Tenía que ir todos los días de la semana hacia el bosque de Boulogne a casa de unos señores ricos, a hacerme cargo de su niña. Encontré el trabajo una tarde en que me presenté como último recurso en una agencia de colocación que elegí al azar en las páginas de la guía. La agencia Taylor.
Me atendió un hombre pelirrojo, que llevaba bigote y un traje príncipe de Gales, en un despacho de sombrías boiseries. Me dijo que me sentara. Tuve el valor de decirle que era la primera vez que buscaba ese tipo de trabajo.
—¿Quiere dejar los estudios?
Me sorprendió la pregunta. Le dije que no estaba estudiando.
—Cuando la vi entrar, pensé que era estudiante.
Pronunció aquella palabra con un respeto tal que me pregunté qué podía evocarle que fuera tan maravilloso, y lamenté de verdad no ser estudiante.
—Tengo tal vez un trabajo para usted… de tres horas al día… para cuidar a una niña.
Tuve de golpe la sensación de que ya no se presentaba nadie en aquella agencia Taylor y de que aquel señor pelirrojo se pasaba largas tardes solitarias, sentado en su despacho, soñando con universitarias. En una de las paredes, a mi izquierda, había un cartelón donde estaban dibujados con todo detalle, me parecía, unos señores en traje de maître y de chófer, y unas señoras en uniforme de niñera y enfermera. En la parte baja del cartelón se leía en gruesas letras negras: AGENCIA ANDRÉ TAYLOR.
Me sonrió. Me dijo que aquel cartel databa de la época de su padre y que podía estar tranquila, no necesitaría uniforme. Los señores donde tendría que presentarme vivían por la zona de Neuilly y buscaban a alguien que les cuidara la niña a media tarde.
La primera vez que fui a su casa fue un día de lluvia, en noviembre. No pegué ojo en toda la noche y me preguntaba cómo me recibirían. El señor de la agencia me había dicho que eran bastante jóvenes y me había dado un papel donde había anotado su nombre y dirección: Valadier; 70, boulevard Maurice-Barrès. A cuenta de la lluvia, que caía desde por la mañana me daban ganas de irme de aquella habitación y aquella ciudad. En cuanto tuviera un poco de dinero me marcharía al Midi[5], e incluso mucho más lejos, al sur. Procuraba aferrarme a aquella perspectiva y no dejarme hundir definitivamente. Había que mantenerse a flote, en plancha, tener todavía un poco de paciencia. Si me había presentado en la agencia Taylor era por un último reflejo de supervivencia. Si no, no habría tenido el valor de salir de mi habitación, ni de la cama. Seguía teniendo en la memoria el cartel que colgaba de la pared de la agencia. Se habría llevado una buena sorpresa el señor pelirrojo de haberle dicho que a mí no me molestaba llevar un uniforme de niñera o, incluso, de enfermera. El uniforme me habría ayudado a recobrar el valor y la paciencia, como un corsé que te ayuda a andar derecha. De todos modos, no tenía elección. Hasta entonces había encontrado, con algo de suerte, dos puestos sucesivos de dependienta, en plan temporal, uno en los almacenes Les Trois Quartiers, y el otro en una perfumería de los Grandes Bulevares. Pero a lo mejor la agencia Taylor me estaba facilitando un empleo más estable. No me hacía ilusiones sobre mis posibilidades. Yo no era artista, como lo fue mi madre. Cuando yo estaba en Fossombronne-la-Forêt trabajaba en el Auberge Verte, en la Grand-Rue. Había muchos clientes en aquel hostal, a menudo gente que llegaba de París. Mi trabajo no era muy cansado. En el bar, en el comedor, a veces en recepción. En invierno encendía cada noche la lumbre de leña, en el cuartito estucado, cerca del bar, donde se podía leer los periódicos y jugar a las cartas. Estuve trabajando allí hasta los dieciséis años.
