Día 31

La guerra ya ha cumplido un año. Durante ese tiempo estas calles vieron como los muertos se comían a los supervivientes. Cada vez iba quedando menos gente y cada vez era más difícil esconderse. Los cadáveres se multiplicaban como ratas. En cualquier sito podía haber uno escondido. Toda la ciudad era una trampa mortal.

Estás en mitad de la calle y miras con curiosidad una rata. «¿A qué sabrá?». No lo sabes, tal vez a conejo. El roedor corre entre las ruinas y se esconde bajo un coche. Aún no estás tan desesperado como para lanzarte a por ella. Esa es solo una posibilidad más.

La niña ha llegado a la casa antes que tú. Desde que esta mañana le dijiste que ibais a buscar más tebeos la notas más alegre. No ha sonreído, no te ha mirado pero sus movimientos son distintos. No sabes en qué, pero lo son. Por el camino iba cogida de tu mano, aunque siempre se te adelantaba.

—¿Ya hemos llegado?

La niña se ha detenido en un portal. Sabía donde ibais porque por el camino le dijiste que los tebeos estaban en la finca que hay entre el quiosco y la iglesia. «Es lo bueno de vivir en un barrio». Sí, ahora es bueno para vosotros. Sabéis donde encontrar lo que necesitáis para vivir. Como los tebeos.

En la entrada de la finca no veis ningún cadáver, aunque hay manchas de sangre seca en todas las paredes. Salva y Alberto debieron limpiar esta zona hace mucho tiempo. En las escaleras hay carros de supermercado formando pequeñas barricadas. Ves unas cuantas puertas arrancadas junto a paredes derruidas. El gas ciudad y las bombonas de butano provocaron miles de explosiones durante los primeros meses de la guerra.

Llegáis al cuarto piso, la puerta está cerrada. Intentas forzarla, no se abre. Coges el desencofrador y apartas unos metros a la niña de ti. Esperas que no sea una puerta blindada, porque el trozo de hierro que tienes en la mano no resistiría.

Primer golpe, astillas, la niña se aleja un poco más, silencio en la finca.

Segundo golpe, más astillas, la niña se queda quieta, silencio en la finca.

Una patada en la cerradura, ruido seco, silencio en la finca.

Ya está abierta.

Por fortuna no era blindada. Las persianas de la casa están bajadas. Oscuridad total. Esperas no encontrarte a ningún cadáver. Te paras en la entrada y respiras con profundidad. Aparentemente no hay nada muerto ahí dentro. Te tranquilizas.

Entras al comedor y subes las persianas. Un poco de luz, muebles en el suelo, vajillas rotas, cuadros volcados. Lo de siempre. Hay dos cuartos. Buscáis en el más pequeño y allí están los tebeos. La niña llega hasta ellos, los revisa y saca unos cuantos. Algunos están guardados en fundas de plástico, otros son tomos que metes en tu mochila.

Notas a la niña acelerada. Ves como los coge, ojea las portadas y los guarda en su mochila. Revisa las estanterías una y otra vez. Aquellos que no le llaman la atención se quedan en su sitio. Tarda cinco minutos en repasar la estantería. Mientras tanto esperas.

—¿Ya?

Te dice que no con la cabeza. Te ha dicho que no con la cabeza. «Bien».

—Piensa que no podemos cargar con todos, podemos volver otro día a por el resto.

Se gira y te mira. Su cabeza está procesando esa información. Ahora tiene que controlar los nervios y ser capaz de coger solo lo imprescindible, lo que puede cargar. Se agacha y cierra la mochila, ha tomado una decisión. Te ha hecho caso.

Ahora tenéis que marcharos.

Registras la cocina y saqueas un afilador de cuchillos y un par de latas de conserva. La niña te sigue mientras bajáis por la escalera del edificio. Salís fuera y ella te coge de la mano. En apariencia no está especialmente limpia ni aseada. Lleva ropa de niño y tiene el pelo enredado.

Aún así parece feliz.

Parece feliz cuando regresáis a casa.

