8
BRESLAU, 1942
Roger dejó sus notas y miró por la ventana, mordisqueando el lápiz, una costumbre de la infancia que no había logrado abandonar. El patio estaba vacío, pero sabía que pronto aparecerían los hombres. Durante los últimos dieciocho meses se había acostumbrado a la apacible rutina de la sinagoga; había llegado a ser una especie de reloj, que marcaba las horas como el de la chimenea del salón dos pisos más abajo, o el gallo del vecino de Vadovice que cacareaba por las mañanas. Los hombres acudían al culto en pequeños grupos los días laborables, y se formaban grupos más grandes en los días de vacaciones y el sabat.
O al menos antes. El cambio se había producido de un modo discreto al principio, tan sutil que tal vez no se habría dado cuenta si hubiera estado estudiando para los exámenes en lugar de pasarse el rato mirando por la ventana, fantaseando, a riesgo de que lo expulsaran de la universidad. Los fieles se habían reducido a un puñado de hombres que cruzaban veloces el patio hasta la entrada de la sinagoga, y en lugar de detenerse a contemplar el magnífico edificio miraban furtivamente a sus espaldas y se metían a toda prisa en el interior, temerosos de que los vieran.
Se oyó un roce en el piso de abajo, un ruido que ya le resultaba familiar a Roger. Contuvo la respiración, calculando con oído experto la cercanía de las pisadas de Magda, si eran más fuertes al subir la escalera. Pero volvieron a apagarse y oyó cerrarse una puerta cuando ella entró en la cocina. Soltó el aire, tratando de dominar su decepción.
La menguante presencia de judíos no era lo único que había cambiado desde que Roger vivía allí. Se había dado cuenta enseguida de que estaba enamorado de la mujer de su hermano; fue algo que se le vino encima como un peso repentino. Todo había empezado de una forma inocente; muchas veces, cuando Hans estaba fuera de la ciudad y hacía demasiado frío en el estudio para seguir trabajando, o Roger no se atrevía a dejar las luces encendidas porque las sirenas habían anunciado un bombardeo aéreo, bajaba al salón a estudiar a la luz de las velas mientras Magda hacía punto.
De vez en cuando uno de los dos soltaba algún comentario e interrumpían sus respectivas tareas. Su conversación saltaba de un tema a otro, y se iban desgranando los minutos y las horas mientras Roger dejaba su lectura a medias y Magda rehacía los puntos que se le habían saltado por estar distraída. A Roger no le importaba ese tiempo que parecía evaporarse cuando estaban juntos y que lo obligaba a estudiar con más ahínco y más rápido al día siguiente para acabar todo lo que tenía que hacer. Esas tardes que pasaban sentados uno frente al otro, con la suave música de la radiogramola de fondo, eran las más apacibles que había conocido en su vida.
Lo que había atraído a Hans de Magda era algo más que su belleza, comprendió Roger a medida que fue conociéndola mejor. Poseía una inteligencia y un ingenio que en otras circunstancias podrían haberle abierto todo un mundo de posibilidades. Sin embargo, allí estaba, sola en la casa, esperando a un marido que apenas se fijaba en ella. No pocas veces Roger se enfadaba por ella, deseoso de llenar el vacío que dejaban las ausencias y el desinterés de su hermano.
—Toma —dijo una tarde de enero cuando estaban sentados en sus sitios de costumbre en el salón.
Le tendió un paquete envuelto en papel de estraza que llevaba a la espalda. Magda miró el paquete, desconcertada. Roger estiró más el brazo.
—Es para ti.
Magda lo cogió, indecisa, y lo abrió con manos temblorosas. Contenía una madeja pequeña de lana gris.
—He pensado que podría servirte para hacer punto —dijo Roger con torpeza, explicando lo evidente al ver que Magda no decía nada.
—Ah.
Magda se quedó mirando, inexpresiva, la lana, que había dejado sobre sus rodillas, y Roger pensó, alicaído, si no le gustaría o si no sería el color que necesitaba. La había comprado impulsivamente esa misma tarde en una mercería en la que había entrado al volver de la universidad para ver si tenían algo. Había visto a Magda deshacer jerséis viejos para aprovechar la lana.
Pero quizá hubiera cometido una equivocación. ¿Era el regalo demasiado atrevido o quizá no lo que ella quería? Le había costado la mayor parte del dinero de que disponía para el resto del mes, y esperaba poder devolverlo si se había equivocado.
Pero Magda recogió la lana y la acarició, como para asegurarse de que era de verdad.
—Es preciosa —dijo con voz ronca.
Entonces Roger comprendió que no era que no le gustase, sino que no estaba acostumbrada a que le hicieran regalos ni a que se fijaran en lo que quería o necesitaba. Empezó a dominarlo el rencor hacia su hermano.
Semanas más tarde, al despertarse una mañana, Roger encontró el mismo paquete de papel de estraza a la puerta de su habitación. Perplejo, lo recogió. ¿Le había devuelto Magda su regalo? Deshizo el paquete y vio un mitón de lana gris.
Después de vestirse fue con el paquete a la cocina, donde estaba Magda, abrillantando los cubiertos.
—¿Me has dejado esto?
Magda asintió con la cabeza, sin alzar la vista.
—Creo que tú perdiste uno de los tuyos, hace ya tiempo.
