Día 03
No puedes dormir. No puedes descansar. Pasan las horas y sigues dando vueltas en la cama que te han dejado. La habitación es muy pequeña. Como la cama. Aquí debía de dormir un niño. Un niño que ahora probablemente esté muerto.
Muerto.
Das vueltas y escuchas un crujido. Te conviertes en Robert Smith en la cama intentando dormir. Ves de nuevo a los soldaditos de plomo polvorientos.
El ritmo pausado de Lullaby regresa hasta ti. Sigues despierto. Los recuerdos se agolpan en tu cabeza. Sabes que son recuerdos perfectos, imágenes que no han sido modificadas por la memoria.
Eso es lo que más te jode. Sumas y sumas momentos de tu vida y de las de los demás sin poder filtrar nada. Si tus ojos registran algo se queda archivado para siempre. Nada falta, todo está. Y esas imágenes son las que te atormentan en noches como esta. Muchas veces llegan de forma aleatoria, como si tu cerebro hubiera conectado el modo shuffle. Pero hoy no es así. Hoy la culpa de tu insomnio la tiene Salvador.
Se acercó hasta ti cuando estabas sentado tranquilamente en la silla pensando en tu infancia en las calles de este barrio. Llegó con su cara afeitada y sus buenas maneras. Sin quererlo has creado algún tipo de vínculo con esa persona, alguna relación tribal que tiene que ver con vuestro pasado. Con vuestra vida en el barrio.
Se sentó junto a ti y comenzó una conversación que nunca olvidarás.
—Buenas tardes.
—Buenas.
—¿Te vas adaptando?
—Sí, es fácil acostumbrarse. Aquí tenéis de todo.
—La verdad es que empezábamos a perder la esperanza de encontrar a alguien con vida.
—Es normal, yo creo que habría perdido la cabeza.
En ese momento te interrumpió. Estabas hablando y cortó tu frase, tu argumentación. Quería contar algo.
—¿Sabes que desde que comenzó esta guerra no he salido de nuestro barrio?
—¿No?
—No, mis padres debieron de morir durante los primeros días. Estaban de viaje con unos amigos. Yo me había quedado en casa trabajando.
—¿En qué trabajabas?
—En un almacén de aquí al lado. Cargaba muebles. Estaba allí cuando dieron la primera señal de alarma en la radio. Mis compañeros la ignoraron pero yo cogí el coche, compré algo de comida y me encerré en casa. Tenía miedo, había visto tantas cosas parecidas en las pelis y en los videojuegos que tuve que creérmelo.
—Yo vi los primeros vídeos por Internet.
—¿Si? Al principio, estaba todo el día escuchando la radio. Luego las noticias empezaron a ocurrir frente a mi casa, en la calle.
Salvador no te miró. Para él ya no estabas allí. No al menos como un interlocutor. Si le escuchabas era porque necesitaba una excusa.
—Las primeras personas que vi morir fueron un par de señoras que salieron de un portal. Un niño saltó sobre ellas. A una le mordió en el cuello y a la otra en el estómago. Escuché sus gritos, vi la sangre saliendo de sus cuerpos. Me puse muy nervioso, muchísimo. Luego me acostumbré. Nos acostumbramos a todo.
Sabías que no tenías que decir nada.
—Después vinieron los primeros disparos, los grupos de personas defendiendo el barrio, las explosiones de los coches. Y luego la guerra, la verdadera guerra. Yo me quedé en mi casa, callado, sin llamar la atención, racionando la comida que tenía en la despensa. Cuando empezó a agotarse me colé en los pisos de los vecinos a través de la galería. Muchos se habían marchado, otros nunca llegaron a sus casas. Encontré un montón de comida, la suficiente para aguantar algunas semanas más.
—Hiciste bien. Por eso estás aquí.
—No, estoy aquí porque quise salvar a Alberto.
«¿Alberto?».
—La primera vez que le vi huía de un grupo de quince muertos. Me había asomado a la ventana al oír unos gritos. Alberto estaba llorando, corría por la calle, se paró junto a un coche. Se había rendido. No iba a continuar, había decidido que para él todo acababa allí.
—¿Qué hiciste?
—Salí de mi casa. Desde el portal le llamé. Los muertos estaban cada vez más cerca. No me hacía caso. Corrí hasta él, me miró, las lágrimas le caían por el rostro. No quería venir conmigo, le estiré del brazo, me gritó algo. Al final cedió. Subimos a mi casa, los cuerpos se agolparon en el portal durante días. Cada vez eran más. Una mañana contamos treinta. Sus gemidos nos atormentaban por las noches. Alberto no hablaba, tardó casi un día en decirme su nombre y pedir algo de comida. Luego salimos de allí.
—¿Fue entonces cuando vinisteis a esta casa?
—Más o menos. Primero deambulamos un poco más por el barrio. Dejamos pasar el tiempo. Los muertos fueron desapareciendo de las calles. Personas ya casi no quedaban. Estábamos solos.
