Un domingo, el de la semana en que empecé a cuidar a la cría —o el domingo siguiente—, volví a Vincennes. Preferí ir por allí más pronto que de costumbre, antes de que anocheciera. Esta vez me bajé al final de la línea, en la estación de Châteaude-Vincennes. Hacía sol ese domingo de otoño y, de nuevo, al pasar por delante del castillo, y, en el momento en que me metía por la rue du Quartier-de-Cavalerie, tuve la impresión de estar en una ciudad de provincias. Iba andando yo sola y oía tras el muro, al principio de la calle, un repiqueteo regular de cascos.

Entonces me puse a fantasear con lo que podría haber sido: tras años y años de ausencia, acababa de bajarme del tren en una estación pequeña, la de mi Tierra Natal. Ya no sé en qué libro descubrí la expresión «tierra natal». Esas dos palabras debían de corresponder a algo que me tocaba de cerca o me evocaba un recuerdo. A fin de cuentas, también yo en mi infancia había conocido una estación de pueblo, a la que llegué desde París, con aquella etiqueta en la que habían apuntado mi nombre y que llevaba colgando del cuello.

Me bastó con ver el bloque de viviendas al final de la calle para que se me disipara la fantasía. No había tierra natal, sino unas afueras donde no me esperaba nadie.

Pasé por la verja y llamé a la puerta de la portera. Ella asomó la cabeza por el resquicio. Creo que me reconoció, pese a que sólo hubiéramos hablado antes una vez. Era una mujer bastante joven, de pelo moreno muy corto. Llevaba una bata de lana rosa.

—Quería preguntarle una cosa respecto a la señora… Boré…

Dudé con el nombre y temía que no supiera ya de quién se trataba. Pero esta vez no necesitó consultar la lista de los inquilinos que estaba pegada en la puerta.

—¿La del cuarto A?

—Sí.

Yo recordaba perfectamente el número del piso. Desde que me lo sabía, solía imaginármela subiendo los escalones con paso cada vez más lento. Una noche hasta soñé que se caía por el hueco de la escalera y, al despertarme, no habría sido capaz de asegurar si se trataba de un suicidio o un accidente. O, incluso, si la había empujado yo.

—Usted ya vino el otro día, creo…

—Sí.

Me estaba sonriendo. Parecía que yo le inspiraba confianza.

—Sabe usted que ha vuelto a hacer de las suyas…

Lo dijo con indiferencia, como si ya no pudiera sorprenderla nada de lo que viniera de parte de la mujer del cuarto A.

—¿Es usted familia?

Me dio miedo contestar que sí. Y atraerme la antigua maldición, la vieja lepra.

—No. Qué va.

Me había librado a tiempo de un buen atolladero.

—Conozco a gente de su familia —le añadí—. Y me han enviado para saber de ella…

—¿Y qué quieren que les cuente yo? Es siempre lo mismo, ya sabe.

Se encogía de hombros.

—Ahora ya no quiere ni dirigirme la palabra. O busca la menor excusa para ponerme a parir.

Esta última expresión me resultó perfectamente atenta y anodina. Después de todos los años transcurridos vi reaparecer, como resurgiendo de las profundidades, la cara retorcida, los ojos dilatados y casi la baba en los labios. Y la voz desgañitándose, y la retahíla de insultos. Un extraño no se hubiera imaginado nunca aquel cambio brusco en un rostro tan hermoso. Sentí que el miedo volvía a apoderarse de mí.

—¿Venía a verla?

—No.

—Debería avisar a los de su familia. Ya no paga el alquiler.

Aquellas palabras y a lo mejor también el barrio en que cada tarde iba a buscar a la cría me hicieron pensar en un piso, cerca del bosque de Boulogne, del que, muy a mi pesar, seguía acordándome: la habitación enorme con los tres escalones forrados de felpa, el cuadro de Tola Soungouroff, mi cuarto aún más vacío que el de la cría… En aquella época, ¿cómo hacía para pagar el alquiler?

—Será difícil echarla a la calle. Además, es muy conocida en el barrio… Hasta le han puesto un mote…

—¿Cuál?

Me moría de ganas de saberlo. ¿Y sí era el mismo que el que le habían puesto hacía veinte años?

—La llaman «Engañalamuerte».

Lo dijo amablemente, como si se tratara de un mote afectuoso.

—A veces da la impresión de que va a dejarse morir, y luego, al día siguiente, está estupenda y tan simpática, o te suelta una grosería.

Para mí, aquel mote adquiría un sentido muy distinto. Yo creía que había muerto en Marruecos y ahora me enteraba de su resurrección en un lugar de las afueras.

—¿Hace mucho que vive aquí? —le pregunté.

—¡Sí, claro! Llegó mucho antes que yo… Debe hacer más de seis años…

Así que ella estaba viviendo en aquel edificio mientras yo seguía en Fossombronne-la-Forêt. Me acordaba de un terreno abandonado, no lejos de la iglesia, donde habían prosperado la hierba y los matojos. El jueves por la tarde nos entreteníamos escondiéndonos o sumergiéndonos lo más lejos posible en aquella jungla que se llamaba el «Prado del Boche». Habían encontrado allí un casco y una guerrera medio podrida que debió de abandonar algún soldado al final de la guerra, pero siempre teníamos miedo de descubrir su esqueleto. Yo no entendía qué quería decir la palabra boche. Frédérique, la mujer que conocía a mi madre y me recogió en su casa, no estaba el día en que pregunté a su amiga, la morena con cara de boxeador, qué quería decir boche. A lo mejor se creyó que me daba miedo aquella palabra y pretendía tranquilizarme. Me sonrió y me dijo que así es como llamaban a los alemanes, pero que no era algo tan malo. «A tu madre también la llamaban “la Boche”… Era de broma…». A Frédérique no le hizo ninguna gracia que la morena me revelara aquello, pero no me dio la menor explicación. Ella era amiga de mi madre. Debieron de conocerse en la época en que mi madre era «bailarina». Se llamaba Frédérique Chatillon. En la casa de Fossombronne-la-Forêt siempre había amigas suyas, hasta cuando no estaba: Rose-Marie, Jeannette, Madeleine-Louis, otras de cuyos nombres me he olvidado y la morena, que también conoció a mi madre cuando era «bailarina» y que no le tenía aprecio.

