Día 01

—Siéntate ahí.

—¿En esa silla?

—No, en aquella, la que está más cerca de la pared.

—¿Esta?

—Esa.

—Tengo frío.

—Lo sé, siento hacerte pasar por esto.

Todas las ventanas de la habitación están enrejadas. Unas maderas cubren los cristales, protegen la casa. Aún así la luz del mediodía entra con fuerza por las rendijas y puedes verlos por primera vez con claridad. A los dos. El más bajito se quita el pasamontañas y te enseña un rostro redondo y afeitado. Llevabas meses sin ver a un hombre tan pulcramente aseado. Notas en tu cara la barba descuidada. Durante todo este tiempo no te habías preocupado por ella. Ahora, de repente, vuelve a estar ahí como un signo exclamativo de tu soledad. El otro lleva un rifle entre sus manos. Es el que habla.

—Ponte en pie y date la vuelta.

Tocas con tus pies desnudos el suelo. Sientes el frío, un frío agudo que te hiela la piel. Te miran los dos. Continúa hablando el más alto, el que aún lleva la cara cubierta.

—¿Tienes alguna herida?

—No.

—¿Cuándo fue la última vez que tuviste contacto con ellos?

—¿Físico o visual?

—Físico.

—Hace tres días, en el centro de la ciudad, cerca del parque.

—¿Qué hacías allí?

—Buscaba comida.

Aún no se ha quitado la máscara. Habla a través de ella y su voz sale distorsionada por la tela. Se mueve despacio, con el rifle en una mano y los ojos clavados en cada uno de tus movimientos. Sigues teniendo frío. El aire entra por la ventana. Tu ropa está en la otra habitación. En una silla. Allí te desnudaste.

—¿Cómo te llamas?

—Roberto.

—¿Por qué has venido hasta aquí?

—Porque este es mi barrio.

Y tú sabes que todo hombre necesita un barrio y un bar en el que sentirse cómodo y reclamar como suyo. Tu imperio estaba cerca de vuestra casa, un sitio pequeño en el que sentarse y fumar tranquilo. Un zumo, un cigarro y un poco de conversación. Como el alcohol te destrozaba el estómago empezaste a fumar. Allí jugabas al Pang en una máquina rescatada de algún almacén. Ahora necesitas un cigarro, que el humo queme tus pulmones y que tu garganta se resienta por culpa del frío y del alquitrán.

Hablan en voz baja entre ellos. Estás sentado, desnudo. De vez en cuando te miran e interrumpen su conversación desde el marco de la puerta. Detrás está la cocina donde dejaron tu ropa, tu mochila y tus armas. Demasiado lejos de esta silla. Les preguntas por tu ropa. Callan los dos. Te miran.

—Entendedme, tengo frío.

El bajito, el de la cara afeitada, el que aún no te ha dirigido la palabra, te acerca el saco en el que has metido todas tus cosas. Están tus dos pares de pantalones, tu suéter, chaqueta y botas. Unas botas de montaña que te protegen por encima del tobillo y que encontraste en una casa hace dos meses. Tu arma deben de guardarla en otro sitio. No la ves desde que te desnudaron. «Error. Un fallo, Roberto». Hace un año que no cometes ningún fallo. Cruza los dedos.

Te vistes despacio. Primero los calcetines, luego los calzoncillos. El resto de tus prendas acaban en tu cuerpo mientras ellos continúan hablando. Ya no miran cada uno de tus movimientos. Te han dado un pequeño margen de confianza. Te han dado algo. Vuelves a sentarte en la silla.

El más alto todavía no se ha quitado la máscara. Sujeta con fuerza y desconfianza un rifle. Sabes que ha tenido mucha suerte al encontrar algo así. Muchísima. No entiendes demasiado de armas de fuego, pero sabes que con eso se podría matar un jabalí sin problemas. Supones que debió de encontrar munición suficiente en alguna armería.

Te hacen un gesto con la mano.

Te levantas.

