Palas Atenea acerca un sillón de mimbre y se sienta a mi lado.

—Acepto hasta a cuatro hombres a la vez —me informa—. Los hombres a menudo acuden a un burdel en grupo. Muy a menudo cuando tienen algo importante entre manos. Pueden ser cuatro actores que vienen antes del estreno de una obra. Políticos antes de unas negociaciones. Hombres de negocios antes de la firma de un contrato. Ayer solicitaron mis servicios cuatro personas con la misma contraseña que tú tienes, tres hombres y una mujer, pese a que es personal e intransferible. Pertenece a un danés que se llama Henrik. Los otros tres eran extranjeros, aunque hablaban danés. Henrik es un cliente fijo que suele venir solo. Sin embargo, ayer invitó a tres amigos. —Enciende otro cigarrillo—. La verdad, no me gustó. Me provocaron inquietud, incluso llegaron a asustarme. Llevo quince años en la profesión, pero ayer fue la primera vez que tuve miedo. ¿Entiendes por qué te explico esto?

—En parte por rabia —aventuro.

—Ya.

De nuevo se levanta de la silla, inquieta.

—Tengo treinta años. Me quedan a lo sumo tres más. Naturalmente, tenemos nuestros ahorros y la casa de campo, este piso y un estudio a las afueras de Barcelona, pero me he entregado por completo a esta profesión. También lo hice ayer. El tal Henrik llamó para requerir mis servicios en una salida a domicilio, pero me negué porque no me dio confianza. Presentí que era mala cosa. Entonces dijo que él y tres amigos vendrían a mi establecimiento. Henrik siempre quiere que le haga de mamá, que le regañe, que le dé de comer y le cambie el pañal. Y los otros dos querían lo mismo. Los tres querían sentarse en tronas y que les diera de comer en la boca. Y cada uno profesaba una religión diferente, nunca había visto algo así. Tuve que cambiarme de ropa ocho veces en dos horas. Y leerles pasajes de las sagradas escrituras mientras ellos jugueteaban con la comida. ¡Vaya guarrada montaron! Y querían hacer batallas de almohadas. Con los culos al aire y la papilla pringada por todo el cuerpo. Y la mujer quería que Andrik fuera su padre y jugar al caballito en su regazo. Pero cuando Henrik quiso cagar en el suelo dije basta. Todos tenemos un límite, ¿no crees? ¿Tú lo habrías tolerado?

—Supongo que no.

—Entonces me vinieron con un último deseo: que les dijera, uno por uno, que «mamá está muy orgullosa de ti, mamá está realmente muy orgullosa de lo que te traes entre manos». Les pedí que me diesen alguna pista, algún detalle, pues resulta más fácil interpretar el papel si puedes darle un poco de contenido. Pero se cerraron en banda, lo único que querían era una palmadita en la cabeza, oír que mamá estaba más orgullosa que un pavo real y que les deseara buena suerte. Cuando terminamos, se fueron con gestos reservados, sin siquiera decir adiós, y entonces noté algo. Noté que se preparaban para algo grande y aterrador. Como si de alguna manera nos hubieran utilizado a mí y a Andrik para hacer acopio de valor. Así pues, ahora considero que mi deber es ayudarte. Es la primera vez en quince años que le he hablado a alguien de un cliente. Es algo que no se debe hacer, es una de las reglas de oro del negocio. Ahora ya está hecho. ¿Aceptas mi ayuda?

—Gustosamente.

Me mira expectante.

—¿Podemos dejarle los niños a Andrik una hora? —pregunto.

Palas Atenea se endereza.

—Por supuesto. ¡Es un buen padre!

—Tenemos que intentar acercarnos a cierta persona —digo—. Y tú tendrás que contarle lo siguiente.

Habría sido preferible disponer de un vehículo más discreto que el Jaguar rojo, pero es lo que hay. Palas Atenea y yo nos alejamos de Toldbodgade en dirección a Kongens Nytorv.

Cubrimos el trayecto sin que Palas Atenea encuentre motivo para bajar del coche y propinarle una paliza a ningún conductor, algo que agradezco tremendamente. Ahora le pido que aparque lo más cerca que pueda del autobús turístico rojo de dos pisos, y ella lo hace a su manera, en una plaza reservada para discapacitados. De la guantera saca una placa azul con el dibujo de una silla de ruedas y la coloca en el salpicadero al tiempo que me cuenta que, afortunadamente, muchos de sus clientes fijos son doctores.

Le pido el teléfono móvil y que haga sonar el claxon una vez cuando yo se lo diga. Luego marco el número de Albert Wiinglad.

Siento una profunda gravedad y un gran respeto. Por primera vez en mi vida, estoy a punto de entrar en contacto con una de las personas que probablemente esté detrás de lo que en los últimos dos días ha encanecido a Tilte, a Basker y a mí y nos ha hecho diez años mayores.

—¿Sí?

Si tú, al igual que yo, tienes una madre enamorada de Schubert, o una tía o una prima, tal vez hayas escuchado los Lieder de Goethe interpretados por Fischer-Dieskau. Si es así, podrás hacerte una idea de cómo es la voz que ha contestado.

Es una voz que sabe cosas que no tiene intención de revelar. A lo mejor el hombre que se esconde detrás de ella ha segado la vida de doce personas en una riña entre clanes, a lo mejor ha profanado las tumbas de los faraones, a lo mejor ha tenido a tres ministras de amantes a la vez —sin que ninguna de ellas supiera nada de las otras dos— y ahora se ha acabado. En todo caso, hay una cosa que no ofrece ninguna duda: es la voz de un cuidador de elefantes. Y por debajo del tono de voz lustroso se oye al elefante barritar.

—¿El nombre de Finø te dice algo? —pregunto.

Vacila un momento.

—Explícate —dice luego.

—Espero que así sea. Porque de esa isla proceden unos pobres niños desatendidos que han perdido muchas cosas. Y que opinan que debes ayudarles a recuperar algo.

—Pero ¿qué demonios...? —exclama.

Le hago una señal a Palas Atenea y ella presiona el claxon. Suena como un jaguar que ruge.

Cuelgo.

—¿Ves ese banco? —digo a Palas Atenea—. Al lado del morro del autobús. Siéntate allí, enciende un cigarrillo, reclínate y observa cómo empiezan a pasar cosas.

Cruzo Kongens Nytorv al trote. Cuando llego a la entrada del hotel d’Anglaterre aminoro el paso lo suficiente para no llamar la atención. Paso por delante de la recepción y me asomo al restaurante.

Al otro lado de la puerta los pasteles están dispuestos en una torre de cristal, un pastel por cada piso. Echo un vistazo alrededor, los camareros me dan la espalda. Entonces elijo una tarta.

Sólo tiene una capa pero una altura de unos quince centímetros, de nata con turrón y frambuesas, sin duda sobre un lecho delicioso y crujiente.

En la residencia parroquial nos hemos criado montando la nata con un batidor de mano. Si resulta que provienes de un hogar más desgraciado que yo en el que se monta la nata con una batidora de rotores o en el que incluso habéis claudicado del todo y utilizáis una batidora eléctrica, todavía estás a tiempo de enderezar la situación.

Con una batidora eléctrica, el aire llega demasiado rápido a la nata, las burbujas se hacen demasiado grandes y la leche descremada se separa demasiado rápido de la parte grasa. En cambio, la nata batida a mano se espesa como Dios manda.

Eso lo saben en el hotel d’Anglaterre. La tarta es consistente y se mantiene incólume durante el trayecto por las escaleras, a pesar de que las subo de tres en tres. Así, cuando llego a la suite nupcial, llamo a la puerta y entro, sólo yo me he quedado sin aliento y un rubor favorecedor tiñe mis mejillas, mientras que la tarta parece recién salida de la confitería.

Thorkild Thorlacius, Anaflabia, la mujer de Thorlacius, la secretaria Vera y Alexander Bister se han tomado su tiempo. Han conseguido serrar las cadenas de las esposas, cuyos pedazos yacen en el suelo junto a las herramientas. Sin embargo, no han podido librarse de las gruesas manillas que ciñen sus muñecas. Y así, con ellas puestas por la fuerza de las circunstancias, han dado buena cuenta del brunch.

Me acerco a la mesa y con un movimiento medido aplasto la tarta contra el rostro de Alexander Bister Finkeblod.

—A la larga —digo—, comprenderéis que esto también es por vuestro bien.

Cuando en una película ves a gente que recibe una tarta en plena cara, ten por seguro, y siento tener que decirlo, que se trata de una tarta de pega, una barata y de mala calidad. Con una tarta de calidad suprema, como en este caso, el resultado es muy distinto. En las películas, las víctimas consiguen retirar gran parte de la nata con una simple pasada de la mano. Pero Alexander Finkeblod necesita unos veinte segundos de esfuerzos ímprobos sólo para limpiarse los ojos.

Entonces puede verme por fin. Y toda su atención se desplaza de la tarta a mí.

Thorkild y Anaflabia se han levantado de sus sillas. Pero los movimientos de Alexander Finkeblod son más expeditivos. Se pone de pie como impulsado por un resorte.

No obstante, cuento con una leve ventaja. Así, cuando bajo las escaleras a toda pastilla me cruzo con un sorprendido Max, pero no tengo tiempo para detenerme. Lo único que veo es que me contempla boquiabierto hasta que desaparezco en el siguiente rellano.

Salgo del edificio con Finkeblod pisándome los talones. En Finø lo he visto salir a correr con Baronesse, pero aun así estoy positivamente sorprendido: está tan cerca que creo que el lecho de la tarta debía de contener algún estimulante.

Cruzamos la calle, el tráfico es denso, oigo chirriantes frenazos y cláxones que se disparan. Estoy cerca del autobús rojo y oso echar la vista atrás. Alexander está a un par de metros de mí, cincuenta metros más atrás aparecen Thorkild y Anaflabia, que han conseguido sortear los coches y empiezan a subir de revoluciones.

Miro el autobús. Lars sigue sentado en el asiento del conductor. Y de hecho también Katinka, que está sentada a horcajadas sobre su compañero.

Desde luego no es demasiado decoroso para el conductor de un autobús y una guía turística exhibirse así públicamente. Pero, por otro lado, ¿no es precisamente lo que la mayoría de turistas quieren ver? Y además, es la esencia del amor, tal como yo la recuerdo de cuando todavía existía el amor en mi vida. A veces crea un espacio alrededor de los amantes en el que de pronto no conciben que haya nadie más que ellos en el mundo.

Ahora me permito romper este espacio. Golpeo el parabrisas con ambas manos y luego me agacho para escurrirme entre las ruedas delanteras.

A partir de aquí sólo veo lo que se divisa desde debajo del autobús, pero también resulta alentador. Porque veo que Finkeblod se detiene en seco, seguramente al haber avistado a Lars y Katinka, que probablemente lo han visto y reconocido a través de los restos de la tarta. Los talones de Alexander giran en redondo, y lo mismo hacen, aunque un poco más atrás, los de Thorkild Thorlacius y Anaflabia.

Eso habla a favor de la maleabilidad psicológica de los tres, que sean capaces de cambiar de objetivo en apenas una fracción de segundo. De desear atraparme para hartarse de darme collejas, pasan a anhelar con todas sus fuerzas escapar de allí. Y como las expertas víctimas de la policía en que empiezan a convertirse, se separan y corren en distintas direcciones para obligar a sus perseguidores a dividir sus fuerzas. Lo último que veo es que, con Lars y Katinka detrás, cruzan Kongens Nytorv a toda pastilla, cada uno siguiendo un punto cardinal.

Hago una reverencia ante Palas Atenea.

—Vía libre —digo tras salir de debajo del autobús.

Ella sigue a los fugitivos y sus perseguidores con la mirada.

—Hace poco más de dos horas que te conozco —dice—. Y sin embargo debo decir que si sigues así corres el peligro de granjearte una cohorte de enemigos.

—Al menos nunca me han condenado por actos violentos —replico—, no como alguien que yo me sé.

—Sólo tienes veintiún años —me recuerda ella—. Espera a que llegues a mi edad.

Subimos al autobús. Detrás de la segunda fila de asientos hay un tabique con una puerta, y al abrirla se hace evidente que si pretendes hacer un recorrido turístico en este vehículo será una experiencia de lo más singular ya que todas las ventanas están cegadas y los asientos sustituidos por toda una parafernalia de aparatos electrónicos. Hay unas cincuenta pantallas de televisión y monitores ante los que trabajan cuatro personas con auriculares y micrófonos, absortas en su trabajo. Nadie se vuelve cuando pasamos por su lado.

En medio del pasillo, una estrecha escalera de caracol conduce al segundo piso, donde otras cuatro personas están ocupadísimas en la misma clase de aparatos, pero sólo disponen de la mitad de espacio. Allí arriba hay otro tabique con una puerta. La abro sin llamar antes.

Entramos en un recinto donde se han desquitado bien de los cristales cegados, pues hay ventanas del suelo al techo, también de cristal. Son cristales polarizados y tintados para no ser visibles desde fuera, pero estando dentro es como hallarse en un cómodo acuario.

Allí hay un hombre cómodamente sentado. Es Albert Wiinglad, lo sé nada más verlo, y Anaflabia ha dado en el clavo: es cardenal, o tal vez incluso Papa, porque los cardenales siempre están rodeados de otra gente, mientras que éste está reclinado en su silla de una manera que da a entender que podría saltar sin darse la cabeza contra algo, si entiendes a lo que me refiero.

Para él, el problema de saltar de la silla sería otro, y consiste en que es tan obeso como una cerda de concurso de la feria de ganado de Finø, y no hay ninguna razón para suponer que ha conseguido fácilmente los kilos de más, exigen un esfuerzo que él está dispuesto a hacer, porque sobre la mesa hay la mayor fiambrera que haya visto en toda mi vida, y mientras nos observa la abre: contiene más de veinte suculentos bocadillos.

Él interpreta mi mirada.

—Peso ciento sesenta kilos —informa—. Mi objetivo son los ciento ochenta.

—No se preocupe, los conseguirá —digo.

—En parte, como compulsivamente para consolarme —dice—. Desde que he entrado en contacto con vuestra familia.

Un tipo más grosero que yo diría que, en ese caso, el contacto debió de iniciarse varias generaciones atrás, pero me he criado en una residencia parroquial.

Dejo el lápiz USB con las grabaciones de la sala de conferencias sobre la mesa y saco un papel con la matrícula de la furgoneta negra.

—Tilte, mi hermana mayor, ha sido secuestrada —digo—. Hace una hora, en un coche con esta matrícula. Eso por un lado. Por el otro, hay cuatro personas, tres hombres y una mujer, que pretenden volar por los aires los tesoros de la exposición del Gran Sínodo. En el lápiz hay un fichero de imagen y audio donde se les ves durante un minuto y medio a me— dia luz.

Debe de haber pulsado un botón, porque aparece una mujer unos treinta años menor que él. Parece bastante poderosa como para sucederle en el cargo de Papa. Coge el papel y el lápiz USB y sale.

Palas Atenea y yo nos hemos sentado. Albert Wiinglad nos contempla, tal vez entregado al simple disfrute de la visión, tal vez pensando. Me inclino por esto último.

