Combate en el pasillo

Otoño de 1991

La primera clase del día fue la de matemáticas. Teak estaba hundido en la silla, con la mirada clavada en su libreta. Ana y yo estábamos desplomados detrás de él, y Elena, en el asiento del rincón, con la boina negra encajada hasta los ojos.

Después de llevar una semana de trimestre, los de primero ya sabíamos que la clase de mates era un problema. El señor Foley era tan aburrido que nos tenía allí sentados, muriéndonos de ganas de salir a jugar a baloncesto, mover el esqueleto, dar saltos en algún concierto de rock o lanzarnos sobre el público desde el escenario, zambullirnos bajo las olas, tener relaciones con chicas… y con chicos. Lo peor es que me moría de ganas de disfrutar con las mates…, una asignatura que necesitaba para mis viajes espaciales. Foley era un peñazo.

Los cuatro paseábamos la mirada por el aula. Jim, un loco por el heavy metal y amigo de Ace, estaba sentado en la última fila, junto a la puerta. Saldría antes que nosotros…, podía tendernos una emboscada en cualquier parte. Estaba escribiendo una nota, decorada con calaveras. Yo seguía sentado en mi silla, intentando recordar las reglas sobre la guerra que Chino me había inculcado, y su aplicación en el instituto:

«En cuanto bajes la guardia, te pillarán…»

Nuestra actitud de estudiada pasividad no estaba funcionando. Teak se había dejado el maquillaje y los chasquidos en casa, pero era… obvio. Desde nuestra noche en Micky’s, se mataba de hambre (Ana le dio algunas instrucciones sobre cómo hacerlo). Había perdido peso, sobre todo en el culo. Era el único alumno con dos pendientes en cada oreja.

—En Año Nuevo, voy a estar insoportablemente estupendo —me dijo. A medida que iba perdiendo peso, parecía volverse aún más gay.

Aquel colegio nada tenía que ver con el de Costa Mesa…, ni siquiera con los grandes colegios de Los Ángeles, donde los disparos y los apuñalamientos eran ya el pan de cada día. Algunos alumnos llevaban cuchillo, pero nadie había visto ninguna pistola hasta el momento…, al menos, abiertamente. No teníamos noticia de la existencia de ninguna banda de matones. La mayoría de los 400 alumnos procedían de familias liberales, pero Malibú tenía su ala recalcitrante de Bobos. Además de Teak y de Elena, había otros veinte negros y mexicanos, y dos asiáticos. Habíamos oído comentarios, según los cuales «los negratas, los frijoleros y los ojos rasgados estaban invadiendo nuestras playas». Teak y Elena eran «basura frijolera», y yo también, porque me juntaba con ellos y tenía la piel de color café. La parte cobarde de mí quería decirle a todo el mundo que tenía sangre libanesa, como si ser libanés fuera sinónimo de ser más «blanco».

Supuestamente, el colegio tenía sus normas sobre el lenguaje insultante y la seguridad. Sin embargo, los cuatro pirados del heavy metal…, Ace y Mía, y Jim y su novia Sheri… no nos dejaban en paz. En el vestíbulo, Jim ya había lanzado un inmenso escupitajo sobre los supermodernos mocasines de charol de Teak. Todas las mañanas, yo bajaba del autobús de la mano de Ana, pero no sirvió de nada. Enseguida me señalaron como el socio de Teak y, por lo tanto, como gay. Ana se mostró leal, así que enseguida fue desposeída de su corona de reina de Malibú. Ziggy era un cobarde y se disolvió entre la multitud, así que Ana dejó de hablarle. Si Teak decidía por fin ponerse su camiseta con el logo NADIE SABE QUE SOY LESBIANA, la vida iba a convertirse en un auténtico infierno.

Mi padre había tenido que soportar la misma basura en el colegio. ¿Habría estado tan asustado como yo?

Mientras Foley estaba de cara a la pizarra, Ace le pasó la nota a Teak. Ana y yo pudimos ver las calaveras y las enormes letras negras por encima del hombro de Teak:

MUERE, MARICA

Teak intentó mantener una expresión despreocupada, pero yo sabía que estaba totalmente aterrado. Acababan de declararnos la guerra.

La campana nos sacó del coma con un calambrazo. Todos salimos corriendo hacia la puerta. Nosotros cuatro fuimos los últimos en salir del aula, para que nadie pudiera atacarnos por detrás. Llevábamos los libros en las mochilas, para tener libres las manos. Mientras íbamos apresuradamente por el pasillo a clase de inglés, Teak se puso a beber de la fuente sin avisarme con tiempo. Ace estaba allí agazapado, de pie detrás de alguien. Se había dado cuenta de que Teak siempre se paraba allí a beber. Le estampó la cara contra la fuente y le hirió en el labio.

Nos empujaban por los hombros y por las mochilas. Me volví y me encaré con Ace. Me envió un golpe con la izquierda, pero lo esquivé y le di una patada en la barbilla antes de tenerlo a tiro de puño.

—Ay —gritó. Jim estaba justo encima de mí y yo intentaba revolverme a un lado y darle con el codo, cuando Teak se recuperó. Teak le propinó otra patada en la pantorrilla y lo hizo caer de espaldas. Justo entonces, Mia se acercó bruscamente con su chaqueta de cuero negro, comportándose como la pequeña zorra fanática del heavy metal que era. Le gritó «¡Mariliendres!» a Ana y fue a por ella. Nuestra querida Ana aprovechó el ímpetu de Mia para hacerle una buena llave China, y la estampó contra las taquillas. Ace fue a empujar a Ana y yo le pateé la pantorrilla. Lo vi caer al suelo. ¡El loco de William ataca de nuevo! Justo en el momento en que Jim intentaba levantarse, la pequeña Elena lo empujó. Los libros y los papeles salieron volando por todas partes.

