Mi comandante

A la mañana siguiente, creí que mamá por fin iba a hablarme de mi padre. Sin embargo, lo que hizo fue volver a Costa Mesa con Nancy Pérez a buscar nuestro coche.

Durante el desayuno, tía Marian y Chino hablaban sobre la terrible situación del país. Yo seguí desayunando, aburrido y desesperado, mirando por la ventana al océano. Era un día despejado, de modo que desde allí se veía la isla Catalina. Si me lo proponía, seguramente podría ver algunas estrellas.

Marian decía que los tiempos estaban cambiando. Faltaban solo nueve años para el nuevo milenio. Los fanáticos religiosos se estaban adueñando del país. Por doquier se violaban los derechos humanos, incluso por parte de algunos demócratas, pero sobre todo por parte de los miembros de su propio partido. Estaba harta de quejarse de eso. Estaba harta de la cruel política local que aplicaba el ayuntamiento, por eso había decidido convertirse en una republicana rebelde y presentarse para el cargo de representante del distrito 42 de Malibú como candidata independiente. Ya había empezado a hablar con Taylor no se qué para que fuera su director de campaña. Bla, bla, bla.

Chino estaba de acuerdo con ella. Según dijo, Los Ángeles se estaba convirtiendo en un hervidero. Se avecinaban problemas provocados por el odio racial.

—¿Tú crees que será parecido a lo que ocurrió en Watts? —preguntó tía Marian.

—Peor. Más gente. Más rabia. Incendios premeditados mucho más sofisticados.

—Vamos, William —dijo mi tía—, participa un poco. ¿Dónde ha quedado tu interés por los acontecimientos actuales?

—Me aburro —respondí, mientras veía pasar un petrolero por delante de la isla Catalina.

—Tenemos las playas más bonitas del mundo. Son famosas en el mundo entero por el surf, las celebridades, los cines del centro comercial Crosscreek Mall. —Tía Marian estaba de pie, apoyada en la encimera, untando otro bagel con mantequilla—. En serio, William. En la casa azul, la que está justo subiendo por el cañón, viven los LaFont. Eileen es una vieja amiga, y tienen dos hijos de tu edad…

Para empezar, yo ya no era ningún niño. Para continuar, Orik era el único al que tenía intención de considerar amigo mío.

Chino jugaba con su enorme navaja, limpiándose las uñas con ella. Había cierta oscuridad en el aire que lo rodeaba, como si estuviera pensando en tormentas que estuvieran cayendo en la otra punta del planeta.

—Bueno, será mejor que vayas acostumbrándote —dijo mi tía—. Tu madre te ha dejado al cuidado de Chino, así que vas a quedarte aquí un tiempo.

—Me escaparé.

Chino se rio.

—Gracias por avisarme —dijo, doblando el cuchillo, que se cerró con un chasquido.

—Chino te encontrará —repuso Marian.

En cierto modo, la forma en que lo dijo volvió a provocarme unos hormigueantes escalofríos.

Chino se marchó de la cocina, como si quisiera dejarnos solos para que pudiéramos hablar.

—Oye…, ¿es poli o algo así? —pregunté.

—Chino es… —tía Marian se volvió, cruzándose de brazos—… es la clase de tipo al que llamarías si no supieras qué más hacer. Fue lugarteniente en los SEAL. Se dedicaba al rescate de prisioneros de guerra. Si fue capaz de dar con los vietcong, no dudes de que puede dar contigo.

La verdad es que aquella información me dejó impresionado.

—¿Estuvo en la Guerra del Golfo?

—Los vietcong estaban en Vietnam —dijo Marian—. ¿Acaso los niños de hoy no estudiáis historia en el colegio?

¿Un oficial de los SEAL? Santo Dios, esos eran los tíos a los que reclutaban para el programa Apolo y para el Shuttle…, y yo le había faltado al respeto. Debía de ser una mezcla entre el Capitán Kirk y Gordo Cooper. Me sentí raro. Sabía que acababa de cometer un gran error táctico, así que me levanté y salí de la casa para supervisar los daños.

Detrás de la casa de tía Marian, la elegante piscina parecía una de esas que salen en las películas sobre la gente rica de Hollywood. Sin embargo, no había ninguna pista de baloncesto, ni pelotas de fútbol, ni aceras por las que usar el monopatín, ni aparcamientos guays. En el borde del cañón, Chino estaba sentado con la espalda apoyada contra una roca, mirando al océano y con la cola agitándose al viento.