—Sí.
Se las había apañado durante el invierno metiéndose la mano izquierda en el bolsillo para calentársela. Levantó el mitón, de un gris un poco más claro que el que tenía. Lo invadió una oleada de emociones: sorpresa por que Magda se hubiera dado cuenta de lo que necesitaba, remordimiento por que no hubiera empleado la lana nueva en algo para ella… Pero por encima de todo lo conmovieron el tiempo y el trabajo que había dedicado a hacer ese mitón para él. La había visto tejiéndolo, pero dio por sentado que la prenda era para Hans.
Magda alzó los ojos para ver cómo reaccionaba Roger ante su regalo.
—Muy bonito —dijo Roger.
Sus miradas se cruzaron, y ninguno de los dos la apartó.
—O sea, gracias.
A la cara de Magda asomó una expresión de preocupación, pero se borró inmediatamente. Se volvió para recoger los cubiertos y los llevó al comedor.
Mientras estaban en el salón la noche siguiente, Roger levantó la vista de su trabajo y vio las manos de Magda moviendo con ligereza las agujas de punto, tejiendo algo con lana marrón que había sacado de un jersey. Se quedó pasmado ante lo familiares que le resultaban sus dedos, la delicada forma oval de las uñas. En ese momento se dio cuenta de que lo sabía todo de ella, que la conocía en cada uno de sus exquisitos detalles, desde la curva de sus caderas hasta la comisura de sus labios, como si fuera él mismo.
—Tendrás que perdonarme —dijo, levantándose con tal brusquedad que Magda se detuvo en mitad de un punto.
Lo miró desconcertada, con las agujas suspendidas en el aire. Por lo general, ninguno de los dos se iba a la cama hasta que la llama de la vela había bajado demasiado para ver, al menos un par de horas después.
—Estoy un poco cansado.
Subió las escaleras a tientas en la oscuridad y se desplomó sobre la cama, temblando. ¿Qué le pasaba? Llegó a la conclusión de que era la soledad, la tensión de la guerra, sus estudios y la falta del calor de una mujer. Pero en la universidad había bastantes chicas que mostraban bien a las claras que recibirían de buen grado sus atenciones. No, era algo más. Comprendió, a pesar de que nunca se había sentido así por nadie, que estaba perdidamente enamorado de Magda.
A la mañana siguiente, tras una larga noche de sueño agitado, se despertó antes del amanecer, con la renovada conciencia de su situación como un manto frío de culpa pegado a la piel. Magda era la esposa de su hermano; no podía, no debía sentir nada por ella. A partir de entonces intentó interesarse por otras mujeres, invitó a algunas a salir, con una de ellas incluso fue a cenar dos veces, pero la conversación siempre era insulsa y no paraba de mirar el reloj, contando los minutos para volver a casa. Evitó pasar las noches abajo durante una temporada, pero acabó buscando el calor de Magda otra vez.
Al menos los sentimientos eran unilaterales, pensaba para consolarse.
Semanas más tarde, una noche, cuando ya se había acostado, lo despertó un ruido retumbante. Bombas, pensó. Habían empezado unos meses antes, lejanas y esporádicas, pero últimamente caían cada vez con más frecuencia, casi todos los días. Esa noche parecían más cercanas que nunca; las paredes temblaron y los libros que tenía sobre la mesa se cayeron al suelo.
Debía bajar al sótano. Se lamentó en silencio al pensar en las horas que podría pasar sentado en medio de la oscuridad en el suelo de cemento, frío y húmedo. Pero Magda bajaba hasta allí religiosamente a cada bombardeo y no debía estar sola. Bajó con desgana hasta el segundo piso y se detuvo ante la puerta de su habitación para ver si Magda seguía allí.
—¿Magda? —la llamó desde el resquicio—. Se están acercando mucho. ¿No crees que deberíamos bajar al sótano?
A su pregunta solo le respondió el silencio, y creyó que ella ya se habría marchado. Abrió la puerta un poco más. Cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad, vio que el armario estaba separado de la pared. Fue hasta el hueco que había detrás. Magda estaba acurrucada en el minúsculo escondite, con los brazos apretados contra las rodillas.
—¿Magda?
Ella no contestó; se acunaba con la cabeza gacha. ¿Qué hacía? Aquel espacio ofrecía cierta protección como escondite, pero no serviría de nada si lo alcanzaba una bomba. Sin embargo, para Magda parecía representar la seguridad frente a todos los peligros. Roger cayó de rodillas a su lado.
—Ven conmigo.
Ella no se movió, y él la rodeó con sus brazos y la levantó. Estaba temblando, observó Roger mientras se enderezaba con esfuerzo. Vaciló, sin saber si debía llevarla al sótano. Mejor intentar calmarla allí, en el entorno familiar de su habitación. Magda pareció relajarse un poco mientras la llevaba a la cama, pero cuando intentó dejarla, se aferró a él.
—Tranquila —dijo Roger con dulzura.
Se sentó con Magda aún en brazos, apenas unos centímetros separaban sus rostros. Algo se removió en su interior y pareció soltarse de sus amarras.
Magda no paraba de escrutarlo, con expresión angustiada, como si no pudiera decidirse a creerlo. Parpadeó, como si despertara de un sueño.
—¿Qué ha pasado?