—¿Vive sola? —pregunté a la portera.

—Durante mucho tiempo venía a verla un hombre… Trabajaba en los caballos, por aquí… Un señor que tenía un tipo norteafricano.

—¿Y ya no viene?

—Últimamente, no.

Empezaba a mirarme con cierta desconfianza debido a mis preguntas. Tentada estuve de contárselo todo. Mi madre llegó a París de pequeña. Hizo ballet. La llamaban la Boche. A mí me llamaron Joyita. Era demasiado largo y complicado de contar allí en medio, en aquel patio.

—El problema es que me debe doscientos francos…

Yo siempre llevaba dinero encima, en un bolsito de lona atado con un cordón a la cintura. Hurgué en el bolso. Me quedaba un billete de cien francos, un billete de cincuenta y algo suelto. Le di los dos billetes, diciéndole que volvería para traerle el resto.

—Muchas gracias.

Se los metió con rapidez en uno de los bolsillos de la bata.

Su desconfianza se esfumó de inmediato. Podría haberle preguntado cualquier cosa sobre Engañalamuerte.

—En cuanto al alquiler… Ya le explicaré cuando vuelva usted por aquí.

Yo no tenía ninguna intención de volver. ¿De qué más me iba a enterar? ¿Y para qué?

—Le han cortado varias veces la luz. Y cada vez me digo que mejor para ella. Porque gasta una manta eléctrica… Es peligroso…

Me la imaginé enchufando el cable de la manta a una toma de corriente. Siempre le habían gustado ese tipo de accesorios que durante cierto tiempo parecen muy modernos y luego caen en desuso o terminan por convertirse en objetos sin interés. Recordé que en aquella época, más afortunada para ella, cuando vivíamos en el piso grande, cerca del bosque de Boulogne, alguien le había traído una caja forrada de cuero verde con la que podía oírse la radio. Más tarde comprendí que era el primer aparato transistor.

—Debería usted aconsejarle que no vuelva a utilizar una manta eléctrica.

Pero no, la cosa no era tan sencilla. ¿Acaso había sido capaz de prestar atención a un buen consejo alguna vez en su vida? Y, en todo caso, era demasiado tarde.

—¿No sabe cómo se llama el hombre que venía a verla?

Conservaba una carta suya, que había enviado hacía tres meses para pagar el alquiler. Por el resquicio de la puerta la vi hurgando entre papeles en una caja grande.

—No la encuentro… De todos modos, creo que este señor ya no volverá…

Seguramente era a él al que llamaba por teléfono al caer la tarde, desde la cabina. Al cabo de doce años le quedaba todavía, milagrosamente, alguien con quien contar. Pero también a él había terminado por desencantarlo. Ya en la época en que yo me llamaba Joyita, a veces le daba por permanecer días enteros encerrada en su habitación, apartada del mundo, sin ver a nadie, ni a mí, y al cabo de cierto tiempo yo ya no sabía si seguía allí o me había abandonado en aquel piso inmenso.

—¿Y su casa, cómo es? —le pregunté.

—Dos cuartitos y una cocina con una ducha.

Había grandes posibilidades de que el colchón estuviera puesto directamente en el suelo, junto a la toma de corriente. Así era más sencillo enchufar el cable de la manta eléctrica.

—Debería usted subir… Se llevaría una sorpresa de tener una visita…

Si nos volviéramos a encontrar cara a cara, no sabría siquiera quién era yo. Se había olvidado de Joyita y de todas las esperanzas que había depositado en mí en la época en que me puso ese nombre. Desgraciadamente para ella, no me había convertido en una gran artista.

—¿Puede hacerme un favor?

Se puso a hurgar en la caja grande y me tendió un sobre.

—Es una notificación por el alquiler. No me atrevo a dársela, no sea que se ponga a insultarme otra vez.

Cogí el sobre y atravesé el patio. En el momento de pasar por el porche de la escalera A sentí un peso cerca del corazón que me cortaba la respiración. Era una escalera de peldaños de cemento y barandilla de hierro como aún se encuentran en las escuelas o los hospitales. En cada rellano, una cristalera grande difundía una luz clara, casi blanca. Me paré en el primer rellano. Una puerta a cada lado y otra en medio, de la misma madera oscura, con los nombres de los inquilinos. Yo trataba de recobrar el aliento, pero el peso era cada vez más intenso y tuve miedo de ahogarme. Entonces, para calmarme, me puse a imaginar cuál podría ser el nombre que figurara en su puerta. ¿El verdadero o el nombre artístico que tuvo? O sencillamente LA BOCHE o ENGAÑALAMUERTE. Cuando yo me llamaba Joyita y regresaba sola a la casa, cerca del bosque de Boulogne, me quedaba un rato largo en el ascensor. Estaba protegido por una verja negra, y para pasar adentro había que empujar dos hojas acristaladas. En el interior había un banco de cuero rojo, cristales a cada lado, un globo luminoso en el techo. Como si fuera una habitación. Del ascensor es de lo que me acuerdo con más detalle.

En el segundo rellano volví a sentir aquel peso que me ahogaba. Entonces traté de recordar la otra escalera con su alfombra roja muy gruesa y los pasamanos de cobre. Sólo una puerta grande de dos hojas en cada rellano. Blanca.

Me dio un ataque de vértigo. Me alejaba todo lo posible de la barandilla, casi me pegaba a la pared. Pero estaba decidida a subir hasta el final. De nuevo oía a la señora Valadier —o, más bien, Véra— diciéndome a propósito de la niña: «Ella solita se da una vuelta a la manzana, de noche… Quiere entrenarse para no volver a tener miedo nunca más…». Bueno, pues lo mío era parecido. Seguiría subiendo, iría hasta la puerta de Engañalamuerte y llamaría con timbrazos breves hasta que me abriera. Y en el momento en que se abriera la puerta, entonces, recobraría toda la calma y le diría con indiferencia: «No debería usar una manta eléctrica… Es una solemne estupidez…». Y observaría con mirada fría cómo se le iba deformando la cara, cómo se le iba poniendo pálida de rabia. Me acordaba de que no le hacía mucha gracia que le vinieran con detalles prosaicos. Pero eso era en la época del piso grande, cuando quería hacerse la misteriosa.

