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BAVIERA, 1903

Johann llevaba casi un año trabajando en el reloj. Todas las noches, después de que Rebecca se quedara dormida a su lado con una respiración leve y pausada que se hacía más profunda cuando empezaba a soñar, salía a hurtadillas de la casa e iba a la pequeña habitación situada detrás del establo que le servía de taller. Allí trabajaba con ahínco hasta que se le terminaba el cabo de vela que se había llevado de la cocina, y a veces, cuando la vela era un poco más larga y resistente, hasta que los estorninos empezaban a llamarse los unos a los otros por encima de las colinas, anunciando el amanecer. Entonces volvía a la casita y se metía sin hacer ruido entre las sábanas, se apretaba contra el cálido cuerpo de Rebecca, le rodeaba con las manos el vientre cada día más redondeado, y al cabo de una hora volvía a levantarse para atender al ganado.

Había bregado durante el largo y glacial invierno, con el aliento a punto de congelársele en el aire nocturno cuando recorría trabajosamente el trecho que lo separaba del establo, cubierto de nieve endurecida desde octubre hasta abril. Cuando llegaron las lluvias de primavera, convirtiendo la tierra en un barrizal, aumentó el ritmo de trabajo, con más horas y más rapidez. El reloj tenía que estar terminado antes de la época de la siembra, que lo apartaría del taller definitivamente.

Una noche Johann apretó el último tornillo y vio que había acabado. Guardó el reloj bajo los tablones del suelo y regresó a la casa. Se metió silenciosamente en la cama, tratando de no molestar a Rebecca, pero ella le tendió los brazos adormilada, incitándolo a que le hiciera el amor con la delicadeza que Johann había aprendido desde que su vientre había crecido.

Cuando el cuerpo de Rebecca dejó de moverse bajo sus abrazos, Johann se quedó despierto, recreando mentalmente su obra maestra. Engastado en una placa de bronce bajo un fanal de grueso vidrio de plomo, el reloj medía poco más de treinta centímetros de altura. Tenía la esfera pintada a mano y números negros sobre marfil que servían de modesto revestimiento al mecanismo de atrás. Debajo había cuatro puntas curvas con una bola al extremo de cada una. Rotaban lentamente ciento ochenta grados hacia la derecha, y a continuación, como movidas por una mano invisible, se paraban y giraban en la dirección contraria. A cada minuto el reloj emitía el consabido tictac, casi un suspiro, como si empujara la manecilla larga con gran esfuerzo.

Iba a adquirirlo Augustus Hoffel, el hombre más rico del pueblo, para colocarlo en la repisa de la chimenea de la elegante Gasthaus que dirigía. O eso esperaba Johann. Le había enseñado la fotografía hacía casi un año al señor Hoffel, que pareció entusiasmado con la idea del reloj y se ofreció a comprarlo en el acto. No le había dado una paga y señal, naturalmente, ni el dinero que necesitaba Johann para el metal refinado y otras partes, y él no se había atrevido a pedírselo. El señor Hoffel gozaba de buena reputación y hacía negocios con comerciantes incluso de Ratisbona. Y ¿quién era Johann, un humilde granjero, para pedir un anticipo? Así que tuvo que esperar dos meses para reunir a base de trueques los materiales necesarios antes de empezar. Pero el reloj era la pieza más fina que había confeccionado o incluso visto en su vida, y estaba seguro de que el señor Hoffel lo compraría nada más verlo, que le pagaría su precio sin regatear, la cantidad que necesitaba para comprar los pasajes a América para Rebecca y para él.

Rebecca. Acarició su pelo negro como el azabache extendido sobre la almohada y sonrió como hacía siempre cuando pensaba en su esposa, incluso cuando se encontraba a escasos centímetros de ella. Rebecca era hija de un acaudalado comerciante, y cuando se conocieron, el hijo del rabino le tenía echado el ojo. De no haber sido por Johann, estaría viviendo en una casa magnífica con agua corriente y aseo dentro. Pero a pesar de los pesares y de la fuerte oposición de sus padres, lo eligió a él, el granjero que se presentaba todas las semanas en el colegio de párvulos en el que trabajaba porque le gustaban los niños, no porque necesitara trabajar, con sus chistes, sus historias y algún regalito que conseguía arañando unos peniques de aquí y de allá. No se lo podía creer cuando Rebecca aceptó la petición de matrimonio que apenas se había atrevido a hacerle. Los padres, que estuvieron a punto de desheredarla, aceptaron a regañadientes celebrar la ceremonia nupcial en su casa, pero demasiado avergonzados, no invitaron a sus amigos.

