13
LAGO COMO, 2009
—¿Entonces es monja? —preguntó Charlotte horas más tarde.
El coche corría como el viento hacia la frontera italo-suiza. Ella trataba de no mirar la carretera y de no fijarse en la velocidad a la que Brian tomaba las aterradoras curvas alpinas con el Fiat de alquiler.
Brian asintió con la cabeza, sin apartar los ojos de la carretera.
—Se llama Anastasia Darien, y está en un convento al sur del lago Como.
—¿No dijo lo que sabía? —insistió Charlotte quizá por décima vez.
—No, ya te lo he dicho. Solo que tenía información que podía ayudar en la defensa de Roger.
—¿Y no quería hablar por teléfono? —preguntó Jack desde el asiento trasero.
Brian alzó las cejas mirando al retrovisor.
—¿Nos tiraríamos toda la noche en un coche si hubiera querido hablar?
—No, claro —reconoció Jack.
Al oír su voz a Charlotte se le desencadenó un conflicto interno. Por una parte le habría gustado ir sentada detrás, con él, contemplando su perfil, sintiendo su calor. Pero por otra sentía alivio; su última conversación, interrumpida por Brian, no había acabado bien. No quería ver otra expresión en los ojos de Jack que no fuera la que la ponía como un flan cada vez que él la miraba durante los últimos días.
—Aunque también podría ser una simple embustera —añadió con pesar.
Después de que Brian fuera a la habitación de Charlotte, entusiasmado, llamaron a Jack, que volvió rápidamente al hotel. A pesar de lo avanzado de la hora llevaba la misma ropa de antes, y Charlotte se preguntó si habría llegado a acostarse. En la puerta de su habitación vaciló, y ella comprendió que estaba pensado en la noche que habían pasado juntos.
Jack era el más escéptico de los tres en cuanto al viaje a Italia, y Charlotte se preparó para una repetición de la discusión sobre Salzburgo. Pero la situación era distinta; con Roger desmoralizado por la noticia de la muerte de Magda, les quedaban pocas pistas que seguir, y Jack había accedido enseguida a hacer el viaje, pero parecía que volvía a adoptar una actitud cínica.
—Nos hacen llamadas así continuamente, con información falsa —añadió.
—¿Con qué objeto? —preguntó Brian, cambiando de marcha al bajar una cuesta.
Charlotte percibió desdén en la respuesta de Jack.
—La mayoría, para llamar la atención. Hay gente que se entera por la prensa de un proceso importante y que quiere intervenir. O piensan que hay dinero de por medio, una recompensa.
—Bueno, lo averiguaremos dentro de nada —replicó Brian, ya cerca de la frontera.
Un guarda asomó la cabeza por un pequeño edificio y con un gesto de la mano les indicó que continuaran. Al otro lado el terreno se hacía más abrupto, y el cielo empezaba a palidecer, señal de que se aproximaba la mañana.
Continuaron un buen rato en silencio. La quietud del inminente amanecer la interrumpía únicamente el ronroneo del motor. Remontaron otra cumbre y mientras franqueaban una arboleda empezó a apuntar el día y abajo apareció un valle.
—Hemos llegado —anunció Brian.
El paisaje era impresionante incluso envuelto en la penumbra. El monasterio de Kaletni se alzaba en un promontorio cubierto de hojas otoñales de vivos colores y se asomaba a una enorme extensión de agua. Era un edificio medieval de grandes dimensiones, una capilla de tejado rojo rodeada por una serie de edificios más pequeños con ventanas con arcos de piedra arenisca toscamente tallados.
La carretera serpenteaba cuesta abajo, hasta la verja misma del convento. No había portero automático ni guarda, y Charlotte se preguntó cómo se enterarían de que habían llegado, pero momentos después apareció una monja con andar cansino.
Brian bajó la ventanilla y dijo:
—Venimos a ver a la hermana Anastasia.