Llegué al cuarto. También allí había tres puertas, pero tenían la pintura desconchada, como la pintura de las paredes, de un beige sucio. Una bombilla encendida colgaba del techo. En la puerta de la izquierda estaba pegada con cello una hoja de papel cuadriculado, y en ella ponía, con letra grande y desordenada, en tinta negra: BORÉ.

Yo estaba delante de la puerta, sin llamar. A menudo, cuando regresaba sola al piso grande de cerca del bosque de Boulogne y llamaba, no me abría nadie. Entonces bajaba por la escalera y me iba a un café, un poco más allá, en la avenida, a telefonear. El dueño me miraba con amabilidad, igual que los clientes. Daba la impresión de que sabían quién era yo. Se habrían informado. Un día, uno de ellos dijo: «Es la niña del 129». Yo no tenía dinero y no me hacían pagar la llamada. Entraba en la cabina telefónica. El aparato, fijo en la pared, estaba demasiado alto para mí y tenía que ponerme de puntillas y estirarme para marcar el número: PASSY 13 89. Pero en casa de la condesa Sonia O’Dauyé no contestaba nadie. Un breve instante tuve la tentación de tocar el timbre. Estaba casi segura de que vendría a abrir. Para empezar, el apartamento era demasiado pequeño para que el sonido del timbre se perdiera en la lejanía, como en la hilera de habitaciones de PASSY 13 89. Y, luego, las visitas eran más bien raras y ella estaba al acecho del menor acontecimiento que pudiera romper su soledad. O a lo mejor todavía esperaba la visita de ese hombre que ya no venía desde hacía cierto tiempo —el señor de tipo norteafricano… Pero quizá, al cabo de doce años, se le habían agravado aquellos accesos de hurañía que le daban a ratos y la hacían encerrarse en su cuarto o desaparecer durante varios días.

Dejé el sobre encima del felpudo. Y bajé las escaleras a toda velocidad, y en cada rellano me iba sintiendo más ligera, como si me hubiera librado de un peligro. Ya en el patio me extrañaba ser capaz de respirar. Qué alivio pisar un suelo duro, andar por una acera tranquilizadora… Un momento antes, delante de la puerta, habría bastado un gesto, un paso, para hundirme en el atolladero.

*

Me quedaba suficiente suelto para coger el metro. Dentro del vagón, me dejé caer en el asiento. Tras la euforia que sentía al alejarme del edificio me sobrevino una sensación de extrema fatiga y abatimiento. De nada me valía procurar convencerme, decirme que aquella mujer a la que llamaban Engañalamuerte ya no tenía nada que ver conmigo y ni siquiera me reconocería si nos encontrábamos frente a frente: no conseguía ahuyentar el agobio. Dejé pasar Nation, donde tenía que haber cambiado de línea, y, como volvía a sentir aquella dificultad de respirar, salí al aire libre.

Estaba ante la estación de Lyon. Ya era de noche y las agujas del gran reloj señalaban las cinco. Me hubiera gustado coger un tren y llegar muy temprano al Midi al día siguiente. No me bastaba con haber huido de aquella casa sin tocar el timbre de la puerta. Debía irme de París lo antes posible. Desgraciadamente ya no tenía dinero para un billete de tren. Había dado a la portera todo lo que me quedaba en el bolso. Qué ocurrencia más peregrina, decidirme a pagarle las deudas a Engañalamuerte… Pero me acordaba de que en el piso grande de cerca del bosque de Boulogne yo era la única a la que llamaba cuando se sentía mal. Tras sus ausencias de varios días reaparecía con la cara hinchada, la mirada extraviada. Siempre era a la misma hora. A las cinco de la tarde. Y en el mismo sitio. En el salón, en los tres peldaños forrados de felpa y que formaban una especie de estrado donde ella había dispuesto unos cojines. Se tapaba la cara con las manos. Y cuando me oía acudir, siempre me decía la misma frase: «Masajéame los tobillos». Y durante unos instantes me creía que aún estaba en el piso grande. Todo iba a volver a empezar.

No me sentía con ánimos para bajar al metro. Prefería regresar a pie. Pero estaba tan absorta en mis pensamientos que iba andando al tuntún. Pronto me percaté de que estaba dando vueltas por las escasas calles de bloques macizos que se cruzan un poco más allá de la estación. Luego, al final de una de ellas, me encontraba en el boulevard Diderot, desde donde se ve el ir y venir de los viajeros alrededor de la estación y los letreros luminosos: Café Européen.

Hôtel Terminus. Me dije que tendría que haber alquilado una habitación en aquel barrio. Vivir cerca de una estación te cambia completamente la vida. Tienes la impresión de estar de paso. Nada es definitivo jamás. Un día u otro te subes a un tren. Son barrios abiertos al porvenir. Sin embargo, la esfera del gran reloj me sugería algo muy lejano. Creo que en aquella esfera aprendí a leer la hora en la época en que me llamaba Joyita. Entonces ya cogía el metro. La línea era directa de Porte-Maillot a Gare-de-Lyon. Catorce estaciones que yo iba contando según avanzábamos para no equivocarme. Y me bajaba en Gare-de-Lyon, como acababa de hacer ahora. Cuando llegaba arriba del todo de las escaleras comprobaba en la esfera del gran reloj que no iba tarde. Él me esperaba delante de la boca de metro. O, en ocasiones, en la terraza del Café Européen. Era mi tío, el hermano o el hermanastro de mi madre. En todo caso, así me lo había presentado ella. Y al teléfono yo la oía decir a menudo: «De eso se encargará mi hermano… Le enviaré a mi hermano…». Durante las ausencias de mi madre, a veces se encargaba de mí. Se quedaba a dormir en el piso. Me llevaba por la mañana a la escuela. Pronto empecé a ir solita y cada vez menos… Los jueves y domingos cogía el metro hasta la estación de Lyon para reunirme con él. Al principio venía a buscarme por la mañana al piso. Pero mi madre le dijo que no valía la pena que se molestara por mí y que yo podía coger el metro solita… Creo que no se atrevía a contrariarla, pero a menudo, sin decírselo, me esperaba al pie de la casa.