Johann la tomó de la mano, notando los callos que no tenía cuando se conocieron. Rebecca había mostrado más fortaleza de la que podía esperarse al haberse criado entre algodones. Se adaptó resueltamente a la vida sencilla, trasladándose a la casita de suelo de madera basta que le habían dejado a Johann sus difuntos padres. Gracias a sus desvelos, el refugio de dos habitaciones jamás había tenido un aire tan hogareño; unas cortinas de flores adornaban las ventanas y unos cojines hechos a mano suavizaban la madera de las sillas. También asumió sin quejas las tareas que ocupaban cotidianamente a la esposa de un granjero, y aprendió a tejer, a limpiar y a zurcir la ropa hasta que la tela se clareaba, a hacer mantequilla y preparar comidas con lo que hubiera a mano, a enlatar y envasar cuanto podía para los largos meses de invierno. Incluso trabajó codo con codo con Johann en el campo, riendo y cantando, hasta que su marido se empeñó en que lo dejara, preocupado por su estado.

Habían pasado dos años desde la ceremonia nupcial bajo el dosel. Y tras esos dos años Johann seguía sin poder creerse su buena suerte por que Rebecca lo hubiera elegido a él. Mientras la observaba sentada ante el espejo resquebrajado todas las noches, peinándose los oscuros mechones antes de acostarse, a veces pensaba si no sería un sueño, si con solo parpadear se despertaría y todo se habría desvanecido.

Los minutos se sucedían eternamente, y Johann seguía despierto. Al fin se quedó dormido. Durmió intranquilo y soñó que cuando iba a recoger el reloj a la mañana siguiente había desaparecido y solo había un hueco entre los tablones. La imagen se borró y dio paso a otra igual de inquietante, del reloj cayéndosele de las manos y haciéndose añicos al estrellarse contra el suelo.

Se despertó, agotado, con el canto de los gallos que anunciaban un amanecer aún invisible. Tras lavarse en la palangana con más esmero que de costumbre, se puso la ropa limpia que le había preparado Rebecca.

—Me voy, Liebchen —le susurró a su esposa, aspirando el aroma a talco del pliegue entre el cuello y la oreja.

—¿Has comido algo? —musitó Rebecca.

—Sí —mintió Johann, ajustándose los tirantes.

Lo cierto era que estaba tan nervioso que se había olvidado del trozo de Butterbrot que le dejaba Rebecca todas las noches.

—Ve a ver el ternero.

Rebecca se refería al ternero de dos semanas que había aprendido a mamar con grandes dificultades. Ella había pasado horas enteras todos los días dándole un biberón con una delicadeza y una paciencia que enternecían a Johann.

A punto de salir, Johann miró a su mujer por última vez y se sintió invadido por el deseo. De repente sintió una punzada de angustia y tuvo que vencer la tentación de volver y despedirse de ella con un beso una vez más.

Se dio la vuelta de mala gana, se dirigió hacia la puerta y se puso las botas de suelas agrietadas y el sombrero de ala ancha de su padre. El olor a estiércol se intensificó al acercarse al establo. Vio que el ternero estaba profundamente dormido, acurrucado contra su madre.

Pasó al taller situado detrás del establo. No era más que un cuartucho, con un banco de trabajo, unas herramientas y una rudimentaria estufa. El padre de Johann había empezado a trabajar allí como pasatiempo fabricando relojes para ganar un dinero extra en los meses del crudo invierno. Enseñó a Johann para que lo ayudara desde muy pequeño; al principio le daba trocitos de madera o lo dejaba que sujetara una pieza mientras él la ajustaba. Más adelante Johann haría su primera y torpe tentativa con un reloj. Con los años fue desarrollando su destreza bajo la callada tutoría de su padre. Y después de que su padre muriera a consecuencia de la coz de un caballo, él siguió haciendo relojes, con el olor del aceite bajo la vacilante luz de la lámpara a modo de tributo y duelo. A veces imaginaba que oía a su padre trabajando a su lado.