Dejó de llover cuando cogí el metro en la place Blanche. Me bajé en Porte-Maillot: me dominaba un sentimiento de aprensión. Conocía aquel barrio. Me dije que debía de haber soñado con aquella primera visita a aquella gente. Y ahora estaba viviendo lo que había soñado: el metro, el tramo a pie hasta su domicilio, y por eso tenía la sensación de haber vivido ya ese momento. El boulevard Maurice-Barrès bordeaba el bosque de Boulogne, y, a medida que lo iba recorriendo, aumentaba cada vez más dicha sensación, y yo acababa por angustiarme. Pero ahora, en cambio, me preguntaba si no estaría soñando. Me pellizqué en el brazo, me di un bofetón en la frente con la palma de la mano para intentar despertarme. A veces sabía que me encontraba en un sueño, que me amenazaba algún peligro, pero no era demasiado grave, ya que podía despertarme de un momento a otro. Una noche, hasta me habían condenado a muerte —era en Inglaterra e iban a colgarme a la mañana siguiente—, me habían devuelto a la celda, pero yo estaba muy tranquila, les sonreía, sabía de sobra que iba a dejarlos por las buenas y despertarme en la habitación de la rue Coustou.
Había que pasar una verja y seguir por un camino de gravilla. Toqué el timbre en la puerta del 70, que tenía pinta de ser una mansión particular. Me abrió una mujer rubia y me dijo que era la señora Valadier. Parecía azorada al decir lo de «señora», como si semejante palabra no le correspondiera, sino que estuviera obligada a utilizarla en la vida corriente. Más tarde, cuando el tipo de la agencia Taylor me preguntó: «Entonces, ¿qué opina de los señores Valadier?», le contesté: «Hacen una buena pareja». Y pareció sorprendido con mi respuesta.
Tenían ambos en torno a los treinta y cinco. Él, alto y moreno, de voz muy suave y cierta elegancia; su mujer, una rubia cenicienta. Se sentaron los dos juntitos en el sofá, tan violentos como yo. Lo que me intrigó es que daban la impresión de estar acampados en el inmenso salón de la primera planta, donde —aparte del sofá y un sillón— no había ningún mueble. Ni ningún cuadro en las paredes blancas.
Aquella tarde dimos un corto paseo, la niña y yo, por los caminos que rodean el jardín de Acclimatation. Ella guardaba silencio, pero parecía confiada, como si no fuera la primera vez que caminábamos juntas. Y también yo tenía la impresión de conocerla bien y de haber andado ya por aquellas alamedas con ella.
Cuando regresamos a la casa quiso enseñarme su habitación, cuyas ventanas daban a los árboles del jardín de Acclimatation. Las boiseries y las dos vitrinas empotradas a ambos lados de la chimenea me hicieron pensar que aquella habitación había sido en otro tiempo un salón o un despacho, pero jamás la habitación de un niño. Tampoco su cama era una cama infantil, sino una cama muy ancha con largueros capitonés. Y en una de las vitrinas estaban expuestas algunas piezas de un juego de ajedrez de marfil. Seguramente la cama capitoné y las piezas de ajedrez estaban ya en la casa cuando llegaron los señores Valadier, entre otros objetos que se olvidaron o dejaron, por falta de tiempo para llevárselos, los inquilinos anteriores. La cría no me quitaba la vista de encima. A lo mejor quería saber qué opinaba de su habitación. Al final le dije: «Aquí tienes mucho sitio», y movió la cabeza sin gran convicción. Su madre se unió a nosotras. Me explicó que vivían en aquella casa hacía sólo unos meses, pero no me concretó dónde estaban antes. La pequeña iba a una escuela muy cerquita de allí, en la rue de la Ferme, y yo tendría que pasar a recogerla todas las tardes a las cuatro y media. Seguramente fue entonces cuando dije: «Sí, señora». Y automáticamente se le iluminó el rostro con una sonrisa irónica. «No me llame señora. Llámeme… Véra». Mostró una ligera duda, como si se hubiera inventado aquel nombre. Un rato antes, cuando me recibió, creí que era inglesa o estadounidense, pero, ahora me daba cuenta, tenía acento de París, ese acento del que dicen, en las novelas muy antiguas, que es el de los arrabales.
—Véra es un nombre muy bonito —le dije.
—¿Ah, sí?
Encendió la lámpara de la mesita de noche y me dijo:
—No hay suficiente luz en esta habitación.
La cría, tumbada en el parqué, al pie de una de las vitrinas, se apoyaba en los codos y hojeaba muy seria un cuaderno de clase.
—No es muy práctica —me subrayó—, habría que encontrarle un escritorio para que pudiera hacer los deberes.