Era la primera vez desde hacía mucho que andaba por aquel barrio. ¿Seguiría viviendo él por allí? Dejábamos la estación de Lyon detrás de nosotros, luego tirábamos a la izquierda y seguíamos por una de las callejuelas de hace un rato. E íbamos a dar a una avenida bordeada de árboles. Y allí entrábamos en un garaje que siempre estaba vacío. Subíamos por una escalera hasta la puerta de un piso. Cruzábamos un vestíbulo que daba a una sala en cuyo centro había una mesa de comedor. Él no se apellidaba igual que mi madre, pese a que —supuestamente— eran hermanos. Se llamaba Jean Bori. Su foto estaba en la caja de galletas y lo reconocí enseguida. Detrás de la foto estaba escrito su nombre a lápiz.

Seguía sintiendo la opresión de aquel peso. Me hubiera gustado pensar en otra cosa. Sin embargo, ese Jean Bori había sido bueno conmigo. Él no era un mal recuerdo como mi madre. Llegué a la avenue Daumesnil y resulta que se parecía a la avenida del garaje. Iba caminando, mirando a ambos lados, a ver si localizaba un garaje. Habría preguntado por «el señor Jean Bori». Tal como lo recordaba en mi memoria, estaba convencida de que me habría atendido muy bien, como antes. A lo mejor no me habría reconocido. No, tenía que acordarse de mí. ¿Seguro que era mi tío? En cualquier caso, era la única persona que podría haber contestado a mis preguntas. Desgraciadamente, por más que miraba las fachadas de los edificios a derecha e izquierda de la avenida, no reconocía nada. Ni sombra de garaje. No me sonaba nada. Una tarde, en aquel mismo barrio, cerca de la estación de Lyon, me llevó al cine. Yo era la primera vez que iba. La sala me pareció enorme y echaban El cruce de los arqueros, la película en la que poco antes yo había interpretado un papelito junto a mi madre. No me reconocí en la pantalla y, encima, cuando me oí la voz, creí que Joyita era una niña distinta de mí.

Sí, hacía mal en pensar en todo aquello, hasta en Jean Bori. No era culpa suya, pero también formaba parte de ese periodo de mi vida. Ese domingo no tenía que haber subido las escaleras hasta la puerta de la que en su día fue la Boche y hoy Engañalamuerte. Ahora iba andando al tuntún y esperaba ir a parar pronto a la place de la Bastille, donde cogería el metro. Intentaba tranquilizarme. En cuestión de poco tiempo, en cuanto llegara a mi habitación, iría a llamar por teléfono a Moreau-Badmaev. Siendo domingo por la tarde, seguramente estaría en casa. Le invitaría a cenar conmigo al café de la place Blanche. Se lo explicaría todo, le hablaría de mi madre, de Jean Bori, del piso de cerca del bosque de Boulogne y de la niña a la que llamaban Joyita. Yo seguía siendo la misma, como si hubieran conservado a Joyita, intacta, en un glaciar. Con el mismo pánico apoderándose de mí en la calle y que me despertaba con un sobresalto sobre las cinco de la madrugada. Sin embargo, había conocido periodos de calma en que acababa por olvidarme de todo. Pero ahora que creía que mi madre no estaba muerta, ya no sabía qué camino coger. En la placa azul leí: avenue Ledru-Rollin. Se cruzaba con una calle al fondo de la cual vi de nuevo la mole de la estación de Lyon y la esfera luminosa del reloj. Había estado caminando en círculo y había regresado al punto de partida. La estación era un imán y me atraía, y eso era una señal del destino. Tenía que subirme a un tren, enseguida, y QUEMAR LAS NAVES. Se me metieron de golpe en la cabeza estas palabras y ya no podía librarme de ellas. Aún me infundían algo de valor. Sí, había llegado la hora de QUEMAR LAS NAVES. Pero, en lugar de dirigirme hacia la estación, continué por la avenue Ledru-Rollin. Antes de quemar las naves tenía que ir hasta el final, sin saber muy bien qué quería decir «hasta el final». No había ningún transeúnte, era natural, un domingo por la tarde, pero, a medida que yo avanzaba, la avenida se iba oscureciendo cada vez más, como si esa tarde me hubiera puesto gafas de sol. Me pregunté si no estaría perdiendo vista. Un poco más allá, en la acera de la izquierda, el letrero luminoso de una farmacia. Yo no le quitaba los ojos de encima por miedo a encontrarme de nuevo en la oscuridad. Mientras brillaba con su luz verde, yo seguía siendo capaz de guiarme. Esperaba que permaneciera encendida hasta llegar a su altura. Una farmacia de guardia, aquel domingo, en la avenue Ledru-Rollin. Todo estaba tan oscuro que perdí la noción del tiempo, y me decía para mí que estábamos en plena noche. Al otro lado del cristal, detrás del mostrador, estaba sentada una mujer morena. Llevaba una bata blanca y un moño muy estricto que contrastaba con la dulzura de su rostro. Estaba poniendo orden en una pila de papeles y, de vez en cuando, anotaba algo con un bic de capuchón verde. Acabaría por darse cuenta de que la estaba mirando, pero era más fuerte que yo. Su semblante era tan distinto del de Engañalamuerte, tal como lo vi en el metro o me lo imaginé tras la puerta del cuarto piso… Era imposible que aquella cara se le deformara de rabia y que se le torciera la boca para soltar una retahíla de insultos… Era tan apacible, tan graciosa bajo aquella luz tranquilizadora, una luz cálida como la que yo había conocido al atardecer en Fossombronne-la-Forêt… ¿De verdad había conocido aquella luz? Empujé la puerta de cristal. Un leve timbre, cristalino. Alzó la cabeza. Avancé hacia ella, pero sin saber qué decirle.

