Regresé sobre las siete de la tarde a mi habitación de la rue Coustou, y, ya en ella, no me sentía con ánimo de esperar hasta el miércoles a que volviera la farmacéutica. Se había marchado un par de días fuera de París. Me dio un número de teléfono por si me venía la necesidad de hablar con ella: el 225 de Bar-sur-Aube.

En el sótano del café de la place Blanche pedí a la señora del guardarropa que me pusiera con el 225 de Bar-sur-Aube. Pero en el momento en que descolgaba el auricular le dije que no valía la pena. De repente no me atrevía a importunar otra vez a la farmacéutica. Cogí una ficha, entré en la cabina y acabé marcando el número de Moreau-Badmaev. Estaba oyendo un programa de radio, pero con todo me invitó a ir a su casa. Yo sentía un gran alivio al saber que alguien estaba dispuesto a quedar conmigo esa noche. Dudaba en coger el metro hasta la porte d’Orléans. Lo que me daba miedo era el cambio en Montparnasse-Bienvenue. El pasadizo era tan largo como el de Châtelet, y no había pasillo rodante. Me quedaba suficiente dinero para ir en taxi. En cuanto me monté en el primero de la fila que esperaba delante del Moulin-Rouge, me sentí tranquilizada de golpe, como la otra noche con la farmacéutica.

*

La luz verde del aparato estaba encendida, y Moreau-Badmaev, sentado con la espalda en la pared, iba escribiendo en su bloc de papel de cartas mientras un hombre hablaba con voz metálica en un idioma extranjero. Esta vez, me dijo, no necesitaba recurrir a la taquigrafía. El hombre hablaba tan despacio que le daba tiempo a escribir sus palabras según las iba diciendo. Esa noche lo hacía por gusto y para nada por razones profesionales. Era un recital de poemas. El programa llegaba de muy lejos, y la voz del hombre se veía solapada de vez en cuando por un zumbido de parásitos. Se calló y oímos una música de arpa. Badmaev me dio la hoja, que he conservado con mimo hasta hoy:

Mar egy hete csak a mamara

Gondolok mindig, meg-megallva.

Nyikorgo kosarral öleben,

Ment a padlasra, ment serénye n

En meg öszinte ember voltam,

Orditottam toporzékoltam.

Hagyja a dagadt ruhat masra

Emgem vigyen föl a padlasra

Me tradujo el poema, pero se me ha olvidado qué quería decir y en qué idioma estaba escrito. Luego bajó el volumen de la radio, pero allí seguía la luz verde.

—No tiene aspecto de encontrarse bien.

Me miraba de un modo tan atento que me sentí en confianza, como con la farmacéutica. Me daban ganas de desahogarme con él. Le conté la tarde que había pasado con la niña en el bosque de Boulogne, lo de Véra y Michel Valadier, mi regreso a la habitación de la rue Coustou. Y lo del perro perdido para siempre hacía casi doce años. Me preguntó por el color del perro.

—Negro.

—Y después, ¿ha vuelto a hablarlo con su madre?

—No he vuelto a verla desde esa época. Yo creía que se había muerto en Marruecos.

Y estaba dispuesta a contarle mi encuentro en el metro con aquella mujer del abrigo amarillo, lo del edificio alto de Vincennes, las escaleras y la puerta de Engañalamuerte, donde no me atreví a llamar.

—Tuve una infancia rara…

Él se pasaba el día oyendo la radio y tomando notas en su bloc de papel de cartas. Así que también podía escúchame a mí.

—Cuando tenía siete años, me llamaban Joyita.

Sonrió. Claro, le resultaba cariñoso y encantador para una niña pequeña. Estaba segura de que su madre también le habría puesto a él un mote que le susurraría al oído, por la noche, antes de darle un beso. Manuchi. Pinki. Riquín.

—No es lo que se imagina —le dije—. Ése era mi nombre artístico.