Roger abrió la boca para contestar, pero se vio incapaz. Se acercó más a Magda, como empujado por una mano invisible. Cuando sus labios estaban a punto de rozar los de Magda, ella se apartó.
—Roger…
En su voz resonó una nota de advertencia.
—Es tut mir Leid —se disculpó Roger, levantándose de un salto.
Salió de la habitación y subió corriendo hasta el tercer piso, ajeno al peligro. El rugido en sus oídos apagaba el estallido de las bombas a lo lejos. Se metió en la cama, tembloroso. ¿Qué había pasado? No cabía duda de que Magda se había aferrado a él por miedo. Y él se había aprovechado de la situación, o eso le parecería a ella. ¿Cómo iba a mirarla a la cara después de semejante conducta?
Llegó a la conclusión de que no podía seguir allí. Buscaría una habitación en la universidad y un trabajo para costeársela. No sabía cómo se lo explicaría a Hans, pero ya se le ocurriría algo.
Las explosiones, cada vez más fuertes, lo apartaron de sus pensamientos, y se le encogió el estómago. Después oyó otro ruido abajo, unas pisadas persistentes. Fue hasta la puerta y, al abrirla, se quedó sorprendido al ver a Magda, en bata, que sin decir palabra, entró y se metió en la cama.
Roger se quedó en medio de la habitación, titubeante. Al final también se metió en la cama, con Magda, tratando de mantener una distancia respetuosa, algo prácticamente imposible dada la escasez de espacio. Magda tiritaba en la oscuridad, a su lado. Él se quedó muy quieto, demasiado aturdido para moverse, con miedo de que cualquier gesto o palabra delatara su reacción. Ha venido aquí solo en busca de consuelo, pensó, deseando con todas sus fuerzas calmarse. Pero Magda se volvió hacia él y posó los labios en los suyos, con el cuerpo contra el de él, y todo lo que Roger apenas se había atrevido a soñar se hizo realidad.
Por la mañana Magda había desaparecido, y su delicado cuerpo había dejado la sábana tan lisa que Roger creyó que el encuentro habría sido solo una imaginación. Cuando salió para ir a la universidad, la casa estaba en silencio. Apenas pudo pensar en otra cosa que en la noche anterior mientras intentaba estudiar en la biblioteca. El deseo estallaba en su interior al recordar el aroma a lilas del pelo de Magda, su forma de gritar, con más fuerza de la que él creía posible. Sin duda había sido algo fortuito, fruto del terror al bombardeo. Regresó a casa tarde, prefiriendo recrearse en sus recuerdos a volver a ocupar la posición que lo aguardaba.
Pero aquella noche Magda también fue a su cuarto, a pesar de que no se oyó el retumbar de las bombas. Roger estaba aún sentado a su mesa cuando Magda apareció en la puerta, que él había dejado abierta a propósito. Iba esmeradamente peinada y llevaba una bata azul que resaltaba la luminosidad de sus ojos. Se quedó en la puerta hasta que Roger fue a su encuentro.
—No podemos… —empezó a decir, pero las palabras quedaron ahogadas cuando Roger la tomó de la mano.
En esta ocasión su encuentro pareció aún más irreal. El primero, si bien prohibido, podía atribuirse al terror del bombardeo, a la impulsiva necesidad de consuelo. Pero la intencionalidad de esa segunda noche no podía negarse. Después Roger comprendió por la respiración irregular de Magda que tampoco estaba dormida, y pensó en preguntarle por qué había vuelto. Pero la pregunta le pareció demasiado personal, algo que no le correspondía a él preguntar.
Después de aquella noche Magda iba al cuarto de Roger a diario, y cuando se marchaba, muchas veces Roger se quedaba despierto, aún acelerado por la adrenalina, asombrado por lo que había ocurrido. Pero la pregunta seguía acosándolo: ¿por qué lo hacía Magda? Por aburrimiento o por soledad; esa habría sido la respuesta más fácil. Pero Magda tenía unos principios demasiado sólidos para traicionar a su marido por capricho, y su forma de aferrarse a él durante los breves momentos que compartían después, daba a entender que había algo más. Le habría gustado saberlo, pero luchaba contra el impulso de pedirle una explicación, temiendo que si arrojaba luz sobre lo que estaba ocurriendo se desintegrase como el polvo.
Hasta pasados unos meses, cuando empezaba a apuntar el verano, Roger no se dio cuenta de la creciente redondez del vientre de Magda. Le habría gustado poder calcular esas cosas para saber si el niño había sido concebido durante una de las largas ausencias de Hans. Seguramente, dada la poca frecuencia de las visitas de su hermano, las múltiples noches que Magda y él habían compartido… Roger se avergonzó al instante de su egoísmo. Si el niño era suyo, sería un estigma, otro secreto que tendría que guardar Magda, como si no tuviera ya suficiente carga.
No le preguntó, por supuesto. Pensó si, en su estado, iría a verlo con menos frecuencia, pero ella siguió subiendo a su habitación todas las noches, y el vientre cada día más rotundo quedaba apretado entre ellos sin que ninguno de los dos lo mencionara.
La criatura nació una fría mañana de noviembre. Roger anduvo merodeando por el pasillo durante lo que le parecieron unas horas interminables, esperando a tener algo que hacer, y casi sintió alivio cuando apareció la comadrona y le dijo que enviara un telegrama a Hans para comunicarle que tenía una hija y que todo había ido bien.
