En la oscuridad del cielo

La USS Memo era especial porque había sido fabricada con el metal más extraño y seguro del universo. El xizio no se oxidaba, no era sensible de sufrir fatiga metálica y podía aproximarse a las estrellas sin fundirse. La Memo era la única nave de la flota fabricada en su mayor parte con xizio, porque tenía que ser segura…: se utilizaba para entrenar a los mejores niños. Nosotros, los cadetes, no sabíamos de qué sistema planetario procedía todo aquel xizio, porque era un secreto de estado.

La Memo se hallaba en plena misión rutinaria de adiestramiento cuando un tremendo efecto relacionado con la gravedad interfirió con nuestros instrumentos de mando y nos perdimos. Estábamos volando entre motas de polvo aterradoramente iluminadas por nuestras luces de crucero. Aquí y allá una estrella enana pasaba junto a nosotros como una exhalación, y la nave se sacudía de encima la fuerza de la gravedad. Nuestro reloj de neutrino había dejado de funcionar y las coordenadas parecían cambiar a cada minuto, por lo que nuestros mapas estelares resultaban inútiles. El comandante estaba haciendo un gran esfuerzo por no parecer asustado, como el capitán Kirk en Star Trek… La diferencia estribaba en que lo nuestro era real, no un programa de televisión.

La aburrida señora que daba voz al ordenador no dejaba de repetir:

—¡Atención! Acaban de entrar en los Antiguos Reinos de los Muertos. A partir de este momento, y en cuanto termine la cuenta atrás, la hora quedará invalidada. Diez, nueve…

La mayor parte de la tripulación estaba compuesta por cadetes vestidos con trajes negros de ninja y gorras de béisbol también negras, con un parche en forma de estrella. Yo era el compañero del navegador y por eso estaba sentado frente a la consola de navegación, comprobando las coordenadas. La cara del comandante asomó a la pantalla de videoconferencias que tenía a mi lado.

—Señor Heden, compruebe de nuevo las coordenadas —ordenó.

—Comprobando coordenadas, señor —dije. Clic, clac, clac… repiqueteó el teclado, al tiempo que mis temblorosos dedos intentaban moverse superrápido. Como todos los demás, me esforzaba por ser valiente.

—Las coordenadas indican un lapso por defecto de veinte grados NC458 y de cuarenta y un grados FC128, señor —dije.

La cara del comandante adquirió una más que evidente expresión de cabreo.

—¿Qué es este lapso por defecto en el que nos encontramos? ¡No tiene sentido! —exclamó.

—Yo… eh… no lo sé, señor —dije.

La pantalla del monitor de videoconferencias se apagó en cuanto el comandante se desconectó.

Cuando estuvimos fuera de peligro, la hora que marcaba el enloquecido reloj de neutrino, que medía el tiempo en nanosegundos, era 23:09:30/7/25/1989/ por defecto. Pude ver por la ventanilla, situada justo delante de mí, de modo que podía percibir localizaciones visuales. La nave dejó de avanzar entre sacudidas. De repente, ahí fuera todo refulgía… Podría haber estudiado mi manual durante un paseo por el espacio. Delante de nosotros teníamos una oscura nebulosa con una gigantesca estrella blanca a un lado, de un blanco tan inmaculado que tuve que cubrirme los ojos con la visera de protección ocular. El escáner me informó de que la nebulosa tenía una amplitud de 1,1 años luz, y de que no estaba catalogada. La estrella era de una belleza increíble. De pronto empezó a desvanecerse ante mis ojos. Se apagó en tres magnitudes y luego volvió a refulgir. Supe entonces que era una estrella variable de un período increíblemente breve.

A mi alrededor, la tripulación estaba exhausta y cabeceaba.

