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BERLÍN, 1922
Sol se escondió tras la hilera de abrigos de hombre para observar a la chica de detrás del mostrador, que le estaba dando a un cliente un paquete envuelto en papel. Cuando los dedos de la dependienta rozaron la mano de aquel hombre de edad, Sol sintió envidia de la involuntaria caricia. La chica sonrió con dulzura y le dirigió unas palabras al cliente antes de volver a la caja registradora para completar los detalles de la venta.
Sol había visto por primera vez a la chica hacía una semana, cuando fue al enorme Kaufhaus des Westens a comprar lana para su madre. Se había resistido a hacer el recado; eran casi las cuatro, y a pesar de que los días iban alargándose, no quedaba mucho tiempo para prepararse para el sabat e ir a la sinagoga. Pero su madre se empeñó; estaba acabando los preparativos de la cena con la criada y sin la lana no tendría nada con qué entretenerse durante el largo día siguiente. A Sol le habría gustado recordarle que tejer en el sabat era algo execrable o, desde un punto de vista menos moralista, preguntarle por qué no podía ir Jake. Pero por la tranquilidad que reinaba en la casa comprendió que Jake aún no había vuelto del trabajo. El trabajo de Sol en la Comunidad, revisando manuscritos de obituarios y otros temas no noticiables para imprimirlos en el periódico judío había acabado a las tres de la tarde. Sin excusa posible, entró de mala gana en los grandes almacenes y le entregó a un dependiente de la mercería el puñado de marcos necesario para comprar cualquier cosa en aquellos días, así como una nota de su madre en la que especificaba con claridad lo que quería para que no le comprase otro tono de azul, no lo permitiera Dios.
Cuando se dirigía a la salida, ya con la lana, vislumbró a la chica del mostrador. Siguió andando, con la sensación de que se le había atragantado algo. Después se detuvo y se volvió. Era judía, estaba seguro, aunque últimamente resultaba difícil distinguirlo en las mujeres, la mayoría tan liberales en cuanto a la forma de vestir. Pero ella era distinta. Llevaba las mangas un poco más largas y el cuello de la blusa abotonado, y su modestia lo reconfortó. Si hubiera podido verla, la falda también sería más larga de lo que indicaba la moda, supuso. Y no era el apretado rizo de su pelo negro como el azabache, que se negaba a someterse al moño bajo en el que había intentado recogerlo, el único indicio de su fe. Tampoco el puente de la nariz, flanqueado por unos ojos oscuros quizá demasiado juntos, que a Sol le recordaron a una sabia lechuza. No, era una expresión de temor, una actitud un tanto vacilante que la distinguía de las demás dependientas lo que le decía que no era una de ellas.
Se le agolparon las ideas en la cabeza al subir al tranvía para volver a casa, y durante los días siguientes no cesaba de ver mentalmente la cara de la chica.
—¿Necesitas más lana? —le preguntó a su madre el viernes siguiente por la tarde, con la esperanza de tener una excusa para volver a los almacenes.
—Nein, cariño mío. —La madre sonrió, tomándose el ofrecimiento de su hijo como lo que parecía, un signo de bondad—. Pero unas agujas a lo mejor sí.
Fue a coger su bolso, pero cuando se volvió con unos marcos en la mano, Sol ya se había marchado.
Se quedó detrás de los abrigos, con las agujas recién compradas, observando a la chica, que envolvía un paquete para el último cliente de la tarde. Inhalando el polvoriento aroma de la lana limpia, buscó una excusa para preguntar por las joyas que vendía la chica. Años antes quizá hubiera torcido el gesto ante la idea de admirar a una vendedora, pero desde que la familia no andaba tan bien económicamente no podía permitirse tanto esnobismo. Y se necesitaba experiencia y cierta elegancia para trabajar en los mayores almacenes de la ciudad, sobre todo en un departamento tan destacado y exclusivo.
No era que Sol hubiera tenido la oportunidad de tratar con mujeres en el verdadero sentido de la palabra. Antes de la guerra, cuando era poco más que un muchacho, eran para él como animales salvajes en la espesura, seres extraños a los que había que estudiar desde lejos. Y después, había vuelto tan destrozado… Costaba trabajo pensar que alguien quisiera compartir la vida de un solitario oficinista ortodoxo que vivía con su familia y no tenía nada.
Vio que la chica recogía sus cosas y cerraba la caja registradora. Se imaginó la conversación que nunca mantendría con ella, maldiciendo su falta de valor.
«Mein Herr», dijo alguien a su espalda al tiempo que la chica se dirigía a la puerta. Era un dependiente acuciándole a que comprara algo o se marchara. Sol no respondió; se encaminó rápidamente hacia la salida. Una vez fuera, miró hacia la parada del autobús de la esquina, con la esperanza de que la chica estuviera allí, pero no había ni rastro de ella.
Derrotado, dio media vuelta. Se había entretenido más de lo previsto y ya estaba casi anocheciendo, así que se guardó las agujas en un bolsillo para dárselas a su madre más tarde y se dirigió con aire distraído a la sinagoga.
Sorteando la parada del tranvía, cruzó la abarrotada calle y atravesó Wittenbergplatz, pasando junto a la fuente inerte. Por la puerta abierta de una Kaffeehaus se desparramaba el tintineo de un piano. Entre la envidia y el desprecio, Sol observó desde la ventana a los parroquianos que disfrutaban del fin de semana. El jolgorio se le antojó indecoroso en una ciudad en la que mucha gente difícilmente podía encontrar trabajo y mucho menos hacer vida social. Y parecía un poco forzado, como si actuaran como creían que debían actuar, imitando lo que habían leído en los libros o visto en alguna película, si habían tenido la suerte de ir al Kino, como había hecho Sol un par de veces en su vida. En los meses más cálidos, cuando las terrazas de las cervecerías atraían incluso a mayores multitudes, evitaba pasar por la plaza.
