llevó la pieza al cazador, jadeando satisfecha.
—De modo que éste es el ejido —dijo Stephen, observando a su alrededor los extensos pastos, los helechos, los árboles dispersos y las charas repartidas aquí y allá; todo el conjunto resultaba agradable y ondulado, teñido de un color otoñal, coronado por un generoso pedazo de cielo, adornado con blancas y rápidas nubes—. Elegante ejido, si me permites decirlo. Pero estoy algo confuso. Suponía que tu padre y sus amigos lo habían vallado, para desgracia tuya, cuando estuvimos viajando por la costa más lejana del mundo.
—Vallaron el ejido de Woolhampton, lo cual supuso un gran pesar para mí. Pero este ejido forma parte de lo que llamamos Simmons Lea, que ha sido desde siempre mi favorito, aunque ahora también quieren vallarlo. ¡Lo harán por encima de mi cadáver! Con lo que llegué a divertirme aquí cuando era pequeño. Muchas veces solo, pero en ocasiones con amigos míos de las granjas cercanas o del pueblo. Pescábamos, cazábamos con hurón, sacábamos la yegua, cazábamos furtivamente en las tierras del señor Baldwin, empujábamos a sus guardabosques a bailar una vieja y peculiar danza, practicábamos la caza de ánades en los duros inviernos. Heneage Dundas venía de vez en cuando. Y cuando se instalaban los Blackstone en este rincón del país, solíamos encontrarnos con un zorro en la aulaga. ¿Te has fijado en el anciano que había en el establo?
—Sí.
—Harding, un auténtico hombre de campo, nacido y criado en la parroquia. Hay unos veinte Harding en los alrededores. Empezó haciendo de cuidador de perros con los Blackstone, donde su padre trabajaba de cazador; entonces reunió a otra manada, pero sufrió una mala caída y tuvo que conformarse con servir de guardabosques para Wimborne y, después de trabajar un tiempo como aguador, entró a nuestro servicio de nuevo como guardabosques; oh, eso fue mucho antes de que yo naciera. No recuerdo haberme separado de él en todo ese tiempo. No soy ningún experto en aves, Stephen, de eso eres consciente, pero lo poco que sé lo aprendí de él. Este sendero conduce al lugar donde me mostró un huevo de chotacabras que estaba en el suelo. ¿Has visto alguna vez un huevo de chotacabras, Stephen?
—Así es; pero me lo trajeron. Nunca he encontrado uno.
—Entonces no tengo que explicarte lo bonitos que son. Y también me enseñó a pescar, a poner trampas, a encontrar perdices y a disparar, por cierto. Él… Oh, buen tiro, Stephen.
La perra le llevó la perdiz. Stephen alabó el arma, la mejor arma que había tenido en las manos.
—¿Pones coto a la caza, Jack? —preguntó cuando siguieron caminando.
—Oh, no. Tan sólo cazo de vez en cuando, más por pasear que por cualquier otra cosa. Adoro este ejido. Si surge la ocasión, pues estupendo, pero no me entra en la cabeza eso de criar aves para después abatirlas. Lo cierto es que oportunidades para cazar se presentan la mayoría de los días, porque mis vecinos sí cuidan la cría, sobre todo la del faisán, de modo que cuando organizan una jornada de caza en toda regla, con aves, muchos vienen a nuestras tierras. Algunos se quejan, y uno de ellos, un mezquino sodomita, dice que mi único motivo para oponerme al vallado es que me gusta disfrutar de la caza que ellos crían. Hay mucho resentimiento… y ese tipo —continuó Jack, que inclinó la cabeza para poder ver con su ojo sano, lo cual se había convertido en un gesto acostumbrado en él—, ese tipo del poni que ves ahí tras esos sauces, es el ejemplo perfecto. Lamento decir que es marino, y un lampazo.
—Suena a contradicción.
—Muy amable por tu parte decir tal cosa, Stephen; pero cuando consideras… Verás, ese tipo, Griffiths, no es ningún marino. Lo recordarás de La Valetta, donde servía bajo las órdenes de Gib. Tuvo la Espiègle y después la Argus; era un tipo tiránico de pelo negro y rostro rojo como un tomate, más joven que yo pero con mucha más influencia: miembro del Parlamento por Cartón y heredero de Stranraer, de quien es sobrino. Aquel mismo mes le nombraron capitán de navío. No obstante, después de un crucero o dos en la Terpsichore, cuando tuvo que enfrentarse a un desagradable motín, empezó a rechazar mandos que le hubieran llevado a las Antillas. Prefiere cuidar la granja, pero a gran escala. Posee extensas tierras por Paston. Fue uno de los principales cabecillas a la hora de cercar el ejido de Woolhampton (por cierto, aquí lo llamamos tanto Woolcombe como Woolhampton, vamos, que es lo mismo). Ahora quiere hacer lo propio con Simmons Lea. Él y sus amigos quieren arreglarlo todo como si de un campamento militar se tratara, con líneas y ángulos rectos. Elevados ingresos y rentas, por supuesto, y las leyes de caza respetadas hasta la última coma. Puede que te parezca que te lo estoy pintando como a un tirano, pero el caso es que no sabe distinguir entre un barco que disfruta de una armonía aparente mediante los métodos observados en Botany Bay, y un barco que disfruta de una armonía real, un barco feliz, donde tanto oficiales como marineros cumplen con su deber sin necesidad de recurrir a los azotes. Por tanto, tampoco distingue entre unas tierras adecuadamente gestionadas y un lugar no muy distinto de lo que sería un penal, donde todo el mundo anda con miedo y sólo la sospecha de cazar furtivamente supone la ruina de cualquiera. Los arrendatarios se someten a su voluntad, por supuesto, siempre que se tercia el arriendo… Mira, parece que viene hacia aquí. Creo que le saludaré con el sombrero y le preguntaré cómo anda. Pese a todo, aún nos dirigimos la palabra.
—Caminaron un rato en silencio, y Jack se apartó del sendero para dejar espacio al poni—. Buenos días, sir. ¿Cómo está? —preguntó tocándose el sombrero.
Griffiths devolvió el saludo sin sonreír, observando fijamente a Stephen, quien, por su parte, vio a uno de esos hombres gruesos, insatisfechos, más inclinados al mal humor que a la menor muestra de alegría, eso si la alegría no le había abandonado para siempre, junto a su juventud. ¿Víctimas del poder de dar órdenes? ¿De un hígado enfermo? O, sin duda, de ambas cosas, además de un bazo y un páncreas díscolos.
—Fue Burton, según creo —dijo Stephen al cabo de unos minutos—, quien observó que había hombres que no absorbían nada más que veneno de los libros. ¿Y quién no ha conocido a jóvenes, e incluso a doncellas, que poseen ideas ridículas de lo que conviene a las personas de empuje, y con nociones permanentemente distorsionadas de conducta respecto a lo que resulta aceptable y a lo que no lo es? Aun así, ¿no podrían ser los autores incluso más dañinos?
—En la Armada suele haber quienes devuelven el cachorro al redil —dijo Jack—. Aunque debo confesar…
Pero la confesión se perdió. Habían llegado al fondo pantanoso, y una agachadiza emprendió el vuelo con su habitual graznido, alejándose a sorprendente velocidad. Jack abrió fuego pero falló. La perra le miró con desprecio.