Teak levantó el puño hacia el techo en señal de victoria.

—¡Ohhhh, sí!

Toda la pelea duró unos seis segundos, apenas una pequeña ondulación en el abarrotado pasillo. Al minuto siguiente, estábamos todos recuperando el aliento en clase de inglés. Los pasillos volvieron a sumirse en un comatoso silencio.

Más tarde, aquel mismo día, Jim intentó meterse conmigo.

—¿Así a que a tu amigo Teak le gusta comer pollas? —preguntó—. ¿Y tú que comes?

«Recurre al humor», había dicho Chino. Pero no se me ocurría ninguna frase famosa de ninguna comedia. El pánico lo veló todo. Por fin, dije:

—A ti…, para desayunar.

Todos aquellos Bobos se mataron de la risa.

Los pasillos zumbaban con el boletín de noticias anunciando que Teak le había dado una buena lección a Ace. Supuestamente, los maricas no plantan nunca cara. Se espera de ellos que se sometan…, que sean pequeñas víctimas chillonas que se mean en los pantalones.

Elena fue el siguiente objetivo. No pasó mucho tiempo hasta que la pequeña «frijolera», con su boina negra, fue clasificada como bollera. Vivíamos en continua ansiedad. Todos los días era una nueva guerra: subir al autobús en la esquina de Pacific Coast Highway y Caballo Drive, el trayecto al colegio y el trayecto de regreso a Caballo. Ace también cogía el autobús y no paraba de hablar a voz en grito de los maricas y de sus costumbres. No siempre podíamos ir al baño en pareja. Un día Teak se olvidó del sistema de colegas y fue al baño solo. Tres tíos lo cogieron y lo sujetaron, mientras otro se le meaba encima. Unas cuantas chicas se la jugaron también a Elena en el baño.

En mis primeros exámenes del curso obtuve suficientes y bienes.

Pero en casa todo el mundo nos mostraba su apoyo, y Chino respondía a los mensajes que le dejábamos en el busca para aconsejarnos la acción más adecuada. Teak vino a mi cama sin nada sexual en mente y lloró en mi hombro y me dijo lo mal que lo había pasado la niña de su antiguo colegio que se había suicidado. Por el momento, nuestras madres decidieron no hablar con el director. Nos tendrían más respeto si nos arreglábamos solos sin ayuda de los adultos.

Que me tacharan públicamente de marica me encabronaba tanto que llegó el día en que empecé a dar con las respuestas adecuadas.

—Oye, ¿así que tú también eres marica, eh? —me preguntó Ace como restándole importancia—. ¿Como el mariquita de tu amigo? Vamos…, a mí puedes contármelo.

—¿Por qué? —pregunté—. ¿Quieres salir conmigo? —le respondí, cogiéndome la entrepierna.

Ace se sonrojó y vaciló. Algunos niños se rieron de él.

Los heavy metal tampoco fueron a llorarle al director. No podían reconocer que el pequeño marica y la pequeña bollera y sus dos incondicionales amigos se llevaban la mayoría de victorias tácticas. Los profesores sabían lo que pasaba, pero en ningún momento intentaron poner fin al acoso.

—Los chicos tienen que ser chicos —fue la respuesta del entrenador Rodale.

Nos habíamos convertido en el «grupo gay».

Los padres de Ana estaban preocupados por su implicación en la banda. Eileen estaba preparada para mostrarse tolerante con los gays, pero no soportaba la idea de tener una hija homosexual. No quería que Ana pasara por lo que Jacques había tenido que pasar. Quizá se preguntara si Ana era una pequeña bollera que estaba saliendo del huevo, como un Alien cualquiera.

—Dios —les gritaba Ana—. No quiere decir que yo sea gay, solo significa que defiendo a mis amigos. ¿Queréis tener una hija que no se ponga del lado de sus amigos?

Teak y yo decidimos dedicarnos al atletismo. Ana le dijo que así perdería más peso. Yo creí que así podría hacer honor a la memoria de mi padre. Con mi constitución, y quizá con los genes atléticos de mi padre, podía ser un esprínter colosal. Pero el entrenador Rodale nos envió a entrenar con las chicas. Nos enfadamos y nos sentimos humillados. Se lo dijimos a Harlan y él sugirió que fingiéramos no tomárnoslo como un castigo…, que hiciéramos ver que nos encantaba. Quizá lográramos manipular a Rodale para que quisiera ponernos las cosas más difíciles devolviéndonos al equipo de los chicos. Pero no funcionó.

—No queremos que nos metáis mano en las duchas —se burló Ace.

—No te tocaría ni con una vara de cinco metros —le dije a Ace—. Te huele el aliento.

—Y tú tienes una madre bollera.

—Al menos la tengo conmigo. La tuya está siempre emborrachándose por ahí.

Ace saltó hacia mí para golpearme. Lo esquivé, y estampó el puño en las taquillas.

—Vamos…, alégrame el día —dije.

El fin de semana del Día de Acción de Gracias, Teak me dijo:

—Me da que Ace se está preparando para hacernos alguna muy gorda.

—¿Por qué no ha venido Shawn? —le pregunté a Chino.

—Quizá lo hayan arrestado.

—Malas noticias, ¿no? La poli tendrá que llamar a sus padres.

—Si les da su nombre auténtico, sí.