La sinagoga, situada en un extremo del barrio judío, era un edificio grande, suntuoso, con vidrieras y cúpula dorada. Cuando entró Sol, los demás hombres levantaron la vista, lo saludaron con una leve inclinación de cabeza y volvieron a sus conversaciones. La mayoría era de clase media, o lo había sido en mejores épocas, comerciantes y tenderos de las zonas vecinas más al este de la ciudad, con la ropa de trabajo un poco mejor planchada o una chaqueta por encima, especial para el sabat.
Sol sabía que lo consideraban un personaje raro. Un hombre soltero y solo que acudía a la sinagoga todos los viernes por la noche y los sábados era una anomalía entre los judíos más jóvenes de su barrio de Berlín, en su momento pudiente. El movimiento reformista había arrasado, y la mayoría de los jóvenes acudían al templo más moderno al otro lado de la ciudad, si acaso iban a alguna parte. Otros, como su hermano Jake, iban al club social judío de Reisstrasse, no a ceremonias religiosas, sino a comer algo y a discutir de política, y bebían aguardiente y fumaban cigarrillos hasta bien entrada la noche.
Sol visualizó la cara de su hermano gemelo mientras recorría la nave. Jake, que se había afeitado la barba y se había dejado una minúscula perilla y bigote recortado, estaba demasiado ocupado para ir a la sinagoga. Se movía en un amplio círculo de amigos, muchos de los cuales no eran judíos, y pasaba muchas horas en el ministerio, con su trabajo. Naturalmente, él no explicaba así el hecho de no observar los preceptos religiosos. Decía que el sabat tradicionalmente se había celebrado en los hogares, que solo con la diáspora habían empezado los judíos a sentir la necesidad de reunirse en la sinagoga todas las semanas. Resultaba indignante, cómo intentaba entresacar menudencias del Talmud para respaldar sus modernas opiniones al tiempo que hacía caso omiso de la mayor parte de lo que exigía el texto sagrado. Pero Jake siempre había hecho lo que había querido, así que todos los viernes asistía a la cena con su madre, daba conversación al puñado de invitados que ella había reunido y después se iba al club social o a tomar copas Dios sabía con quién.
¿Qué habría pensado su padre del modo de vida de Jake?, se preguntó Sol, manoseando su manto de oración. Aunque si hubiera estado vivo, seguramente Sol tampoco lo habría sabido. Max Rosenberg apenas aparecía por casa, y cuando estaba, no expresaba sus pensamientos. Nacido sin fortuna en un poblado judío de Bohemia, Max había dedicado todas y cada una de las horas de vigilia de su vida al trabajo, y había pasado de tener una minúscula ferretería a una cadena entera, la tercera más grande de Berlín. Cuando estaba en la ciudad acudía puntual a la sinagoga todas las semanas, no por obligación religiosa, sino para mantener la buena opinión que de él tenían sus clientes judíos. No, su padre no habría visto con buenos ojos el modo de vida de Sol, tan observante de la religión y centrado en los libros y el estudio en lugar de en ganar dinero, pero tampoco habría aceptado los devaneos sociales de Jake.
Cuando el rabino empezó a salmodiar, se oyó un leve sonido de pies arrastrándose en la parte trasera del santuario. Los ojos de Sol se dirigieron veloces hacia allí, por donde entraba un grupo de hombres, recién emigrados del Este, con ropa de trabajo desgastada y burda a pesar de sus esfuerzos por quitar la suciedad de cuellos y puños. En los últimos años habían llegado en mayor número y con mayor frecuencia, debido a la violencia, recrudecida bajo el anterior régimen zarista, y a las duras condiciones económicas, intensificadas por la guerra y sus secuelas. En sus rostros llevaban aún las cicatrices de lo que habían visto, la mirada fija y ojerosa más expresiva que lo que pudieran decir en un yidis con marcado acento. Sol dudaba que, viviendo hacinados en unos pisos minúsculos, con frecuencia dos familias en una sola habitación, y trabajando en las fábricas horas interminables por muy poco salario, la vida les resultara menos dura que en el asentamiento al oeste de Rusia. Pero los obreros aceptaban cada palabra y cada gesto como la comida que se le ofrece a un muerto de hambre. Desde el punto de vista de Sol, el trato que Berlín daba a los judíos distaba mucho de ser perfecto, y parecía empujarlos más que abrazarlos. Pero para los inmigrantes la ciudad quedaba a años luz de la barbarie de los poblados de los que habían salido; era un verdadero refugio. En el Berlín moderno se sentían a salvo.
Una hora más tarde, cuando acabó la oración, Sol salió, se bajó el ala del sombrero y se subió el cuello del abrigo para protegerse del gélido aire de marzo. Venció el impulso de fumarse un cigarrillo, para evitar que su madre pusiera mala cara al oler el humo en su aliento y en igual medida por el hecho de que fuera sabat. Las calles estaban más vacías, y los pocos transeúntes andaban rápidamente, con la cabeza gacha con el fin de protegerse del viento. Sol se detuvo en una esquina para sacar unas monedas para el hombre sin techo que estaba sentado junto a un edificio, un excombatiente con una sola pierna al que ya había visto en otra ocasión. Al fin y al cabo, ese hombre tenía que comer, aunque fuera sabat.
