FINØ
He encontrado la puerta que nos sacará de la cárcel, que nos conducirá hacia la libertad. Escribo esto para mostrarte esa puerta.
Ahora tal vez me dirás que cuánta libertad creo que puedo exigir, yo, que he nacido en la isla de Finø, conocida como la Gran Canaria de Dinamarca, estando en la residencia parroquial de la isla, nada menos, que tiene doce habitaciones y un jardín tan grande como un parque. Y rodeado por un padre, una madre, una hermana mayor, un hermano mayor, unos abuelos, una bisabuela y un perro que parecen sacados de un anuncio de algo caro pero saludable para la familia.
Y aunque por supuesto no es gran cosa lo que veo cuando me miro en el espejo, porque soy el segundo más pequeño de primero de enseñanza secundaria en la escuela del pueblo de Finø y más bien un chico escuchimizado, hay muchos jugadores mayores y más fuertes que yo que en el estadio de Finø me ven adelantarlos a toda pastilla, como llevado por el viento, y a los que luego se les eriza el vello cuando mi venenosa pierna derecha ejecuta un disparo imparable.
Entonces, ¿de qué se queja este chaval?, te preguntarás tal vez, ¿cómo cree que se sienten los demás adolescentes de catorce años? Para eso tengo dos respuestas.
La primera es que tienes razón, no debería quejarme. Pero cuando papá y mamá desaparecieron y todo se complicó aún más y era difícil encontrar una explicación, descubrí que había algo que había olvidado: mientras todo era felicidad, había olvidado tratar de descubrir en qué puedes confiar realmente cuando la oscuridad empieza a cernirse sobre ti.
La segunda respuesta ya es más dura: intenta echar un vistazo a tu alrededor y dime cuántas personas crees que son realmente felices. Incluso cuando tienes un padre que posee un Maserati y una madre con un abrigo de visón, situación que se dio en su momento en la residencia parroquial, ¿cuánta gente tiene realmente algo de lo que alegrarse? Y siendo así, ¿no es lícito preguntarse por aquello que podría liberar a un ser humano?
Ahora tal vez me dirás, hasta donde alcanza la vista, el mundo está lleno de gente que te dice adónde debes ir y cómo comportarte, y que yo, por tanto, soy uno más, y en cierto modo tienes razón, pero sin embargo se trata de algo completamente diferente.
Si antes de su desaparición hubieras escuchado a mi padre predicar en la iglesia del pueblo de Finø, le habrías oído decir que Jesucristo es el camino, y te aseguro que mi padre es capaz de expresarlo de una manera tan bella y natural que parece que estemos hablando del camino al puerto y que muy pronto habremos llegado allí todos.
Si hubieras escuchado el servicio religioso desde un taburete al lado del órgano que solía tocar mi madre, y si luego te hubieras quedado un rato más, ella te habría contado que la música es el futuro, y ella interpreta y lo dice de una manera que, a estas alturas, ya habrías concertado las primeras clases de piano y decidido adquirir un piano de cola con el dinero de tu libreta de ahorros de la infancia.
Y si luego, después del servicio religioso, nos hubieras acompañado a casa para tomar un café en uno de aquellos días que estaba de visita mi tío preferido, Jonas, que suele practicar la caza del oso en Mongolia Exterior y tiene un oso disecado en su vestíbulo y que es presidente del sindicato, le habrías oído explicar, en un monólogo de no menos de veinte minutos, que lo más importante es confiar en tus capacidades físicas y dedicar la vida a organizar a la clase trabajadora, y no lo afirma sólo para picar a mi padre, que también, sino completamente en serio.
Asimismo, si preguntas a mis compañeros de clase, te dirán que la vida de verdad empieza después de tercero de secundaria, pues es cuando la mayoría de adolescentes abandona la isla de Finø para ir al internado de bachillerato o a la escuela técnica de Grenå.
Y finalmente, por ir a un lugar muy distinto, si preguntas a los internos de Store Bjerg, que es un centro de rehabilitación al oeste del pueblo de Finø, donde todos los internos han sido drogodependientes antes de los dieciséis años, si les preguntas con toda sinceridad, de tú a tú, sin que haya nadie más presente, te dirán que a pesar de que están absolutamente limpios y se sienten profundamente agradecidos por el tratamiento y aguardan ilusionados el inicio de una nueva vida, no hay nada comparable al largo y plácido subidón que se experimenta tras fumar opio o inyectarse heroína.
Y te digo más: estoy convencido de que toda esta gente tiene razón, incluidos los internos de Store Bjerg.
Es algo que he aprendido de mi hermana mayor, Tilte. Uno de sus talentos consiste en que es capaz de afirmar que todo el mundo tiene razón, al tiempo que está convencida de que ella es la única, en un amplísimo radio alrededor, que sabe de lo que habla.
Todas las personas que he mencionado señalan la puerta de su habitación preferida, y dentro de esa habitación se encuentra Jesucristo, o la música de Schubert, o la prueba para acceder al bachillerato, o un oso disecado, o un trabajo fijo, o una palmadita de ánimo en el trasero. Por supuesto, muchas de estas habitaciones son imaginarias.
Pero siempre que te encuentres en el interior de una habitación estarás dentro, y por tanto estarás atrapado.
La puerta que pretendo mostrarte es distinta. No conduce a una habitación nueva. Conduce al exterior del edificio.
No fui yo quien encontró esta puerta, no tengo la confianza en mí mismo que tal cosa requiere. Fue mi hermana mayor Tilte.
Yo estaba allí cuando ocurrió, de eso hace ahora dos años, y fue justo antes de que mamá y papá desaparecieran por primera vez. Yo tenía doce años y Tilte catorce, y aunque lo recuerdo como si fuera ayer, no sabía que era precisamente eso lo que ella había descubierto.
Nuestra bisabuela, que estaba de visita, se hallaba preparando sopa de leche agria. Cuando nuestra bisabuela prepara sopa de leche agria se aúpa a dos taburetes puestos uno encima del otro para poder remover el contenido de la olla, y eso lo hace porque nació pequeña y luego sufrió seis aplastamientos corporales y es tan jorobada que si hay que incluirla en el anuncio familiar del que te hablé antes, tendrán que ser muy cuidadosos a la hora de colocar la cámara, porque su joroba es tan grande como un paragüero.
En cambio, muchos de los que han llegado a conocer a mi bisabuela piensan que si Jesucristo volviera a la tierra podría muy bien encarnarse en esa señora de noventa y tres años, porque mi bisabuela es lo que llamaríamos omnibenevolente. Eso significa que tiene una bondad tan grande que abarca a todos, también a tipos como Kaj Molester y el enviado del ministerio en Finø, Alexander Bister Finkeblod, que dirige la escuela de Finø y para quererlo hay que ser su madre, aunque bien mirado, tal vez no baste con eso, pues una vez lo vi recogiendo a su madre en el ferry y, de verdad, parecía que incluso para ella soportarlo era una tarea demasiado ingrata.
Al mismo tiempo, tampoco hay que llamarse a engaño con mi bisabuela. No llegas a los noventa y tres años, ni sobrevives a varios de tus hijos y a seis aplastamientos corporales, ni a la Segunda Guerra Mundial, ni recuerdas el final de la Primera, si no tienes algo especial que te mantenga firme y en marcha. Lo diré de la siguiente manera: si mi bisabuela fuera un coche, diría que su carrocería ha estado a punto de descomponerse desde tiempos inmemoriales. Sin embargo, el motor ruge como recién salido de fábrica.
Aun así, respecto a las palabras se muestra bastante cauta, las reparte como si fueran caramelos, como si no le quedaran demasiadas, y a lo mejor es así, a sus noventa y tres años.
Por tanto, cuando de pronto, sin volver la cabeza, anuncia: «Hay algo que quiero deciros», todos enmudecemos.
«Nosotros» somos mi madre y mi padre, mi hermano mayor Hans, Tilte y yo, y nuestro perro, Basker III, que es un fox terrier y se llama así por el libro El sabueso de los Baskerville, y III porque es el tercero de esta raza que tenemos desde que nació Tilte, quien exige que cada vez que se muera uno y adquiramos otro, hay que ponerle ese mismo nombre y numerarlo. Cuando Tilte le dice a personas que no han tenido el placer de conocernos cómo se llama el perro, siempre añade el número. Entonces ves que la gente se estremece, tal vez porque les lleva a pensar en los perros que murieron antes del actual Basker y es por eso, creo yo, que mi hermana exigió ese nombre, porque siempre le ha interesado la muerte, mucho más que a los niños en general.
Ahora que mi bisabuela se dispone a decir algo y toma asiento en su silla de ruedas, Tilte se sienta en el borde de la mesa de la cocina y pone las piernas horizontales, para que la bisabuela avance y se meta debajo de ellas. Tilte siempre quiere sentarse en su regazo cuando nuestra bisabuela se dispone a decir algo, pero ésta se encuentra más débil que antes y mi hermana está más pesada, por lo que se las arreglan de la siguiente manera: Tilte se eleva y el mundo se acomoda debajo de ella, y luego se acurruca en el regazo de la bisabuela que, a estas alturas de la vida, es más pequeña que su bisnieta.
—Mis padres —dice—, vuestros tatarabuelos, no eran del todo jóvenes cuando se casaron, tenían treinta y muchos años. No obstante, parieron siete hijos. Justo cuando acababan de tener el séptimo, murieron el hermano de mi madre y su esposa, mis tíos, prácticamente al mismo tiempo, pues se contagiaron de la misma gripe, la gripe española. Dejaron doce hijos. Mi padre fue al entierro en Nordhavn. Después del funeral se organizó una reunión en la que la familia se repartiría a los doce niños, así se hacían las cosas en aquellos tiempos, de eso hace noventa años; se trataba de sobrevivir. Se tardaban dos horas en coche de caballos en llegar del pueblo de Finø a Nordhavn, y mi padre no estuvo de vuelta hasta bien entrada la noche. Entró en la cocina, donde mi madre estaba trajinando con los fogones, y dijo: «Me los he traído a todos.» Mi madre levantó la vista, radiante de alegría, y dijo: «Gracias por la muestra de confianza, Anders.»
Cuando mi bisabuela nos lo hubo contado se hizo el silencio en la cocina. No sé cuánto duró ese silencio, porque el tiempo se había detenido, había demasiadas cosas que entender para poder pensar; en cierto modo, nos habíamos rendido. Había que comprender lo que había pasado por la cabeza del padre de mi bisabuela al ver a aquellos doce niños en el entierro para no haber sido capaz de separarlos. Y sobre todo había que entender a su mujer, cuando él llega a casa y anuncia: «Me los he traído a todos.» No hay ni un segundo de vacilación, nada de derrumbarse y lloriquear al pensar que ya no sólo estarán tus siete hijos, lo que ya de por sí podría considerarse una desgracia si pensamos en que nosotros sólo somos tres en la residencia parroquial, y eso que tenemos dos baños y un baño adicional para las visitas, sino que en un abrir y cerrar de ojos tienes a diecinueve niños en casa.
En un momento dado, cuando el silencio llevaba no sé cuánto instalado entre nosotros, desde luego un buen rato, Tilte dijo:
—¡Yo también quiero ser así!
Todos creímos entender a qué se refería, y en cierto modo así era. Creímos que quería ser como aquel padre, o como aquella madre, o como los dos, y poder decir sí a diecinueve niños si hacía falta.
Y es cierto, eso era lo que quería decir Tilte. Pero también quería decir otra cosa.
Antes de decirlo, durante aquel silencio prolongado, mi hermana había descubierto la puerta. O, mejor dicho, estaba convencida de que se hallaba allí.
Antes de empezar, voy a tener que preguntarte algo. Tendré que preguntarte si recuerdas algún momento de tu vida en el que hayas sido feliz. No sólo alegre, no sólo satisfecho, sino tan feliz que de pronto todo te resultara perfecto al ciento por ciento.
Si no recuerdas ni un solo momento así, no vamos bien, pero entonces es aún más importante que llegue a ti con esto que voy a contarte.
Si únicamente recuerdas uno, o mejor, unos cuantos, entonces quiero que pienses en ellos. Es importante. Porque es alrededor de estos momentos cuando la puerta se dispone a abrirse.
Te confiaré un par de los míos. No son nada del otro mundo. Te los cuento para que te resulte más fácil encontrar los de tu vida.
Hubo un momento así cuando me seleccionaron por primera vez para el Finø All Stars, que en julio suele jugar un partido contra los veraneantes. El encargado de leer la lista de convocados era el entrenador del primer equipo, al que llamamos el Faquir porque es calvo y tan delgado como un palo de escoba y porque su estado de ánimo durante todo el año es el de alguien que acaba de levantarse después de haber dormido en una cama de clavos.
Nunca habían seleccionado a nadie menor de quince años y, por tanto, fue toda una sorpresa. Leyó la lista en voz alta y pronunció mi nombre.
Por un brevísimo lapso de tiempo me fue difícil determinar dónde estaba, si había abandonado mi cuerpo o seguía allí dentro, o las dos cosas a la vez.
El segundo vislumbre de felicidad se produjo cuando Conny me preguntó si quería ser su novio. No me lo preguntó ella personalmente, sino que envió a una de sus damas de honor, Sonja. Yo volvía a casa del colegio, Sonja se puso a mi altura y me dijo: «De parte de Conny, si quieres ser su novio.»
Durante un breve momento es como si alguien hubiera retirado el tapón del fondo, como si flotaras en el aire, aunque tal vez continúes en la tierra, no lo sabes muy bien. Y la sensación de flotar no es una ilusión, de pronto todo el mundo, palpable y reconocible, se transforma.
Hubo una situación más con Conny, mucho tiempo atrás, cuando los dos teníamos unos seis años e íbamos juntos al parvulario. En todo Finø no hay más de trescientos niños, y tan sólo una escuela y una guardería, y por tanto, todos hemos ido a la misma escuela y la misma guardería.
La guardería había recibido unos enormes barriles de madera de la fábrica de cerveza de Finø que habían tumbado y afianzado en el suelo. Les habían practicado pequeñas puertas y ventanas para que los usáramos como casitas de juguete. En el interior de uno de esos barriles le pregunté a Conny si estaba dispuesta a quitarse la ropa delante de mí.
Ahora tal vez dirás que cómo conseguí reunir el coraje para hacerlo, yo, que parezco demasiado cortado para siquiera preguntar el camino a la panadería, y tengo que admitir que realmente se trata de una de esas veces en que me he sorprendido a mí mismo.
Sin embargo, si alguna vez te encuentras con Conny entenderás que hay mujeres capaces de sacar lo mejor de un hombre, aunque apenas acaben de cumplir los seis años.
No me contestó. Simplemente comenzó a desvestirse lentamente. Y cuando estuvo desnuda, alzó los brazos y empezó a girar lentamente delante de mí. Pude ver el fino vello que cubría su piel; el tonel era como un barco o una iglesia, y estaba el olor a toda la cerveza de que se había impregnado la madera durante un siglo. Y me di cuenta de que lo que ocurría entre Conny y yo tenía algo que ver con el resto del mundo.
El último momento especial fue el más apacible. Soy pequeño, tengo tal vez tres años porque acaba de llegar a casa Basker III, que se ha subido a la cama de papá y mamá, donde he dormido. Desde allí me deslizo al suelo y abro las puertas dobles de un empujón y salgo al jardín. Creo que es a principios de otoño, el sol está bajo y la hierba helada y me quema la planta de los pies. Entre los árboles hay grandes telarañas, de sus hilos cuelgan gotas de rocío, un millón de diminutos diamantes que se reflejan entre sí. Es muy temprano y la mañana es fresca y nueva e imposible de imitar, como si nunca hubiera existido una mañana antes de ésta, y tampoco hace falta una copia, porque ésta es eterna.