Junto a él crecía un manzano nudoso, sano y frondoso, aunque parecía tener algún problemilla para crecer en aquella cornisa rocosa. El árbol tenía algunas manzanas verdes y agusanadas que los pájaros picoteaban. Entre las ramas había un lugar agradable en el que podía sentarse un niño. Me intimidaba la idea de abordar a Chino, así que trepé al árbol y me senté en él. Desde allí miré a la costa. Lamenté no haber cogido el telescopio, porque desde allí casi podría haber visto la casa de Orik. ¿Estaría bien? ¿Estaría su padre pegándole de nuevo, en ese mismo instante?

Estudié el cielo con los ojos velados por las lágrimas, un cielo amplio, sin árboles ni edificios que me taparan la vista. Cuando oscureciera, podría ver el lucero de la tarde elevarse sobre el resplandor de Los Ángeles, cruzar luego el meridiano y hundirse en el mar sin tener una sola casa ni árbol en mi campo de visión. En otras palabras, era un lugar incomparable desde el que observar las estrellas. Pero, lamentablemente, eso era lo último que me apetecía. Las lágrimas empañarían mi óptica.

De pronto volví a sentir aquel escalofrío. Me retorcí en el árbol y me giré de espaldas.

Chino estaba de pie a mi lado. Sus botas militares habían atravesado aquella hierba y aquella maleza sin hacer un solo ruido. El corazón de poco se me sale por la boca.

—Muy bien —dijo—. La mayoría de la gente no percibe nada.

Volví a mirar al cielo, secándome las lágrimas con el brazo.

—Sé que estás preocupado por tu amigo —dijo, sin alterar la voz, en un tono tranquilo…, no exactamente amistoso, solo neutro y calmado.

—Tenemos que rescatarlo.

—No es tan sencillo.

—Tú rescatabas prisioneros de guerra.

—No se trata simplemente de caer sobre ellos y empezar a rebanar cabezas. Shawn tiene trece años…: sus padres son dueños de su culo durante los próximos cinco años. La ley les da derecho a castigarlo…, a menos que existan lesiones que manifiesten la existencia de un delito grave. Si Jerry sigue pegándole, tu madre puede cursar una queja a los Servicios de Atención al Menor. Pero ese no es necesariamente el método que hay que seguir.

—¿Por qué no?

—Una llamada telefónica… —chasqueó los dedos—… y los Servicios de Atención al Menor se llevan a tu amigo. Entonces es el sistema el que se hace responsable de su culo durante los próximos cinco años. Y te garantizo que no volverás a verlo. Y tampoco creas que los chavales están seguros en el sistema.

Me temblaba el estómago.

—No es justo.

—La historia se reduce a lo que es justo y lo que no lo es. Entonces…, ¿puedes calmarte hasta que veamos cuál va a ser el próximo movimiento de Jerry?

—Perdona por haberte llamado poli —balbuceé.

—Tranqui. —Chino lanzó al aire su navaja doblada y volvió a cogerla.

—¿Alguna vez has intentado entrar en el programa espacial? —pregunté.

—No me va el rollo de los cohetes. Algunos de nosotros tenemos que quedarnos en este planeta y dedicarnos a… otras cosas.

Su voz, suave y tranquila, estaba empezando a calmarme un poco.

—¿Y qué haces ahora? Me refiero a…, bueno, para vivir y eso.

—Estudio de seguridad Valhalla…, guardaespaldas…, detective privado. También yo estoy harto de eso. Estoy planteándome… meterme en política, como Marian.

Bien, la conversación estaba empezando a ir mejor.

—Este año entras en el instituto, ¿verdad?

—Sí.

—¿Hay chavales con armas en tu colegio?

Mi mente estaba virando hacia la pesadilla de mi primer año de instituto sin tener a Orik conmigo. Todo el mundo querría saber por qué ya no éramos amigos.

—Algunos tíos llevan navaja. Yo también.

—Déjame ver tu navaja.

—Pero no se lo digas a mi madre, ¿de acuerdo? No sabe que la llevo. —Tímidamente, saqué de mi bolsillo mi navaja del ejército suizo.

—La tuya puede matar…, como los cuchillos esos de fabricación casera que llevan los tíos en la cárcel… —dijo, mirándola—. No se la enseñes a nadie… El director haría que el jefe de policía se te llevara esposado de la escuela. —Luego me la devolvió—. ¿Has visto armas en la escuela?