Frunció el ceño. No entendía. Por la misma época, mi madre había adoptado también un nombre artístico: Sonia O’Dauyé. Al cabo de un tiempo renunció a su título nobiliario de mentira, pero en la puerta del piso quedó la plaquita de cobre donde se podía leer: CONDESA SONIA O’DAUYÉ.

—¿Su nombre artístico?

Yo me preguntaba si debía contárselo todo desde el principio. La llegada de mi madre a París, la academia de ballet, el hotel de la rue Coustou, luego el de la rue d’Armaillé, y los primeros recuerdos míos: el internado, la camioneta y el éter, aquella época en que todavía no me llamaba Joyita. Pero le había revelado mi nombre artístico, así que más valía que me ciñera al periodo en que mi madre y yo fuimos a parar a aquel piso grande. No le bastó con perder un perro en el bosque de Boulogne. Necesitaba otro para poder exhibirlo como una joya, y seguro que por eso me puso ese nombre.

Se mantenía callado. A lo mejor había notado que ahora dudaba en hablar o que había perdido el hilo de mis aventuras. No me atrevía a mirarlo. Me fijaba en la luz verde, en medio del aparato, un verde fosforescente que me daba mucha paz.

—Tendré que enseñarle unas fotos… Ya lo entenderá…

E intentaba describirle las dos fotos que nos hicieron el mismo día, aquellas dos fotos de artistas: «Sonia O’Dauyé y Joyita», tomadas por exigencias de una película en la que habían contratado a mi madre, ella que hasta entonces jamás había ejercido la profesión de actriz. ¿Contratada por qué motivo? ¿Y por quién? Se le metió en la cabeza que yo hiciera de su hija en la película. El suyo no era el papel principal, pero estaba empeñada en que me quedara junto a ella. Sustituí al perro. ¿Por cuánto tiempo?

—¿Y cómo se llamaba la película?

—El cruce de los arqueros.

Contesté sin dudar, pero era como esas palabras aprendidas de memoria en la infancia, una oración o la letra de una canción que recitamos de cabo a rabo sin entender nunca su sentido.

—¿Se acuerda del rodaje?

Me hicieron ir por la mañana muy temprano a una especie de hangar. Me acompañó Jean Bori. Horas después, por la tarde, cuando acabé y ya podía irme, me llevó muy cerca de allí, al parque de Buttes-Chaumont. Hacía mucho calor, era verano. Yo había terminado con mi papel, ya no tenía que volver al hangar. Me habían pedido que me tumbara en una cama, luego que me incorporara y dijera: «Tengo miedo». Era así de sencillo. Otro día me pidieron que me quedara tumbada en la cama y hojeara un álbum de cromos. Luego entraba mi madre en la habitación, con un vestido azul vaporoso, el mismo que llevaba al salir del piso, por la noche, después de perder al perro. Se sentaba en la cama y me miraba con ojazos tristones. Luego me acariciaba en la mejilla y se agachaba para darme un beso, y recuerdo que tuvimos que repetir la escena varias veces. En la vida corriente nunca le salían esos gestos cariñosos.

Me escuchaba con atención. Escribió algo en el bloc de papel de cartas. Le pregunté que qué.

—El título de la película. Sería divertido para usted volver a verla, ¿no?

A lo largo de aquellos últimos doce años ni siquiera se me había pasado por la cabeza la idea de volver a ver la película. Para mí era como si jamás hubiera existido. No le había hablado de ella a nadie.

—¿Cree que sería posible volver a verla?

—Voy a preguntarle a un amigo que trabaja en la filmoteca.