En este momento el mundo es absolutamente perfecto. No hay nada que falte por hacer, y tampoco nadie para hacerlo, porque no hay seres humanos, ni siquiera yo. La felicidad lo colma todo. Y es muy breve, y de pronto se acaba.
Sé que hay momentos así en tu vida. No los mismos, pero seguro que algunos se les parecen.
Lo que estoy intentando es que te fijes en los segundos previos al instante en que tomas conciencia de lo especial de la situación y empiezas a pensar. Porque en cuanto te invaden los pensamientos, vuelves a estar en la jaula.
Mi historia trata de lo sombrío de esta cárcel. Que no sólo está hecha de piedra y hormigón y barrotes.
Si fuera así, todo sería mucho más sencillo. Si estuviéramos encerrados de la manera habitual, sin duda ya habríamos encontrado una solución, incluso dos tipos retraídos como tú y yo. Por ejemplo, nos habríamos procurado un par de cientos de gramos de ese polvo rosa en Grenå o rhus, ese que utilizan para propulsar los aeromodelos durante la celebración del Gran Día de las Cometas y Los planeadores de Finø. Y seguramente habríamos encontrado un tubo de acero inoxidable con rosca en ambos extremos y dos tornillos para las roscas, y lo habríamos rellenado con ese polvo y conectado a la mecha de un cohete de Año Nuevo, y luego habríamos provocado un enorme agujero en el muro, y después que nos buscaran.
Sin embargo, no basta con esto. Porque la cárcel de la que estamos hablando, o sea, la vida de todos y la manera en que vivimos, esta cárcel no está solamente construida de piedra, también está hecha de palabras y pensamientos. Y en todo momento participamos en su construcción y su mantenimiento, eso es lo peor.
Como cuando Sonja me pidió noviazgo por encargo de Conny. Pasado el primer segundo, justo después de que la conmoción hubiera cambiado el mundo, éste volvió. Volvió cuando pensé: «¿Realmente puede ser verdad, será a mí, no se estaría refiriendo a otro Peter? ¿Y por qué yo precisamente? Y si realmente es a mí, ¿seré lo bastante bueno para ella? ¿Y cuánto tiempo durará? Y aunque dure todo lo que uno espera y desea, alguna vez tendrá que terminar, ¿no es así?»
«Y vivieron felices hasta el último día.»
Nunca me satisfizo este final.
Era papá quien solía leernos un cuento antes de dormir, a Tilte y a mí y a Basker. Cuando la historia acababa con un «Y vivieron felices hasta el último día», yo siempre sentía cierto desasosiego que era incapaz de explicar.
Fue Tilte quien encontró las palabras adecuadas. Un día, debía de tener siete años como mucho, y yo cinco, dijo:
—¿Cuál es el «último día»?
—Es cuando mueren —dijo papá.
Y Tilte preguntó:
—¿Tuvieron una muerte digna?
Papá pensó un momento y luego dijo:
—Pues aquí no dice nada al respecto.
Y Tilte preguntó:
—¿Y luego qué?
Sé de dónde había sacado Tilte lo de una muerte digna: de Bermuda Svartbag Jansson, que es tanto comadrona como empresaria de pompas fúnebres, las cosas son así; puesto que la isla es tan pequeña, son muchos los que ejercen dos o tres profesiones a la vez, como mamá, que es organista y a la vez mujer sacristán y asesora del centro de maquinaria agrícola.
Tilte hablaba a menudo con Bermuda y también la ayudaba a colocar cadáveres en los ataúdes. Así que conocía esa expresión por ella.
Sin embargo, esto no lo explica todo. Porque piénsalo un momento: estás sentado con una niña de siete años y te acaban de leer un cuento, y el propósito de vivieron felices hasta el último día es que haya un happy end, un final feliz, y que los niños entren en un estado de relajación a la hora de acostarse y puedan mirar alrededor y convencerse de que su papá y su mamá y ellos mismos, y el perro también, vivirán felices hasta el último día, que queda tan lejos que, en cierto modo, podría muy bien decirse «para toda la eternidad». Y entonces una niña de siete años, Tilte, va y pregunta si tuvieron una muerte digna.
Cuando lo dijo, por fin comprendí por qué nunca me había sentido cómodo con ese final. Yo no había sido capaz, o no me había atrevido, a pensar como Tilte. Pero de alguna manera lo había presentido. Es posible que vivan felices, vale, pero y ¿luego, cuando llegan al final, al último día, qué?
Llegados allí tal vez ya no sea tan maravilloso.
Ahora te contaré lo que nos pasó a nosotros. En realidad, no es por hablar de nosotros. Es para que yo mismo intente recordar cuándo estuvo abierta la puerta y para mostrártela.
No puedo ayudarte a cruzarla, porque yo mismo todavía no acabo de lograrlo. Pero si somos capaces de encontrarla y plantarnos frente a ella suficientes veces, tú y yo, entonces sé que un día saldremos juntos a la libertad.
Nunca es demasiado tarde para tener una infancia feliz.
Es una frase que Tilte y yo leímos en un libro de la biblioteca, y siempre me gustó. Pero no hay que darle muchas vueltas. Si uno reflexiona se atasca. Entonces uno llegará a la conclusión de que no tiene sentido, pues la infancia ha quedado atrás, y lo que ha terminado fue como fue, ya es demasiado tarde para cambiar nada.
En su lugar hay que dejar que las palabras se asienten en tu interior: Nunca es demasiado tarde para tener una infancia feliz.
Yo creo que es verdad. Pero a veces representa un problema.
Sin embargo, Tilte dice que no existen los problemas, tan sólo retos interesantes.
Así que te diré que uno de los retos más interesantes a la hora de tener una infancia feliz empezó el Viernes Santo, en Blågårds Plads, en Copenhague.
Estamos en Blågårds Plads, en Copenhague. Somos Basker, Tilte, yo y nuestro hermano mayor Hans, y estamos sentados en una carroza barnizada de negro enganchada a cuatro caballos, y esto podemos agradecérselo a Hans. Si es que realmente pensamos que es algo que se merezca las gracias.
Una buena parte de la población de Dinamarca, al menos entre los turistas de Finø, opina que mi hermano mayor Hans parece un príncipe danés de cuento de hadas. Esa opinión la sustentan, entre otras cosas, el que mida uno noventa y tenga el pelo rubio y rizado, los ojos azules y sea lo bastante fuerte como para agarrar un caballo de la carroza, tumbarlo panza arriba, subirlo a una mesa y hacerle cosquillas en la barriga.
Pero como Tilte y Basker y yo conocemos a Hans, también pensamos que parece un bebé adulto.
Sin duda, los Finø All Stars nunca tuvieron un general más fiero en el medio campo estratégico. Pero fuera del campo, cuando deja de tener que preocuparse por la pelota, tiene la mirada fija en las estrellas, y la gente así acostumbra a tropezar con los muebles.
Ahora se ha ido a Copenhague para estudiar astrofísica, que también tiene que ver con las estrellas, y ha conseguido un empleo estudiantil conduciendo una carroza, y Tilte y Basker y yo hemos venido a visitarle durante la Semana Santa, pues han puesto un sustituto en la iglesia del pueblo de Finø mientras papá y mamá, como cada año, están de viaje en La Gomera, que es un wannabe, un aspirante a ser el Finø de las Islas Canarias.
No sé si conoces Blågårds Plads. Para mí, personalmente, es la primera vez que estoy aquí, y en principio la plaza parece bastante corriente. Hace calor al sol y frío a la sombra, hay montones de nieve dispersos por ahí y una iglesia con un montón de gente delante, y la verdad es que como hijo de pastor siempre te alegras de ver clientes en la tienda. También hay tres hombres sentados en un banco al sol en la flor de su vida, flor que utilizan para beber cervezas de alta graduación. Detrás de nuestra carroza hay una verdulería y frente a ella está el propietario con la mirada clavada en una caja de limones que ha ayudado a invernar, incluyéndolos en sus cinco rezos diarios dirigidos hacia la Meca, y delante de nosotros, una anciana está cruzando la calle con un saco de comida de gato cargado sobre su carrito. Por lo tanto, lo único insólito es por qué un turista que está lo bastante forrado para pagar cinco mil coronas por adelantado a través de internet por una visita guiada de una hora y cuarto por el centro de la ciudad, ha elegido partir desde Blågårds Plads; por cierto, ¿dónde está?, porque hace diez minutos que debería estar aquí y todavía no ha aparecido.
En ese instante suena el teléfono móvil de Hans, que contesta. Y de pronto nuestra vida ha cambiado por completo.
—Soy Bodil —dice la voz al otro lado de la línea—. ¿Están tus hermanos contigo?
Bodil Fisker, llamada Bodil la Hipopótamo, aunque es pequeña y delgada, no necesita presentarse. Es la directora general de la administración municipal de Grenå, que incluye las islas de Finø, Anholt y Læsø, y todo el mundo la conoce. Hans tampoco tiene que poner el altavoz del teléfono para que podamos oírla, no porque hable especialmente alto —su tono es bastante normal—, sino porque su voz es de las penetrantes, de las que llegan hasta los confines de la tierra. Y no es sólo su voz, también es su manera de ser, su esencia; eso de que el espíritu de Dios se mueve sobre la faz de las aguas podía muy bien haber sido escrito pensando en Bodil la Hipopótamo.
Sin embargo, lo que está por doquier es la presencia de Bodil, no ella en sí. Una directora general de la administración municipal no es una persona que te encuentras en vivo y en directo, es alguien que tiene a gente por debajo, que a su vez tiene a gente por debajo, y son ellos los que te llaman. Yo he visto a Bodil la Hipopótamo una sola vez, en una ocasión que preferiría no recordar, pero de la que, a pesar de todo, tendré que hablarte más adelante. El que sea ella quien nos llame demuestra que algo anda muy mal.
—Tengo a Tilte, Peter y Basker conmigo —dice Hans.
—¿Tus padres dejaron alguna dirección?
—Sólo el número del móvil de mamá.
—¿Cuándo volvéis?
—Tenemos que pasear a un turista; luego devolveré la carroza.
—Llámame cuando estéis a punto de llegar a casa. A este número.
Y cuelga.
En ese momento, Tilte vuelve la cabeza y me mira a los ojos. Y yo sé por qué. Quiere recordarme algo. Que ahora mismo tenemos una oportunidad.
He tardado un poco en contártelo. Pero ahora pienso decírtelo tal cual.
Tilte y yo hemos descubierto que la puerta no sólo está abierta en los momentos felices. También en los desgraciados. Justo cuando te cuentan que alguien ha muerto o tiene cáncer o ha desaparecido, o que Kaj Molester Lander, conocido ampliamente en Finø como la octava plaga de Egipto, se ha levantado a las cuatro de la mañana para llegar el primero a las colonias de gaviotas donde solemos recoger huevos en mayo, lo que no está bien, porque las gaviotas, tanto las argénteas como las sombrías, no empiezan a incubar hasta que hay tres huevos, así que no tocamos los nidos con tres huevos. Entonces, en el instante que descubres que Kaj ha vaciado los nidos y el mundo se prepara para derrumbarse a tu alrededor, en ese momento la puerta está abierta.
Y ahora te diré lo que Tilte y yo hemos descubierto: hay que mirar hacia el interior de uno mismo. En el mismo instante que te alcanza el shock, te sobreviene una sensación muy especial y única, en tu interior, pero también por fuera, y esa sensación hay que palparla. Es justo antes de que lleguen las lágrimas, y la desesperación y la depresión general y la desolación y la determinación de que si Kaj es capaz de levantarse a las cuatro, tú puedes levantarte a las tres o a las dos, o dejar de acostarte, para asegurarte de que llegarás el primero; en ese breve instante que desaparece la manera normal de funcionar y todavía no ha sido sustituida por otra, en ese instante se abre una brecha.
Lo recuerdo aquí en Blågårds Plads, y escucho mi interior y siento cómo la conmoción ha propiciado que la puerta empiece a abrirse.
Luego empiezan a ocurrir cosas a tal velocidad que tenemos bastante con mantener el esnórquel fuera del agua, y eso también va por Tilte.
Lo primero es que Tilte dice lo que todos pensamos.
—¡Papá y mamá han desaparecido!
Lo siguiente es que Blågårds Plads empieza a cambiar.
No sé si conoces la sensación de que tu estado de ánimo se contagia a todo lo que te rodea, al aspecto que tienen todos a tu alrededor. Como ya he dicho antes, hace un instante Blågårds Plads estaba bien, sin que eso necesariamente signifique que la UNESCO tenga que declararla Monumento de la Humanidad, convirtiéndola así en un sitio que atraerá a cinco millones de turistas a Copenhague. Y de pronto, al instante siguiente, parece un lugar hasta el que la gente se arrastra para morir. Las personas congregadas delante de la iglesia parecen un cortejo fúnebre. Los tres hombres en el banco se echarán a esperar la muerte en cuanto hayan terminado su cerveza, y no tendrán que esperar mucho. Ahora resulta que el proceso de descomposición de los limones del verdulero está muy avanzado, y la señora del carrito y la comida para gatos nos mira como si estuviésemos montados en una carroza fúnebre y transportáramos un cadáver, y ahora nos preguntará si puede ver al difunto una última vez.
Entonces digo:
—Bodil está asustada.
Todos lo hemos oído y, en cierto modo, eso es lo más terrorífico. Todos percibimos algo en la voz de Bodil que sólo se puede interpretar en el sentido de que ha topado con algo más grande que ella.
Entonces empieza la canción.
Llega del interior de la iglesia, entonada por una mujer. Debe de disponer de un micrófono y altavoces, y al tiempo, Blågårds Plads parece un transductor, un bafle, el sonido se amplifica, suena a música sacra extranjera y es vibrante como un suave góspel.
No se distinguen las palabras, pero no importa, siempre y cuando subsista la voz. Es una voz lo bastante grande como para que nuestra carroza se pudiera meter en ella en un día de invierno, y es tan cálida que no pasarías frío ni un segundo, y tan agradable que te arriesgarías a cualquier multa de aparcamiento con tal de no tener que volver a salir.
Por un breve instante, la voz ilumina toda Blågårds Plads. Devuelve los limones del verdulero a sus árboles, lleva a los tres hombres a considerar apuntarse a Alcohólicos Anónimos y hace que la señora que tenemos delante suelte el carrito, dispuesta a lanzarse a bailar un fandango.
Y hace que Hans se levante, que Tilte se ponga de pie sobre el asiento y que yo me acurruque contra Hans y le dé un codazo en el costado para que me coja en brazos y así pueda ver, es lo que siempre ha hecho desde que yo era muy pequeño.
Ha salido un cortejo de la iglesia. Varios pastores enfundados en sus casullas, mucha gente vestida de negro, y a la cabeza va la cantante.
Al principio, uno se pregunta cómo es posible que una persona tan pequeña tenga una voz tan grande, luego uno llega a la conclusión de que no es una persona, porque parece más bien un largo vestido que flota en el aire, y sobre él un sombrero de seda verde, como un enorme turbante vacío. Entonces el vestido se vuelve y veo el rostro, su cutis café con leche como las piedras de la iglesia, lo que hace que su rostro desaparezca.
Entonces mira hacia nosotros. Mientras mantiene la última nota se quita sus zapatos dorados de tacón, se retira el turbante, lo deja caer y le quita un bolso a alguien que está a su lado. En la mano sostiene un micrófono inalámbrico, lo deja en el suelo y luego se levanta el vestido. Y entonces echa a correr. Hacia nosotros. Descalza. Por encima de los montones de nieve. Deja atrás a los tres hombres en el banco. E incluso antes de que haya recorrido la mitad de la plaza, veo que es de la edad de Tilte, o un poco mayor, y que sin duda hace los cuatrocientos metros lisos por debajo del minuto.