—¿Se siente mal?

Pero no era capaz de pronunciar ni palabra. Y el mismo peso, que seguía ahogándome. Se me acercó.

—Está usted palidísima…

Me cogió de la mano. Yo debía de asustarla. Y, sin embargo, sentía la presión de su mano en la mía.

—Siéntese ahí…

Me arrastró, pasado el mostrador, hasta una trastienda donde había un viejo sillón de cuero. Yo estaba sentada en el sillón y ella me ponía la mano en la frente.

—No tiene fiebre… Pero tiene las manos heladas… ¿Cuál es el problema?

Hacía años que yo no le contaba nada a nadie. Me lo había guardado todo para mí.

—Sería demasiado complicado de explicarle —contesté.

—¿Por qué? Nada es complicado…

Rompí a llorar. No me había ocurrido desde la muerte del perro. Y había que remontarse a doce años, como mínimo.

—¿Ha sufrido un choque, recientemente? —me preguntó en voz baja.

—He vuelto a ver a una persona a la que creía muerta.

—¿Una persona muy próxima a usted?

—Todo esto no tiene mayor importancia —afirmé esforzándome en sonreír—. Es el cansancio…

Se incorporó. Yo la oía por ahí, en la farmacia, abriendo y cerrando un cajón. Seguía sentada en el sillón y no me acuciaba la necesidad de marcharme de aquel sitio.

Regresó a la trastienda. Se quitó la bata blanca y llevaba una falda y un jersey gris oscuro. Me acercó un vaso de agua en cuyo fondo iba deshaciéndose una tableta de color rojo formando burbujitas. Se sentó muy junto a mí, en uno de los brazos del sillón.

—Espere a que se deshaga.

Yo no era capaz de apartar la vista de aquella agua roja que chisporroteaba. Era fosforescente.

—¿Qué es? —le pregunté.

—Algo que le vendrá bien.

Me cogió la mano otra vez.

—¿Siempre tiene las manos tan frías?

Y su manera de decir «frías», insistiendo en esa palabra, me recordó de golpe el título de un libro del que Frédérique me leía algunas páginas por la noche, en Fossombronne, cuando estaba en la cama: Los hijos del frío.

Me bebí de un solo trago el contenido del vaso. Tenía un sabor amargo. Pero en mi infancia me había tocado probar brebajes mucho más amargos.

Fue a buscar un taburete a la farmacia y me lo colocó para que apoyara las piernas.

—Relájese. Creo que no tiene usted sentido del confort.

Me ayudaba a quitarme el impermeable. Luego me bajaba la cremallera de las botas y me las sacaba suavemente. Volvía a sentarse en uno de los brazos del sillón y me tomaba el pulso. Yo experimentaba una impresión de seguridad al contacto con su mano, que me apretaba la muñeca. A lo mejor me quedaba dormida, y esa perspectiva me transmitía una sensación de bienestar, la misma que tuve cuando las monjitas me durmieron haciéndome respirar éter. Fue justo antes de cuando vivía con mí madre en el piso grande de cerca del bosque de Boulogne. Estaba interna en una escuela y ya no sé por qué estaba esperando aquel día en la calle. No venía a buscarme nadie. Entonces crucé la calle y me atropelló una camioneta. Me lesioné el tobillo. Me hicieron tumbarme en la camioneta, bajo la cubierta de lona, y me trasladaron a una casa, no lejos de allí. Acabé en una cama. Me rodeaban unas monjitas y una de ellas se inclinó hacia mí. Llevaba una cofia blanca y me hizo respirar éter.

—¿Vive en el barrio?

Le dije que vivía por la place de Clichy y que me disponía a regresar a casa con el metro cuando me sentí indispuesta. Estaba a punto de contarle mi visita en Vincennes al edificio de Engañalamuerte, pero para hacérselo entender tenía que remontarme muy atrás en el tiempo, quizás hasta esa tarde en que estoy esperando a la salida de la escuela, una escuela que me encantaría saber dónde estaba exactamente. Pronto todo el mundo se vuelve a su casa, la acera se queda vacía, la puerta de la escuela está cerrada. Sigo esperando y no viene a buscarme nadie. Gracias al éter dejé de sentir dolor en el tobillo y me quedé dormida. Uno o dos años más tarde, en uno de los cuartos de baño del piso, cerca del bosque de Boulogne, me encontré un frasco de éter. Me fascinaba su color azul oscuro. Cada vez que mi madre pasaba por momentos de crisis en los que no quería ver a nadie y me pedía que le llevara una bandeja a la habitación o le masajeara los tobillos, entonces yo respiraba del frasco para infundirme valor. La verdad es que era demasiado largo de explicar. Prefería quedarme allí, en silencio, con las piernas estiradas.

—¿Se siente mejor?

Nunca en la vida me había encontrado a nadie con tanta dulzura y firmeza a la vez. Debería contárselo todo. ¿Seguro que mi madre se había muerto en Marruecos? Me había asaltado la duda a fuerza de hurgar en la caja de galletas. Lo que me había indispuesto eran las fotos. Y, en especial, la que mi madre quiso que me hicieran en el estudio, cerca de los Campos Elíseos. Se lo pidió al fotógrafo con el que acababa de hacer una sesión de poses. Me acordaba perfectamente de aquella tarde. Yo estaba presente desde el principio. Y reconocía en la foto el vestuario y los detalles que me habían marcado, yo diría, CON HIERRO CANDENTE. El amplio vestido de tul de mi madre ceñido a la cintura, el cuerpo de terciopelo muy ajustado y el velo que, bajo aquella iluminación blanca, le daba un aire de falsa hada. Y yo, en mi vestido, no era sino una falsa niña prodigio, un pobre animalillo de circo. Un caniche. Después de todos aquellos años, mirando las fotos, comprendí que si se empeñaba en empujarme a la pista era para hacerse la ilusión de que podía volver a empezar desde cero. Ella había fracasado, pero yo tenía que convertirme en una ESTRELLA. ¿Seguro que se había muerto? Seguía planeando la amenaza. Pero ahora tenía la suerte de estar en compañía de una persona a quien explicárselo todo. No necesitaba hablar. Le enseñaría las fotos.