—Me está bien empleado —dijo al cargar de nuevo el arma—. Eso por estar a punto de decir que la Armada no es perfecta.
—Supongo que aquí en invierno habrá más agua —dijo Stephen.
—Oh, sí, mucha más. Casi forma un pequeño lago.
—Es muy similar a lo que en Irlanda llamamos turlough —dijo Stephen—. A veces dista mucho de considerarse un lugar árido. —Dedicó a Bess una mirada discreta pero significativa, y señaló con la cabeza una espesa mata de juncos. La perra echó a correr y, al cabo de dos minutos, levantó un par de cercetas que alzaron el vuelo del pedazo de agua donde se habían posado. Stephen alcanzó al ave situada a la derecha, pero Jack falló.
—No debí abrir la boca —dijo enfadado mientras Bess llevaba el patito a Stephen—. Me ahorraría muchos problemas si tuviera la boca cerrada.
—Échale la culpa al arma —dijo Stephen—. Por muy buena que sea su factura, es tan ligera y tan preciso el disparo, que…
Jack se limitó a sacudir la cabeza. Entonces, en parte por aprender y en parte por devolver a su amigo la ventaja moral, Stephen dijo:
—Te ruego que me expliques todo lo relacionado con los cercados, Jack, si eres tan amable. He oído hablar a menudo de ellos; hay quienes aseguran que salvarán al país de la hambruna, pero otros dicen que no son más que una cortina de humo, una de tantas maniobras para poner la tierra en manos del rico, y mantener tal y como están las pagas de los trabajadores. Que, de todos modos, teniendo en cuenta que dentro de poco no habrá guerra… Me limito a repetir lo que he oído, Jack, no creas que ésta es mi opinión, que Dios me libre. En fin, que dentro de poco terminará la guerra y no tardaremos en importar grano de nuevo, de modo que no habrá necesidad alguna de cambiar el antiguo orden.
—Hablando en términos generales… —dijo Jack—. ¿Qué ave es esa?
—Creo que una aguja colipinta.
—No estoy capacitado para hablar. Eso se lo dejo a personas como Arthur Young o al bueno de sir Joe. Pero lo cierto es que, en el pasado, y en cuanto a lo que a las tierras realmente provechosas concernía, al cercar todos los ejidos se logró aumentar las reservas de trigo del país. Pero yo estaba en la mar, o ambos estábamos encerrados en una prisión u otra, la mayor parte del tiempo, y además no tengo más derecho a intervenir en el Parlamento y parlotear sobre los cercados en general, que el que tienen nueve décimas partes de los miembros de tratar sobre asuntos navales. Sin embargo, en lo que a estos dos ejidos en particular se refiere, sé perfectamente de qué estoy hablando y me opongo absolutamente a cualquier cambio. Y eso mismo es lo que diré al Comité en voz alta y clara.
—¿Qué clase de comité?
—Pues el Comité parlamentario, por supuesto.
—¿Oh, de veras? Te lo ruego, Jack, empecemos por el principio. ¿Quién empezó con esto del cercado? ¿Quién tiene el poder, la autoridad? ¿Qué reza la letra de la ley?
—Respecto a la ley, que Dios nos asista: cualquier mansión tiene una ley propia, y los tribunales siempre dicen aquello de consuetudo loci est observanda. —Miró a Stephen y repitió—: Consuetudo loci est observanda. —Lo hizo elevando el tono de su voz, antes de añadir con un suspiro—: Y no creo que necesites que te lo traduzca. De una mansión a otra, las costumbres difieren sorprendentemente, tal como ha sido siempre. Incluso en los ejidos de Woolcombe y Simmons Lea, que son prácticamente colindantes, los ejidos de donde se pueda pescar son muy diferentes, y aquí en Simmons Lea no hay ejido de donde se permita extraer turba. Entonces existen todo tipo de derechos, como el bite of grass y fire-bote, hey-bote y house-bote, underwood, sweepage[1] y demás, que difieren de parroquia en parroquia, pero que se rigen estrictamente por la costumbre que se remonta a tiempos inmemoriales, y que proporciona a un hombre un lugar en el pueblo y convierte al conjunto, más o menos, en un barco feliz. Ten en cuenta, Stephen, que hablo de los yermos de un señor, no de un ejido comunitario ni de la tierra de pastos, sino del yermo, lo que viene a llamarse hoy en día ejido. La mayor parte de la tierra de labrantío y pasto fue cercada hace mucho tiempo, aunque aún quedan partes de ambas, adjuntas a Simmons Lea. —Calló al ver en el cielo una garza real, que volaba en línea recta, batiendo las alas con fuerza—. Veinte o más anidaban en los árboles que hay en lo más apartado del lago —dijo—. Hasta que, cierto año, los aguadores y algunos de los guardabosques derribaron todas las plataformas donde se criaban, y jamás volvieron. El viejo Harding fue uno de ellos. Nunca pudo soportar nada que compitiera con nosotros a la hora de matar; nadara, volara o corriera, carne o pescado, un ave o un buen arenque. Y tú, Stephen, tú hubieras llorado a lágrima viva de haber visto la puerta de su granero llena de halcones, gavilanes, lechuzas, dos quebrantahuesos e incluso una enorme águila de cola blanca extendida, así como comadrejas, armiños y la extraña marta, todos clavados a la puerta. Vendía las pieles de nutria. Pero te estoy hablando de cuando él hacía de guardabosques y yo era un crío; ahora que no sale mucho, abundan las alimañas. Aunque no puedo decir que eso no me preocupe a la hora de ir de caza. A ver si te estás quieta, maldita zorra —exclamó al ver que Bess, que se había alejado mientras conversaban, había levantado un estupendo faisán lejos del alcance de sus armas.
—Creo que nunca había visto tan afligido a un perro —dijo Stephen—. Todos sus miembros andan de capa caída.
—Pues tiene motivos de sobra para estarlo —dijo Jack—. Mira que andar por ahí de ese modo indecente como si fuera una lunática. Si fuera más joven le daría unos azotes. Ésa, por cierto, debía de ser una de las aves de Griffiths, un faisán común. Bien, ¿por dónde iba? Ah, sí. Un cercado suele empezar con un acuerdo por parte de quienes ejercen mayores derechos en el ejido, pues se divide en partes separadas, en propiedades proporcionales a sus derechos. No me refiero a todos los implicados, pero sí a muchos de ellos. Entonces, con la bendición del párroco, el patrón del beneficio y todos los caballeros, labradores ricos y propietarios que sean de su opinión, y a los cuales pueda convencer, nombran al número de personas necesario para medir y cartografiarlo todo. Hecho esto, presentan una petición al Parlamento, rogando que se les permita presentar una ley al uso para que el Parlamento pueda llegar a autorizar el reparto, de tal modo que se convierta en ley.
»Explicado así, el negocio parece justo. Después de todo, el país se rige por estas directrices: la mayoría siempre tiene la razón, y a quienes no les guste pueden rascarse allá donde les pique… Expresión que he oído en boca de un oficial que encabezaba un trozo de leva forzosa, cuando uno de los hombres a los que había capturado se enfrentó a él.