Notas tus pies de nuevo en las botas.

Te sientes bien.

Te acompañan hasta la habitación donde estaba tu ropa. Os sentáis los tres alrededor de una mesa en la cocina. Una habitación grande, amplia. La mesa está decorada con un hule de plástico de cerezas y plátanos. Los tres permanecéis callados. Esperas a que alguien diga algo. El alto, el de la pistola, se quita la máscara y le ves por primera vez. Barba pelirroja, cejas pobladas, ojos pequeños y ninguna cicatriz. Después de tanto misterio esperabas encontrar algo más cinematográfico.

—Bien, Roberto, esta es nuestra casa. Bienvenido.

—Gracias.

—Siento, sentimos, haberte tratado de esta manera, pero comprenderás que debemos tomar estas precauciones.

—Claro.

—Ahora déjanos compensarte.

El más bajito, el de la cara afeitada, enciende un pequeño fuego de campaña, una de esas botellas de gas que se usaban en las excursiones familiares. Pone agua a calentar. Mientras esperáis a que empiece a hervir estudias la casa. Esta planta parece cómoda para una familia. Tres habitaciones, un comedor, la sala donde estabas antes y las escaleras al piso de arriba. Unas escaleras envejecidas, como las paredes que había junto a la entrada.

Tu arma no está a la vista.

—¿De qué prefieres la sopa, de carne o de verduras?

Te sorprende la pregunta. Te sorprende la voz. El de la cara afeitada te ha hablado por primera vez. Habías imaginado otro tono para él, algo más agudo. Te dejaste llevar por las apariencias. Luego piensas en la pregunta: «¿Sopa de carne o de verduras?». Llevas un año sin responder a un acto tan aparentemente natural. Un año sin plantearte algo tan simple. Un año sin poder escoger la comida, sin tener esa capacidad de decisión: ¿carne o verdura?

—Carne, por favor.

Ves como abre un sobre y vacía un polvo en la taza. Hierve el agua. Remueve todo con la cuchara durante unos segundos. Esperas con ansia, con nervios, como un niño impaciente. Deja la taza en la mesa. La coges. Bebes con cuidado. Notas el calor recorriendo tu cuerpo. Te duele la lengua, te quema el estómago. «Da igual». Recuerdas al protagonista de Trainspotting, piensas en la claridad con la que explica como la heroína recorre su cuerpo produciéndole un placer superior al de un millón de polvos.

Un millón de polvos.

Más de lo que vas a follar en tu vida.

Para ti la sopa es como esa cantidad inimaginable de orgasmos y gritos de satisfacción. Nunca te pinchaste heroína, pero esa taza caliente recorre tu cuerpo con la velocidad de un opiáceo. Por primera vez en mucho tiempo estás tranquilo. Te relajas. Te relajas y piensas. Recuerdas. Tienes una memoria en la que toda tu vida se va archivando con claridad.

Hace tres horas estabas escondido en un piso de setenta y cinco metros en el centro. Llevabas varios días allí comiendo tus últimas reservas, mordiéndote las uñas. Podías ver como la ciudad estaba totalmente vacía. Los incendios en los coches se apagaron hace meses. Alguna vez escuchabas explosiones a lo lejos. Cada vez más lejos.

Saliste a la calle después de que amaneciera con tu mazo en la mano y con la mochila llena de provisiones. Tenías pensado volver a aquel piso, pero no podías arriesgarte. Caminaste durante unos minutos por las calles buscando alguna señal de vida. Tal vez una pintada, un ruido, alguien que te llamara desde una ventana. Te sentiste inseguro.

