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MUNICH, 2009

A las ocho y media de la mañana del miércoles Charlotte entraba en la terminal del aeropuerto de Franz Josef Strauss. Al recorrer con la mirada el vestíbulo de cristal y cromo, frotándose los soñolientos ojos, se preguntó por enésima vez qué estaba haciendo allí. Y sola.

Doce horas antes estaba ante el mostrador de Lufthansa del aeropuerto de Newark, esperando con la tarjeta de embarque. Maldito Brian, pensó, tratando de localizarlo entre la multitud. Que le estuviera haciendo un favor y él la obligara a esperar le parecía un insulto. Lo había llamado con la BlackBerry al número de la tarjeta de visita, pero saltaba el buzón de voz.

Poco después le vibró el móvil. Por fin, pensó, llevándoselo al oído y preparándose para dar rienda suelta a su enfado, pero era un mensaje de texto.

Sigue sin mí. Habitaciones en el Sofitel. Cita mañana a las once con abogados Dykmans en 42 Bayerstrasse. Tomaré siguiente vuelo. Te veo allí.

Charlotte se quedó mirando el mensaje sin dar crédito. Brian le había pedido —no, le había rogado— que fuera con él y ¿la dejaba plantada de repente?

Bajó el teléfono, luchando contra la oleada de emociones que la invadía. Brian no iba a presentarse. Era como si la rechazara otra vez. Solo va a perder el vuelo, tuvo que recordarse a sí misma. Pero no le sirvió de gran consuelo.

Vuelvo a casa y ya está. Estoy libre. No es mi caso, y si él está demasiado ocupado para llegar a tiempo al vuelo, a lo mejor yo también. Pero sentía curiosidad… ¿Qué había tras el caso de Dykmans? ¿Era Roger culpable? ¿Por qué se negaba a colaborar en su propia defensa? Miró la tarjeta de embarque que llevaba en la mano, y el atractivo de Europa la llamó a voces, como un viejo amigo. Hacía años que no paseaba por las anchas calles de Munich, que no tomaba una cerveza en la Hofbräuhaus. Prácticamente podía saborear las Tortes. Serían unas vacaciones gratis, en el peor de los casos.

De modo que dejó sus dudas a un lado y subió al avión. En algún punto sobre el Atlántico, cómodamente reclinada en un asiento de primera clase, la invadió una inesperada oleada de gratitud: se alegraba de tener un espacio libre a su lado, agradecía no tener que dormir tan cerca de Brian. No habría soportado oírlo respirar, ver su pelo despeinado como se le ponía al despertarse.

De repente, mientras pasaba por las aduanas e inmigración, volvieron a surgirle las dudas. Quizá debiera esperar en el aeropuerto para comprobar que realmente aparecía. Pero no tenía ni idea de la línea aérea en la que viajaría ni a qué hora llegaría su vuelo. Y no era posible que la mandara hasta Europa para darle plantón… Sacó unos cuantos euros de un cajero automático, salió y cogió un taxi.

Cuando el taxi se adentró en la autopista camino de la ciudad unos minutos más tarde empezó a acelerar, circulando con más fluidez de lo que podía esperarse dado el embotellamiento. Charlotte se reclinó y contempló por la ventanilla el denso bosque de pinos que ascendía por las laderas a ambos lados de la carretera, las copas envueltas en el velo de la niebla matutina.

Se apretujó el abrigo, sin saber si lo que la hacía tiritar era el frío o las circunstancias. Siempre había tenido una postura contradictoria respecto a Alemania. A pesar de la oposición de Winnie, en el instituto había elegido alemán porque encajaba bien en su horario, y en un viaje de intercambio con su clase a Heidelberg descubrió que el país moderno distaba tanto de las fotografías con grano de la época de la guerra que parecía otro planeta. Hasta más tarde, cuando ya vivía en Europa, no se dio cuenta de ciertas sutilezas, de que se asustaba ante un funcionario de aduanas que le pedía con malos modales el pasaporte en el tren, de que se despertaba bañada en sudor frío si oía sirenas en mitad de la noche, como si hubiera retrocedido en el tiempo y fueran a por ella. Ahora estaba allí por un caso relacionado con los nazis. Se estremeció. A pesar de las modernidades, el contexto histórico era demasiado evidente para no prestarle atención.

Veinte minutos más tarde el tráfico empezó a ir más despacio y ante ella apareció un sinfín de tejados rojos y agujas barrocas de catedral. En sus anteriores viajes a Munich, siempre le había parecido que la ciudad reconstruida era casi demasiado perfecta, como si no le hubiera ocurrido nada y el campo de concentración de Dachau no estuviera a unos quince kilómetros.

El taxi torció por una de las magníficas avenidas bordeadas de majestuosos edificios administrativos. Un minuto más tarde se detenía ante el Sofitel, como Charlotte había indicado. Al salir del coche se miró el jersey negro y los pantalones caquis, pensando que ojalá le diera tiempo a cambiarse, pero sabiendo que era demasiado temprano para ocupar la habitación. Le dejó la maleta al botones y volvió a subir al taxi con la gran bolsa de cuero que también le servía de cartera.