—Tenemos algunos cabrones y algunos skins. Uno nunca sabe lo que hay en la mochila de los demás.

—El colegio está empezando a dar miedo, ¿eh?

—Mi madre no me deja llevar nada porque a mi padre lo mató una pistola.

Estaba echando el anzuelo, a ver qué me decía Chino sobre mi padre.

—Las armas no lo son todo —dijo—. Si una de esas ratas te apunta con el calibre 45 de su padre, no cuesta mucho desarmarlo.

—¡Hala! Me dispararía antes.

—No si te mueves deprisa. Él no sabe lo que vas a hacer. Tiene que reaccionar a tu movimiento. Y tú sí sabes lo que vas a hacer.

Chino cogió una rama del tamaño de una pistola y me mostró cómo desarmar a alguien que está delante de mí apuntándome con un arma. Me indicó que cogiera la rama. Giró el cuerpo a la derecha y me agarró la muñeca de la mano que empuñaba la pistola con su brazo izquierdo, hasta que la pistola dejó de apuntarle.

—Entonces —dijo—, cojo la pistola con la derecha, pero nunca por la boca, y la hago girar hacia arriba, así… —Lo repasamos una docena de veces. Luego me dijo que lo hiciera yo. De vez en cuando me tocaba ligeramente para corregir mis movimientos. Al notar su contacto, sentía como si el viento soplara por debajo de mi piel, un viento celeste procedente de otra galaxia.

—Qué pasada —dije, conteniendo la respiración.

Estábamos ya más relajados. Yo sentía curiosidad por saber cosas de su vida.

—Tú…, hum…, estabas hablando español con Nancy, pero pareces… asiático o algo así.

—Mi padre era mexicano y español. Mi madre era mezcla de sangre japonesa, chumash y chicana. Pero no soy lo bastante mexicano… ni lo bastante asiático… ni lo bastante blanco para ser de ninguna parte.

Estiré el brazo y lo coloqué junto al entramado de cicatrices que salpicaba el suyo.

—Somos casi del mismo color.

—Café con leche.

—Mi madre es mitad noruega y mitad libanesa. No sé nada sobre la familia de mi padre. Ella nunca me habla de eso.

Chino lanzó la rama a las profundidades del cañón. De pronto, algo en mi interior se abrió paso con las viejas preguntas.

—Y dime…, ¿mamá te paga por retenerme aquí? ¿Estoy prisionero o algo parecido?

—Tu madre no tiene tanto dinero. En cualquier caso, eres un niñato tal que por mucho dinero que me ofrecieran no bastaría.

En las películas, al principio, el gran Guerrero siempre se muestra cruel con el Bárbaro empollón.

—¿Cuánto hace que conoces a mi madre?

—Desde 1976.

—¿Y llegaste a… —el corazón me latía a cien por hora— conocer a mi padre?

—Sí.

Los latidos habían empezado casi a nublarme la visión.

—¿Cómo?

—Era su guardaespaldas.

Aquellos ojos achinados de un gris glacial habían llegado a ver vivo a mi padre. Si concentraba bastante la mirada, como si mirara al pasado con un telescopio, quizá la agonizante estela de la imagen de mi padre estuviera nadando en algún lugar de las profundidades de los ojos de Chino, como las últimas espirales de la corteza de una estrella en explosión.

—¿Por qué necesitaba un guardaespaldas? —pregunté.

—Tu madre está en todo su derecho de contártelo antes que nadie.

La rabia estalló en mí, maciza, como una estrella gigante que acabara de explotar.

—¡Es como si nadie quisiera que lo supiera!

Perdí el control y olvidé la clase de tipo que tenía delante. La rabia se me llevó por delante como las ondas expansivas que había visto en fotografías, recorriendo las galaxias a millones de kilómetros por minuto…, en fotos obtenidas por astrónomos que podían ver a mucha más distancia que yo. Me abalancé contra Chino para atacarle, pero él ya no estaba allí. Era mucho mejor con el aikido que yo. Se hizo a un lado y caí junto a él, aterrizando con un chasquido sobre la hierba. Me miró desde arriba y soltó una risa suave.

—Así no vas a ayudar a tu amigo. ¿De verdad quieres ayudarle?

Chino dio media vuelta y se marchó, dejándome allí tumbado, con la chaqueta llena de manchas de hierba.