Cuando llega a la carroza, da un salto de langosta hacia el pescante, al lado de Hans, y mientras todavía está suspendida en el aire grita:
—¡Adelante! ¡Ahora mismo! ¡Yo soy quien os ha contratado!
Una repentina agitación recorre el séquito congregado delante de la iglesia, la gente es apartada a un lado, dos hombres de traje se apartan del grupo y echan a correr hacia nosotros. Los cuatro sabemos que persiguen a la cantante. Y todos sabemos que estamos de su lado. Te voy a decir sin ambages por qué. Con esa voz, aunque hubiera sido una pederasta y una maltratadora de animales, aun así habría intentado ayudarla, y sé que Tilte y Basker piensan lo mismo.
Pero necesitamos a Hans y por un breve instante no sabemos si la misión le vendrá demasiado grande.
Desgraciadamente, Hans todavía no se ha dado por enterado de lo de las mujeres.
Y es tanto más embarazoso porque hace tiempo que las mujeres se han dado por enteradas de lo de Hans. Cuando a eso de las ocho de la tarde termina de limpiar los lavabos del puerto y de cobrar las tasas porque es jefe de puerto interino durante junio y julio, suelen esperarle al menos tres de las chicas más guapas del verano para llevarlo a pasear. Pero cuando se trata de sacar a pasear a Hans es más fácil decirlo que hacerlo, porque cuando apenas han dado los primeros pasos él empieza a dar vueltas alrededor de las chicas, como si buscara algo de lo que protegerlas, o un enorme charco en el que echarse boca abajo para que puedan cruzarlo sin mojarse los zapatos.
Lo que pasa es que mi hermano mayor ha nacido ocho siglos tarde, pertenece a la época de la caballería, ve a todas las mujeres como princesas a las que uno sólo se acerca lentamente matando, por ejemplo, a un dragón o postrándose boca abajo en el suelo.
Sin embargo, las chicas de Finø van a clases de taekwondo y se mudan a rhus a los dieciséis, y se van un año a Estados Unidos como estudiantes de intercambio a los diecisiete, y si topan con un dragón están encantadas de salir con él, o de diseccionarlo y escribir un trabajo de biología sobre las partes seccionadas. Así que Hans nunca ha tenido una novia, y ahora cuenta diecinueve años y sus perspectivas de futuro no son demasiado halagüeñas, la verdad. También ahora, convertido en profesor de ciencias naturales de Finø, se ha quedado con la mirada clavada en algo que ha diseccionado y se dispone a disecar, hasta que Tilte le grita:
—¡Vamos, Klods-Hans!
Finalmente eso acaba animándole, que Tilte le grite, y también la circunstancia de que los dos hombres ya han recorrido media plaza de un solo tirón, lo que de todos modos hace que la situación se parezca un poco al típico cuento de hadas en que hay que socorrer a la princesa.
Si bien es cierto que, entre nosotros, he hablado en un tono poco halagüeño de mi hermano mayor, también tengo que decir que sabe manejar los caballos. Cada año, de abril a septiembre, el pueblo de Finø está cerrado al tráfico de vehículos motorizados, excepto ambulancias y furgonetas de reparto. En su lugar, trasladamos a los turistas en coches de caballos y en pequeños carritos eléctricos de golf, cobramos doscientas cincuenta coronas por el trayecto desde el puerto hasta Store Torv, lo que, hablando en plata, contribuye a que el pueblo parezca una postal y a convertir la isla en una máquina tragaperras en medio del estrecho de Kattegat.
Así que todo el mundo en Finø sabe llevar un coche de caballos, pero nadie como Hans, él lo conduce como si fuera un carro sulky en el hipódromo de rhus. Tal vez tenga que ver con que los caballos son conscientes de que si no le obedecen corren el peligro de que los tumbe y les haga cosquillas en la barriga.
Nunca utiliza la fusta, ahora tampoco, simplemente emite un sonido con la boca y agita las riendas, y nuestros cuatro caballos salen disparados como cuatro conejos asustados y Blågårds Plads está a punto de desaparecer en el horizonte.
En ese momento, los dos hombres cometen un error: se desvían hacia un enorme BMW negro con matrícula diplomática aparcado frente a la biblioteca, y en el instante siguiente se han metido en el coche y abandonan la plaza a todo gas.
En circunstancias normales, nos habrían dado alcance en un abrir y cerrar de ojos. Pero las circunstancias no son normales, porque Blågårdsgade es una calle peatonal, cerrada al tráfico motorizado e incluso para los coches de caballos. Sin embargo, en todo danés anida una nostalgia por los tiempos en que Dinamarca fue un país agricultor y el rey se paseaba por Copenhague a lomos de un caballo, y todo el mundo tenía animales domésticos y dormía con los cerdos en la cocina para entrar en calor y también, ¿por qué no decirlo?, por su grata compañía. Así que cuando llegamos a trote apresurado, la gente se aparta a un lado y sonríe amablemente a pesar de que Hans conduce los caballos como si estuviéramos en un rodeo.
En cambio, cuando aparece el BMW, la gente de Finø lo recibe de otra manera, actitud que conozco muy bien: cuando en verano todas las calles son peatonales, al ver un coche que no debería estar allí asoma la maldad en la gente. De nada sirve que el BMW tenga el distintivo CD; de hecho, no hace más que empeorar las cosas: lo que ocurre finalmente es que la muchedumbre empieza a agolparse en torno al coche.
Ahora Hans echa la vista atrás y entonces aparece un rasgo de ingenio que demuestra que mi hermano mayor es capaz, excepcionalmente, de mostrarse astuto también fuera de la cancha, porque dobla a la izquierda para tomar una calle lateral.
La calle lateral es de un solo sentido y avanzamos en contradirección, la calzada rebosa de coches y por un instante parece que vaya a desatarse una catástrofe. Sin embargo, al vernos en el carruaje pasa algo con el código de la circulación, como si hubiera quedado temporalmente derogado. Tal vez se deba a que hay algo festivo en todo carruaje, tal vez la gente piense que hemos salido a darles una vuelta a unos recién graduados del bachillerato, a pesar de que estamos en abril; al fin y al cabo el año escolar cada vez es más corto. Sea como fuere, los coches y bicicletas se echan a un lado, algunos se suben a las aceras, nadie hace sonar el claxon y la calle queda libre y el camino despejado.
No obstante, ahora el BMW dobla la esquina: los dos hombres han conseguido dejar atrás los obstáculos de Blågårdsgade y ya empiezan a oler la sangre.
Sin embargo, no les dura mucho. Un carruaje de estudiantes en sentido contrario es una excepción romántica. Pero un BMW es una grave infracción de las normas de circulación. Así que ahora se forma una congestión alrededor del coche, que es engullido por otros coches, bicicletas y peatones que lanzan improperios y hacen sonar sus bocinas a tope.
En este momento, todo lo que sabemos acerca de esos dos hombres es que no pueden ser los primos o tíos de la velocista cantarina, puesto que tienen la piel tan blanca como los espárragos de Finø. Y también sabemos que se defienden bastante bien en los doscientos metros lisos.
Ahora este respeto aumenta. Porque han saltado del coche, lo han abandonado en medio de la calle y se han abierto camino a través de la impopularidad más absoluta, y ya vienen por nosotros.
Si alguna vez a ti, al igual que a mí, unos dudosos colegas te han embaucado para que robes peras o platijas curadas en los jardines de Finø, sabrás que cuando los adultos se hacen lo bastante mayores para comprar una casa y cultivar peras y curar pescado en el jardín, por regla general suelen haber perdido la capacidad y el interés por moverse más rápido de lo que eso exige y que, en el mejor de los casos, sólo logran soltar un enérgico resoplido. Y aún más cuando también llevan traje; personalmente nunca he visto un traje desplazarse más rápido que el paso ligero.
Pero esto no se puede aplicar a nuestros perseguidores. Son lo que yo llamaría personas mayores, incluso es posible cercanas a los cuarenta, y sin embargo tienen una cota de velocidad infernal. Así, se perfila una situación nada positiva en la que, dentro de un momento, llegaremos a una vía más ancha de tráfico denso y nos veremos obligados a aminorar la marcha, y entonces los dos hombres nos darán alcance, y ya no tengo ganas de ver más allá.
Tilte y yo hemos elaborado una teoría según la cual la primera impresión que tienes de alguien es importante, antes de que te enteres de lo que gana o si tiene hijos o un certificado de antecedentes penales limpio, antes de todo eso está la primera impresión, una impresión incontaminada.
Si tengo que regirme por esta impresión, me alegra que ninguno de estos hombres, que en efecto se están acercando peligrosamente, sea el padre de Conny, que no es lo que yo llamaría el sueño de un yerno. A pesar de que llevan el pelo corto y están bien afeitados y tienen un BMW con matrícula diplomática y son excelentes en la distancia corta, no parecen personas interesadas en mantener una conversación sensata o jugar una partida de parchís. Parecen personas que sólo aspiran a que se haga su voluntad y a quienes no les importa lo más mínimo si para ello quedan por el suelo tres o cuatro cadáveres de jóvenes y un perro muerto.
En esta sombría situación, de pronto Tilte dice:
—¡Aquí nos paramos!
Hans emite un sonido y los caballos se detienen como si hubieran chocado contra un muro de hormigón.
Nos hemos detenido enfrente de un pequeño parque con mesas y sillas al sol, donde se sienta un gran número de personas. Hay madres con sus hijos, jóvenes de nuestra edad que juegan al baloncesto, pensionistas, otros jóvenes de nuestra edad con el pelo rapado e imperdibles en el labio inferior y que están sentados evaluando su futuro, considerando si a lo mejor deberían rellenar una solicitud para la academia de policía. También hay unos cuantos hombres y mujeres bronceados y tatuados que han llegado a un punto decisivo en el que deben decidir si ha llegado el momento de liarse un porro o si es preferible esperar un cuarto de hora más.
Tilte se ha subido al pescante. Aguarda un momento a que la atención de todo el parque se centre en ella. Entonces señala a los dos hombres.
—¡¡Seremos víctimas de un asqueroso crimen de honor!! —ruge.
Tilte es apenas más alta que yo, y es delgada. Pero tiene un pelo rizado muy voluminoso. Y es pelirroja de la misma manera que los buzones ingleses son rojos, y además se ha hecho extensiones. Si a su cabellera se le añade lo que algunos llamarían su porte de general, encontraremos en parte la explicación a lo que ahora está a punto de ocurrir.
Ocurre que la realidad vuelve a transformarse. De pronto se hace tremendamente evidente que vamos montados en una carroza nupcial, que Hans y la café con leche se han casado y que Tilte es la dama de honor, y yo un chico de honor, y Basker es el perro de honor. También resulta evidente que los dos hombres que se acercan apresuradamente son nuestros futuros asesinos, que pretenden impedir que esta historia de amor puro se consume.
Esto hace que el pasado de Nørrebro como barrio obrero aflore. Es algo que sólo hemos tocado muy por encima en el colegio, un día en que mi curva de prestaciones intelectuales no estaba precisamente en su cénit, así que no es algo que tenga demasiado presente y resulta difícil determinar cuántas de las personas que toman el sol en este parque podrían ser calificadas de obreros industriales, puestos a ser escrupulosos. Pero lo que sí hemos aprendido en el colegio es que si hay una convicción profundamente arraigada en la clase obrera danesa, ésa es que si el amor es verdadero, los chicos tienen derecho a vivirlo, y es esta convicción la que ahora emerge. También está que el BMW y los trajes arrojan cierto tufo capitalista sobre nuestros perseguidores, algo que en el barrio de Nørrebro fácilmente puede constituir una amenaza para la integridad y el bienestar de una persona, y asimismo cuenta el carisma de Tilte: todo el mundo en el parque comprende que es una reina quien da la alerta y, en el fondo, la población danesa ama a la casa real.
Por tanto, lo que ocurre es que se forma una barricada en medio de la calle: madres con sus cochecitos de niño, hip-hoperos, hombres y mujeres. Imposible franquearla. Sus espaldas, vueltas hacia nosotros, irradian calidez y protección, y sus expresiones, vueltas hacia los dos hombres, advierten que si siguen avanzando tendrán ocasión de protagonizar un hecho histórico, a saber, la fulminante restauración de la pena de muerte en Nørrebro.
Tilte se sienta, Hans da unos golpecitos con las riendas y los cuatro caballos color azabache reemprenden la marcha con un salto de canguro. A lo lejos veo que nuestros perseguidores siguen a una velocidad asombrosa, pero esta vez huyendo, de nosotros y del pelotón de ejecución, de vuelta a los restos del BMW.
Cruzamos una vía ancha y seguimos por calles luminosas, y tan fuerte es el efecto provocado por lo sucedido, y por lo que Tilte ha dicho, que por un momento olvidamos lo de papá y mamá. Estamos jubilosos por Hans y la bella cantora, y los coches hacen sonar sus bocinas para felicitarlos y nosotros alzamos los brazos en señal de agradecimiento.
Hemos cruzado una plaza grande y ahora avanzamos por una calle arbolada, y entonces la cantora dice:
—Yo me quedo aquí.
De su bolso ha sacado unas zapatillas deportivas que ya se ha calzado y un jersey que se ha puesto por encima del vestido verde, y se ha envuelto el pelo en un pañuelo, consiguiendo así atemperar un poco su resplandor de estrella, aunque sólo un poco, pues su aura es demasiado intensa. E insisto, entre tú y yo: si no fuera porque le he jurado fidelidad eterna a Conny y soy de la opinión de que si hay una diferencia de edad superior a los dos años entre dos novios ya debe considerarse pederastia, sin duda yo también correría un peligro inminente de caer rendido a sus pies. Y sé que a Tilte y a Basker les pasa lo mismo.
Así que ahora miramos a Hans.
No tiene mucho sentido decir que Hans está prendado de una mujer, porque lo está a todas horas, no sólo prendado, sino herido de amor por la mera existencia de las mujeres. Sin embargo, diré que aunque lo he visto comportarse de muchas maneras estúpidas delante de una chica, ésta se lleva la palma. Está completamente subyugado por la primera e incontaminada impresión —sobre la que Tilte y yo hemos desarrollado una teoría—, que lo ha convertido en un osito de peluche que se queda mirando desvalido a la café con leche con sus grandes ojos azul mar.
Así pues, será Tilte quien tome cartas en el asunto.
—¿Cómo te llamas? —le pregunta a la chica.
—Ashanti. —Y añade—: Habéis estado maravillosos.
—Lo sabemos —dice Tilte—. Y ahora hay dos opciones. Una es que te guardes lo maravilloso en tu corazón como si fuera una perla que podrás conservar hasta tu lecho de muerte.
No sé por qué Tilte siempre saca a relucir la muerte, pero ella es así.
—¿Y la segunda? —pregunta la chica.
—Que te apuntes el número del móvil de Hans. Porque con dos acosadores como ésos pronto vas a necesitar ayuda.
La chica llamada Ashanti mira a Tilte.
—Son guardaespaldas —dice, y saca su teléfono móvil.
—Pues parecían carceleros —replica Tilte.
—Ése es el problema —asiente Ashanti—. Cuando empieza a costarte ver la diferencia. —Tras su perfecto danés se esconde un acento extraño, como si hubieras topado con una palmera en medio del bosque de Finø.
