Estrellas intermitentes

Un día, gracias a un trabajo de ciencias, me sentí un paso más cerca de mi padre.

El señor Miller estaba hablando sobre Mendel y su experimento con los genes de los guisantes. Miller era un buen profesor, a pesar de que no pudiera controlar la clase, por lo que las pelotillas de papel mascado volaban constantemente como una lluvia de meteoritos. Yo era uno de los pocos niños que atendía, porque por esa época mi madre había mencionado el ADN. Miller estaba en la pizarra, dibujando una X que era el alto guisante padre, y conectándola a otra X que era la baja guisante madre. Mientras los alumnos tomaban apuntes y las bolas de papel zumbaban por toda la clase, Miller hablaba de cómo cada uno de los padres da al bebé parte de la constitución genética de su ADN. Y así, el pequeño guisante de Mendel llegó a ser alto, aunque seguía teniendo los genes de un guisante bajo dentro como en secreto.

La mayoría de nosotros no teníamos ni la menor idea de cómo era la planta del guisante y la verdad es que nos sonaba divertido, por lo que el señor Miller nos enseñó una auténtica planta que él mismo cultivaba. Se me encendió la bombilla en la cabeza. Aquel rollo genético iba sobre mí.

—¿Alguna pregunta? —dijo Miller.

Yo nunca me cortaba a la hora de levantar la mano, sobre todo en clase de ciencias.

—¿Sí, William? —preguntó el señor Miller.

—¿Sí, William? —dijo uno de mis enemigos, poniendo una voz rara. Un par de niños se rieron. No presté atención a sus burlas porque sabía que algún día haría grandes cosas, y ellos no.

—¿Pasa lo mismo con las personas? —le pregunté a Miller.

—Ocurre exactamente lo mismo con todos los seres vivos —dijo Miller—. Las personas, los árboles, los elefantes, las mariposas. Ambos padres contribuyen al material genético que forma parte de ti para el resto de tu vida. Determina tu aspecto, las enfermedades que puedas contraer, e incluso tus años de vida.

Yo escuchaba, presa de la extraña y excitante sensación de que el sueño de la nebulosa Gato volvía a aparecer. De hecho, había algo dentro de mí, algo vivo, algo secreto, un mensaje codificado que procedía de mi padre. No podía verlo, pero estaba ahí. Quizá por eso mi padre había venido a verme en sueños, para que yo supiera exactamente cuál era el mensaje. Quizá las coordenadas de la nebulosa Gato estaban ocultas en el código genético. Sin embargo, todavía me rondaba una gran pregunta.

Y así, un día después de clase, Orik y yo nos acercamos al escritorio del señor Miller con la pregunta. Costaba hablar de algo que nos daba tanta vergüenza, por lo que, después de muchos «errrs» y «hums», terminé por decir:

—Mi padre era alto. Entonces, ¿por qué yo no… soy tan alto como él?

—Quizá tu padre llevara el gen de constitución más baja —dijo el señor Miller—, y los dos genes se emparejaran…, el de él y el de tu madre. ¡Quizá la madre de tu padre era baja! O el padre de tu padre. El gen recesivo oculto puede remontarse a generaciones.

—Guay —dijo Orik—. A mí debe de pasarme lo mismo.

Durante las semanas siguientes, seguí acercándome al escritorio del señor Miller. Cuando me explicó que los elementos del cuerpo están también ahí fuera, en el espacio…, el carbono, el calcio, el hidrógeno y el resto…, sentí como si acabara de meterme algo. Llené mi libreta de árboles familiares de Xs, al tiempo que no dejaba de soñar despierto. En el libro de texto de ciencias aparecían fotos de cromosomas. Esas cosas que no paraban de retorcerse llevaban dentro los códigos genéticos del ADN. De hecho, los genes están dispuestos ordenadamente, como las letras de una palabra. Cada una de las células de mi cuerpo, con lo cual estábamos hablando de millones de ellas, tenía grabada la información genética de mi padre y de mi madre…, aunque cada célula llevaba órdenes específicas que la llevaban a evolucionar como lo hacía, como una célula cerebral o sanguínea. El ADN me conectaba a mi padre, y a las estrellas, de verdad.

—¿Podría llegar a ver mis cromosomas? —pregunté.

—Claro —respondió el señor Miller. Me dijo que me hiciera una pequeña raspadura dentro de la boca con el palo de un helado. Luego lo colocó en un cristal. Lo miramos con el único microscopio del colegio. ¡Ahí estaban mis células! Cada una tenía en el medio una especie de maraña de espaguetis retorciéndose. Los espaguetis eran el ADN. Me recorrió un escalofrío al mirarlo… casi pude oír la voz de mi padre.