Yo tenía la misma sensación que un rato antes cuando me recibieron en el salón: los Valadier estaban acampados en aquella casa. Debió de notar mi sorpresa, porque añadió:
—No sé si nos quedaremos mucho tiempo aquí. Además, a mi marido no le gustan demasiado los muebles…
Me sonreía, siempre con aquella sonrisa irónica. Me preguntó dónde vivía yo. Le expliqué que había encontrado una habitación en un antiguo hotel.
—Ah, sí… nosotros también hemos vivido mucho tiempo en hotel…
Quería saber en qué barrio.
—Cerca de la place Blanche.
—Pero si es el barrio de mi infancia —me dijo frunciendo levemente el ceño—. Yo he vivido en la rue de Douai.
Y en aquel momento se parecía tanto a esas estadounidenses rubias y frías, esas protagonistas de películas policiacas, que pensé que tenía la voz doblada —como en el cine— de tanto que me extrañaba oírla hablando en francés.
—Cuando regresaba a casa del instituto Jules-Ferry rodeaba la manzana y pasaba por la place Blanche.
Hacía mucho que no había vuelto por el barrio. Vivió años y años en Londres. Allí había conocido a su marido. La niña ya no nos hacía el menor caso. Seguía tumbada en el suelo y escribía en otro cuaderno, sin parar un instante, con aire absorto. «Está haciendo los deberes —me dijo—. Ya verá… con siete años tiene casi letra de adulta…». Había anochecido y, no obstante, apenas eran las cinco. El silencio a nuestro alrededor, el mismo que el que conocí en Fossombronne-la-Forêt, a aquella misma hora y a la misma edad que la pequeña. Creo que yo también, a esa edad, tenía letra de adulta. Me gané una regañina por no escribir ya con portaplumas, sino con bolígrafo. Por curiosidad miré con qué estaba escribiendo la niña: un bolígrafo. Seguramente en su escuela de la rue de la Ferme dejaban a los alumnos utilizar los bic cristal y de capuchones negros, rojos o verdes. ¿Sabría hacer ya las mayúsculas? En todo caso, creo que ya no enseñaban los trazos gruesos y los finos.
Me acompañaron hasta la planta principal. A la izquierda estaba abierta una puerta de dos hojas que daba acceso a una gran sala vacía, al fondo de la cual había un escritorio. El señor Valadier estaba sentado en la esquina del escritorio, al teléfono. Una araña difundía una luz viva. Hablaba en un idioma de extrañas consonancias que sólo podría haber entendido Moreau-Badmaev, a lo mejor el persa de las praderas. Sostenía un cigarro en la comisura de los labios. Me hizo un gesto con el brazo.
—Salude de mi parte al Moulin-Rouge —me susurró la señora Valadier mientras me clavaba una mirada triste, como si me envidiara por tener que regresar a aquel barrio.
—Adiós, señora.
Se me escapó así, pero ella me reprendió:
—No. Adiós, Véra.
Así que repetí: «Adiós, Véra». ¿Era su nombre de verdad o lo había elegido porque no le gustaba su verdadero nombre una tarde de depre en el patio del instituto Jules-Ferry?
Se dirigía hacia la puerta con paso airoso, el paso de las rubias frías y misteriosas.
—Acompaña a la señorita una parte del camino —instó a su hija—. Anda, sé buena.
La pequeña movió la cabeza y me lanzó una mirada de angustia.
—Cuando se hace de noche la suelo mandar a dar una vuelta a la manzana… La divierte… Le da la impresión de ser una persona mayor. La otra noche dijo incluso que le apetecía darse otra vuelta… Quiere entrenarse para no volver a tener miedo nunca más…
Del fondo de la sala me llegaba la suave voz del señor Valadier entre largos silencios, y en cada ocasión me preguntaba si habría cortado ya su conversación telefónica.
—Pronto dejarás de tenerle miedo a la oscuridad y no hará falta que te dejemos la luz encendida para que te duermas.
La señora Valadier abrió la puerta de entrada. Cuando vi que la cría se disponía a salir vestida simplemente con su falda y la camisa, dije:
—A lo mejor tendrías que ponerte un abrigo…
Pareció sorprendida y casi tranquilizada de que le diera aquel consejo, y se volvió hacia su madre.
—Sí, sí… ve a ponerte un abrigo.
Subió a toda prisa por la escalera. La señora Valadier no dejaba de mirarme fijamente con sus ojos claros.
