Día 36

Ahora os toca esperar.

Hay veintisiete muertos rodeando la casa. La noche no es demasiado oscura y podéis verlos con claridad. Hay dos o tres niños, el resto son adultos. Llevan horas golpeando la puerta. Los ruidos de la madera vieja crean una sinfonía arrítmica de desesperación. Detrás de esa puerta está el armario viejo que habéis puesto para evitar que pasen. Después solo estáis vosotros.

Vosotros y los muertos.

—Mira a esos hijos de puta, mira como siguen el cigarro encendido.

Pedro mueve de un lado a otro el punto rojo y los muertos parece que prestan atención a ese reclamo luminoso.

—¿Sabes? No son tantos, seguro que mañana por la tarde estamos cavando fosas para todos esos cabrones.

—Eso espero.

—Joder, cuando me subí a aquel minibús había perdido la puta cabeza, pero ahora estoy bien. Tengo confianza. Es como cuando estás en pelotas y te miras en el espejo. La cosa cuelga, pero no todo lo que debería. Eso puede hundirte, pero si tienes confianza no te importa una mierda. Tengo ganas de partir cabezas como hacéis vosotros dos. Sentirme otra vez un verdadero hombre.

Durante unos minutos vuelve a contarte alguna historia sobre alguna mujer que conoció en algún sitio y que se folló como un machote. Lo ignoras. Los muertos rodean la casa y cada vez están más nerviosos. Os sienten, no sabes si es que os oyen, no tienes ni idea de cómo pueden detectaros, pero lo cierto es que están ahí, esperando a que se abra una rendija, esperando a que cometáis un fallo.

Salva sube por las escaleras. Cuando Pedro lo escucha acelera el final de su historia sexual.

—¿Estáis cansados?

Se pone entre vosotros dos. Pedro vuelve a ser el primero en hablar.

—No, nos entretenemos con nuestras historias.

—Creo que podríamos incluso acostarnos, esta noche no conseguirán entrar. La niña se ha dormido, deberíamos montar guardias y descansar.

—No sé lo que hará Pedro, pero yo no dormiré esta noche. Si queréis hago yo todas las guardias.

—Ni de coña, aquí pringamos todos.

Imposible quedarse a solas. Más gente, más ruido, menos tiempo para ti. Salva parece tener otra idea.

—Pedro, baja tú a dormir. Luego iremos nosotros para despertarte. Es una tontería que sigamos aquí los tres.

—Si veis cualquier cosa rara llamadme, ¿vale?

—Claro.

Pedro desaparece del tejado. «Cualquier cosa rara ¿veintisiete muertos vivientes intentando entrar en una casa para alimentarse de vuestra carne no es una cosa rara?».

No, es lo habitual, esta es la nueva vida.

—Has de acostumbrarte a tolerar a Pedro.

—Lo hago.

—No, desconfías de él.

—Es que no me gusta su actitud, no me gusta lo que dice.

—A Alberto no le gustaban tus silencios y aquí estás, te confiamos nuestras vidas.

Te utilizaron para limpiar el barrio, les utilizaste para continuar vivo. Como cuando Hannibal Lecter le dice eso de Quid pro quo a Jodie Foster en El silencio de los corderos. Ellos dieron, tu diste. Uno a uno, empate. No te gusta que Salva manipule el pasado para convencerte.

—Yo os demostré desde el primer momento que podíais contar conmigo. Pedro no ha hecho nada.

—No, Pedro aún no ha hecho nada. No hemos tenido oportunidad de ponerle a prueba. Confía en él, por favor.

«¿Por favor?». No te ha mirado a la cara cuando te lo ha dicho, pero esas palabras han salido de su boca. No puedes negarte a esa petición. Aunque Salva esté un escalón por encima de ti en el orden social de este clan, ese por favor casi te coloca a su altura. Tú eres su segundo, la mano derecha del rey.

—Como quieras.