Yo era el único que se mantenía despierto, tremendamente alterado ante la posibilidad de incluir aquella importante estrella nueva en los mapas estelares…, aunque no tenía la menor idea de cuáles podían ser sus coordenadas. La nebulosa era tan oscura que parecía un agujero por el que podíamos colarnos. El escáner la capturó, computó su configuración desde todos los ángulos y comunicó el mensaje: «Nebulosa oscura… no registrada». Todos conocíamos la Cabeza de Caballo, el Anillo, los Pilares y otras nebulosas desde ángulos distintos. El comandante me había ordenado memorizar sus formas. «Si los instrumentos de vuelo dejan de funcionar —me dijo—, hay que volver a los métodos primitivos…: navegar guiándonos por las marcas espaciales. Lo mejor de todo es que podemos navegar guiándonos por las estrellas variables, porque cada una de ellas cuenta con un período de tiempo único. Las variables, funcionan del mismo modo que las balizas para los navegadores en la Tierra», dijo.

De pronto, el intercomunicador volvió a crepitar.

La imagen de un hombre extraño irrumpió en la pantalla del monitor de videoconferencias. Era alto y de hombros anchos, y llevaba una chaqueta azul. Sus ojos me miraban fijamente a través de las ranuras de su visera negra de protección ocular. Al instante supe que no estaba en la nave. Estaba de pie en una especie de muelle. El muelle en cuestión estaba vacío, salvo por una grúa enorme y algunos contenedores de mineral repartidos a su alrededor. Dondequiera que se encontrara, debían de enviar mineral desde allí…, quizá xizio. ¿Cómo habría logrado aparecer en mi pantalla?

—Hola, Finder —dijo en voz baja.

Casi se me paró el corazón. Aquel tipo conocía mi nombre secreto. Nadie en la nave, ni siquiera el comandante, conocía mi nombre secreto.

Miré a mi alrededor. Todos dormían. Volví entonces a mirar al hombre.

—¿Quién… hum… quién es usted? —pregunté con voz temblorosa.

—Soy tu padre.

Mi corazón empezó a palpitar enloquecidamente.

—Mi padre está muerto.

—No, Finder…, estoy vivo.

—Te fuiste antes de que yo naciera. ¿Cómo sabes mi nombre?

—Voy a abrirte una ventana con mi ubicación. Grábatela en la memoria. Estoy operando en condiciones de extrema emergencia, de modo que solo puedo darte la información una vez.

En la pantalla se abrió una ventana en la que apareció un zoom visual del misterioso lugar. Ahora la nebulosa estaba más cerca, negra, con la forma de un enorme gato tumbado, con una cabeza y un largo cuerpo. Logré divisar apagadas estrellas en el interior del cuerpo…: parecían manchas en la piel del gato. La estrella gigante se desvanecía de nuevo. El escáner indicó que era una nueva estrella. «Período: 60 segundos», apareció en pantalla. Era un descubrimiento increíble… Podríamos reiniciar nuestros relojes y volver a disponer del tiempo. El comandante estaría feliz…, quizás hasta me ascendieran. Automáticamente, mi mano se posó sobre el ratón y recuperó el formulario que utilizábamos para registrar un nuevo hallazgo. Estaba entrando en la historia de la astronomía, poniéndole nombre a un nuevo cuerpo espacial. NEBULOSA GATO, tecleé. Luego pulsé «guardar», registrando la medición del ordenador de la nebulosa y de la estrella latente en la base de datos de la Memo. A continuación, nuestro corrector temporal, que se había quedado atrancado en la función de «buscar», bloqueó también la estrella variable. De pronto, habíamos recuperado el tiempo. Los relojes de la nave volvieron a la vida. Por toda la nave, el rojo volvió a destellar en las pantallas digitales.

El zoom parpadeó hasta desaparecer. El hombre estaba de nuevo en pantalla.

—No creo que seas mi padre —dije—. Quítate el protector ocular y enséñame la cara.

—Confía en mí, hijo. Estoy en la foto que guardas en tu caja secreta —dijo.

Una oleada de emoción me atravesó como un meteorito estrellándose contra un panel solar…: felicidad, dolor, terror y entusiasmo, todo al mismo tiempo. Nadie salvo yo conocía la existencia de esa caja… La había subido a la Memo sin que nadie me viera. El hombre tenía que ser mi padre. No tenía ni idea de cómo sabía lo de la caja. Se me llenaron los ojos de lágrimas… Su imagen se desdibujó. Me las enjugué rápidamente. Supuestamente, los cadetes no podían llorar cuando estaban de servicio.

Puse la mano sobre la pantalla del ordenador, intentando tocarlo.

