VALS DE FINØ
Nunca volvimos a Finø.
Naturalmente, desde un punto de vista técnico hemos vuelto a la isla, y vivimos aquí y estamos censados aquí, y comemos y dormimos en la residencia parroquial. Pero no hemos vuelto a casa.
Guarda relación con lo que te he contado antes, que cuando cambias por dentro todo lo que te rodea también cambia. Y viceversa.
Cuando volvimos de Copenhague ya no éramos los mismos. Y la isla a la que volvimos ya no era exactamente Finø tal como la conocíamos.
Empezaré por los cambios evidentes, los visibles a simple vista.
Alexander Finkeblod ha abandonado la isla, ha conseguido un puesto más alto en el extranjero, y Ejnar Tampeskælver el Faquir se ha reincorporado como director de la escuela, de momento por un período de prueba.
Todo el colegio acompañó a Alexander al ferry. Y no fue porque era la última oportunidad de darle el golpe de gracia y liberarle de sus sufrimientos, sino para despedirnos como Dios manda. Porque Alexander también había cambiado. Después de todo lo ocurrido y que he contado aquí, nunca volvió a ser el mismo de antes. Los últimos tres meses que estuvo en la escuela habló a los alumnos como si fueran personas normales y corrientes, y a menudo lo pillamos abstraído; en medio de una clase se acercaba a la ventana y se quedaba contemplando el Mar de las Oportunidades como buscando algo entrevisto alguna vez, pero que había desaparecido y él no lograba olvidarlo.
Además, se había traído a Vera de vuelta a la isla. Estaba a su lado con un pie en la escalerilla cuando de pronto él nos vio a Tilte y a mí y se acercó para darnos la mano. Fue como si quisiera decirnos algo, pero nunca llegó a hacerlo. Vera lo llamó y él se volvió, y nosotros le dijimos adiós agitando la mano y de pronto se había ido.
Tilte ya no vive en la residencia parroquial. En agosto se trasladó a Grenå y empezó a estudiar en el instituto internado, donde ahora también asiste Jakob Bordurio. Al principio vivieron en la residencia de estudiantes de Grenå, pero no por mucho tiempo, apenas un mes. Después se mudaron a un gran piso con vistas a la playa.
Según fuentes fidedignas, el piso se financia gracias a la colaboración que Tilte ha establecido con Palas Atenea.
Palas Atenea nos visitó este verano. A pesar de que Finø está acostumbrada a lo mejor en cuanto a vehículos —carruajes, carritos de golf, Mercedes y Maseratis y el vehículo oruga blindado de Bermuda—, el pueblo llano no pudo más que mirar cuando el Jaguar rojo se detuvo delante de la residencia parroquial y Palas Atenea se bajó, toda ella peripuesta con sus tacones altos y su peluca pelirroja, pero afortunadamente sin el yelmo.
Al principio, cuando ella y Tilte se retiraron a la habitación de ésta, pensé que yo también asistiría a la reunión, mi hermana y yo siempre hemos estado unidos, a las duras y a las maduras. Sin embargo, esta vez Tilte sacudió la cabeza, sorprendiendo a Palas Atenea.
—Alrededor de Peter —dijo Tilte, como si estuviera hablando de alguien que no estaba presente—, la realidad se ve moldeada de diferentes maneras. Pero no podemos obviar que acaba de cumplir quince años en mayo.
Tras lo cual se retiraron a la habitación de mi hermana.
Cuando salieron, Palas Atenea parecía alguien que acaba de ver salir el sol y que al tiempo ha recibido una estocada. Cuando se despidió no sonaba del todo coherente, luego subió al Jaguar y se marchó.
Yo estaba en la ventana de la cocina siguiéndola con la mirada. Tilte se acercó y me rodeó con los brazos, pero Peter Finø no está a la venta, al menos no por una caricia falsa, así que me mantuve firme e inaccesible.
—Eso de meter el corazón en una cajita no puede ser —dijo ella—. Aunque sea con una fotografía de los niños. Se lo he explicado.
Su voz rebosaba de lo que los místicos cristianos suelen llamar arrepentimiento y contrición, sin duda un intento por ablandarme. Así que me digné contestarle, nunca hay que rechazar a un pecador penitente.