—Si puedo hablarle con toda franqueza a un funcionario entrado en años que ocupa un alto cargo —digo—, tengo la sensación de que en las últimas setenta y dos horas ha sido usted responsable de que pese una orden de busca y captura contra mis padres y mi hermano, y de que a mi hermana y a mí nos haya llevado la policía a un centro de rehabilitación para drogadictos. Creo que usted ha autorizado que nos separasen de nuestra familia a la fuerza, que desmontaran nuestra casa de arriba abajo y que se nos echen encima una obispo, un investigador del cerebro y un representante del Ministerio de Educación. Y que ha dado orden de que nuestro perro Basker sea sacrificado.

Tiene barba, una sabia opción, pues si no su rostro carecería de contorno y se asemejaría peligrosamente a la luna llena. Ahora se pasa la mano por la barba. Presiento su inteligencia, es como si tras sus lóbulos frontales se escondiera una colmena zumbante.

Su sucesora ha vuelto.

—Robaron el coche esta misma mañana —dice—. De una cochera en Glostrup. El propietario está de viaje, lo localizamos a través de su móvil, nadie lo hubiera echado en falta durante la próxima semana. Hemos echado un vistazo a la grabación contenida en el lápiz USB. Nos llevará cierto tiempo visionarla toda, pero la identificación de los cuatro es po— sitiva.

Los ojos de Albert Wiinglad se vuelven hacia Palas Atenea.

—Tengo un burdel —dice ésta—. Atendí a los tres hombres y a la mujer ayer por la tarde. Tenemos el número de una tarjeta de crédito de uno de ellos; es danés, se llama Henrik.

Anota el número en un bloc que hay sobre la mesa, mientras ojea su teléfono móvil. Debe de haber llamado para conseguir el número de la tarjeta mientras yo le servía tarta a Alexander Finkeblod.

Albert Wiinglad se vuelve hacia mí.

—¿Podrías ponerme al corriente de vuestras últimas veinte horas? Desde que os perdimos de vista.

Le doy una versión abreviada, sin escatimarle los titulares: la huida de Store Bjerg, la visita a Finøholm, la travesía en La Dama Blanca y la mañana pasada en Copenhague. Mientras hablo, Palas Atenea se estremece. Probablemente se esté dando cuenta de que hay circunstancias más desdichadas que sufrir el acoso de otros conductores. Sin embargo, Albert Wiinglad no manifiesta nada, salvo un profundo deleite por los bocadillos. Cuando concluyo mi narración, las veinte piezas han desaparecido en un sitio del que nadie podrá volver jamás.

—Tienes catorce años —dice entonces—. Legalmente no eres más que un niño.

—Pero mi alma es vieja. Y me he asomado al abismo. —Es un comentario que me guardaría mucho de soltar en el vestuario del Club de Fútbol Finø. Pero necesito que este hombre me tome en serio.

Me mira fijamente. Sus ojos parecen dilatarse. Suelta una risa apagada.

Mete una mano tan grande como un pudin de ron por debajo de la mesa, la saca con algo que parece un cofre de piratas, y de él extrae la fiambrera de verdad, las veinte piezas no eran más que un aperitivo para abrir el apetito. Percibe la mirada que le lanzo.

—Tuve una infancia muy difícil —se justifica.

—Entonces tendría que echarle un vistazo a la mía —replico.

Levanta un bocadillo embadurnado con algo que parece mayonesa entre la cual asoma coqueto algún que otro camarón, se lo lleva a la boca, la cierra, el bocado desaparece. De una carpeta que hay sobre la mesa saca una hoja con cuatro fotografías en blanco y negro pegadas. Son los retratos de tres hombres y una mujer. Palas Atenea se sobresalta al verlas. Uno de los hombres tiene el pelo tan rubio que parece decolorado con agua oxigenada. Doy por supuesto que se trata de Henrik el Negro, el enemigo número uno de las ratas y los malos pagadores. Resulta difícil añadir nada más sobre su rostro, más allá de que irradia confianza en sí mismo y que le gusta mostrarlo.

—Supongo que conocéis el significado de fundamentalismo —dice Albert Wiinglad—. No es algo inventado por las religiones, la gran mayoría de las personas es fundamentalista y el mundo es una guarida de ladrones fundamentalistas.

A su espalda hay un dispensador de cerveza, y es con alegría y orgullo que reconozco la cerveza especial de la cervecería de Finø, pues al parecer poco a poco va ganando cuota de mercado en todo el país. Se llena una jarra de medio litro y la vacía.

—Salud —dice.

Pienso que si quisiéramos buscar el punto flaco de Albert Wiinglad, nos bastaría con quitarle una fiambrera o el barril de cerveza, tendríamos así a un fundamentalista de la peor calaña en un abrir y cerrar de ojos.

—La globalización ha incrementado notablemente la presión sobre las grandes religiones universales. Y éstas contestan con el fundamentalismo. Todas. Abundan los fundamentalistas entre los cristianos, los hindúes, los budistas, los islamistas y todos los demás, comoquiera que se denominen. Sólo hay un dique de contención contra este diluvio universal: la policía y las fuerzas armadas.

Llegados a este punto, estoy a punto de preguntar si no habría que incluir a la Asociación Asathor, ya que últimamente ha mostrado una fuerte tendencia fundamentalista. El número de asociados ha descendido de siete a cinco y, según dicen, Ejnar Tampeskælver el Faquir está considerando sacrificar a su hijo Knud —que asiste a la misma clase que Tilte— al dios Odín a fin de recabar en la competencia apoyos contra la Iglesia nacional, Gitte Grisanthemum, Sindbad al Blablab y el lama Svend-Helge. Desde luego me parece una buena medida, pues Knud es un delincuente habitual que en maldad sólo le va a la zaga a Kaj Molester. Pero una vez más mi sentido de la oportunidad me dice que no es el momento.

—El terrorismo es consecuencia del fundamentalismo —dice Albert Wiinglad—, y la mayoría de personas esconde un pequeño terrorista en su interior. No es más que una cuestión de tiempo que salga a la superficie y por eso hay que atar corto a la gente, el noventa y cinco por ciento de la población mundial necesita que alguien le diga cómo debe comportarse. Es por eso que los terroristas trabajan en organizaciones, sólo alguno que otro trabaja solo.

Escoge otro bocadillo. Es de suponer que éste descansa sobre un trozo de pan, aunque no es visible. Lo que sí se ve es una gruesa rebanada de paté tan grande como un molde de pastel, y sobre ella yace gran parte de la cosecha de champiñones de este año, encumbrada con el beicon crujiente de medio cerdo.

—No obstante, los que trabajan solos son los más puñeteros. Los llamamos «planeadores», porque están en constante movimiento, sin ninguna base fija. Y éstos son mi especialidad. ¡Y que nadie dude que acabaré arrancándoles la cabeza!

Tamborilea los dedos sobre el papel.

—Estos cuatro son planeadores. Los conocemos individualmente desde hace un año, pero lo que nos deja estupefactos es que de pronto hayan decidido unirse. Y ¿cómo demonios han conseguido estar en una misma habitación sin matarse entre ellos? La verdad, esto me quita el apetito.

Siento el impulso de consolarle diciéndole que hay esperanza y que su apetito tiene un gran futuro, pero prefiero no interrumpirlo, pues acaba de hincarle el diente a un digno sucesor del paté: una loncha de rosbif que debería haber dispuesto de una carretilla elevadora para su traslado del plato a la boca.

—Éste es un mundo perverso y corrupto —dice—. Cuando la gente se une sólo es porque no le queda más remedio. Está claro que lo que ha unido a estos cuatro golfos es algo que consideran más peligroso que ellos. Lo que los ha unido es el Gran Sínodo.

Se levanta para acercarse a la ventana. Para él, ese par de metros representa una maratón.

—Todas las grandes religiones tienen dos caras y, por si alguien quiere saberlo, una es más desatinada que la otra: una abierta hacia el mundo exterior, lo que llamaríamos cara exotérica, que es la que conoce la mayoría de los creyentes; y la otra, una cara introvertida, esotérica, sólo para los iniciados. La primera es la que se practica en la Iglesia nacional danesa, en los templos católicos, en las mezquitas, las sinagogas y los gompas de todo el mundo. Son actos y rituales externos que tranquilizan a los creyentes, que les prometen que si bien ahora mismo todo es difícil e insufrible, después de la muerte todo será más llevadero. La otra cara, la esotérica, se reserva para los locos de atar. —Desde la ventana lanza una mirada anhelante a los últimos bocadillos que le tientan desde el plato—. Esa cara es para los que no se conforman con un bocado de esperanza, para aquellos que no quieren esperar a morir, sino que anhelan resolver los grandes enigmas ya.

—¡Usted es así! —se me escapa, no sé por qué. Pero de pronto estoy convencido de que Albert Wiinglad también es un cuidador de elefantes.

Se sobresalta. He puesto el dedo en la llaga.

—¿Qué demonios dices, chaval? Debes de estar chalado. Todo eso acabó para mí. He aprendido que la religión sólo perturba el cerebro. —Se lanza de nuevo, pero he estado muy cerca de quitarle el balón—. El Gran Sínodo concierne a la cara exotérica de las grandes religiones. Es el primer intento a gran escala de la historia universal de entablar una conversación entre los verdaderamente chiflados, los místicos, en la creencia de que todas las grandes religiones tienen algo en común. La demencial idea que los anima es la posibilidad de que detrás de las diferentes experiencias religiosas pueda existir una base común. Y han conseguido que se apunten al carro psicólogos e investigadores del cerebro. Y lo que Los planeadores temen es precisamente que las diferentes religiones descubran que, en el fondo, están más cerca las unas de las otras de lo que creían. Porque si eso ocurre, los cimientos del fundamentalismo se extinguirán. O sea, para resumir: nadie puede sentirse amenazado por alguien que está tan chiflado como uno mismo. Eso es lo que los ha unido.

Tiene que respirar. Ha vuelto a su sitio y a la fiambrera, se la acaba y no lame el plato, pero intuyo que es sólo por no alarmarnos. De su despensa bajo la mesa saca un pastel de chocolate bastante grande para alimentar a todo un consejo parroquial. Albert Wiinglad lo examina detenidamente y estima que hay para los tres. Corta dos raciones tan finas como un papel para Palas Atenea y para mí.

—Eres deportista —me dice—, consta en tu informe. Supongo que cuidas el peso.

—¿Y yo qué? —pregunta Palas Atenea.

Se nota que Albert Wiinglad se siente incómodo. La manera más efectiva de sacarlo de quicio es sin duda disputarle el pastel.

—Tú tienes que mantenerte delgada y atractiva —dice—. En tu profesión. Y este pastel es una bomba de calorías.

Y se lo zampa en dos o tres bocados. Lo baja con medio litro de café de un termo. Se quita las migas delicadamente con una servilleta.

—¿Y mis padres? —pregunto.

Su respuesta está a punto de aturullarme del todo:

—Ya, tus padres, personas muy cabales. Llamaron para informarnos de que habían encontrado una carga explosiva en la caja fuerte subterránea donde descenderán las joyas en caso de incendio, vandalismo o intento de robo. Acudimos con la brigada de explosivos. Lo retiramos todo. Luego me reuní con ellos. Vuestra madre ha hecho un excelente trabajo en lo referente al tema de seguridad. Una gente muy decente. Despierta. Educada. Respetuosa de la ley. Es increíble que hayan podido tener hijos como vosotros, pero durante la gestación pueden ocurrir cosas extrañas. Eso dictaminó el director de vuestra escuela en su informe. ¿No teníais un poco de agua en el cerebro o algo así?

Intento abrir la boca con mucha cautela, lo consigo a duras penas.

—Así pues, ¿no están en busca y captura? —pregunto.

—¿Quiénes? ¿Tus padres? ¿Por qué diablos iban a estarlo? Se merecen una medalla. Van a recibir cien millones por haber puesto a salvo los tesoros. Tal vez así tendrán dinero suficiente para recontratar una canguro permanente, quizá los Ángeles del Infierno. ¡Brindemos por ello!

Se bebe otro medio litro de delicioso café de un sorbo.

—¿Por qué entonces quieren ponernos bajo tutela estatal? —pregunto—. ¿Y por qué arrestar a Hans?

—Fueron vuestros padres quienes lo pidieron. Para poder tener la tranquilidad de que estabais a salvo.

En el primer equipo del Club de Fútbol Finø, el pequeño Peter es conocido por su impenetrabilidad oriental. Así pues, nada hay en mi rostro que me delate, pero por dentro se está gestando una explosión. Porque si papá y mamá nos han colocado un grillete azul alrededor del tobillo y nos han encerrado, no ha sido por cuestiones de seguridad, pues nuestra seguridad nunca estuvo amenazada por nadie que no fueran ellos. Ha sido para evitar que diéramos con su pista.

—¿Y mi hermana? —pregunto.

Su semblante se torna serio.

—Tenemos cuatro mil agentes de la policía danesa en las calles. Y refuerzos de paisano venidos de Suecia, Noruega, Alemania y Estados Unidos. Cerca de siete mil efectivos. Disponemos de helicópteros de vigilancia y de embarcaciones de vigilancia costera. Tenemos el apoyo de bomberos y protección civil. Mientras hemos estado hablando todos han recibido la orden de busca y una fotografía de tu hermana. No dudes de que la encontraremos.

Estamos sentados en el Jaguar con vistas a la plaza y a Nyhavn. Llamamos a Hans y Ashanti, que no se habían alejado demasiado, pues estaban sentados en un banco para enamorados con vistas a la bocana del puerto. Se lo hemos contado todo, y ahora Palas Atenea pone el coche en marcha y descubro que conduce de una forma distinta a la de antes, como abstraída, pero tal vez es comprensible, pensando en lo rápido que ha sido introducida en el círculo más íntimo de nuestra familia.

Yo, personalmente, estoy tan triste que rayo en la desesperación. Durante nuestros sesudos estudios religiosos, Tilte y yo hemos topado una y otra vez con la recomendación de todos los grandes maestros de considerar el sufrimiento una grandiosa oportunidad y una suerte, y que la postura adecuada en estos casos es disfrutarlo a fondo y no perderse ni una sola gota de amargura.

Es más fácil decirlo que hacerlo, y cuando lo consigues es imposible estar pendiente de todo lo demás, por ejemplo de tus extremidades, y de pronto mi mano saca un rectángulo de cartulina del bolsillo. Es el que encontré entre las fotografías en el apartamento de Conny, justo antes de que todo se precipitara, y aún no he tenido tiempo de echarle un detenido vistazo. Lo hago ahora. Es una tarjeta de visita con una cruz grabada. Al lado de la cruz pone «Universidad Católica de Dinamarca». La dirección está en Bredgade. Y debajo aparece el tan danés nombre de Jakob Aquinas Bordurio Madsen.

Lo que ahora ocurre en mi interior es tan difícil de explicar como de perdonar: un destello de locura recorre mi cerebro. Y la idea que sucede como un trueno al destello es: ¿qué otra cosa puede significar que haya encontrado esta tarjeta precisamente en el piso de Conny, que no sea que Jakob Bordurio, el tigre de la Academia de Baile de Ifigenia Bruhn, ha intentado cazar a Conny?

Ya sé que te preguntarás por qué, ahora que estoy a punto de enfrentarme a la ausencia de Tilte de una manera espiritual, insisto en fantasear acerca de Jakob y Conny, y tienes toda la razón. Lo único que puedo decirte es que, entre todos los demonios de las grandes religiones universales, los celos son y serán siempre uno de los capitanes del equipo.