Chino ya estaba recurriendo a sus fuentes en la policía para descubrir si un menor llamado Shawn Heaster estaba actualmente retenido en Sylmar, o donde fuera, por el Departamento de Menores de California.

—Al parecer, tu amigo sigue libre —me dijo Chino.

Sobrevivir en el colegio y preocuparme por Orik requería tanta energía que ya no pensaba mucho en Chino. Él viajaba con Marian como su consejero de campaña. Mientras ella pronunciaba sus discursos, él era el tipo silencioso, con gafas oscuras, que vigilaba que no pasara nada. También él había perdido peso, mientras todavía seguía luchando contra sus propios dragones. De vez en cuando, me sentía celoso del tiempo que Marian y él pasaban juntos.

Una vez, Chino volvió a casa con el pelo muy corto. A punto estuve de llorar por la asesinada cola de caballo. ¿Qué había sido de mi señor de guerra alienígena? Ahora parecía uno de esos tipos del FBI que aparecen en televisión.

—Taylor se ha ocupado de mi imagen —dijo.

Marian se rio.

—Pero si hasta me acuerdo de cuando hablabas como un marinero —le dijo a Chino.

Marian abrió el cuartel general de su campaña en Webb Avenue, cerca del ayuntamiento. A veces, los fines de semana, Teak y yo íbamos allí, rellenábamos sobres y contestábamos al teléfono como habíamos prometido. A Teak le pagaban. A mí no. La plataforma de Marian tenía algunos puntos relacionados con los derechos humanos que, según esperaba Taylor, quizá lograran que una plataforma republicana moderada resultara atractiva a ojos de las mujeres, los jóvenes votantes, los gays y las lesbianas, los inmigrantes y los grupos étnicos. Todavía prefería no convertir la cuestión gay en algo importante. Pero sabíamos que más adelante no se echaría atrás.

—En ese punto, no pienso dar mi brazo a torcer —nos dijo a Teak y a mí. Se aseguró de que tuviéramos hamburguesas para comer.

* * *

El director, el señor Franco, estaba empezando a mostrar su postura respecto a la pandilla gay. Algunos profesores le habían dicho que éramos nosotros quienes habíamos empezado el problema. Habíamos guardado las notas de «muere marica» y se las enseñamos, pero él no tomó ninguna medida para impedir el acoso.

En la cafetería, había mesas para las distintas pandillas: los atletas, los surferos, los heavy metal, los empollones, los memos, los headbangers, los porreros, los borrachos, los fanáticos de la música house. Teak y yo podríamos habernos juntado con los empollones de ciencias si nos hubieran querido con ellos. Aunque los atletas hubieran sabido que mi padre había ganado una medalla de oro olímpica, o aunque los empollones de ciencias hubieran sabido que la astrofísica Floradora Houghton de la NASA me había dado su tarjeta, nada habría sido distinto, solo unos cuantos niños comían con nosotros… La mayoría tenía ideas rarísimas sobre cómo se contagiaba el sida. Ziggy por fin se unió a nosotros, avergonzado de lo cobarde que había sido. Se nos conocía como la Mesa de los Inestables.

Teak y Elena querían ponerse sus camisetas gays. Elena tenía una en español que decía «VIVA LA JOTERÍA». Pero Chino nos dijo que no era buena idea, porque los padres se habían enterado de lo de la pandilla gay. La escuela puso todo de su parte para tranquilizar a los padres, diciéndoles que no éramos un grupo formado ni oficial. Dos padres no querían que sus hijos se sentaran a nuestro lado. Varios pidieron que nos expulsaran, porque supuestamente estábamos allí para reclutar a otros alumnos para la movida gay. Afortunadamente para nosotros, ni al señor Franco ni al consejo escolar les gustaba verse presionados, ni por los padres liberales ni por los conservadores. Era su colegio. Así que nos dejaron que nos quedáramos.

El Día de Acción de Gracias, todos nos fuimos a la ciudad y comimos el pavo con Harlan, Vince, Paul, Darryl, Rose y Vivian. Harlan estaba en la gloria, trinchando el pavo. La verdad es que fue bastante emocionante verlo en plan cabeza de familia.

Intenté pasar un poco más de tiempo con Harlan. Él nunca irrumpió en mi mundo, aunque, si yo daba señales de querer verlo, siempre tenía tiempo para mí…, incluso aunque eso significara arrastrarme por Los Ángeles con él de negocios. Se mantenía totalmente informado de lo que ocurría en el colegio y me contaba historias sobre mi padre. Billy no se atrevió a salir del armario en el instituto. Lo que Teak y Elena estaban haciendo era inaudito en la década de los setenta, me dijo Harlan. Así que Billy había esperado a llegar a la universidad.

—Michael volverá a casa dentro de unos meses —dijo—. Le he estado hablando de ti.

Después del puente del Día de Acción de Gracias, el primer día de colegio empezó muy tranquilo. Por la tarde, cientos de nosotros cruzábamos el césped hacia la acera donde estaban los autobuses. Me volví a decirle algo a Ana. De pronto, algunas niñas gritaron y miré a mi alrededor. Ace estaba allí de pie, de cara a Teak, con ojos fríos como el hielo. Los ojos de Teak eran la viva imagen del terror.

Ace había sacado una pistola enorme de su mochila y apuntaba con ella el rostro moreno de Teak. Parecía una Mágnum de calibre 357. Chino tenía una en su armario de armas.

—¡Oye, marica! ¡Chupa esto! —le dijo Ace a Teak.