—¿Quieres cogerla? —le preguntó Magda una tarde.
La niña, Anna, nombre que le habían puesto por una abuela de Magda, tenía tres semanas.
Roger vaciló. Anna parecía tan frágil como una muñeca de porcelana, tan pequeñita y perfecta que el mínimo soplo de viento podía hacerla añicos. Pero al ver el cansancio reflejado en los ojos de Magda, comprendió que necesitaba un momento de respiro.
—Claro —dijo, tomando a la niña entre sus temblorosos brazos.
Escrutó su cara. Por fortuna, los dos hermanos se parecían lo suficiente como para que nadie pusiera en duda que Hans era el padre. Sin embargo, Roger podía distinguir que bajo los labios, tan parecidos a los de Magda, la barbilla con el minúsculo hoyuelo era suya. Se pasó la niña al otro brazo, esforzándose por sujetar debidamente su cuerpo extraño y delicado. Pero Anna se acomodó en la cavidad entre el pecho y el mentón con un suspiro y se puso a hacer ruiditos con la boca hasta que se quedó dormida. Magda sonrió con expresión de complicidad, confirmando así las sospechas de Roger sobre la paternidad de la criatura, y todo pareció perfecto.
Durante los meses siguientes llevaron una especie de vida en común, Magda, Anna y él, y a veces parecía posible, en las noches que pasaban juntos en el salón, que todo fuera real. Magda ponía música y cantaba en voz baja acunando a la niña. Roger casi podía fingir que formaban una familia normal y feliz, y que todo aquello era suyo. Pero a la fría luz de la mañana, cuando Magda ya no estaba a su lado, recordaba que era solo una ficción.
¿Cómo acabaría?, se preguntó un día. Dejó el lápiz, desarmado ante la idea. Tarde o temprano tenía que ocurrir. El fin de curso se aproximaba amenazador, y sin un trabajo en la ciudad no tendría excusa para quedarse allí; todos esperarían que volviera a casa para ayudar a su madre o que se marchara a otro sitio a buscar trabajo. Volvería en otoño, sin duda, pero no soportaba la idea de separarse de Magda durante días, por no decir semanas o meses, de no poder verla y protegerla.
E incluso si lograban pasar el verano, ¿después qué? Había imaginado miles de veces que le pedía a Magda que abandonara a Hans y huyera con él. Pero incluso si era capaz de superar el sentimiento de culpa por intentar llevarse a la familia de su hermano mientras Hans luchaba contra los nazis, sabía que sería inútil. Irónicamente, Magda era por completo fiel a su marido y demasiado práctica para supeditar la realidad a sus sentimientos. No dejaría a Hans. Y en un momento dado Roger se licenciaría o acabaría la guerra, y Hans estaría en casa y él tendría que marcharse. No, las cosas no podían continuar como estaban para siempre, pero cómo y cuándo acabarían era algo que no podía ni quería plantearse.
Roger apartó estos pensamientos angustiosos de su cabeza, miró por la ventana una vez más y vio a numerosas personas que empezaban a arremolinarse en el patio de la sinagoga, hasta llegar casi a cien. Se animó. Quizá hubiera cesado la persecución que había estado afligiendo a la comunidad judía y la gente volvía a su rutina cotidiana. Pero algo había cambiado. La multitud era insólitamente grande para un día de entre semana, y que él supiera no era festivo. Y hombres y mujeres estaban mezclados, no separados, como cuando se sentaban dentro, y sujetaban con fuerza a sus hijos.
Entonces reparó en las maletas y las bolsas que había a sus pies. Se le encogió el estómago. Quizá un grupo que se iba de vacaciones, a las montañas o al lago. Pero comprendió con desazón que no estaban allí por propia elección.
Vio a un oficial uniformado de la Gestapo, muy alto, y después a otro, moviéndose entre la multitud y poniendo a la gente en fila. Lo invadió el miedo. Había oído hablar de las deportaciones de judíos, por supuesto, pero esos traslados se hacían de los pueblos a las ciudades y solo eran rumores, nada confirmado. A pesar de todo lo que había ocurrido, parecía imposible que estuvieran encerrando a los judíos de Breslau, personas cultas, comerciantes y artesanos, delante de sus narices, en el centro mismo de la ciudad y a plena luz del día.
Unas fuertes voces que venían de abajo interrumpieron sus pensamientos. En un extremo vio una reyerta, un hombre que no se había puesto en fila con suficiente rapidez y al que estaban dando patadas y golpes. Un nazi sacó su pistola, y Roger se preparó para lo peor. Pero en lugar de disparar, pues un tiro en plena calle habría llamado la atención, el nazi empleó el arma como instrumento contundente y golpeó al hombre en la cabeza hasta que este cayó al suelo y se quedó inmóvil.
Roger se apartó de la ventana, asqueado. Oyó ruido de pisadas a su espalda y al darse la vuelta vio a Magda en la puerta, que él había dejado entreabierta sin darse cuenta, estirándose con nerviosismo las mangas del vestido. Roger se plantó delante de la ventana con la esperanza de tapar la escena de abajo, pero por la expresión de Magda comprendió que ella la había visto.
—Cariño —dijo, dirigiéndose hacia ella, olvidándose de la discreción en su deseo de confortarla.