Entonces se calló.
No dijo nada más. Su historia se acababa en ese mismo instante. Pero tú rellenaste los vacíos en su narración con imágenes que guardabas en tu memoria. Inventaste recuerdos ajenos, fabricaste historias para ti. Y fue ese cuento, la vida de Alberto, la que te quitó el sueño.
Lo ves todo con claridad.
Decenas de cuerpos golpeando la puerta de alguna finca con sus miembros deformados y su piel podrida. Hambrientos. Buscan carne humana. Alberto está allí dentro, con su esposa, la abraza. Tiene la misma cara que ahora, pero una barba menos poblada. Defiende a su familia, protege a los suyos. Después de semanas de resistencia los muertos consiguen entrar en el edificio. Se escuchan los primeros gritos de sus vecinos, de los supervivientes.
Alberto sale al rellano. Una mujer mayor es la primera en caer al suelo. Alberto ve como tres cuerpos saltan sobre ella y le muerden en la pierna y en el estómago. La mujer grita, pide auxilio. Él sufre, querría ayudarla pero sabe que su esposa también está asustada. Es entonces cuando decide correr hasta el terrado, sabe que desde allí podrá llegar hasta otra finca.
Los muertos empiezan a subir por las escaleras. Hay alguien en el último piso. Alberto no lo reconoce, no sabe quién es. El hombre grita, dice que todo se ha terminado, que todo se ha ido a la mierda, que es allí donde les van a joder a ellos, que da igual lo que corran y donde se escondan.
Les impide pasar.
Alberto golpea la cara del hombre. Sale sangre de su nariz. Luego hay una lucha. Su mujer grita, le dice que los cuerpos están llegando. Alberto consigue tirar al hombre al suelo, le pone el pie en la cara, pasa por encima. Escucha partirse alguna costilla. Después llegan ellos. El dolor del hombre se convierte en gritos de desesperación. Varios muertos le abren el estómago, empiezan a comérselo antes de que las súplicas se detengan.
Llegan a la azotea. Hay cuatro o cinco vecinos. Su mujer está asustada, llora. Saltan hasta una finca cercana. Ella avanza porque le tiene a él de faro. Alberto ordena, ella obedece. Confía en él. Bajan por las escaleras del otro edificio de apartamentos. Sus vecinos gritan, ven a los muertos en la calle, en la otra finca, en todos lados.
Miedo.
En el tercer piso un cuerpo sin piernas se arrastra hacia ellos. Alberto consigue esquivarlo. Su mujer está tan pendiente de su marido que no ve el peligro. El muerto la coge por el tobillo. Cae. Alberto intenta liberarla. Su mujer grita. Hay sangre, mucha sangre. El cuerpo muerde la pierna de su mujer. Todo acaba. Alberto sale corriendo. No hay escapatoria. Ella ya está muerta, él debe de sobrevivir. En la calle ve como algunos de los cuerpos que intentaban entrar a su finca le han visto salir por el otro portal. Comienza una persecución lenta y angustiosa. Ellos caminan despacio. Sin prisas. No sienten el cansancio. Alberto cae un par de veces al suelo y se hace daño en una rodilla.
Es en ese momento cuando Salvador lo ve desde su casa. Ahí es donde acaba la ficción.
Vuelves a abrir los ojos.
Sigue siendo de noche.
Sigues despierto.
Sabes que Alberto nunca te contará su historia, pero para ti esas imágenes que tu cerebro ha generado son parte de él. Ahora necesitas dormir, la cama se hace cada vez más pequeña. Dudas que un niño pudiera estar cómodo en un colchón tan pequeño. Vuelves a dar vueltas. Primero a un lado, luego al otro. Nada, no hay forma.
La noche avanza. Alberto te advirtió ayer que os esperaba un día bastante largo. Hoy tendrás que trabajar. No quieres fallarle, no quieres defraudarle. Les debes mucho, a los dos, como para ser un lastre. Cuando te despiertes escucharás lo que te tienen que contar, aprenderás lo que tienes que hacer y serás útil. Formarás parte de esto.
Pero antes tienes que dormirte. Hoy The Cure no vienen para provocarte un sueño angustioso. Te gustaría dormirte así, como un niño asustado, pero no puedes. Recuerdas otra canción. En tu cabeza comienza el punteado de Enter Sandman de Metallica. Otro ritmo pausado, constante, potente. Te vas meciendo con sus guitarras, con el ritmo de la batería. Empiezas a imaginarte monstruos en tu armario, bajo tu cama. Monstruos amables que solo quieren impedirte dormir.
Le pides a Dios que mañana sea un buen día. Le pides que proteja tu alma y las de Salvador y Alberto de todo lo que hay ahí fuera. Y con esas plegarias te vas durmiendo. Primero cierras un ojo. El punteado de Enter Sandman se repite en tu cabeza. Luego el otro. Se acaba la noche.