Y un día del verano anterior, cuando estaba en el pueblo conoció al americano que le enseñó el dibujo del reloj. Había ido a Teitelbaum, los únicos almacenes del pueblo, a ver si el dueño tenía trabajo para él, como pasaba algunas veces cuando había un reloj que requería una reparación especialmente complicada. El señor Teitelbaum no le pagaba en metálico; Johann trocaba su trabajo por café y otros productos que necesitaba, y a veces, cuando el encargo era un poco más difícil, por azúcar blanco para Rebecca, que era una golosa. En el mostrador había un joven presentando catálogos de relojes de pared y de bolsillo y otros objetos de regalo del extranjero, con la esperanza de que la tienda considerase la posibilidad de incluirlos en sus existencias.

—Lo lamento, pero son demasiado caros para mis clientes —oyó decir al señor Teitelbaum.

Desanimado, el representante se puso a recoger los papeles con ilustraciones de sus artículos, y fue entonces cuando Johann entrevió por primera vez el reloj de aniversario. «¿Me permite?», preguntó. El representante se encogió de hombros y le acercó a Johann el papel que estaba en el mostrador. Al examinar los intrincados mecanismos y el delicado fanal de cristal, Johann se quedó fascinado. Le hizo a aquel hombre docenas de preguntas y memorizó las respuestas, hasta que el representante pareció aburrirse con la conversación y se marchó.

La imagen del reloj no se le borró durante semanas enteras. ¿Sería capaz de reproducirla? Resultaría sumamente difícil y le llevaría tiempo, pero si lo conseguía, le reportaría el dinero que necesitaban para marcharse. Se armó de valor y fue a ver al señor Hoffel, una de las pocas personas del pueblo con recursos suficientes para adquirir el reloj. Discutieron el precio y llegaron a un acuerdo. Y se puso a trabajar.

Johann sacó el reloj de debajo de los tablones y lo colocó sobre el banco de trabajo para contemplarlo de nuevo. Trazó con la mano el contorno del fanal, sin siquiera rozar el cristal, resistiendo la tentación de tocarlo y dejar manchas que tendría que volver a quitar. Había construido el reloj de memoria, atreviéndose a darle algunos modestos toques para intentar mejorar el resultado. No se trataba del sencillo reloj de cuco que se fabricaba en la región desde hacía siglos, con un diseño elemental de madera y un mecanismo primitivo. El reloj de aniversario, como lo llamaba el vendedor, era un modelo de péndulo de torsión, de factura compleja y que funcionaba durante más de un año sin necesidad de darle cuerda. Johann no podía creerse que hubiera sido capaz de ponerlo en marcha.

Lo cubrió con una mantita y salió del establo. El trayecto a pie hasta el pueblo no era insignificante, y cualquier otro día podría haber ido en la carreta, pero no quería arriesgarse a zarandear el reloj con los movimientos. Además, hacía una buena mañana en ese tiempo vacío entre el invierno y la primavera; la tierra, aún húmeda, desprendía un agradable olor y la suave brisa disipaba la niebla.

Mientras remontaba la cuesta recorrió con la mirada el ondulante paisaje verde, interrumpido únicamente por un monasterio de piedra encaramado en las alturas, a lo lejos. Contempló los sembrados que se extendían abajo. El terreno, pequeño pero fértil, unas cuantas hectáreas en el feraz valle nutrido por el cercano río Main, era propiedad de su familia desde hacía generaciones. Pronto llegaría el momento de arar. Pensaba sembrar, a pesar de que no estarían allí para la cosecha, pero esperaba que la promesa de la generosidad de la tierra a finales de verano aumentara su precio.

Se cambió el reloj de brazo y miró hacia abajo, concentrándose en sus pisadas para no tropezar por el sendero estrecho y desigual que descendía bruscamente hacia el bosque. El sol se colaba por entre los pinos y secaba las agujas de la quebradiza alfombra que crujía bajo sus pies.

