Día 43
Una vuelta más, solo una vuelta más. Aguanta, que tus viejos músculos ignoren el dolor, los pinchazos en las rodillas, el cansancio. No eres tan mayor, aún puedes seguir, correr. Respira, así, por la nariz, con un ritmo pausado y regular. Olvídate del sudor que se va pegando en tu ropa, piensa que no tienes frío, que este invierno no es tan duro cómo pensabas, que todo puede acabar bien. Concéntrate en el final de esta recta y llega hasta ella. Llega y respira. Dobla tu cuerpo, acuclíllate, respira con profundidad, disfruta del momento, del ahora, de la victoria, de esta nueva mañana. Sigue entrenando.
Continúa.
Como siempre.
Continúa.
Como cada día.
Estás vivo.
Disfruta del silencio.
De este silencio que envuelve las tres fincas que se han convertido en tu prisión. Tres moles de pisos que no generan ningún ruido, ninguna señal de vida. Todos duermen, o lo intentan, o fingen dormir. Da igual. Ellos están ahí dentro, encerrados, porque tienen miedo, porque las decisiones pesan demasiado, por los remordimientos.
Eso es lo bueno de ser un viejo en un mundo de muertos, tienes tantas ganas de vivir, de disfrutar de nuevo de una mujer, que todo son insignificancias. Todo, hasta los amigos que viste morir, hasta la familia que perdiste. Tenerte a ti mismo justamente ahí, justamente en ese momento, es más que suficiente para hacerle un gran corte de mangas a este Apocalipsis y gritar: «¡Qué os jodan a todos!».
Miras la piscina, está llena de hojas. Queda muy poco para la primavera, entonces todo será más sencillo. El viento mueve un poco la superficie del agua y se generan olas imperceptibles. Miras al cielo. No parece que vaya a ponerse a llover. El sudor empieza a enfriar tu cuerpo. Te frotas la frente y andas hacia tu portal. El diecisiete.
Este complejo de fincas tiene cuatro portales, más de doscientos pisos y veinticinco inquilinos. Una verja os separa del resto del mundo, una verja os mantiene aislados de todo lo que sucede a vuestro alrededor. Bueno, no os mantiene aislados, os protege, os da un margen de maniobra, tiempo.
La verja.
La valla.
La niña.
«¿La niña?».
Corres hacia ella. Te ha visto e intenta trepar pero o los hierros están muy altos o no tiene la fuerza suficiente. Tropieza y cae.
—¡Espera! Aguanta y te ayudo. No lo vuelvas a intentar.
Llegas hasta a ella. Viste ropa de niño, tiene el pelo largo y la cara menos sucia de lo que esperabas. En su mirada no ves nada. Metes el brazo entre los huecos que deja la valla y consigues que llegue hasta arriba. Después baja y te mira.
—¿Dónde están los otros niños?
—¿Los otros niños? ¿De qué estás hablando?
—Él me dijo que aquí habría otros niños con los que jugar, que no volvería a estar sola, que su hijo seguro que quería jugar conmigo.
¿Su hijo? Ella te mira otra vez con esos ojos vacíos, duros, impenetrables. No sabes qué responderle. Aquí no hay ningún niño. Nadie es el hijo de nadie. Todos están solos. La niña no baja la mirada. Escuchas ruidos en el camino por el que apareció la pequeña. Varios cuerpos se acercan. Tienes que avisar al resto.
La niña puede esperar.