EL MAR DE LAS OPORTUNIDADES

Cuando has plantado cuatro kilómetros de alameda de tilos hasta el lugar donde vives y la has ensanchado para que sea una vez y media más amplia que la carretera principal, agudizas las expectativas de los visitantes. No hay muchos edificios capaces de colmar estas expectativas, pero Finøholm sí, y esta noche colma las expectativas por partida doble.

Finøholm está en la costa, por lo que al edificio principal se llega desde arriba. Al doblar la última curva enfilas la alameda entre dos enormes glorietas circulares de cristal con nenúfares, árboles tropicales y cabida para ochenta cazadores, adornadas en la parte superior con tres focas doradas que se balancean encima de tres jabalís dorados en lo que semeja un espectáculo circense, pero que en realidad es un detalle sacado del escudo de armas que Kalle Kloak se hizo confeccionar cuando compró Finøholm.

Kalle Kloak estudió con nuestro padre en la escuela del pueblo antes de marcharse a Frederikshavn, donde se hizo contratista de obras y ganó mil millones de coronas excavando y renovando la mayoría de las cloacas de Jutlandia Central, hasta que fue elegido para el Parlamento. Mi padre nos contó que ya en la escuela Kalle soñaba con convertirse en hacendado, e intentaba hacer participar a los demás en juegos en los que todos debían ser criados y labradores mientras él hacía el papel de hacendado o representante del rey en la hacienda a quien había que transportar en silla de manos. Así que cuando volvió de Frederikshavn, compró Finøholm al conde de Finø, que era viejo y tan pobre que sólo se podía permitir calentar una estancia, que era el comedor popular. Luego Kalle Kloak se cambió el nombre por Charles de Finø, y reformó la casa solariega, para lo cual contrató doce trabajadores forestales, dos cazadores, dos cocineros, veinte jornaleros, dos capataces, criadas, asistentas y un hombre especializado en el devenir de las grandes haciendas del continente, y mandó coser uniformes para los empleados, de manera que cuando Kalle Kloak celebra una caza, en la posterior cena puedan pasearse como los lacayos de la guardia del Tívoli. Kalle también compró La Dama Blanca de Finø, que por entonces tenía un nombre árabe que significaba «Voluntad de Alá», pero tuvo que rebautizarla.

La casa solariega consta de tres plantas, una torre y una amplia escalinata que conduce a la entrada noble. Detrás del edificio principal está la bajada al muelle, donde se encuentra atracada La Dama Blanca, que con motivo del día aparece adornada con banderas. Todo está iluminado y el personal de Kalle Kloak viste sus uniformes; de lejos parecen sacados de la puesta en escena que hizo el teatro amateur de Finø de la obra Jeppe de la montaña.

Tilte ha hablado mucho durante este viaje, así que será mi misión expresar lo que pensamos ante Svend-Helge, Sindbad al Blablab, Gitte y los demás.

—¿Por qué apoya Karl Kloak un simposio de religiones en Copenhague?

La pregunta es evidente porque Kalle Kloak ha demostrado en muchas ocasiones y públicamente que en materia de tacañería sólo va un paso por detrás del Tío Gilito; por ejemplo, no donó ni una mísera corona cuando estuvimos buscando patrocinadores para el Club de Fútbol Finø, y cuando Tilte y yo intentamos venderle una participación para la lotería anual y autorizada del club abriéndonos paso entre su personal para llegar hasta él, nos dijo que, sintiéndolo mucho, no disponía de dinero en efectivo, pero aquí tenéis dos deliciosas peras mantecosas del jardín, valen su peso en oro y adiós, adiós a los dos, y que lleguéis sanos y salvos a casa.

Sin embargo, nadie responde a mi pregunta, lo que puede resultar sorprendente, si pensamos en la cantidad de sabiduría y también en el vasto conocimiento del lugar y sus habitantes que ha confluido en el coche fúnebre de Bermuda. Así pues, será Tilte quien finalmente conteste.

—Quiere ser ministro —dice—. Pretende empezar por el Ministerio de Asuntos Religiosos. Y dar el salto a partir de ahí.

Nos hemos detenido en el aparcamiento, cubierto de gravilla y tan grande como medio campo de fútbol. Entonces el lama Svend-Helge se aclara la garganta.

—Naturalmente, estoy obligado a guardar el secreto profesional —dice—. Como abogado.

Tilte y yo asentimos serios con la cabeza, todos conocemos la importancia que tiene la discreción profesional.

—Hace tres semanas estuve cenando en vuestra casa. Fue la última vez que vi a vuestros padres. Me habían pedido que llevara la compilación de leyes de Karnov.

Recordamos perfectamente aquella cena. Mi padre había preparado un rodaballo asado. Los rodaballos que se pescan alrededor de Finø son muy difíciles de asar enteros porque tienen el grosor de un ladrillo y el diámetro de una tapa de alcantarilla, por lo que el talento de mi padre para asarlos enteros es legendario. Y aquella noche volvió a conseguirlo, y él y el lama Svend-Helge lo celebraron como de costumbre, bajándose una caja entera de la cerveza especial de la fábrica de cerveza de Finø, y acabaron la noche poniendo orden en ciertos sofismas teológicos, entre ellos si existe un dios creador y qué es lo que se reencarna si nosotros, como sostienen los budistas, no tenemos un alma individual, y por qué se han acabado las cervezas, y ¿no podríamos enviar a los niños a la gasolinera a por más?

También recordamos la recopilación de leyes, amarillenta y tan pesada como una pila bautismal.

—Debió de ser ya muy avanzada la noche. Tengo que ir al baño, pero me equivoco de puerta (es un efecto de las meditaciones más profundas, y yo las había practicado durante toda la cena). Al principio no consigo orientarme, aunque al punto reconozco el estudio de vuestro padre. Sobre su escritorio está esa pequeña fotocopiadora. Y está encendida. Y al lado hay un tomo de la recopilación de leyes, con un marcador de página. Así pues, lo abro por allí y echo un vistazo, es una costumbre de mi trabajo, y me sorprendo al ver que se trata de una sección poco utilizada que tiene que ver con oscuros reglamentos de la policía. Luego miro el montón de fotocopias. Y descubro que lo que han fotocopiado es la Ley de Objetos Perdidos. Y no sólo han copiado el artículo quince y la circular setenta y seis, sino toda la ley y todos los ejemplos de jurisprudencia. Más de cincuenta páginas. Así que vuelvo a la cocina. Y quiero preguntarles por qué demonios están interesados en esta ley. Pero me lío. Con mi bufete, el pescado, la salsa beurre blanc, las patatitas nuevas. Así que nunca llego a preguntárselo. Pero ahora que han desaparecido se me ocurre que a lo mejor han perdido algo.

A lo largo de las últimas veinticuatro horas, Tilte y yo hemos recibido diversos retazos de información incomprensible acerca de nuestros padres. Éste es uno más.

—Si es así —dice mi hermana—, no puede ser muy valioso. Lo único de valor que poseen mis padres somos nosotros.

La puerta principal de Finøholm conduce a un vestíbulo lo bastante grande como para que cuatro familias numerosas se instalen cómodamente, con suficiente espacio sobre las baldosas de mármol para vivir allí varios años sin necesidad de molestarse entre ellas. En la puerta, un hombre vestido con librea azul y una peluca empolvada recibe a los invitados y les brinda una cálida bienvenida, al tiempo que vigila que no se cuele ninguna moscón.

Tilte coge a Sindbad al Blablab de la mano y yo introduzco la mía en la manaza de Gitte. Pasamos el control y accedemos al vestíbulo.

Para la ocasión se ha instalado un guardarropa donde los criados de peluca cogen nuestros abrigos mientras parecen llorar silenciosamente por no haber leído la letra pequeña cuando firmaron el contrato de trabajador forestal.

Desde el vestíbulo se llega a la primera planta por una escalera lo bastante ancha para un musical americano, que conduce al salón de los caballeros, donde no hay armaduras sino estatuas de mármol de mujeres y hombres desnudos a las que Leonora Ganefryd lanza una mirada pensativa. Delante de las estatuas han dispuesto un bufé del que se desprende que los tiempos en que se ofrecía a los invitados tres panes y cinco peces, o a la inversa, han quedado atrás. Se parece a una escena de una orgía romana, y un cartel avisa que toda la carne ha cumplido los requisitos de la halal. Kalle Kloak preside el bufé.

Si nunca lo has visto, puedes llegar a hacerte muchas ideas acerca del aspecto de un hombre que voluntariamente ha adoptado el nombre de Charles de Finø, pero en cualquier caso te equivocarías: tiene pinta de lo que es, es decir, un hombre que dirige una gran empresa. Lo único extraordinario es su avidez, se le nota en los ojos, la he visto antes, porque me recuerda a algo, aunque ahora mismo no logro situarla, pero debe de ser la que le llevó a cambiar de nombre y comprar una hacienda y encargar un escudo de armas. Tal vez sea por eso que mira penetrantemente a su interlocutor, como si creyera que éste tiene que saber de qué va todo realmente. Porque su interlocutor es, nada más ni nada menos, que el conde Rickardt Tre Løver, ataviado con un esmoquin de lamé plateado, un fajín de seda rosa alrededor de la cintura y unos zapatos de charol puntiagudos tan largos y brillantes que le hacen sombra al esmoquin y al fajín.

Alrededor de ambos nobles ondea un mar compuesto por la clase alta de Finø, es decir, entre otros, por los médicos, los dos jefes de correos, los abogados, los gerentes de los supermercados, los directores de los astilleros, la fábrica de ladrillos y tejas y la fábrica de pescados, el redactor jefe del periódico de Finø, además de las delegaciones que esta misma noche zarparán hacia el Gran Sínodo.

Es un mar muy colorido por obra de los vestidos de gala y los esmóquines y los fracs y las libreas, aparte de Gitte Grisanthemum y su comunidad en blanco hindú y Sindbad al Blablab con turbante e Ingeborg Blåballe en burka y los budistas en púrpura y los tres miembros de la congregación judía tocados con sombreros negros aun dentro de la casa, y en medio de esa paleta diviso a Dorada Rasmussen, que, con motivo del día, lleva el traje regional.

Es una visión en la que podrías perderte y nadar si no fuera porque nos hallamos ante el tremendo problema de conseguir un billete para La Dama Blanca.

En este momento presiento que le pasa algo a Tilte. Tal vez sería una exageración decir que recibe una inspiración divina a través de la puerta abierta, pues después de lo ocurrido con nuestros padres y Jakob Aquinas, y después del intento de Rickardt Tre Løver de conseguir el papel principal en La viuda alegre, nos hemos vuelto más cautelosos a la hora de dilucidar de dónde provienen las grandes ideas. Sin embargo, diré que lo que ahora siento fluir a través de Tilte es, como mínimo, una visión.