La había cagado. La había cagado con aquel auténtico guerrero que disponía de información sobre mi padre y que quizá podía ayudarme a entrar en la academia de astronautas. Me sentía como un auténtico subnormal. Odiaba la facilidad que tenían los adultos para conseguir que los niños nos sintiéramos como subnormales. A punto estuve de saltar por el borde del cañón, caer directamente al océano y ahogarme en él.

Al día siguiente estaba desesperadamente deprimido. Dormí hasta tarde y apenas comí. Mi madre todavía no había vuelto. Asuntos legales, me dijo Marian. Mamá debía de estar intentando acallar las amenazas de Jerry. Chino se fue a trabajar a Los Ángeles. Yo no quería tener a un SEAL sediento de sangre siguiendo mis pasos, así que no me moví de casa. De la nada misma apareció un técnico con un tablero de baloncesto y lo atornilló en la pared del garaje. Al menos Marian se había hecho eco de lo que yo había intentado decirle. Aburrido como una ostra, practiqué tiros libres con la nueva pelota.

¿Volvería Chino?

Aquella casa de dimensiones increíbles reverberaba como un colegio después de clases. El aburrimiento me llevó a explorarla. Había toneladas de delicados muebles antiguos, de patas finísimas, que Chino podría haber destrozado de una patada. Había una biblioteca llena de libros. Yo no leía nada que no fuera ciencia, así que pasé. Sin embargo, en el estudio encontré un televisor de 50 pulgadas con un aparato de vídeo superguay, ambos colocados en una pared entera llena de cintas de vídeo. Volví a ver El retorno del Jedi por millonésima vez y me morí de envidia al ver a Luke conociendo por fin a su padre.

Después eché un vistazo al gimnasio, donde encontré una bicicleta estática y algunas máquinas de pesas. Habitaciones de invitados vacías. Una oficina en el ala este, donde la gobernanta, Nancy Pérez, disponía de dos habitaciones y un cuarto de baño. Nancy tenía una hermana casada que vivía en el este de Los Ángeles. Mencionó que su padre había trabajado con César Chávez, quienquiera que fuera. Marian y ella hablaban a menudo de política. El inglés de Nancy era bueno, aunque de hecho mi tía había aprendido un poco de español.

Aquella noche, cuando le pregunté a mi tía si Chino volvería, ella me pasó el teléfono. Chino respondió enseguida… Debía de tener un móvil en el cinturón.

—Oye, tío —dije. El corazón me latía con fuerza—, el otro día…, bueno…, ya sabes…, fui un imbécil.

—Disculpa aceptada.

Me latía la cabeza en el punto donde todavía me dolía.

—¿Tiene planeado volver por aquí…, señor?

Chino apareció de la nada. Cuando, a la mañana siguiente, me levanté, estaba en el gimnasio, entrenando con unos pantalones cortos de lona, unas zapatillas de boxeo y una camiseta de tirantes. El zum-a-tam, zum-a-tam del saco de arena llenaba la casa. Chino no era un tipo rígido e hinchado como Stallone. Sus movimientos eran fluidos y era flexible, como uno de esos pumas salvajes que se ven deslizándose montaña abajo por las rocas en el canal Discovery. Era ancho de hombros, tenía un poco de cintura y unos abdominales perfectamente marcados. Años de natación en combate le habían dado unas piernas fornidas. Pero estaba cubierto de cicatrices por todas partes. Los héroes de las películas nunca tienen cicatrices. Bueno, excepto Tom Berenger en Platoon, donde sale con la cara llena de marcas. Pero Chino había sido muy malherido: tenía marcas de quemaduras en las piernas y una cicatriz de aspecto terrible en el pecho, que asomaba justo por encima de su camiseta de tirantes. Me pregunté si la Marina le habría ofrecido su propio barco y si él lo habría rechazado porque estaba harto de la guerra. Mejor para mí. Ahora Chino era mi comandante y me ayudaría a rescatar a Orik y a ponerme en camino hacia las estrellas.

Cuando terminó, dije:

—Se supone que los tíos de la Marina llevan tatuajes.

—Yo no.

—¿Por qué?

—Porque los tatuajes te marcan —respondió, secándose el cuello con una toalla.

—¿A qué escuela de artes marciales perteneces?

—A la Escuela Chino Cabrera.