Magda dio medio vuelta y salió de la habitación sin pronunciar palabra.
Esa noche no fue al salón; puso la excusa de que estaba cansada y acostó pronto a la niña. Roger tampoco se quedó mucho rato abajo; el espacio que normalmente compartían le resultaba insufrible y estuvo estudiando hasta tarde en su cuarto.
A la mañana siguiente buscó a Magda por la casa silenciosa. Cuando salió para ir a clase, el sol brillaba por entre las ramas de los árboles y proyectaba sombras sobre los adoquines de la calle. Iba con la cabeza baja, tratando de evitar ver el muro de la sinagoga. Podría haber sido una mañana cualquiera, salvo por el perturbador espectáculo que había presenciado desde su ventana. Tendría que haber hecho algo más que quedarse allí al margen como un cobarde, pero ¿qué? Pensó en Hans, y de repente comprendió el incansable trabajo de su hermano, la magnitud de lo que intentaba hacer.
¿Y Magda? Los nazis llevaban ya varios años apresando judíos, pero la rapidez y el alcance de la deportación que él había presenciado parecían indicar un nuevo nivel de agresión. La protección de Hans tenía sus límites. Volvió a pensar en pedirle a Magda que se marchara con él. Magda no lo haría solo por sus sentimientos hacia él, pero si pudiera convencerla de que huir era lo mejor para ella y para la niña…
Absorto en sus pensamientos, casi había llegado a la parada del trolebús cuando cayó en la cuenta de que había olvidado el trabajo que tenía que entregar ese día para el seminario. Se detuvo a reflexionar. Si volvía a buscarlo sin duda llegaría tarde, pero el profesor Helm no consentía que se retrasaran con los trabajos. Dio media vuelta y echó a andar a toda prisa hacia la casa.
Pasados diez minutos, cuando iba a doblar la esquina de la sinagoga, se detuvo. En mitad de la manzana, frente a la casa de Hans y Magda, estaba aparcado un enorme Mercedes negro, adornado con un banderín con la esvástica a cada lado del capó. Se le cortó la respiración. Tranquilo, pensó, obligándose a mantenerse erguido. Los nazis podían haber entrado otra vez en la sinagoga, para continuar la redada del día anterior, pero entonces habían aparcado en la calle de al lado, no en esa. No, en esta ocasión se trataba de algo distinto.
Se quedó paralizado, indeciso. Su primera reacción fue pedir ayuda, pero en el mismo momento comprendió que la idea era ridícula. Allí nadie prestaba auxilio desde hacía años. Y Hans estaba demasiado lejos para hacer nada.
Armándose de valor, echó a andar. Al aproximarse a la casa, se abrió la puerta. Retrocedió de un salto y se escondió detrás de un camión de reparto. Su pánico tomó cuerpo al ver a tres oficiales alemanes que se dirigían al coche. ¿Qué hacían allí? No podía oír lo que decían, pero sí percibir su frustración. Si habían ido en busca de algo, no lo habían encontrado.
Se obligó a permanecer inmóvil mientras el coche arrancaba, y apenas logró esperar a que saliera de allí para entrar corriendo en la casa.
—¡Magda! —gritó. No hubo respuesta. Corrió escaleras arriba, hasta el segundo piso—. ¡Magda!
La encontró en la habitación de la niña, junto a la cuna, meciendo en silencio a Anna entre sus brazos. Cuando llegó a su lado, Magda se desplomó sobre él con todo el peso de su cuerpo. Minutos más tarde, cuando Roger notó que Magda podía mantenerse en pie, la llevó a su dormitorio y la hizo sentar en el sofá con tapicería de flores. Aunque la niña dormía apaciblemente, no sugirió que la pusieran en la cuna, sabiendo que no venía a cuento, que Magda no querría perderla de vista.
—Espera aquí.
Roger bajó a la cocina a preparar té, cogió la botella de brandy del estante que había encima del fogón y añadió un poco a la taza. Arriba, le quitó con dulzura la niña a Magda y la dejó en la cama. Le puso la taza entre las manos y se sentó a su lado.
—¿Qué ha pasado? —preguntó después de que Magda tomara un sorbo de té.
—Han venido… —balbuceó Magda, dejando la taza en el suelo y tendiéndole la mano a Roger—. La verdad es que no sé muy bien por qué. Primero querían hablar con Hans, pero cuando se dieron cuenta de que no estaba aquí se pusieron a hacer preguntas sobre los vecinos, sobre si había visto a alguien ayudar a los judíos. —Sus dedos se aferraron a los de Roger—. Yo no tenía nada que decirles, por supuesto.
Por supuesto. Pero los nazis mataban a cualquiera si pensaban que les ocultaba información, fuera cual fuese su religión. Gracias a Dios parecía que los oficiales la habían creído; si no, no estarían allí ellos dos manteniendo esa conversación. Roger sintió un escalofrío en la espalda al comprender la gravedad de la situación.
—¿Crees que saben…?
—¿Lo mío? —Magda asintió—. No es que dijeran nada. Y por suerte Anna ha estado todo el rato dormida arriba, así que no creo ni que se hayan enterado de que estaba aquí.
Roger digirió las palabras de Magda, tratando de encontrar cierto alivio, pero no lo consiguió. La cara de Magda se contrajo de repente.