Eso me asustó. Yo era como una criminal que termina olvidándose de su crimen cuando aún queda una prueba. Vive bajo otra identidad y ha cambiado tan bien de aspecto que no es capaz de reconocerla ya nadie. Si alguien me hubiera preguntado: «¿No era usted antes Joyita?», yo habría contestado que no, y no habría tenido la sensación de estar mintiendo. El día en que mi madre me acompañó a la estación de Austerlitz y me colgó al cuello la etiqueta: Thérèse Cardères, casa de la señora Chatillon, camino del Bréau, Fossombronne-la-Forêt, comprendí que más valía olvidarse de Joyita. Además, mi madre me recomendó que no hablara con nadie y que no dijera dónde había vivido en París. Yo era sencillamente una interna que volvía de vacaciones con su familia, al camino del Bréau, en Fossombronne-la-Forêt. Se puso en marcha el tren. Había mucha gente. Yo estaba de pie en el pasillo. Por suerte llevaba mi etiqueta, si no me habría perdido entre aquel gentío. Se me habría olvidado mi nombre.

—No me apetece mucho volver a ver esa película —protesté.

La otra mañana me había aterrado una expresión que oí en boca de una mujer, en una mesa próxima a la mía, en el café de la place Blanche: «El cadáver en el armario». Me daban de ganas de preguntar a Moreau-Badmaev si la cinta de una película envejece y se descompone como los cadáveres, con el tiempo. De ser así, las caras de Sonia O’Dauyé y de Joyita estarían corroídas por una especie de moho y no se les podría oír ya la voz.

*

Me dijo que estaba muy pálida y me invitó a cenar con él, muy cerquita de allí.

Anduvimos por la acera izquierda del boulevard Jourdan y entramos en una cafetería grande. Eligió una mesa en la terraza acristalada.

—Ve, estamos justo enfrente de la Ciudad Universitaria.

Y me señalaba, al otro lado del bulevar, un edificio que recordaba a un castillo.

—Aquí vienen los estudiantes de la Ciudad Universitaria, y como hablan todas las lenguas, a este café lo han llamado Le Babel.

Miré alrededor. Era tarde y no ya quedaba mucha gente.

—Yo suelo venir por aquí y oigo a la gente hablando cada uno en su lengua. Es un buen ejercicio para mí. Hay hasta estudiantes iraníes, pero desgraciadamente ninguno habla el persa de las praderas.

A esas horas ya no servían platos, así que pidió dos bocadillos.

—¿Y qué le apetece beber?

—Una copa de whisky sin hielo.

Era más o menos la hora a la que la noche anterior había ido al Canter, en la rue Puget, a comprar tabaco. Y me acordaba de lo mucho mejor que me sentí después de beberme el whisky que se empeñaron en que me tomara. Respiraba bien, se me había esfumado la angustia con aquel peso que me ahogaba. Era casi tan bueno como el éter de mi infancia.

—Debe de haber hecho usted una buena carrera…

Tuve miedo de que se me notara en la voz algo de envidia y amargura.

—Simplemente el baccalauréat[7] y la Escuela de Lenguas Orientales…

—¿Cree que yo podría matricularme en la Escuela de Lenguas Orientales?

—Claro.

Por tanto, no había mentido del todo a la farmacéutica.

—¿Ha hecho el baccalauréat?

Al principio quise responderle que sí, pero era demasiado tonto mentir otra vez ahora que me había confiado a él.

—Por desgracia, no.

Y debí de poner una cara tan avergonzada y triste que se encogió de hombros y me dijo:

—No es tan terrible, sabe. Hay un montón de gente estupenda que no tiene el baccalauréat.

Entonces traté de recordar las escuelas que había conocido: primero, el internado, a partir de los cinco años, donde las mayores se encargaban de nosotras. ¿Qué habría sido de Thérèse después de tanto tiempo? Hay al menos una cosa suya que podría reconocer, el tatuaje que llevaba en el hombro y que, según me dijo, era una estrella de mar. Y luego el colegio Saint-André, cuando volví a reunirme con mi madre en el piso grande. Pero al cabo de cierto tiempo me llamó Joyita y se empeñó en que saliera con ella en la película El cruce de los arqueros. Dejé de ir al colegio Saint-André. Me acordaba también de un joven que se encargó de mí muy poco tiempo. Puede que mi madre lo encontrara gracias a la agencia Taylor y a aquel tipo pelirrojo que me mandó a casa de los Valadier. Un invierno que nevaba mucho en París, ese joven me llevó a montar en un pequeño trineo a los jardines del Trocadero.