—Gitte —dice mi hermana—. Ahora tienes que apoyarnos.

Ya no le da tiempo a contestar: Tilte la coge de la otra mano y los tres nos abrimos paso a través de la muchedumbre hasta plantarnos delante del conde Rickardt y Kalle Kloak.

Tilte suelta a Gitte y extiende la mano hacia el anfitrión.

—Tilte —dice Kalle Kloak, alias Charles de Finø.

—Tilte de Ahlefeldt-Laurvig Finø. Y éste es mi hermano, el conde Peter de Ahlefeldt-Laurvig Finø.

Mi cerebro se ha desconectado. El comportamiento de Tilte roza la tentativa de suicidio. Porque estamos ante el conde Rickardt, que es un amigo íntimo, y Kalle Kloak, que si bien es cierto que sólo nos ha visto una vez, de ello apenas hace medio año y entonces no éramos nobles sino vendedores de lotería a beneficio del Club de Fútbol Finø.

Por tanto, cabe esperar que nos descubrirá inmediatamente y nos pondrán de patitas en la calle y habremos desaprovechado la ocasión para salir de Finø hasta que zarpe el ferry el próximo miércoles, cuando ya será demasiado tarde.

Así pues, lo que ocurre a continuación me parece, en primera instancia, un milagro, no uno de los de mamá y papá, sino de los de verdad, los que conocemos a través del Nuevo Testamento y los Vedas y algunos pasajes del Canon Pali del budismo, bastante más pobre en milagros que las demás religiones.

Lo que ocurre es que Kalle Kloak besa la mano de Tilte.

Llegados a este punto, es justo decir que Tilte ha extendido la mano como esperando que se la besaran. Y cuando Tilte extiende algo de esa manera, aunque se trate de una boñiga sobre una pala de pizza, la gente la obedece.

—¿Ahlefeldt-Laurvig? —repite Charles de Finø.

—Ahlefeldt-Laurvig —confirma Tilte.

En los ojos de Kalle Kloak veo muchas cosas: asombro, felicidad, admiración, confusión, pero no reconocimiento. Y empiezo a intuir la genialidad del plan de Tilte. Si uno se dirige a los lugares más profundos de un ser humano, el sentido común sufre un cortocircuito, y uno de los lugares más profundos de Kalle Kloak es el deseo de estar cerca de la nobleza.

Cómo piensa Tilte avanzar a partir de aquí es la pregunta que naturalmente surge ahora, pero se ve pospuesta porque de pronto cobra protagonismo el conde Rickardt Tre Løver. Desde que nos divisó se ha quedado completamente parado, de la manera que la gente se queda parada cuando su sistema nervioso se colapsa. Sin embargo, ahora vuelve a recuperar el habla.

—¡Qué espanto!

Al principio creo que se le caerá la careta, que lo soltará todo y nos delatará y que la batalla se habrá perdido. Pero entonces sigo su mirada. Su exclamación no va dirigida a nosotros. En la puerta del salón ha aparecido Thorlacius-Drøbert. Y justo detrás de él, la prelada superior de la Diócesis de Grenå, Anaflabia Borderrud.

No hay manera de saber cómo unos tipos tan sospechosos como ellos han conseguido que los soltaran tan rápido. Y no hay tiempo para darle muchas vueltas porque el rostro de Kalle Kloak se ilumina aún más si cabe.

—Allí está el catedrático —anuncia—. ¡Y la prelada superior! Participan en el sínodo. Como representantes de la Iglesia nacional y las ciencias naturales.

Tilte y yo actuamos sincronizados. Es lo que tiene ser una familia bien coordinada, como ya he mencionado antes. Ahora se trata de tener visión de juego, y yo la tengo, y he visto que hay una puerta por la que podríamos escabullirnos a tiempo.

A tiempo significa antes de que Thorkild Thorlacius y Anaflabia nos vean. Y no sólo ellos. Porque tras ellos aparecen Lars y Katinka, y aunque van cogidos de la mano y el brillo de sus ojos evidencia que han dado un paso muy importante en la consolidación de su amor desde que Tilte y yo, un par de horas atrás, los ayudáramos a reunirse bajo la acacia, eso no significa que su capacidad de vigilancia haya menguado, pues sus miradas de halcón escanean la sala y apuesto diez a uno a que nos están buscando.

Es una situación que podría haber tenido un desenlace fatal. Pero entonces el lama Svend-Helge y Sindbad al Blablab dan muestras de una extraordinaria compasión y sentido de la ubicuidad porque, con un movimiento discreto, bloquean la entrada y con ello la visión sobre la sala de Katinka, Lars, Thorkild Thorlacius y Anaflabia.

Tilte y yo nos agachamos, buceamos con determinación bajo el mar de personas y finalmente escapamos por la puerta.

La fría habitación a la que accedemos está en penumbra, el aire es denso y huele a comida. Atisbamos los contornos de mesas con platos para reponer el bufé, cajas de cerveza y refrescos, estantes con botellas de vino. Sobre una mesa hay pilas de servilletas. Y sobre otra, un rollo de tela que levanto y despliego. No es tela normal, sino la tela con que están hechas las cortinas de Finøholm, pues veo que dos de ellas cuelgan en sendas ventanas de la estancia. El tejido está entre lona y telón de teatro.

Son cortinas acabadas con drizas de bandera doradas y borlas con flecos dorados tan grandes como brochas de pintor. Pero, por lo visto, el encargado de las cortinas ha interrumpido repentinamente su trabajo y ha dejado un rollo de tela allí. Tal vez el encargado era Herman Molester Lander, de Cortinas y Pliegues Finø, nuestro vecino y padre de Kaj Molester, lo que explicaría que lo haya dejado todo tal cual a última hora de la tarde para regresar corriendo a su casa, de pronto angustiado por saber si aún seguía en pie.

Soy consciente de que hay que actuar rápido, y que tengo que ser yo quien lo haga porque Tilte sigue absorta en su inspiración.

Me atrevo a afirmar que Cenicienta no recibió mejor trato durante los preparativos de su reunión con el príncipe con quien vivió feliz hasta el último día, etcétera, etcétera, que el que yo dispenso ahora a Tilte. Le confecciono un turbante y una especie de toga romana; afortunadamente, el maestro cortinero Lander estaba tan nervioso que ha dejado las tijeras de sastre y los imperdibles. Luego me hago un turbante para mí y una especie de vestido largo, y al final fabrico un velo para Tilte con la tela del visillo, el que va contra el cristal de la ventana, un tejido entre gasa de hospital y red de pesca.

Estamos irreconocibles y apenas he tardado cinco minutos, y en ese instante se abre la puerta. Es el anfitrión, el contratista y miembro del Folketinget y del parlamento danés, el terrateniente Charles de Finø en persona.

Es una situación complicada, pero Tilte sigue surfeando sobre una ola de ocurrencias afortunadas.

—Esperábamos que aparecieras —dice.

Los ojos de Kalle Kloak todavía no se han acostumbrado a la penumbra, pero reconoce la tierna voz de mi hermana.

—¡Señorita Ahlefeldt-Laurvig!

Entonces ve nuestros trajes y detecto cierta confusión en su sistema.

—Representamos a la Sociedad Advaita Vedanta de Anholt —dice Tilte—. Una de las formas más altas de meditación adogmática.

La Advaita Vedanta está ampliamente extendida en Finø y en el continente, sobre todo gracias las enseñanzas de Ramana Maharshi, cuyo retrato cuelga en la pared de muchas habitaciones de adolescentes del país, así que con ello debería estar todo explicado. Kalle Kloak se relaja.

—Queremos hablar contigo de algo importante —dice Tilte—. Extremadamente importante. Es la segunda y definitiva razón por la que hemos venido aquí. Aunque debemos insistir en que quede entre nosotros.

Kalle Kloak asiente con la cabeza. Sus ojos han adoptado una expresión que yo llamaría ausente, señal inequívoca de que está a punto de ser abducido por la atmósfera que irradia Tilte.

—Tanto mi hermano y yo como mis padres —continúa ésta— estamos dedicados en nuestro castillo de Anholt a un fenómeno que todavía muy pocas personas en Dinamarca conocen. Lo llamamos «aristocracia oculta». La idea es que en las grandes estirpes nobles ha habido una larga serie de hijos tenidos fuera del matrimonio que, en realidad, tenían derecho a ostentar el título nobiliario. Sin embargo, las estirpes oficiales han intentado ocultarlo a fin de conservar sus exorbitantes fortunas. Pero a nosotros nos parece que debe salir a la luz. Hemos empezado a localizar a estos niños y sus descendientes. Y hemos descubierto que hay dos cosas que caracterizan a quien es aristócrata sin saberlo: en primer lugar, lo que denominamos «nobleza interior», una sensación de pertenencia a los círculos nobles. Y en segundo lugar, un parecido fisionómico.

No diré que he comprendido toda la argumentación de Tilte, pero estoy seguro de que ha cruzado el último sustento firme y ya no tiene suelo bajo los pies.

Pero pronto se hace evidente que puedo tomármelo con calma. La respiración de Kalle Kloak se ha acelerado y sus ojos han quedado en blanco, podría temerse la inminencia de un colapso, pero el hombre es un viejo obrero de la construcción y posee la fuerza bruta de un caballo que tira de carros cargados con barriles de cerveza.

—Peter y yo nos hemos criado entre cientos de retratos de familia —continúa Tilte—. Y al verte nos recorrió un escalofrío. Porque es muy llamativo lo mucho que tú, Charles, pareces un auténtico Ahlefeldt-Laurvig Finø.

De nuevo nos encontramos ante un ejemplo de que si hablas directamente a lo más profundo de una persona, el raciocinio deja de funcionar. En este momento, Kalle Kloak es como cera entre nuestras manos y el camino para conseguir una plaza en La Dama Blanca parece expedito.

Así que imagínate mi pavor cuando de pronto se oye una voz de las profundidades de la estancia.

—¿Lo dices por sus orejas de soplillo?

Nos volvemos. En el fondo de la habitación está sentada una mujer de pelo rubio como el trigo, recogido sobre la cabeza como una paletada de heno permanentado, y con unos antebrazos tan gruesos como las tiras de buey asado del bufé. A su lado tiene una cerveza fría. Tanto Tilte como yo la reconocemos instantáneamente: la esposa de Kalle Kloak, Bullimilla Madsen, a la que hemos visto pasar muchas veces montada en un carruaje junto con Kalle y que, según se rumorea, es cocinera de formación y se ha negado a adoptar el apellido de Finø. Sin duda es mucho más generosa que su marido, porque después de nuestro vano intento de venderle participaciones a su marido en Finøholm, Hans lo intentó y encontró a Bullimilla en casa, quien le compró todo el abanico.