Al instante siguiente vuelvo a relajarme, ya que debe de haber sido Tilte quien dejó la tarjeta. Además, Conny tiene catorce años, mientras que Jakob tiene diecisiete, y no hay ejemplos históricos que avalen que Conny haya ido alguna vez detrás de hombres mayores. De este modo recupero la cordura, y con ella una pregunta latente: qué pudo llevar a Tilte a dejar la tarjeta allí. Porque Tilte no es, desde luego, de las que van perdiendo cosas por ahí. Todo parece indicar que dejó caer la tarjeta a modo de pista.

Doblamos a la derecha y bordeamos unas instalaciones portuarias. Al fondo está el puerto. Basker gañe, él también está preocupado por Tilte. Le doy la vuelta a la tarjeta y veo que en el dorso Tilte ha escrito «13» con bolígrafo.

El trece es el número favorito de Tilte. Dice que es mejor que su reputación, ella nació un 13, y está muy satisfecha con que la dirección de la residencia parroquial sea Kirkevej, 13, y el conde Rickardt, que ha estudiado numerología, nos dio una explicación más extensa que ya no recuerdo, pero que venía a decir que el número trece le sienta a Tilte como anillo al dedo.

Sin embargo, no logro dilucidar a bote pronto por qué lo apuntó en la tarjeta de visita de Jakob.

Lo que sí entiendo es que tenemos que ponernos en contacto con Jakob inmediatamente, porque la tarjeta sugiere que el recado que tenía que hacer Tilte era precisamente visitar a Jakob.

—Antes tenemos que pasar por un sitio —digo—. En Bredgade.

En este mismo instante se producen rápidamente varios hechos, uno detrás de otro.

El primero es que Palas Atenea da un volantazo, sube el Jaguar a la acera y pisa el freno a fondo, de manera que nos detenemos entre chirridos de neumáticos y olor a goma quemada.

—Ya lo tengo —dice.

Pero no tenemos tiempo de enterarnos de qué es lo que tiene, porque de pronto alguien golpea el techo del Jaguar, y no es un golpeteo amigable, sino como si hubieran llevado el coche al desguace y el proceso de aplastamiento ya estuviera en marcha.

Un hombre asoma la cabeza por la ventanilla de la conductora.

Está sentado sobre el sillín de una Raleigh nueva y viste traje, camisa blanca y corbata, pinzas de bicicleta para las perneras y zapatos lustrados. En el portaequipajes lleva una cartera de cuero con el portátil y en una mano un ramo de rosas rojas de tallo largo envuelto en celofán, y ahora le ruge a Palas Atenea:

—¿Qué, merluza? A ver si no frenas por todo tu bonito morro. ¿Has obtenido el carnet de conducir en un rasca y gana, nunca has oído hablar del código de circulación?

No conozco al hombre. Sin embargo, apuesto diez a uno a que es pasante en un bufete de abogados y que acaba de salir del trabajo y va de camino a su pisito de propiedad de Charlottenlund, donde le espera su prometida, con la que pronto se casará, tendrán dos o tres hijos y un perro y vivirán felices hasta el último día.

Naturalmente, es un proyecto que apoyo sin cortapisas. A pesar de que estoy condenado a la soledad perpetua, es perfectamente lícito alegrarse por la felicidad de los demás.

Por eso me hubiera encantado tener tiempo para explicarle al pasante que debería contenerse un poco, algo que todas las grandes religiones recomiendan y para lo que ofrecen diversas recetas. Pero no hay tiempo para eso, ya le ha rugido a Palas Atenea en la cara, que no es la persona más indicada para que le griten en la cara. Sus ojos se han tornado vidriosos.

Al instante ya lo tiene cogido por la americana y le mete la cabeza por la ventanilla. Vacila un instante, sin duda mientras elige entre dos buenas opciones: ¿le rompe el cuello o empieza por arrancarle la cabeza?

Ésta es nuestra oportunidad. Hans, Ashanti y yo la sujetamos justo cuando su rostro se ilumina de satisfacción porque ya ha elegido. Por un momento dudo de que logremos contenerla, pero Hans tensa los músculos y toda resistencia cesa. Poco a poco desaparece el brillo vidrioso de sus ojos. Palas Atenea mira al pasante, lo empuja fuera de la ventanilla y le espeta:

—¡Anda y que te den, capullo!

El pasante tiene un buen arranque y una rápida aceleración, ya pedalea alejándose y sin mirar atrás. En cierto modo, ha tenido suerte. Pero yo diría, como antes dijeron los grandes iluminados: el pasante que ha mirado la muerte a los ojos nunca volverá a ser el mismo pasante.

Palas Atenea ha regresado más o menos a la misma realidad en que nos hallamos los demás. Y ahora se vuelve hacia nosotros.

—Sirenas de barco —nos dice.

Escuchamos. Sí, se oyen sirenas a lo lejos, faltaría más, pero a nadie se le ocurriría comentar una obviedad así en voz alta. Hemos evitado que Palas Atenea le quitara la vida al hombre de la bicicleta y tal vez eso ha desequilibrado su delicada sensibilidad, quizá no le ha hecho bien reprimir sus impulsos espontáneos.

—Como ya os dije —añade—, Henrik me telefoneó ayer. Quería que acudiera a un domicilio, pero me negué porque me dio mala espina. Casi nunca accedo a salidas fuera. Es demasiado peligroso. Me gusta tener a Andrik cerca. Así que ellos fueron a nuestro establecimiento. Pero durante la llamada, de fondo se oía este mismo sonido. Eran sirenas de barco, las conozco muy bien porque vivo cerca del puerto.

—¿Te dieron alguna dirección? —pregunto.

Palas Atenea asiente con la cabeza.

—Por lo general sólo sabemos lo estrictamente necesario de nuestros clientes. Pero en este caso me dio una dirección, claro. Para demostrarme lo cerca que quedaba y que no debía temer nada. Era en Frihavnen. La dirección era Tinglado, número...

Esperamos mientras ella intenta acordarse.

—Joder, no lo recuerdo —masculla finalmente.

En ese momento, otro hombre se acerca a su ventanilla. Le sujeta el brazo a Palas Atenea. Sin embargo, este acercamiento es distinto.

—Qué casualidad —me dice asomando la cabeza—. Precisamente me dirigía a vuestra casa en Toldbodgade.

Con su rosario y su alzacuello de prelado y el look de un jeque del desierto, quien ha hablado es el pinup boy del catálogo de la Academia de Baile de Ifigenia Bruhn, mi antiguo compañero del primer equipo Jakob Aquinas Bordurio Madsen.

Siento a Jakob a mi lado en el asiento de atrás. No exagero si digo que el Jaguar está hasta la bandera. Hay que recordar que mi hermano mayor requiere un coche para él solo. Pero éste no es momento para quejarse del lugar de reunión.

—Me gustaría hablar con Tilte —dice Jakob.

—Llegas tarde —respondo—. La han secuestrado.

Jakob se marchita a ojos vista, y eso me dice dos cosas: una, que sabe algo de lo que Tilte y los demás nos traemos entre manos; y dos, que aunque ahora tenga una tarjeta de visita y una vocación, su corazón todavía sigue prendado de Tilte.

Sostengo la tarjeta de visita ante sus ojos.

—Dejó caer esto en el suelo cuando se la llevaron a rastras —digo—. Debió de hablar contigo.

Desvía la mirada.

—Llamemos a la policía —dice.

—Ya les hemos informado. Han denunciado su desaparición y la del coche en que se la llevaron. Ahora sólo queremos saber lo que tú sabes.

En su interior se debaten grandes fuerzas, a saber cuáles, pero una es el amor. Y es la que finalmente se lleva el gato al agua.

—Estuvo con nosotros hace hora y media —dice.

—¿Quiénes son «nosotros»?

—La Universidad Católica. Fue a buscarme allí. Me lo contó todo. Brevemente, pero todo. De vuestros padres. Del atentado planeado. La presenté a un oficial.

—¿Un oficial?

—Uno de los oficiales del Vaticano. Está aquí con motivo de la conferencia. El Vaticano tiene su propio servicio de inteligencia. Diez veces superior al danés. —Lo dice con cierto orgullo, como si comparase el AC Milan con el Club de Fútbol Finø—. Estaba al corriente. También sabía que la policía danesa ha retirado la carga explosiva. Pero no sabía nada de vuestros padres.

Me siento decepcionado. Su declaración no aporta nada de nuevo. Sin embargo, uno esperaría que Jakob Aquinas tuviese algo más que aportar aparte de sus habilidades en el baile.

—¿Por qué crees que Tilte dejó tu tarjeta de visita? —pregunto—. ¿Qué pretendía decirnos con eso?

Jakob sacude la cabeza, seco de ideas.

—Spadillo, el oficial del Vaticano, nos contó cómo creen ellos que han sido financiados los cuatro planeadores. No entiendo de política, pero tiene que ver con armas. Con grandes fabricantes de armas. Oficialmente, sólo venden a países normales, aprobados por Naciones Unidas. Pero en realidad le venden a cualquiera. Tienen una especie de lobby en el que también hay traficantes, peces gordos. El Vaticano y la policía danesa opinan que han pagado por todo esto. Yo me niego a creerlo. Sería profundamente pecaminoso. Indecente, ¿no os parece?

Poso la mano sobre su hombro.

—Incalificable —digo—. ¿Te dieron algún nombre, Jakob?

Intenta recordar. Es obvio que habría preferido que le hubiera pedido bailar un foxtrot.

—Un armador. Dijeron algo de un armador.

Señalo el trece en la tarjeta de visita.

—¿Y esto, Jakob? ¿Tiene que ver con ese armador que dices? ¿Una dirección? ¿Un número de teléfono?

Jakob está desolado.

—No presté mucha atención. Tilte estaba allí. El sol que caía sobre el jardín la iluminaba a través de las copas de los árboles. Parecía la santísima Virgen. De pronto experimenté una especie de revelación. Fue como si una voz me dijera: «¡Ella es tu futuro!»

—Jakob —digo—. Intenta rebobinar. Los grandes místicos, también los católicos, dicen que siempre hay una parte de nosotros que permanece despierta, incluso en medio de un aturdimiento romántico. Tu parte despierta, Jakob, ¿qué escuchó? ¿Que pista auditiva recuerdas bajo la imagen de Tilte como Virgen María?

Su mirada se torna borrosa, de pronto se despeja.

—Tilte le preguntó por el armador. Por su nombre. Spadillo no quiso dárselo. Ella lo presionó. Ya sabéis cómo puede ser Tilte.

En eso tiene toda la razón. Varios de los reunidos en el Jaguar sabemos perfectamente cómo puede llegar a ser Tilte.

—Debió de salirse con la suya —digo—. Un solo oficial del Vaticano cara a cara con Tilte no tiene ninguna oportunidad.

Jakob sacude la cabeza.

—Jakob —lo insto—, céntrate en los detalles. Como cuando repasamos un partido. Spadillo le dice que no, Tilte protesta, él vuelve a decirle que no, ¿y entonces qué?

—Tilte tenía que ir al lavabo. Volvió. La puerta estaba trabada y no podía entrar. La acompañamos. Fue una situación extraña. La puerta de los dos lavabos estaba cerrada con llave, pero no había nadie dentro. Al final conseguimos abrirla.

—Así pues, tú y el oficial conseguisteis abrir la puerta —recapitulo—. ¿Dónde estaba Tilte mientras tanto?

Vuelve a sacudir la cabeza.

—¿Dejasteis el ordenador encendido mientras tanto? —pregunto.

Jakob me mira fijamente. Se ha criado en una familia danesa estructurada, lo único que tiene una leve relación con el grande y temible mundo exterior es su nombre. No se puede creer lo que ahora empieza a sospechar.

—Pero Tilte nunca... —dice—. Tilte no...

Guardo silencio. Si Jakob Bordurio supiera lo lejos que es capaz de ir Tilte por una buena causa, es posible que tuviese una nueva revelación que lo mandara de vuelta a la Universidad Católica y un largo y plácido celibato.

Palas Atenea lleva un rato sin decir nada, quizá tratando de superar la pena por no haberle partido la carótida al pasante de un mordisco. De pronto se inclina sobre mí y coge la tarjeta de visita.

—Era el número trece —dice—. ¡Tinglado trece! Es un número peligroso. Ésa fue una de las razones por las que me negué. Aunque me ofrecieron pagarme el doble.

No sé si te has fijado en que todas las religiones coinciden bastante en el aspecto que debe de tener el Paraíso. Si al igual que Tilte y yo consultas una Biblia ilustrada y estudias mosaicos y cuadros y los folletos de los Testigos de Jehová, sabrás que según estas fuentes fidedignas el Paraíso se parece muchísimo al Centro de Jardinería de Finø. Hay un gran césped y un arroyo susurrante con plantas alrededor y unos árboles un poco más lejos, y personas alegres que consideran que el sentido de la vida es pasar el domingo profundizando en las plantas perennes y los gnomos de jardín.

Sin faltar al respeto a nadie, me gustaría decir que Tilte y yo pensamos que es un error. Personalmente creo que, si existe, el Paraíso se parece más al puerto franco Frihavnen de Copenhague, que ahora mismo atravesamos. Aquí hay restaurantes de la categoría de Svumpuklen en el pueblo de Finø, y tiendas que irradian tal fuerza de atracción que por un momento estoy a punto de olvidar que han secuestrado a mi hermana y que a nuestros padres les podían caer doce años si algún día saliera a la luz lo que muy probablemente se traían entre manos. Aquí hay antiguos almacenes reconvertidos en edificios de viviendas que uno puede disfrutar pensando en que a lo mejor, en el futuro, podrá comprar una el día que se haga profesional, y al tiempo hay suficientes malecones y atracaderos y grúas y contenedores y depósitos como para recordarnos que ha dejado de ser un puerto de verdad para convertirse en un gran escaparate.

Así pues, en otras circunstancias, el paseo en coche a través de Frihavnen me habría resultado fascinante, pero ahora no. La preocupación por Tilte lo ensombrece todo, y por eso todo lo que nos rodea parece más bien sacado de una película de terror, lo que, a su vez, nos recuerda que lo que capta el sentido de la visión siempre guarda mucha relación con nuestro estado de ánimo.

Pasamos por una dársena, Palas Atenea avanza lentamente. A la derecha del coche hay un extenso muelle donde se despliega una vida idílica frente a una hilera de almacenes. Pasamos por un cartel que reza «Tinglado Kaj» y «Tinglado 1-24».

Frente a los almacenes hay barcos amarrados, barcos vivienda, un barco de época y uno de los remolcadores naranjas de la autoridad portuaria. Si te parece bien que comparta contigo un recuerdo de mi infancia, te diré que cuando era pequeño mi padre solía leerme El remolcador Tuggi. Este remolcador precisamente se casó con una embarcación naranja como ésta que ahora mismo un par de operarios están aprestando, y luego vivieron una feliz vida de remolcador hasta el último día y tuvieron muchos pequeños remolcadores. Era un libro que solía excitar enormemente a Tilte, y recuerdo que en varias ocasiones llegó a manifestar su interés por tratar al autor; fue antes de que pidiera prestado el ataúd, así que no sé exactamente a qué tratamiento pensaba someterlo.