Charlotte contuvo la respiración, casi esperando que les denegara la entrada, pero aquella mujer no parecía ni sorprendida ni preocupada por unas visitas imprevistas antes del amanecer; abrió la verja y les indicó con un gesto que entraran. Brian aparcó en el rodal de grava que señaló la monja.
Charlotte bajó del coche y aspiró el tonificante aire matutino mientras admiraba una vez más el panorama. Soplaba una leve brisa que empujaba las olas suavemente contra las rocas. Pero no había tiempo para extasiarse; Jack y Brian ya habían echado a andar tras la monja por un sendero de piedras planas y lisas que llevaba hasta la entrada del monasterio. Era domingo, pensó Charlotte tratando de situarse en el tiempo desde el día que había salido de Filadelfia. Pero el convento estaba silencioso y tranquilo. Atravesaron un atrio con un jardín florido extraordinariamente bien cuidado en el centro; los tonos rosas y azules contrastaban con la falta de color del entorno.
La monja los llevó sin pronunciar palabra por un corredor hasta una habitación con mesas alargadas de madera a ambos lados; el refectorio, supuso Charlotte. Las paredes y el suelo antiguos despedían un olor a humedad. La monja cerró la puerta al salir, y se quedaron allí los tres, en medio de un incómodo silencio. A lo lejos empezó a repicar una campana. Al asomarse a la ventana, Charlotte vio un pájaro en vuelo rasante sobre los ondulantes olivares del otro extremo del lago. ¿Cómo sería vivir allí, levantarse cada mañana rodeada de tal sosiego?
De repente notó que alguien la observaba, y al levantar la cabeza su mirada se encontró con la de Jack. Esperaba que la desviara, pero se la mantuvo. Conteniendo el aliento, le vino a la cabeza lo que Jack le había contado sobre la primera vez que la vio. Si entonces se hubiera fijado en él, ¿habría pasado lo mismo? Se estremeció e intentó abrigarse con los brazos.
—Toma —le dijo Jack, poniéndose a su lado y rodeándole los hombros con su chaqueta.
Charlotte vaciló, sorprendida ante el inesperado gesto de cariño.
—Gracias. Hace aquí más frío que fuera.
Oyó un ruido de pisadas detrás de ella y los tres se volvieron al unísono. Había alguien más en la habitación, una mujer con un sencillo vestido gris que parecía fundirse con la pared de granito y que cuando estaba inmóvil no se distinguía. Llevaba el pelo cubierto con una tela del mismo tono gris, una versión más sencilla de la toca de la monja que los había acompañado. Estaba de espaldas a ellos, mirando por la ventana.
—Oiga… —dijo Charlotte titubeante.
La mujer se dio la vuelta y Charlotte sofocó un grito al ver su cara iluminada por la pálida luz. Supo al instante quién era y por qué, si alguien podía ayudar a Roger, era ella. Porque aunque la toca oscurecía su pelo y tenía las arrugas propias de la edad, sus rasgos eran inconfundibles. La contempló con incredulidad, como quien ve visiones.
—¿Magda?
La monja movió la cabeza ligeramente, con una sonrisa apenas perceptible. No, claro que no era ella. Magda había muerto en un campo de exterminio. Y habría tenido la misma edad que Roger, incluso unos años más. La escultural mujer que tenían ante ellos, hermosa a pesar de la vestimenta de monja, no podía tener mucho más de sesenta y cinco años, pero las anchas mejillas y los ojos oscuros eran una réplica casi exacta de las imágenes de Magda que había visto Charlotte, excepto el hoyuelo de la barbilla, que era puro Roger.
—Anna —dijo Charlotte, acercándose a ella—. ¿Anna Dykmans?
La monja palideció levemente, como ofendida al oír ese nombre.
—Sí, antes me llamaba Anna. Ahora Anastasia.