Me quedé helado durante un segundo al ver aquella arma monstruosa. Entonces noté un subidón de adrenalina. Estaban a punto de levantarle la tapa de los sesos a mi colega. Los meses de práctica estaban ahí mismo, dentro de mí. Ace me daba la espalda, así que me moví desde atrás para cogerlo del brazo y levantárselo. Si apretaba el gatillo, la pistola dispararía al aire.

—¡Detrás de ti! —gritó Jim para advertir a Ace.

Sobresaltado, Ace giró sobre sus talones.

El cañón de la pistola giró con él hacia mí. Me miraba con un gran bostezo, como el agujero que un gusano hubiera abierto en el infierno. Los alumnos corrían para ponerse a cubierto. Las niñas, histéricas, gritaban por todas partes.

—¡Una pistola! ¡Lleva una pistola!

—¡Id a decírselo al señor Franco!

—¡Todo el mundo al suelo! —gritó Ana—. ¡Al suelo! —Elena y ella y algunas chicas más, que no se habían puesto histéricas, se habían echado al suelo.

Cuando Ace se volvió, yo quedé fuera de la mira del cañón de la pistola, gracias al movimiento que utilicé para desarmarlo. «Recuerda que el dedo con el que él apriete el gatillo debe reaccionar a tu movimiento. Puedes moverte más deprisa que su dedo, porque ya sabes lo que vas a hacer». Me incliné a la derecha y le estampé el antebrazo izquierdo contra la muñeca del brazo con el que sostenía la pistola, de modo que la pistola salió despedida por delante de mí y luego hacia arriba. Cogí el cañón con la derecha. Ace hizo ademán de pelear conmigo, pero me adelanté a su movimiento como Chino me había enseñado: empujándolo para hacerle perder el equilibrio, haciendo girar la pistola hacia arriba y luego hacia atrás. Él intentó seguir sujetándola, pero el giro que le había dado a su mano le había atrapado el dedo en el seguro del gatillo.

De pronto, Ace soltó un grito de dolor…: se le estaba rompiendo el dedo.

Soltó la pistola. Tenía la pistola en mi mano. Jesús, cómo pesaba.

Loco de dolor, Ace se lanzó sobre mí. Pero Teak se había recuperado. Con la ira de los Guerreros Ancestrales, mi gordo amigo, aficionado a salir de clubs, soltó una patada gancho en la pierna de Ace desde atrás, empleando la cadera tal como Chino le había enseñado. La pierna de Ace se dobló y cayó de espaldas sobre la hierba. El ayudante del director, el tipo de seguridad del colegio y dos conductores de autobús se acercaban corriendo a nosotros… Supongo que habrían hecho mejor en echarse ellos también al suelo.

Me quedé de pie encima de Ace. Mis cuerdas vocales estuvieron a punto de estallar en pedazos cuando grité:

—¡Ahora vas a comerme la polla, patético trozo de mierda!

La mitad del colegio se quedó helado al oirme gritar la palabra «p» y la palabra «m». Los profesores se quedaron de una pieza. Yo tenía la pistola en la mano, probablemente cargada con seis potentes balas, y ellos no sabían lo que haría a continuación. Yo había visto las balas en la mano de Chino…: eran unos bichos enormes. Probablemente, el señor Franco se estaba meando en los calzoncillos. Pude notar el miedo de todos ellos.

Me temblaba la mano. La pistola pesaba tanto que me arrastraba al suelo con ella. Teak estaba junto a mí, espalda con espalda.

—Sí, soy marica —les gritó a todos—. G-A-Y. ¿Algo que objetar? ¡Vamos, nenas, adelante!

Me temblaba tanto la mano que apenas podía sostener la pistola. Dios mío, algo podría haber salido mal. Podrían haber matado a Teak… o a mí. Los dos muertos a tiros. Tenía que descargar la pistola antes de que las cosas se estropearan más. Así que toqueteé el arma hasta que por fin logré hacer salir el cilindro, como se lo había visto hacer a Chino para sacar aquellas seis espantosas balas.

Sorpresa. El cilindro estaba vacío. Ace estaba a gatas, intentando ponerse de pie, humillado y tembloroso.

—Vaya, mirad esto —dije, mostrándole el arma a todo el mundo—. No está cargada. Menudo farsante.

——A, ña, ña, ña —le soltó Teak a Ace en plena cara—. Espero que estés mejor preparado para disparar en la cama, cariño.

Y, por primera vez en el instituto de Malibú Hills, Teak Pérez chasqueó teatralmente los dedos. Fue genial.

Le di el arma al ayudante del director. Un guardia de seguridad se llevó a Ace. Otro me cogió a mí. En cuestión de minutos apareció la policía. El director les ordenó que me arrestaran, también a Teak. De hecho, nos esposaron… Menudo canguelo. Más tarde, en la comisaría de Malibú, nos comportamos como Chino nos había dicho…: mantuvimos la calma, no dijimos nada e hicimos una llamada. Nuestras madres llegaron a la comisaría en un santiamén. A la mía casi le dio un infarto…: podían haberme matado con una pistola. Nos dejaron en libertad, bajo la custodia de nuestros padres.

El señor Franco estaba de todo menos feliz. Una pistola había terminado por aparecer en su colegio. La historia apareció a toda página en el Times de Malibú. A ojos de la policía, de los profesores y del consejo escolar, se mostró vil con los «dos maricones y sus amigas mariliendres». Intentó culparnos de todo a nosotros, pero ni siquiera la policía se tragó su historia. La pistola era del padre de Ace, Ace la había llevado al colegio, nos había amenazado con ella, habíamos actuado en defensa propia, lo habíamos desarmado y habíamos entregado el arma enseguida. Docenas de testigos así lo afirmaban. Fin de la historia. Pero, en vez de decir que yo era un héroe, el señor Franco se quejó a la policía de que Teak y yo habíamos turbado la paz y de que yo había dicho dos palabrotas en público.

