Operación extracción

A la mañana siguiente, me desperté alrededor de las diez con la sensación de haber tenido la peor pesadilla de mi vida, aunque no lograba recordarla. Probablemente todo el vecindario estuviera al corriente de lo mío. Por la ventana abierta creí ver a Orik en su casa. Más tarde, sus padres subieron al coche y se marcharon. Marqué su número de teléfono y Orik tardó veinte tonos en contestar. Le temblaba la voz… Había estado llorando.

—Han puesto un candado en el teléfono para que no te vuelva a llamar —dijo—. Se supone que no debo hablar contigo.

—¿Estás bien? —pregunté.

—Papá está como loco —susurró—. No me deja salir de casa. Tú y yo tendremos que movernos en secreto durante un tiempo.

—Aguanta, hermano. Recuerda tu juramento.

—Lo recuerdo.

—Si las cosas se ponen mal, hazme una señal. Como, no sé…, pon la gorra en la ventana. Si la veo, mi madre hará que arresten a tu padre.

—Por favor, Finder, no lo hagas.

—Ha sido cruel.

—Sí, pero es mi padre —dijo.

—Oye, escucha…, eso no le da derecho a pegarte así…

—Uy, creo que oigo nuestro coche.

Entonces me colgó.

En la cocina, mamá estaba bebiendo una botella de zumo de zanahoria. Tenía todos sus papeles desperdigados por todas partes. Estaba trabajando en su programa de preparación para la temporada de atletismo de otoño. Siempre con los papeles de la facultad, incluso con la que teníamos montada en casa. Me comí un sándwich de mantequilla de cacahuete en la encimera, todavía con ganas de cabrearla porque me había zurrado el día anterior, así que empecé a fanfarronear sobre lo que Orik y yo le habíamos hecho a Alberto en el centro comercial.

Mamá dejó el lápiz sobre la mesa.

—Diosa, William… ¿Le habéis hecho daño?

—No. Hemos tenido cuidado.

—Me gustaría que definieras la expresión «tener cuidado». ¡Sus padres podrían hacer que os arrestaran!

—Bah… todo el mundo le hace movidas en el baño.

Mamá parecía perpleja.

—¿Cuándo?

Le conté lo que había pasado en el colegio.

—¿Y Shawn y tú les ayudasteis? —preguntó.

—En realidad no, solo… hum… mirábamos.

—¿Lo saben Jerry y Marilyn?

—Jerry… nos animó a… hacerlo.

Mamá me miró fijamente. Era difícil saber lo que podía estar pensando. Por fin, escondió el rostro entre las manos.

—Diosa sagrada…

—Los maricas no son personas —grité—. Jerry dice que son animales inmundos y que propagan el sida a los cuatro vientos.

—¿Y qué demonios sabrá él sobre maricas?

—¿Por qué defiendes a los maricas?

Nos enfrascamos en una partida de gritos. Le tiré los papeles por el suelo.

—Y si vuelves a practicar kárate conmigo —le grité—, lo pagarás muy caro. Te pillaré por sorpresa. Y además me has mentido.

—¿Qué…?

—Nunca fuiste a Prescott College. Nunca te casaste con mi padre. Lo he comprobado todo. ¡Me mentiste!

Las fotocopias y las impresiones incriminadoras salieron de mi mochila y le cayeron encima. Luego estampé algunos platos y algunos tazones contra la pared. Mamá recogió mis documentos de investigación y los estudió detenidamente. Finalmente, dejó sus propios papeles por el suelo y se metió en su pequeño despacho, cerrando la puerta con llave. Probablemente para que yo no pudiera pillarla. Me sentí como un completo subnormal y decidí ser un buen chico y limpiar todo aquel desastre. Mis temblorosos dedos alisaron sus papeles y volvieron a meter mis documentos en la mochila.

Más tarde, mamá volvía a hablar por teléfono, encerrada en su despacho. Miré por el ojo de la cerradura. Se quejaba a tía Marian de que los perfectos vecinos se habían convertido en Bobos… y del monstruo Bobo y fascista en el que me estaba transformando. Indignado, me dejé caer en el sofá a ver El retorno del Jedi por enésima vez, pero no tardé en perder el interés y apagué la tele. Por alguna razón, unos lagrimones calientes no paraban de deslizarse por mis mejillas. La guerra espacial, aquellas naves y sus bum, bum, bum no me parecían reales en comparación con los puñetazos y las bofetadas de Jerry aterrizando en mi mejor amigo. Mi padre sustituto era, a fin de cuentas, un Bobo. Marilyn también.