—Y hay un nuevo proceso llamado electroforesis —dijo el señor Miller—, en el que se aplica una corriente eléctrica a las células para poder observar realmente la secuencia del ADN y verla en una tabla, dispuesta en bandas. Así es como se efectúan las pruebas de paternidad.

—¿Qué quiere decir con eso de paternidad?

—El término «paternidad» hace referencia al padre. A veces se cuestiona quién es el padre de un niño determinado —dijo el señor Miller—. Los tribunales piden una prueba de paternidad para averiguarlo, y estudian su ADN.

En casa, yo soñaba despierto y pintarrajeaba… Dibujaba una X que era mi padre, y otra X que era mi madre, y las unía con una X que era yo, intentando averiguarlo. Papá no se parecía mucho a mí…: era alto y flaco, con el pelo rubio oscuro y pecas. Yo no sabía lo largas que tenía las pestañas. En cambio, yo era bajo y moreno, con los anchos hombros de mamá y unos ojos azules de mil disculpas y unas asquerosas pestañas largas. Algunos niños los llamaban ojos de niño de mamá. Ojos de nena. Así que mamá también tenía la culpa de eso. Odiaba mis ojos y mis pestañas. Pero tenía los rizos de mi padre.

El señor Miller y el señor Yamamoto sabían bastantes cosas, ¿pero eran realmente sabios? Examiné mi archivo de imágenes televisivas en busca de esas imágenes de sabiduría ancestral. La ciencia ficción decía que en algún lugar del espacio había Viejos Sabios. Estaba Guinan de Star Trek, y estaba Yoda de La guerra de las galaxias. Pero al parecer no había auténticos Sabios en la Tierra…, o por lo menos ningún sabio viejo. Los viejos Terrícolas que veía en televisión eran en su mayoría patéticos, siempre preocupados por sus dentaduras postizas y por la artritis, y llevaban pañales por si acaso. Ni siquiera mi padre parecía dar la talla como Sabio, aunque supuestamente era muy inteligente y muy valiente.

Así que echaba de menos al Sabio en mi mundo.

La búsqueda de mi padre por fin nos llevó a Orik y a mí a preguntar a la bibliotecaria del colegio por Prescott College. Ella no supo decirnos nada y nos envió a la gran biblioteca de la universidad UC Irvine, remitiéndonos a una agradable bibliotecaria mormona llamada señora Danich. Cuando le enseñé las fotos a la señora Danich, señalé la chaqueta del equipo universitario de mi padre y le pregunté por Prescott, ella se fue directa a un libro enorme que yo recordaba bien y en el que figuraba el listado de todas las facultades y universidades. Prescott no aparecía en él. Pero entonces la señora Danich se fue a la sala oscura y encontró un libro más antiguo. Nunca tiraba los libros viejos, nos dijo. Y ahí estaba…, en Sayville, Nueva York. President Joseph A. Prescott, 2500 alumnos. Figuraba el teléfono y la dirección.

—O bien la universidad ya no existe —dijo—, o bien ha cambiado de nombre…, o puede que forme parte de una universidad mayor.

—Quizá todavía haya alguien que tenga las actas de mi padre.

Pero el número de teléfono no nos sirvió de nada. Información no disponía de uno nuevo. La señora Danich escribió una carta a la facultad y el correo se la devolvió con el sello de DIRECCIÓN DESCONOCIDA.

—Esa facultad ha desaparecido —dijo—, pero Van Cortlandt… Tu madre escribió eso en el dorso de la foto de tu padre. Creo que es un gran parque de Nueva York.

La señora Danich se esforzó realmente por ayudarnos. Por alguna razón que yo no comprendía, los mormones dan mucha importancia a la historia familiar y a la genealogía. ¿Cómo iba ella a resistirse ante dos buenos chicos que buscaban al padre de uno? Yo llevaba mi búsqueda totalmente a escondidas, porque mi madre se mosquearía si se enteraba. Simplemente le dije a la señora Danich que estaba haciendo un trabajo de ciencias. Ella me dijo que se alegraba de que fuera a la biblioteca en vez de ir por ahí a comprar maría a los camellos del colegio.