En realidad se trata de almacenes normales y corrientes, pero puesto que Frihavnen es un lugar distinguido, aquí los almacenes tienen más presencia que la gran mayoría de casas particulares. El número 13 está unos cincuenta metros más adelante, frente a la embarcación de la autoridad portuaria. No hay ningún coche aparcado, las persianas están bajadas, todas las puertas cerradas.

Palas Atenea desvía el Jaguar a un lado cruzando el carril de bicicletas.

Ya he contado anteriormente los fieros sentimientos que despiertan en Finø los turistas que se extravían en coche por las calles peatonales. Lo menciono para que no quepa la menor duda de que simpatizo con los ciclistas y los viandantes. Y ahora siento compasión al ver cómo el Jaguar arrincona sin querer a un ciclista.

No obstante, me resulta algo exagerada la manera en que el damnificado golpea el techo de Jaguar, porque no parece precisamente la mariquita eternamente alegre de la canción infantil de Henning Hansen, sino un martillo pilón que anuncia el inicio del conflicto.

A continuación la cabeza del hombre se asoma a la ventanilla, ya enseña los dientes y ha cogido aire para soltar un grito de guerra.

Palas Atenea y él se miran fijamente. Es el pasante de hace diez minutos.

Creo comprender al hombre. Ha atravesado Frihavnen. Tal vez el trayecto sea más largo que si se hubiera quedado en Strandboulevarden, pero le ha permitido recuperarse del encontronazo con Palas Atenea y recobrar la expectativa de volver a ver a su prometida, a lo mejor ella le ha dicho que le dejará ver su nuevo tatuaje íntimo, así que es importante que llegue en plenas facultades.

Así pues, va absolutamente ensimismado cuando vuelven a echarle del carril bici y, consecuentemente, la herida se reabre sin darle tiempo de ver que se trata de un Jaguar rojo hasta que ya es demasiado tarde.

Palas Atenea abre la puerta.

—A ver, guapo, ¿te dedicas a perseguirme o qué? —le espeta.

Desde mi asiento no veo su rostro, pero de su tono se desprende claramente que va directa hacia su octava condena y que esta vez es muy probable que sea por homicidio.

De nuevo la vida nos brinda la posibilidad de admirar la fuerza transformadora del amor y la influencia que la Bella ha ejercido sobre mi hermano Hans, quien, olvidándose de su interés por la posición de los planetas, se lanza hacia Palas Atenea y la sujeta. Esta vez le cuesta más, pero al final lo consigue. Así pues, bajo del coche, lo rodeo y me acerco al pasante.

—¿Eres consciente de que te hemos salvado la vida? —le digo—. Esta mujer es conocida por masticar hojas de afeitar y doblar cucharas con la mirada.

El pasante asiente con la cabeza, de momento privado del habla. Dos encuentros seguidos con una Palas Atenea de mal humor marcan a cualquier hombre.

—Así que te pido que nos prestes tus flores —añado—. Nos disponemos a hacer una visita sorpresa y necesitamos un regalo para la anfitriona.

El Tinglado 13 tiene un edificio de una planta destinado a oficinas contiguo a cuatro almacenes, no sabemos por dónde empezar.

Hemos dejado a Palas Atenea y Ashanti en el coche, visto que la tradición manda proteger en primer lugar a mujeres y niños.

Delante de las oficinas se detiene un vehículo al que resulta embarazoso designar con la profana palabra coche, pero no tengo más remedio que hacerlo, a falta de otra mejor.

Es un gran Maserati del que baja un chófer uniformado. Del edificio de oficinas salen tres hombres, y si uno es capaz de desprenderse de sus prejuicios y contemplarlo todo con la máxima amplitud de miras, la visión no tiene desperdicio.

El coche tiene el aspecto que los grandes profetas podían haber elegido para el carro de fuego que los dioses suelen utilizar para subir a los cielos. Y los trajes que llevan los cuatro hombres, incluido el chófer, darían la talla incluso en el día del Juicio Final en presencia de Dios nuestro Señor. Y, naturalmente, aquí en Frihavnen iluminan todo lo que les rodea.

Si bien es cierto que los dos hombres que van detrás son calvos y tienen la constitución de un bloque de cemento de doscientos kilos, la ropa les hace parecer ingrávidos. Y el hombre que va delante irradia una autoridad natural que hace pensar que, a pesar de todo, debe de haber justicia en el mundo, pues parece una persona merecedora de ser tan rico como un jeque petrolero y, por lo visto, en efecto lo es.

Sólo hay una única pega, y es que la autoestima se le fue de las manos al comprar el coche, pues éste presenta una matrícula personalizada con su propio nombre: Bellerad.

El armador y sus dos guardaespaldas nos ven y se quedan pasmados por el indeseado reencuentro.

Es una de esas situaciones donde algo externo se apodera de mí. Y sé muy bien qué es: la intuición de que Tilte se encuentra cerca de aquí.

Así pues, avanzo hacia Bellerad. Y los guardaespaldas no me detienen; ha ocurrido antes, es una de las ventajas de ser tan pequeño, la defensa te infravalora y de pronto te encuentras a un par de metros de la portería.

—A los hombres de la furgoneta que han entrado aquí se les cayó una cartera —digo—. Me gustaría entregársela.

Por mucho que te hayas preparado, si te sorprenden lo suficiente la realidad se desmorona y te traicionas, como ocurre ahora: el hombre mira brevemente hacia la puerta de la cochera del almacén más cercano.

Entonces le ofrezco el ramo de rosas. Lo coge automáticamente.

—De parte del rey Aziz y el Gran Sínodo —digo—. Es un anticipo de la medalla. Cordialmente. Cuidado con las espinas.

Mira a Hans, a Jakob, a mí. Luego en dirección al Jaguar. Intenta evaluar la relación de fuerzas. Al final opta por subir al Maserati, los dos calvos lo imitan y el coche se aleja.

No hay ningún timbre en la puerta del almacén, sólo una placa que pone «Bellerad Shipping». Pego la oreja a la puerta. Oigo una especie de sollozo. Llamo a la puerta. El sollozo cesa. La puerta se entreabre un par de centímetros.

—Soy de los Mensajeros Rosas —digo.

La puerta se entreabre un poco más. El hombre que asoma tiene lágrimas en los ojos.

—No pareces un mensajero —me dice.

—Pues lo soy. Y traigo un mensaje oscuro.

Entonces Hans abre la puerta de una patada. Cuando mi hermano patea una puerta no es recomendable hallarse al otro lado. Pero el hombre está allí.

No sé si compartes mi interés por los detalles de la técnica de golpeo de la pelota, pero si es así, puedo decirte que, técnicamente, la patada de Hans es una especie de golpeo de los que se utilizan para los pases muy largos. Precisamente, sus efectos son largos; arranca los goznes del marco y derriba la puerta y, con ella, al hombre, que se precipitan hacia el interior del local.

Hans, Jakob Bordurio y yo entramos en un gran recinto de suelo de hormigón donde está aparcada la furgoneta negra.

—La violencia no está justificada en el Nuevo Testamento —dice Jakob Bordurio.

Muchos defensas habrían deseado que Jakob hubiera sostenido esta postura cuando jugaba en el primer equipo, les habría ahorrado muchas horas sobre la mesa de operaciones, y a Jakob, muchas expulsiones y muchos días de cuarentena. Pero soy demasiado educado para advertírselo.

Nuestro anfitrión vuelve a ponerse en pie y mira furioso a Hans.

Es evidente que ha estado llorando, tiene la cara estriada de lágrimas. Me gustaría entablar una conversación con él sobre sus penurias; en Finø es sabido que el pequeño Peter del pastor es un oyente paciente y muchos suelen utilizarlo como confesor.

Sin embargo, no me da la menor oportunidad, pues se mueve con una elegancia felina que habría llamado la atención en la Academia de Baile de Ifigenia Bruhn, y le lanza a Hans un patadón a la rodilla. Es una plancha en toda regla y de haber alcanzado su objetivo nos encontraríamos en una situación que requeriría yeso y férulas. Pero no acierta porque Hans ya no está donde estaba.

Lo que este hombre no sabe es que mi hermano está poseído por las fuerzas de que ya te he hablado y que brotan en él cuando se ve impulsado a defender a mujeres atacadas por dragones. Así, cuando llega la violenta plancha, Hans ya no se encuentra delante del hombre sino a su lado. Y acto seguido lo coge por el cuello, lo levanta del suelo y lo lanza contra una pared.

Gitte Grisanthemum ha importado un gong de metal de Bali, mi madre construyó el soporte, lo usan para convocar a los habitantes del ashram para la práctica del yoga y la meditación y emite un sonido profundo y bello que reverbera unos segundos.

Ahora, la pared del almacén emite un sonido parecido, la mirada del hombre se torna ausente, sus piernas ceden, se desploma en el suelo y deja temporalmente de hallarse entre los presentes.

Tardamos segundos en examinar el coche, el pequeño despacho, el baño, la cocina. Nada. Nuestra desesperación se agudiza. Tendremos que esperar a que el hombre recupere la conciencia para preguntarle dónde está Tilte, aunque es dudoso que esté dispuesto a soltar la lengua. A mí me parece, a pesar de sus sollozos, lo que la policía llama un «negador compulsivo».

Separo las persianas y miro hacia el muelle, donde los marineros de agua dulce viven la apacible vida portuaria sin saber lo duro que es el mundo real.

Justo frente al edificio se halla aquel remolcador naranja. Está a punto de levar anclas, un marinero con mono del mismo color que el barco ha retirado el último cabo de amarre y lo sostiene en la mano; en la cabina hay una mujer al timón. Parecen estar esperando algo.

Entonces veo algo que me deja turulato: ambos están llorando. No un llanto aparatoso, sino quedo y discreto.

No es extraño que un marinero llore cuando se hace a la mar y tiene que despedirse de su amada. Pero otra cosa es que dos empleados de la autoridad portuaria lloren cuando sólo van a darse una vueltecita por la bocana con el remolcador Tuggi. Me vuelvo. El hombre que yace en el suelo también lleva un mono naranja. ¿Otro empleado portuario?

—¡El remolcador! —comprendo de repente—. Tienen a Tilte a bordo.

Hay una puerta que da al muelle, no está cerrada con llave. Hans la empuja con la yema de un dedo y se abre estrepitosamente. Salimos al sol.

Es evidente que tres jóvenes indefensos no deberían enfrentarse a hombres adultos. Pero tememos por Tilte. Y Hans está fuera de control. Y yo tengo la sensación de estar en movimiento, un movimiento que no finaliza hasta que no llego a la portería, vivo o muerto. E incluso Jakob Aquinas Bordurio Madsen tiene un empuje que no le veía desde su primera revelación, pero apuesto veinte a uno a que su causa es el amor verdadero.

Sin embargo, la cosa está a punto de salir mal.

Cuando el hombre que sostiene el cabo nos ve, saca un pañuelo, se seca las lágrimas y de pronto, como por arte de birlibirloque, tiene un arma en la mano.

Qué maravilla. Nada de abrirse el mono, proferir alguna amenaza y meter la mano dentro para sacar una pistola. Qué va, apenas un movimiento imperceptible y ya empuña el arma, de cañón corto, cargador largo y una culata ergonómica.

Y también está su expresión. Supongo que si yo tuviera que blandir una metralleta en hora punta en Frihavnen, miraría cohibido alrededor y consideraría seriamente la situación, pero este hombre no lo hace: lanza una sola mirada hacia los demás barcos y se decide. Mas nunca sabremos qué es lo que decide, pues en ese mismo instante se oye un grito en el remolcador, y quien grita es Tilte.

El grito le lleva a volverse. Sin embargo, nunca finalizará la vuelta. Porque de pronto descubre a Basker, que debe de haberse escapado del coche y ha llegado hasta el almacén. Y entonces todo se precipita.

Es de sobra sabido que los foxterrieres son perros niñeros. La mayoría también sabe que son animales inteligentes. Lo que ya no es tan sabido es que se trata de un animal cuyo instinto primigenio no ha desaparecido con su adaptación a los humanos. A pesar de que Basker parece un peluche, genéticamente es un lobo de ocho kilos. Y ahora mismo tal cosa resulta incontestable. Sus ojos se han puesto amarillos, algo nada habitual, y cuando ocurre yo recomendaría a la gente que asegure sus puertas y ventanas y se encierre en el sótano.

Desgraciadamente, no hay tiempo para explicárselo al hombre del muelle, que a todas luces no es amigo de los animales ni conoce a los perros, pues le lanza una patada a Basker, lo que equivale a pretender espantar a un tigre dientes de sable con un vaporizador de perfume.

Sin más, Basker le hinca los colmillos en la pantorrilla.

Basker practica tres tipos de mordeduras: la juguetona, el mordisco de advertencia y la dentellada estilo trampa para osos. Esta vez ha utilizado el tercer tipo. El hombre profiere un aullido y cae de rodillas.

Si en ese momento el hombre hubiera soltado el arma, las cosas podrían haberse aligerado. Pero no lo hace. Y por eso Ashanti y Palas Atenea lo ponen en su mira. Mejor dicho, en la mira del Jaguar rojo. Es un coche dotado de gran potencia de aceleración, y ya ha alcanzado los noventa kilómetros por hora cuando roza al hombre arrodillado y lo lanza por el muelle como un muñeco de trapo. Y sin solución de continuidad sigue directamente hacia la dársena.

El remolcador ya está apartándose del muelle y hay casi un metro hasta la cubierta, que sin embargo es algo más baja que el muelle, así que el Jaguar se precipita al vacío, destroza la regala y aterriza de través sobre la zona de proa.

Es un barco pequeño y el coche es más largo que la anchura de la cubierta, por lo que la imagen que se ofrece es curiosa y del todo inusual. También aprecio que la inopinada aparición del Jaguar ha dejado de piedra a la mujer del timón.

Palas Atenea se baja del coche lentamente, lo rodea, sube a la cabina, entra y le propina un bofetón a la alelada mujer.

Hay muchas maneras de abofetear a un semejante, y yo diría que la de Palas Atenea es la peor. Hace un instante, esa pobre mujer estaba orgullosa de hallarse al timón de toda una embarcación, y de pronto se ha convertido en un guiñapo caído en el suelo de la cabina.

Entonces aparece Tilte en la puerta de la cabina de las sorpresas.

Los estudios que hemos realizado ella y yo han demostrado que, si hay algo en lo que siempre han coincidido los grandes santos y exploradores de la conciencia humana, es en que los seres humanos transitan por diferentes realidades, y no hay duda de que Basker, Ashanti, Jakob Bordurio, Palas Atenea, Hans y yo hemos aguardado este reencuentro con muy diversas expectativas. Sin embargo, hay algo que compartimos: la sensación de haber salvado a la princesa y que ahora ella, entre ríos de lágrimas, nos los agradecerá infinitamente. Pero lo que ocurre es que Tilte se coloca, desde la puerta de la cabina, donde todos podemos verla, inspira hondo y ruge:

—¿Sabéis lo que sois? ¡Sois una panda de estúpidos eclipses solares!