»Sería perfectamente justo si fuera como un jurado o, incluso, una sacristía, donde cada hombre tiene voz y voto, y donde los demás lo conocen y valoran su opinión dada su reputación en el pueblo. Pero en este caso, la mayoría se determina no por el método de contar cabezas, sino mediante la suma de las partes, esto es, el valor de las propiedades. Griffiths, un recién llegado de mucho dinero, vale por, quizás, unas diez mil libras. Harding y toda su parentela en las granjas podría llegar a valer dos o trescientas libras en los últimos dos o trescientos años. Ya me dirás tú qué valor tendrá su voto. Y además hay tres o cuatro peces gordos más, aparte de Griffiths. Mi propio primo, Brampton, en Westport, ansía reunir tres de sus granjas, donde el ejido discurre condado adentro. Bien, pues mientras estuvimos sofocándonos de calor en el Golfo de Guinea, y mientras tú, mi pobre Stephen, no sólo te abrasabas, sino que además te ponías amarillo como una gallina, reunieron su preciosa petición con el apoyo de la mayoría de las partes (no necesito decirte lo fácil que le resulta a alguien, que dispone de una considerable propiedad, convencer a los labradores que obtienen sus ganancias en esas tierras de que firmen o pongan una marca en el documento que les privará de su parte del ejido) y después de una larga pausa, mientras se ordenaba adecuadamente y se redactaba la ley, Griffiths la presentó ante el Parlamento. Se leyó dos veces con el habitual torrente de palabras ininteligibles, sin que ninguno de los presentes prestara la menor atención, y fue transmitida al Comité, al Comité parlamentario del que te estaba hablando. Si ese comité da su visto bueno, la ley se leerá una tercera vez, casi seguro que sin debate alguno, y se aprobará sin objeción para que los comisionados se avengan a empezar el reparto. Pero si puedo impedirlo, el Comité no dará su visto bueno.
—¿Y cómo lo impedirás?
—Si mis partes en el ejido no bastan para vencer su mayoría, al menos tendrán que reducirlo un poquito. Disfrutaré de mayores posibilidades, pongamos que once a tres, de que el peso de mi posición incline la balanza… de que gire las tornas.
—Seguro que un capitán de navío de la Armada real es una figura imponente, pero ese capitán Griffiths ¿no tiene el mismo empleo y mayor antigüedad que la tuya?
—Así es. Pero él no posee una mansión como la mía.
—Cielos, Jack, no tengo ni la menor idea de lo que me hablas. Ni la menor idea. ¿De modo que aún existe? El oficio, o, quizá debería decir que la eminencia de la que había oído hablar, pero que suponía perteneciente al pasado, que permitía a los señores ejercer su droit de seigneur con todo el rigor del mundo, con la justicia de su parte, justicia que imponían con un par de horcas. ¿De modo que todavía existe? Estoy sorprendido. Sorprendido.
Incluso a estas alturas, el alcance de la ignorancia de Stephen, tanto en el mar como en tierra, por supuesto, no dejaban de sorprender al capitán Aubrey. Le miró con afecto y, mediante el uso de palabras sencillas, le explicó la naturaleza de su función.
—Hoy en día prácticamente no vale nada, después de todo ese empeño por equiparar y por cambiar por amor al cambio: el señor de una mansión conserva pocos derechos, aparte de lo que las cortes de señorío le permitan, y la ocasional apropiación de tierras libres; pero, lógicamente o no, sí conserva cierta posición, y sucede rara vez que un comité actúe en su contra. Insisto en que poseo ciertos poderes que provienen de antaño. Quizá no pueda yacer con las hijas de los campesinos en su noche de bodas, pero sí que inauguro la feria de Dripping Pan (que no puede dar comienzo a menos que yo, o alguien en quien delegue, esté presente); realizo el saque inaugural de la temporada de fútbol, y arrojo la primera bola cuando empieza el criquet, a menos que esté en la mar.
Habían ido subiendo mientras hablaban de los derechos del señorío. Entonces, desde lo alto de una loma cubierta de hierba, le mostró mediante un gesto de la mano un hondo anfiteatro, demasiado grande como para poder llamarlo pequeño valle, con un espléndido césped en el que se recortaban las ovejas, los conejos y, en aquel momento, una modesta bandada de gansos blancos como la nieve, guardados por una muchacha.
—Viéndolo así no lo creerías —dijo—, pero en el día de Old Lammas, el primero de agosto, apenas se puede caminar debido a los puestos y tenderetes que se instalan aquí. La tía Sally, la gigantesca rata tártara, dos o tres damas barbudas, barracas de boxeo, donde nuestros muchachos reciben lo suyo por parte de los veteranos púgiles de Plymouth. Ese tipo de diversiones. Y aquí es donde jugamos al fútbol en invierno y al criquet en verano, y donde celebramos también las competiciones de salto y de carreras. En los mejores años ponemos en juego a once jugadores, capaces de vencer a quince o incluso a diecisiete provenientes de los pueblos cercanos. Allí abajo, al sudoeste, ¿lo ves? No, a la izquierda. Allí está el camino por donde llegan los feriantes, pocos días antes del uno de agosto. Nos desviará un poco de nuestra ruta, pero me gustaría llevarte a un lugar de los pastos del sur que estoy convencido de que te complacerá. Además —añadió consultando la hora en el reloj—, tenemos tiempo de sobra antes de que llegue Welland de visita.
Al descender, Bess levantó una liebre que corrió en línea recta hacia ellos, bajando la loma con la perra tan cerca que ni Jack ni Stephen se atrevieron a disparar. Diez yardas separaban a la liebre de la perra, y entonces la liebre, más allá de la distancia de tiro, cortó hacia la derecha, subió de nuevo la loma con la facilidad que la caracterizaba y ganó distancia de tal modo que supuso un auténtico placer para la vista, mientras Jack le gritaba, la muchacha de los gansos hacía lo propio con voz aguda, y Bess daba saltos como una pelota de criquet, sin que sirviera de nada, pues la liebre le había ganado la carrera por la mano y enseguida desapareció tras la loma. Bess volvió jadeando, y poco después llegaron al camino.
—Pese a las lluvias, aún puede verse la huella de los carromatos —observó Jack—. Y antes de que lloviera intensamente por última vez se distinguían con claridad las huellas de un camello. ¡Un camello! Un camello con dos fardos correspondientes a la tienda, propiedad de una de las mujeres barbudas, regalo de la reina de Arabia, o eso dijo ella.
—Una feria tiene un algo de magia —dijo Stephen—. El olor de la hierba pisoteada, las luces… Veo que aún tienes collalbas.
—Sí, pero no tardarán en marcharse, y nosotros con ellas. —Un pichón, que volaba en lo alto en línea recta, pasó por encima de sus cabezas—. Tu turno —dijo Jack.
—En absoluto —dijo Stephen.
Jack abrió fuego. El ave planeó hasta caer al suelo con las alas extendidas.
—Menos mal que me he cobrado mi pieza —dijo—. Sabrás que constituye uno de los droits de seigneur. En teoría, sólo el señor de la propiedad tiene derecho a disparar, aunque también tiene la opción de dar permiso a sus amigos.
Durante media milla conversaron sobre la preservación de la caza, sobre la caza furtiva, los guardabosques y los ciervos, y entonces, cuando se cruzó otro camino bordeado por una densa aulaga, lo tomaron hasta alcanzar una línea de postes y cercas blancas.