Horas más tarde, un hombre sentado al volante de un Toyota 4Runner pasó por casa a dejar a tía Marian. Mamá y ella cogieron el Rambler y salieron a cenar, obviamente para hablar de mí. Yo me quedé holgazaneando en mi habitación, sin saber qué hacer. ¿Hacer planes para el nuevo telescopio? Menudo aburrimiento. Después de las once, oí voces en nuestro jardín trasero. Me acerqué a mirar contra la ventana del vestíbulo. Mamá y tía Marian estaban sentadas en la oscuridad en dos hamacas, hablando.

—… Llevando esto tú sola durante años —decía la voz de tía Marian—. ¿Vas a dejar de una vez que la familia te ayude a sobrellevarlo?

¿Qué familia?

Mi madre lloraba. Probablemente, tía Marian le estaba dando palmaditas en la mano.

—¿Y bien? —preguntó mi tía—. ¿Qué le has contado a William?

Oí a mi madre sonándose la nariz.

—Lo menos posible. Pero no se lo traga. Preguntas, preguntas. Que si quería a su padre (un sorbido), que por qué no tengo más fotos de él, que si guardo sus cartas de amor, que dónde está enterrado, que si puede ir a visitar su tumba. Le he dicho que Billy fue incinerado…: la verdad, por supuesto. También le he dicho que no quiero recuerdos a la vista. Pero… (sorbido) ha estado buscando antiguos registros. Intentó conseguir la partida de defunción de su padre… No estoy segura de dónde está archivada… En Canadá, creo.

¿Canadá? ¿Acaso mi padre se había ido a Canadá para no tener que alistarse en el ejército? Jerry decía que algunos mariquitas lo hacían. Los odiaba por eso.

¿Sobre qué estaría mintiendo mi madre? Me sentí débil.

—Tengo un problema, ¿verdad? Pero no tiene nada que ver con lo que Marilyn sospecha. Y lo peor es que… William está tan enfadado con todo esto que ha empezado a darme miedo.

—¿Qué quieres decir?

—El otro día me empujó. Las cosas fueron a más… y tuve que defenderme.

—Cuando yo era niña, la idea de empujar a tu madre… —Marian parecía perpleja.

—¡Oye, Dios! ¿Estás escuchando? ¿Por qué me has enviado un niño? —Probablemente mamá estaba mirando al cielo, rebosante de contaminación lumínica—. Podría matarte por esto, Dios.

—Una niña también querría saber la verdad. Los niños necesitan tener información sobre sus padres. No entiendo por qué te empeñas en no decírselo. Quizá seas tú la que debería ir al psicólogo.

—Psicólogos… bah. Sé perfectamente dónde está el problema. Haber visto cómo mataban a Bill, saber que podría volver a ocurrir. Acojonarme con Harlan. Perder a Marla. El aislamiento en el que he vivido sumida. Las deudas, el agotamiento…

¿Haber visto cómo mataban a mi padre? ¿Y quién era Marla? ¿Su hermana?

—Excusas —dijo mi tía.

—Antes podía hablar con William… de la vida, incluso de su cuerpo. Pero ahora hay un muro entre los dos. Todo comenzó cuando empezó a pasar tanto tiempo en casa de los vecinos. Y ya sé que necesitaba un amigo. Pero es que, en cierto modo…

Mamá volvió a suspirar.

—Siempre ha sido un niño hiperactivo… Últimamente lo veo deprimido… y está rarísimo con todo este asunto de ser astronauta. Cuando no está con Orik, se pasa el tiempo solo en su cuarto. Tiene accidentes… Tengo la sensación de que está rozando…, bueno, de que está empezando a apuntar tendencias suicidas…

No reconocí al heroico William en la forma en que mi madre hablaba de mí.

—Quizá necesite ver a un psicólogo —dijo mi tía.

—¡Ja! Pero si ya ha vuelto locos al tutor del colegio y a un terapeuta barato. No es lo que se dice un niño colaborador.