Así pues, tenemos la sensación de estar ante una persona de gran calidad humana.

Charles de Finø considera que la situación requiere una presentación.

—Tilte y Peter Ahlefeldt-Laurvig —dice—. Vestidos con los trajes de la Orden de la Baranda Superior.

La mujer saborea su cerveza.

—Pues a mí me parecen nuestras cortinas, querido Kalle.

Es un comentario perspicaz, pero no le llega a su marido. Tiene cosas más importantes que atender.

—¿Qué hacemos para avanzar? —urge a Tilte—. ¿Qué hacemos con este probable, de hecho verosímil, parentesco?

—Genealogía. Ése es el camino a seguir. Necesitamos tu árbol genealógico. Y luego tendremos que ir a Copenhague. Al Archivo Nacional y a la Asociación de la Nobleza Danesa. Por desgracia, no hay ningún barco hasta el próximo miércoles. Así que tendrá que esperar.

—La Dama Blanca zarpa esta noche —dice Kalle—. Os conseguiré un camarote. Y mi árbol genealógico.

Y se pone a hurgar en un cajón. Bullimilla deja correr pensativa la última mitad de su cerveza por su garganta y coge otra botella de una caja.

—Es muy probable que seas noble, querido Kalle —dice—. Con esa familia tan exquisita y antigua que tienes. Cuatro generaciones de limpiadores de letrinas en el pueblo de Finø. Y más atrás, el linaje se pierde en el páramo entre pastores de ovejas y prosimios.

Hay amor en la voz de esta mujer, pero también cansancio. De pronto caigo en la cuenta de que tal vez ella también conviva con un cuidador de elefantes.

—Esta noche —dice como para sí— he visto más chalados que en todos los años que dirigí la cantina del Ayuntamiento de Kolding. Y la velada no ha hecho más que empezar.

Tilte opta, como tantas veces, por el camino directo.

—Señora Madsen —dice—, ¿qué dirías si luego resulta que realmente eres condesa?

—Pagaría por librarme de ello. Porque tendría miedo que eso supusiera más banquetes de idiotas como el de esta noche.

Kalle Kloak nos entrega un disquete y un libro encuadernado en piel dorada; sin duda se trata de su árbol genealógico y demás. El tiempo apremia, ya nos estamos yendo.

—¿Hay alguna posibilidad de que las cortinas vuelvan de la Ba-no-sé-qué? —pregunta Bullimilla.

—Por supuesto —dice Tilte—. Y para entonces estarán bendecidas y rociadas de agua bendita por las más altas autoridades religiosas.

Kalle Kloak sostiene la puerta y nos sumergimos entre la muchedumbre. Lo último que oímos es la voz de su mujer.

—Locos de atar, querido Kalle. Como todos tus amigos. Y en este caso, para peor, no son más que adolescentes.

Volvemos a movernos entre la muchedumbre, pero esta vez el camino está despejado porque vamos ocultos tras las espaldas de Kalle Kloak. Vislumbramos a Thorkild Thorlacius, Anaflabia, Lars y Katinka, pero ellos no nos ven, y la única sorpresa realmente desagradable es que diviso a Alexander Finkeblod, algo previsible, ya que es el enviado del ministerio y, por tanto, pertenece a la élite intelectual de Finø. Entonces llegamos a la puerta en el extremo opuesto de la sala y ya nos hallamos, como quien dice, en la línea de meta cuando se produce una breve parada.

La efectúa Tilte, que se ha detenido frente a una persona de piel demasiado cetrina para llegar a ser blanca, pero que se ha vuelto tremendamente cadavérica. En la mano izquierda sostiene un rosario, pero al ver a Tilte sus rezos se detienen.

—Permítanme que les presente —dice Kalle—. El sobrino de mi esposa y mi muy buen amigo Jakob Aquinas Bordurio Madsen, que estudia teología en Copenhague y apunta a sacerdote católico, y que también nos acompañará en el barco a Copenhague. Jakob, éstos son Tilte y Peter Ahlefeldt-Laurvig de la Placenta Superior de Anholt.

Tilte levanta lentamente el velo. Naturalmente, Jakob la ha reconocido a pesar del disfraz (no es cierto que el amor ciega, el amor verdadero te devuelve la vista). Pero ahora ella puede mirarlo directamente a los ojos.

Él hace un gesto con el que se refiere a nuestra vestimenta.

—Si esto te sorprende, Jakob —dice mi hermana—, te diré que he tenido una revelación.

Y sin más cruzamos la puerta, que se cierra a nuestras espaldas.

Hemos salido a un porche alto, bajo el cual hay un jardín de rosas. Al final del jardín aguardan tres carrozas que logran que nuestra carroza de Blågårds Plads parezca un transporte de remolachas, cada una de ellas tirada por seis caballos de la raza de sangre caliente de Finø, que hace que los briosos corceles de Blågårds Plads parezcan candidatos a ser sacrificados por el veterinario.

—Los pasajeros del barco irán hasta el muelle en esas carrozas —dice Kalle—. Se les despedirá con una salva de fuegos artificiales. Vosotros sois los primeros.

Hace una reverencia y besa la mano de Tilte, me da un apretón de manos y a Basker una palmadita en la cabeza, como si lo considerara un Ahlefeldt-Laurvig canino. Acto seguido avanzamos con mucha dignidad a través de los rosales.

Cuando nos quedamos solos doy rienda suelta a la indignación que ha pesado en mi corazón durante los últimos cinco minutos.

—Tilte —digo—, las grandes religiones universales recomiendan fervorosamente atenerse a la verdad. ¿Qué quieres que piense de la gruesa mentira que acabas de soltarle a Kalle Kloak?

Mi hermana no está contenta, se la ve incómoda.

—Hay un pasaje del Canon Pali budista en que Buda mata a quinientos piratas sanguinarios. Y lo hace para que no cometan más atrocidades. Siempre que tus intenciones sean buenas, tienes mucha cuerda de la que tirar.

—Tú no eres Buda —replico—. Y Kalle Kloak no es ningún pirata sanguinario. Va a sufrir una tremenda decepción.

Tilte se detiene, preparando una respuesta. No es fácil, se enfrenta a un clásico problema teológico: ¿cuánto puedes retorcerle el brazo a alguien amparándote en que sirve a un fin superior? No llega a ninguna conclusión.

Una figura conocida nos abre la puerta de la carroza.

—Distinguidos señores —dice el conde Rickardt—. Tres minutos para que partamos. ¡Un cuarto de hora para que zarpemos!

Diría que los diez minutos de trayecto en carroza hasta La Dama Blanca de Finø bajo fuegos artificiales japoneses es una experiencia que Tilte, Basker y yo, en circunstancias normales, habríamos disfrutado en grado sumo. Pero topamos con ciertas pequeñas dificultades, y la primera de ellas es precisamente el conde Rickardt Tre Løver.

—¡Cáspita, qué buen aspecto tenéis! —dice—. Al tiempo orientales y nórdicos.

—Tú también —dice Tilte—. A la par distinguidamente retraído y exhibicionista recalcitrante.

El conde sonríe satisfecho.

—Nuestros camarotes son contiguos —dice.

Encajamos la mala noticia apoyándonos contra la carroza.

—¿Tú vienes? —pregunta Tilte, esperanzada en que hayamos oído mal a causa del estruendo de los fuegos artificiales, que acaban de empezar.

—Soy uno de los anfitriones —dice el conde—. El castillo de Filthøj es mi casa paterna. ¡Alegraos! Es un lugar fantástico. Tenemos cultivos biológicos. En las noches de plenilunio está lleno de elementales.

Ni Tilte ni yo tenemos fuerzas para siquiera preguntar qué son «elementales». Ya tenemos suficiente con intentar superar el shock.

No es que no apreciemos al conde Rickardt. Como ya he dicho antes, lo consideramos casi un miembro de la familia. Pero seamos francos: cualquier miembro de la familia, aun los casi miembros, siempre constituirá un peligro para el orden y la seguridad pública.

—Además, es una conferencia sobre experiencias religiosas —añade el conde—. Estaré en mi elemento.

No hay nada que podamos hacer, aparte de alegrarnos de que, por lo visto, no trae consigo el archilaúd.

Los caballos se mueven y subimos a la carroza.

Aquí topamos con una nueva faena del destino.

En una esquina hay sentada una señora mayor con el sombrero calado sobre las gafas y durmiendo con la boca abierta; así pues, no representa ningún peligro. Sin embargo, a su lado está Thorkild Thorlacius, y al lado de éste, su esposa, y al lado de ésta, Anaflabia Borderrud.

Me apresuro a recoger a Basker y lo escondo bajo mi cortina. Tilte y yo estamos irreconocibles. No así Basker, al que no hemos tenido tiempo de drapear.

Tomamos asiento. El conde ayuda a alguien más a subir a la carroza, es la secretaria Vera, luego él también se sienta. El cochero hace restallar el látigo, los caballos tiran, no como lo hubieran hecho de haber estado Hans en el pescante, pero tampoco como si fuera un tiro de caracoles de viña.

El conde está radiante.

—Unas últimas palabras, amigos —dice—, a vosotros, gallardos marinos: ¡adelante, joder!

Detecto una oleada de convulsiones en los rostros de Thorkild Thorlacius y la prelada superior. De sus múltiples contracciones deduzco que, entre los sufrimientos que han soportado durante las últimas doce horas, el encuentro con el conde no ha sido el más insignificante.

He de reconocer que ni Tilte ni yo somos capaces de concentrarnos del todo en los fuegos artificiales, pues corremos el riesgo de que el conde se vaya de la lengua y diga algo que nos delate y que Thorkild Thorlacius o Anaflabia nos reconozcan.

Y ahora me doy cuenta de que el catedrático mira alternativamente mi turbante y el velo de Tilte.

—¿No nos hemos visto antes? —pregunta.

—Venimos de la Sangha vedántica de Anholt —digo—. ¿Puede haber sido allí?

Thorkild Thorlacius sacude la cabeza. Sus ojos se han entornado.

—¿Os acompaña algún adulto? —dice.

Hago un gesto con la cabeza hacia la señora que duerme en la esquina.

—Sólo la abadesa —digo.