Mientras caminaba, sus pensamientos volvieron a su padre una vez más. Recordaba a Max como una figura oscura, alguien que volvía a casa de trabajar muy tarde y hacía misteriosos viajes que duraban semanas enteras. Max trabajaba febrilmente, y tras su muerte, de una enfermedad desconocida, Sol pensaba con frecuencia si tanto trabajar no lo habría matado. Pero el riesgo mereció la pena desde el punto de vista económico: cuando encontraron a Max derrumbado sobre su mesa, era presidente de un próspero negocio y había dejado a su queridísima Dora la cómoda casa de Rosenthaler Strasse y una cantidad de dinero que él consideraba más que suficiente para el resto de su vida. Y lo habría sido si su madre, cándida y embotada por el dolor, no hubiera sido víctima de una estafa que la dejó, ni un año después de la muerte de su marido, con una mínima parte de lo que él había ahorrado.
Veinte minutos más tarde entraba en la casa. Mientras se quitaba las botas en la entrada hizo una mueca al oír las risotadas que salían del comedor. Ya de niño pensaba que las cenas que ofrecía su madre eran un insulto a la dignidad y a la serenidad del sabat.
—¡Sol! —gritó su madre al oír la puerta.
Sol se encogió, abochornado. Normalmente, cuando volvía de la sinagoga, ya habían servido el postre y la conversación teñida de vino era tan ruidosa que podía subir a hurtadillas por la escalera de atrás sin que nadie se diera cuenta. Entró en el comedor de mala gana.
Observó de inmediato que su hermano todavía estaba allí, y le extrañó. Jake debería de haberse ido hacía mucho tiempo a buscar a sus amigos. Pero se había entretenido, y estaba reclinado, pasándose una mano por el pelo, sin el yarmulke, al parecer sin intención de marcharse. Al fijarse en los invitados, comprendió el motivo de que Jake siguiera allí: una joven de pelo oscuro, que hablaba animadamente, sentada a su lado. Cuando se volvió, Sol le vio la cara y se quedó pasmado. Era la dependienta de los grandes almacenes.
No, no era ella. Se dio cuenta al mirarla con más atención, con el corazón desbocado. Sin embargo, el parecido era increíble. Tenía los mismos ojos oscuros y la nariz curva, los mismos labios carnosos y la misma sonrisa fácil. Pero llevaba una melena corta y lisa, el lápiz de labios y el colorete tenían algo que a Sol se le antojó vulgar y ordinario, y el jersey ceñido resultaba indecoroso, un estilo que él sabía que su chica nunca adoptaría.
Sin embargo, sintió curiosidad. Jake nunca había llevado a ninguna chica a cenar a casa. ¿Quién sería? ¿Una secretaria del ministerio? Pero no se parecía en nada a las mujeres austeras y desaliñadas que había visto salir del edificio gubernamental la única vez que fue a buscar a Jack a su despacho. Quizá trabajara en una de las casas de corretaje para los banqueros que iban todos los días al centro desde el elegante barrio residencial de Grunewald en autobús, el Moisés Rugiente, como lo llamaban por el gran número de judíos que viajaban en él. O quizá fuera artista, o actriz, o a lo mejor no trabajaba. Con Jake, nunca se sabía; se movía con soltura entre cientos de grupos y pasaba de uno a otro sin esfuerzo aparente. A pesar de que despreciaba el modo de vida de su hermano, en el fondo Sol deseaba que Jake lo subiera algún día a la alfombra mágica de su vida social.
—Siéntate —le pidió su madre.
Sol miró ansioso la mesa, pensando que si se apiñaba podría sentarse al lado de Jake y la chica, pero los invitados estaban apretujados, así que arrimó el único asiento libre que había y se sentó en el sitio que su madre le indicó, junto a ella.
Observó los restos de la cena que cubrían la mesa, las migas desparramadas por el mantel de encaje y la vajilla de porcelana. Las reuniones que organizaba su madre todas las semanas no habían cambiado en lo externo; por el persistente olor, notó que habían servido pollo con Spätzle, y de postre deliciosas tortitas de chocolate. Solo quien hubiera estado allí en los años anteriores a la guerra habría notado que los trozos de carne eran más pequeños y el vino no tan caro. Los guisos y estofados estaban pensados para estirar los ingredientes más costosos, para esconder entre la salsa y la fécula el hecho de que había menos.
También los invitados habían cambiado; en años anteriores ninguno de ellos habría llevado sino la última moda en ropa. Ahora, si te fijabas, distinguías un zurcido en el cuello del vestido de la señora Leifler, una rozadura en la puntera desgastada de un zapato del señor Mittel. Al parecer nadie se había librado de las penurias económicas de la posguerra.
Al encontrarse con la mirada de Sol, Jake lo saludó con la mano, más amistosamente de lo que podía esperarse de su relación, con la intención de que lo vieran los invitados. Sol no le devolvió el gesto; hizo una inclinación de cabeza y miró hacia otro lado. Recordó la época en la que, antes de que sus vidas tomaran derroteros tan diferentes, habían estado, si no unidos, sí menos distantes.
Escrutó la habitación. La casa siempre había sido de Dora; incluso en vida de Max, en la tapicería de flores, en los muebles ornamentados con profusión había pocas huellas de su padre. Con el paso de los años, el deterioro saltaba a la vista. El papel de las paredes se había decolorado, los bordes de las alfombras estaban raídos y por mucho que se abrillantaran las lámparas no había forma de quitarles la negrura.