Chino no dijo mucho, pero lo que dijo bastó cuando repasó lo ocurrido con nosotros.

—Bien hecho, los cuatro —dijo.

Resplandecimos.

—Sabías que ocurriría —le dije a Chino—. Lo primero que hiciste fue enseñarme esa llave.

Mamá se estaba recuperando del infarto, y de hecho le dio gracias a Chino.

—Uno de los chicos podría estar muerto —dijo.

Ace, Teak y yo tuvimos que ir al tribunal de menores. Teak y yo salimos libres…: primera falta, y el juez estuvo de acuerdo en que habíamos actuado en defensa propia. Pero yo tuve que cumplir veinticinco horas de servicio comunitario por haber empleado un lenguaje ofensivo en el colegio. Ace salió totalmente indemne. El arma no estaba cargada, era su primera falta y no había utilizado ninguna palabrota. Y probablemente al juez le pareció guay que fuera por ahí metiéndose con maricones. Pero Ace no volvió al colegio. Le daba vergüenza que dos maricas le hubieran dado una buena. Sus padres lo cambiaron al instituto de Santa Mónica. Mia cambió de colegio para estar con su novio. Jim y Sheri se quedaron.

Lo peor que ocurrió fue que, la primera semana de diciembre, la madre de Ana y Glenn la sacaron del colegio. Lo de la pistola hizo que Eileen LaFont se olvidara de que le había dado tortitas a su hija y de que no la había dejado preñada. Así que inscribieron a Ana en Payton, un colegio privado para chicas de Nueva York.

—Su educación se está viendo perturbada por ti —me dijo Eileen—. No pienso tolerarlo.

Esta vez no hubo ningún drama, ni Ana ni yo salimos corriendo calle abajo bañados en lágrimas.

—Se arrepentirán —dijo Ana—. Y volveré, ¿de acuerdo? —Me dio un beso enorme. Glenn la llevó al aeropuerto de Los Ángeles y la metió en un avión. Yo estaba en estado de shock. Las cosas se enfriaron entre los LaFont y el resto de nosotros.

—Puede que Shawn haya perdido mi número. Puede que tenga miedo.

—Puede —dijo Chino.

—Si llegara a Los Ángeles, ¿adónde iría? —pregunté.

—Quizás a un refugio. Por ley, los refugios tienen la obligación de notificar a los padres la llegada de un fugitivo. Pero a veces no lo hacen.

La investigación no suponía ningún esfuerzo extraordinario. Lo único que tenía que hacer era mirar en las páginas amarillas. Había veintisiete refugios en Los Ángeles. Decidí portarme mal por una vez y llevar a cabo mi propia investigación. Supuestamente no debíamos ser vistos buscando a Shawn, pero tenía que hacerlo. Cuando Chino se marchó, me dedicaba a hacerlo los días de diario, porque la mayor parte de los empleados de los refugios no trabajan durante los fines de semana. No quería que Chino se enterara.

Cuando salía del colegio, a las dos, cogía el autobús y me iba a la ciudad a pasear por calles relucientes con árboles de imitación de oropel y llenas de gente que salía de las tiendas. A la familia no le importaba: les dije que estaba investigando lentes para mi nuevo telescopio. Me salieron ampollas en las plantas de los pies de tanto caminar. Los refugios que no aceptaban a menores, o los gestionados por las iglesias, quedaron fuera de la lista. También el refugio del Gay and Lesbian Community Center, que no aceptaba a menores. Muy pronto, la lista quedó reducida a 13. En vez de llamarles, con lo que los ponía nerviosos, además de que podían llamar a los padres de Orik y decirles que yo estaba haciendo preguntas, me limité a rondar por la manzana del refugio con la esperanza de verlo. A veces me atrevía a enseñar a los chicos la foto de la graduación de octavo curso que llevaba en la cartera.

Los chicos sin casa enseguida hacían migas conmigo. Me partía el corazón mirarles. La mayoría de refugios acogían a muchachos que no hacía mucho que se habían ido de casa, por lo que todavía mantenían viva la esperanza. Me junté con algunos y les oí hablar de buscar trabajo y de sacarse algún GED.[5] Era fácil saber cuáles llevaban allí algún tiempo por la dureza de sus ojos y por cómo olían. Sobre todo por el mal estado de su dentadura. Hablaban de sexo. Hasta los más pequeños hacían la calle o tenían novias o novios que lo hacían. Todos los refugios tenían una esquina cercana donde el camello de turno esperaba para venderles maría, cristales o roca.

Nadie había visto a Orik.

A última hora de la tarde, yo llegaba a casa de Harlan y mencionaba algunas ópticas en las que había estado. A las cinco de la mañana, iba adormilado en el primer autobús de regreso a Malibú, soñando con el día en que podría tener coche.

* * *

Dos días antes de Navidad, pasó lo que pasó con un tío llamado Ethan. Aquel sábado por la tarde me había ido a dar una vuelta por el centro comercial de Crosscreek, quemado como estaba de esperar a Orik. Estaba jugando en el salón de videojuegos y había logrado la puntuación más alta conocida hasta el momento, cuando un tío con pinta de surfero de la UCLA me pidió jugar a dobles conmigo. Hablamos. Era mayor, de unos veinte años. Metro noventa, con el mismo pelo rubio y fino que Orik, y con una sonrisa guay. Ethan era un tío seguro de sí mismo, cálido y de carácter alegre. Tuve un arrebato compulsivo y de repente quise intimar con él. Mentí y le dije que tenía dieciocho años. Me dijo que su familia tenía una casa en la playa cerca de Paradise Cove y me invitó a surfear con él. Me pareció bien. Era un tío de la zona con una familia de la zona, ¿no?