Le dio al taxista la otra dirección y la sorprendió que se parasen un momento después, al doblar la esquina. «¿Aquí?», preguntó. El taxista asintió. Como podía haber ido andando, le dio más dinero del necesario, avergonzada. Al salir miró a derecha e izquierda los edificios de oficinas, idénticos a los de las zonas comerciales de Viena o Zurich. Se atusó el pelo y entró en uno de ellos.

Una vez dentro del imponente vestíbulo vaciló, preguntándose cuánto tardaría Brian y si debía esperarlo allí, pero el guarda situado tras el mostrador de seguridad le tendió una mano. «Guten Tag…» Y no le quedó más remedio que continuar. No sé ni por quién tengo que preguntar, pensó, presentando el pasaporte con creciente angustia. El guarda tecleó algo y se lo devolvió sin preguntarle nada. «Piso dieciocho», dijo.

Charlotte pasó por el detector de metales. Minutos más tarde salía del ascensor y se dirigía a recepción. Una joven de pelo corto y oscuro levantó la vista del teclado.

—Ja?

Guten Morgen. —Charlotte titubeó, tratando de recordar algo de alemán que le resultara útil, pero sin lograrlo—. Soy Charlotte Gold. Vengo a una reunión y no sé muy bien a quién tengo que ver —dijo, sintiéndose estúpida—. Pero mi colega también va a venir, así que puedo esperar a…

—El señor Warrington ha llamado hace unos minutos —la interrumpió la recepcionista con frialdad—. Ha sufrido un retraso inevitable y le ruega que celebre la reunión sin él.

Que celebre la reunión sin él. Sin replicar, Charlotte se apartó del mostrador, ya muy enfadada. Brian había vuelto a abandonarla. Y ni siquiera había tenido el detalle de llamarla a ella. Por supuesto, tenía demasiado miedo a su reacción para decírselo directamente. Siempre había sido así, un abogado litigante e implacable en los tribunales, capaz de cualquier cosa con tal de evitar la confrontación en su vida privada.

Recorrió con la mirada la elegante recepción con crecientes dudas. ¿Cómo iba a enfrentarse a la reunión ella sola? No sabía nada del caso, ni siquiera el nombre de la persona a la que iba a ver. Tengo que inventar alguna excusa y decidir qué voy a hacer, pensó.

Pero la recepcionista ya estaba abriendo una puerta e indicó a Charlotte que la siguiera. La llevó por un pasillo cuya mullida moqueta beis amortiguaba el ruido de sus pisadas. La oficina, en silencio excepto por las voces bajas tras las puertas cerradas, contrastaba muchísimo con el caótico ambiente de trabajo de Charlotte en el bufete de abogados de oficio. La invadió una oleada de nostalgia.

Al llegar al final del pasillo, la recepcionista la hizo pasar a un despacho y se retiró sin pronunciar palabra. Charlotte contempló la sala, con ventanas desde el suelo hasta el techo que ofrecían una vista panorámica de la ciudad. En las paredes no había nada, salvo una anodina acuarela de los Alpes, y faltaban las fotografías y los títulos de costumbre que podrían haber ofrecido una pista sobre la persona a la que iba a ver. La enorme mesa de caoba estaba abarrotada de papeles y tazas de cartón con café a medio consumir. Sus ojos se posaron en el borde y se abrieron desmesuradamente al ver una placa con un nombre. Entonces comprendió por qué se había retrasado Brian, y también por qué no se iba a presentar.

El despacho era de Jack Warrington, el hermano de Brian.

De modo que por eso se había rajado Brian. Nunca se había llevado bien con su hermano. Jack, licenciado en derecho por Yale, dos años mayor que él, era tan tranquilo e intelectual como Brian impetuoso y deportista. «Es inteligente», reconoció Brian al hablar de Jack antes de que Charlotte lo conociera. «Si se bajara de las nubes y viviera en el mundo real…» Pero a pesar de la crítica, el tono de Brian delataba una admiración involuntaria, incluso cierta envidia. Más adelante Charlotte pensó si Brian habría estudiado derecho en parte para estar a la altura de su hermano.

Pero en un momento dado, casi al final de su relación con él, los dos hermanos dejaron de hablarse. Brian nunca llegó a contarle qué había ocurrido exactamente, y Charlotte estaba demasiado absorta en la enfermedad de su madre para preguntar, pero supuso que era por una cuestión de dinero u otro asunto de familia que le parecía insignificante en comparación con lo que ella estaba pasando en aquellos momentos. ¿Era posible que no se hubieran hablado durante todos esos años?

¿Qué pensaría Jack de que se presentara ella allí de repente? ¿Sabía siquiera que iría a verlo? Sintió irrefrenables deseos de salir corriendo, o al menos de salir del despacho y sosegarse un poco. Pero antes de que pudiera moverse se abrió la puerta, y allí estaba Jack.

—Hola, Charley —dijo, llamándola por el diminutivo que no empleaba nadie desde hacía años. Ni siquiera Brian cuando había ido a verla el otro día, a pesar de ser él quien lo había acuñado.