—¡Ay, Roger! —exclamó. Se inclinó sobre la cama, y su pelo oscuro rozó el vientre de la niña. Agarrada al edredón rosa, se puso a temblar.
Desprevenido ante tan insólito arrebato, Roger se quedó pasmado. Después, al intuir la abismal angustia de Magda, sintió la necesidad de confortarla.
—Vamos, vamos —dijo, estrechándola entre sus brazos—. Ya estás a salvo.
—No es eso —replicó Magda, con la voz ahogada por la colcha.
—Entonces, ¿qué?
—Estoy preocupada por Hans.
La inesperada respuesta fue como un puñetazo en el pecho para Roger. Se enderezó.
—Claro, es normal.
Y era lógico que una mujer se preocupara por su marido. ¿Quién podía discutir una cosa así? Pero Roger se volvió de cara a la pared.
—No, por favor. —Magda le tocó un hombro—. Estoy asustada por su seguridad, eso es todo. Le tengo cariño —se apresuró a añadir, a la defensiva.
—Entonces, ¿por qué? —preguntó Roger con aspereza.
Pensó que Magda no entendería la pregunta, pero por el temblor de sus labios supo que ella sabía perfectamente a qué se refería.
—¿Por ti? ¿Por nosotros? —insistió Roger.
Magda guardó silencio y lo miró como si fuera la primera vez que lo veía. Roger se preparó para la respuesta. Magda se recostó en sus brazos, con el cuerpo relajado, entregado.
—Tú eres el gran amor de mi vida.
A Roger se le hizo un nudo en la garganta que le impedía respirar.
—Ojalá lo hubiera descubierto antes de que fuera demasiado tarde.
A Roger se le ensanchó el corazón hasta tal punto que pensó que le iba a estallar. Era él a quien amaba, no a Hans, y deseaba tanto como él que se hubieran conocido antes para que las cosas fueran diferentes. Pero su alegría sucumbió bajo una oleada de pena cuando las palabras de Magda resonaron en su cabeza: demasiado tarde. Se había imaginado la vida casado con Magda, sin tener que ocultarse, sintiéndose abiertamente orgulloso de su familia. Si hubiera conocido a Magda antes que Hans…, pero siempre les ocurría lo mismo: su hermano siempre era el mejor, el más importante. Naturalmente, lo irónico era que sin Hans él no habría conocido a Magda, reflexionó.
Pero sus inquietudes iban mucho más allá de los celos.
—¿Y tú? —preguntó—. Con todo lo que ha pasado, aquí no estarás a salvo.
Pensó en su hermano. Tiempo atrás, el día que descubrió su escondite, Magda le había dicho que Hans sabía que era judía. Sin duda Hans podría ayudarla, con todos los contactos que tenía.
—¿Has hablado con Hans? —preguntó Roger.
Magda asintió, hundiéndose más entre los brazos de Roger.
—Lo intenté una vez. No le hablé de mí directamente, por supuesto, sino de amigos que necesitaban ayuda, pero él dijo que era imposible, que la organización tenía que centrarse en grupos grandes y que no podía poner en peligro las operaciones para ayudar a individuos.
—Pero a lo mejor es distinto si sabe que se lo pides por Anna y por ti.
—No.
Y Magda tenía razón. Hans, íntegro y distante, no haría excepciones, ni siquiera por su propia familia.
—Prométeme que no le dirás nada.
Roger se mordió los labios.
—Lo prometo.
—Además, no me merezco esa ayuda.
Una expresión de autocensura y desprecio de sí misma distorsionó su rostro, y Roger comprendió que estaba pensando en su historia de amor. Magda no se consideraba digna de que Hans le brindara protección cuando ella estaba traicionando su confianza.
—Magda, no…
Magda hizo un gesto con la mano.
—Algún día tendré que responder por lo que he hecho aquí…, por verdaderos que sean mis sentimientos hacia ti.
Su voz estaba cargada de resignación. Roger pensó en el leve cargo de conciencia que sentía él. Si hubiera sido mejor persona, se habría sentido más culpable por quitarle la esposa a su hermano en su propia casa, pero Hans lo tenía todo y no valoraba nada.
—Solo me preocupa Anna —añadió Magda, cambiando de tema.
Roger asintió. Con una madre judía, también considerarían judía a la niña.
—He hecho averiguaciones entre los vecinos —reconoció Magda.
Mucho se había especulado sobre los Bader, la pareja ya mayor de la casa de al lado, sobre si protegían de alguna manera a los judíos. Roger nunca había hablado con ellos. Últimamente reinaba cierto malestar entre la gente, como si todos se observaran, sin saber en quién se podía confiar.
—Yo puedo ocuparme de Anna —protestó Roger.
—Ya sé que querrías hacerlo, cariño —dijo Magda con dulzura, acariciándole la mejilla—. Pero tendría que vivir escondida, de una manera que tú no podrías llegar a controlar. —Roger sintió una cuchillada en el pecho al imaginar por primera vez cómo sería la vida sin Magda y su hija—. No llegará a ese extremo —añadió Magda en tono convincente al notar la ansiedad de Roger.
—Deja que hable con Hans —dijo Roger de repente—. Si puede arreglar los papeles, te sacaremos del país. Para ir a Ginebra, o a París.