Así que fuimos en su Acura a Paradise Cove. Aquel conocido zumbido eléctrico nos rodeaba, el mismo que sentía con Orik.

En la casa, empezamos a cambiarnos para bajar a la playa y él me prestó un Speedo. Pero en cuanto nos desnudamos, él me dio con la toalla en el culo y enseguida nos pusimos a jugar fuerte. Le di en el culo con la mano. Caímos sobre la cama y él me mordió la nalga. Tenía un cuerpo fantástico, atlético y sano como pocos, y me encantó tocarlo y abrazarlo… Empezó a tocarme y casi me vuelvo loco. Me dijo que estaba muy solo y que echaba mucho de menos no tener un buen amigo, alguien en quien confiar de verdad. Me dijo cuánto se alegraba de haberme conocido, lo maduro y masculino que le parecía. Estaba harto de tíos que solo iban a lo que iban. Bla, bla, bla. Quizás Orik tuviera otro mejor amigo y Ethan fuera a convertirse a partir de entonces en mi colega.

Pero entonces quiso hacer la cosa salvaje.

—Eso es gay —dije.

—¿Y?

Me presionó. Retrocedí. Había en eso un rollo de lealtad que yo no sabía explicar. Nadie excepto Orik me había tocado ahí. Ethan se cabreó. Yo me cabreé y salté de la cama. De pronto, se le puso una expresión dura y fría, y me agarró por detrás. Ya no estábamos jugando. Oh, Dios y Diosa…, era como en las películas, donde de repente sabes que estás en las garras del monstruo. Eché mano de mi adiestramiento. Me volví y le clavé el codo en las costillas. Antes de que pudiera recuperarse, le pateé la rodilla. Chino tenía razón: ser bajo te daba el ángulo perfecto para golpear a un tío en la rodilla.

Mientras Ethan seguía tumbado gimiendo sobre la alfombra, le escupí.

—Pequeño bastardo de mierda —sollozó—. Voy a llamar a la policía.

—Adelante. Tengo catorce años. Haré que te arresten por violación a un menor.

Cogí mi ropa y la mochila, y salí corriendo de la casa, desnudo. Me escondí entre los arbustos y me vestí como pude. Luego fui andando a la Pacific Coast Highway hasta que encontré la parada del autobús. Tiritaba violentamente, mientras rezaba para que Ethan no llamara a la policía. Llegó el autobús y lo cogí para regresar a la salida de Caballo. Desde allí volví andando a casa.

Durante días, me ardía la cara de vergüenza cada vez que me acordaba de lo ocurrido. La lucha de Vince por vivir, el autocontrol de Chino e incluso la dignidad de Harlan me parecían absolutamente extraordinarios. Al lado de ellos me sentí un blandengue. Había tenido suerte de no terminar cortado a pedazos y desparramado por algún cañón, para después ser hallado por algún excursionista. De repente se me ocurrió que quizá fuera el mismo tipo que se había tirado a Ana. El mismo modus operandi.

En el colegio, mis bienes cayeron a suficientes. Me sentaba en clase y no me quitaba de la cabeza la imagen de lo sucedido. Casi me había ocurrido algo que, según creía hasta entonces, solo les ocurría a las chicas. A punto había estado de perder todo lo que para mí era precioso, no solo la amistad de Orik, sino mi Misión y la sensación de haber nacido para convertirme en alguien especial. Tenía preguntas… y ni siquiera estaba seguro de cuáles eran. Pero, si mi padre era gay y mi madre lesbiana, ¿quería eso decir que, en vez de haber nacido especial, había nacido fuera de todo control? ¿Acaso mis genes tenían la culpa de que hubiera subido al coche con Ethan?

Le recé a mi vela:

—Gracias, Chino y mamá. Gracias…, gracias por haberme enseñado a cuidar de mí mismo.

Pero no se lo agradecí personalmente. Aquél era uno de esos secretos de niños destinados a quedar enterrados para siempre en el jardín trasero del universo.

Durante las dos semanas siguientes no hice sino preocuparme de que Ethan me hubiera contagiado alguna enfermedad. En el colegio, los niños intentaban no tocar el tema de las ETS, solo uno de nuestros compañeros había visto morir a alguien de sida. Ana me había dicho que conocía a una chica a quien el novio le había contagiado el sida, pero nunca me dijo quién era. Algunos alumnos tenían una ligera idea de otras enfermedades. Varios tenían herpes en la cara. Mis compañeros más recelosos llevaban, si podían, el registro de quién se acostaba con quién y evitaban en silencio a la pandilla del herpes. Si tenías ladillas, te ibas a la farmacia o intentabas ir solo al médico antes de que tus padres se enteraran. Las cosas eran bastante relajadas.

Como en las noticias decían que los gays utilizaban condones para protegerse del sida, la mayoría de alumnos creía que solo los maricones los utilizaban. Todos sabíamos de chicas que recibían palizas de sus novios Bobos por haberles pedido que se pusieran una goma. Si los activistas gays aparecían en nuestra acera y nos daban condones cuando íbamos a clase, la mayoría terminaban en el primer cubo de la basura.