A Charlotte se le agolparon las ideas. Magda y Anna habían muerto en Belzec. Entonces, ¿cómo era posible que tuvieran a Anna ante sus ojos? No, claro. Anna no había muerto en Belzec, pero Magda sí, y se dio por supuesto que una niña tan pequeña como Anna tenía que haber muerto con su madre. Recordó que Roger había hablado sobre el rumor de la chica que había escapado. Entre las brumas de la desesperación y la esperanza, Roger había dado por hecho que con «chica» se referían a una mujer joven, y había dedicado los años siguientes a buscar a Magda. Pero el testigo quizá se refiriese a una niña, la mujer que en ese momento tenían ante ellos.
—Anastasia —repitió Charlotte, tratando de digerirlo. El nombre evocaba el de Anna, la niña que había sido, pero con las suficientes diferencias para que nadie lo vinculara con su vida anterior. Y también tenía su ironía, reflexionó Charlotte. Anastasia era la hija pequeña del zar Nicolás, que según la leyenda se había librado de la ejecución de la familia real a manos de los bolcheviques y vivía en algún sitio con identidad falsa, resurgida de las cenizas, como parecía haberlo hecho Anastasia—. Pero ¿se llamaba Anna Dykmans?
—Sí. Darien es mi apellido de casada.
Casada. Es decir, que no llevaba toda la vida en el convento. ¿Qué podría empujar a una persona a renunciar al mundo exterior y retirarse allí? Charlotte pensó en su huida de Filadelfia tras el dolor causado por la muerte de su madre y el abandono de Brian. Quizá los votos de la vida en soledad no fueran una idea tan extraña.
—Estará pensando en cómo es que sigo viva —dijo Anastasia en un inglés deficiente—. Hay muchas respuestas a esa pregunta: el destino, la suerte, la bondad de desconocidos, algunos de ellos muertos a consecuencia de su generosidad… —Se interrumpió, como perdida en sus recuerdos.
—¿Cómo escapó del campo de exterminio? —preguntó Charlotte con dulzura.
La mujer le dirigió una sincera mirada.
—No, si yo no estuve en ningún campo. Cuando mi madre oyó a los nazis ante nuestra casa, logró llevarme a nuestros vecinos, los Bader. Todo el mundo sabía que ayudaban a los judíos.
Charlotte trató de procesar la información. Durante todo el tiempo que Roger estuvo buscando a Magda y a Anna, la niña estaba muy cerca; aún más, cuando fue a preguntarles a los Bader si habían visto algo, Anna debía de estar con ellos. ¿Por qué no le habían devuelto a la niña, o al menos le habían explicado que estaba allí? ¿Querían hacer lo que consideraban mejor para proteger a Anna o simplemente tenían demasiado miedo?
Así que Magda había escondido a Anna antes de que la detuvieran. Por supuesto, los nazis debían de saber que tenía una hija y le preguntarían por su paradero, pero qué duda cabe de que ella no les dijo nada y lo pagó con su vida.
—Los Bader eran buenas personas, pero los nazis acabaron por darse cuenta de lo que hacían y volvieron a por ellos. Nos detuvieron a todos y nos mandaron a un centro de detención. —Anastasia se estremeció—. Allí nos metieron en un camión que iba a uno de los campos, pero antes de llegar a nuestro destino la señora Bader me empujó y caí en un bosque. No sé cómo esperaba que sobreviviera. Imagínese las posibilidades que tenía.
Charlotte asintió con la cabeza. Una niña pequeña, sola en el bosque. Podría haber muerto de hambre, o podrían haberla encontrado los nazis o un simpatizante suyo.
—Me recogió una pareja que me escondió hasta después de la guerra.
»No fue uno de esos cuentos de hadas que cuentan hoy en día: la familia que adopta al niño y lo cría como si fuera suyo. Me tenían escondida en el sótano, y cuando escaseaba la comida, era yo quien se quedaba sin nada. Fue una pesadilla y a veces llegué a desear estar en el campo de concentración con los Bader.
Se le quebró la voz, y Charlotte sintió alivio y curiosidad al mismo tiempo cuando Anastasia no añadió nada sobre sus experiencias mientras estuvo escondida.