Me levanté del sillón. Era el momento de empezar a hablar, pero ya no sabía por dónde.

—¿Está segura de que aguantará de pie?

Se mantenían impertérritas, aquella mirada atenta, aquella voz sosegada. Salimos de la trastienda y pasamos a la farmacia.

—Debería usted ver a un médico. Tal vez tenga un poco de anemia.

Me miraba fijamente a los ojos con su sonrisa.

—El médico le recetará unas inyecciones de vitamina B12… Pero no se las doy ahora mismo… Vendrá usted otra vez a verme…

Yo permanecía allí, de pie, frente a ella. Intentaba retrasar el momento de salir de la farmacia y volver a encontrarme sola.

—¿Cómo piensa ir a casa?

—En metro.

A esa hora había mucha gente en el metro. Regresaban a casa tras una sesión de cine o un paseo por los Grandes Bulevares. Ya no me sentía con ánimos para hacer el trayecto en metro hasta mi habitación. Esta vez tenía miedo de perderme definitivamente. Y, además, había otra cosa: si me tocaba cambiar de línea en Châtelet, no quería correr el riesgo de toparme otra vez con el abrigo amarillo. Iba a repetirse todo, en los mismos sitios, a las mismas horas, hasta el final. Estaba atrapada en el viejo engranaje.

—La acompañaré yo.

Me estaba salvando la vida, por los pelos.

Apagó las luces de la farmacia y cerró la puerta con llave. El letrero seguía brillando. Íbamos andando una al lado de otra, y estaba tan poco acostumbrada a algo así que no terminaba de creérmelo y temía despertarme en mi cuarto, de un momento a otro. Hundió las manos en los bolsillos de su abrigo de pieles. Me daban ganas de cogerla del brazo. Era más alta que yo.

—¿En qué piensa? —me preguntó.

Y me cogió ella del brazo.

Llegamos al cruce por donde acababa de pasar hacía un rato y seguimos entonces por la calle al fondo de la cual podía ver la estación de Lyon y el reloj.

—Pienso que es usted demasiado buena y que le estoy haciendo perder el tiempo.

Volvió la cara hacia mí. El cuello del abrigo de pieles le rozó la mejilla.

—Qué va, no me hace perder el tiempo.

Dudó un instante antes de decirme:

—Me he preguntado si tenía usted padres.

Le contesté que tenía todavía una madre que vivía en las afueras.

—¿Y su padre?

¿Mi padre? Él también debía de estar, a lo mejor, en algún sitio de las afueras, o en París, o muy lejos en el ancho mundo. O muerto hace mucho.

—Soy hija de padre desconocido.

Y adopté un tono displicente por miedo a incomodarla. Y, además, yo no estaba acostumbrada a las confidencias.

Ella permanecía callada. La había chocado con tantas cosas tristes y grises. Yo buscaba un detalle más alegre, un toque amable.

—Pero, por suerte, me crié con un tío que me tenía cariño.

Y no era del todo mentira. Durante uno o dos años, ese Jean Bori se había ocupado de mí, cada jueves. Una vez me llevó, no lejos de casa, a la Feria de la place du Tróne. ¿Mi tío? A lo mejor resulta que era mi padre. Mi madre jugaba al despiste y adornaba tan bien la verdad, en la época del piso de cerca del bosque de Boulogne… Un día me dijo que «no le gustaban las cosas vulgares» sin que yo entendiera a qué se refería. En la época en que vivíamos en el piso grande, ya no se llamaba Suzanne Cardères. Era la condesa Sonia O’Dauyé.

—No quiero aburrirla con las historias de mi familia.

Ella seguía cogiéndome del brazo. Llegamos a la estación de Lyon, cerca de la boca de metro. Bueno, se acabó. Me dejaría junto a las escaleras.

—La llevo en taxi.

Me llevaba hacia la estación. Yo estaba tan sorprendida que no sabía cómo agradecérselo. Junto a la acera había una hilera de taxis. El taxista estaba esperando a que le indicáramos la dirección. Al final dije:

—A place Blanche.

La farmacéutica me preguntó si hacía mucho que vivía en ese barrio. No, unos meses. Una habitación en una callecita. Un antiguo hotel. El alquiler no era demasiado caro. Y, luego, encontré trabajo… El taxi recorría los muelles y las calles desiertas de los domingos por la tarde.

—¿Tendrá usted amigos?

En Les Trois Quartiers una colega, Muriel, me había presentado a un grupito de gente con la que salía los sábados por la noche. Durante cierto tiempo formé parte de su pandilla. Iban al restaurante y alternaban mucho en las discotecas. Dependientas, tipos que empezaban a trabajar en la Bolsa, en joyerías o concesionarios de autos. Jefes de sección en grandes almacenes. Uno de ellos me parecía más interesante que los demás y salí sola con él. Me invitó al restaurante y al Studio 28, un cine de Montmartre, a ver viejas películas americanas. Una noche, a la salida del cine, me llevó a un hotel, cerca de la place du Châtelet, y me dejé hacer. De toda esa gente y todas esas salidas, apenas conservaba un vago recuerdo. No habían contado para mí. No me acordaba siquiera del nombre del tipo. Sólo me quedé con su apellido: Wurlitzer.

—Ya no tengo muchos amigos —le respondí.