—Se lo agradezco —me dijo—. Sabrá cuidarla bien… A veces estamos tan perdidos mi marido y yo…
Me dirigía siempre una mirada que me daba la impresión de que iba a echarse a llorar. Sin embargo, el rostro se le quedaba impasible, sin la menor lágrima en la comisura de los ojos.
*
Superamos la manzana. Dije a la niña:
—Ahora tendrías que volverte…
Pero ella quería acompañarme todavía un poco más. Le expliqué que tenía que coger el metro.
A medida que íbamos andando por aquella avenida, me parecía que ya había recorrido el mismo camino. Los árboles del bosque de Boulogne, el olor a hojas muertas y tierra mojada me recordaban a algo. Poco antes había tenido la misma sensación en la habitación de la niña. Aquello de lo que había querido olvidarme hasta entonces o, mejor, en lo que procuraba no pensar como quien se esfuerza en no mirar hacia atrás para evitar el vértigo, todo eso iba a resurgir poco a poco, y ahora estaba dispuesta a mirarlo de frente. Caminábamos por el camino que bordea el jardín de Acclimatation, y la cría se me cogió de la mano para cruzar la avenida en dirección a la porte Maillot.
—¿Vives lejos?
Me lo preguntó como si esperara que me la fuera a llevar a casa. Llegamos a la boca de metro. Sentí sin lugar a dudas que bastaba una palabra mía para que me siguiera y bajara conmigo por las escaleras y no volviera nunca más a casa de sus padres. La entendía perfectamente. Hasta me parecía que entraba en el orden de las cosas.
—Ahora me toca a mí acompañarte.
Pareció decepcionada ante la perspectiva de regresar a su casa. Le dije que la semana próxima la llevaría al metro. Íbamos recorriendo el camino en sentido contrario. Era dos o tres semanas después del día en que creí reconocer a mi madre en los pasillos de la estación de Châtelet. Me imaginaba que a aquellas horas estaría cruzando el patio del bloque de viviendas, en la otra punta de París, con su abrigo amarillo. En las escaleras se paraba en cada rellano. Cita fallida. Nunca se volverá a recuperar lo perdido. A lo mejor, dentro de veinte años, la cría, como yo, volvía a encontrarse con sus padres una tarde, a la hora punta, en esos mismos pasillos donde están indicados los transbordos.
Había luz en una de las puertas acristaladas de la planta principal, la de la sala donde el señor Valadier hablaba por teléfono hacía un rato. Llamé al timbre, pero no acudía a abrir nadie. La niña estaba muy tranquila, como si estuviera acostumbrada a ese tipo de situación. Al cabo de un ratito, me dijo: «Se han marchado», y sonrió, encogiéndose de hombros. Yo ya estaba pensando en llevármela a casa para que pasara allí la noche, y ella seguramente me estaba adivinando el pensamiento. «Sí…, estoy segura de que se han marchado…». Quería advertirme de que ya no teníamos nada que hacer allí, pero por prurito de conciencia me acerqué a la puerta iluminada y miré a través del cristal. La sala estaba vacía. Llamé otra vez al timbre. Por fin vino alguien a abrir y, en el instante en que se entornaba la puerta, dejando salir un rayo de luz, la cara de la pequeña expresó una tremenda decepción. Era su padre. Llevaba un abrigo.
—¿Llevaban ahí mucho rato? —nos preguntó con cortesía e indiferencia—. ¿Quieren pasar?
Se dirigía a nosotras como si fuéramos una visita que acabara de llamar de improviso.
Se inclinó hacia la pequeña:
—Entonces, ¿te has dado un buen paseo?
Ella no contestó.
—Mi mujer se ha marchado a cenar a casa de unos amigos —me dijo—, y precisamente iba a reunirme con ella…
La pequeña dudaba en pasar. Me dirigió una última mirada al tiempo que me decía «Hasta mañana» con voz angustiada, como si no estuviera segura de que fuera a volver. El señor Valadier esbozó una vaga sonrisa. Luego se cerró la puerta tras ellos.
Yo estaba quieta al otro lado del bulevar, bajo los árboles. En el segundo piso se iluminó la ventana de la habitación de la cría. Al poco vi salir y echar a andar, con paso apresurado, al señor Valadier. Se subió a un coche negro. La niña debía de estar sola en la casa y dejaba la lámpara encendida para dormirse. Pensé que habíamos tenido suerte: un poco más tarde y no nos habría abierto nadie.