Percibo cómo se movilizan fuerzas descomunales en el interior de Thorkild Thorlacius y Anaflabia, toda la perspicacia y capacidad de combinación y el conocimiento psicológico que ha requerido convertirse en prelada superior y en aclamado investigador del cerebro. Es evidente que en breve puede darse que Tilte y yo tengamos que salir por piernas para salvar el pellejo.

En este instante crucial, la cabeza de la anciana se mueve y se apoya contra el hombro de Thorkild Thorlacius.

Yo diría que me pasa con los milagros lo mismo que con quienes se ufanan de jugar muy bien al fútbol: antes me gustaría ver el balón en la red. Pero, por otro lado, tengo que decir que cuando el traqueteo del carruaje hace que la cabeza con sombrero y gafas de la anciana gire y encuentre acomodo en el hombro de Thorkild Thorlacius, es inevitable suponer que la puerta debe de estar abierta y que desde fuera se está haciendo algo realmente valioso por Tilte, por Basker y por mí.

Pero si hay alguien que cree que ahora nos reclinamos tranquilamente para disfrutar de la ayuda de la Providencia, si es que ésta es la palabra correcta, se equivoca. Y aunque tal vez tenemos ganas de reclinarnos, no tenemos ocasión de hacerlo, pues al tiempo que la cabeza de la señora gira, su sombrero se desplaza y se desvela su identidad: es Vibe de Ribe.

Tal vez tipos más ingenuos que Tilte y yo podrían pensar que acaba de quedar despejada cualquier duda acerca de la existencia de los milagros, visto que Vibe ha salido del ataúd, se ha puesto sombrero y gafas y ha tomado asiento en la carroza siete días después del inicio de su proceso de descomposición. Pero Tilte y yo no nos chupamos el dedo. Ambos advertimos que Rickardt se sobresalta, y eso nos indica que él tiene algo que ver con que de pronto Vibe vuelva a estar entre nosotros.

Un hombre con la experiencia científica de Thorkild Thorlacius debería ser capaz de detectar que hay algo cadavérico en la postura de Vibe, pero está tan cautivado por su sospecha que ofusca su vista de lince. Así pues, posa su mano sobre el brazo de Vibe.

—Señora —dice—. Señora, ¿conoce usted a estos jóvenes? —Entonces retira la mano súbitamente—. ¡Joder!

La prelada superior se estremece. Está acostumbrada a que su presencia sirva de pesticida infalible contra los improperios. Pero la reacción del catedrático es comprensible. Vibe ha estado metida en hielo seco. Sin embargo, se recompone rápidamente, y en esto se le nota su resistencia finlandesa y su gran visión profesional.

—Señora —le dice a Vibe—. ¿Me permite? Sólo es una valoración médica desinteresada. Está usted cerca de una hipotermia.

La situación, que por un instante pintaba bien, se agrava y exige una intervención.

—Es por su preparación —digo—. Lo hace como preludio a su estado meditativo. Siempre aprovecha los viajes. La temperatura de su cuerpo desciende y la respiración se reduce al mínimo.

Thorlacius se ha vuelto hacia mí. Entonces Basker da una brusca sacudida bajo mi hábito. Todas las miradas del carruaje se desplazan de Vibe a mi barriga.

—Así ejercito mi abdomen —explico—, moviendo los músculos profundos. Es una técnica de yoga especial.

En este punto se produce uno de esos acontecimientos que, sinceramente, me parecen una ayudita del Señor: el carruaje se detiene. Acto seguido, uno de los campesinos disfrazados con peluca y librea abre la puerta y nos ordena que embarquemos de una vez.

Anaflabia, Vera, Thorlacius y su esposa siguen a la peluca empolvada. Está claro que preferirían seguir hurgando en la sospecha hacia nosotros, pero lo curioso es que muchos adultos, incluso generales innatos como Thorlacius y Anaflabia, pierden cierta capacidad de discernimiento cuando reciben una orden de un hombre uniformado y se limitan a cumplirla. Así pues, se alejan y atrás quedamos Vibe, Basker, el conde, Tilte y yo. Rodeamos a Rickardt, que es consciente de que si no nos ofrece una explicación se enfrenta, como mínimo, a un serio correctivo corporal.

—Lo hice por mi archilaúd —se justifica—. Me lo quitaron. Las fuerzas oscuras me lo quitaron, de pronto había desaparecido. Pero debe venir conmigo. He prometido tocarlo en la conferencia. La música es el camino más directo a las experiencias religiosas. La situación era crítica, pero los gnomos acudieron en mi ayuda. Me mostraron dónde estaba encerrado y me dieron la llave para liberarlo. Pero ¿cómo iba a conseguir subirlo a bordo? Un problema insalvable. Pero entonces los gnomos me sugirieron el ataúd. Así que lo abrí, a duras penas. Uno no es precisamente un sepulturero. Y el laúd cabía perfecto, y el interior está acolchado.

—¿Y entonces metiste a Vera en la carroza?

—Ignoro su nombre, sólo seguí las indicaciones de los gnomos. ¡Dios mío, qué fría está la pobre! Más fría que un mono de caballo. Tuve que ponerme guantes. Y encontrarle un sombrero y unas gafas de sol.

—Rickardt —dice Tilte con tono amenazante—. ¿Y los gnomos también te explicaron cómo subirla a bordo?

El conde sacude la cabeza.

—A veces ése es el problema. Sólo te dan inspiración para que te pongas en marcha.

Decir que Vibe de Ribe era una persona querida sería tratar la verdad con muy escaso rigor. Las circunstancias reales indican que la mayoría daba por hecho que en las noches de plenilunio se convertía en licántropo. Por tanto, no ha dejado un legado capaz de provocarnos el llanto sólo por pensar en abandonar su cadáver en el muelle. Pero, por otra parte, Bermuda Svartbag y todas las grandes religiones universales dicen que es importante tratar a los muertos con respeto y miramiento y, además, tanto Tilte como yo sabemos que cuando se descubra la ausencia de Vibe se realizará un registro, y si hay algo que no se necesita cuando se viaja con identidad falsa es un interrogatorio seguido del registro de tu camarote.

—Rickardt —digo—, ¿cómo la transportaste desde el coche fúnebre hasta la carroza?

El conde abre el maletero de la carroza y saca una silla de ruedas plegable. Tilte y yo nos miramos. Nos ponemos de acuerdo telepáticamente para dar el próximo paso.

Al pie de la escalerilla del barco está el capitán, enfundado en un uniforme blanco y tocado con una gorra con cinta dorada, junto con Kalle Kloak, para desearnos un buen viaje a todos. Al vernos, el rostro de Kalle se ilumina y su boca esboza una sonrisa hasta que su mirada recae en Vibe, sentada en la silla de ruedas.

Por un breve instante, temo que Tilte vaya a presentar a Vibe de Ribe como una Ahlefeldt-Laurvig más, pero por lo visto mi hermana piensa que sería tensar la cuerda en demasía.

—La líder de la Sangha vedántica —dice.

Kalle hace ademán de besar la mano de Vibe, pero yo me encargo de desbaratar el intento interponiéndome.

—Lo siento —le susurro a Kalle—. Voto de castidad y todo eso, ya me entiende. Ningún hombre puede tocar a la abadesa.

Kalle se hace a un lado respetuosamente y ordena colocar una rampa de aluminio. Unos marineros musculosos suben a Vibe a bordo y luego nos guían hasta nuestro camarote. Siento una leve tristeza porque Vibe de Ribe no haya podido experimentar esto en vida; ser manejada por varios jóvenes musculosos a la vez le habría procurado una satisfacción aún mayor que las bolas de helado huecas. De camino pasamos por el restaurante y la cocina del barco. Tilte y yo intercambiamos una mirada significativa, porque donde hay un restaurante y una cocina tiene que haber una cámara frigorífica, algo muy útil cuando estás a cargo de un difunto que ha extraviado su ataúd.

Quien crea que los camarotes de un barco son pequeños armarios con literas fijas y un ojo de buey, sin duda no ha viajado en La Dama Blanca de Finø. Nuestro camarote es tan grande como el salón de casa y parece sacado de Las mil y una noches. La cama con dosel y forma de corazón está tapizada en terciopelo rojo, hay un tresillo y un baño alicatado en mármol donde han dispuesto albornoces y pantuflas persas, y en cualquier otro momento Tilte y yo nos habríamos permitido disfrutar de este magnífico lujo. Sin embargo, en cuanto se marchan los marineros musculosos, empujamos a Vibe hasta el pasillo y volvemos al restaurante vacío, atravesamos la coci— na desierta y al fondo encontramos la cámara frigorífica.

Es una cámara con pretensiones, tan grande como un remolque, y del techo al suelo cuelgan caballos, cerdos, vacas y ovejas que conservan el pelaje y han sido sacrificados conforme las prescripciones de la halal. Aparcamos a Vibe al fondo, donde podrá disfrutar de la travesía en paz hasta que localicemos el ataúd y la devolvamos al mismo, y la cubramos, a ella y la silla de ruedas, con un par de bolsas de plástico blanco. Luego volvemos al camarote, tomamos asiento en las butacas afelpadas y depositamos el paquete que sacamos del cofre de seguridad de papá y mamá sobre la mesita.

Bajo el papel de embalaje se esconde una caja de cartón negra del tipo que papá utiliza para guardar sus sermones. Contiene varias pilas de papeles sujetas con gomas elásticas. Empezamos por una con recortes de prensa.

Giran en torno al Gran Sínodo, y hay varios cientos, y al principio no entendemos dónde los han obtenido, ya que provienen de muy diversos periódicos, y en la residencia parroquial sólo estamos suscritos a la publicación local El Periódico de Finø. Sin embargo, al final resulta que los han sacado de internet, y se remontan a tres años. Los más antiguos hacen referencia a la conferencia como una remota posibilidad, después se tornan cada vez más confiados y el tono se vuelve más sensacionalista, y al final los artículos son muy detallistas y se acompañan de fotos en que aparecen los participantes que han confirmado su asistencia. Los diarios informan que asistirán representantes de todo el mundo, desde el cristianismo, el islam y el judaísmo, pasando por el hinduismo y el budismo, hasta diversas religiones naturalistas y escuelas de magia.