Tilte le da el número de móvil de Hans y ella lo introduce en el suyo. Al incorporarse, todos creemos que saltará del carruaje. Pero de pronto le da un beso a Basker, un beso a mí, un beso a Tilte y, finalmente, le planta un besazo al cuerpo inerte de Hans, beso que se prolonga un poco más que los nuestros. Entonces sí salta y se aleja flotando.
Hay personas que al irse se llevan consigo una parte de la luz diurna. En su ausencia, es como si hubiera oscurecido, y entonces vuelve la realidad con la llamada de Bodil la Hipopótamo diciéndonos que mamá y papá han desaparecido.
Nos hemos detenido en el patio de la residencia estudiantil de Hans que da a Fælledparken. En la calle brilla el sol y hay mucho tráfico, las campanas de la iglesia repican, la gente va por leche y periódicos al quiosco y, en cierto modo, hay bastante vida. Sin embargo, alrededor de nosotros todo se ha puesto muy feo.
—Estarán aquí en breve —dice Tilte.
—Nadie va a venir a llevaros a ningún sitio —dice Hans.
Tal vez todo el mundo contenga diversas personas en su interior, en cualquier caso, dentro de mi hermano mayor vive un protector. No aparece muy a menudo, pero cuando lo hace ningún aparato de medición da abasto y las cosas se precipitan. El restaurante más elegante de Finø está en el puerto y se llama Svumpuklen, y más de una vez ha ocurrido que Hans pasara por allí, revoloteando alrededor de las chicas que lo sacan a pasear, y que en ese mismo momento salieran de Svumpuklen tres o cuatro chavales a los que les parece que el final perfecto de unas vacaciones idílicas en un entorno natural de belleza e interés histórico incomparables y una buena cena compuesta de cinco platos y cata de vinos, es apalizar a unos lugareños, y consideran que Hans y las chicas se les ofrecen en bandeja de plata a esos efectos. Pero en el mismo instante que atacan se produce un cambio en mi hermano mayor. El tímido pero cordial joven que todos conocemos y queremos ha desaparecido y en su lugar aparece una cataclismo natural, y de pronto dos de los chavales están tumbados en el suelo nadando en su propia sangre y otro ha acabado caído entre las bicicletas, mientras el cuarto intenta huir en una nube de polvo.
Es esa faceta de Hans la que ahora asoma. Pero Tilte sacude la cabeza.
—Vamos a necesitarte fuera —dice.
Ahora se produce una pausa y un silencio. Los cuatro sabemos que ahora nos separaremos y que ahora comienza todo lo complicado. No decimos nada, y en medio del silencio presiento algo en Tilte y Hans.
Los padres están bien, claro, también los nuestros. Sin embargo, si hubiera un examen para adultos antes de tener hijos, ¿cuántos lo aprobarían? Y los que lo aprobaran, ¿no lo harían por los pelos? En el caso de nuestros padres, y aunque Tilte afirma que no hay nada que haya ido tan mal en mi infancia que no puedan arreglar dos años en un correccional de menores y cinco años de terapia, estoy seguro de que si los examinadores los hubieran aprobado habría sido por mera compasión.
Pero a veces es distinto con los hermanos, resulta difícil explicarlo, pero allí, en el carruaje, noto algo. Y por tanto, miro a Tilte.
Hay que andarse con cuidado con la palabra amor. Es una palabra que fácilmente reduce la velocidad de uno y aplaca el interior revuelto. Sin embargo, voy a tener que utilizarla ahora porque es la única que cabe, y cuando es así, la puerta está a punto de abrirse y hay una posibilidad de vislumbrar el exterior.
Para que quede completamente claro lo que quiero decir, me gustaría comentar brevemente cómo descubrimos que el amor y la puerta están conectados; de hecho fue Tilte quien lo hizo, en la cocina de la residencia parroquial.
No sé cómo será en tu familia, pero en casa tenemos que levantarnos temprano, y hay tantas fiambreras que preparar, y tantas horas de colegio, tantos deberes, tanto fútbol que jugar luego, tantas personas que frecuentan la residencia parroquial —porque mamá y papá atienden las tres iglesias de Finø por turnos—, que cada día tienes la sensación de que el huracán Lulú ha devastado Kattegat y se ha instalado en casa para siempre.
Aunque a veces ocurre que el viento amaina. Suele ser un viernes o un sábado cuando de pronto las aguas vuelven a su cauce y hay una breve posibilidad de darse cuenta de que eso de que somos una familia no es tan sólo un rumor, y cuando llega uno de estos momentos suele ser en la cocina, y fue en uno de estos momentos que lo descubrimos.
Mi padre estaba cocinando. Dice que es su manera de relajarse, a pesar de que mientras lo hace da la impresión de que vaya a montar una fábrica de productos cárnicos, y a destajo. Dice, y él mismo se lo cree, que prepara la misma comida que le servían en el hogar de su infancia en Nordhavn, en el norte de la isla de Finø, del que habla como de un lugar bañado por el sol y largamente agraciado por la felicidad, a pesar de que nosotros, sus hijos, tuvimos ocasión de conocer a su madre, nuestra abuela, antes de que muriera probablemente de bilis contenida, así que podemos descartar por completo que alguna vez haya sabido cocinar.
Sin embargo, mi padre, con su prensa de fiambres y su máquina de hacer salchichas y sus recetas de platos medievales de la antigua Finø, es muy capaz de preparar algo que mucha gente aprecia, y ahora mismo, cuando lo que estoy contando sucede, está preparando dos platos franceses: una rillette de pato y una galantina de pies de cerdo, cuya gelatina sabe preparar para que esté tan tiesa y sólida como un bloque de hormigón.
Mi madre está sentada a la mesa con alicates y soldador y lupa de relojero y ordenador y micrófonos y un oscilógrafo, intentando fabricar un mecanismo de apertura para la despensa del sótano que se accionará por identificación de voz. A su izquierda, sentado en el banco, está Hans con un atlas astronómico sobre la mesa. A su lado está Tilte, controlando la situación. Debajo de la mesa está Basker, resoplando como si tuviera asma, pero no tiene, lo que tiene es la captación de oxígeno de un galgo, simplemente le gusta escuchar su propia respiración.
Y en la silla buena me siento yo. Si me ves como un chico pequeño y refinado y ligeramente delicado, únicamente preocupado por contribuir al buen ambiente, estás en la pista correcta.
O sea, que es uno de esos momentos en que uno se atreve a confiar en que tiene una familia.
Sin embargo, sucede algo que al principio parece inofensivo.
Mamá está ajustando el ordenador para que reconozca su voz y las nuestras, y lo que canturrea son las primeras estrofas de Un lunes lluvioso en la calle de la Soledad.
Es una de las canciones favoritas de mamá. Abraza a Bach y Schubert con gran simpatía, pero lo que la conmueve profundamente es Calle de la Soledad, así que nosotros, sus hijos, nos hemos criado con este clásico de ayer y hoy como algo natural. Sin embargo, el peligro que tienen las obviedades es que acabes dándolas por descontado. Así, la familia se sobresalta ligeramente cuando Tilte de pronto dice:
—Mamá, ¿esta canción significa algo especial para ti y papá?
El silencio invade la cocina. Mamá carraspea.
—Cuando tenía diecinueve años —dice—, mi amiga Bermuda, que tan bien conocéis, me animó a presentarme a un concurso de talentos en el hotel Finø. Me preparé durante tres meses, llegó el gran día y Bermuda y yo fuimos allí. Salí al escenario vestida con un impermeable y un pequeño sombrero y canté Un lunes lluvioso en la calle de la Soledad. Acompañé la canción con un pequeño baile que yo misma coreografié. La luz era bastante fuerte, así que sólo cuando llegué a mitad del último verso caí en la cuenta de que no me hallaba en ningún concurso de talentos. No fue hasta más tarde que supe con toda certeza que se trataba de la convención anual de párrocos del departamento de Jutlandia del Norte.
Guardamos dos minutos de silencio piadoso. Entonces Tilte habla.
—Espero que tomaras las medidas adecuadas con Bermuda.
—Iba a hacerlo —dice mamá—. Pero me distrajeron. Porque, veréis, vuestro padre se acercó a mí. Fue la primera vez que lo vi.
—¿Qué te dijo? —pregunta Tilte.
Mamá deja el soldador en el soporte. También el hilo de soldadura. Se quita la lupa de relojero.
—Me contó lo feliz que sería —responde—. Lo maravillosa que sería la vida junto a él.
Nos quedamos sopesando esas palabras. Sabemos que es verdad. Papá es así. Está convencido de que muestra la más profunda caridad cristiana explicándole a la gente que tendrá una grata e imborrable experiencia si llega a conocerle mejor.
Ahora mamá se pone en pie. Se acerca lentamente a papá. Habla en favor de éste, que se ha ruborizado, a pesar de lo que podría llegar a pensarse de él y de lo que pensamos muchos. Mira a mamá, la galantina ha caído en el olvido.
—¿Y sabes qué, Konstantin? —dice mamá—. Tenías razón.
Entonces lo besa. De tal forma que, por un lado, resulta tremendamente embarazoso contemplarlo, y por el otro, uno siempre puede consolarse pensando que no hay testigos ajenos a la familia.
Hasta ahora todo viene siendo más o menos normal y dentro de los cánones de lo que se puede vivir en un buen día en más de una familia de Finø. Pero en el momento que mamá suelta a papá y se dispone a dar los tres pasos de vuelta a su silla, Tilte sale a escena.
—Escuchadme, haced el favor.
Lo que pasa a continuación es difícil de explicar. Pero tiene que ver con que de pronto los seis escuchamos al mismo tiempo. No lo que se ha dicho y hecho, sino lo que en realidad subyace en la situación. Y al hacerlo, hay un par de segundos sensacionales donde todo flota, la casa, las cigüeñas en el tejado, la despensa del sótano, incluso la galantina se torna ingrávida, y dentro de esta ingravidez la puerta está a punto de abrirse.
De repente ya no podemos más, con la intensidad pasa como con el footing, hay que recuperar la forma poco a poco, así que mamá se sienta y papá hunde la cabeza entre las rillettes de pato, y Hans vuelve la mirada hacia las estrellas, y Basker sufre un nuevo ataque de asma, y el hechizo se rompe.
Pero si una vez te has apoyado, aunque sólo sea por un instante, en el amor, ya no vuelves a olvidarlo jamás.
Es eso lo que vuelve en el patio de la residencia estudiantil de Hans al darme cuenta de que es bueno tener hermanos, y Tilte me mira a los ojos.
Entonces oímos un motor. Es una furgoneta con los cristales tintados, y nos agachamos antes de que irrumpa en el patio.
Aparca detrás de nosotros.
—No pueden saber que es un coche de caballos —susurra Tilte—, seguro que creen que tienen que buscar un taxi.
Tiene razón. Las tres personas que salen del vehículo se limitan a lanzar una rápida mirada a la carroza y luego se apresuran a entrar en la residencia.
Los dos que van delante, un hombre y una mujer, son policías de paisano.
Cada dos viernes durante la temporada de verano el ferry de Finø trae, además de a los habituales seiscientos turistas, a dos policías de paisano, que son refuerzos para los de Finø, y entre los seiscientos turistas destacan a su manera especialmente anónima, como dos ranas verdes sobre media albóndiga de pescado. Así que ahora tampoco dudamos; además, era lo que a fin de cuentas esperábamos. La verdadera sorpresa es la señora que va detrás. Es Bodil la Hipopótamo, la directora general de la administración municipal de Grenå.
Bajamos de la carroza y corremos hacia la furgoneta negra rápidamente; ésa es otra ventaja de tener hermanos: cuando llega la hora de la verdad nos coordinamos tácitamente y cada uno conoce a la perfección el lugar que ocupa en el equipo.
Abrimos la puerta. Es una furgoneta de siete plazas; en la parte trasera hay un enrejado para el transporte de perros; en cinco de los asientos hay una botella de agua metida en su soporte.
—Se llevarán a Peter, a Basker y a mí —dice Tilte—, es inevitable. Así que tienes que irte, Hans. Ve a casa de algún amigo y no te dejes ver. A mí y a Peter no nos tienen en cuenta realmente, nos consideran unos simples niños, tenemos más probabilidades de enterarnos de lo que está pasando que tú.
Los cuatro nos damos cuenta de que no puede ser de otro modo. Hans sube al pescante. Aprieta los dientes, está al borde de la desesperación. Nos mira una última vez; entonces chasquea la lengua y la carroza se marcha.
El pasillo de la residencia está desierto, Hans ha colgado un gran mapa de Finø y uno todavía mayor del firmamento en la puerta de su habitación. La puerta está cerrada.
Tilte la abre. Da a un pequeño vestíbulo que hace las veces de cocina, luego hay una puerta que da al baño y otra que da a la habitación. La abrimos con cautela.
Bodil la Hipopótamo está sentada en un sillón. Los dos agentes están buscando algo, y no es nada que les pertenezca porque han retirado todos los libros de Hans de la estantería y han vaciado casi todos los armarios y se disponen a despanzurrar la cama.
Tilte saca su teléfono móvil, le da tiempo a hacer unas fotos antes de que nos descubran y para entonces el teléfono ya ha vuelto a su bolsillo.
Es Bodil quien nos descubre. Nos indica que nos acerquemos al sillón, así es Bodil, la clase de persona que siempre se sienta en el trono. Y hasta allí va todo el mundo.
—Me alegro de veros —dice—. ¿Dónde está vuestro hermano mayor? —Y adelanta una mano para que uno pueda posar su manita en la suya.
—Ha ido a dejar la bicicleta en el sótano —dice Tilte.
—No conseguimos ponernos en contacto con vuestros padres. No tenemos motivo para suponer que no estén sanos y salvos, pero no los encontramos. Así que tendré que preguntaros una cosa. Comunicaron al Consejo Parroquial que estarían en España, en La Gomera. ¿También es lo que os dijeron a vosotros?
—Estaremos encantados de contestarte —dice Tilte—. Pero antes nos gustaría saber por qué creéis que no están en La Gomera.
No sé gran cosa de hipopótamos. Pero creo que en el gran charco de lodo es uno de los animales que establecen el orden del día. Eso también va por Bodil. Aprieta la mano de Tilte.
—Yo soy quien hace las preguntas —le recuerda—. ¿Habéis quedado con vuestros padres en que os llamarían en algún momento?
—Estaremos encantados de responderos —dice Tilte, y mientras lo dice desliza su teléfono en mi bolsillo—. Pero antes tenemos que preguntaros algo, algo que nos preocupa sobremanera, y es si tenéis todo el papeleo en regla.
Una arruga aparece en la frente de Bodil.
—Tenemos los papeles oficiales que necesitamos para hacernos cargo de vosotros —dice—. El llamado expediente de protección.
—No estoy pensando en eso —replica Tilte—, sino en la orden de registro para entrar de esta manera en la habitación de mi hermano mayor.
Ahora se hace el silencio. También los agentes se dan cuenta de que se trata de algo importante.
—Lo que nos tememos —dice Tilte—, sobre todo por vosotros, es que esto salga en el periódico. Que se monte un escándalo, porque he hecho unas fotos.
Bodil y la mujer policía agarran a mi hermana. Pero soy yo quien tiene el teléfono y hace rato que he llegado a la puerta de salida.
—El teléfono con las fotografías lo tiene Petrus —dice Tilte.
El policía me mira y frunce el ceño.
—Soy un lateral derecho muy rápido —digo—. Antes de que llegues aquí me habré esfumado.
Los tres adultos se quedan desconcertados. Huelo su indecisión. Y luego huelo otra cosa: que están bajo presión, que tienen miedo de algo.