—Este es el límite del ejido —comentó Jack—. Más allá de la cerca empiezan nuestros pastos del sur, tierras solariegas. Tan sólo has visto una pequeña parte de Simmons Lea. Otro día confío en poder mostrarte el lago y lo que hay más allá. Aunque te habrás hecho una idea de…
—Una idea maravillosa, es un paisaje de lo más encantador; y en otoño, a finales de otoño, aquí tendrás a todos los patos del norte, por no mencionar las aves zancudas y, con suerte, algunos gansos.
—Así es, y puede que también algunos cisnes. Pretendía que te hicieras una idea de a qué renuncian esos infelices labradores. Quizá te parezca que no valoran la belleza de…
—Jamás se me ocurriría decir tal cosa. Sería una tontería por mi parte.
—Pero sí valoran el pastoreo, la leña, la paja para sus animales y el centenar de cositas que les proporciona el ejido, por no mencionar la pesca, sobre todo las anguilas, los conejos, la rara liebre y algunos de los faisanes de Griffiths. Harding hace la vista gorda, siempre y cuando sean del pueblo y observen cierta moderación.
Llevaban un rato escuchando un ruido extraño y continuo que Stephen no pudo identificar hasta que llegaron a la puerta; mientras Jack se encargaba de abrirla, Stephen volvió la mirada hacia el trecho recto de camino, en el que vio a una mujer que tiraba de un burro enganchado a un carro donde llevaba aulaga amontonada. Vestía una casaca vieja, muy vieja, de hombre, además de unos guantes que obviamente ella misma se había confeccionado. Jack le abrió la puerta para que pudiera pasar.
—Señora Harris, ¿cómo está usted?
—¿Y usted, capitán Jack? —respondió en un tono de voz igualmente elevado, aunque más ronco—. ¿Y su encantadora señora esposa? No puedo detenerme, señor. No sabe qué miedo le tengo a esta puerta, porque el asno es tan vago que no podría hacer que se moviera si lo suelto para abrirla. —Y lo cierto es que el andar del burro perdió brío al acercarse a la puerta, aunque la señora consiguió que la franqueara, no sin lanzar un exabrupto particularmente virulento.
—Vamos a echar un vistazo al prado de Binnings —le dijo Jack al tomar el camino de la izquierda.
—Hoy está precioso —replicó ella.
—Jack —dijo Stephen—. Me ha parecido entrever en tu discurso acerca de la naturaleza de la mayoría tu sorprendentemente violenta, radical e, incluso (y perdóname), democrática exposición, la cual, con la desleal implicación de «un hombre, un voto», podría interpretarse como un ataque de los derechos sagrados de la propiedad. Me gustaría saber cómo los acomodas con tu apoyo a un ministerio conservador en el Parlamento.
—Oh, respecto a eso —dijo Jack—, no tengo el menor problema. Depende enteramente de una cuestión de escala y circunstancia. Todo el mundo sabe que a gran escala la democracia supone un pernicioso sinsentido. Un país, o incluso un condado, no podría gobernarse por un puñado de políticos demagogos que basaran su política en el sentir popular, para conmover al populacho. De hecho, incluso Brooks, semillero de la democracia, está regido por administradores, y a quienes no les guste pueden irse a otra parte o afiliarse a Boodles. En lo que respecta a un navío de guerra, todo depende de la autocracia o de nada, de nada en absoluto; es una tontería. Ya viste lo que le pasó a la pobre Armada francesa al principio de las Guerras contra la Francia Revolucionaria…
—Querido Jack, no concibo una democracia literal a bordo de un navío de línea, ni siquiera a bordo de un bote de remos. Conozco demasiado bien cómo funcionan las cosas en la mar —añadió Stephen, seguro de sí.
—Mientras que al otro lado de la balanza, aunque eso de «un hombre, un voto» apeste a horca y azufre, todos lo hemos aceptado en un jurado que juzgue la vida de un hombre. Un cercado se adscribe a esta escala, pues también influye en la vida de los hombres. No había reparado en cuan concienzudamente lo hace, hasta que volví del mar y descubrí que Griffiths y algunos de sus amigos habían convencido a mi padre para unirse a ellos a la hora de cercar el ejido de Woolcombe. En aquel momento, mi padre sufría penurias económicas. Woolcombe jamás fue un lugar tan espléndido como Simmons Lea, pero también era de mi agrado: hay una cantidad sorprendente de perdices y chochas cuando llega la temporada, y al verlo pelado, allanado, drenado, vallado y trabajado hasta el último haz de trigo, con buena parte de los límites destrozados por el arado, las granjas destruidas y los restantes labradores con la mitad ele sus posesiones y perdida toda alegría de vivir, reducidos a inquietos peones sombrero en mano, me dolió en lo más hondo del corazón, Stephen, te lo aseguro. Crecí a mi aire cuando era un muchacho, después de morir mi madre, a veces en la escuela del pueblo, otras trotando por ahí; conocí íntimamente a estos hombres desde que eran críos como yo, y ahora los veo a merced de terratenientes, granjeros, y de los funcionarios de la parroquia que en nada los ayudaron, y me duele en el alma de tal modo que apenas tengo fuerzas para visitar el lugar. Estoy decidido a luchar para que no suceda lo mismo en Simmons Lea, si es que puedo hacer algo por evitarlo. Los métodos tradicionales tienen sus desventajas, pero aquí (y sólo hablo de lo que sé a ciencia cierta) el ejido era un medio de vida, la gente sabía cómo manejarse y conocía las costumbres desde la cuna. —Coincido contigo por completo, querido amigo —dijo Stephen.
Rara vez había visto a Jack tan conmovido, y no dijo nada durante un estadio, hasta que Jack exclamó:
—¡Ahí está! ¡Ahí está tu alcaudón dorsirrojo! Ayer mismo se lo enseñó Harding a George. Tenía esperanzas de que pudieras verlo.
—¡Ah, espléndido ejemplar de ave! —dijo Stephen—. No creo haber visto nunca un espécimen tan loable. Algunos lo llaman pájaro carnicero. Se comporta de un modo horrible. Pero, ¿quiénes somos nosotros para reprochárselo?
El camino dio otro giro y, a lo lejos, a la izquierda, pudieron ver una casa; a la derecha había otro prado cubierto de trébol y hierba, con un refugio de techo de paja en medio y un caballo que pastaba en compañía de una cabra. Stephen siguió la mirada de Jack.
—Oh, oh —exclamó con voz grave, antes de añadir elevando el tono—: ¡Lalla, Lalla, aquí!
Incluso antes de llamar a la yegua, ésta había levantado la cabeza y movido las orejas en su dirección, todo ello sin dejar de resoplar. Entonces se movió hacia ellos, y cuando sus sospechas se vieron confirmadas lanzó un relincho, emprendió un suave galope y superó una cerca con la misma agilidad de un gamo hasta llegarse junto a Stephen, resoplar sobre él y apoyar con fuerza la cabeza en su hombro, y el rostro contra su mejilla, mascullando un rápido y jadeante quejido. La cabra observó la escena desde el refugio. Se acercaron caminando a la casa sin que Lalla se separase de Stephen, hacia quien volvía afectuosamente la cabeza de vez en cuando. Era una de las yeguas árabes de cría que Diana había cuidado para después deshacerse de ellas, durante una de las muchas e interminables ausencias de Stephen, y era la única que el cirujano había podido recuperar, el caballo más afectuoso e inteligente que había conocido en toda su vida.