—Papá…, papá, ¿por qué me dejaste? —le pregunté.

—Si me encuentras —dijo— podremos volver a estar juntos. Regresa como comandante de tu propia nave y sácame de aquí.

—¿Dónde estás? —pregunté. No terminaba de creerlo—. ¿Estás prisionero?

—No hay tiempo para explicaciones. Escucha con atención. Para encontrarme, localiza la variable y reinicia el tiempo guiándote por ella, luego vira 23… a la… de tu…

Mis dedos se movían de nuevo a toda velocidad, tecleando la información que él me iba dando, pero la transmisión estaba fallando…: interferencias de radio procedentes de la poderosa estrella de ahí fuera.

—Repítelo. ¡Tu voz se entrecorta! ¿Veintitrés qué?

Pulsé, frenético, todas las teclas localizadoras de averías, una tras otra, intentando eliminar la interferencia.

Bajo su visera de protección ocular, su barbilla se movía, como si todavía estuviera hablando, aunque yo ya no podía oírlo. El hombre abrió los brazos, como si quisiera abrazarme. Casi pude sentirlo, casi me llegó su olor a loción para después del afeitado, el calor de su cuerpo. Su proximidad y su autenticidad rugieron dentro de mí, como una estrella recién nacida cuando empieza a arder. Del agujero que acababa de abrirse en mi pecho rebosaban toda clase de emociones.

—¡Papaaaá, no puedo oírte! —grité.

La tripulación de la Memo estaba empezando a despertar. Todos me miraban. Yo gritaba… Había enloquecido.

Su imagen se descompuso en la pantalla, como si un virus la estuviera devorando. Sentí que se me desgarraba la garganta.

—PAPAAAAAÁ…

Me desperté con un sobresalto. Estaba de nuevo en 1989, revolviéndome entre un montón de mi propia ropa, en el asiento trasero del coche de mamá. Mi mochila se deslizó hasta el suelo y fue a caer sobre la caja donde había metido la lente de mi telescopio. Se me había caído la gorra de béisbol. Lo que había ocurrido era que… me había quedado dormido y había tenido un sueño increíblemente real sobre mi padre y una nave espacial. Todavía percibía a mi alrededor la magia que me había envuelto al ver a mi padre. Aún sentía el cristal de la pantalla del ordenador bajo mi mano cuando había intentado tocarlo. ¿Cuál era el nombre de la nave? ¿Mimo? ¿Memo? ¿Mumbo?

Tía Marian estaba en el asiento delantero, al volante de nuestro viejo y oxidado Nash Rambler azul. Delante de nosotros iba la polvorienta y aburrida parte trasera del camión de mudanzas que habíamos alquilado y que conducía mi madre. Una señal indicadora de autopista pasó zumbando a nuestro lado: LOS ÁNGELES, 180 KILÓMETROS. El sueño era tan real como aquella señal.

¿Rescatar a mi padre? ¿Salir ahí fuera a bordo de mi propia nave e intentar encontrarlo?

—¿Qué tienes? —preguntó tía Marian. Me miraba fijamente por el espejo retrovisor.

—Nada —mascullé, volviendo a ponerme la gorra.

Mi mente intentaba seguir conservando el sueño antes de perderlo. De hecho, todavía seguía medio dormido. Formas como la más pura geometría fluían ante mis ojos. Xizio. ¿Qué demonios era eso del Xizio?

—Estabas gritando: «papá… papá…». Gritabas como un poseso —dijo mi tía.

Su peinado de salón de belleza rotó al tiempo que me echaba una rápida mirada. Mi tía siempre parecía salida de un anuncio de laca. Normalmente llevaba vestidos estridentes y zapatos de tacón, pero ese día se había puesto pantalones porque nos estaba ayudando con la mudanza. Se podía confiar tan poco en tía Marian como en la menos favorita de mis profesoras del instituto de Marysville.

—¿Así que estabas soñando? —preguntó.

De pronto, las figuras del sueño desaparecieron.

—Qué va, es solo que me he caído del asiento —mentí.