—No podréis atrapar a Petrus —dice Tilte—, acudirá a la prensa, saldrá en portada. «La policía y la directora general de la administración municipal de Grenå se llevan a los hijos de un pastor de su casa saltándose el protocolo legal.»
Bodil despabila y se rehace magníficamente. Sin duda no te conviertes en director general sin tener lo que Tilte denomina inteligencia estratégica.
—Lo hacemos por vosotros.
—Os lo agradecemos —dice mi hermana—. Pero necesitamos más franqueza. ¿Por qué no iban a estar mamá y papá en La Gomera?
Bodil se ha puesto en pie.
—No han abandonado el país —dice.
—¿Acaso la policía vigila a todos los pastores de Dinamarca? —pregunta Tilte.
—Ha estado vigilando a vuestros padres.
Cuando nos sentamos en el coche se muestran muy amables con nosotros.
Aunque, a decir verdad, Bodil corre un serio riesgo de sufrir una embolia cuando pregunta por qué Hans tarda tanto en guardar la bicicleta y Tilte le responde que lo de la bicicleta es una mentira piadosa, que no sabemos dónde está Hans, y Bodil intenta llamar al teléfono de Hans, pero él no lo coge. Luego llama a otro número y explica que nos tiene a nosotros en el coche, pero que Hans ha desaparecido, y su interlocutor le dice algo que la tranquiliza, y luego borro las fotografías comprometedoras y todo el mundo respira aliviado.
El viaje es plácido. Dejan que Basker vaya en mi regazo, el pobre es más humano que perro y no quiere sentarse tras una reja. También se detienen en una gasolinera y nos compran unos bocadillos y chucherías, y el ambiente es bastante distendido hasta que llegamos a destino.
Se trata del aeródromo de Tune, a las afueras de Roskilde. Durante la temporada de verano llegan varios aviones diariamente a Finø.
La mayoría de la gente viaja a Finø en ferry desde Grenå, que antes hace escala en Anholt, donde desembarcan unos cuantos pasajeros confundidos, sin saber lo que se pierden por no haber permanecido a bordo. Luego toma rumbo a Finø y durante la última hora de navegación empieza a notarse que el barco está dejando atrás el estrecho de Kattegat en dirección al Atlántico Norte, así que la gente con tendencia a marearse y con una economía saneada suele coger el avión.
El aeródromo de Finø está situado en un claro del bosque y consta de un edificio con grandes cristaleras y una franja de asfalto de setecientos cincuenta metros. En los días que no hay vuelos ésta es cedida al centro recreativo juvenil, donde, entre otras cosas, montamos una rampa de patinaje, tanto en patines como en monopatín, que desmontamos cuando algún avión tiene que aterrizar. Así que los aviones que vuelan a Finø son pequeñas avionetas monomotor Cessna, aptas para aterrizar en una pista corta.
Sin embargo, no es uno de esos aparatos el que nos espera, sino un Gulfstream militar, pintado de camuflaje, con dos motores y dos pilotos, y el único motivo que suele tener normalmente este avión para volar a Finø es cuando alguien de la Casa Real visita la isla.
Bajamos del coche y miramos el avión. Por lo visto, Bodil ha detectado cierta inquietud en nuestros gestos.
—En el municipio de Grenå —dice— nos ocupamos bien de los niños y jóvenes que se encuentran en situación difícil.
—Sí —respondo—. Pero no tan bien.
El cansancio parece invadir el rostro de Bodil, momento que Tilte aprovecha para pedir prestado el teléfono de Bodil.
—Quiero llamar a mi hermano mayor —dice—. Al mío no le queda batería. ¿Me prestas el tuyo?
Bodil se lo da. Sólo yo veo que mi hermana abre la lista de llamadas, le echa un vistazo y toma buena nota en su prodigiosa memoria de algo que ha visto, para luego marcar un número que, como cabe esperar, no contesta, y acto seguido le devuelve el teléfono a Bodil y nos dirigimos al avión.
El acceso a la pista de despegue es a través de una sala de espera vacía. Hay unos carteles colgados de un tablero de información y uno de ellos hace que me detenga.
Es un póster que anuncia una serie de conciertos relacionados con algo muy importante, pero en lo que no me fijo, porque la fotografía que aparece encima del texto me asfixia. Es el rostro de Conny, que me sonríe.
Tilte posa su mano en mi brazo y vuelvo a estar entre los presentes.
Cuando despega el avión, mi hermana se inclina hacia mí.
—¿Conocemos a alguien que se llame Wiinglad?
Sacudo la cabeza.
—Pues a ése llamó Bodil —susurra—. He visto el número en su teléfono.
Entonces me da un apretón en el brazo, y ahora creo que te conozco lo bastante para poder ser franco contigo y decirte por qué: es porque mi amada me ha abandonado.
Ahora tú tal vez dirás ¿y qué?, una tercera parte de los seres humanos están abandonados. La población del planeta se compone de una tercera parte que añora a quienes los han abandonado, de una tercera parte que ansía encontrar a alguien y de una última tercera parte que tiene a alguien, pero al que no sabe apreciar hasta que él o ella lo abandona y de pronto se encuentra en el primer grupo.
Sin embargo, no es exactamente el caso de nosotros. En cierto modo, podríamos decir que Conny no me ha abandonado, sino que ha sido abducida. Por la fama.
Hace dos años se iba a rodar una película familiar en Finø, y puesto que la niña que debía hacer el papel de la guapa y avispada hermana pequeña se puso enferma, Conny la sustituyó y la eclipsó, y luego le ofrecieron otra película, y más tarde otras tres; de hecho ha salido en siete películas en dos años.
Yo sé muy bien qué sabe hacer Conny: es capaz de condensar su carisma y su energía si se lo piden.
Todo el mundo es capaz de condensar sus energías. Pero la gran mayoría no es consciente de ello, les coge por sorpresa, como un delirio de entusiasmo o un arrebato de ira, o como la repentina conciencia de que el portero está desequilibrado, que carga el peso sobre la pierna equivocada y que si chutas con toda tu fuerza él no alcanzará el balón. Normalmente no es posible controlarlo. Sin embargo, Conny sí lo hace, y es lo que utiliza en sus películas. En las seis primeras hizo el papel de niña pequeña con coletas y un destello gamberro en los ojos. En su última película hacía de chica joven. Que tenía un novio. Que se llamaba Anton. En la película. Y pronunció su nombre de la manera en que solía pronunciar el mío. Es una manera imposible de explicar, pero es una manera distinta a la que utiliza para otros nombres. Yo siempre guardaba sus mensajes de voz y me los ponía una y otra vez, sólo para escuchar la manera en que pronunciaba mi nombre.
Hasta esa película. Cuando la vi y oí que empezaba a controlar la manera de pronunciar un nombre, supe que la había perdido. Y entonces dejé de escuchar sus viejos mensajes.
Tras la primera película, la madre de Conny se trasladó a Copenhague con ella. A Conny y a mí no nos dio tiempo a comprender realmente lo que estaba ocurriendo, nos tomamos lo de la primera película como una experiencia divertida, luego llegó la segunda y de pronto ya se había ido, de eso hace ya año y medio.
Desde entonces la he visto una vez. Un día me esperó a la salida del colegio. Bajamos al puerto, ése era nuestro paseo habitual. Un largo y protegido malecón se adentra en el mar entre la playa y las dársenas, allí estás al resguardo del viento y se ve la ciudad desde fuera. Conny había cambiado. Llevaba un bolso de esos que se ven en los anuncios, y en las orejas un par de aros que ni siquiera salen en los anuncios. Anduvimos muy juntos, pero sentí que nos separaba toda la dársena, era imposible tender un puente. Presentía que se tenía que ir, me sentí morir. Al final me agarró de la camisa, con ambas manos, y la estrujó con fuerza.
—Peter —dijo—. Tengo que hacer esto, no tengo más remedio.
Entonces desapareció. No he vuelto a verla. Salvo en el cine, en la pantalla. Y eso ahora también se ha acabado. A partir de la última película, y lo de Anton.
Tilte lo sabe. Ella sabe lo que sucede dentro de ti cuando ves a tu amada perdida en un cartel. Y por eso me ha dado un apretón en el brazo. Y entonces el avión despega.
Me gustaría explicar dónde está situada Finø exactamente: se encuentra en medio del Mar de las Oportunidades.
Si reuniéramos las canciones que se han escrito sobre Finø para llevarlas al contenedor de reciclaje, algo que me parecería una magnífica idea, necesitaríamos un camión entero. Una parte de ellas están en el Cancionero de la Academia Popular y se dividen en dos grupos.
El primero incluye las canciones que exaltan la isla como una perla que resiste valientemente los embates del mar embravecido que la rodea.
El segundo propone el punto de vista contrario, a saber, que Finø es un pequeño bebé que se chupa el dedo gordo del pie en brazos de su madre, el mar.
Son canciones imposibles de cantar sin preguntarse si los que escriben canciones patrióticas toman drogas antes de componerlas. Porque, en Finø, una mitad de la población vive de la pesca de cigalas y rodaballos para los turistas, o de reparar los barcos de los turistas en el astillero, o de pasear a los turistas en barco hasta las colonias de focas en Rabalderholmene, o de vender crema solar y ropa de verano y cafés con leche a cuarenta coronas la taza en la terraza que el restaurante Svumpuklen tiene en la playa, al lado del puerto. Y la otra mitad se dedica a arreglar el pelo y los dientes, a cambiar los pañales de los bebés y las sondas de los enfermos, de la mitad que presta sus servicios a los turistas.
Por tanto, el mar no es precisamente una amenaza ni una madre para Finø. El mar es una tómbola de la que cada día de verano sacamos una papeleta ganadora. Y después es un enorme par— que infantil y un campo de deportes para los niños y los jóvenes, excepto para los dos de cada curso que tienen miedo al agua.
Una vez, el representante del ministerio en Finø, Alexander Finkeblod, presionó a Tilte para que levantara la mano. Es algo que a mi hermana no le hace ninguna gracia, le parece humillante, es de la opinión que si los maestros están interesados en saber si ella sabe, tienen que preguntárselo directamente. Así que se han dado por vencidos, también Alexander Finkeblod, aunque a lo largo del primer año lo intentó asiduamente, y en aquella ocasión le preguntó: «¿Cómo se llama el mar que rodea la isla de Finø?», y le exigió que se manifestara, y entonces le planteó la pregunta.
—Se llama el Ojo del Culo del Gato, Kattegat; Kat, gato, y Gat, ojo del culo —dijo Tilte.
Alexander Finkeblod se quedó estupefacto y le lanzó una mirada capaz de devastar territorios enteros; pero Tilte lo había consultado en el Diccionario de la Lengua Danesa, no había nada que hacer.
No obstante, luego Tilte le dijo que Ojo del Culo del Gato no era el mejor nombre, el mejor sería Mar de las Oportunidades, que se ha convertido en una expresión estándar en Finø. Cuando alguien pregunta dónde está Finø, solemos contestar: «En medio del Mar de las Oportunidades.»
Es ese mar hacia el que ahora el avión, después de salir de entre las nubes, se precipita, y en las crestas de las olas hay una orla de espuma, el viento sopla a una velocidad ligeramente superior a los catorce metros por segundo y eso significa que la sangre circula un poco más rápido de lo habitual por las venas de Tilte y Basker y mías, y es necesario, porque en ese momento Bodil dice:
—Vamos a tener que poneros una pequeña tobillera azul, igual que la última vez.
Sostiene las tres cintas en la mano. Consisten en dos tiras de plástico unidas a algo similar a la esfera de un reloj de plástico azul, y ahora los policías, que nos hemos enterado de que se llaman Katinka y Lars, nos las colocan con una herramienta especial, parecida a alicates para tubos.
Sin embargo, dentro de la esfera no hay un reloj, sino un pequeño pero potente transmisor de radio y dos pequeñas pilas de botón. En Store Bjerg tienen una pantalla, y también en las comisarías de Grenå y rhus. En esas pantallas hay pequeños números luminosos que corresponden a cada uno de los transmisores. De esta manera, los servicios sociales saben en todo momento dónde se encuentran los orgullosos portadores de las cintas azules.
Así que la tobillera azul es algo que se les pone a los criminales cuando están de permiso después de haberse cargado a siete personas de una tacada. Y a las amas de casa encarceladas por haber maltratado a su marido y a las que tienen una orden de alejamiento del lugar donde su marido y su nueva novia están temblando de miedo.
Y también a los chicos de Store Bjerg que han empezado a allanar casas ayudándose de una palanqueta.
Pero la tobillera azul no es algo que se le ponga a un niño en edad escolar acostumbrado a moverse libremente.
Bodil lo sabe, así que lo dice con lo que yo llamaría falsa ligereza, como supongo que le diría a Job, que no es más que un eccema pasajero, o a Noé, que no es más que un aguacero, por citar un par de ejemplos de la Biblia.
—Recordad —dice—, pase lo que pase, cuidamos de vosotros.
Es evidente que Bodil pertenece al gran grupo de adultos que creen que los niños son capaces de captar una indirecta. Es una confianza que me veo obligado a defraudar.
—Ese «pase lo que pase» —digo—, a Tilte, a Basker y a mí no acaba de convencernos. ¿Significa «incluso si vuestros padres no vuelven nunca»?
Bodil se estremece. Pero se ha puesto el cinturón para el aterrizaje y no puede esfumarse ni salir al ala del avión, no le queda más remedio que mirarnos a los ojos.
—Eso es imposible —dice—. Absolutamente improbable. —Entonces surge por primera vez, aquí al final, bajo presión, un comentario directamente del corazón de hipopótamo de Bodil—: Pero estamos preocupados.
El centro de rehabilitación Store Bjerg está ubicado sobre el pueblo de Finø, en la ladera de la colina de Store Bjerg cuya cima constituye el punto más alto de Finø, ciento un metros sobre el nivel del mar.
A los turistas que rumian burlarse del nombre Store Bjerg, Gran Montaña, y que piensan hacerlo cuando Tilte o Basker o yo estemos cerca, les recomendaría que, antes de hacerlo, se coloquen bien el protector bucal y paguen todos los recibos atrasados de su seguro de vida. Porque nosotros, los de Finø, nos mostramos muy sensibles y vulnerables con lo que se dice sobre este lugar.
De todos modos, eso sólo puede ocurrir antes de que hayan disfrutado ellos mismos de esas vistas de las que osan reírse. Una vez en la cima, no hay nadie que sienta otra cosa que una profunda emoción. He visto a tipos con emblemas en la espalda de sus cazadoras, la cabeza rapada, llamas tatuadas en la nuca y una escopeta retallada en las alforjas de la moto romper a llorar ante tal espectáculo.
Lo que conmueve a la gente es la majestuosidad, y la majestuosidad siempre es difícil de explicar. Las vistas desde Store Bjerg abarcan toda la isla de Finø, desde el pueblo en el sur y cada uno de los doce kilómetros que lo separan del faro en la punta norte, hasta el Mar de las Oportunidades. Es como si Finø flotara igual que un globo verde en un cielo de un profundo azul, por aportar mi granito de arena al cancionero de la Academia Popular.
Son estas vistas que ahora Tilte y yo tenemos ante nuestros ojos, en la terraza del centro de rehabilitación Store Bjerg.
Ella posa un brazo en mi hombro.
Hay que andarse con cuidado respecto a quién permites que te toque. Por ejemplo, mi madre ya ha quedado descartada: tengo catorce años, dentro de un año y medio iré a un internado, y dentro de dos y medio me iré de casa.
Además, a mi madre se la ve confusa cuando quiere tocarte y su turbación viene de que uno era su bebé hace apenas lo que ella denominaría un instante, y ahora uno tiene catorce años y ha sido abandonado por una mujer y es el máximo goleador del primer equipo y está bajo sospecha de haber intentado fumar hachís, aunque nadie ha podido probarlo.