La mirada de Sol se posó en la repisa de la chimenea. Entre los candelabros de plata y la fotografía enmarcada de sus padres recién casados, ya amarillenta por el paso del tiempo, había un reloj con fanal de cristal. Era un regalo que su padre le había hecho a su madre tras un viaje de negocios al sur, cuando Sol era pequeño. Era lo que más apreciaba su madre, no solo un recuerdo de su difunto esposo, sino uno de los pocos regalos elegidos con cuidado y cariño por el siempre ocupado Max en el transcurso de su matrimonio. Dora le tenía prohibido a la criada incluso que le quitara el polvo al reloj; lo hacía ella misma con una gamuza especial.
Sus pensamientos quedaron interrumpidos por unas fuertes voces al otro lado de la mesa, y su mirada recayó sobre el señor Mittel, que estaba enfrascado en una acalorada discusión con un invitado al que Sol no reconoció. El diálogo se había desviado hacia la política, un debate sobre las causas de la derrota de Alemania en la guerra y sobre qué habría ocurrido si hubiera vencido. Casi cuatro años después del armisticio, aquel era un tema de conversación muy popular, y las especulaciones no parecían tener fin.
Sol se indignó. ¿Quién de los allí presentes, salvo él, había luchado y había estado a punto de morir en las trincheras?
—Si los judíos… —empezó a decir el señor Mittel. Se calló, como si hubiera olvidado momentáneamente dónde estaba. Se aclaró la garganta y continuó—: Es decir, si la población extranjera hubiera luchado en lugar de defender los intereses que tenían fuera…
A Sol le hervía la sangre de rabia. Los judíos habían luchado al lado de los demás alemanes. Según un informe que había leído en la Gemeinde, por Alemania habían luchado más judíos que ninguna otra minoría, y habían muerto doce mil. Pero habían ocultado ese informe, «a petición» de uno de los ministerios, y la leyenda persistía. Miró a Jake, pensando si corregiría al señor Mittel. Jake, que trabajaba en el Ministerio de Asuntos Exteriores, sabía que aquel hombre estaba equivocado, pero no respondió. No, claro que no; si hubiera defendido que los judíos habían servido en el ejército, habría destacado el hecho de que él no lo había hecho y habría quedado como un cobarde delante de la chica.
Al comprender que nadie alzaría la voz, Sol abrió la boca para decir algo, pero su madre puso una mano sobre la suya, para advertirle que guardara silencio. No era una cuestión de política, ni de miedo; sencillamente no quería que ninguno de sus invitados se sintiera a disgusto, o que el ambiente de su fiesta se estropeara a causa de una situación embarazosa. Dora Rosenberg quería a la gente y buscaba su compañía para atenuar la fuerza de cualquier golpe que pudiera asestarle la vida. Durante la guerra había resistido con tenacidad; acumulaba cupones de racionamiento y provisiones, ofrecía fiestas a la luz de las velas cuando cortaban la electricidad y empezaba las cenas por la tarde cuando el toque de queda impedía que los invitados se quedaran después del anochecer. Se aferró a ellos aún con más intensidad cuando murió su marido y el refugio que él le había construido empezó a deteriorarse poco a poco.
La tertulia se dividió en varias conversaciones. La voz de Jake llegó flotando desde el otro extremo de la mesa:
—Como le decía el otro día al ministro… —Aunque dirigidas a la chica, pronunciaba las palabras en un tono alto, lo suficiente para que las oyeran todos.
Terriblemente irritado, Sol dejó de prestar atención a su hermano. Todo el mundo conocía la posición de Jake. Había empezado a trabajar hacía años para Walter Rathenau, mucho antes de que fuera ministro de Asuntos Exteriores. El día que consiguió el trabajo, Jake llegó corriendo de la universidad, jadeante. «Es increíble», le dijo a Sol. «Dicen que va a ser el Disraeli alemán». Trabajando días enteros con ferviente entusiasmo, se ganó el favor de Rathenau y fue detrás de él en calidad de ayudante cuando pasó a ocupar el cargo.
—En Europa el antisemitismo no es sino un fenómeno social pasajero —oyó Sol que Jake le decía a la chica con toda tranquilidad.
—Pasajero, sí, unos mil años —murmuró Sol.
—¿Qué decías, cielo? —preguntó su madre distraída, sin mirarlo.
Sol no contestó. En su momento había creído, como Jake, que podían figurar entre sus hermanos no judíos, con más semejanzas que diferencias. De adolescente era tan laico como su hermano. Cuando estalló la guerra se alistó sin dudarlo con su amigo Albert, atrapado como todos los demás por el espíritu de 1914, convencido de que Alemania tenía razón y de que se impondría rápidamente. Fue entonces cuando le hicieron darse cuenta, por primera vez en su vida, de que no era como los demás. El único judío de su unidad; le gastaron unas novatadas brutales, que jamás podría haber imaginado. Meaban en su cantimplora y escupían en su rancho, que de todas maneras se comía porque estaba al borde de la inanición y no había otro alimento. Le robaron el par de calcetines de repuesto que tenía, y sufrió congelación y pie de trinchera, que al final le costaron dos dedos del pie derecho.
Pero quizá lo peor fuera el aislamiento. Rechazado por los demás soldados, se vio solo en el lugar más desolado sobre la faz de la tierra. Incluso Albert le dio la espalda, por miedo, evitando a su amigo de la infancia hasta el día en que Sol le sujetó la cabeza contra su pecho mientras agonizaba en las trincheras de las Ardenas.