—Pretendes reeducarla y convertir su negocio en una especie de asesoría, ¿verdad? —dije.
No me contestó. Tampoco hizo falta. Sabía que había dado en el blanco.
—Eso ya lo hemos hecho una vez —añadí—. Con Leonora.
—Éste será el paso siguiente.
—Quieres que sus clientes lleven sus parejas a Abakosh, donde ella y Andrik los asesorarán.
Tilte apoyó su frente contra la mía.
—Le enseñé los dos principios fundamentales del amor. Uno: llévate a tu marido cuando visites un burdel. Y dos: deja que el corazón permanezca donde ha estado siempre.
Por lo demás, Tilte ha vuelto a Finø dos veces desde su marcha, y la primera fue cuando ennoblecimos a Kalle Kloak. Mi hermana había recibido una carta de la corte con el escudo de armas en el dorso y otra de la Asociación de la Nobleza Danesa, y juntos nos acercamos a Finøholm en bicicleta. Nos sentamos en la cocina junto con Kalle y Bullimilla, y para empezar les devolvimos las cortinas que antes habíamos lavado, planchado y doblado, pues cuando te dedicas al desarrollo profundo de tu faceta interior es importante, en la medida de lo posible, devolver el mundo exterior al estado en que lo recibiste. Entonces Tilte dejó la carta de la corte en la mesa, boca abajo para que se apreciara el escudo de armas de la Casa Real.
—Peter y yo somos patronos del Club de Fútbol Finø —dijo—. Sólo quería mencionar, de paso, que al club le gustaría mucho que se construyera un nuevo pabellón deportivo, el viejo está deteriorado y sobreocupado.
Kalle Kloak se humedeció los labios. Tengo que reconocer que yo tampoco sabía hacia dónde mirar, así que opté por bajar los ojos tímidamente al suelo.
Entones Kalle preguntó con voz ronca cuánto costaría un pabellón nuevo y Tilte dijo que los había a partir de seis millones. Bullimilla preguntó si el de seis millones incluía una cafetería y Tilte contestó que no, que desde luego esa opción incluía sólo lo imprescindible para que el edificio se mantuviera en pie.
—Kalle —dijo Bullimilla—, es imposible vivir sin una cafetería, los jóvenes están en edad de crecer y la cocina es el corazón de cualquier edificio, así que no queremos que el pabellón sea de los más pequeños.
—Por siete millones —dijo Tilte— podemos construir con vistas al futuro y las generaciones venideras.
Luego dejó un papel delante de Kalle. Reuniendo toda mi fuerza de voluntad conseguí echarle un vistazo. Era un acta de donación de Kalle Kloak al Club de Fútbol Finø; la había traído elegantemente redactada de casa por un importe de siete millones.
Cuando Kalle la hubo firmado con un semblante que reflejaba inequívocamente que gastar dinero a bote pronto estaba reñido con sus convicciones más profundas, Tilte abrió la carta de la reina y la de la Asociación de la Nobleza Danesa. Confirmaban que tras escrupulosos estudios de diversos registros parroquiales que les habían remitido de la parroquia del pueblo de Finø, había llegado a la conclusión de que Kalle descendía efectivamente del linaje Ahlefeldt-Laurvig Finø, y por tanto tenía derecho a llevar el nombre, y enhorabuena y firmado por la reina.
Kalle se desmayó. Es la primera y única vez que he visto a un hombre adulto desmayarse; se le pusieron los ojos en blanco y se deslizó hasta el suelo.
Tilte y yo no reaccionamos, sobre todo porque no creíamos que hubiera nada que hacer. Kalle Kloak tiene la forma de un tonel y como ya he mencionado antes, es un antiguo obrero de la construcción al que no parece que alguien pueda mover sin ayudarse de una carretilla. Sin embargo, Bullimilla lo cogió en brazos como si fuera un niño. Entonces se quedó parada un momento y nos miró.
—Cuando inauguremos el nuevo pabellón —dijo—, me encargaré de preparar el menú de gala.
Ésta fue la primera vez que Tilte volvió.