La señora Danich nos ayudó a examinar las fotos de mi caja secreta con una lupa, e hicimos una lista de pistas. La chaqueta de un oficial tenía grabadas las siglas UAA. El trofeo también tenía un lema grabado, aunque RRC NATIONAL CROS fue todo lo que logramos ver. Mi madre había mencionado la ANAC.

—La UAA es la Unión de Atletismo Amateur. La ANAC es la Asociación Nacional de Atletismo Colegiado —dijo la señora Danich, sentándose delante de la pantalla de su ordenador. Se metió en la movida nueva esa llamada Internet de la que mi madre me había hablado, en la que un ordenador universitario se conecta vía módem al sistema telefónico y mediante el cual las facultades pueden enviarse mensajes entre sí. La señora Danich podía llamar a gente y descargar información impresa de todos los rincones de la tierra, sobre todo de otras universidades, hasta del gobierno, simplemente pulsando el teclado de su ordenador. La información aparecía en pantalla como por arte de magia. Orik y yo estábamos apoyados sobre el hombro de la señora Danich, fascinados, aprendiendo los diferentes dominios, como «gov», «edu» y «org».

Los rápidos dedillos de la señora Danich enviaban mensajes, y los mensajes regresaban. La UAA también había desaparecido. Había en aquel entonces una nueva «org» de atletas llamada TAC. La ANAC seguía vigente, pero, cuando la señora Danich pidió a alguien de otra universidad que registrara sus archivos e intentara encontrar a un campeón nacional de cross de la década de los setenta llamado Billy Heden, no encontraron nada. El CCC resultó ser el Club de Corredores de Cross de Estados Unidos. Tenían oficina en Nueva York, pero, cuando llamamos, alguien registró su viejo listado y no encontró a ningún Heden. En el sótano de la biblioteca, la señora Danich llegó incluso a localizar cajas llenas de revistas viejas, como Track amp; Field News y Runner’s World. Orik y yo estornudamos a causa del polvo mientras las hojeábamos, intentando encontrar corredores de 1976. Pero las cajas solo llegaban hasta 1980.

De hecho, nadie parecía disponer de registros que se remontaran hasta tan atrás.

—A nuestro país se le ha atragantado el tema de la información —decía la señora Danich—. La gente se queda sin espacio y tira los archivos a la basura. ¿Sabíais que el gobierno se ha deshecho de los archivos correspondientes a los hombres que participaron en la Segunda Guerra Mundial? Lo descubrí cuando intenté localizar información sobre mi tío Jim. ¡Una se pregunta cómo pueden saber tanto los historiadores sobre el Imperio Romano!

Yo estaba mirando el hombro del entrenador que aparecía en la foto. Era un absoluto misterio. ¡Ojalá no hubiera desaparecido el nombre de su chaqueta!

La señora Danich reparó en mi expresión triste. Dijo:

—No me parece bien seguir con esto sin el consentimiento escrito de tu madre.

—Ella no quiere que lo averigüe. —Apenas pude hablar.

—¿Por qué?

—Porque papá murió en un accidente —respondí con un hilo de voz—. A mamá no le gusta hablar de ello.

—Tiene que haber otras razones. Toda familia tiene sus secretos.

—Ya lo he pensado. —Una lágrima rondaba por mi mejilla—. Tiene que ayudarme, señora Danich.

La señora Danich suspiró. La lágrima terminó de convencerla.

—Existe otra posibilidad —dijo, dándome un Kleenex.

—¿Cuál? —pregunté, sonándome la nariz.

—Quizá Heden no fuera su apellido. Hoy en día algunas mujeres liberadas utilizan sus propios apellidos. ¿Has visto tu partida de nacimiento?

—No.

—Eso te daría el apellido real de tu padre. Sin el nombre correcto, es difícil encontrar cualquier otra información.

No me dijo que revisara los cajones de mi madre, pero yo sabía lo que tenía que hacer. La señora Danich era una auténtica proscrita, como yo.

La señora Danich también me ayudó a ampliar mis conocimientos sobre las estrellas intermitentes en Internet.

—No debería hacer esto, pero… quién me dice que no eres el próximo Edward Hubble —dijo.

Así pues, me dejaba usar su ordenador cuando ella no lo necesitaba y me enseñaba a utilizar el motor de búsqueda. Lo único que tuve que hacer fue teclear «estrella variable» y ¡zas!, el módem nos conectó a miles de listados. Internet estaba localizando un montón de recursos astronómicos. Incluso existía una Sociedad de Observadores de Estrellas Variables para aficionados. Utilizando su cuenta «ucirvine.edu», me volví loco con el teclado y aprendí sobre las variables R Coronae Borealis. Son escasas y hacen cosas raras con su carga de hidrógeno y de carbono, por lo que se apagan y brillan siguiendo extraños intervalos. Las variables Mira son gigantescas estrellas rojas, de entre 80 y 1000 días, con emisiones que las colocan en su propia clase. Las variables R Tauri son supergigantes amarillas, de entre 30 y 150 días.