—¿No tiene hambre?

Acababa de tomarme un trago de whisky y él me estaba observando con preocupación. No había tocado mi bocadillo.

—Debería comer un poco…

Me obligué a darle un bocado, pero me costó un triunfo hacerlo pasar. Volví a echarme otro trago de whisky. Sabía amargo, pero empezaba a hacerme efecto.

—¿Suele beber de estas cosas?

—No. No suelo. Sólo esta noche, para animarme a hablar…

Le enseñaría esa foto de la película El cruce de los arqueros que había guardado en el fondo de la caja de metal. Evitaba mirarla. Yo estaba de pie, llevaba un camisón, los ojos abiertos como platos, una linterna en la mano, y andaba por los pasillos del castillo. Había salido de mi cuarto por culpa de la tormenta.

—Hay algo que no entiendo. ¿Por qué la abandonó su madre para irse a Marruecos?

Qué raro resultaba oír a otro preguntándote lo que hasta ese momento te preguntabas tú sola… En la casa de Fossombronne había captado a veces retazos de conversación entre Frédérique y sus amigas. Se creían que yo no estaba escuchando o que era demasiado joven para entender. Algunas palabras se me habían quedado grabadas en la memoria, sobre todo lo que decía la morena, la que había conocido a mi madre en sus comienzos y no la apreciaba nada. Un día dijo: «Menos mal que Sonia se ha marchado de París a tiempo…». Yo debía de tener trece años y aquello me pareció misterioso, pero no me atreví a pedir explicaciones a Frédérique.

—No sé exactamente —le respondí—. Creo que se marchó con alguien.

Sí, un hombre se la había llevado para allá, o le había pedido que se reuniera con él. ¿Jean Bori? No creo. Habría propuesto que fuera yo también. Una noche en que no estaba Frédérique, volvieron a hablar de mi madre, y la morena dijo: «Sonia alternaba con tipos muy raros». Uno de aquellos «tipos» había pagado, decía ella, «para que Sonia hiciera una película». Comprendí que era El cruce de los arqueros.

Una tarde de verano me di un paseo por el bosque con Frédérique. Había que ir por el camino del Bréau y se llegaba al bosque. Le pregunté por qué de un día para otro mi madre había ido a parar a aquel piso grande. Había encontrado a alguien y la había instalado allí. Pero nunca se había sabido cómo se llamaba ese hombre. Seguramente era él quien se la había llevado a Marruecos. Más tarde me imaginé a un hombre sin rostro llevando de noche unas maletas. Citas en vestíbulos de hoteles, en andenes de estaciones, y siempre con una luz azul de lamparita de noche. Camiones que cargan en garajes vacíos, como el de Jean Bori, cerca de la estación de Lyon. Y un olor a hojas muertas y podredumbre, el olor del bosque de Boulogne la tarde noche en que perdió al perro.

*

Debía de ser tarde, porque el camarero vino a decirnos que el café iba a cerrar.

—¿Quiere acercarse a mi casa? —me preguntó Moreau-Badmaev.

A lo mejor me adivinó el pensamiento. De nuevo había sentido un peso que me impedía respirar ante la perspectiva de volver a encontrarme solita esa noche en la porte d’Orléans.