Mi mochila azul tenía un parche de la NASA que había conseguido en la venta de objetos personales de unos vecinos. Lo del parche había sido toda una concesión por parte de mamá, porque no veía con buenos ojos nada relacionado con el mundo militar. Sin embargo, yo me puse a favor de la exploración pacífica de las profundidades del espacio y al final me lo compró por un dólar. Tocar mi mochila llena de mis pequeños secretos me ayudó a mantener vivo el sueño. La sensación me envolvió como una cálida manta. Qué vivo estaba. Sus ojos, bajo la visera de protección ocular…, ¿de qué color eran? ¿Acaso «por defecto» significaba «muerto»?

Se me puso la carne de gallina.

Abrí la cremallera de la mochila y busqué a tientas entre mis tesoros. Libros de astronomía, libretas para mis observaciones, mi colección de vídeos de La guerra de las galaxias. La caja secreta de latón con las fotos de mi padre. Su foto enmarcada. No había podido verle las pestañas por culpa de la visera de protección. ¿Las tenía cortas o largas? La foto era pequeña, así que no podía verlo. Mi madre decía que rondaba el metro setenta y siete, pero en el sueño me había parecido más alto. Siempre había imaginado a papá como una combinación de Sabio de la Antigüedad y Guerrero Bárbaro, un hombre que sabría muchísimo más que yo.

A toda prisa, antes de que se me olvidara, cogí la libreta de notas y saqué un boli del bolsillo lateral de la mochila. Escribí: «Nebulosa Gato, 1,8 años luz. Gigante blanco, latente y variable, 60 segundos. Tiempo establecido por variable, virar 23… ¿qué?». Dibujé un boceto de la nebulosa. Era importante no olvidar nada. ¿Qué estrella variable mostraba un período tan breve? Las únicas variables que yo conocía eran las Cefeidas. Normalmente varían entre uno y setenta días. Pero ¿sesenta segundos? ¿Y qué era eso de 23?

—¿Te preocupa la mudanza? —preguntó tía Marian.

—No, es solo que estoy un poco… cansado —dije, tragándome el nudo que se me había formado en la garganta—. ¿Cuándo llegaremos?

—¿Qué soñabas?

Si hablaba del sueño, mi tía se lo contaría a mi madre y mi madre volvería a llevarme al terapeuta. Mamá me volvía majara preguntándose por qué tenía pesadillas que luego no podía recordar. Aquél era el primer sueño que recordaba.

—Nada —dije.

—Algo tiene que haber sido —insistió.

—Mil perdones.

Tía Marian no sabía que en realidad yo acababa de soltar una palabrota. El jefe de estudios de Marysville no permitía palabrotas en el colegio, así que los alumnos decíamos «mil perdones» cuando queríamos soltar una. Era el gran chiste del colegio. Echaría de menos aquel estúpido colegio, aunque nunca había tenido un solo amigo y aunque no pararan de meterse conmigo por bajito y por sacar siempre sobresalientes. Era el maldito empollón de ciencias. Mi única y mejor amiga era mi madre.

—Tía, ¿de verdad conociste a mi padre? —pregunté.

—Por supuesto, cariño.

—Cuéntame cosas de él.

—Bueno, no creo que pueda contarte más de lo que ya te ha contado tu madre.

Siempre el misterio.

—¿Hizo algo malo?

—¿Qué te hace pensar eso?

—Mamá no habla mucho de él. ¿Estuvo en la cárcel?

—William, tu padre era un hombre bueno. El mejor. Pero perderlo fue terrible para tu madre…, para todos.

¿Para la familia? Aparte de tía Marian, yo no tenía familia. ¡Ojalá tuviera abuela! A veces me preguntaba si era adoptado. Ya había echado una ojeada a algunos de los documentos de mamá, intentando averiguarlo.

Mi madre y yo nos trasladábamos al sur de California, al Reino de los Bobos. Mamá iba a ocupar el puesto de entrenadora deportiva de los equipos femeninos del Orange College de Costa Mesa. Tía Marian había venido a ayudarnos desde Malibú.