Parece feliz cuando veis un pequeño perro husmeando en el camino.

Parece feliz cuando el perro se pone a ladrar.

Parece feliz cuando aparece corriendo un grupo de perros.

Ahí acaba su felicidad.

Recuerdas a Salva, ella también debe de hacerlo. Su pierna, su herida, el ataque de los perros. La manada está frente a vosotros, en mitad de vuestro camino, a una distancia que te da algo de seguridad.

Sujetas a la niña con fuerza y empiezas a correr. Ella aguanta la persecución unos momentos. Algunos de los perros parecen pastores alemanes, del resto no consigues diferenciar ninguna raza.

Calor en los pulmones. «Mierda de tabaco, puta mierda de adicción». Has fumado mucho en los últimos días. En tu cabeza aparece una verdad casi absoluta: menos tabaco, más pulmones. Esos pulmones te servirían ahora para conseguir más distancia, más tiempo, más ayuda para la niña que corre arrastrada por tus fuerzas.

Escuchas los ladridos.

La marabunta.

Te alegras de conocer el barrio.

Giras un par de calles, das un rodeo y los perros te siguen. Os siguen. Ladran. La niña continúa apretando tu carne con sus uñas como el día que la recogisteis del colegio. Notas dolor en las piernas, empiezas a quedarte sin fuerza. Tienes que parar ya.

Un portal abierto.

Das un giro brusco y estiras el brazo de la niña. Reacciona a tiempo. Saltáis unos escombros y comenzáis a subir por unas escaleras. Poco a poco os quedáis sin luz. Tus ojos aún no se han adaptado a la semioscuridad, pero ves una puerta abierta. Entráis y cierras con un portazo. Los ladridos llegan hasta allí, hasta detrás de tu barrera.

Respiras.

Respiráis.

Te sientas en el suelo.

—No te separes de mí. Mejor no te muevas de aquí.

Entra luz por alguna ventana que ahora mismo no puedes ver. Los perros siguen ladrando tras la puerta. Rasgan la madera con sus patas. La niña aprieta la mochila con fuerza. Huele mal, algo se está pudriendo en el piso.

Sacas el desencofrador y comienzas a respirar por la boca. El olor es muy fuerte. Abres una puerta doble y entras en el comedor. Comida podrida en la mesa, un sillón volcado y la tele rota en el suelo. Cristales. Continúas andando por el pasillo, vas abriendo puertas. Cada vez te cuesta más respirar. La cocina está vacía, las habitaciones también. No encuentras nada.

Ladridos. Mal olor. Ladridos. Nervios. Náuseas.

No consigues centrarte. Una a una vas abriendo las ventanas. Primero las de las habitaciones, luego la del comedor y al final la de la cocina. El aire y el frío se cuelan en la casa y el olor se marcha. Es un intercambio lento y constante. Los perros han ido callándose con el paso de los minutos. Escuchas como se mueven al otro lado de la puerta. La niña te mira desde el mismo sitio donde la dejaste.

—Ven, pasa por aquí y lee un poco mientras descansamos unos minutos.

Te sientas junto a ella en un sofá y piensas en una salida. No tienes ninguna forma de comunicarte con Salva y, por ahora, no puedes salir por la puerta. Estás en un segundo piso, tal vez podrías descolgarte por la ventana, pero no quieres dejar a la niña sola. Mientras piensas esto te das cuenta de que el olor no se ha marchado del todo. Te levantas y repasas de nuevo la casa. En los armarios no hay nada, en las habitaciones tampoco. El piso está vacío, pero el olor a muerte no desaparece. Lo notas como si estuviera pegado a las paredes.

Los perros siguen ladrando. Pasan varias horas. La niña sigue ausente en su burbuja de papel. Vive encerrada, feliz con sus tebeos. La observas algunos minutos. Su cara refleja felicidad, temor y preocupación con pequeños movimientos en sus músculos faciales. Son ligeras variaciones, cambios casi imperceptibles.