Y después volvió a casa. No se esperaba que lo recibieran como a un héroe; los civiles no sabían con qué valentía habían luchado ni las penurias que habían padecido. Pero no estaba preparado para la inquina y las recriminaciones: los periódicos decían que los judíos no habían luchado por su país. Habían defendido intereses extranjeros, se habían rendido de buena gana y habían apuñalado por la espalda a los soldados alemanes, que los habían tratado como a hermanos. Los propietarios judíos de las fábricas eran supuestamente los responsables de la escasez de munición, alimentos y otros suministros que había llevado a la derrota de Alemania. Cuatro años después, los imbéciles como el señor Mittel seguían repitiendo las mismas mentiras e insidias que los medios de comunicación, y los políticos se encargaban de propagarlas con el fin de favorecer sus intereses.
Al poco todos los invitados apuraron las tazas de café, y como obedeciendo a una señal tácita, se levantaron para recoger sus abrigos, a pesar de que Dora insistió en que se quedaran un poco más.
—Nosotros vamos a escuchar jazz —anunció Jake al llegar al extremo de la mesa en el que estaba Sol, un «nosotros» que incluía a la chica que lo acompañaba.
—Hola —le dijo Sol quizá en un tono un poco alto a la chica, que pasaba a su lado—. Soy Sol, el hermano de Jake.
—Miriam —respondió ella, tendiéndole la mano según la costumbre moderna, y Sol, venciendo su tendencia natural, se la estrechó.
—Tu cara me resulta conocida —dijo Sol, y la chica se quedó un tanto perpleja, como si sus caminos no hubieran podido cruzarse—. ¿Una hermana, a lo mejor?
—Lea —contestó Miriam, en un tono tan despectivo como el que Sol le había notado a su hermano cuando hablaba de él—. Es mayor que yo y trabaja en KaDeWe.
—Ya —se apresuró a contestar Sol—. ¿Va a ir con…?
Pero antes de que pudiera terminar la pregunta, Jake se puso al lado de Miriam y la tomó del brazo. Le dio unas palmadas en la espalda a Sol con demasiada fuerza.
—¿Qué tal el trabajo en la Gemeinde? —preguntó con la intención de demostrarle a la chica la diferencia entre su importante puesto en el ministerio y el trabajo administrativo de Sol.
Sol trató de pensar rápidamente en algo interesante que decir sobre su trabajo, pero no se le ocurrió nada.
—Tenemos que irnos —dijo Miriam, mirando a Jake.
Sol observó el cambio en la expresión de su hermano, una docilidad que jamás había visto.
—Sí, claro.
Sol contuvo el aliento, esperando que lo invitasen a ir con ellos. Haría una excepción, saldría durante el sabat por una vez, con la esperanza de que la hermana de Miriam estuviera allí. Valía la pena arriesgarse a desatar la ira de Dios con tal de encontrarla, por el privilegio de recrearse en la luz de aquellos ojos marrones. Pero no lo invitaron; Jake y la chica pasaron volando por su lado hacia la puerta, y en ese momento Sol recordó el abismo entre el mundo de su hermano y el suyo, los sitios en los que él nunca se sentiría a gusto, aunque quisiera.
A la mañana siguiente Sol se dirigió a la sinagoga. Por la calle sintió un cosquilleo en la nariz y empezó a moquear al notar el acre olor del sucedáneo de carbón que utilizaba todo el mundo últimamente para la calefacción. Había dormido mal, soñando con la noche en el club de jazz que no había llegado a vivir, con una sonriente Lea que le tomaba del brazo como Miriam había hecho con Jake, y se había despertado acalorado, vacío y agotado. Arrastraba las botas por los adoquines, haciendo ruido y abriendo surcos en la capa de nieve recién caída que cubría el suelo.
Hasta que llegó a la avenida principal no notó la diferencia: reinaba una calma inquietante, una falta de actividad que parecía más propia de las últimas semanas de agosto, cuando los berlineses que podían permitírselo abandonaban la ciudad para pasar las vacaciones en la playa o la montaña, que de principios de marzo. En la sinagoga el cambio era aún más perceptible: en lugar de llamarse los unos a los otros, como de costumbre, estaban apiñados en los rincones, hablando en voz baja, como temerosos de que alguien pudiera oírlos. Se quedó torpemente en un lateral durante varios minutos, deseando intervenir en las conversaciones, pero sin saber cómo hacerlo. Llegó la hora de la oración, las nueve, y pasó sin que los hombres ocuparan sus asientos.
Al fin Herz Stempel se apartó de un grupo y fue a donde estaba Sol. A sus cincuenta y cuatro años, Herz era uno de los miembros más jóvenes de la congregación, menos cerrado y menos receloso de los extraños.
—¿Qué pasa? —preguntó Sol.
—¿No te has enterado? —Sol negó con la cabeza—. Rathenau ha muerto.
Sol repasó mentalmente a los miembros de la congregación, tratando de recordar cuál de los hombres entre aquella multitud de cabezas y barbas grises sería Rathenau, hasta que cayó en la cuenta de que Herz no se refería a ninguno de los suyos sino al ministro de Asuntos Exteriores, para quien trabajaba Jake. Walter Rathenau también era judío.
—¿Cómo ha sido?
—Lo han matado. Ametrallado.
Sol sintió una opresión en el pecho al visualizar la escena.
—Varios hombres interceptaron su coche. Es lo único que sabemos de momento.
A veces Jake iba con el ministro en el coche, recordó Sol con angustia.
—¿Cuándo ha sido?
—Anoche, hacia las nueve.
Sol respiró profundamente, un poco más tranquilo. Jake estaba entonces con Miriam, camino del club de jazz.