Los Bobos ponían de mal humor a mamá porque veneraban a un dios masculino y no respetaban a las mujeres. Mamá era una mujer liberal y hablaba de la estupidez de nuestra civilización en la Tierra: según ella, los Bobos no respetaban a las mujeres, destrozaban el planeta y pagaban mal a sus profesores. En La guerra de las galaxias, los Bobos habrían sido un pueblo extraño, con diminutos cerebros y voces estridentes. Mi madre era baja como yo, de modo que había aprendido a defenderse, como lo había hecho también yo. Había llegado a ser maestra de aikido, porque el aikido es una disciplina no violenta, y vivía dedicada a la lucha no violenta a favor de Niké, la Gran Diosa de los Zapatos. Decía que había muchísimos Bobos en Orange County, el condado al que nos dirigíamos. Yo tenía ya ganas de enfrentarme a los Bobos.

A nuestra espalda estaba el valle de Sacramento, donde había pasado mi niñez. Estaba cubierto de huertos y de arrozales, y Ricelands Community College era donde mi madre había enseñado deporte. De vez en cuando, yendo en bici por los caminos que se abrían paso entre los campos, lograba ver el avión de combate Stealth pasar volando desde la base de las fuerzas aéreas de Beale. Era lo más parecido a la alta tecnología que teníamos en la zona. Marysville no era exactamente una zona de Bobos. Más bien formaba parte del sector de los Bárbaros, donde la gente conducía camionetas y tractores y donde se vivía en una sociedad tecnológicamente atrasada. En la escala evolutiva, los Bárbaros ocupaban un puesto más alto que los Bobos: seres muy inteligentes, aunque desprovistos de alta tecnología. Yo me sentía honrado de poder considerarme un Bárbaro, porque eso quería decir que en el fondo era inteligente y que podía inventar muchas cosas.

Como mi padre estaba muerto, yo era el hombre de la casa. Mamá iba de cabeza para volver de la facultad y pasar tiempo conmigo. Al salir del colegio, la mayoría de los niños que yo conocía entraban en sus casas con su propia llave y nunca les esperaba nadie, así que veían programas en la tele sobre familias felices, con mamás y papás. Hasta la familia Addams tenía un padre y una madre. Pero la familia Heden éramos mi madre y yo contra el mundo.

Otros niños me llamaban niño de mamá porque era bajo y porque ayudaba a mi madre. Decían que mis largas pestañas eran pestañas de niña. Yo siempre andaba metido en peleas, y siempre perdía. Admitámoslo: nadie de metro cincuenta y cinco con largas pestañas ha conquistado nunca el universo. Mamá sabía que yo me las tendría que ver solo contra el mundo, así que me enseñaba aikido, aunque ni hablar de kárate. Me hizo prometer que no sería jamás sanguinario. Después de eso, empecé a ganar las peleas, aunque no gané ningún amigo. Fantaseaba con estar en algún otro punto del cosmos, con gente supercivilizada, en naves espaciales de combate. Descubríamos nuevas galaxias y encontrábamos nuevas colonias en las que los ciberesclavos extraían metales extraños y lavaban los platos de todo el mundo. Y ahí fuera, en algún lugar, había un Sabio Anciano, un tipo viejo y sabio, como Yoda en La guerra de las galaxias, que me ayudaría a entenderlo todo.

La sensación de ensueño había desaparecido, aunque seguía oyendo la voz de mi padre en la cabeza. «Vuelve a buscarme… Sácame de aquí…»

Se me hizo un nudo en la garganta.

Delante de nosotros, el camión de mudanzas de mamá salió de la Interestatal 5. Cuando aparcamos, salí disparado hacia el restaurante porque estaba muerto de hambre. Las dos señoras fueron al baño y luego nos comimos unas hamburguesas con patatas. Mamá apenas tenía dinero, de modo que fue tía Marian quien pagó la comida.

Cuando tía Marian fue a por un ejemplar del USA Today, mamá me preguntó:

—¿Así que has tenido un sueño?

Tía Marian se había ido de la lengua, probablemente en el cuarto de baño.

—¿Recuerdas el sueño? —preguntó mamá.

—No —respondí, jugando con las patatas que tenía en el plato.

Sus ojos azules de guerrera, con esas largas pestañas de niña, se clavaron en los míos durante un nanosegundo.

—Yo creo que sí lo recuerdas, pero no pienso insistir. Puedes contármelo cuando estés preparado para hacerlo.