Durante un minuto los perros se callan. Al principio no te das cuenta, porque estabas centrado en la niña. Luego percibes la ausencia de ladridos. Te asomas a la ventana y los ves vagabundeando por la calle. Se han cansado de rondar la puerta pero no se marchan de la zona.

Valoras las posibilidades. Estás a cinco minutos de la casa, podrías aguantar corriendo sin ningún problema siempre y cuando dejaras a la niña.

La miras y está leyendo.

Piensas y no sabes qué hacer.

Ella es tu responsabilidad, tu obligación. La casa parece segura. Si no se mueve no tendría que haber ningún problema. Estás decidido. Dejas tu mochila en el suelo y coges el desencofrador.

—Escucha un momento. Tengo que ir a buscar a Salva, porque nosotros solos no podemos huir de los perros. Has de quedarte aquí, leyendo como ahora. Van a ser diez minutos. En un rato estaremos los dos aquí y podremos irnos a casa ¿Vale?

Silencio.

Miradas.

Dudas.

Inseguridad.

Miedo.

No responde, no hace ningún gesto. Te ha escuchado, sabes que te ha entendido. Le tocas la cabeza con cariño y sales del piso. La finca está en silencio. Bajas los escalones con cuidado, intentando no hacer ruido. Los perros siguen cerca. Llegas hasta el portal sin problemas. Tomas aire y sales corriendo. En el camino ves, tiradas en el suelo, mujeres desnudas. Porno. Sonríes.

Durante los primeros segundos no pasa nada. Después, en mitad del silencio y de tus respiraciones, escuchas un ladrido aislado. Aceleras. Empiezas a sudar. De repente, los ladridos son muchos. Demasiados. Sabes que tienes a toda la jauría tras de ti. Otra vez piensas en Trainspotting. Eres Ewan McGregor huyendo de la policía al principio de la película. No tienes un discurso generacional que contarle al mundo, pero sí una meta, un fin. Los perros continúan corriendo. Sonríes.

Las calles asfaltadas terminan. Sin darte cuenta ya has salido de la ciudad y sigues por los primeros campos. Las fincas están detrás. Corres. Ladran. Corres. Ladran. Entras en el camino de tierra que acaba en vuestra casa. Los perros continúan recortándote terreno. Están tan cerca de ti como tú lo estás de Salva.

«¿Salva?».

Escuchas el disparo. Uno de los perros lo siente. El resto se queda parado. Algunos retroceden ladrando. Quejidos, lamentos. Salva vuelve a disparar. Otra muerte.

De repente la jauría se dispersa y se marchan corriendo.

—Coge a esos cabrones y mételos dentro. ¿Dónde está la niña?

—Escondida en una casa.

—Bien, date prisa, tenemos que volver a por ella.

Arrastras los cuerpos. El primero es una especie de labrador, parece un perro joven. Tal vez naciera ya en mitad de todo esto y nunca le enseñaran las normas de comportamiento más básicas. Con el segundo, un pastor alemán, ya te ayuda Salva. Tu compañero aún cojea un poco. En unos minutos habéis acabado de meter los cadáveres en la sala donde te ataron el primer día. Allí esperarán vuestro regreso.

—¿Dónde la has dejado?

—¿Te acuerdas de la papelería? ¿La que estaba frente a la frutería?

—Sí, la que tenía las revistas en la puerta.

—Esa. Pues está en la finca de enfrente. Cuando salí de la casa aún había alguna tirada por el suelo.

Vais corriendo, trotando. Pasan un par de minutos y entráis en la calle. En el suelo siguen tiradas varias mujeres desnudas. Antes no te has dado cuenta, pero alguien tuvo que forzar el mostrador donde las exponían. Era su principal reclamo. Cuando volvías del colegio muchas veces caminabas hasta allí para deleitarte con esas tetas que superaban todo lo que habías visto en este mundo.

Entonces disfrutabas imaginando. Ahora te has puesto cachondo. Primero notas la molestia en el pantalón, luego la incomodidad va creciendo para reclamar la atención de los que te rodean. Esperas que Salva no se dé cuenta. Entráis en la finca. Vas detrás, sientes vergüenza.