Aunque no lo dijo, saltaba a la vista que pensaba ir con ellas, que no las dejaría viajar solas.
—No —replicó Magda, tajante—. Tenemos que quedarnos aquí por Hans.
Que no está aquí por ti, le habría gustado señalar a Roger, pero no lo hizo. Magda no había impuesto la igualdad como trueque en ese matrimonio.
—Pero se sentiría más tranquilo si supiera que estáis a salvo.
—No —le espetó Magda más enérgicamente de lo que Roger la había oído jamás—. ¿Es que no lo entiendes? —dijo entre dientes, bajando la voz hasta convertirla en un susurro, a pesar de que, aparte de la niña, estaban solos en la casa—. Casi no puedes contenerte cuando Hans está aquí. Es tu expresión, tu forma de mirarme.
Roger apartó la mirada, avergonzado. Le habría gustado negarlo, pero no podía.
—No eres solo tú —se apresuró a añadir Magda, suavizando sus palabras con una sonrisa—. Yo no soy mejor. ¿No comprendes que si hablas con él se dará cuenta?
A Roger le habría gustado alegar que hablaría con Hans solo por la preocupación que sentía como cuñado, pero a buen seguro la intensidad de sus temores lo delataría.
Acabó por ceder, intentando aplacar a Magda.
—No diré nada.
—Todo irá bien —dijo ella, pero sus palabras parecían vacías.
Por su tono de voz, Roger comprendió que había algo más, algo que Magda ocultaba. Aunque confiaba en él más que en su marido, saltaba a la vista que incluso después de todo lo que habían pasado juntos, todo lo que habían compartido, no acababa de fiarse de él. Siempre habría una parte de Magda que Roger no llegaría a conocer.
—Pero…
Roger se disponía a razonar una vez más con ella, pero antes de que pudiera formular sus argumentos se oyó un ruido en el recibidor, la puerta que se abría, fuertes pisadas. Se quedó paralizado. ¿Habría vuelto la Gestapo? Magda se abalanzó sobre la niña, que estaba en la cama, pero Roger se lo impidió sujetándola por un brazo. Anna tenía que seguir durmiendo para que no gritara.
—Chist… —susurró Roger.
Recorrió angustiado la habitación con la mirada y la posó en el armario. Tenía que meter a Magda y a Anna en el escondrijo, pero no había forma de mover el pesado mueble sin hacer un ruido que llamaría la atención.
Las pisadas estaban ya en la escalera, aproximándose. ¿Qué podía usar como arma? Moriría peleando antes que dejar que se llevaran a Magda y a la niña.
—¿Hay alguien ahí?
Por el resquicio de la puerta asomó la cabeza rubia de Hans.
El cuerpo de Roger se relajó de alivio.
—Hermano —dijo, sintiendo más afecto por Hans de lo que recordaba jamás—. ¡Gracias a Dios!
Pero Hans no parecía sentir lo mismo. Se quedó mirando a Roger y a Magda, y se le acentuaron las arrugas de la frente. Cada vez que Hans volvía a su casa, Roger estaba seguro de que se percataría de lo que había ocurrido, porque no podían pasar inadvertidos acontecimientos de tal envergadura. Pero Hans, siempre ajeno a todo, se retiraba a su despacho con la excusa de atender asuntos pendientes. Roger comprendió de pronto lo extraña que debía de parecer la escena: Magda y él en la intimidad del dormitorio, ella colgada de su cuello de una forma que daba a entender que no era la primera vez. Hans tenía que darse cuenta.
Magda se puso en pie, alisándose el pelo.
—Creía que volvías esta noche.
Aparte de la rojez de los ojos, no había ningún indicio de la desesperación que la había estremecido de pies a cabeza momentos antes. Se dirigió rápidamente hacia Hans, y su rostro se iluminó al recogerle el abrigo. Roger trató de distinguir alguna señal de que el entusiasmo de Magda no era auténtico, o de que su sonrisa era forzada, pero no la vio.
Hans le acarició el pelo a su esposa.
—Es que he podido salir antes. —Se volvió hacia Roger—. ¿Tú no deberías estar en clase?
A Roger le molestó el tono paternalista de su hermano.
—Volví para recoger un trabajo que se me había olvidado. Y menos mal… porque la Gestapo ha estado aquí.
Nada más pronunciar estas palabras se dio cuenta de que había exagerado su papel, como si se hubiera encontrado personalmente con los alemanes.
La preocupación asomó al rostro de Hans.
—¿Y eso?
—Sobre todo han preguntado por lo que hacían los vecinos —explicó Magda, en un tono más tranquilo de lo que Roger creía posible dadas las circunstancias.
El joven vio la expresión de alivio de Hans cuando este comprendió que no habían puesto en peligro sus operaciones. Roger se enfadó. La seguridad de su familia debía ser más importante para Hans que su trabajo.
Mientras Magda seguía contándole la visita, Hans la rodeó con sus brazos y la llevó hasta la cama. Cogió a la niña y los tres se sentaron juntos, la familia reunida. Decepcionado, Roger comprendió que a él lo habían olvidado. Por una parte quería que Hans descubriera lo que pasaba entre Magda y él, poner fin a una situación en la que él jamás tendría las de ganar.
Pero no había sido así, y Roger no quería forzar las cosas. Magda necesitaba más que nunca la protección que le brindaba su matrimonio con Hans. Derrotado, salió en silencio de la habitación.