Sus pensamientos volvieron a Rebecca. No se había quedado embarazada con facilidad. Desde su boda, cada mes nacía una callada ilusión, y tras la esperanza, venía la decepción. Tenían sus conversaciones, ya bien entrada la noche y en voz baja, a pesar de que vivían solos, porque ¿quién hablaba realmente de tales cosas y menos a la luz del día? Cuchicheos sobre lo que podía salir mal, rumores sobre ciertos alimentos que debía tomar una mujer o ungüentos que podía aplicarse… Pero al cabo de un año dejaron de esperar y aceptaron sin protestar que si Dios no había tenido a bien bendecirlos con un hijo, tendrían que conformarse con su amor mutuo.

Pero una mañana, cuando menos se lo esperaba Johann, que estaba ordeñando las vacas, Rebecca entró corriendo en el establo, lo tomó en silencio de la mano y la apretó contra su cintura, con una amplia sonrisa. Johann pensó que le iba a estallar el corazón. Tenían unos cinco meses por delante, dijo Rebecca, y Johann redobló sus esfuerzos con el reloj. Quería que se marcharan antes de que a ella le resultara demasiado difícil o peligroso viajar, para que su hijo naciera en América, en la comodidad y la seguridad que se merecía su adorada esposa.

No había sido fácil tomar la decisión. Se trataba de algo más que la granja; Johann tenía la sensación de que ese era su sitio y se consideraba alemán por encima de todo, o al menos así se sentía, hasta que de vez en cuando el mundo exterior le recordaba lo contrario. El último incidente había tenido lugar el invierno anterior, cuando se propagó la noticia de que un comerciante judío de un pueblo del este había sido asesinado por los vecinos entre los que había vivido toda la vida, quienes estaban convencidos de que había acumulado trigo con el fin de disparar los precios. Mataron al hombre con una escopeta y quemaron su casa con toda su familia dentro.

La situación era peor en los países vecinos. Johann lo había visto en los angustiados ojos de los pobres inmigrantes del asentamiento de judíos al oeste de Rusia que pasaban por el pueblo, camino de las ciudades en busca de trabajo, había oído las historias que se contaban en voz baja sobre las masacres que habían diezmado su población en cuestión de horas. La violencia no se limitaba al Este; en París habían colgado a un militar judío hacía menos de diez años, a pesar de las pruebas de su inocencia. Y por mucho que Johann detestara reconocerlo, Baviera, recalcitrantemente provinciana y aún impregnada de tradiciones católicas décadas después de la unificación, era terreno abonado para el odio a los judíos. Algo le decía que había llegado el momento de marcharse. Su hijo (no sabía por qué siempre se imaginaba que sería niño) no crecería con la sombra que lo despertaba a él al menor ruido en mitad de la noche y lo obligaba a buscar el cuchillo que tenía escondido debajo del colchón. Y en América, Rebecca estaría a salvo.

Así que ya había preparado la ruta: en tren hasta uno de los puertos del mar del Norte, y después en barco. Ir en la carreta hasta la costa les saldría más barato, pero la tripa de Rebecca aumentaba día a día. El tiempo era de una importancia fundamental.

Le contó de inmediato sus planes a Rebecca, por supuesto. Era lista y obstinada, y no le habría permitido a Johann que hubiera actuado de otra manera, ni siquiera si él hubiera sido esa clase de marido. Lo habían hablado como una posibilidad, porque Johann no quería que Rebecca se hiciera demasiadas ilusiones por si acaso algo salía mal. Le preocupaba que ella se negara a dejar a sus padres antes de que naciera el nieto. Pero Rebecca sonrió y dijo: «A donde tú vayas, allí iré yo», citando el Libro de Ruth, con los ojos brillantes al reafirmar la promesa que había hecho el día de su boda de unir su suerte a la de su esposo.

Con gran sensatez, Rebeca propuso que fueran en barco hasta Baltimore, donde, según contaban, los requisitos para entrar eran menos rigurosos que en el puerto de Nueva York, con mucho más ajetreo. Tenía un primo allí que quizá estuviera dispuesto a ayudarlos. Coincidieron en que no debían contarle a nadie sus planes, sabiendo que los padres de Rebecca se pondrían furiosos y que la necesidad de abandonar el país delataría su desesperación por vender las tierras a un precio más bajo.