Sin saber muy bien a donde ibas, te abandonaste a los recuerdos. Vagabundeaste sin hacer ruido, sin convertirte en ningún tipo de reclamo, en ninguna señal sonora o luminosa. Caminaste como un verdadero vagabundo, pasando desapercibido, queriendo pasar desapercibido. Sin darte cuenta tus pies pisaron de nuevo calles que conocías y a las que tenías asociadas miles de recuerdos. Recuerdos. Todos los recuerdos. Sin darte cuenta habías llegado a tu barrio, al lugar donde te criaste. Estabas allí después de años sin ver esas fincas y después de una guerra. «Después de esta mierda de guerra». Eso, subráyalo, acentúalo, márcalo si quieres. Pero no dejó de ser una guerra. Ya en tu barrio te entró el hambre. Buscaste algún sitio en el que cobijarte. Pusiste a funcionar tu memoria. Tres calles más y encontrarías el supermercado.

Tu disco duro no falló. Estaba allí, en el mismo sitio. Había un ligero cambio en el rótulo. Era algo más nuevo. Actualizaste los datos.

Dentro empezaste a buscar comida. Entre las estanterías escuchaste aquel ruido. Parecían pisadas. Podría ser uno, o un grupo. Te paraste durante unos segundos. No viste nada. Te moviste con sigilo, intentando amortiguar el sonido. Utilizaste las estanterías como escudos. Aguantaste las ganas de vomitar. La comida se había podrido. Las latas de conserva estaban hinchadas. Había sangre. Mucha sangre. Ningún cuerpo. No te sorprendió. Después de un año de guerra ya casi no quedaba nada que no oliera a muerte.

Avanzaste unos pasos más y notaste que algo se movía. Habías reaccionado tarde. Supiste que estabas muerto. Tu primer fallo después de un año de guerra y el final del juego. Sentiste algo en tu nuca. Un golpe, un golpe seco, no un mordisco. Despertaste en la calle, frente al supermercado, aquellos dos hombres te miraban detrás de sus máscaras.

Estabas vivo.

—¿Quieres descansar?

—Sí, pero antes me gustaría ver mis cosas.

Sigues al más bajito. El otro se queda en la cocina, sentado. No os mira cuando salís de la habitación.

—Las hemos dejado aquí, ¿falta algo?

Es tu mochila. Dentro hay varias latas de conserva, tu linterna, un pequeño botiquín y la cantimplora. En los bolsillos laterales ves tus navajas y el martillo pequeño. Está casi todo.

—Solo falta mi mazo.

—Lo tenemos guardado.

Lo tienen guardado, son previsores. Tú hubieras hecho lo mismo. Cualquier persona viva en esta guerra hubiera hecho lo mismo. Un hombre armado puede ser un saqueador, un demente. Te inquieta no saber dónde está. Hay varias cosas importantes que desconoces.

—Disculpa, no sé cuáles son vuestros nombres.

—Es cierto, yo soy Salvador. Mi compañero se llama Alberto.

Te lo dice con una sonrisa en la cara. Como si llevara mucho tiempo sin presentarse a alguien. Notas que desde hace unos minutos se ha relajado. Poco a poco está dejando de considerarte una amenaza.

Una pequeña victoria.

Regresáis a la cocina.

Alberto, el de la barba pelirroja, sigue en el mismo sitio. Te mira y te pide que te sientes. Estás frente a él.

—¿Y tú qué eres?

—¿Qué qué soy?

—Sí ¿eres médico, policía, bombero, librero? ¿Sabes hacer algo?

—Soy informático. Programador.

Los dos, a la vez, te miran sorprendidos. Prejuicios. Un informático tiene que ser un nerd gordo y asocial. Alguien sin ninguna aptitud para soportar esta guerra. Alguien incapaz de matar.

—¿Cómo has sobrevivido hasta ahora?

—No lo sé.

Realmente no lo sabes. No tienes ni idea de cómo lograste superar los primeros combates, de cómo mataste a los primeros cuerpos. Nunca antes te habías peleado, nunca. Eras un hombre pacífico, tranquilo. Para esa pregunta no tienes respuesta. Dispones de infinidad de recuerdos de combates, de situaciones en las que podrías haber muerto, pero no una respuesta clara.

—¿Por qué has venido hasta aquí?