Estamos sentados alrededor de la mesa del remolcador, y ante nuestros ojos se desarrolla algo que exige ser visto para creerlo. Y quienes lo ven somos Hans, Ashanti, Palas Atenea, Jakob Bordurio, Basker y yo. Y lo que vemos es que la mujer timonel, el hombre del almacén y el que recibió un toquecito del Jaguar están sentados a la mesa con nosotros, libres como el viento porque Tilte nos ha prohibido que los maniatemos, y encima ha ordenado a Hans que prepare café, y eso ha hecho, y además de agasajar a los tres planeadores, Tilte le está aplicando un vendaje al mordido por Basker, al tiempo que lo consuela y lo llama «pobre Ibrahim».

—Ibrahim ha abandonado las armas para siempre —dice nuestra hermana—. Sólo sacó la pistola porque se sintió amenazado, ¿no es cierto, Ibrahim?

—Fue en defensa propia —asiente éste—. Y a lo mejor también por costumbre.

Basker lo observa atentamente desde un rincón. Sus ojos siguen amarillos y tiene sangre en el hocico. Se nota que espera que la vieja costumbre de Ibrahim lo lleve a desenfundar en defensa propia una vez más para así poder acabar de destrozarle la pierna a dentelladas.

Sin embargo, no hay nada que indique que vaya a pasar eso, porque Ibrahim vuelve a sollozar.

—Antes de vuestra violenta irrupción —dice Tilte—, Ibrahim me estaba contando de su infancia. Habíamos llegado al momento en que su madre lo dejó toda una noche entre las sábanas mojadas como castigo por haberse orinado en la cama.

—Me gustaría destacar que —tercia la mujer timonel—, comparada con mi infancia, de la que os hablaré en breve, Ibrahim se ha criado en un jardín de rosas.

La miramos. La mejilla en que Palas Atenea ha dejado su impronta se ha hinchado como si sufriera paperas unilaterales. Esa hinchazón dificulta su habla ligeramente, pero aun así quiere que acaben las confesiones de Ibrahim para poder tomar posesión del escenario.

Ahora habla el hombre que acabó debajo de la puerta del almacén. Su mirada es un poco turbia, como recién recuperado de una conmoción cerebral, y aún tiene la cara ligeramente aplastada.

—Yo prefiero no agobiaros —dice—. Mi historia es demasiado terrible.

Ashanti y Palas Atenea, y de hecho también Jakob, están conmocionados. Es comprensible. Esto no es precisamente lo que habían esperado de la flor y nata del terrorismo internacional.

Hans y yo estamos mejor preparados. Conocemos a Tilte y sabemos el efecto que ejerce en la gente. Sólo con que entre en el quiosco a comprar chicles, la señora de la caja empieza a narrarle sus memorias y acaba invitándola a casa para que salve su matrimonio y adiestre a su perro desobediente y enderece a sus remilgados hijos.

Sin embargo, la situación no deja de ser sorprendente, incluso para Hans y para mí, y nuestra hermana se da cuenta de que nos debe una explicación.

—Después de que me secuestraran dispusimos de una hora —dice—. Mientras esperábamos la llegada de Bellerad. Aproveché ese tiempo para hablarles de la puerta.

Los tres planeadores asienten con la cabeza.

—Se creó una atmósfera muy intensa —dice Tilte—. Así que los invité a meterse una hora en el ataúd, aunque no contaba con ningún ataúd de verdad a mano. Había una caja de madera, que no es lo mismo, claro, pero retiramos los subfusiles y los explosivos y pudimos utilizarlo. Afortunadamente traía esto conmigo.

Al principio no logro ver qué sostiene en la mano, entonces reconozco mi viejo reproductor MP3, el del Libro Tibetano de los Muertos a velocidad reducida.

—Fue una reunión muy profunda —agrega Tilte—. Cuando llegó Bellerad, todo había cambiado.

La mujer de las paperas unilaterales asiente con la cabeza.

—Cuando Balder, me refiero a Bellerad, llegó, rechazamos el dinero. Y los pasaportes. Y le propusimos que pasara por el ataúd. Se negó de plano, pero volveremos a insistirle.

Paseo la mirada por los rostros de los tres planeadores. Pintan muy bien. Algo sorprendente pero bueno. Conmovedor. Hay lágrimas. Contrición. Y aunque el mordisco de Basker parece serio, no hay motivo para creer que Ibrahim, después de una buena cirugía plástica, no vaya a poder enseñar su pierna en la playa.

Uno podría dudar de la consistencia de una conversión tan rápida, pero Tilte y yo hemos topado a menudo en la biblioteca del pueblo de Finø con el concepto instant enlightenment, iluminación instantánea. Así pues, a lo mejor es verdad. Aunque por otro lado, cuando pienso en el fútbol y la familia, es imposible obviar que todas las experiencias prácticas parecen señalar que los grandes cambios son bastante lentos.

Sin embargo, soy demasiado educado para sacar a relucir estas profundas consideraciones. En cambio, tengo otra pregunta relevante.

—¿Dónde está Henrik? —Naturalmente, con semejante pregunta meto el dedo en la llaga. Una llaga confusa.

—Él es el jefe —dice la mujer timonel—. Fue idea suya.

—En cierto modo nos lavó el cerebro —apostilla Ibrahim—. Y nos amenazó. Tenemos miedo de Henrik, especialmente yo.

Me identifico inmediatamente con su sentir. Me recuerda algunos lados sombríos de mi propia infancia, cuando me dejé llevar para robar manzanas y platija curada en los jardines de los vecinos.

—Pensamos contarlo todo sobre Henrik —dice el hombre del almacén—. Hay muchos antecedentes de que una colaboración como ésta puede significar una reducción de condena.

Resulta difícil, en una situación tan emocional, mantener la cabeza fría, pero alguien tiene que hacerlo.

—¿Y dónde decíais que estaba Henrik? —pregunto.

Me miran con ojos inexpresivos.

—Estaba hablando por teléfono —dice Tilte—. Justo cuando llegamos a Frihavnen. Luego desapareció.

—Lo atraparán —dice Hans—. Todo está controlado. La carga explosiva ha sido desactivada. Las autoridades han dispuesto un cordón infranqueable alrededor del castillo. Podemos relajarnos.

—A lo mejor se ha ido a un retiro espiritual en un acto de contrición —dice Ibrahim.

Pienso en aquellas ciento veintiocho ratas muertas. Ese montón indicaba que Henrik no abandona una misión sin haberla concluido.

—¿Dónde están los explosivos que sacasteis de la caja? —pregunto.

Me miran fijamente. Hans, Tilte y yo nos miramos.

—Tenemos que ir a Filthøj —dice Hans—. La conferencia empezará dentro de una hora y media. Con el barco podemos estar allí en una hora.

—Necesitamos un poco de ayuda para pilotarlo —digo.

Miramos a los tres planeadores, que sacuden la cabeza.

—Tenemos miedo de Henrik —se excusa Ibrahim.

—Estamos en medio de un profundo proceso de introspección —dice la timonel.

—Lo que ahora mismo necesitamos es descansar —añade el de la conmoción cerebral.

Palas Atenea se inclina sobre la mesa.

—¿No os parece que lo pasamos muy bien ayer? —dice.

Es habitual no reconocer a una persona si la ves en un nuevo entorno. Los tres planeadores vieron a Palas Atenea en braguitas y tacones altos y peluca pelirroja con un fondo de mármol y puros habanos. Así pues, no la han reconocido hasta ahora.

—Albergo muchos sentimientos sombríos a los que no puedo dar rienda suelta en mi vida cotidiana si no quiero que me caiga una cadena perpetua —admite Palas Atenea—. Pero ahora vislumbro una oportunidad para descargarlos sobre vosotros sin recibir castigo alguno.

Una pausa. Ibrahim se enjuga rápidamente las lágrimas.

—Desde el momento en que os vi en el muelle —dice—, y pese a que comprendí enseguida que habría obstáculos que salvar, tuve la certeza de que éramos un equipo. El perro incluido.

No es necesario describir el castillo de Filthøj, que es bien conocido de todos, aunque tal vez no seas consciente de ello. Es que siempre lo incluyen en las fotografías de las maravillas con que se vende Dinamarca en el extranjero: beicon, cerveza, Niels Bohr, Finø en un día de sol en medio de un mar azul y finalmente el castillo de Filthøj.

Está ubicado en una pequeña isla verde en medio de un lago azul, y cuando la fotografía está tomada escorada desde arriba parece algo sacado de Disneylandia, con torres, cúpulas, rosales y hayas que deben de requerir la atención de un equipo de fútbol entero de jardineros.

Pero desde el Oresund, por donde llegamos nosotros, parece más un cruce entre una fortaleza de piratas y un convento medieval, porque desde aquí se aprecian los altos muros y el cobertizo naval en la orilla.

En este caso, si por cobertizo de barcos te imaginas cuatro pilares y un simple tejado en la playa, te equivocas. La construcción parece un hotel balneario construido en parte sobre pilotes y terminado con un portón en arco que da al mar y que es por donde nos colamos.

En la gran estancia en que entramos, además de embarcaciones, hay una única cosa: una gran butaca en la que está sentado el conde Rickardt Tre Løver calentando los dedos en su archilaúd.

Hay personas que se preocupan de mejorar el recibimiento de las visitas, pero el conde no, él se levanta como si vernos allí fuera de lo más normal.

—A nosotros, que estamos tan profunda y espiritualmente unidos, el cosmos nunca nos separa durante mucho tiempo —dice como si nada.

Desembarcamos y nos ahorramos los saludos de rigor habituales.

—Rickardt —dice Tilte—, ¿dónde desemboca el túnel del que nos hablaste?

Él señala. No es lo que normalmente esperaríamos que fuera la boca de un túnel secreto, sino una puerta de cristal abierta, y detrás de ella se divisa el túnel, pero no parece un túnel, sino el pasillo de un hotel de lujo con lámparas y paredes de tonos pastel.

—¿Ha entrado alguien hoy? —pregunta Tilte.

—Nadie aparte de Henrik —dice Rickardt—. Ya sabéis, Henrik el Negro. Pasó por aquí porque tiene algo que ver con la seguridad. Pero sólo entró a echar un vistazo.

Subimos hacia la entrada principal en el Bentley descapotable de Rickardt con él al volante, y por el camino se me ocurre preguntarle si recuerda el apellido de Henrik el Negro, de cuando jugaban juntos, y él contesta que sí, cómo no iba a recordarlo. Henrik tiene un buen apellido danés: Borderrud. Debe de advertir que este apellido pone algo en marcha en Tilte y en mí, porque añade que no nos apresuremos a juzgar a Henrik, que siempre ha sido un chico espabilado aunque no siempre le ha acompañado la suerte. Rickardt recuerda algunas historias aterradoras sobre su madre y luego dice que hoy, cuando Henrik se disponía a investigar no sabe qué en el túnel, a punto estuvo de no poder entrar porque el suelo estaba resbaladizo. Henrik opinó que alguien había echado jabón de glicerina.

Llegados a este punto, Tilte le pide que aparque a un lado.

—Rickardt —dice—, ¿has dicho jabón de glicerina?

Él lo confirma, aunque añade que eso naturalmente es imposible, quién iba a regar un túnel de cuatrocientos metros con jabón de glicerina. No obstante, eso nos dice algo sobre la psicología de Henrik, sobre su manía persecutoria. Rickardt nunca ha visto su horóscopo, pero todo parece indicar que tiene Neptuno en la primera casa y la luna en la décimo segunda.

A pesar de que tenemos prisa, Tilte y yo bajamos del coche para conferenciar en privado.

—Es así como papá y mamá pensaban sacar la caja fuerte —dice Tilte—. Pretendían deslizarla sobre una capa de jabón.

A fin de que puedas entender los detalles técnicos de todo esto, debo ponerte al día sobre la investigación que mi familia ha llevado a cabo acerca del efecto espiritual del jabón de glicerina y, en este contexto, del complot entre Kaj Molester y Jakob Bordurio, un complot que he tenido que, como dicen los psicólogos, elaborar mucho para perdonar y sin que por ello esté seguro de haberlo conseguido. Y me veo obligado a volver a aquella mañana de domingo en que el conde Rickardt Tre Løver nos habló en la cocina de la residencia parroquial, mientras tomábamos un café, de la primera vez que fumó heroína.

Normalmente preferimos no incitar a Rickardt para que hable de su alegre juventud, y eso se debe a que sus ojos cobran un brillo peligroso y extático si permites que se explaye demasiado. Pero en aquella ocasión no conseguimos detenerlo y nos contó que la primera vez que fumó heroína fue junto con cuatro buenos amigos y compañeros del colegio en el puerto de Grenå, los cuatro que, hoy en día, constituyen el núcleo fundamental y el mandala interno de los Caballeros del Rayo Azul. Además de la heroína se habían pertrechado con cien litros de gasoil en bidones de quince litros y una cadena de música portátil y El arte de la fuga de Bach; todo ello constituía el equipamiento necesario que le había sido revelado a Rickard en una visión de gnomos. Luego encontraron un gran contenedor vacío y fumaron la heroína al sol, se desnudaron, vertieron el gasoil en el contenedor, pusieron Bach en la cadena de música, y las siguientes cuatro horas, dijo el conde, estuvieron en el paraíso, se revolcaron en el gasoil y se sintieron ingrávidos.

Llegados a este punto, conseguimos detener a Rickardt, pero a mí me había impresionado, sobre todo lo de la ingravidez. En ese momento se daba la feliz coincidencia de que acabaran de poner suelos nuevos en la residencia parroquial y que el suelo estuviera recibiendo un tratamiento con jabón, así que a la noche siguiente yo y mi muy buen amigo Simon, que Tilte apoda San Simón el Estilita, echamos cincuenta litros de jabón líquido de glicerina en el suelo y nos quitamos toda la ropa, y resulta que una gruesa capa de jabón es tan buena como el gasoil, no encuentras resistencia, coges carrerilla y te lanzas y puedes deslizarte unos diez metros como sobre un colchón de aire. No paramos en toda la noche.

Cuando volvimos la noche siguiente, Kaj Molester y Jakob Bordurio habían invitado a todos los alumnos desde sexto de primaria hasta tercero de secundaria de la escuela del pueblo de Finø, que se habían acomodado en la galería exterior. No los vimos, así que encendimos la luz y nos desnudamos. Recuerdo que cogí carrerilla y me lancé sobre la espalda gritando el nombre de Conny, y Simon el de Sonja, y nuestra intención era deslizarnos ingrávidos mirando hacia nuestro interior, hacia donde la puerta empieza a abrirse. Sin embargo, puesto que estábamos echados sobre la espalda, lo que vimos fueron cincuenta alumnos acodados en la barandilla mirándonos, entre ellos, Sonja y Conny.

Es esta clase de experiencias lo que a lo largo de la historia ha llevado a los seres humanos a tomarse la justicia por su mano, y debo reconocer que lo primero que Simon y yo hicimos fue coger unos tubos de plomo y perseguir a Jakob y Kaj Molester por el tupido bosque, donde permanecieron escondidos varios días. Pero antes o después tu buen corazón acaba imponiéndose, y Tilte habló conmigo y me sometió a una sesión en el ataúd, una de las sesiones alternativas en que no coloca la tapa y te masajea los pies y te habla de la importancia del perdón si pretendes avanzar en tu desarrollo espiritual.