Unos veinte minutos más tarde Johan llegaba a la otra linde del bosque, donde los escasos árboles daban paso a una altiplanicie. Avistó los picos nevados, imponentes, circundados por una guirnalda de nubes. Aunque era algo que llevaba toda la vida viendo, seguía sobrecogiéndolo. Nunca había llegado a las montañas, naturalmente. Antes tenía la romántica idea de llevar a Rebecca allí un fin de semana, después de su boda, pero siempre había tierras que sembrar o relojes que hacer. En ese momento tuvo la sensación, triste y aplastante, de que jamás iría allí. Llegaría mucho más lejos, pero en dirección contraria, y las montañas siempre estarían fuera de su alcance en su imaginación.

Al poco rato el terreno volvía a descender, formando una suave pendiente. Abajo se extendía un mar de tejados rojos apretujados, del que sobresalía un solitario campanario gris. Los penachos de humo, que todavía no habían arrastrado los frescos vientos de primavera, parecían sobrevolar el pueblo como una bandada de pájaros.

Johann bajó la cuesta con cuidado, y se relajó un poco al pasar del camino de tierra a la carretera adoquinada, más ancha. Cruzó el puente de madera sobre el riachuelo, junto al molino, donde comenzaba el pueblo. Allí se detuvo, a contemplar los edificios de dos y tres plantas que bordeaban la calle, sus fachadas enjalbegadas con manchas del polvo de carbón del invierno. Movió la cabeza. Se consideraba un signo de prestigio vivir en las casas con celosía de madera, pero la sola idea de tener vecinos por todas partes lo agobiaba.

Al pueblo le iba mejor de lo que se podría haber predicho por su tamaño, al beneficiarse de una geografía que lo convertía en el último núcleo urbano tras salir de Munich para dirigirse a diversos puntos del sur, en la frontera con Austria. Era un sitio al que se acudía más por necesidad que por elección, frecuentado por comerciantes que iban o volvían de Viena, veraneantes acaudalados que estaban de paso y luego continuaban sus largas excursiones a pie para respirar el tonificante aire alpino. Esa mañana de día laborable las calles estaban abarrotadas de carretas y hombres cargando mercancías.

La Gasthouse estaba situada al este de la plaza, algo apartada de las tiendas a ambos lados, en el centro de la calle más bonita del pueblo. Los trabajadores se alojaban en la deslucida casa de huéspedes junto al almacén, pero los visitantes adinerados, en el establecimiento de Hoffel, con sus doce o más habitaciones y su señorial jardín.

Johann subió la escalera y se sacudió el barro seco de las botas antes de entrar. «Entschuldigen Sie, bitte», acertó a decir para excusarse ante la joven del vestíbulo, a quien reconoció; era una de las hijas de Hoffel. Ella levantó la vista del registro que estaba mirando, contrariada. Llevaba un vestido amarillo de seda que a Johann le habría gustado poder regalarle a Rebecca, pero la chica tenía una nariz grande y aguileña y una piel áspera que ni todo el dinero del mundo podía suavizar. «Ist hier Herr Hoffel?» La chica lo miró con incredulidad, como si la idea de que este tipo pudiera tener alguna relación con su padre le resultara incomprensible, y desapareció sin pronunciar palabra.

Johann echó un vistazo al comedor con sus mesas cubiertas con manteles, sin atreverse a sentarse en las sillas de elegante tapicería. La repisa de la chimenea de piedra estaba abarrotada de figuritas de porcelana vestidas con el delantal y los pantalones de cuero bávaros tradicionales. Un apetitoso olor a carne y patatas asándose para la comida le cosquilleó la nariz, y le rugieron las tripas. Sería casi la hora del almuerzo cuando volviera a casa, y esperaba que Rebecca le hubiera calentado las albóndigas de pan que habían sobrado de la cena de la noche anterior.

Momentos más tarde irrumpió el señor Hoffel en el comedor.

—¡Johann!

Guten Morgen, Herr Hoffel —acertó a decir Johann mientras el señor Hoffel se limpiaba las manos en los pantalones, sin atreverse a devolverle el saludo con igual familiaridad.

Colocó el reloj sobre la mesa que le indicó el señor Hoffel y se quedó inmóvil mientras el corpulento posadero lo examinaba, tratando de no saltar de puro horror al ver cómo pasaba los gruesos dedos por el inmaculado cristal y lo llenaba de manchas.