Charlotte no habría sabido decir si a Jack lo sorprendió verla sola o simplemente que estuviera allí. Jack se inclinó, le dio un beso en la mejilla, y el leve aroma de su colonia, sin la menor duda europeo, la devolvió al pasado. ¿Cuándo había estado ella tan cerca de él, lo suficiente como para reconocer su olor?

—Por favor —añadió Jack, enderezándose. Señaló la mesa, retiró dos tazas y sacó una silla.

Charlotte se sentó mientras lo observaba por el rabillo del ojo. El parecido con Brian era visible, no tan marcado como para darse cuenta del parentesco de un extremo a otro de una habitación abarrotada, pero innegable para quienes los conocieran. Jack tenía en común con su hermano la delgadez y la anchura de hombros, el tono castaño oscuro del pelo, que, como a Brian, le caía sobre la frente en el mismo punto, pero mientras que Brian se lo cortaba religiosamente cada tres semanas, Jack lo llevaba más desgreñado y lo tenía más ondulado, lo que, junto con la barba de pocos días, le daba un aire de desaliño intencionado. Y sus ojos eran bien distintos, azul claro, penetrantes.

Jack fue a sentarse enfrente de ella, pero no llegó a rozar la silla.

—¿Un café? —Sin esperar respuesta, salió del despacho y cerró la puerta.

Charlotte se estremeció. Jack siempre la había intimidado. A simple vista podía parecer ilógico: era el hermano sensato y sosegado, y Brian el chulo y gritón. Pero tras el exterior impasible de Jack se ocultaba algo, no solo apasionamiento, sino una especie de ensimismamiento, como si estuviera al tanto de una broma que nadie más podía comprender ni compartir.

—Lo que le pasa es que es muy raro —replicó Brian bruscamente cuando Charlotte comentó el retraimiento de Jack después de conocerlo.

—¿Por qué? —preguntó Charlotte, tratando de comprender como siempre qué había tras la conducta de una persona, el motivo que la impulsaba a actuar de una manera determinada.

Brian se encogió de hombros, pero Charlotte quería saber más. La fascinaba desprender la fachada de las personas, y cuanto más misteriosa fuera mejor. ¿Qué había bajo las capas en las que Jack parecía envolverse?

A ella le daba la impresión de que era algo más que su forma de actuar; sospechaba que no le caía bien. ¿La consideraba poco inteligente? ¿O serían sus orígenes lo que no le gustaba?

En una ocasión celebró con ellos la cena del día de Acción de Gracias, y la familia, que no era en absoluto religiosa, bendijo la mesa. Cuando ella vivía con Winnie, la celebración consistía en sándwiches de pavo calientes en la cafetería de al lado o carne a la brasa en épocas mejores. Pero para los Warrington era una cena en toda regla para veinte comensales, con la vajilla buena y tarjetas con el nombre de cada persona. En un momento dado en el transcurso de la bendición, más que una oración un largo y tortuoso monólogo destinado a dejarles bien claro a los invitados la ancestral relación de la familia con el Mayflower, Charlotte levantó la vista. Sus ojos se encontraron con los de Jack, que estaba enfrente de ella y alzó ligeramente la cabeza y enarcó una ceja en un gesto de complicidad. Charlotte parpadeó y la expresión se borró de la cara de Jack, que volvió a agachar la cabeza. Charlotte pensó que eran imaginaciones suyas. Unas semanas más tarde se enteró de lo de la enfermedad de su madre y no volvió a visitar a la familia de Jack ni a verlo a él.

Hasta ese momento. Se abrió la puerta del despacho, y reapareció Jack balanceando dos tazas. Le dio una a Charlotte, que casi metió la nariz en el capuchino sin azúcar, halagada por que recordara cómo le gustaba tomarlo y molesta al mismo tiempo por que diera por supuesto que no había cambiado. Se debatió entre las dos emociones hasta que decidió olvidarlas y aceptar de buen grado la cafeína que tanto necesitaba.

—No sé si deberíamos esperar —dijo, desplomándose en la silla que le señaló Jack—. O sea, Brian dijo que…

—Brian —Jack pronunció el nombre de su hermano con inconfundible retintín— no va a venir. Ha dejado recado de que se retrasa y que empecemos sin él. Pero me extrañaría que apareciese.

—¿Has hablado con él?

Jack negó con la cabeza, jugueteando con el último botón de su impecable camisa azul.

—Hace años que no hablo con él. Le dejó el recado a mi socio.

—No entiendo nada.

—El bufete de Brian se puso en contacto conmigo hace unos meses para pedirme que trabajara en el asunto de Dykmans. Pero a nivel personal, mi hermano y yo estamos enemistados, como suele decirse.

Pero te ha remitido el caso, pensó Charlotte. Por supuesto, Brian era lo suficientemente listo para saber que Jack era la persona idónea para llevar el caso, del mismo modo que sabía que necesitaba a Charlotte. No permitiría que los sentimientos, o en el caso de Charlotte, la ausencia de sentimientos, impidieran que le brindara a su cliente y a sí mismo las mayores posibilidades de ganar.