Llegáis al rellano y llamas con los nudillos. La niña os abre y te mira con miedo. Supones que ha estado preocupada. Es la primera vez en muchos días que ha pasado tanto tiempo sola. En ese tiempo te has acostumbrado a su presencia y ella debió hacerlo a tu protección. Te incomoda lo que ves en su rostro. Algo ha cambiado allí. No deberías haberla dejado sola.

Salva mira en todas las direcciones. Está preocupado.

—Aquí huele mal.

—Lo sé, cuando entramos la primera vez en el piso pensé que habría alguno escondido.

—No, no, aquí huele a muerto de verdad. Y no es solo en este piso, es algo más.

Entonces calla y se pone a husmear. La niña entra corriendo y sale con la mochila a cuestas. Salva sigue buscando algo con sus fosas nasales. A ti también te molesta el olor, pero eres incapaz de enfocarlo en un punto. Bajáis al primer piso y allí la sensación a muerto es más fuerte. Parece que forma parte de la finca, como las puertas o los pilares, como la fachada. Tienes una idea.

—Ven Salva, bajemos a la entrada.

—Espera, me preocupa este olor. Hasta ahora no había visto nada así.

—Hazme caso, ven por aquí.

Bajáis. Junto a la puerta del ascensor hay un pequeño cuarto que parecía servir de armario para guardar los utensilios de limpieza. Allí el olor es más fuerte, más cercano. A tu espalda, frente al ascensor, hay otra puerta a la que le han arrancado la cerradura de un golpe. Astillas por el suelo. La abres. El olor se vuelve tan insoportable que tienes que taparte la boca.

Salva ve tu reacción y hace lo mismo. Enciende una linterna e ilumina el interior. Unas escaleras. Ninguno de los dos toma una decisión, solo os miráis. Pasa el tiempo. Él está más cerca y tú no piensas tomar la iniciativa, tienes todas las de ganar en este pulso. Tira y afloja. Salva comienza a bajar. Desaparece de tu campo de visión, escuchas como respira profundamente. La luz de la linterna se va alejando con cada paso que da.

Te quedas a solas con la niña. No está preocupada. Para ella todo esto debe de ser normal, habitual, la forma en la que el mundo gira. Salva tarda en subir, te asomas al hueco de la escalera, el olor es muy fuerte. Ves sombras que se crean y desaparecen según los designios de tu compañero.

—¿Ves algo?

—Demasiado.

«¿Demasiado?».

—¿Quieres que baje contigo?

—Bien, pero deja a la niña en un lugar seguro.

—Mejor que baje ella también.

—No, que se quede arriba.

Le dices que espere junto a la puerta que da a la escalera. Le pides que si escucha algo raro vaya corriendo a buscaros, que se fije en la linterna y corra hasta vosotros. Después bajas y contienes la respiración. Inspiras e intentas ignorar el olor que te rodea y va pegándose en tu cuerpo.

—Joder, ¿de dónde mierdas viene este olor?

Salva está enfocando con su linterna una zona concreta del garaje con su linterna. Levanta su brazo y te indica un lugar entre dos coches.

—De ahí.

Frente a vosotros hay una montaña de cuerpos apilados. Cuerpos desmembrados. Cuerpos atados en sillas y tirados junto al resto de carne muerta. Decenas de hombres, niños y mujeres. Brazos amputados. Piernas arrancadas. Estómagos abiertos.

Dejas de mirar.

Dejas de contar.

Continúas pensando.

«¿Qué ocurrió aquí?». No quieres saberlo. Claro que no quieres saberlo. Toda esta muerte se debió de ir agarrando a los pilares del edificio, se filtró por las paredes y llegó a todas las casas.

La muerte.

Esta imagen también la archivas inconscientemente. Sabes que alguna noche evitará que puedas dormir tranquilo. Ahora sales corriendo, subes las escaleras, coges a la niña del brazo y respiras el aire de la calle. Salva viene detrás.

Pone una mano en tu espalda y te dice.

—Volvamos.