—¿Por qué los niños se parecen a sus padres? —pregunté.

—Genes.

—¿Jeans?

—El ADN. ¿Recuerdas que lo estudiaste en clase de la señorita Haskell?

—¿Te refieres a esas cosas que se retuercen en las células?

—Sabes astronomía, pero no tienes mucha idea de ti mismo, niño. El ADN es una proteína básica que se convierte en lo que tú eres. Recibes una parte de tu padre y otra de tu madre.

A mamá se le tensó el rostro cuando se dio cuenta de que había pronunciado la palabra «padre». Se levantó y vació nuestras bandejas en el cubo de la basura.

—William, la mudanza nos va a sentar bien —dijo, cuando regresábamos al aparcamiento—. Algún día, muy pronto, terminarás por acordarte de lo que sueñas. ¿Quieres ir conmigo en el camión?

Horas más tarde, pasamos por Los Ángeles. Primero, cuando llegamos a lo alto del Grapevine, vimos una masa de luz a lo lejos, envuelta en una nube de niebla. Era como una luz de un año de amplitud, como una galaxia. Pero, cuando nos acercamos, Los Ángeles no se parecía en nada a una ciudad del futuro: simplemente era más grande y más fea que Sacramento.

Pasamos por delante del aeropuerto de Los Ángeles y, en vez de naves transportadoras de mineral de xizio, vimos primitivos aviones de pasajeros volando sobre nuestras cabezas. ¡Menuda decepción! La neblina era tan espesa que, con mucha suerte, llegaría a ver la luna. Cuando por fin llegamos al Reino de Orange County, salimos de la autovía 405.

—Muy bien. Aquí es… el país de los Bobos —dijo mi madre, sorbiendo por la nariz.

—Yo me ocupo de los Bobos —se me ocurrió decir, apuntando con una invisible pistola de protones—. Pum, pum.

Mamá sacudió la cabeza y giró por Newport Boulevard.

—No sirve de nada matar a los Bobos. Hay que educarlos —dijo.

—Qué va, solo hay que cargártelos y empezar de cero.

—Diosas del cielo…, ¿cómo he podido criar a un niño tan sanguinario? —exclamó, cambiando de marchas como un camionero.

A mis doce años, a veces me avergonzaba que mi madre fuera tan poco femenina. Era baja y rápida como yo. De su madre, que procedía de una familia libanesa, había heredado el color café de la piel. La parte noruega pasaba totalmente inadvertida, salvo por sus grandes ojos azules y por esas pestañas superlargas con las que me había maldecido el ADN. Tenía el pelo negro y ondulado, y lo llevaba más corto que yo. Como corredora, era más rápida que la mayoría de chicas de su equipo de atletismo. Ni siquiera para la mudanza se había quitado la chaqueta del equipo, en la que se leía, en letras bordadas: «Entrenadora Betsy Heden».

Costa Mesa era decididamente una zona tecnológicamente deficiente, hecha de hormigón, en vez del xizio con el que yo había soñado. Había más centros comerciales y más aparcamientos que en Marysville, y muchísimas más palmeras y edificios sobre los que caía una neblina de neón marrón que les daba el aspecto de una auténtica pesadilla.

Mamá seguía hablando.

—A las entrenadoras se les paga peor que a los hombres. Y vamos a tener que pagar una hipoteca…

—Podríamos volver a vivir de alquiler.

—¿Y tirar el dinero todos los meses? No.

Cuando miré por la ventanilla, me pregunté si haría allí algún amigo. Desde luego, ni hablar de un Bobo…, quizás un Bárbaro como yo. No me gustaba sentirme solo, aunque a mamá sí parecía gustarle. Las mujeres del profesorado de Ricelands siempre la animaban a salir con chicos y a que volviera a casarse. Pero mamá no parecía tener ningún interés. Quería a mi padre, así que quizá no tuviera ningún interés en estar con nadie más. Me gustaba su fidelidad.

Yo era el único niño en todo el universo que no tenía padre.

—¿Vas a salir con tíos? —pregunté como sin darle importancia.

—¿Estás de broma? Voy a tener que trabajar como una esclava, y necesitaré que me ayudes un poco más —añadió, sin apartar la mirada de la carretera.