—Pero no perdamos tiempo con eso. ¿Cómo te ha ido durante todos estos años?

—Bien —contestó Charlotte con cierta timidez—. Soy abogada de oficio en Filadelfia, en casos de delincuencia juvenil.

Se le vino a la cabeza la cara de Marquan. Si Brian había dado marcha atrás y la había dejado sola allí, ¿incumpliría la promesa de la defensa que ella le había exigido?

—Debe de ser increíblemente difícil —dijo Jack, con más interés del que Charlotte se esperaba. En sus ojos había un destello que no tenía Brian cuando le habló de su trabajo.

—Pues sí —reconoció Charlotte—. Pero me encanta. No tengo ni idea de por qué estoy aquí.

Guardó silencio, esperando una explicación, pero Jack se quedó mirándola fijamente, con una mano apoyada en la barbilla, como incitando a un testigo a decir algo más en una declaración.

—Y no me esperaba que ejercieras en la privada —añadió, un tanto incómoda—. Creía que estabas en el Tribunal.

Dos años por delante de Brian y de ella en la facultad de derecho, Jack siempre se había centrado en la acusación en crímenes de guerra. Le concedieron la misma prestigiosa beca en La Haya que Charlotte rechazó tiempo después, y allí llegó a fiscal permanente y obtuvo reconocimiento internacional por sus logros en los casos de genocidio. Charlotte no sabía que se había marchado.

Jack arrugó la frente como si a él también le extrañara.

—Sí, bueno, es que hubo una reestructuración política en La Haya y cambió la agenda. Todo lo que intentaba hacer acababa enredado en la burocracia y la política, y con todas las cosas de las que hay que ocuparse desde el 11 de septiembre, el Tribunal no recibe el mismo apoyo del resto del mundo que tenía antes. Empecé a sentirme frustrado, a volverme cínico. Los del bufete se pusieron en contacto conmigo y me ofrecieron la oportunidad de seguir trabajando en serio en favor de los derechos humanos en régimen de voluntariado.

Así que él también había salido huyendo. Esa circunstancia parecía nivelar en cierto modo el campo de juego, hacía a Jack un pelín menos intimidatorio.

—Naturalmente, la pega es que tengo que enfrentarme con el mismísimo diablo —añadió, haciendo un gesto con la mano que abarcó todo el despacho—. ¿Qué sabes de Dykmans?

Charlotte se encogió de hombros, percatándose de la ironía del giro que tomaba la conversación. Había buscado a Roger Dykmans deprisa y corriendo en Google antes de ir al aeropuerto y había escaneado unos cuantos artículos sobre los cargos presentados contra él.

—Solo lo que es de dominio público y lo poco que me contó Brian hace unos días. Es un financiero con mucho dinero. Y su hermano era Hans Dykmans, el que sacó a varios miles de judíos de Praga.

—De Praga, Budapest y prácticamente todas las demás grandes ciudades de Europa del Este —replicó cortante Jack, y a Charlotte le sentó como un tiro la corrección—. Roger Dykmans emigró a Canadá después de la guerra. Se las ingenió para llegar a Manhattan, donde fundó Dykmans James con un amigo, en 1949. Gracias a la visión empresarial que le había dado el mercado alemán se especializó en garantías para la financiación de la industria armamentística. Supo estar en el sitio adecuado en el momento oportuno y aprovechar el desarrollo militar de la Guerra Fría, financiar a varias grandes empresas, y sus clientes ganaron auténticas fortunas.

—Y él también —observó Charlotte—. ¿No se cambió de nombre después de la guerra?

Jack negó con la cabeza.

—No tenía motivo. Al contrario, ser hermano de Hans le otorgaba una especie de legitimidad entre los empresarios judíos.

Charlotte tomó un sorbo de capuchino mientras digería la información.

—¿Casado? Quiero decir, Dykmans —se apresuró a añadir, preocupada por si Jack pensaba que se refería a él.

Pero Jack pareció tomárselo con calma.

—Ni casado ni con hijos. Algunos lo consideraban un viejo maricón; otros pensaban que estaba absorbido por su trabajo. Sea como fuere, en 1944 Dykmans anuncia de repente que se traslada a Ginebra.

—¿Así, sin más?

—Un poco raro, ¿no? Un hombre de más de setenta años que deja su ático en el Upper East Side para establecerse en otro sitio. Dijo que era por el negocio, para desarrollar la presencia en Europa, pero las oficinas de Dykmans James en Ginebra nunca fueron más que una delegación. Es una explicación absurda.

—¿Una novia suiza, a lo mejor? —sugirió Charlotte en broma.

Pero a Jack no debió de hacerle gracia.

—No, que se sepa —contestó con un dejo de desdén.

El mayor de los hermanos Warrington parecía menos enigmático por momentos, reflexionó Charlotte.