—Ya, claro —me burlé. Todos los guerreros auténticos son modestos. Probablemente, Chino pudiera subir al cuadrilátero de kick-boxing y medirse con Frank Dux y con el malvado asiático de Bloodsport, y saltar en el aire y levantarles la tapa de los sesos de una patada…, una cabeza con cada pie.

Chino sonrió. Era la primera vez que lo veía hacerlo.

—Mi escuela es una mezcla, como yo. Cosas de los SEAL…, de la calle…, boxeo…, aikido. Todo lo que me funcione.

También yo esbocé mi propia sonrisa, aunque no sé de dónde la saqué.

—¿Me enseñas algunos movimientos más? —le pedí.

Me llevó al tatami, pero, en vez de enseñarme movidas de Frank Dux, empezó a hablar de películas, como si me hubiera leído el pensamiento. Dijo que casi todo lo que sale en las películas es falso. Las escenas de peleas están coreografiadas, como las escenas de baile. No es eso lo que se utiliza en las peleas auténticas ni en la calle. Las patadas laterales, por ejemplo. Lo único que hay que hacer es golpear la pierna de apoyo del adversario mientras tiene el otro pie en el aire. Chino prefería las patadas inferiores.

—Se trata de romperle la rodilla al otro antes de que él me rompa la mía. No es muy elegante, pero sí efectivo, sobre todo para los tipos bajos.

El propio Chino acababa de definirse como un tío bajo, así que no parecía molestarle. Me quedé de piedra. La Marina había dado una gran responsabilidad a un tío bajo. Aquello me dio mucho que pensar.

Luego me hizo volver a trabajar en la maniobra de desarme.

Aquella noche desobedecí a Chino y llamé a la línea privada de Orik. No pude contenerme. No había manera de dejar de pensar en él. Podía oler la sangre y las heridas. Orik contestó el teléfono. Simplemente oír su voz me estremeció de emoción de la cabeza a los pies. Pero no parecía de muy buen humor.

—Mi padre sabe que me llamas. Va a cambiar el número de teléfono.

—¿Estás bien?

—Mi padre sigue preguntándome sobre lo que tú me hiciste.

Tenía un nudo en el estómago. ¿Habría confesado Orik, sometido al interrogatorio?

—¿Qué quieres decir con eso de… lo que yo te hice?

—Ya lo sabes. La movida que siempre me hacías.

Durante un minuto no pude creer lo que Orik acababa de decir. Luego me cabreó tanto que rompí el código de discreción. Al fin y al cabo, era él quien había sacado el tema.

—¿Lo que yo te hice? Tú también me lo hiciste a mí.

—Yo no sabía lo que estaba pasando.

—Mentiroso. Ya lo creo que lo sabías. —No podía creer lo que estaba oyendo.

—Estaba dormido. —Le temblaba la voz, como si estuviera estresado.

—Si no lo sabías, ¿cómo ibas a poder contarle a tu padre lo que te hice?

—No he cantado, si es eso lo que te preocupa. Pero no volverá a pasar porque esta vez le he entregado mi corazón a Jesús definitivamente. Será mejor que te arrepientas, Finder. Tienes que hacerlo. Tengo miedo por ti. Eres un maricón y te vas a morir de sida. —Un último titubeo de sentimiento amistoso se adivinó en su voz.

—Te has ido de la lengua. Se lo has contado todo a tu padre —dije entonces.

—No es cierto. Lo ha adivinado él solo.

—Eres un soplón. Y yo no soy maricón.

Me colgó.

Me fui a la cama enfadado y soñé con la habitación que tenía en mi casa. Chino estaba allí. Dormía boca arriba en la otra cama, con su cuerpo desnudo semitapado con una sábana. Llevaba su reloj sumergible de los SEAL, detalle que hacía el sueño real. Al parecer era una calurosa noche de verano y Chino tenía los brazos y las piernas cubiertos de sudor. Estaba profundamente dormido. Me quedé allí de pie, mirándolo, escuchando su respiración. Tenía deshecha la negra cola de caballo y se le había enredado, apuntándole a los hombros. Gruñó y se desperezó. Luego se volvió boca abajo, dejando el culo a la vista cuando apartó la sábana, que retiró hasta descubrir la mitad de sus fuertes y resbaladizos muslos. Nunca había podido inspeccionar el culo de un tío mayor de cerca y me esforcé por ver el de Chino, aunque fue como intentar ver la nebulosa Cabeza de Caballo con mi deslustrado y viejo espejo de plata.