Hay una fotografía grande del Dalai Lama mirando al lector con una amabilidad que yo llamaría penetrante. Sugiere que con una barba blanca y una gorra de gnomo sería un Papá Noel perfecto para la gran fiesta de Navidad que se celebra en la casa de cultura del pueblo de Finø. A su lado está el Papa con una sonrisa que, si bien no supone ninguna amenaza para el Dalai Lama a la hora de escoger al Papá Noel perfecto, sí lo cualificaría para el puesto de animador de niños pequeños durante la fiesta navideña. También hay fotos del metropolitano ortodoxo de Estambul, y de un par más de metropolitanos, y hay que darle la razón a Tilte cuando dice que Bent el Madero podría doblar a cualquiera de ellos en una ceremonia religiosa siempre y cuando mantuviera la boca cerrada y dejara a Mejse en casa. También aparecen varios grandes muftís y, como ya he dicho antes, tengo mis dudas a la hora de determinar qué abarca exactamente este título, aunque nunca había visto un disfraz más rimbombante que el que visten desde que el teatro amateur de Finø pusiera en escena el año pasado El califa de Bagdad. Además, hay fotos de los monjes de Athos, de hechiceros mongoles y monjas carmelitas españolas. Los diarios comentan que se trata de la reunión más importante de las religiones universales jamás convocada, y que es la primera vez en la historia que se intentará hablar sobre las más diversas experiencias religiosas. Un periodista danés se ufana de que la reunión tendrá lugar en Dinamarca, en el norte de Selandia, en el histórico latifundio de Filthøj, y eso es maravilloso, pues demuestra, una vez más, que a pesar de que nos consideremos pequeños somos, sin embargo, los más grandes en tolerancia y en concederle sitio a todo el mundo, y al periodista se le nota que la mayor y más extendida religión sigue siendo, al fin y al cabo, la jactancia.

Una vez llegados a este punto, a Tilte y a mí nos alcanza la conmoción. Porque el siguiente recorte no se centra en la conferencia en sí, sino en otra cosa. En la parte superior hay una fotografía de un gorro negro y puntiagudo que podría muy bien pertenecer a un gran hechicero, y una fotografía de pequeñas y oscuras estatuas que parecen saldos de mercadillo, y a su lado, fotos de diademas ornamentadas con piedras preciosas del tipo que puedes comprar online en la cadena de jugueterías Fætter BR y que Tilte solía llevar hasta que cumplió cinco años. En la última fotografía se ve algo que parece una mezcla entre un huevo de chocolate relleno de licor y guijarros de playa. Pero entonces llegamos al texto:

«El Gran Sínodo ofrecerá una ambiciosa e importante serie de conciertos de música religiosa. Simultáneamente, se inaugurará la mayor exposición de objetos religiosos de valor incalculable jamás vista. La sociedad de refugiados tibetanos, The Karmapa Trust, expondrá reliquias del monasterio Rumtek en la India, entre otras, la corona negra de los Karmapas. Del mundo islámico habrá gobelinos que nunca han sido expuestos fuera de La Meca. Desde Japón llegan las piezas más selectas de la exposición del Museo Nacional de Tokio de quimonos y espadas fabricados por grandes maestros zen, tan valiosos que nunca han estado en venta. Del hinduismo indio, estatuas de oro del Museo Tantra de Lahore. Del Vaticano, reliquias únicas de los santos y de Cristo y una colección de crucifijos guarnecidos con piedras preciosas del Renacimiento y asegurados en mil millones de coronas. Debido a la elevada prima del seguro, la exposición, que a lo largo de los próximos tres años recorrerá doce países, será la exposición itinerante más cara jamás organizada.»

Tilte y yo nos miramos. El barco se balancea bajo nuestros pies.

Obviamente, no desaprovechamos la ocasión para mirar hacia dentro y preguntarnos quién es el que siente una parálisis total.

Pero luego estamos obligados a concederle sitio a la indignación.

No es que no estemos contentos de ver que la gente avanza, sobre todo cuando se trata de nuestros padres. Pero no basta con saber que ha habido un progreso, también hay que observar adónde conduce. Y ahora mismo, ante los recortes de periódico, Tilte y yo compartimos la sensación de que todo parece indicar que nuestros padres están a punto de dar un gran paso en su avance hacia al menos ocho años de prisión.

El siguiente montón de papeles son facturas, y al principio no tiene sentido. Todo ha sido adquirido durante los últimos tres meses en unas veinte empresas diferentes, algunas extranjeras. Hojeamos al azar los papeles y encontramos facturas de electrónica de El-Skov en Grenå, herrajes de Møll y Madammen en el pueblo de Anholt, monos de nailon y algodón impermeabilizados de Rugger y Rammen en Læsø. Hay una factura de dos teléfonos móviles y tarjetas SIM, de algo llamado espinilleras closed cell foam y dos facturas de la fábrica de bombas de Grenå por «bombas de inyección». Hay facturas de cronómetros, de cordajes de neopropeno y una factura inexplicable de algo llamado wawebreaker de 18 pies que ha costado cincuenta mil coronas, a lo que hay que añadir un motor fuera borda de cuarenta caballos y que encima ha costado otras cincuenta mil coronas. Y todo esto, sabiendo que mamá y papá nunca han subido a bordo voluntariamente a nada menos estable que el ferry de Finø. Luego hay varias facturas en idiomas que no entendemos y, finalmente, un papael al que prestamos especial atención: un recibo que confirma el pago por cinco bidones de doscientos litros de jabón de glicerina en Samsø Sanitet A/S.

Nos miramos.

—Es equipamiento —digo—. Para cometer un robo.

Abrimos el último paquete. Sólo contiene una memoria USB.

—Tenemos que hacerle una visita a Leonora —dice Tilte—. Y apelar a la compasión budista.

Nos permitimos el lujo de entrar en su camarote sin llamar a la puerta. Leonora está hablando por teléfono. Nos lanza un beso.

—Escúchame bien, tesoro —le dice a la mujer en el auricular—, me dirijo a alta mar, no hay cobertura, dentro de un momento se interrumpirá la conexión. Lo que tienes que hacer es tensar el nudo horca, darle cinco azotes con la caña de pescar, mirarle a los ojos y luego decirle: «Siente el amor, cariño.»

La desesperada ama de casa al otro lado de la línea protesta.

—Claro que es posible —dice Leonora con paciencia—. Pero el amor sin filtros es demasiado invasivo. Es por eso que tenemos que empezar por las empulgueras y el consolador y el garrote. Son una especie de gafas de sol, porque en caso contrario la luz es demasiado fuerte. Así que tendrás que acostumbrarlo poco a poco. Cuando lleguemos a otoño sustituyes los azotes por un amoroso chupetón. Antes de que concluya el año podrás rebajarlo a grilletes y fusta.

La conexión se interrumpe. Leonora murmura un mantra para mitigar el disgusto. Tilte deja la memoria USB sobre la mesa.

Nos reunimos alrededor de la pantalla, pues Leonora se ha traído su PC y La Dama Blanca dispone de una conexión de alta velocidad. La máquina se pone en marcha. Leonora echa un vistazo a la imagen que aparece en pantalla, y esta vez no basta con un mantra, suelta votos y reniegos.

—Tiene una contraseña. No hay nada que hacer.

—Pues rómpela —dice Tilte.

—Tardaría tres días. Llegaremos a puerto dentro de nueve horas.

Tilte sacude la cabeza.

—Si exceptuamos lo del reconocimiento de voz, papá y mamá son ineptos en cuestiones de informática. Apenas son capaces de meterse en la página web de la escuela para ver cuándo se celebra la próxima reunión de padres. La contraseña debe de ser de niños.

—Incluso las contraseñas estándar pueden ser un laberinto —objeta Leonora.

Tilte, Basker y yo no decimos nada. Pero en nuestro silencio se esconde cierta presión.

En muchas ocasiones, cuando los platos vegetarianos se le hacen muy cuesta arriba, Leonora se toma una breve pausa de su retiro espiritual y se acerca a la residencia parroquial a hurtadillas para que papá le sirva su filete cordon bleu y su fiambre de cerdo y sus rilletes de pato y una par de botellas de tres cuartos de la cerveza especial de la fábrica de cerveza de Finø.

Así que es difícil que nos eluda, y Leonora lo sabe. Y más allá de la rendición ante lo inevitable hay algo más en su mirada, eso que se detecta a menudo en los adultos que te conocen hace tiempo: tal vez sea el asombro con que se dan cuenta de que, mientras ellos están parados, nosotros avanzamos a toda pastilla.

—Cuando erais pequeños —dice—, erais unos niños muy tiernos. —Abre el mueble bar y saca una botella de vino blanco frío—. Es mi tsok —explica—. Significa tesoro en tibetano, es una manera de transmitir algo de lo que has adquirido durante el retiro espiritual. Para el tsok está permitido beber alcohol.

Optamos por hacer la vista gorda. Sólo hay una cosa más desatinada que las motivaciones de las reglas de las grandes religiones universales, y son las motivaciones para quebrantarlas.

—Seguimos siendo tiernos —dice Tilte—. Pero ahora de una manera más insistente.

Nos encontramos en la cubierta de popa viendo cómo Finø se hunde en el mar. Se impone una bocanada de aire fresco después de descubrir que nuestros padres llevan camino de robar unos crucifijos por valor de doscientos millones de dólares, además de lo que esperan poder rascar. La luna ha asomado y vemos la isla como una larga y oscura elevación con puntos de luz dispersos y, de vez en cuando, el reflector del faro barriendo la superficie del agua, y allí, en la cubierta, de pronto caigo en la cuenta de que Tilte y yo ya no volveremos jamás, y tiene que ver con que estamos muy cerca de ser adultos.

Ahora tal vez dirás: «Anda ya, si el chaval tiene catorce años y su hermana dieciséis, qué se ha creído, y ¿acaso pretende vivir en la calle?» Pues déjame que te explique: hay mucha gente que jamás ha podido despedirse de su casa paterna. Un buen puñado de los nacidos en Finø, antes o después vuelven a la isla, y en caso contrario se hacen miembros de la Casa de Finø en Grenå o rhus o Copenhague y acuden a las reuniones de los jueves vestidos con sus trajes regionales y bailan al son del minué de Finø con zuecos forrados de paja. Y no es sólo Finø. Por doquier hay gente que anhela volver a su lugar natal, aunque en realidad tal vez no sea el lugar que añoran, pues por lo que tengo entendido hay varios ejemplos históricos de personas nacidas en Amager que han sentido deseos de volver allí.

Sospecho que se trata de otra cosa, es decir, mamá y papá. La familia danesa tiene su reverso, y en ese reverso hay pegamento. Es algo que se torna muy evidente cuando juegas al fútbol. Se ha visto en muchas ocasiones que jugadores del primer equipo de dieciocho y diecinueve años tienen a mamá y papá gritando en la banda, y el pequeño Frigast corre que se las pela, y uno no puede evitar pensar: «¿Qué está pasando, sus padres también lo acompañarán al baño?»