—Ya te lo he dicho antes. Este es mi barrio.

—No te conozco.

—Ni yo a ti.

Notas en Salvador una mirada cómplice. Te suena su cara. Tal vez a él también la tuya, tal vez os conocierais de antes. El otro, Alberto, te sigue mirando con la misma indiferencia. Tiene su rifle entre las manos. Durante unos segundos nada cambia.

Después vienen los gritos.

El ruido.

Las miradas de sorpresa.

La tensión.

El primero que sale corriendo es Alberto. Lo ves subir por la escalera. Salvador va hasta un armario y de allí coge un hacha. Te mira, sabe lo que le estás preguntando.

—Busca en aquel otro.

Señala uno de los armarios de la cocina. Allí, rodeado de trastos, está tu mazo. Tu pequeño amigo, tu barra de hierro que te ha acompañado durante este tiempo. Al sacarlo, se engancha en unos cables viejos. Tiras de él. Empiezas a ponerte nervioso. De repente escuchas la voz de Alberto.

—Son diez. Vienen por las vías del tren. Vámonos, démonos prisa, no dejemos que se acerquen a casa.

Alberto y Salvador se mueven con velocidad. Abren la puerta de la calle. El sol te deslumbra. Te cuesta salir. Poco a poco tus ojos se van acostumbrando a la claridad. Estáis en una vieja casa de campo a quinientos o seiscientos metros de las últimas fincas de la ciudad. A tu alrededor hay campos donde se pudren las hortalizas. Los árboles han crecido sin que nadie les haya prestado atención. Aún así hay un pequeño terreno en el que ves plantas verdes y frescas. «Previsores, chicos previsores».

No tienes tiempo para analizar nada más. Tus compañeros ya han salido corriendo. Te cuesta respirar, te cuesta mantener la carrera. Aprietas el desencofrador entre tus manos. Pasan a través de una parcela que hay cerca de la casa, detrás están las vías del tren. Unas vías que llevaban hasta el centro de la ciudad. Ves algunas motos tiradas en el suelo, algún cadáver podrido, incluso un par de todoterrenos volcados y quemados. Muchos eligieron aquella salida para huir de la ciudad. Demasiados. Pisas una de las traviesas y levantas la cabeza. Salvador y Alberto corren hacia el sur por las vías. Alberto levanta la maza, el rifle está colgado en su espalda. Salva sale corriendo hacia un lateral y se esconde entre unos matorrales. Como ha dicho Alberto, son diez.

Diez cuerpos andando sin prisa por las vías del tren, caminando hacia delante, hacia la ciudad. Gritan, gimen, se chocan entre ellos. De repente, escuchas un silbido. Alberto chilla, mueve los brazos de un lado a otro. Intenta llamar su atención. Lo consigue. Salvador sigue escondido en los matorrales. Entiendes, comprendes la estrategia. Juego cooperativo, partida multijugador. Sonríes, notas la adrenalina en tu cuerpo y corres lejos de su campo de visión. Te escondes al otro lado de las vías, frente a Salvador. Sabes que no te han visto. Sabes de sobra que los cuerpos que ahora caminan por las vías del tren solo ven los movimientos de Alberto.

Te paras en tu escondite, te tranquilizas. Los muertos se acercan al señuelo. Su piel está completamente podrida. El olor llega hasta tu posición. Algunos tienen la ropa rasgada, a otros les faltan dedos o brazos. Ves su carne y sientes asco. Después de casi un año de guerra aún no te has acostumbrado a su presencia.

Salvador sale de su escondite, camina con sigilo y golpea al último con su maza en el cráneo. El ruido seco de los huesos partiéndose distrae a los cuerpos más cercanos. Los sesos han acabado en la ropa de tu compañero. Te pones nervioso, piensas en una infección. En la infección.

El resto de los cuerpos siguen caminando hacia Alberto. Ese es tu momento. Ellos han conseguido partir el grupo. Debes de hacer lo mismo. Caminas hacia allí con pasos cortos, respirando el poco aire que tus pulmones pueden filtrar.