Las Navidades fueron tristes y aburridas. Marian montó un elegante y deslumbrante árbol y todos vinieron a Malibú y pusieron todo de su parte para que pareciera una movida familiar. Mamá llegó incluso a ayudar a Paul y a Darryl a hornear galletas. Harlan me dio cien dólares para ayudarme a financiar mi nuevo telescopio y me preguntó por qué no lo estaba construyendo… Todo el material de construcción seguía abandonado en su patio, debajo de una lona de plástico. En Nochebuena salí con mis viejos prismáticos y me di cuenta de que llevaba semanas sin mirar el oscuro cielo. Orik estaba en alguna parte, llorando porque estaba solo en Navidad.

En enero llegaron las lluvias. El cielo oscuro quedó tapado por las tormentas. Algunos días, la Pacific Coast Highway se cerraba a causa de los corrimientos de tierra. Cuando podía acceder a la ciudad, seguía visitando los refugios. Estaban hasta los topes: chicos griposos intentando protegerse del agua. Los Ángeles Youth Alliance era un refugio situado a seis calles de Valhalla. Los chicos de la calle me dijeron que Sylvette, la asistente social del centro, era una tía guay. No se chivaba a los padres. Fui al LAYA tres veces antes de poder averiguar nada.

Sylvette era una señora gorda y negra. Su oficina era un rincón de «el sistema»: tribunales, custodia, prisión, hospitales, centros de adopción, padres adoptivos…, cualquier lugar en el que los niños estuvieran controlados por el gobierno en vez de estar en manos de sus padres. A esas alturas, yo ya sabía que a algunas asistentes sociales los niños no les importaban nada, o que habían visto tanta desgracia que se habían vuelto insensibles. Pero Sylvette había logrado escapar a la maldición. Siempre iba bien vestida, con montones de joyas de 14 quilates, y soltaba oleadas de perfume y de maquillaje por donde pasaba. Nunca sonreía y daba órdenes con la misma calma amenazante que Chino. Pero conmigo se mostró relajada mientras iba pasando carpetas con las vidas de muchos niños, al tiempo que sus pulseras tintineaban en sus fuertes brazos. Sylvette había criado a cinco hijos. Miró la foto de octavo curso de Orik. Luego se recostó contra el respaldo de su crujiente silla.

—Cariño, me tienes impresionada. Nunca he visto a ningún muchacho buscar a su amigo como tú. No debería decirte esto, pero el chico de esa foto pasó por aquí hará cosa de un mes —dijo.

Fui pasando del frío al calor en cuestión de segundos.

—Lo recuerdo porque dijo que estaba buscando a un amigo…, probablemente a ti. Me suplicó que no se lo notificara a sus padres. Me di cuenta de que les tenía miedo. Por fin ellos se pusieron en contacto con nosotros. Cuando él se enteró de que venían a buscarlo, se largó. Ellos vinieron de todas formas y escuché su historia. —Sacó una carpeta y miró su contenido—. No pretendo criticarlos, que quede claro. Ahí fuera hay padres con corazones sinceramente rotos, que buscan a sus hijos. Ese padre… tiene el corazón partido, pero es cruel. Yo soy una mujer religiosa y practicante, y creo en la sangre del Cordero. Pero mi religión no me convierte en una mujer cruel. ¿Entiendes lo que digo? Así que, si yo fuera tu amigo, no quisiera de ningún modo que mi padre me encontrara.

Clavó en mí sus penetrantes ojos negros. Tenía unas increíbles pestañas rizadas, como si se las rizara con moldeador.

—Entonces, ¿últimamente no lo ha visto? —pregunté.

—De eso hace un mes. Estuvo con nosotros cinco días.

—¿Tenía mi número de teléfono?

—Alguien te roba la mochila y pierdes todas tus direcciones. Cuando estás en la calle, es difícil volver a obtener información en el momento en que la pierdes. Hacer una llamada telefónica es todo un mundo. No lo olvides.

Seguí allí sentado, ebrio de felicidad. Un mes antes, Shawn estaba vivo y bien, y me buscaba.

—Bien, pongamos por caso que lo encuentras. ¿Cuál es tu plan? —quiso saber.

—Hum, bueno, llevarlo a un médico y asegurarme de que está bien. Probablemente tenga hambre y tengamos que lavarle la ropa. Llevarlo a un lugar donde esté seguro. Que vuelva al colegio. Quizá necesite ayuda legal. Mi abuelo es abogado y me ha dicho que le ayudará.

—Me parece un buen plan. Pero sus padres tienen la ley de su parte.

—La ley es injusta —dije.

Repiqueteó contra el escritorio con sus largas uñas rojas.

—El último de mis niños al que uno de sus padres metió en la cárcel para darle una lección fue víctima de una violación en grupo durante su primera noche en la cárcel —dijo—. Y eso fue en Juvie. Cariño, un gato callejero puede estar más seguro en la perrera el día en que van a matarlo en la cámara de gas que un niño en nuestras cárceles. Y si le dices a alguien que yo he dicho esto, lo negaré.

Me miró con la barbilla apoyada en la mano y las pulseras en silencio.

—¿Me llamará si aparece? —le pregunté.

Imprudentemente, le di mi teléfono. Si Orik aparecía, y yo lo encontraba, y mamá se enteraba de que había mentido, estaba dispuesto a recibir cualquier castigo que me esperara.

Un viernes por la tarde, en febrero, fui en coche al centro comercial de Malibú con mamá. Iba a coger el autobús a WeHo para ir a visitar otro refugio. En el coche, mamá dijo:

—Asegúrate de que vas a clase el lunes por la mañana.