Lo interesante para Tilte y para mí, cuando nos encontramos en esta cubierta de popa, es que de pronto nos sentimos libres. Esta libertad se debe a que, en cierto modo, hemos perdido a nuestros padres, y en cierto modo es terrible, imagínate, un chico de catorce años abandonado. Es como si hubieran retirado la alfombra bajo nuestros pies. Sin embargo, la oportunidad interesante que se te brinda, y que muy raras veces se menciona, es que, una vez ha desaparecido la alfombra, tienes por primera vez la posibilidad de descubrir qué se siente al tener los pies sobre la tierra desnuda, y esa sensación es bastante agradable, excepto porque ahora mismo no pisamos la tierra, naturalmente, sino la cubierta de La Dama Blanca.

Es evidente que hay que aprovechar un momento como éste para el entrenamiento espiritual que nunca abandonas, y te diré que este entrenamiento, en este momento, tiene sus días más felices, pues de pronto no somos la hija, el hijo ni el perro de nadie, flotamos justo encima del Mar de las Oportunidades, y tengo que decirte una cosa: es sobrecogedor, pero también embriagante.

Desgraciadamente, hay dos cubiertas de popa, y en la otra, la inferior, hacia la que ahora miramos, vislumbramos a Alexander Finkeblod, que también ha salido para echar la vista atrás, hacia Finø, y probablemente esté anhelando el día en que abandonará la isla para no volver jamás, así que nos retiramos, pensativos, y lo que pensamos es qué diablos estará haciendo Alexander Finkeblod a bordo de La Dama Blanca.

A fin de explicar nuestro apocamiento ante el director de nuestra escuela me veo obligado a admitir que, lamentablemente, en varias ocasiones Alexander Finkeblod ha recibido una impresión desafortunada de mi familia e incluso de mí, personalmente.

El día que sufrió su primer encontronazo con Tilte sobre el significado de la palabra Kattegat, por la tarde Basker y yo nos dirigíamos a casa de unos amigos que antes me habían presionado para participar en el robo de platijas curadas, para decirles que tenía intención de empezar una nueva y descriminalizada vida.

De camino, Basker y yo nos encontramos con Alexander Finkeblod, que había salido a pasear a Baronesse, y cuando Basker y Baronesse se miraron quisieron expresar su enamoramiento, si sabes a lo que me refiero. Esto no hizo más que excitar a Alexander Finkeblod, que empezó a lanzar patadas a Basker. Intenté calmarlo diciendo que de ese amor podrían salir unos preciosos cachorros, imagínese; si heredaran la rapidez, la inteligencia y el buen corazón de Basker y las patas largas de Baronesse podríamos crear una raza exclusiva de Finø y criarla e incluir su foto en el folleto turístico, y ya no deberíamos conseguirle un taburete a Basker, porque Baronesse mide un metro y medio y al pobre le costaba llegar.

Contra todo pronóstico, mis palabras no convencieron a Finkeblod, que le puso la correa a Baronesse y se alejó tirando de ella. Sentí que era importante restablecer el buen rollo —cuando uno persigue la espiritualidad, el trabajo con el corazón es determinante—, así que lo seguí y le dije que, a pesar de todo, lo comprendía, que seguramente temía que los cachorros tuvieran el mismo aspecto e inteligencia que Baronesse y el pelaje de Basker, y que si fuera así no tendríamos más remedio que dárselos de desayuno a Belladonna. Sin embargo, tampoco con esto conseguí llegar realmente a Finkeblod, que al instante empezó a atizarme con la correa del perro, golpes muy precisos, la verdad, por lo que probablemente llegó a doctor en pedagogía gracias a su pericia en el castigo físico de los alumnos con una correa de perro. Así que Basker y yo tuvimos que salir por piernas y patas.

Sin embargo, el destino quiso que los amigos que visité y que yo llamaría la mafia de Finø, pues tanto la siciliana como la rusa, si alguna vez intentaran establecerse en Finø, descubrirían que, comparados con los tipos que tenemos aquí, son el Coro de Niñas de la Radio Nacional de Dinamarca, estos amigos, pues, me convencieron, a pesar de todo, de robar platija curada una última vez. Y el jardín en que me encontré poco después, subido en lo alto del tendedero e iluminado por la luna, era el de la antigua residencia del farero, propiedad del ministerio, donde habían instalado a Alexander Finkeblod y Baronesse, y habían terminado su restauración el día antes. Por tanto, ignorábamos que la casa estaba habitada. Y por un terrible infortunio, Alexander y Baronesse salieron en ese instante a admirar la luna y me descubrieron, y resultaba que lo único que le gustaba de Finø a Finkeblod era la platija curada, y sólo gracias a que Basker y Baronesse volvieron a lo suyo pude realizar un salto al estilo Fosbury Flop por encima del muro del jardín y escapar.

Todo esto, creo, podría haberse compensado con mi inteligencia y mi aplicación en el colegio y con mi afán general por dar una buena impresión, si no fuera porque pocos días después de estos sucesos desgraciados me convertí en la víctima de un terrible golpe del destino. En aquel momento estaba perfeccionando mi chut directo con efecto dado con el exterior del pie izquierdo, que ya por entonces tenía aterrorizados a los adversarios de Finø All Stars en las jugadas a balón parado. Es un disparo tan curvado que la gente de Finø ya no lo llama «chut con rosca», sino «la herradura de Peter, el hijo del pastor», y lo digo sin exagerar y con toda humildad.

Seguramente sabes cuánto hay que entrenar para conseguir que la rosca sea precisa, y que para ello es imprescindible disponer de una pared adecuada. Y resulta que se da la desgraciada circunstancia de que el mejor muro del pueblo de Finø, que, como sabes, está plagado de entramados del siglo xviii y mampostería de piedra sin labrar de la Edad Media, espantosamente irregular y torcida, es el muro sin ventanas de la obra de tres plantas que corresponde al frontis del almacén que linda con la antigua residencia del farero. Y cuando chuto le doy al balón un efecto tan diabólico que describe una parábola como de bola de billar, dobla la esquina del frontis del almacén y se estrella contra el gran ventanal de la vieja residencia del farero tras el cual Alexander Finkeblod y Baronesse están disfrutando de su té de las cinco.

Desde entonces, a pesar de que hace tiempo que se pagó la reparación y escribí una carta pidiendo perdón y en la que dibujé los cachorros que, en el mejor de los casos, pensaba que Baronesse podría llegar a tener con Basker para dejar bien claro a qué me había referido aquel día, a pesar de todo ello, la relación nunca se ha recuperado. Y ése es uno de los motivos del desasosiego que sentimos Tilte y yo al ver a Alexander y Baronesse en la cubierta inferior de popa.

Quiero añadir una última cosa, antes de que nos pongamos a cubierto. Aun a riesgo de parecer un perturbado, me gustaría decir que, en este momento, abrazo a mis padres con sentimientos más calurosos que nunca. Tal vez porque no son más que estúpidos apéndices de sus elefantes interiores y tal vez porque, en realidad, resulta más fácil querer a las personas cuando has conseguido diluir el pegamento y adelgazar un poco la cuerda de salvamento entre tú y ellos.

Entramos en el camarote de Leonora, que se vuelve hacia nosotros, y dos cosas son seguras: apenas queda vino blanco y nos encontramos ante una mujer que considera que tiene razones para estar satisfecha consigo misma.

—En el budismo los llamamos los cinco venenos —nos dice—. Corresponden a los cinco principales estados perturbadores. Uno de ellos es el orgullo. Por eso no me oís decir que estoy orgullosa. Pero he entrado.

Acercamos dos sillas a la de Leonora.

—Hay siete ficheros —dice—. Son ficheros de audio y de imágenes, uno por cada día de la semana, están marcados con «7-14 de abril».

Los altavoces del PC zumban y aparece una imagen en la pantalla, un cuadrado gris negruzco con un círculo negro dentro.

Los dedos de Leonora bailan sobre el teclado, se modifican los contrastes y vislumbramos una habitación. Aunque sólo la vislumbramos, la cámara debe de estar muy alta y tener una lente curva, pues se aprecia toda la habitación desde arriba y curvada.

—Es una cámara de vigilancia —digo.

No hace falta que diga nada más, ambas mujeres confían en mí. En estos tiempos, en que cada vez más viviendas tienen sistemas de alarma privados, es imposible tener fama de ser el ladrón de frutas más temerario de Finø y desconocer el funcionamiento de las cámaras de vigilancia.

La habitación está vacía, excepto por una alfombra redonda en un extremo. No hay ni un solo cuadro en las paredes, pero debe de ser una habitación grande, pues hay seis ventanas a cada lado.

—¿Podemos avanzar? —pregunta Tilte.

Los dedos de Leonora se mueven rápidamente, damos un salto de doce horas y la nueva imagen no es más que una superficie gris.

—Las once de la noche —digo—. Ha desaparecido la luz diurna. Intenta pasar más rápido la grabación.

Los dedos de Leonora parecen bailar.

—He aumentado la velocidad doscientas veces —dice—. Una hora tarda menos de diecisiete segundos.

Miramos la imagen fijamente. La luz aumenta, aparece la habitación, de pronto está llena de gente, desaparecen, vuelven a entrar. Leonora congela la imagen.

Son hombres vestidos con monos de trabajo blancos, tal vez pintores. Parece que están montando unos muebles. Uno de ellos da la espalda a la cámara. Tilte lo señala.

—¿Puedes hacerle un zoom?

Leonora pone manos a la obra y la espalda del hombre ocupa toda la imagen. En su espalda blanca hay impresa una gran V con algo parecido a una pequeña clave musical.

Leonora pone en marcha la grabación, los hombres blancos dan saltos como si fueran pulgas, bajan las luces, es de noche. Leonora cambia de archivo, aumentan las luces, los hombres saltan como destellos. Tilte hace una señal. Leonora congela la imagen.

La alfombra negra está cubierta de algo que parece un espejo.

—Es una especie de mesa redonda —dice Leonora.

—Es una vitrina de exposición —corrige Tilte—. Va encima de la alfombra.

—No es una alfombra —intervengo—, es un agujero en el suelo.

Los dedos de Leonora bailan un jitterbug, retrocedemos dieciocho horas, ahora todos lo vemos: no es una alfombra, sino un agujero redondo en el suelo. Incluso está vallado con una cuerda montada sobre finos postes, sólo que antes no lo apreciamos.

—Tira hacia delante —pide Tilte.

Leonora avanza, un nuevo equipo de operarios está trabajando con unas piezas que parecen tubos del alcantarillado.