Digo que volvió. Antes del Gran Sínodo y la segunda desaparición de mamá y papá habría dicho que Tilte había vuelto a casa. Pero ahora ya no digo «en casa» cuando me refiero a la residencia parroquial y a Finø. Digo que volvió a secas, y lo hago adrede.
Guarda relación con la visita inesperada que recibimos en la residencia parroquial.
Voy a tomármelo con calma, porque es importante: la marcha de Tilte supuso una conmoción bastante más fuerte de lo que esperaba.
No sé si existen clínicas como Store Bjerg donde puedas desintoxicarte de una hermana, pero era lo que yo habría necesitado. Habíamos vuelto de Copenhague y habíamos exigido que nos instalaran una caseta a cada uno en el jardín de la residencia parroquial, pues allí queríamos vivir. Nos las concedieron enseguida, es una de las diferencias que hay entre antes y ahora: desde que volvimos ha habido más de una situación en que les hemos dicho tranquilamente a mamá y papá cómo tenían que comportarse y han accedido sin más.
Fue, naturalmente, para que no nos aplastaran los elefantes. Porque eso lo hemos aprendido. Los elefantes de mamá y papá no son como los de los indios, capaces de aprender a sentarse en tu regazo y hacer crucigramas y auparse sobre las patas delanteras y menear la trompa. Los elefantes de mamá y papá son africanos que recorren largas distancias sin avisar de antemano y con los que puedes llegar a establecer una relación tolerable, aunque nunca llegan a ser del todo dignos de confianza. Por eso queríamos vivir en nuestras casetas, para mantener las distancias por si decidían emprender una de sus caminatas.
Debí de creer que las cosas seguirían así, con Tilte y yo cada uno en su caseta de obras, pero muy cerca el uno de la otra, a pesar de que hacía años que sabía que, antes o después, tendría que marcharse. Sin embargo, cuando sucedió fue peor de lo que había imaginado.
En aquel momento sentí una profunda soledad.
A estas alturas, cuando ya estoy con el pie en el estribo, siento mucho tener que mencionar algo que, en cierto modo, resulta tan triste. Pero es importante.
Evidentemente, hace tiempo que conozco la soledad, tal vez desde siempre; tengo la sensación de que ha estado aquí desde que tengo uso de razón.
No sé cómo debes de sentirla tú, quizá cada uno la experimenta a su manera. Mi madre me contó en una ocasión que en su caso, cuando se siente sola, empieza a canturrear La calle de la Soledad, aunque esta canción también está relacionada con el amor y con papá. Para mí, la soledad es una persona. No tiene rostro, pero cuando llega es como si se sentara a mi lado, o detrás de mí, y puede ocurrir en cualquier momento, también estando con otra gente, incluso con Conny.
Vuelvo a ver a Conny. A veces la visito en Copenhague, donde sus amigos me miran como si fuera un enigma que no logran descifrar, y el enigma es qué hace Conny conmigo. A veces ella viene a Finø. Muy a menudo me hace tremendamente feliz estar con ella.
No sé si tú tienes novia. Si no la tienes, hay algo que quiero decirte. Y es que la tendrás. Toda mi experiencia acumulada en estos quince años me dice que el mundo está dispuesto de manera que todo el mundo acaba teniendo un novio o una novia. A no ser que se opongan activamente a ello. Así pues, si no tienes novia y te gustaría tener una, deberías intentar averiguar en qué punto de tu interior te resistes activamente a tenerla. Esta teoría está basada en los profundos estudios que hemos realizado Tilte y yo.
Pero incluso estando Conny aquí ha habido veces que me ha asaltado la soledad y se ha sentado detrás de mí. En una ocasión me sobrevino con una fuerza inusitada y no lo comprendía. Hasta aquella noche en la cocina de la residencia parroquial.
Fue en octubre, durante las vacaciones de otoño, y mi bisabuela estaba de visita. Tilte también estaba, y se había traído a Jakob Bordurio. Hans y Ashanti habían venido desde Copenhague, donde viven en un pequeño piso agraciados por la felicidad que describe el salmista, incluso mantienen una buena relación con los vecinos a pesar de que Ashanti toca los tambores y baila en trance y de vez en cuando realiza algún sacrificio ritual de un gallo negro en el balcón.