Por lo tanto, mamá no sabe si tiene derecho a abrazarme o si debe enviarme una solicitud previa o, aún mejor, olvidarse del asunto, así que nunca le llega el momento, a menos que yo me apiade de ella y la coja entre mis brazos como si fuera ella la niña y yo el adulto.
Con Tilte es distinto, ella sabe internamente a qué tiene derecho, y no se trata precisamente de menudencias, de modo que ahora me abraza.
—Petrus —dice. Cuando Tilte llama con ese nombre a alguien es por algo.
En una ocasión en que papá y mamá habían discutido y esperábamos invitados en casa, Tilte los recibió fuera y los condujo ante mis padres, a los que presentó diciendo:
—Éstos son mi padre y la esposa del primer matrimonio de mi padre.
Papá sólo ha estado casado una vez, y con mi madre, así que tanto los invitados como papá y mamá se sobresaltaron, y cuando los invitados se hubieron marchado le preguntaron a Tilte qué había querido decir. Mi hermana dijo que nunca se sabe lo que puede durar un matrimonio, sobre todo cuando ha entrado en la fase de las agresiones.
A partir de aquel momento, papá y mamá tardaron mucho tiempo en volver a pelearse.
Cuando me llama Petrus hay que afilar el oído: es el nombre que suele utilizar cuando quiere señalar hacia la puerta.
Así que nos quedamos inmóviles un instante, en medio del silencio. De pronto éste se rompe por una voz entusiasta.
—Tilte, mi campanilla, y el pequeño y apetecible Peter, ¡tenéis un aspecto fabuloso!
Nos volvemos hacia la voz.
—Rickardt —dice Tilte—. Pareces un chapero de Milán.
Y en eso ha dado en el clavo.
El conde Rickardt Tre Løver lleva botas tejanas de tacón alto de auténtica piel de serpiente, unos pantalones de cuero amarillos tan ajustados como la piel de un plátano y una camisa blanca como la nieve abierta hasta el ombligo para que se aprecien sus cadenas de oro y el hecho de que es tan flaco que parece haber perdido el apetito hace años.
En realidad, es así. Cuando conocimos a Rickardt Tre Løver estaba ingresado para ser tratado de su adicción a la heroína, que le había quitado el apetito, como suele hacerlo con la mayoría de personas. Por lo visto es como estar enamorado; cuando uno encuentra algo tan bueno como la heroína no hay ninguna razón para perder el tiempo con necesidades mezquinas como, por ejemplo, el hambre.
Ahora se ha desenganchado y ha hecho un curso de terapeuta para desintoxicar a otros adictos y ha comprado el centro de rehabilitación, de cuya dirección forma parte, y eso ha podido hacerlo porque todos los centros terapéuticos de Dinamarca están en manos privadas, y porque es un conde de verdad que ha heredado más dinero de lo que, en circunstancias normales, sería recomendable para un ex toxicómano.
También es la herencia que le ha permitido atender sus gustos por la ropa y convertir su estilo estrafalario en algo rematadamente chiflado. Hoy, por ejemplo, lleva un tocado que incluso a él le resulta excesivo. Se trata de un gorro de baño con un montón de agujeritos. De éstos asoman mechones de pelo con electrodos que parpadean verdes y rojos.
—Nos visita un investigador del cerebro —dice—. Estamos en medio de un experimento. Naturalmente, mi cerebro ha despertado muchísimo interés.
Conocimos al conde justo después de que mamá y papá volvieran a casa con el Maserati y el abrigo de visón.
De vivir en un hogar en el que comíamos gachas una vez por semana y pescado dos veces, un alimento prácticamente gratis en Finø, pasamos a un período en el que la residencia parroquial nadaba en la abundancia, y el día de mi cumpleaños recibí cinco billetes de mil coronas, al igual que mis hermanos, para que no estuvieran tristes, y tomamos chocolate caliente en la terraza del Svumpuklen, y cuando volvimos a casa el dinero había desaparecido.
Todas las puertas y ventanas estaban cerradas a cal y canto, no había ni rastro de vandalismo, pero el dinero ya no estaba.
Es muy variado lo bien o lo mal que la gente ordena su habitación. En la de mi hermano mayor reina un gran desorden cósmico, como si el Big Bang acabara de suceder y todo aún fuera caos después de la explosión. La de Tilte está más despejada, pero como tiene un estilo extravagante y ropa suficiente para llenar la guardarropía de un teatro y más de cincuenta pares de zapatos y dos armarios llenos de maquillaje y pendientes, además de un vestidor con barras colgando del techo con sus vestidos y boas, uno acaba convencido, a pesar de todo, de encontrarse en un bazar real sacado de Las mil y una noches.
Sin embargo, en mi habitación reina el orden. Si has nacido en una familia como la mía en la que eres, sin ofender a los demás, junto con Basker el único normal, estás obligado a mantener un orden bastante estricto, por tu propio bien.
Así que me gusta que las cosas estén en su sitio, y en el alféizar de la ventana tengo las copas de tamaño mediano, las que he recibido como Jugador del Año y el Campeonato de Kattegat, y aquel día, la copa del campeonato estival del Club de Fútbol de Finø estaba ligeramente torcida, y tenía huellas dactilares, que se detectan al instante sobre el latón recién bruñido. En el jardín, debajo de la ventana, había un pequeño cuadrado de plástico verde. Se lo enseñamos a mamá, que nos explicó que era un disco regulador de los cristales térmicos, y entonces agarró el listón de madera que sostenía el cristal, y éste se desprendió sin más, dejando de manifiesto que alguien había realizado un trabajo de suma precisión con una palanqueta.
Por tanto, a las doce, sabiendo que es la hora del almuerzo en el centro de desintoxicación, Tilte, Hans, Basker y yo subimos a Store Bjerg y entramos, entonces todavía no lo cerraban con llave. Llevábamos la copa y dejamos que Basker la olisqueara, y entonces empezamos a registrar por las buenas las habitaciones. Encontramos el dinero en la tercera, o mejor dicho: Basker lo encontró, ni siquiera estaba escondido, sino dentro de un cajón sin llave en un armario con doscientas corbatas colgadas de barras extensibles.
Así que cuando el conde volvió del almuerzo, nosotros estábamos en su habitación esperándolo. Se detuvo nada más entrar y dijo:
—Encantado de conoceros.
Entonces Tilte le replicó:
—Nosotros también estamos encantados de conocerte. Y más aún de volver a reunirnos con nuestro dinero.
Ése fue nuestro primer encuentro con el conde y, una vez superadas las dificultades y malentendidos que tan fácilmente pueden surgir cuando acabas de pillar al tipo que te ha robado quince mil coronas en tu casa, se creó un ambiente de lo más distendido. Le hablamos de la vida en Finø y el conde nos habló de su infancia en el norte de Selandia en un castillo con foso y sitio para doscientos cincuenta huéspedes, y también nos contó que después de los años en el internado de Herlufsholm, sus padres le regalaron un piso en propiedad que había vendido inmediatamente, y con lo que obtuvo había comprado Ketalar, que dijo que era como el LSD pero más divertido, te lo administras con una jeringuilla y al cabo de dos minutos sales lanzado al espacio a través de un punto en tu coronilla.
El conde estuvo tomando Ketalar cada día durante un año y, cuando se hubo gastado todo el dinero, se quedó sin techo. Sin embargo, tuvo la suerte de que acababa de empezar la temporada de las setas, así que se mudó al bosque con una tienda de campaña. Allí, nos contó, había pequeños gnomos que cada día cogían psilocibios para él, tan buenos como la mescalina, y cuando llegó el frío y se mudó a vivir a la escalera de un edificio del barrio de Nørrebro, los gnomos le trajeron pequeñas papeletas de heroína, y leche chocolatada y Valium, y de este modo sobrevivió, hasta que fue detenido y traído a Finø.
Cuando abandonamos al conde aquella noche, era tarde y nos habíamos hecho íntimos amigos, y cada uno le dimos mil coronas, y él se quedó asomado en la ventana cantándonos mientras bajábamos por el sendero de acceso de vehículos.
Eso de cantar lo ha seguido haciendo desde entonces, más o menos cada quince días se coloca frente a nuestras ventanas sobre el césped de la residencia parroquial vestido, por ejemplo, con un traje rosa con lunares blancos y provisto de un archilaúd, que es un instrumento musical que suena y tiene el aspecto de algo venido del espacio exterior. Suele quedarse allí una media hora. Al conde le van tanto las chicas como los chicos, así que está enamorado hasta las trancas tanto de Tilte como de Hans, como un ratón lo está de dos quesos, y al principio tuve un problema para explicarlo cuando recibía la visita de amigos y escuchaban y veían al conde y el archilaúd, y lo veían hacer gestos a las pequeñas criaturas azules que, según él, viven debajo de nuestro porche y lo acompañan. Sin embargo, nos hemos acostumbrado a él. Tilte dice, con su célebre discreta humildad, que si se tiene un reino, se tienen también muchas clases de súbditos, y poco a poco el conde se está convirtiendo en miembro de la familia.
Ahora se dispone a comprobar hasta dónde ha llegado en este proceso.
—Rickardt —dice—, ¿no te parecen unas vistas maravillosas?
El conde asiente con la cabeza. A él también le parece que las vistas desde la terraza de Store Bjerg son magníficas. Sobre todo ahora que están sustancialmente mejoradas gracias a la presencia de Tilte.
—Desde la última vez que estuvimos aquí —dice ella—, parece que habéis puesto un guardia fijo en la puerta de la cochera. Sin duda para crear una sensación de seguridad entre los clientes y el personal, ¿no?
El conde asiente con la cabeza, exacto, así es.
—Y los sensores blancos —continúa Tilte—, los que hay en lo alto del muro del jardín, imagino que se trata de esos tan ingeniosos que detectan si alguien lo escala, también pensados para aumentar la sensación de seguridad, ¿no es así?
El conde asiente con la cabeza, es exactamente eso lo que pretenden.
—Y también están las cintas azules que llevamos puestas —añade mi hermana.
El conde empieza a mecerse sobre los pies.
—¿Y tú, Rickardt, no dirías que Petrus y yo estamos encerrados aquí como si fuéramos un par de cerdos industriales? Sin que nos hayan asignado un abogado y sin que nos hayan llevado ante el juez.
El conde no dice nada.
—Y nuestra habitación —prosigue Tilte implacable—. Espaciosa, con vistas, como en el mejor de los hoteles. Rodeados de buenos amigos. A un lado, Katinka, que nos acompañó a bordo del avión. Al otro, Lars, que también vino en el avión. Lars y Katinka. ¿No te parece, Rickardt, si recuerdas tus experiencias vitales, que parecen policías?
—Sólo se quedarán un par de días —dice el conde.
Ha despertado el asombro general en la isla que un multimillonario como el conde haya optado por comprar Store Bjerg y se haya rebajado a trabajar. Pero para Tilte y para mí es fácil entenderlo. Se debe a que la mayoría de los internos del centro de rehabilitación son personas bastante profundas.
Entre la población danesa, incluso en Finø, hay muchas personas, sobre todo adultos, aunque también algunos jóvenes, que sostienen que de todas las humillaciones y las ofensas a que han sido expuestos la mayor es, sin lugar a dudas, la vida. Es muy distinto en el caso de los internos de Store Bjerg. No hay ni uno solo que no haya experimentado perderlo todo, así que en cierto modo son más conscientes de que tal vez, aunque sólo sea una vez al año, uno podría sentirse un poco contento por el simple hecho de estar vivo.
Es ese espíritu lo que ha atraído al conde, y por eso está, en cierto modo, del lado de los internos, y ahora mismo, teniendo a Tilte enfrente, es un lado complicado del que estar.
—Rickardt —dice mi hermana—. Sabemos muy bien que Basker es un perro revoltoso. Y Petrus es un chico inquieto. Pero ¿tú dirías que para controlarlos es necesaria la presencia de policías de paisano, más vigilancia por radio, más Store Bjerg, que está custodiado como si fuera un campo de prisioneros?
El conde dice que ha estado pensando en lo mismo.
Tilte hace lo que en la Asociación de Teatro Amateur del pueblo llaman una pausa artística.
—Piensa en los titulares, Rickardt.
Es algo que Tilte aprendió en una ocasión de nuestra bisabuela, a la que volveré más tarde, y se nota que le está cogiendo el tranquillo: suena más abominable y desastroso que en la habitación de Hans.
—«Conde ayuda a la policía a mantener ilegalmente en cautiverio a los hijos de un pastor.» ¿Cómo te parece que suena eso, Rickardt?
Al conde no le parece que demasiado bien. Los toxicómanos que se han desenganchado y han heredado un título nobiliario y un castillo y dos casas solariegas y quinientos millones se preocupan por su buen nombre y reputación.
Así que ahora hemos llegado al meollo de la cuestión.
—Necesitamos tu ayuda —dice Tilte—. Para salir un rato de aquí. Tenemos que averiguar si mamá y papá dejaron algo en la residencia parroquial.
Ahora mismo, el conde está tocado, tanto en su existencia como en su voz. Tan sólo le queda un hilo ronco.
—Tenéis una visita —dice.
Cruzamos la terraza de Store Bjerg con solemnidad. Los internos están sentados al sol con gorros de baño y cables en sus cabezas, y nosotros los saludamos con una leve inclinación, les sonreímos y nos mostramos demasiado educados para advertirles que un gorro así confiere un aspecto que lleva a pensar que tal vez no haya siquiera un cerebro que medir.
Para ser más exactos, sólo somos Basker, Tilte y yo quienes avanzamos con solemnidad, pues el conde intenta ver si es capaz de moverse hacia delante al tiempo que se retuerce las manos y se arrodilla ante los pies de mi hermana.
—Es imposible —dice—. No podéis pedirme algo así. Yo no puedo ayudaros a salir de aquí. Lo perdería todo.
Me coloco entre él y Tilte. Se trata de una técnica que ella y yo hemos desarrollado. Ella es el verdugo mientras que yo asumo el papel de enfermero.
—Podrías conseguirnos unas tijeras de podar —digo—. Para que podamos cortar las cintas azules.
El conde enmudece. Tilte le coge una mano, yo le cojo la otra.
—Prometedme que no saldréis por la puerta de los coches —dice él.
Miramos hacia la puerta: la barrera bajada, el guardia alerta, la cámara de vigilancia, la alambrada. Es una visión que incluso podría desanimar al mismísimo Houdini.
—Rickardt —dice Tilte—. ¿Qué es lo que dicen Los Caballeros del Rayo Azul? Respecto a la puerta.
—«No hay puerta —repite el conde—. Seguid golpeándola.»
Rickardt Tre Løver dirige Los Caballeros del Rayo Azul en Finø, una logia que él mismo ha fundado y que reúne a personas que persiguen la espiritualidad. Se reúnen cada martes en la casa solariega Finøholm, donde se entregan al tarot y la numerología y a entrar en contacto directo con los difuntos a través de bailes y cánticos compuestos por el conde, vestidos con unos trajes que ennoblecen a los gorros de baño del experimento. No obstante, a los que piensan que una comunidad como ésta bajo el liderazgo del conde tiene que ser una perita en dulce para la sección incomunicada del servicio de psiquiatría del hospital de Finø les recomiendo que se muerdan la lengua y no se hagan notar demasiado mientras estemos Tilte y yo cerca, porque Rickardt es nuestro amigo y, como ya he dicho antes, casi de la familia.
—Qué hermoso —dice Tilte—. «No hay puerta, seguid golpeándola.»