—¿Tú crees que es…?

—En este momento, eso es lo que menos me preocupa.

¿Que si era qué?

—Betsy, ¿me permites que le cuente a Harlan lo que está pasando?

Incluso desde la ventana del segundo piso, pude oír suspirar a mamá.

—Me doy por vencida. De acuerdo. Pero no le des mi teléfono hasta que yo lo diga. Primero tenemos que solucionar esta situación.

—Será mejor que entremos, cariño. Estás tiritando…

—Te he preparado la habitación de invitados —dijo mamá.

De un salto, volví a mi cuarto, en estado de shock. ¿Qué le había pasado realmente a mi padre? ¿A qué venía tanto misterio? De nuevo Harlan, el viejo amigo que me llamaba Halcón. ¿Quién era ese tipo, tan importante como para que mamá tuviera que decírselo? Acostado en mi cama, intentando dormir, veía la otra cama de mi cuarto vacía, atravesada por una barra de luz de luna. ¿Estaría Orik acostumbrándose a no verme…? ¿Estaría tocándose y pensando en chicas?

A la mañana siguiente, mamá estaba encantadora y era toda sonrisas.

—Tía Marian nos ha invitado a pasar unas semanas en Malibú —me dijo.

—Qué aburrimiento.

Mamá rebosaba amabilidad.

—Mira, William, necesitamos alejarnos de las vibraciones negativas que nos llegan de casa de los vecinos. Pasar tiempo juntos. Yo estoy tensa…, tú también. Las cosas no tienen por qué ser así.

¿Y si Orik me hacía la señal y yo no estaba allí para verlo?

—Allí no hay niños. Va a ser aburridísimo —dije.

—Bueno, de todos modos nos vamos —fue su respuesta—. Así que ya puedes empezar a hacer la maleta. Llévate el telescopio y todo lo demás. Nos iremos esta tarde a eso de las siete.

—Ni lo sueñes. Yo no voy.

—Tienes trece años y harás lo que yo diga.

—Si intentas obligarme, me escaparé. Iré a los tribunales y pediré que me adopte otra madre.

—Quienquiera que te adopte se arrepentirá —replicó.

Aquella misma tarde, yo estaba solo en nuestro jardín delantero, lanzando distraídamente mi pelota de baloncesto contra la valla, a la espera de alguna señal de Orik, cuando aquel reluciente 4Runner volvió a entrar en el camino de acceso a casa. Un mexicano con pinta de tipo duro bajó del coche. O quizá fuera asiático. Cruzó tranquilamente la valla y entró en nuestro jardín, mirando a su alrededor. ¿Sería Harlan? No era mucho más alto que yo, rondaría quizás el metro setenta y siete. Sus fríos ojos grises echaron una mirada a la casa de los Heaster, al vecindario y luego a mí. Debía de haber pasado la noche en un motel. Me quedé debajo del viejo pimentero, mirándolo fijamente. Me recorrió un escalofrío, tan intenso como una tormenta en Júpiter, al ver el modo en que el sol y la sombra jugaban sobre él, como un camuflaje vivo.

Marian asomó la cabeza por la puerta.

—Hola, Chino.

Así que aquel tío con pinta de salvaje conocía a mi tía. Con sus pantalones rosas y las perlas, tía Marian no le pegaba nada. Se parecía a la esposa del reverendo Dwight.

—William —dijo Marian, todo sonrisas—, este es un viejo amigo…: Chino Cabrera.

Miré a Chino, sintiendo aún aquel escalofrío. Sus facciones eran las de un señor de la guerra alienígena salido de alguna película de ciencia ficción. Tenía los ojos más fríos y más cansados que yo había visto en mi vida, y una larga cola de caballo le colgaba sobre la espalda. La piel de su rostro era de color café con leche e iba afeitado… Ni rastro del típico bigote mexicano. No iba vestido ni hortera ni tipo cholo: solo unos vaqueros, una camiseta sencilla, viejas botas militares, sin cinturón. Aunque llevaba marcada la raya de los vaqueros.

—Hola, Chino —dijo mi madre, saliendo de casa—. Gracias por venir.

Así que mi madre también conocía a Chino. Quizás hubiera conocido a mi padre.