Conny estaba sentada a mi lado, papá acababa de presentarnos el rodaballo asado sobre una plataforma, y de pronto Ashanti dijo:
—Estoy embarazada. Hans y yo esperamos un niño.
Se produjo el silencio sepulcral, y hubo más de una ocasión para mirar hacia dentro si tenías suficiente presencia de ánimo para ello. El silencio no se vio interrumpido hasta que Ashanti dijo que le parecía que sería una niña, y que ya tenía decidido un nombre: la niña se llamaría como nuestra madre, es decir, Clara, con un magnífico segundo nombre sacado del Antiguo Testamento, Nebukadnezar, que está muy de moda en Haití, y luego estaban los dos apellidos de la familia, Duplaisir y Finø. Entonces contó que había notado por primera vez una patada de la pequeña, a bordo del pequeño Cessna, durante el vuelo a Finø, y le gustaría modernizar la anticuada costumbre haitiana de poner nombres demasiado largos a las criaturas, así que la joyita recibiría el nombre aforístico y breve de Clara Nebudkanezar Flyvia Propella Duplaisir Finø.
Como ya sabes, en Finø ya estamos curados de espantos en cuanto a nombres, pero aun así diré que, durante el silencio tras el anuncio de Ashanti, lo único que se oía era la respiración de Basker, muy cercana a la hiperventilación. Sin embargo, Tilte se llevó a Ashanti a un rincón y le dijo que era un nombre precioso, aunque algo ampuloso, circunstancia que podría llevar a que la niña se convirtiera en objeto de la atención de las fuerzas oscuras y la magia negra, cuyos rescoldos arden bajo la superficie aparentemente cristiana de Finø, pues fácilmente sienten celos de las criaturas con nombres demasiado exuberantes, así que ¿qué le parecía si se daba por satisfecha con Clara Duplaisir Finø? Y así fue.
Alguna vez he advertido que los acontecimientos dramáticos suelen venir en racimos, también esa noche, porque cuando Tilte y Ashanti volvieron a sus puestos, mi bisabuela se aclaró la garganta y dijo que tenía algo que decirnos, y era que había decidido cómo quería morir.
El desasosiego nos embargó. Porque las últimas veces que nos ha visitado la bisabuela me ha dejado remover la sopa de suero de leche mientras ella dirigía el tinglado desde la silla de ruedas, y, por lo tanto, cuando la oímos decir esto todos nos temimos lo peor.
—He decidido que quiero morir con una risa hilarante —anunció—. Siempre me ha parecido la mejor manera de abandonar este mundo. ¿Y por qué os lo digo? Pues porque no cuento con que ninguno de vosotros lo vea. ¿Y por qué no? Porque espero sobreviviros a todos, e incluyo a la pequeña Flyvia Propella. ¿Y por qué lo espero? Porque me he echado un amante joven y lozano. Y me gustaría aprovechar la ocasión para presentarlo a la familia.
Entonces se abre la puerta y entra Rickardt Tre Løver con su archilaúd a cuestas, y va y se sienta en el regazo de la bisabuela.
No lo hemos visto venir, ninguno de nosotros, ni siquiera Tilte. Y tengo que decirte sinceramente que nos cuesta recuperar el ánimo y nuestra cortesía natural y arrinconar las preguntas que surgen en una situación así, sobre todo la pregunta de si ahora también nuestra bisabuela se convertirá en miembro de la nobleza.
Mientras todo pende de un hilo miro a Tilte, y veo que está cavilando en el asunto, porque el lugar en el regazo de la bisabuela ha sido suyo desde el inicio de los tiempos.
Muchos dirían, y me incluyo entre ellos, que ahora hemos alcanzado el límite de cambios que una familia es capaz de asimilar en una noche. Sin embargo, en cuanto logramos reponernos ligeramente, papá dice:
—Voy a renunciar al cargo de pastor. Y mamá dejará el puesto de organista. Vamos a hacer un viaje de peregrinaje. Empezaremos por Viena, por Knize y algunas de las grandes confiterías. Cuando volvamos a casa, vuestra madre abrirá una pequeña confitería. Yo escribiré un libro de cocina. Sobre cocina espiritual.