El señor Hoffel se tiró de la barba gris, sin hablar durante varios minutos.

—Hum —soltó al fin, una mezcla de murmullo y de bufido. Johann contuvo la respiración—. Es bonito.

A Johann se le pusieron los pelos de punta al oír aquella palabra. «Bonito» se aplicaba a los relojes vulgares que se exhibían en los escaparates de las tiendas, todos ellos iguales. Se le revolvió el estómago. ¿Estaría el señor Hoffel saliéndose con evasivas, actuando como si no lo impresionara como técnica de regateo? Pensó que ojalá hubiera pedido un anticipo o incluso un precio más elevado, pero no sabía cuánto costarían las piezas ni el tiempo que le llevaría confeccionarlo. No, no podía permitirse el lujo de rebajar el precio, de aceptar una cantidad menor de la que había pedido y aún así cubrir el dinero que necesitaba para comprar los pasajes.

—Lleva porcelana —explicó, pero la expresión del señor Hoffel no cambió.

Y de repente se dio cuenta de que aquel hombre no estaba regateando, sino que simplemente no tenía sensibilidad para apreciar la buena factura, la diferencia entre esa joya y los relojes producidos en una fábrica y destinados a la venta en los grandes almacenes. Para él era un artículo más, como los manteles con los que cubría sus mesas.

—Cuando hablamos el año pasado, me dijo que cien marcos —añadió Johann, recordándole al posadero su promesa.

Con un silbido, el señor Hoffel soltó una bocanada de aire maloliente que movió su bigote manchado de tabaco de pipa.

—Sí, sí —admitió, en un tono más de protesta que de asentimiento—. Pero no tenía ni idea de que fuera a tardar tanto.

Ni él tampoco, reconoció Johann para sus adentros. No sabía que fuera a tardar meses en ahorrar para los materiales, ni a tener que trabajar tan concienzudamente.

—El negocio va lento —añadió el señor Hoffel, haciendo un amplio gesto con la mano como para convencer a Johann de que el comedor vacío a media mañana era indicio de que escaseaban los huéspedes—. Y la señora Hoffel compró eso en nuestro último viaje a Munich.

Señaló la repisa de la chimenea con la hilera de figuritas de mirada perdida.

Johann empezó a ponerse furioso. Comparar su obra maestra con aquellas baratijas era insultante. Resistió el impulso de recoger el reloj y salir de la posada.

—Supongo que podría quedármelo, pero no podría pagar más de cuarenta —concluyó el posadero.

Cuarenta. A Johann se le cayó el alma a los pies. Aunque era más de lo que vería junto en varios meses, con cuarenta marcos no llegarían más allá de Rotterdam. El señor Hoffel frotó con el pie una marca del suelo, y de repente a Johann le dio la sensación de que todos sus sueños quedaban reducidos a polvo bajo aquella bota. No había posibilidad de que sus sueños de una vida mejor para Rebecca y su hijo se hicieran realidad.

Al mirar por la ventana de grueso cristal se le nubló la vista. Aquel hombre estaba jugando con él, aprovechándose de su riqueza y su poder. Pero ¿qué otra opción tenía sino aceptar la exigua oferta? El señor Hoffel era la única persona del pueblo con suficiente dinero para comprar el reloj. Pero cuando Johann se volvió hacia la mesa y miró la obra de arte en la que se había dejado el sudor y hasta el alma, enderezó la espalda. No se desprendería de ella por una cantidad tan inferior a su valor. Llevaría el reloj a la ciudad, intentaría vendérselo a los comerciantes de allí antes que dejar que el señor Hoffel se lo robara a semejante precio.

A menos que pudiera persuadir al señor Hoffel, naturalmente. Respiró hondo, preparándose para volver a intentarlo.

—Señor Hoffel, cuarenta es menos de la mitad de lo que acordamos —dijo, tratando de no tartamudear.

Al posadero se le agrandaron los ojos de furia ante tan inesperada provocación, pero Johann había llegado demasiado lejos para retroceder.

—Lo lamento, pero no podría…

Una voz interrumpió el diálogo.

—Ese reloj es extraordinario.

Johann y el señor Hoffel se dieron la vuelta. Detrás de ellos había un hombre a quien Johann no reconoció.

—¿Me permite?