Al día siguiente, cuando mamá llegó a casa en el coche, estaba muy enfadada. Según dijo, Jerry le había gritado desde el otro lado de la verja y le había dicho que, si yo volvía a llamar a su hijo, se haría con una orden judicial para mantenerme lejos de Orik. Mamá me preguntó:

—Escucha, tu historia con Shawn… ¿es algo… especial? ¿Sois más que amigos?

—¿Estás loca? —estallé.

—Soy tu madre… A mí puedes contármelo.

—Perdona que te diga que Orik es mi amigo, y eso es todo. ¿Acaso no puedo estar preocupado por mi amigo?

—De acuerdo, de acuerdo. —Mamá se encogió de hombros—. Por lo menos no podrás decir nunca que no te lo he preguntado.

—¿Podríamos ahora hablar de mi padre? —le pregunté.

—Esta noche —me prometió.

Luego, Marian, Chino y ella se metieron en la oficina de Marian y se encerraron a hablar de movidas privadas. Una vez más, la gente hablaba de mí a mi espalda.

* * *

Me fui al estudio. Una buena peli de acción, alguna que todavía no hubiera visto, me quitaría toda esa maldad de la cabeza, así que empecé a fisgar en la videoteca de Marian para ver lo que tenía. Había cintas de fitness, discursos políticos y copias pirata de películas del HBO[1] que ya había visto. Menudo aburrimiento. Al final de una repisa, en un rincón, encontré una película de un estudio del que nunca había oído hablar: Valhalla Productions. El título era Billy Sive. Aquello despertó mi curiosidad, puesto que Billy era también el nombre de mi padre. Quizá fuera la segunda parte de Billy Jack.[2]

Metí la cinta en el aparato de vídeo y luego me tumbé en la alfombra a mirar. Oh, Santo Dios. Un documental. Seguro que era un aburrimiento.

Antiguos telediarios, empezando con un viejo magazine presentado por un tal Dick Cavett de quien yo jamás había oído hablar. El tal Cavett estaba entrevistando a seis atletas que iban a participar en unas Olimpiadas de la edad de piedra, que se celebraron antes de que yo naciera. Billy Sive era un tío guapo, rubio, de pelo rizado y gafas, alto y flaco. Hacía reír a los demás constantemente. Estaba más que claro que caía bien a todos. Sive era corredor de fondo y aspiraba a conseguir el oro en 5000 y en 10.000 metros.

Y… Sive se parecía a mi padre en las fotos. En las pruebas de clasificación para las Olimpiadas llevaba un jersey del Prescott College. El estómago se me cayó desde una altura de veinte plantas y se estampó contra la acera.

Paré la cinta, corrí a mi habitación, cogí la fotografía enmarcada. Mientras la sostenía junto a la imagen congelada del televisor, las piernas se me volvieron gelatina. Sí, aquel tipo tenía que ser mi padre. Lo único que pasaba era que su apellido no era Heden, tal como había dicho la señora Danich. El nombre aparecía en la lista de San Francisco: William Sive. Había estado allí desde un principio. Y era maricón. Había salido del armario. No le importaba que se supiera ni lo que dijera la gente. Parecía orgulloso…: no había más que ver cómo se comportaba. No pude creerlo. Y su entrenador, un tipo llamado Harlan Brown, era su «novio». La chaqueta de entrenador encajaba con la chaqueta que aparecía en la foto que yo guardaba en mi caja secreta. Así que era la imagen de Brown la que mi madre había cortado en la foto…, el tipo que me llamaba Halcón. Mi madre y Marian habían dicho algo sobre «contárselo a Harlan», así que aquel novio seguía todavía por ahí.

Aunque yo no era ningún atleta, veía el deporte en televisión y oía todo lo que se decía en el colegio…, y no había en todo el país un solo atleta o entrenador famoso que fuera reconocido y asombrosamente maricón. La gente decía cosas sobre algunos patinadores de patinaje artístico, aunque, ¿a quién le importaba eso?

La cinta siguió pasando. Mi padre era una celebridad, una figura absolutamente controvertida. Algunos lo odiaban. Otros lo querían. Y había quien quería verlo fuera del equipo olímpico. Manifestaciones. La policía conteniendo multitudes. Entrevistas con su novio. Entrevistas con su mejor amigo, Vince Matti, que era un gran activista marica. Entrevistas con su padre, John Sive, un abogado que también era maricón. Mi abuelo era maricón, por el amor de Dios. ¿Tendría también abuela?