Llegados a este punto, Tilte y yo nos miramos. No nos dejamos engañar por el tono ligero y jocoso de papá. Sabemos que va en serio.
—Os prometo —dice lentamente— que en ese libro de cocina no aparecerá la más mínima insinuación al Espíritu Santo en el capítulo sobre las rilletes.
Todos exhalamos. Digo deliberadamente que exhalamos y no que respiramos aliviados. Porque con los elefantes africanos y todo lo demás, entenderás que con unos padres como los nuestros nunca tendremos ninguna garantía a prueba de fuego.
Entonces papá dice:
—¿Os apetece una cervecita?
Lenta y cuidadosamente va dejando una botella de medio litro de la cerveza especial de la cervecería de Finø delante de cada uno de nosotros.
No sé cómo es en tu familia. A lo mejor te ponían unas gotas de ron en el biberón y aguardiente el día de tu confirmación. Pero en casa, papá y mamá nunca nos ofrecieron alcohol, ni a mí ni a Tilte ni a Basker, ésta era la primera vez, y sabemos por qué. Es porque cada vez que los adultos hacen saltar un corcho o una chapa de botella oyen el rugido del abismo en su interior y optan por creer que el aullido proviene de los niños. Así que esto es profundo. Nos servimos la cerveza y nos miramos a los ojos y brindamos y bebemos, y todos sabemos que en este momento participamos de la eucaristía y de un sacramento que tiene tantas revoluciones en la turbina como la comunión en la iglesia del pueblo de Finø.
Es entonces cuando presiento que hay un invitado más con nosotros, y que ha tomado asiento detrás de mí. Resulta tan real que me vuelvo, pero no hay nadie, y entonces caigo en la cuenta de que es la soledad. Rodeado de buenos amigos, con Basker a los pies y Conny a mi lado, me siento abandonado y solo.
No puedo quedarme en la cocina. Me levanto y salgo. A paso extremadamente lento, me dirijo hacia donde termina el pueblo y empieza el bosque. La noche es negra y el cielo está tachonado de estrellas. Ha dejado de ser el cielo sobre el que escribí en el folleto turístico, también él ha cambiado. Han aparecido más estrellas. Es como si hubiera tantas que están a punto de eclipsarlo todo. Como si el cielo nocturno estuviera cambiando el peso de un pie, la oscuridad, a otro, el fulgor de las estrellas.
Entonces rodeo la soledad con mis brazos y por primera vez me doy cuenta de que es una chica. Y por primera vez dejo de consolarme a mí mismo para alejar a la chica de la soledad.
Me doy cuenta de que lo que está a punto de suceder es lo que siempre había temido por encima de todo: estoy a punto de perderlo todo y a todos. Eso fue lo que presentí en el piso de Conny en Toldboldgade. Pero esta vez el sentimiento es más fuerte y totalmente real. Ahora Hans ha desaparecido, Tilte ha desaparecido y la bisabuela ha desaparecido. Pronto la residencia parroquial estará deshabitada. Mamá y papá desaparecerán.
Ahora tal vez dirás que probablemente Conny estará allí. Pero en este momento, esa certeza no me sirve de consuelo, porque lo que siento es que contra la soledad que ahora abrazo ni siquiera tu amada puede ayudarte.
Es la soledad de estar encerrado en la habitación que se llama uno mismo, ahora por fin lo entiendo. Que uno mismo es una celda dentro de la cárcel, y que esta celda siempre será distinta de las demás celdas, y por eso siempre estará sola, y siempre estará dentro del edificio de la cárcel, pues forma parte de él.
No soy capaz de explicarlo mejor. Pero siento que es inabarcable.
Avanzo abrazado a esta inmensidad inabarcable. La aprieto contra mi cuerpo y no me da consuelo, eso puedo decirlo con toda sinceridad. Siento lo mucho que quiero a los demás que han quedado atrás en la noche, a papá y mamá, a Tilte y a Hans y a Basker y a Conny y a la bisabuela y a Jakbo y a Ashanti y a Rickardt y a Nebudkanezar Flyvia Propella, a todas mis celdas humanas.