—¿Qué cojones era eso de ahí?

—No lo sé. No quiero saberlo.

Por el camino piensas en las posibilidades, en las opciones, en todo lo que te ha llevado hasta aquí. Poco a poco vas sintiéndote bien por estar vivo. Vas olvidándote de la masa de carne muerta. El aire limpio de la calle consigue que el olor de aquella finca desaparezca. No quieres pensar en esos cuerpos, no debes hacerlo. De vez en cuando alguna imagen se cruza en tu camino de regreso y te pone nervioso.

Llegáis a la casa. La niña se encierra en el cuarto con sus nuevos tebeos. Salva busca los cadáveres de los perros en la sala donde te tuvieron atado. Los desuella, les quita la piel, los convierte en comida. Los perros, como los conejos o cualquier otro animal, sin la piel no son nada. Son solo comida.

La matanza del cerdo. La sangre en un barreño. Una idea. Un problema. Una preocupación.

—Salva, algo pudo oír el disparo.

No te responde.

—Hace tiempo que no hay ninguna explosión. Si estaban cerca seguro que lo escucharon.

—Si quieren venir, que vengan.

Corta en varios pedazos la carne del animal. Sigue preparando la comida. La venda de la pierna está manchada de sangre. Demasiadas prisas, demasiadas carreras. Tenía que guardar reposo, no perder el tiempo disparando. Pero ese cartucho, esa irresponsabilidad te mantiene con vida. No puedes callarte, el silencio te trae recuerdos.

Te sientas en una silla.

—¿No vamos a prepararnos? Sabes perfectamente que los muertos siguen escuchando. Seguro que mañana estaremos rodeados.

—Que vengan. Cuantos más se acerquen más mataremos.

Sigue cortando. Sigue sin mirarte.

—Ha sido un error, no deberías haber disparado ese arma.

—No ha sido ningún error.

Una duda.

—¿Dónde la guardabas?

—En mi cuarto.

—No la había vuelto a ver desde el día que fuimos al colegio.

—No la había vuelto a sacar.

Te irritan este tipo de conversaciones. Odias que la gente te responda sin ganas. Si no quiere hablar que se calle.

—¿Habéis encontrado los tebeos?

—Sí

—Me alegro. Ahora la cría estará entretenida algún tiempo.

Tú necesitas algo más de tiempo para ti. Fumar otro cigarrillo, tranquilizarte. Subes al tejado y desde allí compruebas que nada ronda vuestra casa. Los perros se marcharon después de los disparos. Las vías del tren están vacías, las calles también. Empiezas a estar cansado de todo esto.

No sabes qué hacer con la niña que hay dentro de la casa. No sabes cómo enfrentarte al dolor que esconde Salva. No tienes ni puta idea de lo que pasa por su cabeza. Necesitas algo más cercano, más íntimo que un cigarro. Necesitas a Eva, pero no sabes dónde está, no sabes ni siquiera si está, si sigue viva.

Remordimientos.

El dolor te va asfixiando por dentro. Los recuerdos no se van, están ahí, los guardas todos y cada uno de ellos. Te van torturando, te van royendo por dentro. «Esto es una mierda, una auténtica mierda». Y tanto que lo es. Pero no tienes derecho a quejarte, solo obligaciones.

Bajas cuando empiezas a notar el olor de la comida. La niña también sale de su habitación. Os sentáis en la mesa. Salva pone los platos. Coméis perro, la niña come perro. Esperabas que lo rechazara, esperabas que le importara su procedencia. Pero no es así. Muerde la carne con tanta fuerza que temes por sus dientes. Te recuerda a uno de los homínidos que salen en En busca del fuego cuando encuentran los trozos de huesos con carne quemada en una hoguera. Solo esperas que no se dé cuenta de lo que está comiendo. En la película esos hombres hambrientos comen ansiosos los restos de carne en los huesos hasta que se dan cuenta de que son restos humanos.

—¿Te gusta el perro?