Pero ¿había variables de períodos cortos? Tenía que haberlas…: eso me había dicho mi padre en el sueño.

Las cosas fueron bien durante un año, hasta octavo curso. Orik y yo teníamos trece años y todo empezó a cambiar entre nuestras familias.

Un día, Orik llegó a casa con un moratón en la cara. Dijo que no era nada. Su padre le había dado una bofetada por decir una palabrota que empezaba por «j». Esos días Jerry gritaba más a menudo. Nos decía que veíamos demasiada televisión y nos cambiaba de canal, dejándonos con la película a medias, para poder ver las noticias de la CNN. Las noticias siempre hacían que Jerry se cabreara con los liberales, con los mexicanos, los comus y los maricones. Decía que estaban destrozando el país, que los maricones estaban propagando una enfermedad llamada sida. Decía que podías contagiarte de sida si respirabas el mismo aire que un homosexual.

—El sida mata a los maricones como moscas —decía. La verdad es que oírle daba miedo. También estaba cabreado con las niñas que se quedaban embarazadas en la escuela…, e incluso con las mujeres liberales, como mi madre. Mi madre mantenía acaloradas discusiones políticas con él. Tanto Jerry como Marilyn empezaron a dar la vara a mi madre con lo de que volviera a casarse para que yo pudiera tener un padre. Decían que era moralmente erróneo que yo me criara sin uno.

—No, gracias. Con una vez tuve más que suficiente —decía mi madre.

—Aunque seas mi amiga —decía Marilyn—, tienes que saber que eres una mujer totalmente descreída.

—Ah, pero tengo a la Diosa conmigo —le replicaba mi madre.

Un fin de semana, Jerry y Marilyn se llevaron a Orik a rastras a una movida llamada «cruzada». Durante todo el fin de semana que pasé solo, ayudando a mamá a pintar la cocina, no levanté cabeza. Lo echaba de menos. Cuando volvieron, Orik estaba deprimido. Jerry y Marilyn no paraban de hablar de un tal reverendo Edwin Dwight y de su sermón, y no paraban de decir que habían vuelto a nacer. Jesús iba a salvar a Norteamérica de toda la gente mala que vivía en ella.

—¿Tú también has vuelto a nacer? —le pregunté a Orik.

—Mi padre me obligó.

Después de eso, Jerry y Marilyn siempre estaban hablando de que la familia es lo más importante que existe sobre la capa de la tierra.

Jerry empezó a llegar a casa más temprano y se llevaba a Orik para que lo acompañara a hacer las cosas que quería hacer con él. «Momentos de calidad paterna», los llamaba. De repente, empezaron a llevárselo con ellos a la iglesia. Al principio, Orik se resistía, porque la iglesia era aburrida y equivalía a que no podíamos pasar la mitad del domingo jugando a los Rescatadores, pero no tuvo mucha elección. Así que se iba, con pinta de asustado y con aquel ridículo traje nuevo de color gris que habían ido a comprar al centro comercial. Su padre lo llevaba del codo, como hace la poli con los prisioneros en las noticias de la tele. El pelo ya no le ondeaba felizmente, sino que se le quedaba plano sobre la coronilla.

En esos días, Jerry intentaba descubrir si Orik y yo hacíamos cosas pecaminosas con chicas. Las chicas me parecían unas bobas, aunque no me cerraba a nada. Jerry interrogó a Orik de verdad y le dio un listado con todas las prohibiciones que había que respetar con las chicas. Aun así, Orik no les chivó a Jerry ni a Marilyn lo de nuestras operaciones de Rescate.

A veces yo iba a la iglesia con los Heaster, solo por estar con Orik. Estaba dispuesto a hacer lo que fuera con tal de no separarme de mi mejor amigo. A mamá no le hacía demasiada gracia la idea, pero, como era tan liberal, me dijo que podía decidir en qué quería creer. Yo sabía que ella había dejado de ir a la iglesia cuando mi padre murió, pero nunca me dijo que la iglesia fuera buena ni mala.

—Tienes que encontrar tu propio camino —dijo.

—De acuerdo. Así lo haré —respondí.