Johann y el señor Hoffel retrocedieron y se separaron para que el desconocido se acercase al reloj. Mayor que el señor Hoffel, aquel hombre tenía un volumen corporal que sugería que había sido musculoso en otros tiempos y una barba gris tan poblada que parecía comerle toda la cara. Sus ojos eran de un extraño azul pálido que Johann solo había visto una vez, en la cáscara de los huevos de petirrojo de un nido en el alero del establo.

—¿Y el relojero? —preguntó el desconocido.

Johann se dio cuenta de que el alemán que hablaba no era de la región, sino del norte urbano y cosmopolita.

—Yo —le espetó Johann—. Es decir, lo he hecho yo.

El hombre se quedó mirando a Johann unos segundos, sin decir nada, y Johann comprendió que se esperaba el nombre de una de las mejores relojerías. Por el rostro del desconocido pasó una extraña expresión, como si dudara de la veracidad de las palabras de Johann. Tendió una mano y rozó la parte superior del reloj con mucho más cuidado que el señor Hoffel. Aunque llevaba la ropa polvorienta por el viaje, tenía las uñas bien recortadas y una alianza de oro macizo en el dedo anular de la mano derecha. Pero más abajo había unas callosidades que ni el máximo acicalamiento podía disimular. No eran manos de obrero, pero sí manos conocedoras del trabajo honrado.

—Jamás había visto nada igual —murmuró casi de forma inaudible.

—Lo llaman reloj de aniversario —explicó Johann, en tono más seguro y firme—. Un nuevo diseño de América. Solo hay que darle cuerda cada cuatrocientos días.

—¿Cuánto? —preguntó el desconocido.

Johann vaciló, resistiendo la tentación de elevar el precio original, no fuera a pensar el señor Hoffel que quería timar a sus huéspedes.

—Cien.

—Un momento, un momento —terció el señor Hoffel, espoleado por la rivalidad.

El desconocido se volvió hacia él.

—¿Va a comprarlo?

—Yo no… —El señor Hoffel titubeó—. Es que el precio…

—La pregunta es muy sencilla: ¿sí o no?

Una expresión de ira asomó al rostro del posadero ante la audacia del desconocido al utilizar semejante tono con él en su propio establecimiento, y Johann pensó que iba a enfrentarse a él. Pero los viajeros eran su negocio, y si se corría la voz… Un posadero con fama de grosero no tardaría mucho en ver sus habitaciones vacías.

—Pues que sean cien —dijo al fin, dirigiéndose a la caja.

Pero el desconocido no había terminado.

—Ciento diez.

Sus ojos brillaban, el experto comerciante en plena negociación.

—Ciento quince —replicó el señor Hoffel sin inmutarse. Seguía considerando el reloj un artículo como otro cualquiera—. Ni un penique más.

El desconocido asestó el golpe definitivo.

—Ciento veinte.

Johann sintió que una mano se le aferraba a la garganta y le impedía respirar. ¿Estaba aquel hombre realmente dispuesto a pagar tanto?

Hubo unos momentos de vacilación. ¿Ofrecería más dinero el señor Hoffel, a su pesar? Sin embargo, dejó caer los hombros en señal de derrota. El desconocido se metió una mano en la chaqueta, sacó una billetera y de ella ciento veinte marcos.

—Podría haber pedido más —dijo, entregándole el dinero a Johann—. No se malvenda.

Johann lanzó una mirada del señor Hoffel, pensando que tal vez protestaría, pero el posadero se encogió de hombros, fue hasta el mostrador y se enfrascó en el libro de contabilidad. Sin mediar más palabras, el desconocido recogió el reloj y se lo llevó de la habitación con cuidado. Johann se quedó mirándolo, como si también se llevara una parte de su ser.

—¿Quién es? —preguntó.

—Un huésped —contestó el señor Hoffel sin levantar la vista—. Se registró anoche y se marcha hoy. Rosenberg se llama. No sé de dónde es. Igual de Hamburgo, o de Berlín.

Johann sintió un tremendo deseo de salir corriendo detrás del desconocido para averiguar adónde se llevaba su reloj, pero ya no importaba; tenía el dinero. Sin añadir nada más salió a la calle y se abrió paso entre las carretas y los comerciantes.