—Sí, tendré tiempo para ayudarte. Con tanta neblina no voy a poder usar el telescopio.

—Te lo compensaré. Iremos al desierto y nos pegaremos alguna que otra fiesta de estrellas… Te llevaré al Jet Propulsion Laboratory… o al Observatorio Griffith, ¿te parece?

No respondí, aunque mi sueño era poder visitar la JPL/NASA. Mamá me miró.

—¿Qué estás pensando?

Me encogí de hombros.

—Algo querías decir con tu pequeño comentario sobre mis posibles citas.

—Sitio nuevo, papá nuevo.

—Eso —dijo, a punto de atropellar a un sin techo que empujaba un carro de supermercado— no es asunto tuyo.

—¿Por qué no me cuentas más cosas sobre papá?

—Ya sabes que es un tema doloroso.

—Pero ¿por qué no tienes fotos de él? ¿Por qué no tengo abuelos?

—Claro que tienes abuelos. Lo que pasa es que no me llevo bien con ellos. Y no empieces. Hablo en serio, William.

El misterio que envolvía a mi padre había estado siempre ahí, como las pesadillas, como las estrellas. Mientras miraba por la ventanilla, cuando nos detuvimos delante del motel Costa Mesa, me estaba acordando de cómo mamá había despertado mi interés por la astronomía.

Yo era muy pequeño. Todo empezó cuando vimos juntos un eclipse de luna. Luego, a los diez años, mamá me llevó de acampada al desierto para ver otro eclipse. Mamá llevaba unos prismáticos y un libro que había pedido prestado al señor Yamamoto, el profesor de ciencia de Ricelands. De hecho, había llegado a leer el libro. En cuanto miré por los prismáticos y vi la luna, tan cercana y tan viva, con las estrellas que desaparecían tras sus bordes, me quedé pillado. Durante toda la noche mamá y yo seguimos allí sentados, helándonos, envueltos en nuestros sacos de dormir. No hicimos fuego para poder ver bien. Cuanto más lejos miraba en el espacio, más me entusiasmaba lo que veía. Mamá iba buscando en el libro y me indicaba dónde mirar. Encontré las lunas de Júpiter con los prismáticos, y luego la doble estrella de la espada de Orión.

—Las nubes son galaxias —dijo—. Están situadas fuera de nuestra propia galaxia.

—Caramba. ¿A qué distancia están de nosotros?

—El libro dice que a 180.000 años luz. Un año luz es la distancia que los fotones pueden recorrer en un año. Los fotones… son partículas de luz, viajan como balas, y lo hacen…, bueno, eternamente. Eso, claro está, si no colisionan contra algo.

—¿A qué distancia está un año luz? —le pregunté.

—Aquí dice que a… 5878 billones de kilómetros. Así que tienes que multiplicar 180.000 veces 5878 billones, y…

—Genial. —Intenté hacer el cálculo en mi cabeza y se me acabaron los ceros.

Mamá no era ninguna Sabia, pero sí era la Princesa Guerrera que sabe cosas importantes, y me contó que todo es espíritu…, que todo se mueve en círculos.

—Las galaxias… —dijo—, creo que en realidad son los espíritus de misteriosas civilizaciones perdidas.

—¿Sí? —Se me erizó un poco la piel.

—Roma —dijo con voz soñadora—. Babilonia, la antigua China…

Yo tenía la cabeza apoyada sobre su hombro mientras la escuchaba, todavía con la mirada fija en aquellas cosas luminosas y distantes que se veían tan a lo lejos… tan vivas, según había dicho ella. Me había rodeado los hombros con el brazo, la única cosa que irradiaba calor aquella noche.

—Podemos sentarnos aquí, en la Tierra —dijo—, y mirar ahí fuera, a las almas de todas esas ruinas que los arqueólogos están desenterrando en algún sitio… de Turquía, de México. —Se le habían iluminado los ojos y ya no estaba triste como de costumbre. Era distinta de la madre que hacía sonar su silbato y gritaba a su equipo de atletismo, ordenándoles que levantaran las rodillas.

—¿Qué fue de la gente de esas civilizaciones? —pregunté.