Sin embargo, cuando Simon y yo quisimos poner orden en la residencia parroquial, temiendo un consejo de guerra y un pelotón de ejecución, mis padres dijeron que no quitáramos el jabón, pues había algunos detalles técnicos del tratamiento del suelo que querían examinar, y cuando a altas horas de la noche vi luz en la residencia parroquial y me acerqué subrepticiamente, vi que mis padres estaban probando la gran pista de patinaje, y que se habían procurado dos bidones de cien litros cada uno, por lo que deduje que se traían entre manos un importante y vasto experimento.

Así pues, nuestra privilegiada agudeza nos permite relacionar estos recuerdos del pasado con el hecho de que hubiera una factura de una tonelada de jabón líquido y un par de bombas entre los documentos de nuestros padres.

—Todas las noches los tesoros son bajados a la caja fuerte —digo—. Por tanto, mamá y papá debieron de planear dar el golpe por la noche. Se acercarían por agua al embarcadero cubierto en la nueva lancha de fibra de vidrio y disfrutarían de la puesta de sol, y mamá se habría traído el mando a distancia del Gran Día de las Cometas y Los planeadores y lo habría accionado, y éste, a su vez, habría desconectado la caja fuerte del elevador de alguna forma que ella habría pergeñado sin dificultad alguna. Y con una capa gruesa de jabón líquido la caja fuerte se habría deslizado sin problemas y habría atravesado la pared de ladrillo, a no ser que mamá hubiera instalado algún dispositivo en la puerta secreta para abrirla como la trampilla de la despensa del sótano, y entonces la caja fuerte vendría a ellos hasta el embarcadero, donde la habrían subido a bordo para llevársela a un destino desconocido, donde más tarde la habrían «encontrado» para embolsarse la recompensa de acuerdo con el artículo 15 de la Ley de Objetos Perdidos del 24 de junio de 2003.

—Y habrían recibido la gratitud del mundo entero —dice Tilte—. Habría sido como un pequeño milagro. Se habrían situado entre los grandes personajes de nuestro tiempo.

Damos unos pasos más, sumidos en profundas cavilaciones sobre el infame desenlace que pudo haberse producido.

—A su nefasta manera tiene sentido —digo—. Sólo queda una pregunta por contestar: ¿por qué ahora hay jabón líquido en el túnel?

Tilte me mira con ojos desorbitados. Y entonces los dos caemos en la cuenta.

—Piensan llevar a cabo su plan a pesar de todo —dice Tilte—. Han vislumbrado una oportunidad. Ahora se los considera héroes por haber desenmascarado a Los planeadores. Les espera una magnífica recompensa. Y nadie ha descubierto su taimado plan. Así pues, se han dicho: ¿por qué contentarnos con una sola recompensa si podemos conseguir una ración doble? ¿Por qué andarse con remilgos cuando se pueden conseguir doscientos millones en lugar de cien? Por tanto, esta noche, cuando se cierren las puertas de Filthøj, ellos se acercarán en la góndola, pulsarán el mando a distancia y llevarán a cabo su plan original.

Está claro que con unos padres así Tilte y yo contamos con un largo historial de episodios de desatención. Pero, visto en perspectiva, éste es tal vez el más brutal hasta la fecha. Lo único que se le aproxima fue cuando nos dieron permiso por primera vez para ir solos a rhus y llamamos a casa desde una calle peatonal. Resulta que la señora que iba a hacernos los piercings que se nos ocurrió hacernos dijo que necesitaba el consentimiento de nuestros padres. Fue papá quien contestó y nos dijo que lo cogía de sorpresa y que tendría que hablarlo con mamá. Tilte y yo tuvimos ganas de presentarnos en el Ayuntamiento de Grenå para pedirle a Bodil la Hipopótamo que nos apartara de nuestra familia y nos tomase bajo protección municipal, pero en el último momento papá llamó y dijo que adelante con los piercings. Entonces el sentimiento de abandono fue muy fuerte, pero éste es aún peor. Y esta vez no hay nadie que llame. Yo diría que cuando volvemos al coche nos sentimos abatidos.

Sería pecar de mesurados decir que el castillo de Filthøj está vigilado. Comparado con esto, en sus buenos tiempos el castillo de la Bella Durmiente debió de parecer un lugar de puertas abiertas. Hay lanchas motoras con guardias armados en el lago y han colocado vallas móviles a lo largo de la orilla, hay perros y dos helicópteros, el lugar está infestado de policías y delante del foso y el puente levadizo han instalado una alambrada con una barrera y una garita para el guardia.

—No lograremos entrar —se desanima Tilte.

Entonces saco algo de mi bolsillo.

—Éstos son códigos de identificación —digo—. Los tomé prestados de Anaflabia y Thorkild Thorlacius.

Todos me miran.

—Petrus —dice Tilte—, tengo que admitir que has experimentado un notable cambio en los últimos días. Todavía no estoy muy segura de adónde te llevará.

Avanzamos hasta la garita. Tilte lee los códigos en voz alta.

Examinan los documentos. Entonces una voz dice:

—No os parecéis a las fotos que tenemos de vosotros.

Normalmente, sueles alegrarte al reconocer una voz amable de tu tierra, pero en esta situación me cuesta. La voz pertenece a Bent el Madero.

Cuando la policía danesa se enfrenta a una misión importante convoca a los mejores agentes del país. Y, naturalmente, no han querido privarse de la joya de la policía de Finø para encargarse de la custodia de la entrada principal del Gran Sínodo, Bent Metro Poltrop y su perro Mejse, cuya característica respiración reconozco en el acto, suena como un aspirador sobre un felpudo.

—Tenemos la gran suerte, Bent —dice Tilte—, de que cada día que pasa estamos más guapos. Los fotógrafos no dan abasto. En cuanto toman las fotos, ya parecemos diez años más jóvenes.

Tilte utiliza todos sus encantos y una sonrisa capaz de mantener las rutas marítimas libres de hielo en los inviernos más duros.

Sin embargo, no consigue derretir a Bent.

—Tilte —dice—, y Peter y Hans, ¿qué estáis haciendo aquí?

Es una pregunta engorrosa. No disponemos del tiempo que llevaría contestarla.

En ese instante, el conde entra sorprendentemente en escena.

—Soy Rickardt Tre Løver —dice—. Propietario del castillo y uno de los anfitriones de la conferencia. ¡Éstos son mis invitados!

Es una faceta desconocida del conde la que habla, nunca se la había oído en Finø. Una faceta que ha nacido con criados para todo y vasallos para encargarse de las tareas menores.

En este caso, la tarea menor es levantar la barrera, y Bent está a punto de hacerlo, pero de pronto se detiene.

—Pero si acabo de dejarlo pasar —dice—. Junto con la condesa. —Gira un monitor para que podamos ver la pantalla y señala la cámara que cuelga sobre la barrera—. Hace fotos de los que entran por si luego hay problemas.

El hombre de la fotografía tiene ciertamente la cabellera oscura de Rickardt, pero mientras éste es delgado tirando a demacrado, el fotografiado es musculoso. Además, tiene un bigote que pocos en Dinamarca pueden exhibir, pero que desgraciadamente es de sobra conocido para nosotros. La duquesa que aparece a su lado tiene una espesa cabellera rubia trenzada a la manera de las lecheras del Tirol.

—¡Qué espanto! —dice el conde—. ¡Si es el pastor de Finø! ¡Y su mujer! —Y entonces demuestra que domina enteramente su feudo—: ¡Son vuestros padres! Deben de haber olvidado devolverme mi tarjeta de identificación.

Tilte lo agarra y se lo acerca.

—Entonces has visto a papá y mamá —le dice con voz queda.

—Por supuesto, si bajaron al embarcadero a revisar el túnel. Ya sabéis que vuestra madre es la responsable de los sistemas de alarma.

Nos quedamos atónitos. Ahora los problemas se han multiplicado. Bent el Madero no quiere dejarnos pasar. Y mamá y papá han conseguido burlar el control de acceso y, quién sabe, tal vez también lo haya hecho Henrik el Negro.

Tilte se ha mantenido en un discreto segundo plano durante la travesía en barco. Me parece percibir que está considerando, entre otras cosas, el futuro de Jakob Bordurio. Pero ahora se inclina hacia la ventanilla de la garita.

—Bent —dice—, ¿no crees que ser el vigilante de la puerta principal es uno de los puestos de mayor responsabilidad? ¿Y que si lo desempeñas satisfactoriamente tendrán que concederte por narices una medalla? —Su voz tiene la dulzura de los bombones rellenos.

—Se ha insinuado algo de eso, sí —dice Bent.

—Por ejemplo, la medalla al Mérito Policial —prosigue Tilte—. Sería todo un detalle. Podrías llevarla con tu traje a cuadros, el que sueles ponerte para ir a la iglesia. Pero ¿sabes qué, Bent? Si descubren que has dejado pasar a mamá y papá con documentación falsa, no sólo tendrás que despedirte de la medalla, sino también de este ventajoso puesto. Te trasladarán a Anholt. O incluso puede que a Læsø.

De nuevo se hace el silencio.

—Lo mejor que puedes hacer —continúa Tilte— es dejarnos entrar para que busquemos a mamá y papá y los saquemos de aquí cuanto antes. Antes de que alguien los encuentre.

La barrera sube. Vía libre.

Mientras avanzamos hacia el puente levadizo, me vuelvo y veo algo sorprendente e inquietante.

Es un taxi. Normal y corriente, sí, pero llega a una velocidad considerable, como si los pasajeros hubieran azuzado al conductor para que se saltara todas las normas y se jugase su licencia. Se detiene frente a la barrera y de él bajan Anaflabia Borderrud, Thorkild Thorlacius, Alexander Finkeblod y Bodil la Hipopótamo.

Se mueven de una manera que desde la distancia parece baile en trance, pero que seguramente obedece a la excitación, y nos señalan.

Poco a poco, Tilte y yo hemos aprendido que el fundamento de toda profunda convicción religiosa es la capacidad del corazón humano para sentir compasión y ponerse en el lugar del otro. Me imagino perfectamente cómo nuestros seis perseguidores, porque supongo que la secretaria Vera y la señora de Thorlacius-Drøbert están a punto de apearse del taxi, cómo se sienten después de haber soportado tanto sufrimiento durante las últimas veinticuatro horas. Me habría gustado poder explicarles cómo uno puede aumentar sus posibilidades de descubrir cuándo empieza a abrirse la puerta entrenando el equilibrio, la neutralidad y la capacidad, aunque sólo sea por un momento, de abandonarse a los sentimientos más intensos, como los que ahora los llevan a danzar frente a la barrera. Pero estoy fuera de su alcance auditivo y veo que los policías los han rodeado y todo parece indicar que éstos se rigen por los criterios de seguridad más modernos, según los cuales es preferible intentar prevenir un conflicto antes que tener que solucionarlo a porrazos, pues es evidente que intentan meter a los seis en razón mediante argumentos lógicos. Sin embargo, Anaflabia golpea a uno de ellos con su paraguas y otro agente cae de rodillas, tal vez porque Thorkild Thorlacius ha ejercitado su gancho de derecha contra su abdomen. Al instante se produce un revuelo de reyerta generalizada. Lo último que veo antes de cruzar el puente levadizo y acceder al patio del castillo es que Alexander Finkeblod, en un magnífico intento, logra zafarse, se lanza al foso lleno de agua que rodea el castillo, en realidad parte de un pequeño lago, y empieza a nadar.

Entonces atravesamos la puerta y nos detenemos en el patio de armas.

Siempre resulta conmovedor ver el ambiente en que tus íntimos amigos, como es el caso del conde Rickardt, se han criado y se han fumado su primera pipa de hachís. Y tengo que decir que Filthøj es un auténtico castillo, de los pensados para reyes y reinas. El patio es tan grande como una cancha de fútbol, los edificios son como pabellones deportivos, pero llenos de dorados e inscripciones y ornamentos, y la escalera principal es lo bastante ancha para que cincuenta invitados la subieran en una hilera cogidos de la mano.

En esta escalera hay otro puesto de control, y sentimos alegría al ver quiénes se encargan de él: como no podía ser de otra manera, son Lars y Katinka, del servicio de inteligencia policial.

Si digo que nos alegramos se debe, naturalmente, a que eso significa que Henrik el Negro no puede haber pasado. Porque aunque haya podido burlar a Mejse y Bent, es impensable que haya logrado superar a Lars y Katinka. Ahora mismo están comprobando las acreditaciones de Gitte y sus damas blancas, junto con cuatro agentes que transportan el ataúd con Vibe de Ribe. Y resulta evidente que no dejan nada librado a la improvisación.

Ahora la cuestión es cómo conseguiremos entrar. Es muy posible que Lars y Katinka piensen que en las últimas veinticuatro horas han pasado cosas entre ellos y nosotros que exigen una explicación.

Tilte y yo intercambiamos una mirada, y con esa mirada nos decimos que vamos a confesar, a presentarnos a pecho descubierto y contárselo todo. Me paso una mano por el pelo, me humedezco los labios y me dispongo a calmar las aguas revueltas con unas palabras bien elegidas.

Antes, nobleza obliga, dirigimos nuestras miradas hacia el ataúd, como para darle el último adiós a Vibe de Ribe, y entonces vemos que la tapa tiembla ligeramente. Los agentes que transportan el ataúd también lo han notado, pero optan sabiamente por hacer caso omiso, y los entiendo: ¿acaso no retrocedemos todos ante lo inexplicable?

Tilte y yo nos miramos.

Por un momento, la situación se vuelve sumamente confusa. Lo que debe hacerse en un caso así, cuando se es un practicante espiritual experimentado, es intentar recuperar el equilibrio interno, y para lograrlo me paseo a lo largo del muro y me siento en un banco tranquilo.

En el banco está sentada una mujer vestida con lo que parece el atuendo de una bruja, el bonete cónico calado sobre los ojos. Uno de los problemas que presentan todas las religiones es que las mujeres están en clara desventaja. Así, cuando ves a una mujer ocupando un cargo destacado te sientes especialmente feliz y quieres mostrarle tus respetos, y eso es lo que hago, a pesar de mi estado de conmoción, con una profunda reverencia.

Con este gesto logro mirar por debajo del bonete y le veo el rostro. Pues bien, es la mismísima Vibe de Ribe. Le cojo la mano, fría como un cubo de hielo. Tilte está a mi lado y se hace cargo de la situación con una sola mirada.

—Ha sido Henrik —dice—. La ha vestido con uno de los trajes de Rikardt. Y ha ocupado su sitio en el ataúd.

Ahora es crucial que nos ganemos los corazones de Lars y Katinka.

En ese mismo instante, el taxi de antes se acerca a la escalera y de él se apean Anaflabia, Thorlacius, Vera, la esposa de Thorlacius, Alexander Finkeblod y Bodil Fisker.

Nunca sabremos cómo han conseguido pasar. Tal vez porque hay personas que poseen tanto carisma, y tanto de lo que se suele llamar nobleza espiritual, que no necesitan presentar documentación, sino que se identifican por sí solas y se mueven, como ahora por el patio del castillo, con una soltura que demuestra su convencimiento de su derecho a estar donde están, a pesar de que minutos antes hayan provocado una trifulca con la policía.