—¿Podrías intentar no supervisar todos los detalles de mi vida? —estallé—. Ya soy mayor, ¿recuerdas?

—Estás faltando a tus clases, mayorcito.

—Los profesores son aburridos. Las clases también.

—En ese caso tendremos que cambiarte a una escuela de ciencias de la ciudad. Podrás quedarte en casa de Harlan. Eso, claro, si él está dispuesto a cargar con un peñazo como tú…

Mamá había encendido la radio y las noticias hablaban del juicio por el caso de Rodney King. Intenté cambiar de tema.

—Chino dice que va a haber problemas si los polis salen inocentes —dije.

—La cuestión es… ¿estás intentando quedarte conmigo?

Ya en el centro comercial, mamá se marchó sin decir una palabra. Tenía un millón de recados que hacer. La vi marcharse…: siempre perdiéndose en un misterioso futuro con aquella energía de persona menuda.

Tenía una hora colgada antes de coger el autobús, así que me quedé por ahí.

En comparación con aquél, el centro comercial de Costa Mesa era una cutrez. Se veía a la gente rica de Malibú, vestida a la última, paseando a sus perros a la última y comiendo cucuruchos de Häagen-Dazs. Por un instante me sentí rico, ya que mamá acababa de darme un billete de diez dólares para pasar el fin de semana, así que me cepillé dos pavos en un helado. Me senté en uno de aquellos caros bancos de baldosas con las piernas estiradas, mientras veía cómo iban entrando los BMW en el centro.

Vi a dos sin techo arrastrando los pies ante los escaparates de las tiendas. Se reflejaban en los cristales, mezclándose con toda la ropa, los zapatos y las chucherías caras. Estaban cansados y hambrientos: un tipo con una chaqueta del ejército y un niño con unos vaqueros desgastados y una bandana negra alrededor de la cabeza, rollo gángster. Tenían la espalda encorvada bajo el peso de sus grandes mochilas. Cada vez llegaban más sin techo a Malibú, y construían campamentos secretos en los cañones. Los ciudadanos del Reino de ‘Bu estaban paranoicos ante la posibilidad de que las hogueras de los sin techo provocaran en su reino el siguiente incendio de fama mundial. Chino había recorrido todos los campamentos de sin techo que conocía, mostrando la foto de Orik. Nadie lo había visto.

En el supermercado, los dos sin techo miraron la comida cara desde el escaparate. Se quedaron por ahí un rato pidiendo limosna, pero nadie les dio nada. «Un niño con su padre», pensé. Chino me dijo que había parejas de sin techo de gays y de lesbianas. Algunos tenían sida. Se habían arruinado después de haber invertido todo su dinero en un tratamiento médico. Intenté imaginarme a Vince muriéndose en uno de esos campamentos situados junto al río de Los Ángeles, sin una familia que lo quisiera y cuidara de él. Chino me dijo que los heterosexuales sin techo también se agrupaban en parejas. Si no tenían mujer, se emparejaban con un niño, que les daba sexo a cambio de protección. Me pregunté si Orik habría hecho algo así, y me estremecí.

Los sin techo estaban de espaldas a unos veinte metros de mí, cuando el niño volvió un poco la cabeza y me miró de reojo. Un destello de reconocimiento rugió en mi interior. Me levanté y lo miré. De pronto, mi corazón palpitaba tan fuerte que la sangre me circulaba por las orejas como el tráfico por la autopista en hora punta.

El niño debió de notar algo. Se volvió de aquella forma tan alerta y tan típica de la gente de la calle, y me miró fijamente.

No era Orik.

El niño siguió donde estaba, con sus destrozadas zapatillas de deporte. Probablemente las habría robado, o quizá las había sacado de algún cubo de basura.

—Oye, ¿qué estás buscando, tío? —me gritó—. ¿Qué tal si nos pasas un dólar?

Pero yo ya me alejaba hacia la parada del autobús. Avergonzado por estar comiéndome un helado caro mientras quizás Orik estuviera pasando hambre, lo tiré en el siguiente cubo de basura.

En la ciudad estuvo a punto de darme otro infarto mientras deambulaba por las inmediaciones del refugio Children of the Night. Me preguntaba si Orik podía estar alojándose allí. Era el último refugio de mi lista. Me había enterado de que, a veces, los niños sin hogar pasaban por todos los refugios de la ciudad y agotaban todas las posibilidades de pasar un mes viviendo gratis en cada uno de ellos.

De pronto, el 4Runner de Chino se detuvo junto a la acera. Volvía temprano a casa de un mitin político y había intuido lo que yo estaba haciendo.

—Sube —dijo con voz fría.

Así lo hice. Me temblaba todo el cuerpo.

—Déjame a mí la investigación —dijo.

—En realidad, nunca llego a entrar. ¡Los empleados ni siquiera me conocen! —protesté.

—Olvídalo. Los Heaster son capaces de acusarte de acosar a Shawn.

Desesperado como estaba por empezar a utilizar el telescopio, decidí ponerme manos a la obra y el fin de semana siguiente me dediqué a pulir el cristal. Todo fue muy bien durante veinte horas, hasta que me entraron las prisas. De repente me di cuenta de que el cristal del telescopio tenía un arañazo colosal, quizá por culpa de la pelusa de mi ropa o quizá simplemente es que había sido poco cuidadoso. Estuve un rato llorando, sintiéndome como un auténtico idiota.

Luego dejé el telescopio y el montón de polvo de diamante encima de la mesa, lo tapé todo con la cortina de plástico y me di por vencido.