—No sabía que la tuvieras aquí —dijo.
—Oh, sí —dijo Jack—. Como creo haberte dicho hemos alquilado Ashgrove. El almirante Rodham, aunque es un excelente marino, es del tipo de personas con las que puedes contar para que arruinen a un caballo en cuestión de un mes, incluso menos. —Entonces, al caer en la cuenta de que por su amistad le debía una explicación, añadió—: Nos marchamos poco después de que me encausaran por primera vez. Aquí vivo sin tener que pagar un chelín, por supuesto, y buena parte de la comida la obtenemos de la granja, mientras que el almirante paga un suculento alquiler y su servidumbre se encarga de cuidar el jardín. Un almirante tiene muchos sirvientes, Stephen.
—Estoy convencido de ello —dijo Stephen, familiarizado con el concepto que tenían los almirantes de los criados que necesitaban para mantener la dignidad de la insignia, al tiempo que se preguntaba por las probables consecuencias del celo de tal servidumbre—. Vamos, Lalla, querida, sé buena y no me babees encima. —La yegua le acariciaba el cuello con el hocico y reducía a un estado lamentable la ya maltrecha casaca de Stephen. Le miró con afecto, y después, con las orejas enhiestas, volvió de pronto la mirada a la derecha, hacia su compañera habitual, la cabra sin nombre, extraviado animal procedente de un pueblo lejano que nadie había reclamado y que en ese momento los seguía sin dejar de observar con desconfianza a los hombres y a la perra, Lalla relinchó de nuevo, como para animarla, y todos ellos caminaron juntos mientras las alondras alzaban el vuelo a ambos lados del camino.
—¿Me permites volver al tema del ejido? —preguntó Stephen—. ¿Supongo que los labradores obtendrán una compensación por la pérdida de sus derechos?
—En teoría, así es —respondió Jack—, y cuando los comisionados conservan cierta compasión en las entrañas, la verdad es que reciben algo, siempre y cuando puedan demostrar legalmente que tienen derecho a ello. En tal caso se les concede una parcela para el cultivo. Con un ejido extenso como éste, el poseedor de… pongamos que de dos partes, podría obtener unas tres cuartas partes de un acre junto a su granja. Pero tres cuartas partes de un acre no le bastan a una vaca, a media docena de ovejas y a un puñado de gansos, problema que no tenían disponiendo de acceso libre al ejido. Sin embargo, una parcela tan extensa es algo raro de ver; sucede más a menudo que se reparta la tierra en diversos pedazos, por lo general separados entre sí, y que se contemple una cláusula en el acta, conforme a que cada uno de ellos podría cercarse y a veces, drenarse. Un hombre sin recursos no puede permitirse tal cosa, de modo que vende su propiedad por cinco libras y, después, durante el resto de su vida, depende de un salario, eso si lo obtiene, de modo que está en manos del granjero.
A juzgar por el olor, la cabra se había unido a la comitiva.
—¿Me permites interrumpirte para poder explicarte una anécdota relacionada con un médico austríaco que conocí en Cataluña?
—Será un placer oírla —respondió Jack.
—Me acompañaba un soldado inglés, un tal capitán Smith, y paseábamos hacia el pueblo para tomar una horchata cuando nos encontramos al doctor Von Liebig, a quien pedí que nos acompañara. Por lo general, empleábamos el latín para hablar entre nosotros, pues su inglés era tan difuso como mi alemán, pero Liebig no tuvo en ese momento más remedio que recurrir a la lengua de Smith, y mientras tomaba su horchata nos explicó que al descender por la colina se había cruzado con un fantasma, un fantasma barbudo. «¿Un fantasma a plena luz del día?», exclamó Smith. «Sí. A la luz del sol se le veía muy pálido. Un hombre tiraba de él mediante una cuerda.» Me gustaría ser capaz de describirte ni que fuera una parte del contraste que había entre el solemne asombro de Smith, teñido de una profunda suspicacia, y la alegría de la expresión de Liebig, lo despreocupado de su tono y el evidente placer que le proporcionaba la bebida fría de que disfrutaba.
—Fantasma[2]. Un fantasma pálido y barbudo… Qué divertido —admitió Jack, encantado—. ¿Logró por fin ahuyentar tu soldado tan espectral enigma?
—Jamás. No hasta que se lo aclaré más tarde. No veas cómo se enfadó. Pero te pido perdón, Jack. Pongo punto final a mi paréntesis y te ruego que vuelvas al cercado; triste tema, me temo.
—En términos generales, sí lo es. Seguro que hay algunos terratenientes responsables que, dispuestos a cercar las tierras, prestan atención a las necesidades de los labradores y se aseguran de no dejarlos en peor posición de la que se encontraban, siempre y cuando tal cosa sea posible. Hombres que nombran comisionados con instrucciones de no aprovecharse de la ignorancia de los granjeros, o de no aprovecharse asimismo de que carezcan de la documentación que demuestre que ostentan la propiedad de su parcela o la de su casa. Hombres que no incluyan cláusulas en la ley insistiendo en el vallado, drenaje o en el cercado con seto, que paguen parte de los gastos que se deriven de toda la operación y de vallar la propiedad del propietario de la nueva parcela. Quizás existan esos hombres, pero Griffiths y sus amigos no responden a esa naturaleza. Quieren todo lo que puedan conseguir y les importa un bledo los métodos a los que tengan que recurrir para conseguirlo; y lo que temen tanto ellos como los labradores más importantes es la posibilidad de que los trabajadores se vuelvan unos frescales, tal como ellos mismos dicen, y pidan más por trabajar, un jornal que esté a la altura del precio del trigo; que se nieguen a trabajar si no lo consiguen y que para vivir recurran a lo que obtengan del ejido… Por tanto, si no hay ejido, no habrá frescales.
En ese momento, el camino se volvió tan estrecho que Jack, Stephen, Lalla y la cabra no tuvieron más remedio que caminar en fila india, de modo que la conversación decayó. Cuando finalmente tuvieron el campo arado a mano derecha y los pastos a mano izquierda, Stephen dijo:
—Una de las ventajas de la vida en el mar para los hombres de nuestra condición estriba en la libertad de palabra —observó Stephen—. En la cabina o en popa, en el jardín, podemos decir lo que queramos y cuando queramos.
Y si lo piensas detenidamente, esto en tierra sucede rara vez en circunstancias normales. Siempre hay motivos para mostrarse discreto: la servidumbre, los seres queridos, las visitas, oídos inocentes pero receptivos, o la posibilidad de su presencia. Por el mismo motivo resulta difícil poder leer en silencio en una casa, a menos que uno tenga la bendición de disponer de una habitación insonorizada a prueba de ruidos: interrupciones, movimientos innecesarios, puertas que se abren y se cierran, disculpas, incluso susurros. Dios santo, para mí, el mar: Leí a Josephus entre Freetown y Fastnet Rock durante nuestro último viaje. Los aullidos de los marineros, el movimiento del mar y el embate de los elementos (excepto, quizás, en sus casos más extremos) no son nada comparados con las incursiones domésticas. Desde entonces tan sólo leo la prensa, gacetas, publicaciones periódicas… lectura ligera exceptuando el Proceedings, lecturas que han consumido todo mi tiempo y energía. En fin, Jack, te ruego que me hables acerca del almirante Stranraer, a quien te he oído nombrar a menudo.