Si así es, también hay que decir que Lars y Katinka no parecen de la misma opinión. Cabe decir en su descargo que Alexander Finkeblod se ha presentado pasado por el agua pestilente del foso. Es imposible saber cómo ha salido, pero desde luego no ha tenido tiempo para la ducha purificadora que tal vez habría ayudado a que se apreciara su buen aspecto, que por lo demás inspira tanta confianza en su justa medida.

Son pocos los lagos daneses cuyas aguas son cristalinas todo el año, en realidad, tal vez sólo sea el caso de los lagos de Finø. El lago medio danés tiene sus épocas mejores y peores, y en las peores parece un contenedor de vertidos tóxicos o un tanque de agua residuales, y ahora mismo el lago del castillo de Filthøj está pasando por uno de esos períodos. Así pues, Alexander Finkeblod tiene un aspecto que incluso asustaría a su madre, y cuando Lars y Katinka los divisan a él, a Thorlacius y Anaflabia abandonan sus puestos con la misma rapidez que si hubiera sonado el disparo de salida de una carrera decisiva.

Eso significa que el camino hasta el corazón del Gran Sínodo está libre para nosotros, esto es, Tilte, Basker, Hans, Ashanti, Jakob Bordurio, Palas Atenea y yo.

La estancia en que entramos, que es la que hemos visto en la grabación de mamá y papá y que no ha abandonado nuestras cabezas durante las últimas doce horas, es más amplia y majestuosa de lo que imaginábamos. Es una estancia que la gran mayoría de los pupilos de Leonora Ganefryd contemplaría con gran interés como posible decorado de fondo para su coaching. Los techos son tan altos como los de una catedral y tiene unas vistas privilegiadas del crepúsculo sobre el estrecho de Oresund. También la vitrina es más grande de lo que suponíamos y arroja una luz más cegadora. Y luego resulta abrumador encontrarse cara a cara con ochocientas personas de todo el mundo que se han esmerado a fondo con su vestuario.

Sin embargo, todo esto no es lo más impactante. Lo más impactante, lo que está a punto de tumbarnos, es la atmósfera.

Permíteme puntualizar que no creo que las ochocientas personas contribuyan por partes iguales a dicha atmósfera. Lo más probable es que muchos hayan acudido porque la religión es su oficio y sustento, pese a que podían perfectamente haberse ganado la vida con otra cosa —y tal vez deberían haberlo hecho, sobre todo por su propio bien—. Pero sin perjuicio de los fracasos que siempre hay en todo equipo por mucho empeño que hayas puesto en formarlo, debo decir que en esta sala hay tanta gente que ha salido por la puerta verdadera, la que conduce a la libertad, que ésta se ha quedado abierta detrás de ellos y puedes sentir el soplo del aire de la libertad, y eso es lo que está a punto de dejarnos sin aliento. Si te imaginas una perspicacia como la de Tilte y una capacidad como la de mi bisabuela para arropar en su corazón incluso a tipos como Alexander Finkeblod y Kaj Molester, y si multiplicas estas dos características por ciento cincuenta mil, podrás hacerte una idea de algo parecido al ambiente que se respira aquí antes del inicio del Gran Sínodo. Es un ambiente que, de haber tenido una paleta de repostería, se podría cortar a trozos compactos.

El escenario está lejos, pero no tengo dudas de quién es la persona que ahora se sube a él. Conny.

Mi pulso debe de haberse desbocado a más de doscientas pulsaciones, así que el bramido de la sangre no me permite oír los detalles, aunque alcanzo a entender que se presenta como la media naranja del anfitrión, y que ambos se harán cargo de las actuaciones musicales, y que el anfitrión es... —Y abre los brazos para crear expectación—. Damas y caballeros, ¡el conde Rickardt Tre Løver!

Ahora mismo podrían haberme tumbado con una pluma. Afortunadamente no hay nadie cerca que tenga una pluma o que muestre interés por tumbarme, soy invisible entre la muchedumbre. Lo que me ha despojado de mi equilibrio no es que Conny pueda ser la anfitriona musical de un evento como éste, a pesar de que tan sólo tiene catorce años; en realidad me resulta bastante comprensible. A partir de ahora y hasta el fin de los días no espero más que una larga sucesión de pruebas por parte de Conny de lo alejadas que están nuestras galaxias la una de la otra. Lo que me deja estupefacto es cómo se les ha ocurrido a los responsables la fatídica idea de incluir a Rickardt y su media naranja como plato fuerte musical.

No me da tiempo a pensar en qué puede haberlo motivado, porque ahora se sube al escenario vistiendo algo que podría ser perfectamente la camisa de dormir de Pegaojos, el personaje de H. C. Andersen, y unos zapatos de bufón.

Es una visión que, en circunstancias normales, me cautivaría. Pero delante de mí sucede algo que acapara toda mi atención.

Los cuatro agentes han depositado el ataúd de Vibe de Ribe sobre tres sillas, y sobre el ataúd se ha inclinado un indio alto que viste un ropaje de un corte similar al del conde Rickardt, y de inmediato Tilte y yo sabemos que debe tratarse del gurú americano indio de Gitte, Da Sweet Love Ananda, que se dispone a bendecir a Vibe y ayudarla en el tránsito a la muerte.

Nos adelantamos inmediatamente, pero no llegamos a tiempo. Gitte levanta la tapa, Da Sweet Love Ananda posa la mano sobre la frente de la muerta y empieza a susurrar algo. Y al punto aparta la mano, y no con la misma dignidad que cuando la posó, la aparta como si hubiera tocado una serpiente de cascabel.

Entonces Henrik el Negro se incorpora en el ataúd.

Está pálido, su piel casi tiene el mismo color que su pelo. Y es fácil saber por qué: el sistema de refrigeración del ataúd está pensado para conservar a cualquiera que se eche en él a una temperatura ligeramente superior a 32 ºC.

Los periodistas que se hallan más cerca se han dado cuenta de lo que está ocurriendo. Se disparan algunos flashes. Un cámara de la televisión enfoca a Henrik.

Sale del ataúd. No con la elegancia que sin duda habría podido desplegar en otra circunstancia, pero lo bastante rápido como para desaparecer antes de que lleguemos a él.

Gracias a que no soy más alto de lo que soy, puedo arrodillarme, distinguir a Henrik entre las piernas de la gente e iniciar la persecución. Se dirige hacia una puerta tras la cual hay unas escaleras; ya le piso los talones, casi lo alcanzo cuando llegamos al primer rellano.

Salimos a una especie de galería desde donde se abarca toda la sala con una sola mirada, es la tribuna, de cuando el edificio era una iglesia, y el viejo órgano sigue aquí.

Henrik me descubre y se vuelve hacia mí. Me escabullo detrás del teclado del órgano. Henrik flexiona los dedos para desentumecerlos después del paso por el ataúd. Me vienen a la mente las ciento veintiocho ratas.

—Henrik —le advierto—, no vayas a hacer algo de lo que más tarde puedas arrepentirte.

No es un comentario de los que dejan a la gente boquiabierta y que hace bajar la cabeza incluso a los poderosos, como el que hice acerca de la nuca de Conny. Pero sí hace que Henrik se detenga y me escudriñe detenidamente.

—¿Nos conocemos? —pregunta.

—Podríamos llegar a hacerlo. Es uno de los rasgos más bonitos de la vida. El futuro nos depara nuevas amistades.

Esta opinión no lo conmueve. Vuelve a avanzar hacia mí.

Cae una sombra sobre él. La sombra de mi hermano mayor Hans.

Si bien mucha gente considera que mi hermano tiene aires principescos, no se puede negar que a la hora de defender a los débiles e inocentes Hans es capaz de mudar de aspecto hasta confundirse con Frankenstein y hacerte creer que cuando acabe con su contrincante sólo quedarán pelos y uñas y un poco de harina de hueso. Y ése es el aspecto que tiene ahora.

Henrik se da cuenta y por eso no mueve un pelo.

—Si me permites —le digo, y lo someto a un breve cacheo. Sólo encuentro una pequeña cámara plana.

Sin embargo, esperaba encontrar un mando a distancia. No puedo evitar pensar que si un hombre como Henrik ha visitado el túnel secreto con un cargamento de explosivo plástico no ha sido precisamente para experimentar con un nuevo método para combatir las ratas.

—Henrik —digo—, ¿serías tan amable de decirnos dónde has escondido los explosivos?

Me sonríe, pero es un gesto carente de la calidez y comprensión que tanto nos gusta encontrar en los adultos.

—Lo descubrirás dentro de poco —dice.

Las cosas se complican. Paseo la mirada por la sala. Los asistentes han ocupado sus asientos, vueltos hacia el escenario. Rickardt Tre Løver acapara toda su atención.

—Ahora me gustaría recordarles cuáles fueron las últimas palabras de Goethe en su lecho de muerte —anuncia Rickardt.

Es algo que tiene en común con Tilte, el haber confeccionado una larga lista con las últimas palabras de muchos próceres, y le encanta leerlas en voz alta y pedirle a la gente que piensen cuáles serán sus últimas palabras. Precisamente ahora me habría gustado algo más alentador, pero nadie me ha pedido opinión.

—Más luz —pide Rickardt.

La intensidad de los focos se incrementa. Ya había mucha luz puesta en Rickardt, pero ha organizado la iluminación de manera que ahora suba unos veinte mil vatios más. Descubro a mis padres, que se mantienen en un lado.

Entonces Hans, Henrik y yo oímos una voz procedente de las escaleras a nuestras espaldas, y es la voz de Tilte.

—Henrik —dice—, tu madre quiere hablar contigo.

Detrás de mi hermana se alza una figura femenina. Es la prelada superior de la Diócesis de Grenå, Anaflabia Borderrud.

Hay mujeres a las que resulta difícil imaginar como esposas y madres. Con ello no quiero decir nada negativo, las puede haber que, al igual que Juana de Arco, santa Teresa de Ávila o Leonora Ganefryd, hayan nacido para llevar a cabo una misión más importante que los pañales y las conversaciones sobre el hogar y la escuela. Para mí, Anaflabia es una de esas mujeres.

Sin embargo, cuando, a pesar de todo, resulta que tiene un hijo que ha acunado en su regazo y cuyas mejillas rosadas ha besado, no me sorprende que ese hijo sea precisamente Henrik el Negro. Ahora que los tengo a los dos tan cerca me doy cuenta de que poseen el mismo carácter contumaz. Y también detecto cierta similitud física, principalmente en la firmeza de sus mandíbulas, como hechas con hierro laminado en el astillero de Finø.

Pero no es el amor maternal lo que ahora mismo asoma al rostro de Anaflabia.

—Henrik —dice—. ¿Es cierto lo que me han contado? ¿Que has montado una horrible bomba?

El cambio que se opera en Henrik es instantáneo y radical. Empieza a temblar y resulta claro que sólo quiere una cosa: escapar para sobrevivir. Sin embargo, Hans lo tiene bien agarrado. Y Anaflabia se acerca.

—Mamá —aduce Henrik—, pero si dijiste que es el diablo quien inventó las demás religiones. —Ahora tiene la voz llorosa.

—Escúchame —replica Anaflabia—: ¡ahora mismo vas y desactivas ese artefacto infernal!

Las lágrimas empiezan a resbalar por las mejillas de Henrik.

—Ya es demasiado tarde —dice—. Tiene un temporizador y está encapsulada, adherida a la caja fuerte del sótano. Pero mamá, es una bomba muy pequeñita. Sólo volarán los tesoros de los infieles.

Anaflabia lo mira fijamente. Aunque el amor maternal es incondicional, a veces también puede evaporarse.

—Entonces ¿a qué has venido aquí? —pregunta.

Henrik se seca las lágrimas.

—Quería tener fotos para mi álbum de recortes. Algún día podré mostrárselas a mis hijos. A tus nietos, mamá.

Sé lo que ahora muchos dirían, también Tilte. Dirían que esta situación, sin dejar de ser trágica, también nos brinda una oportunidad excepcional para profundizar en el hecho de que todos, sin excepción, podemos hallarnos de golpe y porrazo en el brete de que todo salte por los aires a nuestro alrededor. Por lo demás, si las cosas fueran muy mal y resultara finalmente que la bomba de Henrik es más poderosa de lo que él creía y algunos de nosotros voláramos en pedazos, todas las grandes religiones dicen que la mejor muerte es aquella en que están presentes uno o varios santos, criaturas capaces de entrar y salir por la gran puerta como si se tratara de la puerta giratoria de la Sastrería para Caballeros de Finø.

No obstante, lamento admitir que no es una oportunidad que piense aprovechar en esta ocasión. Todo lo contrario, mis piernas deciden tomar cartas en el asunto. A este respecto diré que según mi profunda experiencia, obtenida a lo largo de mi carrera futbolística espiritual, en ciertas encrucijadas gran parte de la conciencia más elevada se traslada a las piernas.

Bajo las escaleras en volandas, atravieso la sala al vuelo y me escurro entre los guardias de seguridad, que deben de pensar que soy una especie de monaguillo o monje novicio o una versión espiritual de los recogepelotas de Wimbledon, llego a mi destino y me planto frente a mi madre.

Las vivencias por las que ha tenido que pasar desde que la vi por última vez se han grabado en su rostro. Resulta evidente que ha visto cosas que ni siquiera la crema antiarrugas más potente es capaz de borrar. Los surcos que cruzan su frente, si sobrevivimos a la bomba de Henrik, no se irán por las buenas. Y ahora, al verme, se marcan unos milímetros más.

—Mamá —digo—, hay una carga explosiva debajo del suelo, está montada en el fondo de la caja fuerte. ¿Podrías mover la caja hasta el interior del túnel?

La gran mayoría no se libra de tener con cierta periodicidad alguna que otra conversación seria con su madre. Pero desde luego no ocurre a menudo que tengas que pedirle a tu madre que diga adiós a doscientos millones y, de paso, acabe en la cárcel cuatro años, restándole un año por buena conducta. Pero eso es lo que ahora le pido a la mía, pues lo que tendrá que hacer dejará al descubierto lo del jabón líquido en el túnel y la última zorrería de mis padres, y ella lo sabe y me mira con lo que yo denominaría una expresión salvaje en los ojos.

—No puedo hacerlo —dice.

Siento una tremenda decepción, ésa es la verdad. Porque ¿qué son doscientos millones y cuatro años en la trena comparado con contentarnos a Tilte, a Hans, a mí y a las principales religiones universales salvaguardando mil millones en chucherías y poniendo orden en el desaguisado que ella y papá han orquestado?

—Os visitaremos en la cárcel cada semana —digo—. Papá puede echarle una mano al pastor de la prisión y tú podrías tocar el órgano en los servicios religiosos. He oído decir que han adquirido un nuevo órgano en la prisión de alta seguridad de Læsø. Y al parecer hay varios presos que por esa razón se niegan a marcharse, a pesar de haber cumplido sus condenas.

Mamá sacude la cabeza.

—No es por eso —dice.

Echo un vistazo por encima del hombro. Ahora mi madre y yo somos el centro de todas las miradas. Y no son unas miradas cualesquiera, están muy por encima del interés que desperté cuando me engañaron a subir al escenario con motivo de la elección de Míster Finø. Y en el breve vislumbre caigo en la cuenta de algo. Caigo en la cuenta de que las personalidades reunidas sienten curiosidad por comprobar qué tal anda la espiritualidad danesa, y de momento han tenido ocasión de ver a Conny, que sin duda constituye una visión deliciosa, pero que no deja de ser una estrella infantil de catorce años, y luego al conde Rickardt Tre Løver, y ahora a mi madre y a mí.