El rabino dio al fin la señal para iniciar el culto, y Herz se apartó. Sol tomó asiento, pensando en su hermano. Jake idolatraba a Rathenau, que había sido su mentor y se lo había ganado para su causa, aunque se trataba de algo más que admiración por un hombre concreto. Para Jack, el hecho de que uno de los puestos más importantes del gabinete lo ocupara un judío era prueba de que los aceptaban de pleno en la sociedad alemana, de que, a pesar de los insultos y las luchas, eran aceptados como auténticos iguales. ¿Sabría ya lo que había pasado?
Cuando acabó el servicio religioso de la mañana, Sol volvió rápidamente a casa, dándole vueltas a la cabeza. El asesinato de Rathenau causó sorpresa, pero no asombro. La política se había vuelto más virulenta en los últimos años y no era nada insólito que asesinaran a políticos, bien los ultranacionalistas de la derecha o los socialistas radicales de la izquierda. Recordó que Jake le había contado que el respetado doctor Einstein y otro hombre habían ido a ver a Rathenau para rogarle que no aceptara el cargo de ministro de Asuntos Exteriores porque pondría en peligro su vida. Pero Rathenau se empeñó y rechazó a los guardaespaldas que obstaculizarían sus movimientos y su capacidad para realizar su trabajo. Y ahora estaba muerto.
Cuando Sol doblaba la esquina de Rosenthaler Strasse, alguien sacó un brazo de un portal, lo agarró por un hombro y lo arrastró hacia un callejón. Convencido de que lo estaban atacando, se quedó inmóvil, mientras trataba de recordar las técnicas de lucha cuerpo a cuerpo que le habían enseñado en el ejército, pero tenía la mente en blanco.
—Soy yo, Jake.
La voz de su hermano atravesó la neblina, y Sol se relajó un poco.
—Rathenau ha muerto —repuso a modo de saludo.
Sus palabras sonaron a altanería, como si confirmasen lo que siempre había pensado Sol de la integración y reivindicasen su modo de vida religioso. Jake no replicó, pero soltó a Sol. Entonces este observó cómo le temblaba la mano a su hermano al encender un cigarrillo y advirtió la palidez de su cara.
—Lo siento —añadió, ablandándose—. Sé que Rathenau te caía bien, que lo respetabas.
—No es eso —susurró Jake con voz ronca. Dio una calada al cigarrillo y expulsó el humo, que se extendió sobre sus cabezas—. Creo que ha sido por mi culpa.
—¿Por tu culpa? —Sol se quedó mirando a su hermano con los ojos muy abiertos—. Pero ¿cómo es posible que tú…?
—Hace unas semanas estuve en un club. Miri, la chica que vino a cenar anoche, me presentó a unos amigos suyos. De la universidad, o eso me dijo. Estuvimos bebiendo y charlando. Creo que me preguntaron cosas sobre el ministro, sus horarios…
Sol se imaginó inmediatamente la escena: a Jake soltándosele la lengua con el alcohol, presumiendo de su trabajo, hablando más de la cuenta. El estómago se le encogió.
—¿Y Miri? —preguntó, visualizando a la atractiva morena—. ¿Le has preguntado a ella?
—Ha desaparecido. He ido a buscarla esta mañana a su casa, y no había nadie. —Jake escondió la cara entre las manos y se apoyó en la puerta—. Habrá una investigación. Con la información que les di, es solo cuestión de tiempo que descubran que fui yo. ¿Qué voy a hacer?
Sol tuvo su momento de gloria adoptando el papel de hermano mayor.
—Eso no lo sabes.
Sin embargo, comprendía que Jake tenía razón. El gobierno estaría buscando alguien a quien echarle la culpa y la policía era claramente antisemita. Que un judío hubiera traicionado a Rathenau sería algo muy conveniente; presentado como un subordinado descontento, sería el chivo expiatorio perfecto.
—Tienes que salir del país —concluyó Sol, sorprendido de su propia determinación, de su tono resuelto.
En los ojos de Jake apareció un destello, y Sol se dio cuenta de que estaba pensando en los salones de París, Londres y otras grandes ciudades, imágenes de las historias que les contaba su padre sobre sus viajes cuando eran pequeños.
—Al Este —añadió Sol en tono autoritario.
—¿Al Este?
Jake se encorvó al desvanecerse las visiones de cafés y grandes salones.
—Sí. Es más fácil cruzar la frontera, y tienes más posibilidades de pasar inadvertido. Y allí hay judíos que te ayudarán.
Jake arrugó la frente al imaginarse a los inmigrantes del asentamiento cubiertos con el manto.
—Papá tenía primos cerca de Lodz —insistió Sol, como para dar más fuerza a su argumento—. Ve a verlos, y desde allí puedes preparar un viaje más largo, a América, en barco, o a otro sitio. Tengo entendido que hay un tren que llega a China.
A Jack le hicieron chiribitas los ojos otra vez al imaginar aventuras más exóticas. Después torció el gesto.
—No tengo suficiente dinero —dijo, confirmando lo que Sol sospechaba desde hacía tiempo, que su trabajo para el gobierno no le reportaba un sueldo acorde con el prestigio del cargo.
—Ya arreglaremos eso —replicó Sol, tratando de tranquilizarlo—. Pero tienes que marcharte de inmediato y…
—Miri —lo interrumpió Jack, mirando rápidamente hacia uno y otro lado—. Primero tengo que encontrarla, saber que no le ha pasado nada.
Era la primera vez que Sol oía a su hermano expresar preocupación por alguien que no fuera él mismo. ¿Qué poder ejercía esa chica sobre Jake después de tan poco tiempo? Pero lo comprendió al recordar el efecto que la hermana de Miri tenía sobre él.
—Y quizá ella pueda dar una explicación, demostrar que yo no tuve nada que ver —añadió Jake, desesperado—. A lo mejor incluso podemos marcharnos juntos.