De vez en cuando, Jerry y Marilyn intentaban llevar a mi madre con ellos a la iglesia. Mi madre decía que no le gustaba su iglesia porque no reconocía a la Diosa. Jerry y Marilyn decían que las Diosas son el mismísimo diablo. Discutían de eso con mamá.

A veces pillaba a Orik juntándose con chicas. Me confesó que su padre quería que lo hiciera, aun a pesar de que supuestamente tenía que andarse con mucho cuidado con el sexo. En el baile de octavo, los Heaster obligaron a Orik a invitar a una chica. Yo fui solo y me quedé por ahí enfurruñado, porque no tenía intención de bailar con ninguna de esas tontas, así que me quedé todo el rato mirando la ponchera y lanzando miradas asesinas a Orik, que estaba muy guay con su chaqueta azul, bailando con su pareja, una niña llamada Donnala. Los Heaster habían conocido a la familia de Donnala en la iglesia.

A veces, los Heaster se quejaban de mi «veneración pagana por los ancestros», y querían que dejara de practicarla delante de Orik.

—Se refieren a tus velas y a la fotografía de tu padre —gruñó mamá—. Tú haz lo que quieras y no les hagas caso.

Finalmente, los Heaster mandaron a Orik a que me diera una imagen de Jesús. Orik me dijo que la pegara en la pared al lado de la fotografía de mi padre y yo así lo hice, solo por hacerle feliz.

La investigación para encontrar mi partida de nacimiento seguía su curso, pero ahora la llevaba yo solo. A veces, cuando mamá no estaba en casa, fisgaba en sus cajones, intentando encontrar el documento. La señora Danich me había dicho que, si averiguaba el nombre auténtico de papá, podría obtener el certificado de matrimonio, también su certificado de defunción, sus registros de voto, su historial militar, en caso de que hubiera estado en el ejército, e incluso su expediente penal, si lo tenía. La señora Danich decía que todos eran datos públicos.

Encontré la partida de nacimiento de mi madre metida entre algunas facturas impagadas, como si el documento en cuestión la trajera sin cuidado. Elizabeth Carey Heden, nacida el 2 de noviembre de 1955 en Lansing, Michigan. Padre: Sven Heden, nacido en Menominee, Wisconsin. Madre: Sada LaTouf, nacida en Damasco, Siria. Tenía veintidós años cuando me tuvo. Como lo habría hecho un espía, tuve que dejarlo todo exactamente como lo había encontrado.

Mi partida de nacimiento no estaba en ninguna parte de la casa.

—Probablemente tenga guardados algunos documentos en alguna caja fuerte —dijo la señora Danich—. Ahí es donde guardo yo los míos. O quizá la haya perdido. No importa… La gente pierde las partidas de nacimiento constantemente. Son datos de acceso público, así que es fácil conseguir una copia. ¿Dónde y cuándo naciste?

—El 7 de septiembre de 1977, en Nueva York…, creo.

La señora Danich me pasó la dirección de la oficina de la División de Registros Oficiales de la ciudad de Nueva York y me dijo exactamente lo que tenía que poner en la carta. Tenía que pagar quince dólares, así que estuve ahorrando el dinero que mamá me daba para comer durante un par de semanas y envié un giro postal, porque no podía extender un cheque. Utilizamos la dirección personal de la señora Danich, puesto que la carta de respuesta no podía llegar a mi casa.

La señora Danich tenía muchas cosas que decir sobre las partidas de nacimiento.

—No siempre dicen la verdad —dijo—. Yo tengo sangre de indios americanos en la familia. Algunos mormones se casaron con indios porque eran los descendientes de la tribu perdida de Israel. No creerías hasta qué punto se llegaron a falsificar las partidas de nacimiento de algunos norteamericanos para ocultar la sangre india de sus familias…

Nos llevó casi un mes. Por fin, un día, cuando llamé a la señora Danich desde el colegio, ella me dijo, entusiasmada:

—Está aquí.

—Ábrala y dígame lo que pone —dije.

—Esto es un asunto privado tuyo. Ven aquí ahora mismo, jovencito.

Para mí fue todo un drama tener que ir ese día a la biblioteca de Irvine: perdí un autobús y me quedé atascado en un accidente de tráfico. El reloj de la biblioteca marcaba cinco minutos antes de la hora de cierre cuando entré corriendo en el edificio. Había preocupación en los ojos de la señora Danich cuando abrí el sobre. Dentro encontré una fotocopia. Me temblaban las manos cuando desdoblé la hoja de papel en la que mi destino iba a figurar escrito en las estrellas.