—Oh…, quizá las estrellas individuales de las galaxias sean los espíritus de la gente. Cuando una estrella estalla en una nova y se convierte en un agujero negro, no es el final de la estrella, porque ese espíritu regresa a la Tierra para volver a nacer. Y cuando alguien muere, tampoco eso es el final, porque él o ella se convierte en una nueva estrella que nace ahí fuera.

Mientras yo dejaba vagar la mirada por aquella increíble distancia, boquiabierto, me pareció que era un buen sitio para mi padre.

—¿Y de verdad una de esas estrellas es él? —quise saber.

—Creo que sí —dijo—. Siempre me lo ha parecido.

—¿Y qué pasa con las estrellas dobles?

—Quizá sean dos personas que se querían —respondió.

Me arrebujé aún más contra ella y mamá nos envolvió mejor con el saco de dormir. ¿Qué estrella sería mi padre? Era genial saber que lo había querido tanto. Mamá miraba hacia el cielo y tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Y tú eras una estrella que vino a nacer conmigo —dijo.

Cuando vivíamos en Marysville, yo no dejaba de pensar en las estrellas. Mamá no podía permitirse comprar un telescopio para aficionados, pero el señor Yamamoto me envió a la tienda de artículos del Ejército y de la Marina y, por diez dólares, me compré unos prismáticos de la Segunda Guerra Mundial que se habían utilizado para avistar submarinos…, y que resultaron maravillosos para mirar las estrellas. Para mi siguiente cumpleaños, mamá me regaló un libro genial…, que incluía un mapa estelar giratorio. Cuando hacías girar la rueda podía mirar el cerco y saber, por el mes, cuáles eran las constelaciones que iban a cruzar el meridiano en cualquier momento. El libro facilitaba mucho aprender todo el cielo y utilizar las constelaciones para encontrar estrellas y nebulosas.

Con dos pavos que me gané cortando el césped, encontré un viejo libro titulado Construcción de telescopios para aficionados. Durante la clase de ciencias de quinto curso, el señor Yamamoto me ayudó a convertir los prismáticos en un pequeño telescopio, aunque para mí no era suficiente, así que me ayudó a construir un telescopio de verdad, con un espejo reflector de diez centímetros. Cuando chapamos el espejo con fulminato de plata, a punto estuvimos de saltar en pedazos… La sustancia es muy inestable. El espejo de plata se deslustró apenas después de un año.

Y así, para el proyecto de sexto curso, construí un telescopio de quince centímetros con un espejo reflector mayor. Se cogen dos discos de pírex, que se esmerilan uno contra el otro con agua y carborundum, hasta que uno de los dos queda cóncavo, esférico y pulimentado…, teniendo mucho cuidado en que no tenga una sola muesca. La cara cóncava es el espejo en el que atrapamos los reflejos de las estrellas. Mandé a que lo aluminizaran. Invertí ciento cincuenta dólares en construir el telescopio, y los pagué repartiendo periódicos. Los otros niños se reían de mí… La idea que tenían de la alta tecnología no iba más allá de las cuatro ruedas. Aun así, hice oídos sordos a sus estúpidas muestras de desprecio… Nada pudo estropearme el increíble escalofrío que me recorrió cuando ajusté la lente del telescopio y vi la nebulosa Cabeza de Caballo por primera vez. Siempre que identificaba una estrella nueva, me preguntaba si era mi padre.

El año pasado, mamá empezó a hablar de conseguir un trabajo mejor y de mudarnos a un sector más urbano, para que yo pudiera asistir a un instituto especializado en ciencias y así dar un acelerón a mis estudios.

En aquel momento me habría gustado contarle el sueño que acababa de tener, aunque sabía que no se podía confiar en ella…: no quería que me acercara al misterio que rodeaba a mi padre. Quizá no fuera un sueño. Quizá mi padre estuviera ahí fuera, en algún sitio, y quizá pudiera encontrarlo si localizaba esa estrella parpadeante. Se me heló la piel. Mi padre debía de quererme mucho todavía si estaba intentando ponerse en contacto conmigo en sueños. Quizás estuviera a un gazillón de años luz de distancia.

¿Por qué escondía papá la cara tras la visera de protección? En mis fotos, era el hombre más guapo del mundo.