Chino no dijo nada. Pasó por delante de mí y asomó la cabeza por la puerta, echando una mirada al interior de la casa.

—¿Ya has hecho la maleta, William? —preguntó mamá—. Tenemos que irnos.

De pronto me di cuenta de que Chino había venido para ayudarlas a llevarme con ellas. Ahora mamá me tenía miedo. Por el ventanal del salón, pude mirar a través de la ventana de la cocina de los Heaster. Estaban cenando. Jerry y Marilyn eran todo sonrisas e iban pasándose los platos y la comida. Orik llevaba una tirita en la frente e intentaba sonreír. Donnala estaba allí…: ellos la habían invitado. Me pregunté si Orik ya le habría metido mano por debajo de la camisa.

La mano de Chino se cerró sobre mi hombro. Naturalmente, intenté pelear con él valiéndome del aikido que había aprendido en el instituto, pero no iba a haber una tremenda pelea de cine que destrozara la casa, porque aquel tío dominaba algunos golpes bajos. Me dio un pequeño apretón en el hombro con el que me quitó las ganas de más. Luego me empujó escaleras arriba hasta mi habitación y, una vez dentro, echó un vistazo a los pósters de astronautas y a los mapas celestes.

—Haz la maleta —dijo.

Decidí ganar tiempo y hacer lo que me decía. Ya me fugaría más adelante, cuando el tipo aquel bajara la guardia. Ropa, la foto de mi padre, una vela nueva… Lo metí todo en la maleta. Chino me ayudó a desmontar el telescopio y a guardarlo. Cuando bajé, vi a Orik por la ventana del vestíbulo y por la de su habitación, y decidí caerme por las escaleras para retrasar las cosas. Si me rompía una pierna, tendrían que dejar que me quedara en casa. Pero, justo cuando empezaba a caer, la mano de Chino me agarró del brazo y se cerró sobre él como un robot sin sentimientos. Me golpeé la rodilla y el hombro, y eso fue todo.

Fuera ya estaba oscuro. La mano inmisericorde de Chino tiró de mí hacia el 4Runner.

Jerry salió de su casa.

—¿Adónde vais? —quiso saber, con una voz muy parecida a la del reverendo Dwight.

—Tenemos que alejarnos de vosotros durante un tiempo —dijo mi madre.

—Estáis huyendo. Sabes muy bien que él le hizo algo maligno a mi hijo.

—No, no lo sé. Y tampoco la policía.

—Tendrás noticias de nuestro abogado.

—¡Tu abogado me lo paso yo por ahí! —le gritó mamá—. ¡Acabo de enterarme de que estuviste dando una clase de Asalto y Captura en el centro comercial! Gracias por animar a William a pegar a otros niños.

—Será mejor que vengas a hablar con nuestro pastor. Hay clínicas donde ayudan a los niños como el tuyo. Si no cooperas, ten por seguro que llamaremos a la oficina del fiscal del distrito.

—Adelante —respondió mi madre—. Así podrás explicarle al fiscal las palizas que le das a tu hijo, y yo testificaré en tu contra.

El brazo de Marian salió despedido hacia Jerry.

—Aquí tienes mi tarjeta. Ya sabes dónde encontrarnos —dijo.

—No lo dudes, Consejera —replicó Jerry—. Te denunciaremos por cómplice.

Sin soltarme, Chino se deslizó entre mamá y Jerry, que siguieron gritando a su alrededor. Si Chino y Jerry llegaban a las manos, Chino tendría que soltarme y yo echaría a correr. Pero Jerry clavó la mirada en los crueles ojos grises de alienígena de Chino y decidió no meterse con el señor de la guerra alienígena. Orik había desaparecido a hurtadillas por la puerta trasera y me miraba fijamente desde la alambrada. Cada uno de sus tristes ojos de elfo quedó enmarcado por uno de los cuadros de la alambrada. Ahora era un auténtico prisionero.

Marian se sentó frente al volante, mamá en el asiento del acompañante y Chino me empujó al asiento trasero y se sentó a mi lado. Me latían la rodilla y el hombro. Marian activó los seguros de la puerta con un chasquido. También yo estaba prisionero. Con un chirrido, el reluciente 4Runner salió del camino de acceso a la casa, dejando el oxidado Rambler de mamá en el garaje.