La perplejidad empezó a dar paso a la conmoción.

A continuación vi la noticia de la cadena ABC en la que aparecía Billy Sive corriendo los 10.000 metros. Y ganó la carrera. Lo vi de pie en lo alto del podio, orgulloso como el que más, con la medalla de oro colgada al cuello, sobre su pecho marica. ¿Cómo podía mi madre haberme ocultado eso? El estadio estaba enloqueciendo: la gente que sentía simpatía por mi padre gritaba y lanzaba flores, y los que lo odiaban saltaban a la pista para intentar pegarle. Sus guardaespaldas mantenían a la gente a raya. Un primer plano de uno de los guardaespaldas mostraba a un joven, mezcla de asiático y mexicano, enfrentándose a la multitud para apartarla de Sive. ¿Era Chino? Cuando Sive salió de la pista, el tal Brown fue a su encuentro, y entonces se abrazaron justo delante de las cámaras.

Cuando vi eso, me deslicé hasta quedarme sentado en el sofá, tan avergonzado que estuve a punto de echarme a llorar. Los jugadores de fútbol y de fútbol americano se abrazan después de marcar un gol, y también se abrazan con las piernas, y el rollo se vuelve muy físico, pero no son más que movidas entre tíos. Aquello era distinto. El mundo entero debía de estar pensando que mi padre se acostaba con el tal Brown. ¡Puaj!

Me temblaba todo el cuerpo.

La cinta siguió adelante. En la siguiente imagen, Sive corría los 5000 metros. Era un mano a mano entre un tipo finlandés y él. Entonces Sive se desmarcó y empezó a avanzar. Dios del cielo, también iba a ganar los 5.000. Dos medallas de oro para un maricón. Todos los atletas del país debían de haberse muerto. ¿Cómo podía mi madre guardar el secreto?

Sive estaba a unos metros de la línea de meta. Entonces… cayó sobre la pista. Probablemente tropezó.

Mi padre siguió tendido sobre la pista. El finlandés ganó. Brown, Matti y todo el mundo corrieron a la pista para ver cómo estaba Sive. Se apiñaron a su alrededor. Llegó una ambulancia. Y entonces… el locutor empezó a hablar de una pistola. Matti, el mejor amigo de mi padre, le sostenía los pies, llorando. Alguien había disparado a mi padre en la cabeza desde la grada.

—¡Mamaaaá!

Me encontraba de pie en lo alto de las escaleras, gritando. Tenía la cara bañada en lágrimas abrasadoras. Se me doblaron las piernas y me senté en el escalón superior. Mamá subió corriendo, con Marian y Chino detrás. Estaba totalmente blanca. Probablemente creía que me había hecho daño y que me estaba muriendo. En cierto modo, así era.

—William…, ¿qué pasa?

—¿Por qué no me lo habías dicho?

El ruido de la televisión llenaba la segunda planta. El rugido de la multitud, las voces de los reporteros de los distintos telediarios.

—¡Oh, Dios! —exclamó Marian—. Ha encontrado la cinta.

Mamá intentaba abrazarme.

—Cariño…, por favor —dijo—. Por favor, escucha. No quería que te enteraras así.

Me deshice de su abrazo y le solté una bofetada. En aquel momento mamá no estaba pensando en defenderse, por lo que la cogí totalmente desprevenida y con la guardia baja.

—¡Me has mentido! ¡Has mentido!

Chino intentó separarme de ella. Para distraerlo, le propiné una patada en las espinillas a Nancy, justo la misma que Chino me había enseñado. Cuando él fue a ayudarla, lo rodeé y corrí hacia mi cuarto. Me encerré dentro con llave. También aseguré bien la ventana para que no pudieran entrar por ella. Luego, lancé la foto de mi padre contra la pared y los cristales salieron despedidos en todas direcciones. Después, me dediqué a destrozar la habitación.

Lo último que hice fue tirar el telescopio por el balcón al camino de acceso a la casa. Se estampó contra el asfalto con un espantoso crujido y parte del tubo galvanizado se rompió. El cristal de la lente estalló y se hizo añicos.

Y entonces lloré de verdad, perplejo ante lo que acababa de hacer. Lo que había hecho era desconsolador. ¿Por qué había actuado así? Mi telescopio estaba destrozado. Mi sueño había muerto. En cierto modo, yo mismo había matado a mi padre.