—Parecen piezas para el hueco de un ascensor —dice Leonora.

Tilte y yo no decimos nada. Nos ponemos en pie.

—¿Qué está pasando? —dice Leonora con gesto de preocupación—. ¿De dónde vienen estas grabaciones?

—¿No es cierto que en el budismo se persigue un equilibrio neutral y, da igual lo que pase, conservas siempre una sonrisa despreocupada en los labios?

—En el budismo de Finø —replica Leonora— tenemos fuerzas más que suficientes para preocuparnos por nuestros amigos chiflados. Y por sus retorcidos hijos.

Este tono es nuevo en Leonora, que hasta ahora siempre nos había hablado con cierta veneración. Sé que en este momento Tilte piensa como yo: que el riesgo que corres ayudando a la gente a sentirse mejor consigo misma y a mejorar su economía es que, de pronto, se le puede ocurrir levantarse y contestarte.

—Leonora —digo—, cuanto menos sepas, menos mentiras tendrás que contar en el tribunal.

Cerramos la puerta detrás de nosotros. Lo último que veo es la mirada de reproche de Leonora en su rostro cada vez más pálido.

Volvemos a nuestro camarote, más sabios que cuando lo abandonamos, pero también con menos esperanzas de darle un final feliz y seguro a nuestra adolescencia.

—También habrá vitrinas en las otras salas —dice Tilte—. Pero las perlas han de estar en la vitrina redonda. Es como cuando estuvimos en Londres con la escuela y vimos las joyas de la corona en la Torre, igual que en el castillo de Rosenborg en Copenhague. Los tesoros más valiosos se guardan en un mismo sitio, y si se dispara la alarma, toda la vitrina se hunde en el suelo.

Los tres estamos pensando. Y no creo violentar los límites de nuestra humildad natural si digo que cuando Tilte y Basker y yo nos ponemos a pensar al unísono, entonces no dejamos ni una piedra sin remover.

—¿Para qué querrían las grabaciones? —dice Tilte—. ¿Y de dónde las han sacado?

Dejo a un lado la última pregunta. Para concederle a la primera todo mi amor y dedicación.

—Han querido blindarse. Por si se da el caso de que alguien los descubre.

—Eso significa que su plan, sea cual sea, incluye una instalación que será visible para los operarios, para el personal de seguridad u otros.

—Deben de haber estado allí —digo—. Mamá se ausentó una sola noche, ¿lo recuerdas? Le pidieron a Bermuda que pusiera flores en la iglesia.

Un recuerdo roza mi mente, del bolsillo saco el papel doblado con las anotaciones escritas a lápiz. Lo desdoblo y le doy la vuelta. El encabezado de la hoja está impreso en azul. Pone «Voicesecurity». La uve destaca. Y dentro de la uve flota una clave musical.

Los tres nos miramos.

—Debe de haber trabajado para ellos —dice Tilte—. Para Voicesecurity. Tiene que haber sido así. Ha sido su asesora en cuestiones de seguridad.

No conocemos la empresa Voicesecurity, pero pensamos en ellos con compasión. Sin duda han querido hacerlo todo de la mejor manera. Y sin saberlo, han invitado un lobo al gallinero. O, mejor dicho, un elefante.

Volvemos a hojear los recortes de prensa. Y podemos decir tranquilamente que, esta vez, lo hacemos con mayor atención.

El último recorte es del lunes pasado, es decir, el día antes de que mamá y papá desaparecieran. Incluye fotografías de una especie de preestreno de la exposición. Han permitido que los periodistas y algunos invitados selectos vean los tesoros. Y por lo visto se lo han tomado muy en serio: la gente va vestida con sus mejores galas, parece el baile de fin de temporada de la Academia de Baile de Ifigenia Bruhn.

Parece que haya un kilómetro de vitrinas de exposición, tras el cristal brillan y centellean el oro y las piedras preciosas. Resulta difícil apreciar los detalles, pero intuimos que si pudiéramos meterle mano aunque sólo fuera a una vitrina y llegar a un acuerdo a largo plazo con nuestra conciencia, nuestros problemas de liquidez estarían resueltos y el cash flow asegurado durante los próximos tres o cuatro siglos.

Una de las fotografías está tomada en la sala de la que acabamos de repasar siete días de grabación con una webcam. En la fotografía, la vitrina está llena, no se aprecia de qué, pero es algo que brilla de una manera a la vez nítida y difusa, como un tubo de neón bajo el agua. Alrededor de la luz hay gente. Sus rostros están sobreexpuestos debido a los reflejos de las piedras preciosas y por eso sus rasgos aparecen borrosos, salvo en uno de ellos. Porque es más oscuro que los demás. Un rostro oscuro y meditabundo bajo un turbante verde.

—¿Qué ven mis ojos? —dice Tilte—. Pero ¡si es ella, es Ashanti, de Blågårds Plads!

Es verdad, es Ashanti, y a su espalda hay dos hombres de traje, sus rostros apenas son visibles. No obstante, se distinguen lo bastante como para reconocer a los dos guardaespaldas del BMW durante aquella admirable carrera.

Nos reclinamos en las butacas. Estamos a punto de encajar todas las piezas en su sitio, pero nos falta la más importante. Basker gruñe quedamente.

Basker quiere decirnos algo —observa Tilte—. Y lo que quiere decir es que se pueden decir muchas cosas de nuestros padres. Tienen sus debilidades, sus puntos flacos y sus gilipolleces. Pero también han dado muestras de astucia y maña. No es propio de ellos elaborar un plan para jugárselo al todo o nada (su libertad, sus hijos, su perro, sus profesiones y su buena reputación) y después dejar un rastro descomunal en una caja fuerte que luego olvidan pagar.

—Y viajar de esta manera tan precipitada —añado.

Los tres pensamos. La estancia vibra.

—Fue una ocurrencia repentina —dice Tilte.

—Descubrieron algo que los sorprendió.

Ahora Tilte y yo tocamos a cuatro manos.

—Tiene que haber sido algo muy grande —dice Tilte.

Lo repito lentamente, en parte porque, a fin de cuentas, Basker sólo es un perro y a veces tarda un poco más que nosotros en cogerlas al vuelo, en parte porque es una idea tan extraña que exige ser repetida.

—Mamá y papá planeaban cometer un robo en la exposición que acompaña al Gran Sínodo. Lo tenían todo listo.Y entonces descubrieron algo. Y ese algo sucedió en los últimos días. Algo que los llevó a marcharse inmediatamente. Y que hace que les dé igual borrar las huellas que van dejando, u olvidarse de hacerlo.

Habrá quien piense que después de todo lo que Tilte y yo hemos conseguido hacer esta última hora nos merecemos una pausa. En circunstancias normales, a nosotros también nos lo parecería. Pero si hay algo peligroso en este mundo, eso es dejarse caer en sillones confortables durante el intermedio, después de una durísima primera parte y una segunda todavía más dura por delante, pues de pronto desaparece la presión y ya no te quedan fuerzas en la recámara, y eso lo sabemos Tilte, Basker y yo.

—Nos faltan dos cosas —dice Tilte—. Devolver a Vibe al ataúd y hablar con Rickardt.

En ese momento saltamos de nuestros asientos, convencidos de que nos encontramos ante el milagro de la bilocación, conocido en todas las religiones y consistente en que ciertos individuos superiores deberían poder manifestarse de la nada y alegrar a los demás con su presencia en varios lugares a la vez. Porque a nuestro lado se oye la voz de la esposa de Kalle Kloak, Bullimilla Madsen.

—Sus señorías —dice—. Me complace anunciarles que les serviremos un poco de comida y bebidas para saciar sus estómagos y humedecerse el gaznate en el salón de popa.

Todo el respeto para Bullimilla, pero ella no es precisamente alguien a quien le adjudicaría la capacidad de bilocarse. Y cuando miramos alrededor se hace palmario que el sonido sale de unos altavoces que, en La Dama Blanca, son de tal calidad que llegas a pensar que quien habla lo hace a tu oreja.

Tilte y yo nos sobresaltamos. No sólo porque tenemos el estómago vacío y el gaznate seco, sino porque en la cámara frigorífica del salón de popa es donde depositamos a Vibe de Ribe.

Llegamos en pocos segundos y respiramos aliviados. Somos los primeros, aparte de Bullimilla y una camarera. Lo que están a punto de servir es un cargamento de canapés fríos, lo que nos da esperanzas de que tengamos vía libre hasta la cocina para recoger a Vibe antes de que llegue más gente. Y efectivamente, la cocina está vacía, y nadie nos ha visto porque hemos asomado la cabeza con mucha cautela, y ahora, a cuatro patas y al abrigo de mesas y sillas, avanzamos hasta detrás del alto mostrador que separa la cocina del salón, y una vez allí estamos fuera del alcance de las miradas.

Estamos preparados para un ataque relámpago: irrumpiremos rápidamente en la cocina, cogeremos a Vibe, esperaremos a un momento de descuido y saldremos pitando, para Tilte y para mí será como coger fruta madura en algún jardín del pueblo. Sin embargo, una serie de sucesos inesperados pone de manifiesto por qué, según dicen, el maestro Eckhard, los patriarcas del zen, los videntes védicos y los jeques sufíes estuvieron de acuerdo en al menos una cosa: cuando se les pidió que describieran el mundo con una sola palabra, todos dijeron: «Impredecible.»

Lo primero que sucede es que de repente el conde Rickardt Tre Løver irrumpe en el salón. Trae el archilaúd, y el respingo que desde nuestro escondite vemos dar a Bullimilla me confirma la sospecha que tengo desde hace un rato, a saber, que fue ella quien antes de la partida intentó esconderle el instrumento a Rickardt, sin duda por miedo a que se pusiera a tocar en mitad de la cena.

—Estimadas damas —dice el conde—, me he dejado convencer para acompañar la cena con mi canto. Interpretaré La viuda alegre.

Bullimilla lo intenta con una tímida protesta:

—Sólo son canapés. No me parece lo más adecuado para un concierto.

Oímos el tintineo de las espuelas de las botas del conde, que le echa un vistazo al bufé.

—Esos de requesón hay que bajarlos con música.

En ese momento, Tilte se inclina hacia delante, le hace una señal a Rickardt, se lleva el índice a los labios y vuelve a esconderse detrás del mostrador. El conde modifica el rumbo.

—He de comprobar la acústica —le explica a Bullimilla.

Entonces rodea el mostrador y llega a nuestro lado y nosotros lo arrastramos a través de la cocina hasta la cámara frigorífica. Una vez allí, retiramos las bolsas de plástico de Vibe.