Una vez lejos del hotel abrió la mano, casi temiendo que los billetes se hubieran reducido a polvo, que todo fuera producto de su imaginación. Pero allí seguían, ciento veinte marcos, más dinero del que había visto en toda su vida. Era suficiente para comprar unos pasajes mejores en el barco, para que Rebecca no tuviera que viajar en la bodega, sino en un camarote como es debido, donde podría descansar tranquila y contemplar el mar. Naturalmente, ella no consentiría que se lo gastara en eso; a pesar de su educación, era en extremo austera y se empeñaría en que ahorrasen para los gastos extras que pudieran surgirles y para afrontar el coste de la vida en Estados Unidos, algo que desconocían. Ya lo discutirían en el tren.

Johann volvió a guardarse el dinero en el bolsillo, miró furtivamente en ambas direcciones, como si temiera que fueran a acusarlo de alguna fechoría, y se internó en la carretera que salía de la ciudad antes de que al desconocido se le ocurriera cambiar de idea e ir detrás de él.

Una hora más tarde llegó al otro extremo del bosque. El sol estaba alto en el cielo, calentando la hierba. Pensó en el reloj. ¿Adónde lo llevaría ese hombre? Se imaginó una casa con chimenea, trató de visualizar a las personas que lo verían en la repisa, que lo admirarían y guiarían el transcurso de los días según su cadencia. Una parte de su ser que iría a lugares que él jamás vería.

Cuando se aproximaba a la última cuesta aligeró el paso. Rebecca y él podrían trasladarse a Estados Unidos, alejarse de los fantasmas que lo asediaban allí, del odio que parecía acechar por todas partes. Remontó la suave pendiente, con el estómago encogido, anhelante, como le ocurría siempre justo antes de ver a su mujer. Rebecca estaría levantada, descansada después de haber dormido, tendiendo ropa o trabajando en el huerto. Quizá pudiera tentarla para que abandonara sus tareas y volviera a la cama, a celebrarlo haciendo el amor una vez más.

Al llegar al final de la cuesta contempló la casa y los huertos acurrucados en la hondonada de abajo, pero no vio a Rebecca por ninguna parte. Estaría en casa. A lo mejor incluso había empezado a hacer el equipaje.

Abrió la puerta de la casita y olió el humo del fuego de la noche anterior que aún flotaba en el aire. Supo que Rebecca llevaba ya un rato levantada por el brillo de la mesa recién encerada y por el cesto con ropa doblada que no estaba en la silla cuando él se marchó.

«Liebchen», dijo, pero solo le contestó el eco de su voz. Atravesó el dormitorio, vacío y silencioso, con el edredón pulcramente remetido. El corazón le dio un pequeño vuelco sin saber bien por qué cuando volvió sobre sus pasos. Salió y cerró la puerta. Rodeó la casa y se dirigió al establo, donde debía de estar Rebecca abrevando la mula. «Rebecca, adivina qué…»

Hasta que llegó a la cerca no la vio, tendida en el suelo embarrado del gallinero, con el cuerpo retorcido y las piernas dobladas de una forma extraña bajo el cuerpo. De la garganta de Johann salió un grito que no reconoció al abrir la puerta de la cerca y caer de rodillas ante ella.

Al levantarla y abrazarla vio la sangre, que le había calado el vestido por detrás y había formado unos charcos mezclados con la tierra. ¿Se habría caído y se habría hecho daño o roto algo por dentro que le había provocado un desmayo? «Rebecca…» La sacudió como para despertarla de un profundo sueño; los ojos de ella se pusieron en blanco, se le abrió la boca y le cayó un hilillo de saliva hasta la barbilla. Johann bajó la mano, pero antes de tocarle el vientre sabía que estaría quieto, que habrían desaparecido las pataditas que había notado en las últimas semanas.

No debería haberla dejado sola, se reprochó. Si hubiera estado allí, podría haberla ayudado o quizá haber evitado lo que le había ocurrido. Soltando un gemido de dolor que le atravesó el pecho, se tendió en el suelo empapado junto a Rebecca como si fuera su lecho nupcial y sepultó la nariz en su pelo, cálido por el sol, y se apretó contra su mejilla, cada vez más fría. Siguió su mirada sin vida hacia el cielo como si buscara una respuesta, sin saber qué hacer.