—Así que vive en Suiza y va y vuelve de Nueva York continuamente porque allí es donde sigue centrado su negocio —añadió Jack, y tamborileó sobre la mesa con los dedos—. De acá para allá durante casi quince años. Un funcionario de San Petersburgo asegura que la primavera pasada encontró un documento que demuestra que Roger entregó a su hermano a los nazis y fue el responsable de la muerte de los cientos de personas que Hans estaba intentando salvar por entonces.

Charlotte ladeó la cabeza.

—¿Ese documento salió de la nada?

—De los archivos —contestó Jack.

Charlotte asintió; era comprensible. Cuando acabó el comunismo y la Unión Soviética y otros países del bloque oriental se desmoronaron, los investigadores occidentales pudieron consultar montones de documentos inaccesibles hasta entonces.

—Al parecer, el funcionario trató de chantajear a Dykmans exigiéndole millones para no dar a conocer la información, pero Dykmans no entró en el juego. Así que el tipo lo contó a las autoridades y detuvieron a Dykmans.

—¿En Suiza?

—No, en Polonia.

Sin darle tiempo a que preguntara nada más, Jack se volvió, sacó una carpeta de entre las muchas que cubrían la mesa sin siquiera mirarla y se la dio. Charlotte hojeó el primer documento, una fotocopia del pasaporte de Roger Dykmans. Estaba lleno de sellos de aeropuertos de todo el mundo, el itinerario global de un atareado ejecutivo financiero. Pero le llamó la atención un sello en concreto, el de entrada en Polonia, que aparecía repetidamente en todas las páginas.

—Eso es lo más curioso —continuó Jack—. Lo cogieron en Varsovia, ante el solar en el que van a construir el Museo de la Historia Judía. Se rumoreó que estaba dispuesto a hacer alguna barbaridad.

Charlotte levantó la vista.

—¿A su edad?

Jack asintió repetidamente.

—Como ese vejete loco que se lio a tiros en el vestíbulo del Museo del Holocausto de Washington hace unos meses. Solo que Dykmans no iba armado cuando lo encontraron. Lo extraditaron a Alemania.

—Dykmans fue a Polonia al menos doce veces durante los últimos dos años, incluso después de que salieran a la luz las pruebas de su supuesta complicidad. ¿Por qué haría una cosa así?

Jack se recostó en la silla y entrelazó las manos detrás de la cabeza, como solía hacer Brian. Después se abalanzó sobre su taza y tomó un sorbo de café.

—A veces los culpables sienten la necesidad de volver al lugar del delito.

—Eso dicen.

A Charlotte le fastidió la simpleza de la frase de Jack y su tono, rayano en el paternalismo. ¿Se le había olvidado que ella trabajaba en la defensa de delincuentes?

—Pero yo no creo que sea eso —añadió Jack, sin pillar el sarcasmo o prefiriendo no hacerlo.

—¿Entonces?

—Por eso estás tú aquí.

Jack dejó su taza.

—¿Le has preguntado a él?

—Por supuesto, pero eso es lo que más desconcertado me tiene, que se niegue a colaborar en su propia defensa y no quiera decir gran cosa sobre nada. Es como si hubiera tirado la toalla.

Brian había dicho algo parecido, recordó Charlotte.

—Qué raro.

—Y te quedas corta. Es decir, está viejo y solo, pero tiene su negocio, su prestigio. Lo normal sería que quisiera conservarlos.

Charlotte pensó en sus clientes de Filadelfia, chavales como Marquan, la mayoría de los cuales se negaban a hablar. Pero su silencio era producto del miedo por su seguridad, al parecer nada que ver con el caso de Dykmans.

—¿Estás preparada para verlo? —preguntó Jack. Sin dejarle responder, añadió—: Entonces, ¿a qué esperamos? Vamos.

Diez minutos más tarde Charlotte estaba en el asiento trasero de un coche negro, al lado de Jack. Una de las ventajas de la praxis privada, le había explicado él mientras subían al vehículo que estaba aparcado en el bordillo enfrente de su bufete, saludando con la cabeza al conductor.

—¿Está muy lejos? —preguntó Charlotte mientras salían del centro de la ciudad.

—A pocos kilómetros.

Cuando rodeaban la Marienplatz, Charlotte estiró el cuello para intentar ver el famoso glockenspiel, el reloj mecánico de carillón.

—Oktoberfest —dijo Jack, señalando la plaza, donde unos trabajadores colocaban mesas bajo una enorme carpa, y después puso una expresión de resignación.

No me importaría asistir a la fiesta de la cerveza, pensó Charlotte. Las celebraciones de ese tipo, o el mercado navideño que ocupaba la principal plaza comercial de Cracovia en diciembre, formaban parte de lo bonito de vivir en Europa, pero, para Jack, las multitudes y el ruido no eran más que una locura insufrible.

—¿Sabes algo de la matanza de Theresienstadt?

Pillada por sorpresa por aquel repentino cambio de tema, Charlotte titubeó.

—No. O sea, sé lo del campo de concentración.