De pronto, Orik saltó la verja y corrió por la calle detrás de nosotros. Su boca se movía como si gritara «FINDERRRR» con una espantosa voz chillona. Siguió corriendo detrás de nosotros con el pelo agitándosele enloquecidamente. Su padre salió corriendo tras él hasta que lo agarró. Orik vaciló, cayó al suelo, rodó y se levantó. Ahora cojeaba. Se fue haciendo cada vez más pequeño. Su padre lo alcanzó, lo cogió del brazo y lo abofeteó varias veces.

Moviéndome más deprisa que Chino, golpeé la cabeza de Marian desde atrás. Tía Marian perdió el control del coche y el 4Runner serpenteó, viró y a punto estuvo de chocar contra otro coche. Mientras Chino se lanzaba hacia delante para hacerse con el volante, yo me estampaba con todas mi fuerzas contra la ventana trasera del coche para romper el cristal y poder salir a rescatar a Orik. Entonces todo se apagó.

Cuando abrí los ojos, Chino sostenía un trapo contra mi frente. La ventana trasera estaba rota. Me dolía la cabeza y tenía la cara pegajosa. Una señal iluminada de la autopista pasó por nuestro lado en la oscuridad. Nos dirigíamos al norte, hacia Los Ángeles.

—En este momento no puedes hacer nada por tu amigo —dijo el señor de la guerra alienígena, clavándome aquellos ojos grises que parecían dos fragmentos de xizio puro pulimentado—. Así que compórtate y sé un hombre.

Los campos más profundos del universo no se me antojaban tan solitarios como aquel viaje por la autopista 405. Me palpitaba la cabeza donde me la había golpeado. Tenía un frío de muerte, había conocido el sabor de la sangre y de la muerte, había perdido a mi amigo en combate y había estado cerca de mi padre durante un par de minutos. Mi tía conducía con una mano y daba palmaditas a la mano de mi madre con la otra. Mi madre lloraba. Todos hablaban de mí como si yo no estuviera presente.

—Iba a caerse por las escaleras a propósito —dijo Chino.

—Corruptor de menores en toda regla. Trece años, parece que tenga dieciocho. Coeficiente intelectual alto, totalmente descontrolado. Eso me pasa por no haberle dado Ritalin. Y sabe Dios que lo he puesto todo de mi parte.

Chino estaba sentado relajadamente en su rincón. Hasta en la oscura cabina del coche era inconfundiblemente asiático. ¿Cómo podía tener los ojos grises y parecer asiático? Sus manos, extendidas tranquilamente sobre sus fuertes muslos, estaban salpicadas de cicatrices de cuchilladas. También tenía cicatrices en los brazos. ¿Acaso pertenecía a la mafia mexicana? No, en cierto modo, tenía un aire militar. Pero tampoco era mucho más rápido que yo. Era viejo y yo había estado a punto de lograr darle esquinazo.

—¿Siempre secuestras niños? —dije.

—Todos los días.

Tenía una voz grave y ronca, como un cantante de rock que forzara las cuerdas vocales. No tenía acento mexicano.

—Supongo que eres uno de esos detectivillos —quise saber.

—Frío, frío —respondió.

—Entonces eres un mercenario.

No respondió. Mi madre seguía llorando en el asiento delantero.

—William —dijo—, cuando lleguemos a Malibú, vamos a hablar de tu padre. Fue… complicado.

—Así que yo tenía razón, ¿eh? Papá fue un criminal o algo así, ¿verdad?

—Ten paciencia conmigo, ¿de acuerdo?

—¡Pues ya puedes empezar a hablar! —exigí.

Chino frunció el entrecejo.

—Cuando te oigo faltarle al respeto a tu madre me dan ganas de vomitar. ¿Por qué la tratas así?

Había algo en su voz que me provocó un escalofrío en la espalda, así que me callé y me limité a mirar por la ventanilla. Las luces de Orange County, Los Ángeles y Santa Mónica pasaban a toda velocidad en la oscuridad, como las estrellas falsas de los programas de televisión sobre el espacio. En Malibú, en una señal en la que ponía «Cañón Caballo», salimos de la autopista de la costa del Pacífico y nos adentramos serpenteando en un oscuro cañón. Se trataba de un distrito realmente primitivo. Un ciervo cruzó brincando la carretera delante del 4Runner.