—Tal como sabes, comanda la escuadra que realiza el bloqueo de Brest, nuestra escuadra. Es un marino agricultor, como su sobrino Griffiths. Son muchos, intoxicados con la teoría de la alta agricultura, y a veces poseen grandes extensiones de tierra. Pero al contrario que Griffiths, Stranraer es un excelente marino. Un comandante férreo, de lengua afilada. Es un hombrecillo, de esos que ladran y muerden de vez en cuando.
—Posee un título escocés, ¿verdad?
—No, es inglés; de tiempos de Guillermo el Holandés. El apellido de la familia es Koop. Es un liberal, pero un liberal moderado, y a veces vota en contra del Ministerio, aunque sólo en ocasiones (en las importantes), lo cual significa que todo el mundo le va detrás. Pese a todo, es lo bastante liberal como para que yo le desagrade por ser hijo de mi padre. Recordarás que antes de volverse tan radical, mi padre era un apasionado conservador, y que en unas elecciones llegó hasta el extremo de dar una buena paliza a un candidato liberal que se presentó por Hinton. Por otra parte, parece contento con Griffiths, que siempre vota por el gobierno en las raras ocasiones en que acude al Parlamento. Es parlamentario por Cartón, una parroquia modesta como la mía, aunque cuenta con menos electores. Al almirante también le desagrada que yo me haya aprovechado de la dispensa parlamentaria, lo cual supone que un capitán tendrá que ocupar mi lugar en el barco; y aún tendrá peor opinión de mí cuando descubra que tengo intención de echar por tierra su plan de cercarlo todo, plan firmemente recomendado por él, pues sale a menudo a colación y, según el almirante, supondrá una inmensa mejora para el ejido. Se decanta por juntar todas las tierras, despachar a los labradores que posean cincuenta o cien acres (le da lo mismo), y disponer de enormes extensiones de pastos con buenas carreteras, edificios modernos e increíbles beneficios. Sabe Dios de qué rendimiento por acre estaremos hablando.
—Parece haber más de uno de estos clanes en la Armada, aparte de los obvios sectores políticos. Hay hombres como tú, practicantes devotos de la navegación astronómica, que harían lo que fuera por quienes simpatizan con sus ideas; y están quienes disfrutan cartografiando cualquier cosa que pueda cartografiarse, por húmeda, lejana e incómoda que pueda ser. Sin embargo, creo que ésta es la primera vez que topo con una pandilla de agricultores marinos, y confieso que tengo muchas ganas de conocer al almirante.
—Sí, y existen nexos de simpatía y relación. Lord Keith, por ejemplo, se mostró muy amable conmigo cuando era joven, y haría lo que fuera por cualquiera de sus guardiamarinas o los hijos de sus oficiales. Este fenómeno se produce en toda la Armada, sobre todo entre las antiguas familias de marinos, como los Hervey. Lo mismo sucede en lo que respecta a regiones particulares. Encontrarás barcos donde todo el alcázar está compuesto de escoceses, por no hablar de buena parte de la marinería. Conocí al capitán de una corbeta oriundo de la isla de Man, y te aseguro que casi todos los de su dotación tenían tres piernas[3]. En lo que respecta al almirante, no tardarás nada en conocerlo, porque tenemos quince días para personarnos a bordo. Apenas tendré tiempo de acudir al Parlamento para la reunión del comité, entregar mi bomba explosiva, y tomar después la silla de posta a Torbay, adonde arribará Heneage Dundas antes del cambio de luna, acompañado por Jenkins…
—¿Quién?
—Mi capitán suplente, mi reemplazo temporal —respondió Jack, y a juzgar por el tono de voz y la expresión de su rostro, Stephen comprendió que no le tenía en mucha estima—. Con el viento del sur e incluso del sur sudeste llevo tres días esperando una señal.
De nuevo Lalla movió las orejas hacia los arbustos que había a su izquierda, a la vista de la casa pero a un lado del parque. De éstos surgió un niño, George, a quien perseguía una chiquilla, Brigid.
—Oh, señor —exclamó George—, hay un mensaje urgente de Plymouth. Lo trae mi prima Diana.
—Oh, papá —exclamó Brigid—, hay un hombre montado a un caballo de vapor, sediento a más no poder (el hombre), que trae una carta, una carta urgente. Mamá se ha hecho cargo de ella, y la trae en el carruaje. Nosotros atajamos por los arbustos y, después, por los tojos. —A esas alturas ya se habían reunido con ellos y, moderando un poco el tono de voz, levantó la cara para que la besaran.
—Les vimos a ustedes a través del catalejo —dijo George— y, puesto que la prima Diana ya tenía preparados los caballos, dijo que vendría a propósito y que con eso evitaría que tuvieran que caminar.
—¡Ya los oigo, ya los oigo! ¡Madre de Dios, los oigo! Oh, papá, querido, ¿podré subir al pescante con Padeen? —Tiró de su casaca y Stephen no tuvo más remedio que dejar de observar un ave lejana que volaba cerca del sol con las alas extendidas, probablemente un quebrantahuesos.
—Si mamá accede… —respondió—. Ella es la capitana del carruaje.
Pese a que Lalla era una yegua algo nerviosa y susceptible, en ese momento ofreció a los jóvenes una prueba de la maravillosa paciencia que caracteriza al animal menos prometedor. George, a quien ella conocía perfectamente bien, se había izado a lomos de la yegua cogiéndose a la crin y al dogal, ayudado por una mano de su padre, y Brigid, a quien conocía de un día, hizo lo propio, pero con mayor torpeza. Lalla la miró, tiesa hasta que la niña estuvo más o menos sentada, y después echó a andar suavemente.
El camino que señalaba el borde del terreno de pastos apareció extenso ante su mirada. En el lugar conocían ese camino con el nombre de «corriente», pues por ahí viajaba todo el ganado de Woolhampton para ser marcado y registrado en el segundo miércoles después de la festividad de San Miguel. Allí encontraron el carruaje con sus cuatro bayos al frente, y a Padeen, que sostenía la cabeza del líder del tiro. Diana estaba sentada al pescante.
—Tengo una carta para ti, Jack —exclamó, agitándola en el aire—. Una carta urgente de Plymouth.
—Gracias, Diana —replicó él—. ¿Quieres que te ayude a conducir el carruaje?
—Dios, no —dijo Diana—. Pero cuida de Lalla. Tiende a perder la cabeza cuando hay caballos cerca, aunque sean castrados. —Entonces, volviéndose a Brigid, dijo—: Hija, ven y dale esta carta a tu primo.
—¿Es usted primo mío, señor? —preguntó la niña cuando Diana hizo girar a los caballos con la habilidad que la caracterizaba—. No sabe cuánto me alegro.
* * *
Al llegar al antepatio, desembarcó del carruaje todo el pasaje. Jack saludó a Sophie, que aguardaba de pie en la escalera.
—Es de Heneage, querida. Ha perdido el bauprés, el mastelero de trinquete y me atrevería a decir que buena parte de los pasamanos de proa. Dejará al Berenice y se acercará en carruaje a Woolcombe con Philip y, quizá, con un par de marineros. Llegarán el jueves, Dios mediante. Qué amable por su parte habernos avisado con tanta antelación.