—Después de la guerra me dejaron en un campamento para personas desplazadas, y me acogió una señora de Berlín del Este a cambio de una pequeña remuneración que ofrecía el Estado a quienes se hicieran cargo de un niño.
»Yo no me enteré de casi nada de esto, naturalmente. Tenía menos de dos años cuando perdí a mi madre, y mis recuerdos eran vagos. El tiempo acabó por borrarlos. La mujer que me crio en Berlín se llamaba Bronia, fue la única madre que conocí. Después, cuando me hice mayor, logré saltar el Muro y huir al Oeste.
—¿Y desde entonces es usted monja? —interrumpió Brian.
Charlotte se puso tensa, esperando que ese arranque no disuadiera a Anastasia de seguir hablando libremente. Sin embargo, ella negó con la cabeza y añadió:
—Me casé y viví en Londres una temporada, pero nunca llegué a sentirme a gusto en el mundo exterior. Así que después de la muerte de mi marido me vine aquí. Les parecerá raro que esté en un convento cuando mi madre biológica era judía, y también mi madre adoptiva, pero cuando huí de Berlín me acogieron unas monjas en el sur de Francia, y fue allí donde encontré la paz por primera vez. De todos modos entonces no sabía que esta sería mi vocación y salí al mundo.
—¿Cómo lo descubrió? —preguntó Charlotte—. Quiero decir, lo de su verdadera familia.
—Justo antes de marcharme de Berlín, Bronia dijo algo que me hizo plantearme ciertas preguntas sobre mi infancia. Mi curiosidad fue en aumento con el paso del tiempo, y años más tarde, mucho después de la caída del Telón de Acero, volví al Este a indagar. Encontré el acta de adopción de Bronia y los expedientes de los desplazados, e incluso los documentos en los que me registraron los nazis, con los Bader, cuando nos detuvieron.
Al contemplar el rostro de aquella mujer, Charlotte se imaginó su búsqueda de respuestas, el hallazgo de las pruebas que documentaban su historia personal de tragedia y sufrimiento.
—Al final encontré a mi verdadera familia, en Breslau. Por supuesto, no quedaba nada. Hacía tiempo que habían expropiado la casa, primero los nazis y después los comunistas, pero me enteré de que mi madre había muerto en un campo de exterminio.
—Lo siento —dijo Jack con dulzura—. ¿Y su padre?
Charlotte lo miró. ¿A quién se refería? ¿A Hans o a Roger? Pero se dio cuenta de que Jack prefería no concretar, al no estar seguro de cuánto sabía Anastasia.
—He investigado —respondió la monja—. Y me he enterado de que a Hans Dykmans lo mataron los nazis poco después de que lo detuvieran.
Charlotte se quedó boquiabierta. Anastasia no tenía ni idea de que su verdadero padre era Roger. Tu padre está vivo, le habría gustado gritar, pero no lo hizo. Si encima se enteraba de eso, podría disgustarse y no contarles lo que necesitaban saber.
—Se ha puesto en contacto con nosotros porque tenía cierta información que darnos —le recordó Jack.
—Sí, hace poco leí algo sobre el caso de Dykmans. Ya sé que salió en las noticias tiempo atrás, pero aquí tenemos muy poco contacto con el mundo exterior. Hace unas semanas vino una visita que se dejó un periódico, y fue entonces cuando vi el artículo.
—¿Sabía algo de su tío? —preguntó Charlotte, y estuvo a punto de atragantarse con la última palabra.
Anastasia negó con la cabeza.
—En mis anteriores investigaciones me enteré de que mi padre tenía un hermano y una hermana, pero supuse que habrían muerto hace tiempo. Cuando leí el artículo empecé a hacer averiguaciones… y no podía creerme que Roger Dykmans siguiera vivo. Entonces fue cuando me acordé del reloj. —Hizo una pausa para tragar saliva—. Cuando volví a Breslau, quiero decir, a Breslavia, fui a la casa de los vecinos que me habían salvado, los Bader. Habían muerto en los campos de concentración, pero la mujer que vivía en la casa era una prima suya, ya mayor, y me dio un reloj que, según me dijo, había pertenecido a mi familia.