La casa de tía Marian era una mansión blanca, tan grande como el «mil disculpas» del Pentágono. Se levantaba en una alta colina, en la soledad de un pequeño bosquecillo de arbustos, sobre el cañón. Tía Marian mencionó que la mansión ubicada por encima de la suya, con las luces encendidas, era la casa de Axl Rose. Unos quinientos metros más abajo estaba el Pacífico. Al bajar del coche, oímos el susurro de la marea. Tía Marian había mencionado que mi tío Joe había comprado la casa. Era dueño de una empresa informática que ya no existía. Dos años antes, tío Joe había muerto de un infarto, por lo que mi tía tenía muchísimo dinero. Formaba parte del ayuntamiento de Malibú, estaba aburrida de la política local y quería dedicarse a cosas de mayor envergadura. Una mujer mexicana llamada Nancy Pérez vivía en la casa con ella, y era su asistenta y secretaria.

Marian me alojó en una habitación situada entre el cuarto de Chino y el de mamá. Ni siquiera después de haber colocado la fotografía de mi padre encima de la mesita de noche y de haber encendido la vela delante de su imagen, me gustó la habitación. Todo lo que contenía era fino y delicado, no había nada cómodo sobre lo que tumbarme. Aunque tenía un pequeño balcón, donde pude instalar mi telescopio. Cuando todos se hubieron acostado, a hurtadillas, me hice con uno de los modernos teléfonos de Marian y llamé a Orik. Fue Jerry quien respondió, así que tuve que colgar. La siguiente vez que lo intenté, lo cogió Orik. Le temblaba la voz y sonaba muy raro.

—¿Tu padre ha vuelto a pegarte?

—No.

—Estoy seguro de que sí. —Se me cerró el puño alrededor del auricular.

—No —insistió Orik, cuya voz tembló aún más.

—Coge un lápiz y apunta mi teléfono nuevo. Memorízalo y luego deshazte del papel.

—De acuerdo.

Le di mi teléfono.

—Pero no puedo seguir haciendo enfadar así a papá. De todos modos… lo que pasó fue culpa tuya —dijo.

—¿Culpa mía?

—Eras tú quien quería jugar a los Rescatadores.

—Tú nunca dijiste que no.

—Y ahora no me deja en paz por tu culpa. No me llames durante un tiempo.

Y colgó.

Me quedé de piedra. Quizá debería huir… y volver a Costa Mesa haciendo auto-stop. Pero, si Orik iba a estar cabreado conmigo y no iba a serme leal, no tenía sentido volver. Orik formaba parte de mi vida casi desde los principios del universo. Podía mirar al espacio durante veinte mil millones de años y ver su estrella en algún sitio. Y ahora, así, sin más, desaparecía como la luz que se alejaba de mí por los confines del universo en expansión.

Cuando volví la cabeza para regresar a mi cuarto, el señor de la guerra alienígena estaba apoyado contra la pared, en la oscuridad, con los brazos cruzados.

—¿Siempre espías a los niños? —siseé.

—No lo llames todavía. No harás más que empeorar las cosas. Deja que sus padres se calmen.

Asesiné a Chino con la mirada.

—Confía en mí —dijo—. Estoy de tu lado. Vete a la cama.

Se alejó por el pasillo.

Me vi obedeciéndolo, trepando a la lujosa cama con dosel y con vistas al océano, sintiendo que me palpitaba la cabeza. Mi primera gran cicatriz de guerra. ¿Cómo había conocido Chino a mi padre? Quizá simplemente debería enfocar mi telescopio y dedicarme a observar las estrellas. El Triángulo de Verano cruzaría el meridiano a medianoche. Pero no tenía energías suficientes. Por fin me quedé dormido. Me sumí en aquellas nebulosas giratorias de diseños geométricos y volví a tener uno de aquellos sueños viajeros. Pero esta vez fue distinto. Chino era el comandante y habíamos salido ahí fuera en misión de búsqueda, aunque no lográbamos dar con la nebulosa Gato ni con la estrella variable por ninguna parte.