Ayudamos a mantener al conde de pie y procuramos transmitirle nuestro optimismo. En ese estado de ánimo pasamos de la terraza a la gran sala. Donde nos encallamos. Porque a la mesa que tenemos delante se sienta uno de los grandes desafíos para la esperanza de un futuro más risueño para la humanidad: Anaflabia Borderrud, prelada superior de la diócesis de Grenå.
En semejante encrucijada, muchos se habrían quedado paralizados, incapaces de dar un paso más, cara a cara con la desesperación. Pero nosotros no. Apenas transcurre un instante hasta que la conexión entre cerebro y cuerpo se restablece y avanzamos a pasos largos y decididos hacia la mesa.
—¡Señora Borderrud! —dice Tilte—. ¡Qué placer volverla a ver!
Anaflabia Borderrud es una de las pocas personas que conocemos de quien uno ve enseguida que es altamente recomendable tratarlas de usted. Así que la entrada de Tilte es buena. Sin embargo, somos conscientes de que, en estas circunstancias, se necesita algo más que una buena entrada.
Desde un punto de vista estrictamente físico, Anaflabia Borderrud está a la altura de nuestro hermano mayor Hans. Sin embargo, su mirada no está dirigida hacia las estrellas, sino hacia la persona con quien habla, y es tan afilada como las sierras que cortan las maderas más duras del aserradero de Finø. Además, por todos los poros irradia su absoluto hartazgo de escuchar tonterías.
Lamentablemente, se ha visto obligada a hacerlo, sobre todo desde que conoció a nuestra familia.
Fue Anaflabia Borderrud quien, dos años atrás, dirigió el tribunal de prepósitos que juzgaron a mi padre, y cuando lo absolvieron por completo fue con su voto de disensión.
Por tanto, cuando Tilte dice que nos alegramos de verla, no cabe duda, por desgracia, de que la alegría únicamente es nuestra.
—Estoy en Finø por casualidad —dice Anaflabia Borderrud—. Con mi secretaria Vera.
No sé si el sínodo de obispos y prelados superiores de Dinamarca monta un espectáculo de variedades por Navidad. Si es así, considero que sería una tremenda metedura de pata concederle un papel importante a Anaflabia Borderrud. Porque Tilte, Basker y yo jamás hemos presenciado una interpretación más deplorable que la que ella nos brinda ahora mismo, haciendo ver que el encuentro es fortuito, y lo digo incluyendo el leal numerito de los veraneantes que se representó en la casa de cultura del pueblo el último domingo de julio y que pasa por ser la más deplorable representación jamás vista en el ámbito del teatro de aficionados.
—Me dicen que están buscando a vuestros padres —añade Anaflabia Borderrud—. Lo siento mucho.
Basker gruñe desde debajo de la mesa. Está notando que probablemente sea cierto que a la prelada superior le entristezca la desaparición de nuestros padres, pero lo que realmente le sienta como un tiro es que se haya visto obligada a venir hasta Finø, que ella no tiene por la Gran Canaria de Dinamarca sino por una mezcla de Alcatraz y la Nueva Guinea de Dinamarca, un páramo poblado de presidiarios, cazadores de cabezas humanas y sus hijos. Eso indigna a Basker, y por eso gruñe.
—¿Cómo es que estáis aquí? —dice la prelada superior.
No se nos nota nada. Sin embargo, es una pregunta que nos impresiona profundamente a Tilte, a mí y a Basker.
Dede luego, a la prelada superior le parece muy bien que los tres estemos encerrados, y si de ella dependiera también tendría que haber barrotes en las ventanas y rottweilers en el jardín. Pero lo que no acaba de entender es qué hacemos precisamente en Store Bjerg. Y eso nos revela que hay algo que la policía y Bodil no le han contado.
De pronto Bodil se inclina sobre la mesa, hacia la prelada superior y su secretaria Vera, que tan sólo es de mediana edad, es decir, de unos treinta años, y es más dura que una nuez sin pelar. Tilte baja la voz y susurra a las dos mujeres:
—Estoy aquí para visitar a Peter.
—¿Es toxicómano? —le susurra la prelada superior. Bueno, ella cree que susurra. Sin embargo, su voz está entrenada para hablar bajo las bóvedas de piedra de grandes iglesias sin calefacción, y aunque ahora se contiene, su voz te lleva a pensar que tal vez fue la técnica que se aplicó en el Nuevo Testamento cuando hubo que resucitar a los muertos.
Tilte asiente con la cabeza. Su rostro trasluce una profunda preocupación.
—También ha habido muchos episodios criminales —dice.
La prelada superior y su secretaria no parecen sorprendidas. A ellas, la información no les viene de nuevo. Pero a mí sí. Estoy momentáneamente fuera de juego.
—Pero ¿no es necesario tener dieciséis años para estar aquí? —pregunta la prelada superior.
Tilte baja la voz aún más.
—En ciertos casos especialmente graves no —susurra—. Cuando se trata de toxicomanías cruentas. O de una criminalidad fuera de...
La prelada superior asiente con la cabeza.
—Si echamos la vista atrás y vemos cómo han ido las cosas —dice—, no debería sorprender a nadie.
La secretaria Vera asiente, como si tampoco a ella pudiera sorprenderle lo más mínimo.
—Había pensado —dice la prelada superior— que podía aprovechar, ya que estoy aquí, para hacer una breve visita a la residencia parroquial. Pero la policía ha precintado la casa. Y la ha cerrado con llave. —Baja la voz un poco más, hasta un nivel que sin embargo podría llenar un estadio de fútbol—: Quería ver si vuestros padres han dejado alguna pista. Algo que pueda utilizar para localizarlos. Para contactar con ellos. Y así solucionar esto sin la intervención de la policía.
Llama la atención que para ciertas personas de pensamientos profundos acerca de la vida las grandes sorpresas a menudo llegan en racimos, si es que los racimos llegan, claro.
Antes de que me haya dado tiempo a digerir la mentira que Tilte acaba de soltarles, la conmoción se ve sustituida por un sentimiento de haber sido honrado con la presencia de dos de las mayores estrategas femeninas. Es evidente que lo que la prelada superior pretende es lo que consiguió la última vez: evitar cualquier escándalo. Y, a fin de encontrar inspiración para conseguirlo, quiere registrar la residencia parroquial.
Es lo mismo que quiere Tilte. Pero por motivos muy distintos.
Anaflabia Borderrud echa un vistazo a su reloj con un movimiento que intenta ocultar. La puerta del salón se abre y una voz dice:
—¡Vaya, vaya! ¡Esto sí que es una coincidencia interesante!
No sé si conoces al filósofo Nietzsche. Personalmente, debo admitir que todavía no ha entrado en el plan de estudios de primero de secundaria de la escuela del pueblo, y es posible que haya que agradecerlo. Al menos a juzgar por la fotografía que aparece en la portada de un libro que recoge sus pensamientos y que Tilte y yo encontramos en la biblioteca. En esa fotografía, Nietzsche luce un bigote como un plumero y una expresión en los ojos que te lleva a pensar que, sin desmedro de que el hombre fuera un genio, tendría que darse un día especialmente bueno para que consiguiese abotonarse los pantalones.
Pues bien, el hombre que ha aparecido en la puerta es clavado a Nietzsche, salvo porque su pobladísimo bigote es blanco y está tan calvo como un huevo duro. Seguro que a Dios nuestro Señor no le quedaba ni un pobre pelo cuando hubo terminado de rellenarle el bigote.
—Vaya —repite—. ¿A quién tenemos aquí? Rostros conocidos.
Tilte, Basker y yo nos ponemos en pie. Tilte inclina la cabeza, yo hago una reverencia y Basker empieza a gruñir de mala manera, lo que me obliga a darle una patada con el empeine estirado de un bailarín clásico.
Por una coincidencia increíble, que en ningún caso creemos que sea casual, nos encontramos ante una de las pocas personas con que sin duda llegas más lejos tratándolas de usted. ¿Y quién es? Pues un hombre conocido sobradamente más allá de las fronteras de Dinamarca: Thorkild Thorlacius-Drøbert, catedrático y jefe médico, doctor en medicina y director del servicio de investigación neurológica del Nuevo Hospital Departamental de rhus.
Thorkild Thorlacius-Drøbert es, al igual que la prelada superior de la diócesis de Grenå, un conocido de la familia, pues fue director de la pequeña unidad de psiquiatría forense que realizó el gran examen mental de papá y mamá. Fueron declarados normales, requisito imprescindible para que papá pudiera recuperar su cargo como pastor después de lo ocurrido, que por supuesto tengo en la punta de la lengua, esperando una ocasión para contártelo, en cuanto los acontecimientos que nos ocupan se apacigüen.
Al lado de Thorlacius-Drøbert está su mujer, a quien también recordamos de entonces; también es su secretaria y yo diría que una de sus más fervientes admiradoras.
Anaflabia Borderrud junta las manos, arruinando así las últimas esperanzas de verla en el futuro como actriz.
—Thorkild —dice—, quién habría dicho que nos encontraríamos aquí.
Thorlacius-Drøbert toma asiento. Detrás de su silla está el conde. Rickardt Tre Løver tiene un rostro franco que cualquiera puede leer como si fuera un libro infantil. De él se desprende que tiene miedo de lo que Tilte y yo nos traemos entre manos, que se siente abrumado por estar en la misma sala que grandes próceres de la sociedad y que, en general, está perdido y no sabe de qué va todo esto.
—El joven que tenemos aquí... —le dice la prelada superior a Thorlacius-Drøbert, y se queda encallada. Busca mi nombre en la memoria, pero el tiempo, que cura todas las heridas, lo ha borrado—. Este joven está ingresado para desintoxicarse. Y su hermana... —Vuelve a rebuscar en la memoria, y esta vez ésta responde, lo que tal vez se deba a que se necesita más de un par de años para quitarse a mi hermana de la cabeza—. Dilde —dice por fin—. Su hermana Dilde está aquí para hacerle una visita.
El conde emite un sonido gutural, como si estuviera enjuagándose la boca con un colutorio. Thorlacius-Drøbert le lanza una mirada colmada de interés profesional. Tilte y yo le lanzamos una mirada colmada de terribles amenazas, lo que le hace cerrar la boca.
Todos hablan con voces estentóreas. Es evidente que lo hacen por consideración hacia mí, como si todos dieran por hecho que mi adicción me ha vuelto sordo, o al menos duro de oído.
Thorlacius-Drøbert me dirige la mirada Nietzsche. De pronto me viene a la mente el recuerdo de hace dos años. También es hipnotizador y sometió a mis padres a hipnoterapia en varias ocasiones. Llegados a este punto, también tengo que decir que fueron los otros dos doctores quienes declararon que mis padres eran normales. Thorlacius dejó constancia de su disconformidad con ese veredicto.
—Sí —dice—. Es evidente que la cosa está mal. ¿Lo ves, Minni?
—Dios mío, Thorkild —dice su esposa—, ¡es más que obvio!
A mí me parece romántico cuando un matrimonio permanece unido muchos años. Por ejemplo, me encanta la pareja de cigüeñas del tejado de nuestra casa, que aún sigue junta. También me parece fenomenal que mis padres se hayan soportado durante veinte años, sobre todo conociéndolos a ellos y siendo yo su hijo y, por lo tanto, estando obligado a resignarme a ellos y sabiendo lo que eso comporta.
Pero que una mujer sea capaz de permanecer al lado de un hombre como Thorlacius-Drøbert durante un largo período de tiempo se inscribe en lo que podríamos considerar un milagro extraído del Nuevo Testamento. Y no sólo permanece a su lado, sino que se pone de rodillas para admirarlo como si fuera un semidiós y un regalo para la humanidad.
—Sufre perturbaciones de la personalidad —sentencia Thorlacius-Drøbert—. Es inevitable. Con esa infancia. La chica es más fuerte. Más dura de roer.
Tilte le lanza una mirada vaga que no promete nada bueno para su futuro.
—Tengo la intención de visitar la residencia parroquial —dice Anaflabia Borderrud—. ¿A lo mejor te interesa acompañarme, Thorkild? Podrías echarle un vistazo profesional al lugar.
Siempre te provoca un leve estremecimiento cuando llegas al otro lado de las dunas y por fin contemplas el mar. Es ahora, y no antes, cuando Basker, Tilte y yo caemos en la cuenta de la pérfida y astuta conspiración en toda su dimensión.
Anaflabia Borderrud ha venido a Finø para echar tierra sobre lo que ella teme podría ser un nuevo escándalo con nuestra familia como protagonista. Y al igual que la última vez, se ha traído a Thorkild Thorlacius-Drøbert para elucidar los aspectos psicológicos. Juntos esperan barrernos bajo la alfombra a papá, mamá, Hans, Tilte, Basker y yo, y luego se sentarán encima hasta asegurarse de que nada se mueve, y sin duda lo conseguirán, puesto que los dos superan los noventa kilos. Estoy sumido en un estado de recogimiento. Sé reconocer a dos grandes actores cuando los veo.
Anaflabia se aclara la garganta y dice:
—Pero desgraciadamente la policía ha precintado la casa.
Doy un respingo. Ahora entiendo por qué ha venido a Store Bjerg: no para reencontrarse con nosotros, sino para que le ayudemos a entrar en la residencia parroquial.
Tilte asiente con la cabeza.
—Sé cómo entrar —dice—. Pero es imposible explicárselo. Así que si puedo acompañarles...
Volvemos a atravesar la terraza. Se diría que somos un grupo de gente imbuida por una retahíla de sentimientos contradictorios.
Si me lo permites, por una vez empezaré por mí, y he de decirte sinceramente que la sola idea de que Tilte nos pueda abandonar a Basker y a mí en este lugar me horroriza. En cuanto al conde, se ha quedado estupefacto e irradia tal tensión que Thorlacius-Drøbert se vuelve hacia él y lo observa expectante, como si contara con que el gorro de baño del conde pronto fuera a registrar una importante desviación.
La prelada superior parece atormentada por las dudas. No por una duda de cariz religioso, ni una vacilación ante un allanamiento de la residencia parroquial, porque en ambos casos es evidente que cree tener a Dios nuestro Señor de su lado. Probablemente duda respecto a si es sensato o no llevarse a Tilte en el coche, porque ¿acaso se puede confiar en que el virus de nuestra familia no sea contagioso?
La secretaria Vera se mueve despierta y ágil como si fuera la asistente de un mariscal de campo en territorio enemigo. Y Minni Thorlacius-Drøbert se mueve con una mirada de adoración puesta en su marido.
Ahora el catedrático hace un gesto con la mano en dirección a los gorros de baño y se dirige a la prelada superior:
—He aprovechado la ocasión para llevar a cabo un experimento. Estamos muy cerca de localizar el gen de la adicción. Causa un pequeño defecto en el cerebro.
Decir que la religiosa muestra un profundo interés sería una exageración. De momento, da a entender que ya tiene suficiente con las lesiones cerebrales en Finø como para que, encima, la incordien con éstas.
Sin embargo, hace dos años que conocemos a Thorlacius-Drøbert y sus grandes dotes de orador y científico, siempre al acecho de nueva información. Así que se vuelve hacia el conde.
—¿Qué me dice de las posibilidades de curación del chico? —dice, y me señala con el dedo—. ¿No deberíamos aprovechar para escanearle el cerebro?
La situación del conde Rickardt es complicada. Inaprensible. Mira por encima del hombro del catedrático y hace un gesto con la mano hacia alguien.
—Son los pequeños gnomos azules —explica—. Viven debajo de la terraza. Voy a decirles que se acerquen.