Ya en su apartamento me propuso tomar algo caliente. Lo oí abriendo y cerrando un armario, hirviendo agua. Sonó el tintineo metálico de una cazuela. Si me tumbaba un instante en la cama, me sentiría mejor. La bombilla del trípode difundía una luz cálida y tenue. Me hubiera gustado encender el aparato para ver la luz verde. Ahora estaba tendida con la cabeza en la almohada —una almohada más blanda que a la que estaba acostumbrada en la rue Coustou—, y tenía la impresión de que acabaran de quitarme un corsé metálico o un yeso que estuvieran oprimiéndome el pecho. Me hubiera gustado quedarme así todo el día, lejos de París, en el Midi, o en Roma, con los rayos del sol que pasan entre las láminas de las persianas… Entró en la habitación sosteniendo una bandeja. Me incorporé. Me sentía violenta. Me dijo: «No, no, quédese como está», y puso la bandeja en el suelo, a los pies de la cama.

Me acercó una taza. Luego me sacó la almohada de detrás y la apoyó contra la pared para que me recostara en ella.

—Debería quitarse el abrigo.

No me había dado cuenta siquiera de que seguía con el abrigo puesto. Y con los zapatos. Dejé la taza en el suelo, a mi lado. Me ayudó a quitarme el abrigo y los zapatos. Cuando me arrancó los zapatos sentí un gran alivio, como si me liberara de los grilletes que llevaban en los tobillos los forzados y los condenados a muerte. Pensé en los tobillos de mi madre, que yo tenía que masajear y que le hicieron abandonar el ballet clásico. El fracaso y la desgracia de su vida se concentraban en aquellos tobillos, y eso acababa por propagarse claramente a todo el cuerpo, como un dolor lancinante. Ahora la entendía mejor. De nuevo me tendió la taza.

—Té con jazmín. Espero que le guste.

Debía de tener muy mala cara para que me hablara tan suave, casi en voz baja. Estuve a punto de preguntarle si tenía pinta de enferma, pero desistí. Prefería no saberlo.

—Tengo la impresión de que le preocupan mucho sus recuerdos de infancia —me dijo.

Era desde la tarde en que vi a la mujer del abrigo amarillo en el metro. Antes, apenas pensaba en ellos.

Bebí un sorbo de té. Era menos amargo que el whisky.

Abrió su bloc de papel de cartas.

—Puede confiar en mí. Estoy acostumbrado a entenderlo todo, hasta las lenguas extranjeras, y la suya no me resulta para nada extraña.

Parecía conmovido de hacerme semejante declaración. Y yo también me sentía algo conmovida.

—Si entiendo bien, nunca ha llegado a saber quién le alquiló a su madre ese piso grande…

Me acordaba de que había un armario en la pared del salón, donde los peldaños forrados de felpa formaban una especie de estrado. Mi madre abría la puerta empotrada en la pared y sacaba un fajo de billetes de banco. Hasta la vi dando uno de esos fajos a Jean Bori, un jueves que vino a buscarme. A primera vista, aquel tesoro era inagotable hasta el final, hasta el día en que ella me llevó a la estación de Austerlitz. E incluso ese día, antes de que yo subiera al tren, me metió en la maleta un sobre que contenía varios de esos fajos: «Se los darás a Frédérique para que te cuide…». Más tarde me pregunté de dónde sacaba todo ese dinero. ¿Del mismo hombre que le había facilitado el piso? ¿El tipo del que nunca se supo el nombre? Ni qué cara tenía. Por más que hurgaba en la memoria, no recordaba haber visto a ningún hombre que fuera al piso con regularidad. Y no podía ser Jean Bori, puesto que ella le daba dinero. A lo mejor, a fin de cuentas, ese tipo era mi padre. Pero no quería dejarse ver, prefería seguir siendo un padre desconocido. Seguramente iba muy tarde, sobre las tres de la mañana, cuando yo estaba durmiendo. Yo solía despertarme a media noche y siempre me parecía estar oyendo voces. Mi cuarto estaba bastante cerca del de mi madre. Doce años después, me hubiera gustado muchísimo saber qué ideas la rondaban la primera noche que pasó en el piso, después de dejar su habitación de hotel de la rue d’Armaillé. ¿Una sensación de revancha sobre la vida? No había sido capaz de convertirse en una bailarina estrella y ahora, con una nueva identidad, quería actuar en una película arrastrándome a mí con ella, como a un perrito faldero. Y esa película, de acuerdo con lo que entendí en Fossombronne oyendo sus conversaciones, se la había pagado el tipo del que nunca se supo el nombre.