—Seguro que tienes un mando a distancia —la apremio.

—Lo he dejado en la lancha motora.

Siento vértigo.

—Entonces podrás arreglarlo mediante el reconocimiento de voz —insisto—. Siempre lo has hecho.

Unos sentimientos tumultuosos recorren a mi madre. Y entonces comprendo el dilema que la reconcome.

—La calle de la Soledad —aventuro—. Así se acciona el dispositivo, ¿verdad?

Mi madre asiente con la cabeza. La desesperación se refleja en su rostro. Y la comprendo. Lo que ahora le vuelve es el trauma de cuando Bermuda Svartbag la engañó para que cantara esta canción en la Convención Anual de Párrocos del departamento de Jutlandia del Norte.

—En el camino del desarrollo espiritual nadie está libre de asumir grandes sacrificios —la consuelo.

Al decirlo advierto que algo se ha sedimentado en el interior de mi madre. Y me doy cuenta de que entre ella y yo se ha producido, a lo largo de estos últimos días, una inversión en lo que suele llamarse distribución de responsabilidades.

Ella se vuelve hacia la vitrina. Y empieza a cantar.

Sólo los primeros compases. Entonces siento una débil vibración bajo los pies. Tal vez sólo la registramos mis padres, Tilte y yo. Pero sé con toda seguridad que la caja fuerte subterránea con la bomba de Henrik se ha puesto en movimiento y está atravesando el túnel.

Tengo una última preocupación. ¿Cómo reaccionarán las almas sensibles como el Papa, el Dalai Lama, el XVII Karmapa, el Gran Muftí de Lahore y Su Majestad la Reina al frente cuando en breves segundos estalle la bomba?

Entonces se me ocurre una idea. Pecaría de inmodestia si dijera que se trata de inspiración divina transmitida directamente por el Espíritu Santo, pero no deja de ser una idea sólida y viable.

Me vuelvo hacia la sala.

—¡Sus excelencias, un momento de su atención, por favor! —grito—. Soy de Finø y allí damos la bienvenida a nuestros invitados con la célebre Salva de Finø. —Aquí hago una breve pausa para que los traductores simultáneos puedan seguirme—. Antiguamente era una tradición militar, pero hoy en día significa: ¡la paz de Dios sea con vosotros y buenas noches!

Y en ese momento se produce la explosión. Al principio es un destello detrás de los cristales del embarcadero, luego un humo blanco se filtra por sus ventanas y puertas. Después el techo se levanta en el aire y finalmente el edificio de madera se derrumba como un castillo de naipes.

Por un breve instante se hace el silencio en la sala. Y a continuación llegan los aplausos.

Me apoyo contra la pared para no caerme. Al instante me rodean varios guardias de seguridad que, por lo que veo, ya no me consideran un recogepelotas de Wimbledon sino más bien una especie de hooligan religioso del que hay que deshacerse con la mayor discreción posible.

Pero apenas me han sujetado, vuelven a soltarme y dan un paso a un lado. Y allí está Conny, frente a mí. Se dirige a la sala, pero ha posado su mano en mi brazo.

—Muchas gracias por este amable saludo de la isla de Finø —dice—. Y ahora me gustaría presentar la canción que voy a cantar. Es sobre el amor. Supongo que el amor ha de ser una palabra importante, diría que decisiva, en esta conferencia.

Levanto la cabeza. La nuca de Conny está a unos centímetros.

—En todas las grandes religiones el amor es una palabra clave. Todo el mundo está de acuerdo en que aunque resulte difícil conseguirlo, aunque haya que pasar por muchas vicisitudes para alcanzarlo, el amor es la meta última. Es el estado natural del ser humano.

Alzo la vista y ella me mira a los ojos.

No me voy, pues no soy capaz de andar. Me filtro como un líquido altamente diluible. Conny dice algo más, creo que dando la bienvenida a los jefes de Estado, a los líderes religiosos y a la reina, pero no logro discernir los detalles. Lo único que puedo hacer es rogar que mis piernas de futbolista sean capaces de transportarme hasta el vestíbulo, y mi ruego es escuchado porque llego allí y me derrumbo sobre un sofá.

De haber habido un médico, sin duda me habría prescrito cinco minutos en calma para recuperarme. Pero tendré que dejarlo para más adelante. Porque en los sofás ya hay personas sentadas, y poco a poco consigo centrarme lo bastante para darme cuenta de que son Thorkild Thorlacius, su esposa, la secretaria Vera y Anaflabia Borderrud. Además, Anaflabia tiene a Henrik el Negro en su regazo. Todos tienen la mirada perdida y vidriosa, como personas que acaban de enterarse de que tienen los días contados. A su lado están Lars y Katinka, que hace sonar un par de esposas. Es evidente que han venido a llevarse a Henrik.

No resulta sorprendente que sea Anaflabia quien se espabile primero.

—Según la ley, ¿hay alguna posibilidad de que el condena— do pueda cumplir una pena en casa de su madre? —pregunta.

—Tal vez el tramo final —dice Katinka—. Si los psiquiatras así lo recomiendan.

Todos miran a Thorkild Thorlacius, que arroja un jarro de agua fría sobre madre e hijo:

—Este chaval tenía intención de volarlo todo por los aires —dice—. Es un loco peligroso.

—En el fondo es un chico bueno —lo contradice Anaflabia—. Lo único es que ha extraviado un poco el rumbo. —Y abraza a Henrik, que a su vez apoya la cabeza en su hombro.

—Tendremos que analizarlo con detenimiento —cede Thorkild Thorlacius—. Examinar su comportamiento en prisión. Quizás haya posibilidades.

Sus ojos se desplazan hacia mí. Es posible que se deba a que sigo en estado de shock. Pero me parece detectar algo que bien podría confundirse con amabilidad.

—Tu papel en todo esto, querido chaval, no me ha quedado del todo claro. Pero me parece haber apreciado señales de que, con el tiempo, podremos ayudarte a abandonar la delincuencia y el abuso de las drogas y devolverte a la sociedad.

—Muchas gracias —digo.

—Aunque todavía no he tenido tiempo de analizarlo a fondo, el ambiente que he respirado en este edificio es especial —prosigue Thorlacius—. Diré más: en la sala hay cerebros presentes que rozan el nivel de un médico adjunto del Nuevo Hospital Departamental de rhus.

Siento que he reunido las fuerzas necesarias para recorrer otros cincuenta metros. Cuando me levanto, el grupo se ve engrosado por un nuevo miembro. Es Alexander Finkeblod, que se acerca dando tumbos y se deja caer en un sofá.

—Temo por mi cordura —dice.

Es un temor que muchos creerían justificado. Pero algo ha cambiado en mí, tal vez haya sido al ver la nuca de Conny tan cerca, tal vez sus palabras, tal vez el alivio general. En cualquier caso, siento un repentino cariño por todo el mundo. Y a fin de dejar entrever la profundidad de este sentimiento, diré que incluso estaría dispuesto a permitir que Kaj Molester sobreviviera de haber estado presente. Y el sentimiento se amplía hasta incluir a Alexander Finkeblod.

—Por culpa de este lodo —Alexander intenta quitarse parte del fango que todavía salpica su rostro— mi vista está mermada. Por eso, cuando me senté en un banco para intentar asearme un poco con una servilleta, le di sin querer a una mujer que estaba sentada a mi lado. Y ocurrió algo horrible: la pobre mujer se desplomó. Le hablé, pero ¡estaba muerta! Y de pronto caí en que es la tercera vez en veinticuatro horas. ¿Me habrán echado una maldición?, me pregunto. ¿Seré una de esas personas cuya presencia marchita a las demás?

—Alexander —digo—, no eres una de esas personas. Yo diría que eres alguien que provoca preocupación en los demás, sobre todo con el aspecto que tienes ahora. Pero la señora del banco, y también las demás, ya estaban muertas.

Me mira fijamente.

—He estado pensando que tal vez no he prestado suficiente atención a lo positivo, lo escaso aunque claramente positivo, que tiene tratar con niños.

Me pongo en pie. Las piernas me tiemblan menos. Necesito aire fresco.

En el vestíbulo sólo se ven guardias de seguridad, aunque detecto un leve movimiento entre dos columnas. Son Tilte y Jakob Aquinas, y no me han visto.

—Tilte —dice Jakob—, las últimas horas me han cambiado. He visto cosas en mí mismo y en tu familia. Y he descubierto que, a pesar de todo, no sirvo para ser sacerdote.

Entonces mi hermana lo besa.

No me parece de buen gusto quedarme mirando mientras Tilte se besa con su novio. Así que, tras una breve vacilación, salgo a hurtadillas.

Mientras cruzo el patio del castillo, Jakob y Tilte me dan alcance, seguidos por Hans, Ashanti y Basker. Sin intercambiar palabra dejamos atrás el puente levadizo y luego la barrera. Dentro de la garita Bent el Madero duerme con Mejse en el regazo. Seguimos en dirección a la orilla del lago.

En el arcén hay un coche aparcado, un Maserati. Nos metemos entre los arbustos, el sendero se ensancha hasta llegar a un claro del bosque, donde el armador Poul Bellerad está sentado en un banco con unos prismáticos. De pie, uno a cada lado, están sus guardaespaldas calvos; uno de ellos está secando los ojos del armador con un pañuelo, el otro le masajea los hombros.

Al oírnos, el armador se vuelve con ojos esperanzados, pero se apagan al reconocernos. Esperaba que fuera Henrik.

—Poul —digo—, hay algo que quiero preguntarte.

Me mira con ojos inertes.

—La empresaria de pompas fúnebres de Finø, Bermuda Svartbag Jansson, es amiga de nuestra familia y muy solicitada en todo el país, famosa por inhumar a la gente como si fuera a asistir a un baile de la corte. Ella asegura que sólo hay tres cosas que pueden llevar a las personas a urdir planes verdaderamente maléficos, y son la religión, el sexo y el dinero. Entiendo lo de la religión y el sexo. Pero el dinero...

Tenemos visita. Detrás del banco aparecen Albert Wiinglad, Lars y Katinka. Ésta esgrime tres juegos de esposas; debe de tener una caja llena en algún lugar porque en las últimas veinticuatro horas las ha estado sirviendo como si fueran salchichas en un puesto ambulante.

El armador se levanta y me mira.

—Tú eres el de las flores —dice—. ¿Qué pintas en realidad en todo esto?

—Soy una víctima —digo—. De las circunstancias.

Las esposas tintinean.

—Es posible que el dinero no sea el mejor de los motivos —dice Bellerad—. Pero es el más limpio. Piénsalo.

Entonces se lo llevan.

Albert Wiinglad se ha quedado allí, está desenvolviendo unos once o doce sándwiches de una fiambrera con raciones de reserva para situaciones complicadas.

—En realidad no sirven de nada —dice.

Lo miramos sin comprender. Tal vez se refiera a los sándwiches, que no sirven de nada porque a los cinco minutos vuelves a tener hambre.

—Las detenciones. Los juicios. Las condenas de prisión. Nada de eso sirve de nada. Siempre hay más, listos para actuar. Hay algo que no hemos entendido bien... —Habla sobre todo para sí mismo—. La reina desea daros las gracias —añade—. Puedo llevaros a su presencia en cuanto haya terminado con este tentempié.

Los demás se adelantan, pero yo me quedo con él.

—Albert —digo—, creo que es importante que alguien nos ayude a Tilte y a mí para que no hablemos más de la cuenta con los periodistas que dentro de poco se abalanzarán sobre nosotros. Nuestra historia podría dar la impresión a la opinión pública de que la policía y el servicio de inteligencia se han dejándose engañar y luego aleccionar por un niño pequeño y su hermana.

Me mira fijamente y deja de masticar.

—Lo que podría sellar nuestras bocas —añado— sería que jures que mis padres saldrán indemnes de todo esto.

Acaba de masticar y traga.

—Lo juro —dice—. Que me caiga muerto si no cumplo.

Lo que más mola cuando te encuentras frente a la reina y te da las gracias por algo que has hecho es que puedes pedirle que te conceda un deseo. Pero ahora mismo lo único que se me ocurre es sugerirle que sea uno de mis patrocinadores cuando me haga profesional. Aunque teniendo en cuenta que hemos salvado joyas por un valor de mil millones y que Conny ha hablado de amor mientras me miraba fijamente, me resulta una tremenda cicatería, así que me mantengo en silencio balanceándome sobre los talones. Será Tilte quien dé el paso.

—Su majestad —dice—, tengo un conocido que muy probablemente sea noble sin saberlo. ¿Habría alguna manera de conseguirle un título nobiliario?

La reina la mira meditabunda.

—La Asociación de la Nobleza Danesa y el Archivo Nacional son quienes gestionan esos asuntos —dice—. No la corte.

Tilte se acerca a ella.

—No obstante, su palabra tiene mucho peso —le dice—. Yo podría conseguir papeles que lo acrediten más o menos. Algún extracto de un registro parroquial, por ejemplo.

Noto que la reina se ablanda por dentro. El encanto de Tilte ha hecho presa en ella.

—Te daré mi número de teléfono directo —dice—. Llámame a Amalienborg. Y veremos qué se puede hacer.

Volvemos a estar sentados en la sala. Paseo la mirada por la estancia, miro los trajes y sombreros. Y a Conny, que se ha sentado a mi lado. En la fila de delante están papá y mamá. Todavía no nos hemos mirado realmente a los ojos. Me inclino hacia delante.

—Mamá y papá —susurro—, no sé si alguna vez podremos dejar todo esto atrás, no lo puedo asegurar, hay muchos ejemplos de hijos que no han sido capaces de perdonar a sus padres. Pero a lo mejor podríamos dar un pasito en la buena dirección si nos contarais si fue una casualidad que Ashanti tuviera el número de teléfono de Hans y pidiera que fuéramos precisamente nosotros quienes la recogiéramos en Blågårds Plads.

Es mi padre quien se vuelve con cara de apuro.

—Vuestra madre y yo la conocimos durante los preparativos de este evento. Ambos pensamos que si Hans tenía que salvarse de ésta tendría que ser con alguien como ella.

—Como podréis entender, estoy indignado —digo—. De que volváis a estar implicados. Pero aprecio la sinceridad.

Se hace el silencio en la sala. El Gran Sínodo está a punto de empezar. Hay mucha gente reunida, entrando y saliendo por las puertas como si fuera el portón de un granero. Conny coge mi mano. Miro a la gente que me rodea, a Hans y Ashanti, a Tilte, a Conny. Y a Palas Atenea, de la que hay que alegrarse que siga sentada; antes vi que Tilte le decía algo y es evidente que la ha dejado bastante tocada.

Tal vez sea por la atmósfera reinante en la sala, pero de pronto puedo ver los elefantes que hay en el interior de todos ellos. Son animales bellos pero complicados. Sin duda requieren muchos cuidados. Y tampoco hay que olvidar las ingentes cantidades de comida que necesitan.

Me siento feliz por conocerlos. Y experimento gratitud por no ser más que un crío de catorce años que no tiene un elefante, pero sí sus piernas de futbolista, su innata y trabajada humildad. Y un pequeño foxterrier. Acaricio a Basker.

—Basker —susurro—, ¿presientes la cercanía de la puerta?