—Oh, sí, muy amable por su parte —exclamó Sophie antes de lanzar un suspiro.
—¿Conoces a Heneage Dundas? —preguntó a Diana cuando la ayudó a bajar del pescante.
—¿El marino? ¿El hijo de lord Melville? Le conozco. ¿No estuvo su padre al mando de la Armada?
—Lo estuvo, y fue un excelente primer lord, por cierto. En la actualidad, el hermano mayor de Heneage ha tomado el relevo y es primer lord.
—Sophie, Clarissa —llamó Diana—, ¿no os apetecería tomar un poco el fresco? Los caballos necesitan hacer ejercicio y me he propuesto sacarlos un par de horas. Podríamos acercarnos a Lyme.
—De veras que no puedo, querida —respondió Sophie.
—¿Se llevará a Brigid? —preguntó Clarissa.
—Oh, sí. Por supuesto que sí. Y a George, si quiere acompañarme.
—Entonces yo también iré, si me da cinco minutos.
* * *
El jueves que llevó a Woolcombe al capitán Dundas y a Philip —día para el cual también se esperaba la llegada del cochero del señor Cholmondeley, quien privaría a Diana de aquel carruaje que constituía una fuente inagotable de alegría para ella—, trajo de hecho al propietario en persona y a dos amigos suyos en la silla de posta. Llegaron poco después que el resto, mientras el salón todavía andaba algo revuelto con las presentaciones y las preguntas acerca del viaje, la salud de los amigos comunes y la posibilidad de que los franceses intentaran burlar el bloqueo de Brest (lo cual era improbable). Stephen reparó en lo bien que Sophie, una dama que vivía retirada en las provincias, resolvió la situación. Mucho mejor, de hecho, que Cholmondeley, un adinerado y elegante caballero. Se deshizo en disculpas por la intromisión y dio por sentado que no se quedaría ni cinco minutos; su único propósito era el de rogar a la señora Maturin que conservara el carruaje y los caballos un tiempo más, siempre y cuando ella quisiera hacerlo. Iba de camino a Bristol, donde embarcaría para Irlanda, obligado por un asunto legal urgente que había postergado demasiado tiempo, pero que no podía demorar más y, aún menos, dejar que se resolviera sin su intervención. No estaba por la labor de permitir que el tiro de caballos quedara recogido en el establo de Londres, sin aire, sin luz, sin ejercicio. Acto seguido, se enfrentó a la extraordinariamente incómoda tarea de preguntar a Jack si podía ver al mozo de Woolcombe, para arreglar con él la manutención y cuidados de los caballos. Después de que Jack se negara a ello, con educación a la par que firmeza, Cholmondeley se dedicó por entero a dar rienda suelta a su capacidad para moverse en sociedad, capacidad nada desdeñable en él, con alegría, entreteniendo a todos y charlando distendidamente sin caer en tópicos. Él y sus amigos tenían muchas amistades en común con el capitán Dundas y con Diana, y las noticias sobre estas amistades fueron a llenar los peligrosos silencios que amenazaron con darse, hasta que se levantó de la silla y, con elocuente gratitud, se despidió de Sophie y compañía, despedida particularmente educada para con el doctor Maturin.
De hecho, no había permanecido en la casa mucho tiempo (aunque pareció más de lo que en realidad fue) y los hombres tuvieron poco más que la impresión de que se trataba de un hombre bien educado, de agradable conversación pero orgulloso; sin embargo, había pasado el tiempo suficiente para que las damas presentes tuvieran el convencimiento de que Cholmondeley sentía una gran admiración por Diana.
En cuanto él y sus amigos se hubieron marchado, el lugar recuperó la agradable intimidad que lo caracterizaba. La incomodidad que pudiera haberse derivado de la aparición de Dundas y Philip desapareció por completo (ambos estaban de permiso) y desde la cena en adelante los presentes se dispusieron a disfrutar de aquellos últimos días en tierra tanto como fuera posible. Y lo cierto es que lo lograron, pese a los nubarrones que se cernían sobre el futuro de Jack Aubrey. Dundas y él tenían mucho de qué hablar respecto a la Armada, aparte del relato detalladísimo de cómo, en mitad de una densa bruma frente a punta Prawle, un inchimán extraviado y torpe había abordado la roda del Berenice, con las juanetes mareadas y toda la fuerza de la marea, al dar las tres campanadas de la segunda guardia, quebrando el bauprés de la forma más cruel posible, de tal modo que el mastelero de trinquete cayó por la borda y una de las cabezas de tablón saltó bajo la serviola de estribor: «Menudo chorro de agua: parecía un condenado geiser islandés».
Buena parte de la conversación, que en realidad no era apta para todos los oídos debido a su profunda naturaleza náutica, se llevó a cabo mientras pasearon armados por el ejido, o sentados en paranza a ambos lados del lago, según soplara el viento. Abundaba el pato, ánade en su mayoría, pero también la cerceta. Convidaban siempre a Stephen para la bandada del amanecer y del anochecer, si bien éste los acompañaba rara vez, pues, aunque no tenía problemas a la hora de disparar a un espécimen o a un ave para servirlo en la mesa siempre que fuera necesario, no le gustaba cazar por cazar. Gracias a que el joven Philip se dedicaba por entero a Brigid y a George, Stephen recuperó la acomodada solitud del hijo único, que va a donde quiere, en silencio, sin depender de nadie en absoluto. Era un estilo de vida totalmente natural, un estilo de vida que le sentaba como un guante. A veces acompañaba a Diana subido al pescante del carruaje, pero, aunque admiraba mucho su habilidad (los cuatro castrados no tardarían, a ese ritmo, en convertirse en el tiro mejor adiestrado y el más solícito de todo el país), su obsesión por la velocidad le inquietaba. Los sapos corriqueros no eran comunes en ningún rincón del mundo (en comparación con otras especies, había visto pocos en su vida), pero durante aquel paseo tuvo ocasión de avistar nada menos que a cuatro ejemplares. Las musarañas constituían otro de sus intereses actuales, aunque no había forma de lograr que Diana se interesara por ellas, pues de pequeña le dijeron que cada vez que uno tocaba o veía una musaraña envejecía un año, por no mencionar, tal como sabía cualquier hijo de vecino, que te producían un doloroso reumatismo y eran causa de abortos en las vaquillas.
Confiaba en poder interesar a Brigid, si bien no en las musarañas sí, al menos, en la flora que los rodeaba y en algunas aves, las más comunes. Sin embargo, sufrió una decepción, puesto que a ambos niños les atraía mucho más Philip, hermanastro de Jack Aubrey, hijo ilegítimo del difunto general Aubrey, cuya paternidad no hacía mucho que había reconocido, fruto de sus amores con una doncella de Woolcombe House. Este joven de piernas largas servía en la actualidad a bordo del barco del capitán Dundas en calidad de guardiamarina. Era un muchacho extraordinariamente agradable, que irradiaba juventud y simpatía por los cuatro costados, y que se mostraba muy amable con los pequeños, a quienes enseñaba en la caballeriza cómo trepar por la arboladura con cuerdas por obenques, aseguradas a los baos del techo, les zarandeaba a extraordinarias alturas y les enseñaba los principios básicos del cinquillo, además de llevarlos a toda suerte de rincones curiosos de los áticos de la casa (donde había centenares de murciélagos), las bodegas y demás, puesto que había nacido en Woolcombe y conocía la casa y todos sus antiguos rincones a la perfección.