A Sol le hubiera gustado decirle que había depositado su lealtad en quien no debía, que evidentemente Miri lo había abandonado, quizá incluso le había tendido una trampa. Pero por la determinación con la que Jake apretó las mandíbulas, comprendió que sería inútil, que no se marcharía sin haberla encontrado, o sin saber al menos adónde había ido.
Lea, recordó de repente. Tal vez ella supiera algo de su hermana.
—Espérame aquí —le ordenó a Jake.
Salió del callejón con tal rapidez que estuvo a punto de resbalar. Se enderezó y enfiló la calle a toda velocidad.
Veinte minutos más tarde entraba como una flecha en los grandes almacenes y se paraba en seco. ¿Se atrevería a hablar con ella? Pero no había tiempo que perder. Se armó de valor y se dirigió al mostrador. La dependienta, rubia y corpulenta, no era Lea. Por supuesto, no podía estar allí en sabat. E incluso si no respetaba los preceptos religiosos, a lo mejor no trabajaba ese día. Se le cayó el alma a los pies. Aun así, quizá algún compañero tuviera alguna información, supiera dónde podía encontrarla. Dio unos pasos.
—Perdone…
Al aproximarse vio a otra chica, encorvada sobre una caja de cartón. Cuando se volvió, Sol se quedó sin habla. Detrás del mostrador, como si nunca hubiera salido de allí, estaba Lea. De cerca era aún más fascinante, pensó Sol con una mezcla de sorpresa y alegría cuando ella se enderezó. La chica parpadeó, y Sol lo interpretó como una señal de reconocimiento, y durante unos momentos pensó que a lo mejor ella también se había fijado en él en sus anteriores visitas a los almacenes.
—¿En qué puedo servirle? —dijo la dependienta.
Su voz, que tantas veces se había imaginado Sol en los últimos días, era aún más poética de lo que se esperaba. Pero lo había preguntado en un tono formal, como podría haberse dirigido a cualquier otra persona. Sol contuvo su decepción.
—Lea —soltó, y la chica pareció tan desconcertada que Sol pensó si no se habría equivocado—. Es usted Lea, ¿no?
—Sí. —La chica parpadeó, como si no estuviera acostumbrada a que la reconocieran—. ¿Nos han presentado?
—No. Conozco a Miri.
Lea parecía molesta, y Sol pensó que por la frecuencia con que los hombres jóvenes debían de preguntarle por su hermana.
—Es amiga de mi hermano, Jake —explicó Sol, y la expresión de Lea se relajó ligeramente—. ¿Sabe dónde puedo encontrarla?
—Se ha marchado —contestó Lea con calma, achicando los ojos.
Sol pensó que podría pasarse toda la vida contemplando su cara.
—De vacaciones.
El énfasis que puso en las últimas palabras dejaba claro que no se creía lo que le había contado su hermana.
—¿Y sabe adónde ha ido? Es para decírselo a Jake.
—Yo diría que él ya lo sabe —replicó Lea.
Sol no podía saber si Lea quería proteger a su hermana o si estaba al tanto de lo que había ocurrido, pero estaba seguro de que no contaría nada más.
—La había visto aquí otras veces —se aventuró a añadir Sol—, pero pensaba que hoy no…
—Normalmente no trabajo los sábados —lo interrumpió ella, casi a la defensiva—. Pero la otra chica ha avisado de que está enferma, y no me ha quedado más remedio.
No, claro, concedió Sol en silencio, perdonándole la transgresión con más facilidad de lo podría haberse esperado, dada la firmeza de sus convicciones. En ocasiones había que anteponer lo práctico a los principios si se quería seguir trabajando en esa clase de economía.
De repente se dio cuenta de que ella lo estaba observando, sosteniéndole la mirada sin pestañear, y notó un destello de interés que no había visto jamás… en nadie. La adrenalina le recorrió las venas y respiró hondo.
—¿A qué hora termina de trabajar? —preguntó, y se le atragantaron las palabras—. A lo mejor…
—Lea —dijo la otra dependienta, interrumpiendo a Sol antes de que pudiera formular la invitación a tomar café.
—Tengo que irme —dijo Lea, mirando por encima del hombro con nerviosismo—. Pero le diré a Miri que Jake ha preguntado por ella. Si la veo —añadió, y se dio la vuelta.
Sol estuvo a punto de llamarla, pero se contuvo, sabiendo que si le daba más conversación pondría en peligro su trabajo. Lo abandonó la momentánea oleada de confianza en sí mismo; retrocedió y salió apresuradamente de los almacenes. Ya fuera, se estremeció, helado y solo una vez más.
Mientras volvía a donde estaba Jake no paró de darle vueltas a la cabeza. Lo había hecho, hablar con Lea, tal vez incluso sentar las bases para futuros encuentros, pero después, al recordar el motivo de su visita a los almacenes, se desanimó un poco. No había avanzado nada en la búsqueda de Miri. Estaba seguro de que había desaparecido y tenía que convencer a Jake de que se marchara, enseguida. Además, su hermano necesitaba dinero para el viaje, y la escasa cantidad que él había ahorrado de su trabajo no era ni mucho menos suficiente.
Quizá Mutter…, pensó, y se detuvo. Contárselo a su madre era imposible. Haría demasiadas preguntas y se empeñaría en que Jake se quedara. Su niño querido, su Jake, no podía haber hecho semejante cosa, y con que él lo explicara bastaría para que el mundo entero lo supiera. No, no lo comprendería, e incuso si lo comprendía, no disponía de tanto dinero. Dora tenía la casa llena de cosas que ella guardaba como oro en paño, pero que por separado carecían de valor. Salvo el reloj, recordó Sol de pronto. Lo visualizó en la repisa de la chimenea. Un tesoro, había dicho su padre en más de una ocasión, orgulloso del negocio que había hecho, pero al parecer únicamente Sol lo escuchaba. Se lo había comprado a un relojero de pueblo que ignoraba su verdadero valor, que sin duda habría aumentado con el tiempo.