»Al principio me chocó, porque era exactamente igual que uno que había visto en Berlín hace muchos años. Incluso el distintivo del relojero era el mismo. Era el reloj que yo había robado para costearme la huida al Oeste.
¿Era el mismo reloj que ellos habían visto en Salzburgo?, se preguntó Charlotte. ¿Cuántas probabilidades había de que existieran dos piezas únicas como aquellas y de que ambas se hubieran cruzado en la vida de aquella mujer?
—Pasó bastante tiempo hasta que descubrí el telegrama dentro del reloj —añadió Anastasia.
Charlotte contuvo el aliento y se obligó a guardar silencio para que la monja continuara en lugar de pedirle que le enseñara el documento.
Como quería saber hasta qué punto era importante, escribí a la prima de los Bader, pero me devolvieron la carta sin abrir. Se había mudado de casa o había muerto.
Aquello explicaba por qué había vuelto Roger con las manos vacías cuando regresó a Breslavia a buscar el reloj, pensó Charlotte.
—Y cuando me enteré de los cargos contra mi tío y comprendí que el telegrama podría ser importante, pensé que tenía que ponerme en contacto con ustedes.
—¿Lo tiene aquí?
Anastasia se volvió y sacó un reloj idéntico al que habían visto en Salzburgo. Charlotte se acercó para examinarlo. Podía ser una copia, pensó, esforzándose por mantener la calma. Pero las iniciales del granjero grabadas en la base dejaban poco lugar a dudas. ¿Cómo era posible? Comprendió que debía de haber hecho más de uno.
—Está en el fondo —dijo Anastasia en voz baja, como si le leyera el pensamiento a Charlotte.
Charlotte le dio la vuelta al reloj con manos temblorosas y abrió el pequeño compartimento. Sacó un papel amarillento, sabiendo qué era incluso antes de desdoblarlo.
Era un telegrama de Roger. Miró el texto en alemán y le pasó el papel a Jack para que lo tradujera en voz alta:
Hermano: Magda detenida. Plan campo checo en peligro. Haz otros planes enseguida. Roger.
Charlotte y Jack intercambiaron una mirada a espaldas de Anastasia. Así que Roger sí había escrito el telegrama, pero ¿por qué no lo habían enviado los Bader, como él les había pedido? Quizá porque los nazis los habían detenido y no habían tenido ocasión. O quizá por miedo. Qué diferentes habrían sido las cosas para todos si lo hubieran enviado…, no solo para Roger y Hans, sino para los niños, que tal vez no habrían muerto, y para las generaciones que los hubieran sucedido.
—¿Servirá de ayuda? —preguntó Anastasia, señalando el telegrama—. O sea, la gente tiene que comprender que mi tío no tenía intención de perjudicar a mi padre.
—Desde luego que sí —contestó Jack.
Sin embargo, la ligera vacilación de su voz le indicó a Charlotte que estaba imaginándose a Roger en la sala de reuniones, hundido tras saber la verdad sobre Magda y sin deseos de seguir viviendo. El telegrama no sería suficiente sin el testimonio de Roger.
—Pero hay algo que serviría de más ayuda —añadió.
—Anna… Quiero decir, Anastasia —empezó a decir Charlotte, indecisa—, tenemos que pedirle otra cosa. Necesitamos que venga con nosotros a Munich.
La monja irguió la cabeza, sin comprender.
—¿Por qué?
—Necesitamos toda la ayuda que podamos encontrar para defender a Roger —repuso Jack—. Verá, es que la fiscal está intentando elevar el caso a un tribunal superior, y eso seguramente significa una condena más larga si lo declaran culpable. Quieren que sirva de ejemplo, y solo disponemos de unos días para convencer al tribunal de que los cargos son infundados.