—No debe quedarse así, sola… Si no, llegará un momento en que no podrá combatir las ideas negras…

Volvía la cara hacia mí y me miraba con una sonrisa que tenía algo de malicia. No me atrevía a preguntarle la edad. Lo mismo tenía diez o quince años más que yo, la misma edad que mi madre en la época del piso grande y las dos fotos, la suya y la mía. Qué ocurrencia tan peregrina, la verdad, irse a morir a Marruecos. «No era mala mujer —me dijo Frédérique una noche hablando de mi madre—. Sencillamente no tuvo suerte…». Vino a París de muy pequeña para hacer ballet clásico en la escuela de la Ópera. Era lo único que le interesaba. Luego tuvo un percance «en los tobillos» y no le quedó más remedio que dejar la danza. A los veinte años era bailarina, pero en revistas oscuras, en el Ferrari, el Préludes, el Moulin-Bleu, todos esos nombres que había oído, durante sus conversaciones, en boca de la morena que no apreciaba a mi madre y que también trabajó en esos sitios. «Ves —me dijo Frédérique—, por culpa de los tobillos era como un caballo de carreras que se ha lesionado y se llevan al matadero».

La farmacéutica se inclinó hacia mí y me dijo: «Procure ahuyentar las ideas negativas. Cierre los ojos y piense en cosas agradables». Habíamos llegado a la rue de Rivoli, antes del Louvre, y el taxi esperaba en un semáforo rojo, aunque no había peatones ni otros coches. A la derecha, el letrero luminoso de un club de jazz, perdido en las fachadas negras de los edificios. Pero, como tenía varias letras fundidas, ya no se podía leer el nombre del club. Yo había coincidido allí, un domingo por la noche, con los otros en una cava donde tocaba una vieja orquesta. Si no hubiéramos ido aquella noche, creo que no habrían tocado para nadie. Sobre las doce, cuando salí de la cava en compañía de aquel tipo que se llamaba Wurlitzer, creo que sentí toda mi soledad. La rue de Rivoli desierta, el frío de enero… Me propuso ir con él a un hotel. Yo ya lo conocía, el hotel, con su escalera empinada y su olor a moho. Pensé que era el estilo de hotel donde debía de ir a parar mi madre a la misma edad que yo, los mismos domingos por la noche, cuando se llamaba Suzanne Cardéres. Y yo no entendía por qué tenía que volver a empezar todo otra vez. Así que me escapé. Iba corriendo por los soportales.

*

Le pedí al taxista que se parara en el boulevard de Clichy, en la esquina de la calle. Era el momento de decirnos adiós. Le dije a la farmacéutica:

—Gracias por acompañarme.

Buscaba cualquier pretexto para retenerla. Después de todo, no era tan tarde. Podíamos cenar juntas en el café de la place Blanche. Pero fue ella la que tomó la iniciativa:

—Me gustaría mucho ver el sitio donde vive.

Salimos del taxi y, en el momento de meternos por la calle, me invadió una curiosa sensación de ligereza. Era la primera vez que recorría aquel camino en compañía de alguien. De noche, cuando regresaba sola y llegaba a la esquina de esa rue Coustou, tenía de repente la impresión de dejar el presente y caer en una zona en que el tiempo se hubiera detenido. Y me aterraba la idea de no poder volver a cruzar la frontera en sentido contrario para encontrarme de nuevo en la place Blanche, que era donde la vida continuaba. Me decía que iba a quedarme presa para siempre de aquella callecita y aquella habitación, como la Bella Durmiente del Bosque. Pero esa noche me acompañaba alguien y a nuestro alrededor sólo quedaba un decorado inofensivo de cartón piedra. Íbamos andando por la acera de la derecha. La cogí del brazo. Ella no parecía extrañarse lo más mínimo de estar allí. Caminábamos junto al edificio alto del principio de la calle, pasábamos por delante del cabaret cuyo pasillo de entrada estaba en semipenumbra. Levantó la cabeza hacia el letrero de letras negras: Le Néant[6].

—¿Ha entrado a ver qué tal?

Le contesté que no.

—No debe de ser muy alegre.

A aquellas horas, al pasar por Le Néant, tenía miedo de ser arrastrada al pasillo o, más bien, de ser aspirada, como si las leyes de la gravedad ya no rigieran allí dentro. Por superstición, solía andar por la otra acera. La semana anterior había soñado que entraba en Le Néant. Estaba sentada en la oscuridad. Se encendía un proyector, y su fría y blanca luz iluminaba un pequeño escenario y la sala donde me encontraba sentada a una mesa redonda. Otras mesas estaban ocupadas por siluetas de hombres y mujeres inmóviles, y de los que yo sabía que ya no estaban vivos. Me desperté sobresaltada. Creo que grité.

Llegamos al número 11 de la rue Coustou.

—Verá… No es muy confortable. Y me temo que he dejado la habitación sin recoger…

—No tiene ninguna importancia.

Me protegía alguien. Ya no me daba vergüenza ni me asustaba nada. Anduve delante por la escalera y el pasillo, pero ella no me hacía ninguna observación. Me seguía con aire indiferente, como si conociera el camino.

Abrí la puerta y encendí la lámpara. Por suerte la cama estaba hecha y la ropa colocada en el armario. Sólo tenía colgado el abrigo en la manilla de la ventana.

Se dirigió hacia la ventana. Me dijo, sin abandonar su tono pausado:

—¿No hay demasiado ruido fuera?

—No, en absoluto.

Abajo, la esquina de la rue Puget, una calle muy corta por la que solía meterme para atajar hasta la place Blanche. Allí había un bar, el Canter, con su fachada de boiseries amarillas. Una noche, muy tarde, entré a comprar tabaco. Dos tipos morenos se tomaban algo en la barra con una mujer. En una mesa del fondo otros estaban jugando a las cartas en imponente silencio. Me dijeron que había que consumir si quería mi paquete de tabaco, y uno de los tipos morenos pidió un whisky sin hielo para mí que me bebí de un trago para acabar cuanto antes. Me preguntó si «vivía en casa de mis padres». La verdad es que en ese sitio había un ambiente muy raro.

Pegó la frente al cristal. Le dije que no era una vista muy bonita. Notó la ausencia de cortinas y contraventanas. ¿No me molestaba para dormir? La tranquilicé. No necesitaba cortinas. Lo único que habría resultado de gran utilidad era un sillón o, incluso, una silla. Pero hasta ese momento no había recibido nunca una visita.