A veces, si Philip les acompañaba, subían al carruaje con Diana, y en los días de compra Sophie se unía a ellos, pero sólo hasta el pueblo o hasta Dorchester, como mucho. Sophie no era una mujer cobarde (de vez en cuando mostraba sobresalientes dosis de fuerza y coraje), pero tampoco gustaba de la velocidad; las caídas cuando era niña, la cabezonería de los ponis y la ineptitud de los amos, aunada en ocasiones a la crueldad, le hacían mostrarse reticente a la hora de montar. En general, no le gustaban los caballos, de modo que Clarissa era la acompañante habitual de Diana, aparte del imprescindible mozo de cuadra.
Stephen encajó las decepciones de manera filosófica. Después de todo, ni siquiera él había empezado a mostrar cierto interés por los ratones campestres hasta cumplidos los siete años. Respecto a las musarañas, pese a la espléndida dentadura carmesí que poseían algunas, era evidente que tenían ciertas características desafortunadas: no era el mejor mamífero por el que empezar. Habría tiempo de sobra que dedicar a las musarañas. De cualquier modo, Cataluña, lugar donde confiaba poder pasar largas temporadas en cuanto se firmara la paz, era mucho, mucho más rica en cuanto a especies animales. Respecto a la botánica, sólo tendría que esperar a que empezara la primavera.
De modo que se dedicó a vagabundear en solitario, más o menos como había hecho de niño, echando un vistazo a los dominios de la musaraña de río (que encontró a docenas en los arroyos del ejido) y realizando un inventario aproximado de las aves del lugar. También tuvo ocasión de leer mucho en la noble pero lamentablemente descuidada biblioteca de Woolcombe, donde encontró una primera edición de las obras de Shakespeare, junto a la Chronicle de Baxter, y a una serie completa del The Malefactor's Bloody Register, mezclado con los Commentaries de Blackstone. Aun así, pasaba algún tiempo en la Handand Racquet o en la Aubrey Arms, situadas en el pequeño y triangular campo de césped, observando la lenta y regular secuencia de una vida que giraba en torno a la agricultura, mientras apuraba sorbo a sorbo su cerveza. No se sentía fuera de lugar, pues los lugareños sabían que era el cirujano del capitán Jack y, en ocasiones, se acercaban para hacerle una consulta al oído. Le trataban con amabilidad, como a persona que sabían de su lado, igual que al propio capitán, de modo que nunca ocultaban sus opiniones cuando él se encontraba presente. No sólo le apreciaban por estar relacionado con el señor del lugar y por sus píldoras, sino por alternar su presencia, por molesto que fuera, entre las dos fondas, y por evitar la Goatand Compasses, lugar más pretencioso, propiedad de uno de los partidarios de Griffiths; y aunque tuvo ocasión de escuchar en ambas tabernas cosas muy diversas, la opinión más extendida era la misma: una intensa oposición a los cercados, un odio acérrimo hacia la persona de Griffiths y hacia sus guardabosques, a quienes se tachaba de ser matones a sueldo, y un intenso desprecio hacia los propietarios nuevos que ocupaban las tierras de lo que había sido en tiempos el ejido de Woolcombe; junto a un gran afecto por el capitán Aubrey, pese a las dudas que tenían por su habilidad para hacer algo que impidiera la desaparición de todo aquello que constituía su modo de vida.
Todo esto se vio confirmado cuando tuvo oportunidad de deambular tranquilamente por el ejido y el pueblo en compañía del viejo Harding. Éste le habló de la exacta naturaleza y tenencia de todas y cada una de las pequeñas propiedades y granjas (a menudo meramente de costumbre, toleradas por la indulgencia desde hacía mucho mucho tiempo, pero que carecían de un contrato legal por escrito), junto a los derechos que ostentaban sobre el ejido. Ni Harding ni Stephen albergaban puntos de vista sentimentales o confusos acerca de la pobreza rural; ambos conocían demasiado bien la suciedad, la miseria, la holgazanería, los pequeños hurtos, la crueldad, la frecuente ebriedad y el nada infrecuente incesto que constituían el pan de cada día como para tener una concepción idílica de la vida de los pobres en el campo.
—Pero —dijo Harding—, es a lo que estamos acostumbrados; y pese a todas sus plagas es mejor que ser un simple pueblerino, o tener que entrar por la puerta trasera del terrateniente a rogarle de rodillas una jornada de trabajo y verse rechazado. No, no todo es un lecho de rosas, pero con un ejido comunitario un hombre cualquiera tiene al menos las riendas de su propia vida. Sin el ejido, no es más que el perro del terrateniente. Es por eso que apreciamos tanto al capitán Jack.
Y era cierto que lo apreciaban. En todo momento se mostraron amables y educados con él, pero a medida que se iba acercando el día en que había de reunirse en Londres el comité, se volvieron más elocuentes.
—Bendito sea, caballero. Usted nunca nos abandonará. —Gritos generalizados de—: ¡Hurra por el capitán Jack! ¡Abajo los cercados! —Y también—: ¡Abajo los patillas negras!
Todas estas muestras de entusiasmo acompañaron sus paseos a través de Woolcombe, y aquellos propietarios que se habían puesto de parte del capitán Griffiths no tardaron nada en apartarse de su camino. Las palabras altisonantes y los empujones no eran ajenos al fenómeno, incluso se daban entre parientes. De hecho, el pueblo rezumaba rabia y se intuía una violencia latente.
Esto se hizo evidente un día en que Stephen se encontraba sentado fuera de la Handand Racquet, con un pañuelo en el regazo lleno de los champiñones que había recogido. Oyó los saludos y bendiciones a distancia, en Mill Street, antes de ver al capitán Aubrey y oírle decir:
—Gracias, William; pero ¿dónde diantre se ha metido mi timonel? ¿Dónde está Bonden?
—Verá, señor —titubeó William, más bien asustado, mirando alrededor a sus amigos con la vana esperanza de que ellos pudieran responder por él—. Creo que se ha metido en la Goat. Uno de los hombres del capitán Dundas se ha empeñado en comprobar la belleza de la moza que trabaja en la taberna.
Y así había sucedido. Pero en ese momento salió acompañado por los hombres de Dundas, todos ellos empujados violentamente por una pandilla hostil, encabezada por el jefe de guardabosques de Griffiths.
—¿Qué diablos sucede aquí? —rugió el capitán Aubrey—. Alto, alto ahí. ¿No me han oído? Si quieren riña, la tendrán, pero nada de pelear como si estuvieran borrachos en una taberna.
El guardabosque estaba demasiado encendido como para dar una respuesta coherente, pero uno de sus acompañantes, un tipo delgado que trabajaba para Griffiths en calidad de escribiente, dijo:
—Por supuesto, señor. Donde quiera y cuando quiera. ¿Qué le parece el próximo miércoles por la noche, en el Dripping Pan, con diez libras de por medio? Eso si sus hombres acceden, por supuesto.
Bonden asintió con desprecio.
—Muy bien —dijo Jack—. Ahora vuelvan a sus casas. No quiero oír ni una sola palabra más, o me veré obligado a romper la tregua que acabamos de acordar.