—¿Me permite?

Se levantó y se agachó hacia la radio. Giró el botón y se encendió la luz verde.

—Tengo que oír un programa esta noche… Para mi trabajo… Pero ya no sé muy bien a qué hora empieza…

Giraba el botón lentamente, como si estuviera buscando una emisora muy difícil de sintonizar. Alguien hablaba en un idioma de sonoridades guturales y, entre frase y frase, se producía un largo silencio.

—Eesto es… Aquí está…

A medida que se sucedían las frases, él iba tomando notas en su bloc de papel de cartas.

—Está anunciando los programas de la noche… El que me interesa a mí no se emite todavía…

Yo estaba contenta de ver la luz verde. No sé por qué me daba tranquilidad, como la lámpara que se queda encendida en el pasillo de la habitación de los niños. Si se despiertan a media noche les entrará la luz por el hueco de la puerta…

—¿Le molesta si dejo la radio puesta? Lo hago por si acaso, para asegurarme de que no me pierdo el programa…

Ahora se oía una música que recordaba a la de la otra noche, cuando estaba en la habitación de la rue Coustou, con la farmacéutica. Una música límpida, que sugería la marcha de una sonámbula de noche a través de una plaza desierta, o el viento que sopla en un paseo marítimo en noviembre.

—¿No le molesta la música de fondo?

—No.

De haberla oído a solas me habría parecido muy ceniza, pero con él no me molestaba. Al contrario, aquella música más bien me relajaba.

—¿Y se acuerda todavía de la dirección del piso grande?

En la cubierta de la agenda de mi madre, tras la indicación «En caso de pérdida, remitir esta libreta a», había reconocido su letra gordota: «Condesa Sonia O’Dauyé, 129, avenue de Malakoff, París».

—Me acuerdo incluso del número de teléfono —le dije.

Lo había marcado tantas veces en la cabina del café… Un cliente dijo que yo era «la cría del 129»… Era a media tarde, cuando regresaba del colegio Saint-André y no había nadie para abrirme la puerta. Ni mi madre, ni el cocinero chino, ni su mujer. El cocinero chino volvería sobre las siete, pero la condesa Sonia O’Dauyé estaría ausente quizá hasta el día siguiente. Yo me decía cada vez, para convencerme, que no había oído el timbre de la puerta. Sí oiría en cambio el timbre del teléfono. PASSY 13 89.

—Siempre se puede intentar marcar el número —me dijo Moreau-Badmaev, sonriendo.

Era una idea que no se me había ocurrido nunca desde hacía doce años. En Fossombronne, el día en que oí a Frédérique diciendo que había ido a la avenue Malakoff a recoger unas cosas que había dejado allí mi madre, me pregunté qué cosas serían. ¿El retrato de Tola Soungouroff? Pero ella me explicó que no había podido entrar. Tenían «precintada» la puerta del piso. Sí, unos sellos de cera roja pegados en la puerta. Y esa noche soñé que mi madre llevaba en el hombro una marca de hierro candente.

—¿Dice usted PASSY 13 89?

Y cogió el teléfono, a los pies de la mesilla de noche, y lo puso en la cama. Me tendió el auricular y marcó el número. En la época del piso, me costaba leer las letras y las cifras en el disco de la cabina del café.

El teléfono sonó un montón de veces. Los toques tenían un curioso sonido agudo y poco intenso, amortiguado.

¿Quién podría vivir ahora en aquel piso? Seguramente los auténticos propietarios. Los auténticos niños —a los que aludía la placa de la cocina— habrían recuperado la habitación que ocupé yo clandestinamente durante dos años. Y en la habitación donde dormía mi madre, ahora estarían unos padres auténticos.