Lo has escuchado, pensabas que Salva no sería capaz de preguntárselo, pero lo ha hecho. Esperabas que se guardara el secreto, que nadie se lo dijera. Como lo del ratoncito Pérez o los Reyes Magos. Un secreto para los niños. La verdad, la realidad en la cara de una niña que ya ha visto demasiado.

Sigue comiendo. Esa es su respuesta. Es un sí, un sí rotundo. Hace algo más de un año que una niña comiera carne de perro hubiera sido uno de esos temas de debate en televisión. Pero ahora no, todo ha cambiado, nada es igual.

—¿Te acuerdas del día que mataron a Alberto?

Sorpresa. Perro asado y dos sorpresas. Un menú demasiado extraño.

—Ese día fue el que viniste con nosotros.

La niña levanta la cabeza del plato y mira a Salva.

—Luego me mordieron aquellos perros y ahora nos los estamos comiendo.

—Salva.

—No me interrumpas por favor. Es una niña, lo sé. Pero todos aquí colaboramos. Ahora mismo me duele esta pierna por haberos salvado la vida hace un rato. ¿Entiendes?

Tú sí, que lo entienda la niña ya no lo tienes tan claro.

—No sé lo que pasa por tu cabecita, pero te necesitamos para que todos sigamos vivos.

Habla. Miras a Salva, él sigue centrado en la niña. La niña sigue mirándole a él.

—¿Nos vas a decir cómo te llamas?

—Sí.

—¿Cómo te llamas?

—Ana.

—Muy bien Ana. ¿Te gusta la comida?

—Sí.

—¿Sabes que es carne de perro?

—Sí.

—¿Te importa comerla?

—No.

—¿Por qué?

—Porque tengo que comer.

Habla.

Razona.

Se comunica.

Comer para vivir, por eso está aquí, por eso es una superviviente. Sus monosílabos te han tranquilizado. Estás alegre y nervioso. Esto supone un paso, un gran paso. Es la primera vez que escuchas su voz. Ahora sois tres, volvéis a ser tres. Una nueva convivencia, una nueva vida, una nueva manera de enfrentarse a la lucha.

— Bien. ¿Ahora vas a contarnos que estás leyendo?

Mano izquierda, una buena manera de tratar con niños.

Tom Strong.

—¿Así se llama el tebeo?

—Sí.

—¿Y de qué va?

—De un hombre que es más fuerte y más listo que el resto, porque lo criaron en un volcán.

—¿Y se dedica a ayudar a los demás?

—Sí.

—¿Sabes por qué lo hace?

—Porque es bueno.

—Sí, porque es bueno y porque tiene gente a la que ayudar. Es lo mismo que hizo Alberto por ti. Tú estás aquí porque él te ayudó, como Tom Strong.

—Salva.

—Calla. La única diferencia con tu superhéroe es que Alberto está muerto. Aquí la gente muere.

La niña busca tu mirada y no sabes con qué responderle. Las palabras de Salva son duras, muy, muy duras, pero son ciertas. En este mundo no hay espacio para ambigüedades, para períodos de aprendizaje. Si lo acepta su vida será una mierda, pero será. Salva te busca con la mirada y en ese momento pospone la conversación para más tarde.

—¿Quieres una naranja de postre?

—Sí.

—Cómetela sin prisas, es la última de nuestro árbol.

Ana coge la pieza de fruta y sale corriendo a su habitación. Allí se pone a leer. Tienes muchas preguntas que hacerle, quieres saber demasiadas cosas. Pero no ahora. Todo eso tiene que esperar. Miras a tu compañero.

—Salva, has dado un gran paso con la niña.

—Me duele la pierna muchísimo.

—Tendrías que haberte quedado en la casa.

—No hubierais podido regresar con seguridad. Déjame que descanse, necesito dormir.

—Vale, buenas noches.

—Buenas noches.

Antes de dormir algo crece en tu estómago. Rabia, envidia. Tú eras quien tenía que educar a la niña, era tu obligación. Pero ha sido Salva. Salvador. Él ha hecho hablar a la niña. Música en tu cabeza. Velocidad, rabia. Sueños complicados.