Theresienstadt, o Terezín, era el campo de concentración modelo que establecieron los nazis en Checoslovaquia con la intención de demostrar que no trataban tan mal a los judíos, que solo los tenían internados temporalmente. Había una escuela, con clases de artesanía y música, y sacaban a los alumnos en grupos cuando llegaba la Cruz Roja u otras visitas. Por supuesto, en cuanto se marchaban, los prisioneros volvían a unas condiciones tan espantosas como las de los demás campos.

—Pero no sabía que hubiera habido una matanza allí.

Al rostro de Jack asomó una expresión de reproche, como si esperase que Charlotte estuviera más preparada. Lo estaría si me hubieran avisado con más de veinticuatro horas de antelación, pensó Charlotte.

—Hans Dykmans estuvo destinado en el cuerpo diplomático de Breslau hasta que estalló la guerra —empezó a explicar Jack.

Charlotte asintió. Breslau, el nombre alemán de Breslavia, ciudad que actualmente forma parte de Polonia.

—A Hans le angustiaba la situación de los judíos y que casi nadie hiciera nada por remediarla —prosiguió Jack—. Así que empezó a trabajar en secreto con un grupo internacional, a preparar papeles falsos para ayudar a huir a los judíos. Pero una vez en los campos de concentración, era prácticamente imposible hacer nada para ayudarlos, y a medida que avanzaba la guerra y los alemanes iban más a la desesperada, estos tenían menos motivos para mantener el simulacro de Terezín.

»Hans sabía que era cuestión de tiempo que los nazis desmantelaran el campo y enviaran a todos los niños a Auschwitz o Treblinka, a una muerte segura. Entonces formó una delegación de alto nivel de supuestos emisarios internacionales para que visitara el campo. En realidad eran personas que trabajaban con él y con la resistencia. El plan consistía en que, una vez en el campo, pidieran que se permitiera a los niños participar en un intercambio internacional con niños de un campamento de verano de Suecia. Puestos en ese aprieto, a los alemanes no les habría quedado más remedio que acceder, y Hans hubiera podido sacar a los niños del país, pero antes de que se hiciera el intercambio alguien les fue con el cuento a los alemanes, y Hans y la delegación fueron detenidos.

—¿Y los niños? —preguntó Charlotte, temiéndose lo peor.

—Pues no se sabe con exactitud qué les pasó, pero la mayoría de la gente cree que los mataron.

Charlotte empezó a sentir náuseas. Tragó saliva, tratando de apartar las imágenes de su cabeza, como podría haber hecho con un cliente acusado de un asesinato especialmente espeluznante.

—¿Y la acusación es que Roger delató a Hans?

—Jack asintió.

—¿Tú crees que lo hizo? —Se avergonzó de su pregunta. Como abogada defensora, sabía que era un axioma no centrarse en la culpabilidad del cliente, no preguntar. Representar diligente y escrupulosamente, en eso consistía su trabajo.

Pero si a Jack le molestó el desliz no dio muestras de ello.

—Habiéndolo conocido, resulta difícil imaginárselo tan cruel.

Los dos sabemos que eso no prueba nada, pensó Charlotte. Le hubiera gustado recordarle las personas que ella había contribuido a procesar en La Haya, como el profesor de matemáticas de un instituto de Pristina que había matado a varias mujeres y a sus hijos con absoluta indiferencia. Pero no lo hizo. Sus pensamientos avanzaron por otros derroteros.

—Dices que la matanza fue en Checoslovaquia, pero a Dykmans lo detuvieron en Varsovia.

—Es polaco y…

—¿Polaco? —lo interrumpió Charlotte—. Yo creía que era escandinavo, u holandés.

—Sí, eso pensaría cualquiera; por el apellido, ¿verdad? Creo que un abuelo suyo era sueco, pero la mayor parte de la familia era polaca. Se crio en el sur del país, como a una hora al oeste de la Cracovia de entonces. Pero no volvió hasta mediados de los noventa.

A Charlotte le entró una vaharada de ambientador por la nariz y reprimió un estornudo.

—Entonces, ¿por qué vuelve ahora? ¿Será por el sentimiento de culpa, o por la necesidad de averiguar qué le pasó a su hermano?

—Eso lo sabemos, por desgracia.

El coche empezó a reducir velocidad ante un recinto amurallado que Charlotte supuso que sería la cárcel.

—Los nazis ejecutaron a Hans en 1944.

Mientras el guarda tramitaba su entrada, Charlotte contempló los altos muros de la prisión.

—Es inmensa —dijo, mientras atravesaban la verja.

El mosaico de grandes edificios alrededor de patios cubiertos de césped, la arquitectura, mezcla de piedra antigua y hormigón moderno, podría haber sido el de un campus.

—Una de las mayores de Alemania —reconoció Jack—. Y también tiene una historia realmente interesante. A finales del siglo XIX guillotinaron a varios prisioneros, y el propio Hitler estuvo encarcelado aquí a principios de los años veinte.

—Después del Golpe de la Cervecería —añadió Charlotte, sintiéndose como una alumna que da la respuesta acertada en clase.