Esa noche se quedó ante la puerta del despacho de Hans, esperando a que su hermano reparase en él. Miró por encima del hombro. Magda se pondría furiosa si llegaba a enterarse de que estaba desatendiendo sus deseos, que no cumplía lo que había prometido. Pero no le quedaba otra elección después de lo ocurrido. Y contaba con que Hans estaba preocupado y no le decía nada a su esposa. Hans no le diría nada a Magda a menos que realmente pudiera hacer algo, y entonces ya no importaría. Roger tenía que arriesgarse.
Después de varios minutos sin que Hans levantara la vista, Roger carraspeó.
—Pasa —dijo Hans, pero con una amabilidad forzada, como si intentara disimular el fastidio por la interrupción—. ¿Qué tal van tus estudios?
—Bien —contestó Roger, sumiso, más consciente que nunca de la condescendencia de su hermano, del desequilibrio de poder que siempre había existido entre ellos.
—¿Necesitas dinero?
—No, gracias.
Roger hizo un esfuerzo por disimular su indignación. Le había pedido dinero solo una vez para llegar a fin de mes, cuando recibía su asignación, y se lo había devuelto inmediatamente.
—Es por Magda —contestó.
Hans apartó los ojos de los papeles.
—¿Qué ocurre?
Roger respiró hondo.
—Estoy preocupado por su seguridad, y también por la de Anna.
Pero Hans siguió mirándolo, inexpresivo. ¿De verdad no veía la relación entre su trabajo y el peligro que amenazaba a su familia?
—Después de lo que ha pasado hoy…
Hans se enderezó.
—Magda no era el objetivo de la investigación de la Gestapo. Y con mi puesto de diplomático, no se atreverían a tocarla.
Roger comprendió que no era una cuestión de vanidad: Hans estaba dando su sincera opinión. Pero ¿cómo podía estar tan seguro?
—Si pudieras arreglar unos documentos…
Hans negó con la cabeza.
—Incluso si pudiera hacerlo, Magda se negaría a marcharse. —Al menos en ese aspecto Hans parecía conocer bien a su mujer—. Y su marcha llamaría demasiado la atención.
Roger estuvo a punto de estallar. ¿De verdad le preocupaban más a su hermano las apariencias por el bien de su trabajo que la seguridad de su familia? Vaciló, deseoso de añadir algo más, pero ya había dicho más de lo que Magda quería que dijera y no ganaría nada insistiendo a Hans.
—Buenas noches —dijo, y dio media vuelta.
—Espera —le pidió Hans cuando llegaba a la puerta.
Roger volvió como un hermano obediente.
—Magda… Comprendo tu preocupación. —La expresión de Hans se suavizó—. Y durante los próximos meses voy a tener que viajar bastante.
¿Significaba eso que Hans iba a ausentarse aún con más frecuencia?, pensó Roger con una mezcla de esperanza e incredulidad. Parecía imposible.
—Quiero que cuides de ella.
Ya lo hago, le habría gustado decir a Roger.
—Es decir, si me pasara algo… Hans guardó silencio y su rostro se ensombreció, dejando traslucir más inquietud de la que antes había querido reconocer.
—¿Hay algo que…?
—No, que yo sepa, ningún peligro inminente.
Pero daba la impresión de que Hans estaba tratando de convencerse a sí mismo tanto como a Roger.
—Por si acaso, en mi escritorio hay un cajón con doble fondo. Debajo encontrarás dinero y papeles con detalles de mis contactos en diferentes sitios. No busques a menos que sea absolutamente necesario. También hay otras cosas, pero si sabes qué son, os comprometerán a Magda y a ti.
—Por supuesto.
Otra persona habría presionado para obtener más información o incluso habría intentado mirar, pero Hans no iba a decir nada más, y Roger había aprendido a mantener la cabeza gacha.
Roger salió del despacho y miró con desgana el tramo de escaleras que subía hasta el tercer piso. Las noches en que Hans estaba en casa eran las peores, y cuando Roger sabía que su hermano iba a presentarse, se quedaba en la universidad el máximo tiempo posible, hasta que el bibliotecario le recordaba pacientemente que iban a cerrar el edificio. Más tarde se quedaba siempre despierto, tratando de no oír las suaves voces del piso de abajo, incapaz de aceptar que el momento de la aparición de Magda no llegaría.
Empezó a remontar las escaleras. A su espalda oyó ruido en el retrete y al volverse vio a Magda saliendo de allí, en bata, y dirigiéndose al dormitorio con la cabeza baja. Roger se obligó a seguir subiendo, pero el suelo crujió bajo sus botas y se dio la vuelta. Magda miró por encima del hombro desde la puerta y cuando sus ojos se encontraron con los de Roger, él vio reflejado un deseo que le partió el corazón. Bajó unos peldaños, envalentonado. Pronunció el nombre de Magda solo moviendo los labios, sin palabras. Contuvo la respiración, deseando que ella se atreviera a susurrar su nombre. Pasaron varios segundos, y un revuelo de papeles y un carraspeo tras la puerta cerrada del despacho rompieron el silencio.
—Gute Nacht —dijo Magda apresuradamente.
Roger abrió la boca para responder, pero antes de que pudiera hacerlo, ella desapareció en la oscuridad.