Entonces sucede algo.
En cierto modo es como en el campo de fútbol. Cuando los defensas arremeten contra ti es fácil quedarte deslumbrado mirándolos. No ves el hueco que hay entre ellos, los espacios.
Eso es lo que ahora hago, viene por sí solo. Traslado la atención de lo negro de la noche a la luz de las estrellas. Hago la finta del basurero con mi propia conciencia. Dirijo toda mi atención hacia la soledad, pero me arranco hacia el otro. Del sentimiento de soledad me desplazo a lo que la envuelve. De estar encerrado en mí mismo, en las penas y las alegrías que componen a Peter Finø y que están presentes en la vida de todo como pequeñas islas flotantes, de allí traslado toda mi atención al magma en que flotan las islas.
Eso es lo único que hago. Es algo que cualquiera puede hacer. No cambio nada. No intento hacer que desaparezca la soledad. Simplemente la suelto.
Empieza a alejarse. Empieza a alejarse y de pronto desaparece.
En cierto modo, lo que ha quedado atrás soy yo. Pero en cierto modo no es más que una profunda felicidad.
Oigo pasos a mis espaldas. Es Conny. Se coloca muy cerca de mí.
—Todos somos habitaciones —digo—, y mientras seamos una habitación estaremos encerrados. Pero hay una salida, y no pasa por una puerta, porque no hay ninguna puerta que esté abierta, lo único que hay que procurar es divisar el hueco.
Coge mi cara entre sus manos.
—Hay quien tiene la suerte de tener un novio inteligente y profundo —dice—. Y luego estamos los demás, que tenemos que conformarnos con lo que tenemos.
Entonces me besa. Y se vuelve para regresar a la residencia parroquial.
Reconozco que estoy ligeramente conmovido. Tanto por lo uno como por lo otro. Hay momentos en que un hombre tiene que estar solo.
Ha empezado a llover, una fina llovizna, y es como si trajera consigo la gratitud, aunque no puedo afirmar que sea un dato confirmado por el Instituto Meteorológico de Dinamarca. Siento una alegría arrolladora. Es tan fuerte que resulta imposible contenerla. Ni la circunstancia de que toda mi familia se esté desintegrando. Ni que mi amada, después de que yo la honrara con mi sabiduría, simplemente me haya soltado un beso y uno de esos comentarios femeninos que llevan a los hombres a pasarse insomnes y dando vueltas en la cama hasta el amanecer. Para luego volver flotando al rodaballo.
Alzo los brazos hacia el firmamento. Y entonces empiezo a bailar.
Es un baile lento. No está incluido en el programa de la Academia de Baile de Ifigenia Bruhn, este baile viene de dentro y requiere toda mi concentración. Debe de ser por eso que pasa un buen rato hasta que veo a Kaj Molester.
Está en la puerta de su casa. Me detengo. Nos miramos a los ojos.
—Estoy bailando el vals de Finø —digo—, una danza en la que expreso mi inmensa gratitud por estar vivo.
Se pueden decir muchas cosas acerca de Kaj Molester Lander, y desde luego hay mucha gente que lo hace, yo incluido. Pero es comúnmente admirado por su dominio del estrés. También ahora. Su semblante es inexpresivo.
—Ese baile ¿es privado o puedo participar? —pregunta.
Misericordia es una de esas palabras que hay que tratar con guantes de seda y sólo cuando no hay otra capaz de expresar lo que sientes. Sin embargo, diré que creo que es la única que cubre por completo el hecho de que la vida está organizada de tal manera que incluso tipos como Kaj Molester pueden hacerse ilusiones de que algún día la natural tendencia decadente de sus vidas se verá interrumpida por una encrucijada. Y al final del nuevo camino que por un momento se abre aguardan unas oportunidades frágiles, arriesgadas, pero también refinadas.
—Únete a la fiesta —digo.
Alza los brazos a la lluvia. Muy lentamente, bajo el iluminado cielo nocturno, Peter Finø y Kaj Molester Lander se lanzan a bailar el vals de Finø.