Poco después el conductor se detenía ante unas puertas dobles de cristal, y Charlotte se bajó del coche detrás de Jack. Una vez dentro, observó que le presentaba rápidamente sus credenciales al guarda y le indicaba a ella que enseñara su pasaporte. La chaqueta deportiva de tweed que se había puesto al salir del despacho tenía un aire más académico que profesional y le daba cierto aspecto de golfo.

Los acompañaron hasta el detector de metales y a Charlotte le registraron el bolso, procedimiento al que estaba acostumbrada por las visitas a sus clientes en la cárcel. Por último, el guarda los llevó por un corredor hasta la sala de reuniones. Más acogedora que las de las cárceles de Estados Unidos, pensó Charlotte, con moqueta marrón descolorida y cortinas a juego un poco más desvaídas por el sol. Era sorprendentemente común, salvo por los barrotes de las ventanas, pequeñas y altas.

Oyeron el sonido de unos pies arrastrándose detrás de ellos, y otro guarda entró con un hombre, salió y cerró la puerta. Lo primero que le llamó la atención a Charlotte de Roger Dykmans fue su aspecto normal y corriente. Un hombre menudo, que se estaba quedando calvo, con pantalones caquis y camisa blanca bien planchados, y que no parecía ni el monstruo ni el magnate que ella se había imaginado. Su atuendo era como los que se veían por la calle, salvo que no llevaba cinturón ni corbata y calzaba mocasines sin cordones. Nada con lo que pudiera lesionarse.

Debía de rondar los noventa años, pero no los aparentaba. Los ojos que se clavaron en Charlotte con mirada crítica eran los de un hombre mucho más joven, brillantes y claros. Su postura era erguida, y bajo la barba blanca, la piel tenía una tersura prodigiosa, un regalo de la genética que ningún cirujano podía reproducir. Era un factor que no le haría ningún favor en el juicio. Los tribunales mostraban comprensión ante los viejos y los débiles, en parte porque parecía poco probable (en el caso de Dykmans poco menos que imposible) que repitieran sus transgresiones y en parte porque los miembros del jurado se sentían como si fueran a encarcelar a sus abuelos. Pero Dykmans solo les recordaría a un tío suyo, y encima rebosante de vida.

—Señor Dykmans —empezó a decir Jack, adelantándose.

Fue entonces cuando Charlotte lo observó, un respingo apenas perceptible, algo inesperado en un hombre refinado y de su educación. ¿Lo habría amenazado alguien en la cárcel o sería el vestigio de algo ocurrido hacía años? Quizá no fuera tan diferente del resto de sus clientes.

—Gracias por haber accedido a vernos habiéndole avisado con tan poco tiempo.

En el tono de Jack había un dejo de deferencia que Charlotte no había notado hasta entonces.

Ja, aquí si algo me sobra es tiempo.

No hablaba mal inglés, pero sí con marcado acento, una huella del viejo país que las décadas en Estados Unidos no habían logrado borrar y que quizá hubieran fortalecido sus últimos años en Europa.

Su aspecto revelaba una dignidad que ni la cárcel podía ocultar, observó Charlotte. Iba peinado con esmero, y el atuendo carcelario parecía recién planchado. El dinero, el dinero a montones, comprendió Charlotte. Brian le había dicho que Dykmans dirigía un banco financiero, y ella lo vio reflejado en las manos impecables, en el delicado bronceado. Naturalmente, el refinamiento no se puede considerar indicio ni de culpabilidad ni de inocencia. En las SS había médicos, intelectuales. Más cerca de su propia experiencia, había leído en alguna parte que un prestigioso médico de la Main Line de Filadelfia, del que se rumoreaba que había matado a su esposa con un azadón, se había sentado después a cenar, dando buena cuenta de una botella de Chardonnay mientras ella se desangraba a escasos metros, antes de entregarse tan tranquilo. Pero Dykmans tenía un halo de serenidad que descartaba toda sospecha de culpabilidad.

—Le presento a Charlotte Gold. La envía el despacho de abogados de Estados Unidos que le representa a usted para que ayude en su caso.

Charlotte observó que Jack no mencionaba a su hermano. Dykmans le dirigió una breve mirada y después la desvió con indiferencia. El malestar de Charlotte estuvo a punto de estallar. Había ido allí por Dykmans, no por ella.

—¿Nos sentamos? —propuso Jack, dejando su maletín sobre la mesa. Después de que Dykmans tomara asiento frente a ellos, añadió—: Como sabe, falta un mes para el juicio, así que esperábamos que estuviera usted dispuesto a contarnos algo más, a repasar el expediente una vez más.

Dykmans no respondió; se limitó a mirar por la ventana. Charlotte se dio cuenta de que no era que la despreciara a ella, sino toda la situación, como si estuviera en juego la vida de otra persona y él fuera un simple espectador. Volvió a acordarse de los chavales de los barrios deprimidos a los que representaba: quemados por el sistema, su precaución era comprensible, y ella tenía que ganarse su confianza. Sacó una fotografía en blanco y negro de la carpeta que le había enseñado Jack en su despacho, un retrato de un grupo sentado ante una chimenea.

—¿Es su familia? —preguntó.