Decía que yo había nacido en el hospital Lenox Hill, a las 07:36 horas. Junto a «Nombre completo del niño», decía: John William Heden. Nombre de la madre: Elizabeth Carey Heden. Edad de la madre: 22 años. Lugar de nacimiento de la madre: Michigan. Profesión u oficio de la madre: ayudante de entrenador.

Junto a «Padre», decía: desconocido. Junto a «Legítimo» había un espacio en blanco.

Ver eso sobre el papel me aplastó como una repentina fuerza de gravedad…, volviéndome del revés, como cuando una vieja estrella se pierde por un agujero negro. Mi madre había sido una de esas madres no casadas contra las que Jerry arengaba. Quizás hubiera estado con muchos tíos y no supiera cuál de ellos era mi padre. Quizás el tío al que ella llamaba mi padre simplemente le había dado algunas fotos para que ella pudiera mentirme después.

Me derrumbé en una silla al lado de mi mochila.

La señora Danich adivinó lo que había encontrado en el papel.

Se aclaró la garganta.

—Bueno, esto no tiene por qué querer decir lo que estás pensando —dijo amablemente.

—¿Qué? —musité con una voz que surgió del mismísimo agujero negro.

—A veces una madre tiene que ocultar la identidad del padre…, si los padres de ella le son hostiles. A veces, las agencias de adopción también cambian las partidas de nacimiento, sobre todo las agencias relacionadas con las iglesias.

O, a veces, la madre es una puta y simplemente no sabe quién es el padre. O el niño es adoptado. Yo no quería ser un niño adoptado.

Cuando salía de la biblioteca arrastrando los pies, la señora Danich me dijo a mi espalda:

—No te des por vencido, jovencito.

La partida de nacimiento a punto estuvo de ir a parar a la primera papelera que encontré, pero las palabras de la señora Danich seguían palpitando en mis oídos, así que, con cuidado, metí el documento en el bolsillo secreto de mi mochila.

Al día siguiente, de nuevo frente al teclado de la señora Danich, buscando información sobre astronomía, Orik estaba conmigo por primera vez desde hacía días. Por fin encontramos la sabiduría secreta que habíamos estado buscando en el universo. El boletín informativo de la Sociedad de Estrellas Variables contenía una pequeña historia sobre las estrellas RR Lyrae…, gigantescas estrellas blancas que laten durante breves períodos de tiempo. La RR Lyrae era la primera estrella de período breve que se había descubierto.

—¡Caramba! ¡Mira! —dijo Orik—. El período se reduce solo a medio día.

Un rugido me llenó los oídos. Casi me mareé.

Nos estrechamos la mano. Luego pulsé «imprimir» y, cuando la copia impresa salió, la metí en el bolsillo secreto de la mochila.

Sería genial poder tener una cuenta de Internet en casa, pero mamá dijo que tendría que pagarla yo. Orik no podía tener una porque su padre dijo que ya había pasado demasiado tiempo delante de ese maléfico ordenador que tenía en su habitación. Jerry no quería a una nenaza blandengue por hijo, dijo. Quería que Orik hiciera deporte y que saliera más. Yo podía ir al despacho de mamá y utilizar su cuenta «orange.edu» para navegar por la red gratis, pero… quizá viera lo que hacía.

Esa noche, apuntamos el telescopio hacia la constelación Lira. Entrecerrando los ojos contra la contaminación lumínica y los aviones procedentes del aeropuerto John Waine, intentamos ver la RR Lyrae con el pequeño espejo de quince centímetros. No hubo suerte. Finalmente, Jerry buscó tiempo para llevarnos de excursión al desierto a mirar las estrellas un fin de semana. Tuvimos una noche perfecta, despejada y con poca humedad. Alrededor de las diez localizamos la estrella, que brillaba, blanca y firme. Congelados, seguimos mirando durante toda la noche, mientras Jerry roncaba en el campamento. Nos dolía la vista de tanto forzar los ojos. Tiritando de entusiasmo, vimos cómo se desvanecía la RR Lyrae. A las cuatro de la mañana, apenas podíamos verla.

—Tiene que haber una variable dentro de sesenta segundos —dije.

Fue una noche magnífica. Intercambiamos fotos de la ceremonia de graduación de octavo y renovamos nuestro juramento de «Hasta la muerte».

Resultó que aquella excursión fue la última vez que el padre de Orik haría algo bueno por nosotros.