Se sentó a la orilla de la cama. Quería saber si me sentía mejor. Sí, la verdad, mucho mejor que cuando vi brillar de lejos el letrero de la farmacia. De no ser por aquella referencia, no sé qué habría sido de mí.

Me hubiera gustado proponerle cenar conmigo en el café de la place Blanche. Pero no tenía suficiente dinero para invitarla. Iba a marcharse y volvería a quedarme sola en aquella habitación. Me parecía más angustioso si cabe que hacía un rato, cuando me esperaba que iba a dejarme bajar del taxi.

—¿Y su trabajo? ¿Le va bien?

A lo mejor sólo era una ilusión, pero se preocupaba de verdad por mí.

—Trabajo con un amigo —le dije—. Traducimos programas de radio de emisoras extranjeras.

¿Cómo habría reaccionado Moreau-Badmaev al oír aquella mentira? Pero no tenía ganas de hablar de la agencia Taylor, de Véra Valadier, ni de su marido, ni de la cría. Aquella noche era un tema que me aterraba.

—¿Sabe muchos idiomas?

Y yo leía cierto respeto en su mirada. Me hubiera gustado que no fuera mentira.

—Mi amigo, sobre todo, es el que se los sabe bien… Yo todavía soy estudiante, en la escuela universitaria de lenguas orientales…

Estudiante. Siempre me había impresionado esa palabra, y esa aptitud me parecía inaccesible. Creo que la Boche no tenía siquiera el graduado escolar. Cometía faltas de ortografía, pero no se notaba demasiado gracias a su letra tan grande. Y yo dejé la escuela a los catorce años.

—Entonces, ¿es usted estudiante?

Parecía más tranquila en cuanto a mí. Yo quería tranquilizarla más si cabe. Añadí:

—Fue mi tío el que me aconsejó matricularme en la escuela universitaria de lenguas orientales. Él es profesor allí.

Y me imaginaba un piso en el barrio de las escuelas, que conocía mal y situaba por donde el Panteón. Y mi tío en su despacho, inclinado sobre un libro antiguo, a la luz de la lámpara.

—¿Profesor de qué?

Me sonreía. ¿Se estaba tragando aquella mentira?

—Profesor de filosofía.

Pensé en aquel señor al que veía los jueves, en la época del piso, mi tío —es el tratamiento que le daban—, el denominado Jean Bori. Nos entreteníamos oyendo el eco de nuestras voces en el gran garaje vacío. Era joven y hablaba con acento parisino. Me llevó a ver El cruce de los arqueros. También me llevó, muy cerquita del garaje, a la Feria de la place du Trae. Siempre llevaba un alfiler de corbata y, en la muñeca derecha, una esclava que, según me dijo, era regalo de mi madre. La llamaba «Suzanne». No hubiera entendido que yo dijera que era profesor de filosofía. ¿Por qué mentir? Sobre todo a esta mujer que parecía tan bien dispuesta para conmigo.

—Ahora voy a dejarla dormir…

—¿No puede quedarse esta noche conmigo?

Era como si hubiera hablado otra persona por mi boca. Estaba asombrada de mi atrevimiento. Y me daba vergüenza. Ella ni pestañeó.

—¿Le da miedo quedarse sola?

Estaba sentada a la orilla de la cama, junto a mí. Me miraba fijamente, y esa mirada, al contrario que la de mi madre en el cuadro de Tola Soungouroff, rebosaba dulzura.

—Me quedo, si eso la tranquiliza…

Y con toda naturalidad, con fatiga, se quitó los zapatos. Como si hiciera el mismo gesto cada noche, a la misma hora, en aquella habitación. Se tumbó en la cama sin soltar el abrigo de pieles. Yo seguía quieta, sentada a la orilla de la cama.

—Debería hacer como yo… Necesita dormir…

Me tumbé a su lado. No sabía qué decirle o, más bien, temía que la más mínima palabra sonara a falso, y que cambiara de opinión, se levantara y se marchara de la habitación. También ella permanecía callada. Oí una música muy próxima que parecía venir de abajo, justo delante del edificio. Alguien tocaba un instrumento de percusión. El resultado eran notas claras y desoladas, como una música de fondo.

—¿Cree que eso es de Le Néant? —me preguntó. Y se echó a reír. Todo lo que me aterraba y me agobiaba y me hacía creer que desde mi infancia jamás había podido librarme de un mal fario, todo eso me parecía que se había suprimido de repente. Un músico de fino bigotito lacado golpeaba un xilófono con sus baquetas. Y me imaginaba la escena de Le Néant iluminada por el proyector de luz blanca. Un tipo en uniforme de postillón hacía restallar su látigo y anunciaba con voz sorda: «Y ahora, señoras y señores, con ustedes… ¡Engañalamuerte!».

La luz se atenuaba. Y, de pronto, en el foco del proyector, aparecía la mujer del abrigo amarillo tal como la había visto yo en el metro. Se iba acercando despacio a la parte delantera del escenario. El tipo del bigote lacado seguía golpeando el instrumento con sus baquetas. Ella saludaba al público levantando el brazo. Pero no había público. Si acaso, en las mesas redondas, unas cuantas personas quietas y perfumadas.

—Sí —le contesté—. La música debe de ser de Le Néant.

Me preguntó si podía apagar la lámpara, que estaba de su lado en la mesilla.

El letrero luminoso del garaje proyectaba en la pared, sobre nosotros, los reflejos habituales. Me puse a toser. Se me acercó. Apoyé la cabeza en su hombro. Al suavísimo contacto con las pieles se me iban pasando poco a poco la angustia y los malos pensamientos. Joyita, Engañalamuerte, la Boche, el abrigo amarillo… Todo aquel pobre guardarropía pertenecía ahora a la vida de otra persona. Me había deshecho de él como de un traje y unos arneses demasiado pesados que me hubieran obligado a llevar durante mucho tiempo y que me cortaban la respiración. Sentí sus labios en la frente.

—No me gusta nada que tosa así —me dijo bajito—. Debe de haber cogido frío en esta habitación.

Era cierto. Estábamos a punto de entrar en el invierno y aún no habían encendido la calefacción central.