Era una callecita, por la zona del castillo o el fuerte. No conozco muy bien la diferencia entre una cosa y otra. La componían casas bajas, garajes y hasta cuadras. De hecho, se llamaba rue du Quartier-de-Cavalerie. En la acera de la derecha, hacia la mitad, se perfilaba la mole de un gran edificio de ladrillo oscuro. Ya era bien de noche cuando nos metimos en la calle. Yo seguía andando unos metros detrás de ella, pero poco a poco iba reduciendo la distancia entre nosotras. Tenía la certeza de que no se percataría ni aunque anduviera a su altura. Volví de día a aquella calle. Pasabas el edificio de ladrillo y, más allá, ibas a salir al vacío. El cielo estaba despejado. Pero, cuando llegabas al final de la calle, caías en la cuenta de que daba a una especie de descampado que, a su vez, bordeaba una extensión más amplia. Un cartel indicaba: «Campo de maniobras». Al otro lado comenzaba el bosque de Vincennes. De noche, aquella calle se parecía a cualquier calle de las afueras: Asniéres, Issy-les-Moulineaux, Levallois… Ella avanzaba despacio, con sus andares de ex bailarina. No debía de resultarle fácil con los panchos.
El edificio, con su oscura mole, destacaba sobre todas las demás construcciones. Una se preguntaba por qué lo habrían levantado en aquella calle. En la planta baja, una tienda de alimentación a punto de cerrar. Ya habían apagado los neones y sólo alumbraba ya una luz en la caja. Yo la veía a través del cristal cogiendo en el estante del fondo una lata de conserva, y luego otra. Y un paquete negro. ¿Café? ¿Achicoria? Llevaba las latas de conserva y el paquete abrazados contra el abrigo, pero, al llegar a la caja, hizo un movimiento en falso. Se le cayeron las latas y el paquete negro. El tipo de la caja se los recogió. Sonreía. Los labios de una y otro se movían, y a mí me hubiera encantado saber cómo la llamaba. ¿Por el nombre de verdad, el de joven? Salió, y seguía sujetando las latas de conserva y el paquete con ambos brazos contra el abrigo, un poco como se lleva a un recién nacido. Estuve en un tris de ofrecerle mi ayuda, pero, repentinamente, la rue du Quartier-de-Cavalerie me pareció muy lejos de París, perdida en alguna región remota, alguna ciudad fronteriza. Pronto iba a cerrar todo, la ciudad se quedaría desierta y me perdería el último tren.
Pasó por la verja. En cuanto vi de lejos aquella mole de ladrillo oscuro, tuve el presentimiento de que vivía allí. Ahora cruzaba un patio, y al fondo se elevaban varios edificios iguales al de la calle. Iba andando cada vez más despacio, como si tuviera miedo de que se le cayeran las compras. De espaldas, cualquiera hubiera dicho que llevaba una carga demasiado pesada para sus fuerzas, y que era ella la que podía caerse en cualquier momento.
Entró en uno de los edificios, al fondo del todo, hacia la izquierda. Estaba indicada cada una de las diversas entradas: Escalera A. Escalera B. Escalera C. Escalera D. La suya era la escalera A. Me quedé un rato frente a la fachada, esperando a que se iluminara alguna ventana. Pero esperé para nada. Me pregunté si habría ascensor. Me la imaginé subiendo por la escalera A y apretando contra ella las latas de conserva. No se me quitaba esa idea de la cabeza, ni en el metro de vuelta.