Necesitas un cigarro.

La primera cabeza se parte gracias a tu desencofrador. Te sientes bien. La adrenalina te permite seguir golpeando. Aquellos cuerpos fueron personas. Ahora son solo objetivos. Tres aciertos más y si tus compañeros han hecho bien su trabajo, misión cumplida. Todo funciona si todos realizan su parte del plan. Tú lo estás haciendo.

Esquivas el zarpazo de uno de ellos. Quedan dos. Visten bermudas, uno aún lleva unas chanclas de verano. Estáis en enero. Estos dos cuerpos están deambulando desde hace más de seis meses. Sientes asco. Tu siguiente golpe falla y lo único que consigues es que parte de tu arma se quede atrapada en el tórax de uno de ellos. Mientras intentas liberar tu desencofrador das una patada al otro para ganar espacio. Una sola mordedura, un solo arañazo y habrás cometido un error. El error.

Lo consigues. Tu viejo compañero de hierro vuelve a estar disponible. Reciclas la fuerza que has utilizado para golpear con más fuerza. La cabeza se parte y el cuerpo cae al suelo. Ahora solo queda uno.

Te tomas un segundo y compruebas que Alberto y Salvador están cumpliendo su parte del trabajo. «Bien, todo bien, jodidamente bien». La adrenalina sigue corriendo por tus venas. Está ahí. Saltas hacia atrás y esquivas el mordisco de tu enemigo, clavas una rodilla en el suelo y consigues la suficiente fuerza para impulsarte hacia delante y golpearle en la mandíbula. La cabeza se parte de abajo hacia arriba. El ruido es el mismo de siempre. Tu satisfacción también.

Un silbido.

Salva te llama. Alberto está comprobando que todos los cadáveres estén definitivamente muertos. Poco a poco os vais aproximando. El de la cara afeitada y tú estáis a pocos metros. Te mira, aún jadea a causa del esfuerzo.

—Ahora la peor parte. Coge a ese por las piernas.

Te agachas e intentas levantar el cuerpo. Alberto se acerca hasta vosotros.

—Dejadlos. Se está haciendo tarde. Será mejor que los enterremos mañana.

«¿Enterrarlos? ¿No sería mucho más sencillo quemarlos?».

—No me quiero meter donde no me llaman, pero acabaríamos antes si quemáramos los cuerpos.

Alberto te mira. No mueve un solo músculo de su cara.

—No podemos quemarlos, es demasiado arriesgado.

—¿Arriesgado?

—Sí, no sabemos si esas cosas pueden ver el humo y decidir venir hasta aquí. Además, si han llegado estos es probable que en los próximos días nos encontremos más. Esta noche tendremos que hacer guardias.

—Como quieras. Vosotros mandáis.

La adrenalina continúa circulando por tu cuerpo. Estás eufórico, te ha molestado la respuesta de Alberto, pero el combate te ha sentado tan bien que no puedes callarte.

—Yo haré la primera.

Los dos te miran sorprendidos. Estás seguro de que ninguno se esperaba que dijeras nada. Para ellos aún eres una incógnita, una amenaza. Estás en su casa, en su terreno, no debías de hablar, no debías de haber abierto la boca. Pero este es tu barrio y vuelves a tener a alguien con quien conversar. No quieres joderlo. Además, en su cara no has visto preocupación o duda, simplemente sorpresa.

—En serio, haré yo la guardia.

Se miran entre ellos. Es Alberto el que habla.

—Está bien, entremos. Quisiera comer algo antes de acostarme.

Camináis los tres hasta la casa. Estás cansado, la adrenalina ha desaparecido. Las ganas de fumar siguen amartillándote el cerebro. Te queman los pulmones. Respiras con dificultad. Vuelves a pensar en Trainspotting, en Ewan McGregor y en que siempre hay un espacio para el error.

Siempre.