—Somos pocos. Cada vez hay menos posibilidades de encontrar personas con vida. Tenemos que confiar en el grupo, ser uno. Voy a bajar un rato. Vigila tú, por favor.

Vuelve a escaparse un por favor. Ahora has de ser quien sostenga esta sociedad en pie. El heredero de los Corleone está cansado, agotado de tanta responsabilidad. Ahora eres tú, alguien ajeno a la familia, un hijo adoptado, Tom Hagen, quien ha de aguantar este pequeño mundo. Demasiadas obligaciones para ti. Eva no te hubiera creído capaz.

Durante un verano te martirizó con quimeras. No eran cargas reales, eran posibles responsabilidades. Ella quería una respuesta en ese instante para algo futuro. Imposibilidad lógica. No podías decirle que dentro de un año estarías preparado para sumar un peso más a tu espalda, porque en ese momento eras incapaz de hablar del día siguiente. Hubo otra bronca, otros gritos, los mismos de siempre, las mismas amenazas, las mismas acusaciones.

Para ella esto sería demasiado para ti.

Tres vidas.

Una niña.

Demasiado.

Tal vez fuera demasiado sobre el papel, tal vez no estabas preparado para cargar con esto en el plano irreal, en el mundo de las presuposiciones. Pero ahora te sientes con fuerza para soportarlo con todo. Salva te ha dado las llaves de la ciudad, el mando de la televisión, el número de su cuenta corriente y espera que no le defraudes.

Amanece. Vuelve a amanecer en esta casa. Empiezas a acostumbrarte al calor del sol por las mañanas, a las sombras que forman los árboles frutales que rodean vuestro pequeño reino. Te asomas a la barandilla. A dos metros de ti, como si estuvieran en un agujero preparado para bajar un ataúd, están los veintisiete muertos. Veintisiete.

Esperas que no os falten las fuerzas.

Despiertas a tus compañeros. La niña te esperaba sentada en el borde de la cama.

—Buenos días, Ana. ¿Has podido dormir?

—No.

—¿Tenías miedo?

—No, me molestaban los muertos.

—¿Quieres desayunar?

—Claro.

Tiene el rostro más serio que de costumbre, te recuerda a aquella niña que no tenía nombre y que encontrasteis en el colegio. Anda y está tensa. No te ha mentido, estás seguro de que no ha dormido. En la cocina os juntáis los cuatro. La niña sonríe a Salva. Tú estás en otro plano. Picáis algo y dejáis que el ambiente se llene de gemidos y golpes en la madera. Pedro se levanta de la mesa.

—¿Cómo lo vamos a hacer?

Salva ya había pensado en algo. Estás convencido de que todos habíais pensado en una posible solución durante la noche. Lo ves en su cara, ellos deben de verlo en la tuya. El joven Corleone toma la palabra.

—Tenemos guardadas dos cuerdas. Roberto y yo nos descolgaremos por las fachadas del edificio, intentaremos atraerlos y así partir el grupo. Pedro esperará a que se alejen de la casa y entonces saldrá para ayudarnos. Ana se quedará dentro por si tiene que abrir la puerta para dejarnos entrar. Todos iremos protegidos, pero sin ningún tipo de reserva de comida.

—¿No sería más fácil salir corriendo y buscarnos otro sitio?

Pedro no sabe dónde se está metiendo.

—No, esta es nuestra casa.

—Pero hay millones vacías, podríamos encontrar otra.

—Vamos a defender esta, ¿entendido?

Todos lo entendéis, pero sabes que Pedro no comparte esa opinión. Lleva poco tiempo con vosotros y aún no valora las comodidades que os proporciona esta casa. Pese a todo, así deja de cuestionar el plan de Salva.

Salís de la cocina.

Cada uno se encierra en su habitación.

Veintisiete muertos y una casa que defender.

Responsabilidades.

Demasiadas responsabilidades.