Era una de las dos cosas que con frecuencia establecían un vínculo con sus clientes, la familia o los deportes, y lo último difícilmente funcionaría en este caso. Y desde luego, la familia podía ser un tema arriesgado, dado el carácter de las acusaciones que pesaban sobre él.

Pero Dykmans pareció tomarse con calma la pregunta y tendió las manos hacia la foto con pulso firme.

—Son mi Mutter y mi padre. —Mezclaba el inglés y el alemán sin darse cuenta—. Y por supuesto, mi hermano, Hans, y mi hermana, Lucy.

No añadió nada más; siguió mirando la foto, con expresión ausente.

—Señor Dykmans —volvió a empezar Charlotte con dulzura.

Él levantó la vista, como si se hubiera olvidado de que estaba allí.

—Hemos visto en su pasaporte que en los últimos años ha vuelto varias veces a Polonia. ¿Podría decirnos por qué?

—Negocios —se limitó a contestar Dykmans.

Charlotte se quedó desconcertada.

—¿Se refiere a los mercados de capital emergentes? —preguntó Jack con impaciencia.

Charlotte lo miró, molesta. Se tardaba tiempo en aproximarse a un cliente, en ganarse su confianza. Y quería que Dykmans se explicara con sus propias palabras, sin que Jack se entremetiera.

El anciano negó con la cabeza.

—No, perdón. Lo he dicho mal. No esa clase de negocios. Asuntos familiares, ocuparme de nuestra casa de Vadovice.

—¿Sigue allí? —terció Charlotte, incapaz de disimular su sorpresa.

—Sí. Después de la guerra la expropió el régimen comunista, pero hace unos diez años el gobierno polaco aprobó leyes de restitución, y se pudo solicitar la devolución de las propiedades. Yo lo hice, y como se encontraba en un estado terrible, la estoy rehabilitando.

Para qué, le habría gustado preguntar a Charlotte, pero sin darle tiempo a hablar, Dykmans se levantó.

—Les doy las gracias, pero estoy un poco cansado. Con su permiso.

Fue hasta la puerta, llamó y esperó a que volviera el guarda.

—¿Eso es todo? —soltó Charlotte minutos más tarde, mientras traspasaban la puerta de la prisión.

Jack asintió.

—Y ha sido una conversación larga para Dykmans. Seguramente nunca había hablado tanto.

—Ahora entiendo por qué dices que no colabora.

Al entrar en el coche, Charlotte se percató de que Jack le miraba las piernas y de que apartaba tan rápidamente la mirada que pensó que a lo mejor eran imaginaciones suyas. La recorrió un repentino chispazo de electricidad. Por primera vez se dio cuenta de que era atractivo, y no solo por su parecido con Brian. Pero ¿cuál sería su situación? ¿Estaba casado o salía con alguien? No llevaba anillo, pero eso no significaba gran cosa hoy en día para los hombres. Recordó lo que le había contado Brian hacía unos años, que una adinerada baronesa le había partido el corazón a Jack, pero aparte de eso siempre había estado solo. Brian no entendía a su hermano, y en más de una ocasión había comentado si sería homosexual. «A mí me parecería bien», se apresuraba a aclarar, pero Charlotte sabía que tendría la actitud de «yo no quiero saber nada», y que no sería el padrino en la ceremonia de unión de su hermano con una persona del mismo sexo ni se sentiría cómodo con él en un vestuario. Sin embargo, ella sospechaba que Jack no era gay, que su hermano confundía la inteligencia y la serenidad con el afeminamiento, y ahora estaba segura de eso.

Qué más da, se dijo mientras el coche salía a la autopista. La actitud brusca de Jack, rayana en la grosería, contrarrestaba todo posible atractivo. Y además, con un Warrington le bastaba para toda la vida. Se alisó los pantalones y se esforzó por concentrarse en la conversación.

—Pero ha sido interesante —añadió.

—¿Tú crees? No estoy seguro de que nos haya contado nada.

Charlotte pasó el dedo por un reguero que había formado la condensación en el cristal.

—¿Lo de la casa de su infancia en Polonia? —continuó Jack—. No tiene sentido. ¿Por qué iba a pasar tanto tiempo en la Polonia rural, arreglando una casa vieja, un financiero internacional que tiene que dirigir una empresa?

—¿Por su valor sentimental?

—No creo. Creo que vuelve a la casa en la que vivía su familia antes de la guerra porque está buscando algo.

—¿Como qué?

—No lo sé. —Jack se tiró de la barbilla de una forma que parecía indicar una barba más crecida de la que tenía—. A lo mejor lo que está buscando tiene algo que ver con su culpabilidad.

—O inocencia —señaló Charlotte—. No te olvides de a quién representamos.

—Es verdad. Perdona. Mis instintos de fiscal me pueden.

Sin embargo, Charlotte sabía que era algo más que eso: Jack consideraba culpable a Dykmans.

—¿Y ahora qué?

Una oleada de energía invadió a Charlotte. Ahora el caso era suyo, y sabía que tanto si aparecía Brian como si no, ella llegaría hasta el final.

—Pues ahora nos vamos a Polonia —contestó Jack.