De pronto se produce una ocasión inesperada para recordar el lema según el cual aunque no haya ninguna puerta no hay que rendirse, sino seguir golpeándola. Pues ahora resulta que, a pesar de que Anaflabia Borderrud difícilmente podrá convertirse en actriz, todavía tiene posibilidades de entrar en el mundo del espectáculo. Porque ante la expectativa de que pueda haber pequeños gnomos azules bajo sus pies realiza un salto sorprendentemente alto y con mucho vuelo.
Thorkild Thorlacius se ha quedado parado. Observa al conde con mirada penetrante, y se nota que sus desmesuradas esperanzas respecto a encontrar el gen de la adicción y lesiones en el cerebro se han visto superadas.
En esta situación de repentino caos, poco antes de la línea de gol, es cuando Tilte remata a bocajarro:
—Tengo que llevarme mi equipaje. Pesa un poquito de más. ¿Me ayuda usted a llevarlo, señor catedrático?
En otras circunstancias, lo del equipaje pesado sin duda habría despertado las sospechas en Thorkild Thorlacius y la prelada. Sin embargo, los dos están demasiado distraídos. Todo lo que él ha logrado entender es que una chica joven le ha preguntado si es capaz de transportar algo pesado. Se endereza.
—Soy socio del Club Académico de Boxeo —dice.
Parece dispuesto a quitarse la chaqueta, arremangarse la camisa y enseñarle a Tilte sus bíceps. La mano de mi hermana lo detiene.
—Es muy cortés por su parte, señor catedrático. ¿Sería tan amable de reunirse conmigo en mi habitación dentro de diez minutos?
Cuando Tilte cierra la puerta detrás de nosotros, cruzo los brazos. No soy la clase de persona que deja que se ponga el sol sobre su ira, y en la última media hora Tilte se ha dedicado a empañar mi intachable reputación pública y se dispone a abandonarme.
Sin embargo, no me da tiempo a replicar porque se lleva el índice a los labios.
—Lars y Katinka —susurra—, ¿te has dado cuenta? Hay amorcillos en el aire.
Si no sabes qué son amorcillos, te diré que se trata de unos angelitos gorditos que salen en las postales antiguas, y ahora Tilte sostiene dos de estas postales en la mano.
Hay mucha gente en Finø que opina que Tilte ha perdido el interés por el amor terrenal desde que la abandonara Jakob Aquinas Bordurio Madsen, que de pronto sintió la llamada del Señor y se fue a Copenhague a estudiar para sacerdote católico y vivir el resto de su vida entre oraciones y en celibato. Pero los que conocemos a Tilte personalmente sabemos que ella, a pesar de las adversidades y los desengaños, sigue siendo una romántica, amante de las películas en que los protagonistas al final acaban juntos y salen navegando directamente hacia la puesta de sol en una góndola rosa, acompañados de una música tan pegajosa como el pegamento instantáneo. A veces pienso que a Tilte no le gusta el «y vivieron felices hasta el último día» porque es demasiado corto, que a ella le parece que el amor que sólo dura cincuenta o sesenta años, hasta el último día, es ridículo, porque lo que buscamos es la eternidad. Y de la misma manera que le gusta ayudar a recuperarse a la gente que ha sido abandonada, también le encanta burlarse de los enamoramientos antes de que los enamorados se hayan percatado de estarlo, para luego azuzarlos para que se animen, y es con ese fin que siempre lleva encima una pila de las postales que ahora agita en el aire.
Ante mis ojos incrédulos dibuja un corazón en cada postal.
—Le daré ésta a Lars —dice—. Y le diré que Katinka quiere reunirse con él bajo la gran acacia del jardín trasero. Nos das dos minutos a mí y a él y luego le das ésta a Katinka. Y le dices lo mismo. Con toda la credibilidad varonil que te caracteriza.
—Disponemos de siete minutos antes de que aparezca el catedrático.
—Hay personas que han cambiado el curso de sus vidas en siete minutos.
De haber dispuesto de más tiempo, y si hubiera estado menos conmocionado, le habría pedido referencias concretas de quienes han sido capaces de semejante cambio en siete minutos, pero ahora Tilte me agarra del brazo y me arrastra hasta la ventana abierta.
—Hay algo más —dice.
Las ventanas de las habitaciones a ambos lados de la nuestra están abiertas al delicioso tiempo que hace fuera. De las habitaciones nos llega un suave teclear. Tilte me aparta de la ventana y la cierra.
—Están escribiendo en sus ordenadores —digo—. Un informe. Sobre nosotros.
Ella asiente con la cabeza.
—Petrus —dice—. Si consiguiéramos sacarlos de sus habitaciones con tal rapidez que no les diera tiempo a apagar los ordenadores, ¿no crees que le daríamos el empujón que se merece a un amor entre policías? ¿Y que podríamos aprovechar para echarle un vistazo a los archivos sobre nosotros y nuestros padres?
Me coloco detrás de la puerta mientras Tilte llama a Lars y le entrega la postal. La verdad, hasta este momento tenía mis dudas respecto a la teoría del enamoramiento entre esos dos polis. Sin embargo, tales dudas se ven ahora absolutamente desacreditadas. Porque en el instante en que Tilte vuelve a mi lado, oímos a Lars en su baño, y aunque se pierden los detalles más sutiles, es evidente que lo que está haciendo es algo parecido a ondularse el pelo con un secador, lavarse los dientes y pasarse colonia por los sobacos, todo ello en menos de treinta segundos, y luego sale corriendo por el pasillo como si tuviera que presentarse a las pruebas de acceso en la Academia de Policía.
Así que, postal en mano, llamo a la puerta de la habitación que ocupa Katinka.
Sé por Leonora Ganefryd, que es amiga íntima de la familia, miembro de la comunidad budista de Finø y directora de una empresa que proporciona coaching sexo-cultural, que hay muchos hombres que se conmueven profundamente al ver a una mujer en uniforme. Y aquí, en privado y de tú a tú, reconoceré que yo mismo soy uno de ellos.
Una vez se lo comenté a Conny y le pregunté si a ella le pasaba lo mismo, pero con chicos, claro, y ella frunció los labios pensativa y dijo que para averiguarlo tendría que ponerme el uniforme que su hermana mayor lleva en el desempeño de su puesto de botones en la recepción de la fábrica de cerveza de Finø. Nunca llegamos a una conclusión definitiva, pues cuando finalmente me hube puesto el uniforme, que consistía en una chaqueta roja, una faldita roja de botones y zapatos de tacón, y hube encendido todas las luces del salón para que Conny pudiera hacerse una idea clara, sus padres entraron por la puerta, y aunque me esforcé en explicarles la situación, mucho me temo que les quedó una pequeña duda que no conseguí borrar por completo antes de que Conny desapareciera.
Así que cuando Katinka abre la puerta y la veo vestida de paisano, siento una ligera decepción.
No obstante, unos tejanos y un jersey no bastan para que Katinka tenga pinta de mujer o ama de casa normal y corriente. Sigue ofreciendo el aspecto de alguien capaz de conducir una carretilla elevadora o ponerse al frente de una brigada de albañiles sin apenas preaviso. Sin embargo, cuando le entrego los amorcillos y le digo que Lars la espera bajo la acacia, adopta una expresión que me hace temer que va a desmayarse, y probablemente sólo se mantiene erguida gracias al entrenamiento especial recibido en el cuerpo antiterrorista. Luego sus mejillas se tiñen de un sonrojo que por un instante vaticina una embolia inminente. Pero sale corriendo a galope tendido pasillo abajo.
Ni siquiera cierra la puerta detrás de sí. Está abierta, así que Tilte y yo tenemos una vista perfecta del ordenador, que sigue encendido.
Y no sólo encendido, sino también abierto el documento que nos interesa y que es un resumen de las andanzas de Tilte, Basker y yo hasta ahora.
En la pantalla pone: «Contacto establecido con la prelada superior Anaflabia Borderrud y el catedrático Thorkild Thorlacius-Drøbert, que han sido informados por la Policía Nacional a través del Ministerio de Asuntos Religiosos de que el paradero de KF y CF sigue desconociéndose, aunque no se les ha proporcionado ulteriores informaciones.»
Las siglas KF y CF deben de corresponder a Konstantin Finø y Clara Finø, nuestro padre y nuestra madre. El texto en la pantalla confirma lo que ya habíamos conjeturado, a saber, que la policía y Bodil la Hipopótamo saben algo que todavía es tan confidencial que ni siquiera quieren contárselo a amigos tan viejos e íntimos como Thorkild Thorlacius y Anaflabia Borderrud.
Además de eso, nos fijamos en dos cosas.
El documento lleva el asombroso título de Los planeadores. Algo que así, a bote pronto, no conseguimos asociar con nuestra familia.
Luego está la firma. Resulta interesante. Katinka ha escrito su nombre. Y luego ha añadido «Servicio de Inteligencia Policial».
Naturalmente, reconforta saber que las autoridades hayan destinado sus mejores elementos para que se ocupen de nuestro bienestar y confort. Pero al tiempo no podemos evitar que nos resulte algo inquietante. Porque es imposible que forme parte de las tareas habituales del Servicio de Inteligencia Policial vigilar a unos niños normales y perfectamente funcionales como Tilte y yo.
Se oyen pasos en la escalera, unos pasos furtivos y vacilantes. Abrimos la puerta. Rickardt Tre Løver nos pasa unas tijeras de cocina.
En el momento que cortamos las cintas azules oímos nuevos pasos en la escalera, y esta vez no son furtivos, sino atléticos, elásticos, probablemente debido al entrenamiento con la cuerda de saltar en el Club Académico de Boxeo. Sin embargo, antes de que Thorkild Thorlacius tenga tiempo a llegar a nuestra puerta, ya hemos vuelto a la habitación de Tilte.
Ella cierra silenciosamente la puerta a nuestras espaldas. Luego agarra el cesto de mimbre en que se guarda la ropa de cama en las habitaciones de Store Bjerg, lo vacía y mete los edredones y almohadas bajo la cama. Después me indica que me meta en el cesto.
No me gusta. Quiero morir de pie, no quiero que me descubran ni perecer en una fiambrera.
—Petrus —susurra—, tenemos que salir de aquí los tres, y la única manera es que me lleven con ellos porque creen que estoy aquí de visita, y a ti, porque no saben que estás en el cesto.
Llaman a la puerta y Tilte me mira con ojos suplicantes.
Los profundos estudios que mi hermana y yo hemos realizado de la literatura espiritual en internet y en la biblioteca del pueblo demuestran que todas las grandes personalidades han recomendado en algún momento aparcar el orgullo guerrero y mostrarse dispuesto a cooperar. Así que me meto en el cesto y me acurruco. Tilte le pone la tapa, la puerta se abre y el catedrático Thorkild Thorlacius dice:
—Muy bien. ¿Sólo es eso?
Entonces me levanta del suelo y me carga sobre su espalda.
El cesto amortigua los sonidos. Sin embargo, por los jadeos del catedrático me doy cuenta de que, al fin y al cabo, en el Club Académico de Boxeo le dan más al coñac y los puros que a la comba y el saco de boxeo. Y luego oigo que, desgraciadamente, hemos llegado hasta donde se encuentra la prelada superior, porque su voz está casi a mi lado. De haber habido más espacio en el cesto, se me habrían puesto los pelos de punta.
—Mejor retiramos la tapa para ver qué nos llevamos de aquí —dice—. De un lugar como éste.
Entonces oigo la voz de Tilte. Serena pero amenazante.
—Le aconsejo que no lo haga, señora Borderrud. Es un varano de Finø.
Para que puedas entender lo que sigue tendré que hacer una breve digresión sobre la fauna de Finø.
Antes de que Tilte y yo le ofreciéramos nuestra ayuda a Dorada Rasmussen, que es la presidenta de la Asociación de Turismo, en la elaboración del folleto que la asociación publica cada año, Finø tenía una extensa fauna, aunque sin llegar a ser el Mato Grosso.
Empezamos por aportar las fotografías que se tomaron la vez que un cetáceo confundido pasó por Finø y más tarde encalló en el fiordo de Randers. Luego encontramos las fotos que tomó Hans siete años atrás, durante un duro invierno en que los hombres de la Estación de Socorro y la Dirección General de Protección de la Naturaleza tuvieron que salir a cazar un oso polar que andaba a la deriva sobre un témpano de hielo procedente de Svalbard. Llegados a este punto, Dorada ya había comprendido nuestro enfoque del tema y aportó el vídeo que había rodado cuando su papagayo amazónico escapó de su jaula y se posó en el haya roja de la Oficina de Turismo con la bandera danesa al fondo. Cortamos la siguiente secuencia en que el papagayo es derribado y posteriormente fileteado por un azor y sacamos fotogramas en color del rodaje. Después compusimos un folleto en que no se decía directamente que Finø fuera la Nueva Zelanda de Escandinavia, con clima polar y paraíso tropical en una misma isla, aunque las fotografías hablaban por sí solas. En medio de todo aquello, Tilte había pedido prestado un traje regional del museo local y lo había cortado de manera que Hans pudiera embutirse en él. Así que le hicimos una foto con el pelo ondeando al viento y vestido con calzones, calcetines largos y zapatos con hebilla de plata, y en el pie de foto escribimos: «Un habitante de Finø de camino a la iglesia vestido con el típico traje regional que todavía se utiliza.»
Concluimos con una foto de mi pitón, Belladonna, tomada en el zoológico tropical Randers Regnskov, porque nos vimos obligados a donársela cuando medía dos metros y medio, pues por entonces ya no se contentaba con conejos, sino que exigía cerdos vivos para su almuerzo y mamá no los quería tener en casa.
El folleto tuvo un gran éxito. Invirtió la tendencia descendente del turismo y desde entonces la gente acude en masa a la isla.
Los efectos secundarios fueron que Tilte y yo nos vimos obligados a propinar algunos correctivos en la escuela de Finø porque algunos miopes de miras consideraron que Hans parecía el tonto del pueblo en la foto. Por lo demás, el folleto sembró ciertas dudas entre la opinión pública danesa acerca de la flora y la fauna de Finø.
Y es esta incertidumbre lo que ahora Tilte ha convertido en ventaja al decir que en el cesto guarda un varano de Finø.
A continuación, la prelada superior retira la mano bruscamente y da otro de esos saltitos que podrían asegurarle una plaza en el ballet de rhus, si alguna vez llega a hartarse de sus funciones religiosas.
—Mi hermano pequeño lo trajo aquí —explica Tilte—. Pero Rickardt piensa que es demasiado arriesgado dejarlo suelto.
Oigo que el conde vuelve a hacer gárgaras con el colutorio. Entonces levantan el cesto, esta vez con mayor cuidado, lo transportan escaleras abajo y por largos pasillos y finalmente lo dejan en lo que debe de ser el maletero del Mercedes de Thorlacius-Drøbert. Acto seguido ocupan sus puestos, espero que todos, es decir, el catedrático, su esposa, la prelada superior, su secretaria Vera, Tilte y Basker. El coche se pone en marcha, avanza, intercambian unas palabras con el guardia de la entrada. Y por primera vez después de los días más sombríos de nuestra vida, Tilte, Basker y yo nos dirigimos hacia la libertad. Una libertad, y quiero poner especial énfasis en ello, que es, por supuesto, muy reducida y estrecha, pues se limita al recinto del edificio, comparada con la gran libertad que nos estamos jugando realmente.
La residencia parroquial se halla justo enfrente de la iglesia, o sea que la distancia que la separa de Store Bjerg es apenas de un kilómetro, un viaje en coche de caballos de diez minutos, de veinte minutos a pie y de dos minutos en Mercedes. Aun así, estos minutos están colmados de lo que yo, sin exagerar, denominaría acontecimientos dramáticos.