—Pero si testifica y explica que…
—No va a hacerlo —la interrumpió Jack con calma.
Anastasia ladeó la cabeza y frunció la frente.
Charlotte terció para explicárselo.
—Su… —empezó a decir, pero se contuvo—. Hace muy poco que Roger se enteró de la muerte de su madre, Anastasia, y está desolado. Ha renunciado a defenderse.
—No entiendo.
Charlotte vaciló, comprendiendo que tenía que dar marcha atrás.
—A Roger le preocupaba mucho su madre, y por eso dio la información sobre los planes de Hans a los nazis, tratando de intercambiar información con ellos para salvarlas a su madre y a usted. Al enterarse de que había muerto, se quedó destrozado.
—Pero ¿de qué serviría que yo fuera a Munich?
Charlotte tragó saliva. Ya no podía seguir ocultándole la verdad. Ya había habido demasiados secretos y mentiras en los últimos sesenta y tantos años. Como Roger, Anastasia tenía derecho a saber la verdad.
—Sé que esto será tal vez un golpe muy duro para usted —empezó a decir.
—Charlotte —dijo Brian, que estaba detrás de ella, como para advertirla.
Pero había llegado demasiado lejos para echarse atrás.
—Roger es su padre.
Anastasia se quedó mirándola, inexpresiva.
—¿Cómo es posible que…? —Se sentó en un banco, temblando—. Agua, por favor.
Charlotte corrió a su lado y le sirvió un vaso de una jarra de barro que había en la mesa, pensando preocupada si habría llegado demasiado lejos.
Jack se sentó junto a ella.
—Roger y su madre no pudieron resistirse a lo que sentían el uno por el otro. Roger es su padre, Anastasia.
La monja abrió la boca como para negar lo que acababan de decirle. De repente su cara se iluminó, como si reconociera algo, y Charlotte pensó si le habría venido a la cabeza algún recuerdo de infancia, alguna imagen que confirmara la verdad.
—¿Lo sabía mi padre, quiero decir, Hans?
Jack negó con la cabeza.
—Creemos que no. Y estoy seguro de que las quería mucho, a su madre y a usted.
Anastasia se llevó una mano temblorosa a la mejilla.
—¿Y Roger está vivo?
Charlotte observó que no decía «mi padre».
—Sí, y creemos que si la ve a usted, quizá recupere el deseo de luchar por su libertad.
Anastasia no replicó; recorrió la habitación lentamente con la mirada y después miró hacia la ventana. Estaba contemplando el refugio que le había brindado el convento durante tanto tiempo, pensando en el terror que sin duda sentiría ante la perspectiva de abandonarlo. Algo muy parecido a la difícil decisión de Charlotte de renunciar a la seguridad de su vida en Estados Unidos y aceptar el caso de Roger.
—No sé —logró articular Anastasia—. No he salido de aquí muchas veces.
Charlotte asintió, comprensiva. Anastasia había llegado a sentirse segura entre esas paredes y no quería dejar la comodidad de cuanto la rodeaba, pero al mismo tiempo algo la había empujado a buscar la verdad sobre su familia, algo que la había impulsado a decir lo que sabía, a intentar ayudar. Era un conflicto que Charlotte conocía por experiencia propia. Posó una mano en el hombro de Anastasia.
—Hay muchas clases de vocaciones —dijo con delicadeza.
—De acuerdo —dijo al fin Anastasia, tragando saliva—. Iré con ustedes. ¿Cuándo?
—Ahora mismo —terció Brian, rompiendo la calma con su voz.
Jack se acercó a él, y Charlotte se estremeció, temiendo que fuera a reprenderlo. Pero por una vez los dos hermanos estaban de acuerdo por completo.
—Tenemos que marcharnos enseguida. Si queda alguna esperanza de salvar a su padre, no podemos perder ni un momento.