—No tiene pinta de que contesten —dijo Moreau-Badmaev.

Yo seguía con el auricular pegado al oído. Por fin descolgaron, pero no contestaba nadie. Voces cercanas, voces lejanas, de hombres y mujeres. Intentaban llamarse y responderse, a ciegas. A veces oía con nitidez a dos personas hablando entre ellas, y sus voces tapaban las de las demás.

—El número ya no está asignado a nadie, así que la gente lo usa para hacer contactos y quedar. Eso se llama la Red.

A lo mejor todas aquellas voces desconocidas eran las personas que figuraban en la agenda de mi madre y cuyos números de teléfono ya no respondían. Se oía también una especie de zumbido, el soplo del viento en la enramada, durante el verano, en la avenue de Malakoff. Entonces me dije que, después de irnos nosotras, nadie más había vuelto a habitar el piso, salvo los fantasmas, y aquellas voces. No habían quitado los sellos. Las ventanas permanecían abiertas de par en par y por eso se oía el viento. Ya no funcionaba la electricidad, como la noche del bombardeo en que me entró tanto miedo que salí pitando al salón en busca de mi madre. Había encendido unas velas.

No recibía muchas visitas. Solían ir dos mujeres: la gorda de Madeleine-Louis y Simone Bouquereau. Más tarde volví a verlas en casa de Frédérique en Fossombronne, pero ellas me evitaban y no tenían ninguna gana de hablarme de mi madre. A lo mejor se reprochaban algo.

Simone Bouquereau tenía una cabecita de momia rubia, y me impresionaba su delgadez. La morena dijo que «Simone había hecho una cura de desintoxicación». Y una noche, después de cenar, se creyó que yo me había subido a mi habitación y charló del pasado con Frédérique: «Era Simone la que abastecía a la pobre Sonia…». Apunté la frase en un trozo de papel. A partir de los catorce años, la de conversaciones que pude escuchar a escondidas, para intentar comprender… Pregunté a Frédérique qué quería decir aquello. «Tu madre tomaba morfina de vez en cuando desde el accidente». No entendí a qué accidente se refería. ¿Lo de los tobillos? Al parecer, la morfina es un buen remedio contra el dolor.

Yo seguía con el auricular en el oído. El zumbido del viento en la enramada tapaba las voces. Me imaginaba ese viento que hacía que se golpearan las puertas y las ventanas y lanzaba con su soplo hojas muertas al parqué y los peldaños forrados de felpa del salón. La felpa debía de haberse podrido y transformado en musgo, los cristales de las ventanas estaban rotos. Cientos de gatos habían invadido el piso. Y también perros negros como el que ella perdió en el bosque de Boulogne.

—¿Reconoce la voz de alguien? —me preguntó Moreau-Badmaev. Él había dejado el microteléfono en la cama y me estaba sonriendo.

—No.

Colgué el microteléfono y devolví el aparato a su sitio.

—Me da miedo regresar sola a casa —le dije.

—Por favor, puede quedarse aquí.

Agitaba la cabeza como si fuera una evidencia.

—Ahora tengo que trabajar… Espero que el ruido de la radio no la moleste…

Salió de la habitación y regresó con una vieja pantalla que ajustó en el trípode mal que bien. La luz de la bombilla era aún más tenue. Luego se sentó en la orilla de la cama, cerca de la radio. Y se puso el bloc de papel de cartas encima de las rodillas.

—¿La luz no le resulta demasiado fuerte?

Le contesté que así estaba muy bien.

Yo estaba tumbada en el otro lado de la cama, el lado de la sombra. Oía en la radio la voz de hacía un rato, tan gutural. El mismo silencio entre frase y frase. Él iba tomando notas en el bloc de papel de cartas. Yo ya no podía quitar la vista de la luz verde y terminé por quedarme dormida.