En casa, el salón estaba en silencio, y el olor de los huevos del desayuno flotaba aún en el aire. Sol se detuvo, por si oía a su madre que, Dios mediante, estaría aún en el mercado con la criada si había muchas colas. Entró a toda prisa en el comedor, donde los cubiertos de plata de la cena de la noche anterior estaban debidamente recogidos y abrillantados, a la espera de que los guardasen en su sitio. Al llegar a la chimenea vaciló. Bajo el fanal de cristal los cuatro péndulos del reloj rotaban en una dirección, se paraban y continuaban su eterno vaivén en la otra dirección.
Sol flaqueó, imaginándose el reloj sobre la repisa de la chimenea para las generaciones futuras, a su madre enseñándoselo a sus nietos. (Lo sorprendió que en esa visión los niños fueran suyos, niñas de pelo oscuro y rizado y ojos muy juntos). Su madre se quedaría deshecha si desapareciera. Pero Jake tenía que marcharse, y esa era su única esperanza. Cogió el reloj y lo sacó oculto bajo la chaqueta.
Recorrió la calle lo más rápidamente que pudo sin llamar la atención y entró en el callejón en el que su hermano estaba agachado, fumando un cigarrillo.
—¿Y Miri? —preguntó Jake esperanzado, levantándose.
Sol negó con la cabeza.
—He hablado con su hermana. Se ha marchado del país para siempre. Lea no sabe adónde ha ido.
A Jake le cambió la expresión, y Sol sintió una punzada de culpabilidad por decir una mentira. Pero Jake no se marcharía si seguía albergando la esperanza de encontrar a Miri.
—Toma.
Sol sacó el reloj.
Jake no dijo nada, y durante unos momentos Sol pensó que se opondría a aceptarlo. Pero su hermano, que jamás rechazaba lo que se le ofrecía, lo cogió.
—Si mamá pregunta… —empezó a decir, y titubeó. Después dio media vuelta y echó a correr sin añadir una sola palabra.
—Auf Wiedersehen —dijo Sol por lo bajo mientras su hermano doblaba la esquina. Entonces cayó en la cuenta de que ni siquiera se había molestado en darle las gracias.
Regresó lentamente a casa. Desde el recibidor oyó dos voces, la aguda de su madre y la de la criada, aún más aguda. Habían vuelto del mercado y estaban guardando los cubiertos y comentando la cena de la noche anterior. Se produjo una pausa en la conversación, un momento de silencio y a continuación se oyó un grito. Sol se armó de valor y se dirigió hacia ellas.
—Ha desaparecido —dijo su madre cuando entró en el comedor.
Durante unos momentos Sol pensó que se refería a Jake. Pero Dora estaba tan acostumbrada a las idas y venidas de sus hijos que pasarían días hasta que reparase en que faltaba la misteriosa presencia de Jake, en que su cama no estaba deshecha.
—El reloj ha desaparecido.
—Ja, Mutter.
Sol vaciló cuando el momento que llevaba esperando toda la vida se presentó ante sus ojos. Le contaría a su madre que Jake se había llevado el reloj, desacreditaría al niño bonito que ya no estaba allí para defenderse y reclamaría su legítimo puesto de hijo preferido. Pero volvió a ver a Jake en el callejón, vulnerable y desvalido, y no se sintió capaz de hacerlo. Además, sería mejor que su madre no supiera nada cuando fuera la policía a hacer preguntas sobre el paradero de Jake.
—Esta mañana he visto que el cerrojo de la puerta trasera no estaba echado, así que supongo que habrá entrado alguien y se lo habrá llevado.
Dora palideció.
—¿Que nos han robado? —dijo, incrédula.
—No creo que haya sido tan grave. Seguramente alguien vio la puerta entreabierta y aprovechó la ocasión para entrar. No se han llevado nada más. Pero lo primero que haré será ir a la policía.
Observó con remordimientos el torrente de emociones que inundaba la cara de su madre, primero sorpresa, después pena y por último ira, aunque su expresión pronto se redujo a una de resignación. El reloj era su posesión más preciada, pero al fin y al cabo no era sino un objeto, y en esos tiempos turbulentos nadie podía apegarse demasiado a nada. El golpe de la inesperada partida de Jake resultaría mucho más duro, y Sol agradeció que de momento no preguntara nada.
Como no parecía que hubiera nada más que decir, Sol subió las escaleras. Al llegar al rellano lo invadió un repentino optimismo. Lo había conseguido: llevarse el reloj y ayudar a Jake. Y después del sabat iría a los almacenes a ver si Lea seguía trabajando allí para invitarla al fin a tomar café. Ya no eran necesarias las presentaciones. Durante años la idea de alguien con quien compartir su vida le había parecido algo tan lejano y ajeno que apenas la había tenido en cuenta. Pero al ver mentalmente la cara de Lea se le abrieron nuevas posibilidades.
Se imaginó a Jake huyendo con el reloj y recitó en silencio la oración para el buen viaje, aunque en el fondo pensaba que era más de lo que se merecía su hermano, voluble y egoísta. Pero no había por qué ser mezquino; él estaba en Berlín y Jake no, y la casa, la familia y todo lo demás sería suyo el resto de su vida.