—Tenemos que sacarla de aquí —le dice Tilte— antes de que sea demasiado tarde. ¿Dónde está el ataúd?

Rickardt no parece entusiasmado por el reencuentro con Vibe.

—En mi camarote —dice.

En ese instante, la puerta de la cámara frigorífica empieza a abrirse. Volvemos a colocar las bolsas de plástico y nos agachamos detrás de la silla de ruedas.

La persona que entra en la cámara es tal vez la última que esperábamos ver aparecer, pues se trata de Alexander Bister Finkeblod. Se queda inmóvil para acostumbrarse a la tenue luz. Luego se encamina hacia la silla de ruedas.

Se detiene a medio metro de nosotros. De haber dado un paso más nos habría descubierto y se habría producido una situación muy engorrosa.

Sin embargo, no nos ve. Toda su concentración está puesta en un estante sobre el que hay unas piezas que parecen, y probablemente son, cerebros de oveja envasados al vacío, con toda seguridad de las célebres ovejas de Finø, y a su lado dos botellas de champán. Finkeblod examina las botellas, no parece del todo satisfecho, las devuelve a su sitio, da media vuelta y vuelve a salir.

Respiramos aliviados, y cuando respiras aliviado en una cámara frigorífica el vaho espirado es como un vapor blanco. Abrimos la puerta, la cocina está vacía y el conde Rickardt empuja la silla de ruedas. Tilte, Basker y yo nos colocamos como una avanzadilla detrás del mostrador, nos echamos al suelo y asomamos la cabeza con cautela para ver si hay vía libre.

Por desgracia, no es así. La mesa más cercana a la cocina está ocupada. Nada menos que por la secretaria Vera, Anaflabia Borderrud, el catedrático Thorkild Thorlacius y su esposa, y a este peligroso grupo se han unido Alexander Bister Finkeblod y los dos agentes del servicio de inteligencia policial, Lars y Katinka.

Tilte y yo no necesitamos comunicarnos verbalmente, sabemos lo que piensa el otro. El otro piensa que qué estará haciendo el enviado del ministerio en Finø con Anaflabia y Thorkild Thorlacius.

No tenemos que esperar mucho para obtener respuesta.

—Les faltan cinco minutos —dice Alexander Finkeblod con voz satisfecha—. El champán hay que servirlo por debajo de los diez grados. Sobre todo en una ocasión como ésta. Y nuestra encantadora jefa de cocina ya ha sacado las copas.

Bullimilla dispone las copas sobre la mesa. Cuando se retira, Anaflabia se inclina hacia delante. Habla en voz baja, lo que en su caso significa que, de todos modos, cada una de sus palabras podrán oírse en la cubierta de proa.

—Acabo de recibir un correo electrónico de Bodil Fisker, la directora general del municipio de Grenå. Han recibido el informe del doctor Thorlacius después de que inspeccionásemos la residencia parroquial y hablásemos con los niños. Según ha diagnosticado, se trata de «depresión endógena severa». El ayuntamiento nos apoya. Así pues, mañana el Ministerio de Asuntos Religiosos y el consejo parroquial presentarán una declaración conjunta según la cual Konstantin Finø ha sido destituido como pastor y Clara Finø como organista. No mencionaremos su estado mental en el comunicado de prensa, pero filtraremos a algunos periodistas escogidos que estamos en posesión de un informe pericial que establece que los dos padecen una depresión aguda. Bodil nos ha prometido que los servicios sociales se harán cargo de los niños. En cuanto los hayamos encontrado los separaremos. Hemos aducido que consideramos que la niña ejerce una influencia nefasta sobre el hermano menor. Será ingresado en un hogar infantil de Grenå y, de momento, la chica será alojada en una pensión juvenil tutelada de Læsø. Ningún periodista sabrá dónde están. Eso significa que, sea lo que sea lo que los padres se traen entre manos, podremos silenciarlo o, en el peor de los casos, alegar que los actos fueron realizados por personas que la Iglesia ha desautorizado. Alexander Finkeblod nos ha facilitado los antecedentes de los últimos dos años de los chicos, una lista que, de por sí, clama al cielo y exige la intervención de los servicios penitenciarios, y de la que se desprende, entre otras cosas, que el chico tiene agua en el cerebro. Así pues, queridos amigos, podemos decir que se ha enderezado una situación muy complicada. ¡Nos merecemos una copa!

Llegados a este punto, antes de proseguir con el relato de los hechos, debo rebatir cualquier sospecha que haya recaído sobre mí y explicar lo del agua en el cerebro.

Ocurrió hace dos años, mientras mamá y papá estaban en su segunda gira, la que los condujo a la prisión preventiva y al tribunal de prepósitos. Conny y yo nos conocíamos desde que éramos pequeños, al igual que todos los demás en la escuela del pueblo de Finø. Pero desde el día del tonel, que se remonta a ocho años y que en cierto modo me conmocionó aunque yo mismo lo pedí, desde entonces no ha habido un contacto fluido entre los dos y, por ser sincero, visto lo que siento hacia ella incluso en la distancia, tampoco hay visos de que consiga reu— nir el valor para que alguna vez lo haya.

No sé si conocerás chicas que constantemente se arreglan el pelo de una manera nueva, pero así es Conny. No puedes dejarla sola ni diez minutos, pongamos por caso, y ya ha cambiado de peinado, y eso significa que su nuca, cuando te sientas detrás de ella en la clase, asoma de maneras siempre cambiantes.

Bien, Alexander Finkeblod acaba de tomar posesión de su cargo como director de la escuela y ha asumido personalmente algunas clases lectivas para cerciorarse de nuestro bajo nivel, y en este momento nos imparte clase de Historia. Está esbozando unos detalles inolvidables de la travesía de los Alpes del general Aníbal cuando diviso la nuca de Conny desde un ángulo nuevo. En la parte superior está su cabellera morena con una ligera tonalidad rojiza, tal vez como la primera vislumbre de la salida del sol a través de los castaños cuando has ido a recoger huevos de gaviota y vuelves a casa a las cuatro de la mañana, si entiendes lo que quiero decir. Luego hay una zona de suave vello que se torna gradualmente más dorado hasta que finalmente desaparece y da lugar a la piel blanca, pero de una manera profunda, como el nácar de unas grandes conchas de ostra encontradas en el faro de Nordfyret, como si la piel fuera transparente. Cuando mi examen llega a este punto me asaltan ganas de descubrir el tacto y el aroma de esa zona, así que la travesía de los Alpes de Aníbal ha quedado en segundo plano y de pronto Alexander Finkeblod está ante mí, irradiando una buena muestra de esa ira militar con que cabe imaginarse que Aníbal incordió a sus allegados.

Me coge del brazo, y hay que concederle que tiene el agarre de tenazas para tubos.

—Ahora mismo te vas al pasillo —ordena— y esperas a que acabe la clase. Luego le haremos una visita a Birger para mantener una charla sobre tus conocimientos escolares.

Birger Farmand es el subdirector de la escuela del pueblo de Finø. Alexander se lo trajo del continente, y dicen las malas lenguas que renunció a una carrera prometedora en Defensa para hacer limpieza en nuestra escuela. Nunca resulta agradable encontrarse con él, pero esta vez, y junto a Alexander Finkeblod, tiene todos los visos de convertirse en un descenso a los infiernos.

En ese momento me solivianto, creo que debido a mi entrenamiento espiritual, porque por entonces hace tiempo que Tilte ha descubierto la puerta y hemos iniciado lo que en el terreno de la mística se denomina un profundo proceso. Así pues, me yergo en toda mi estatura de uno cincuenta y cinco y miro directamente a los ojos de Finkeblod, que en este instante parecen bocas de cañones de la fragata Jylland en el puerto de Ebeltoft, que nuestra escuela suele visitar con motivo de la excursión anual el primer domingo de septiembre.

—Estoy dispuesto —me oigo decir— a sustituir todos los conocimientos acumulados en esta escuela por ver la nuca de Conny aunque sólo sea un instante.

Al principio se instala ese silencio sepulcral del que ya te he hablado.

Luego Alexander Finkeblod me arrastra consigo fuera del aula, confirmando una vez más que tiene mucha más masa muscular que lo que sus delgados y lustrosos brazos permiten suponer, y de camino al despacho de Birger Farmand me consuelo pensando con cierto orgullo que, por lo visto, consideran que han de ser dos para llevar a buen puerto mi ejecución.

Pero entonces Alexander Finkeblod se detiene, y lo hace porque Tilte le cierra el paso.

—Alexander —dice—. Me gustaría intercambiar unas palabras contigo en privado.

A estas alturas, debe de resultarte tan evidente como a mí que Tilte es capaz de detener un tren de mercancías en marcha y, por lo tanto, Finkeblod se detiene como si lo hubiera congelado el rayo mortal de un alien y luego me suelta y sigue a mi hermana hasta el almacén de libros con una expresión vacía y vítrea en los ojos.

Tilte cierra la puerta y allí dentro intercambian dos réplicas que habrían quedado selladas para la posteridad por su discreción y sigilo de no haber sido porque apoyo sin querer el oído contra la cerradura y, por consiguiente, escucho reacio la conversación.

—Alexander —dice Tilte—, no sé si eres consciente de que mi hermano pequeño, Peter, sufre una lesión cerebral menor, tiene agua en el cerebro. Se remonta a un accidente en el parto.

Finkeblod dice que no lo sabía, y habla con esa voz cansina y algo mecánica que adoptan muchos hombres cuando están a solas con Tilte.

—Ésta es una de las razones —dice ella— por las que propongo que no lo lleves al despacho de Birger. La otra, y más importante, es que con ello arrojarías una injustificada sombra de sospecha sobre tu capacidad docente, de momento caracterizada por cautivar a los alumnos.

Finkeblod intenta un contraataque balbuceando algo sobre que soy un incordio y una amenaza para el necesario buen ambiente que requiere el aprendizaje. Sin embargo, Tilte lo contrarresta antes de que llegue al medio campo.

—Peter está en tratamiento —dice—, le van a implantar un grifo para que podamos vaciar el agua en casa cada mañana antes de venir al colegio.

Esto último acaba con Finkeblod y apenas me da tiempo de apartarme de la puerta antes de que salgan. Él me mira con algo que podría interpretarse como dulzura, así que deduzco que ha sido una reunión muy profunda a pesar de que no ha pasado por el famoso ataúd de Tilte, y luego volvemos a la clase, donde todos me miran fijamente, como si fuera un zombi, o sea, que me muevo pero nadie puede asegurar que esté realmente vivo.

Más tarde, levanto la mirada con la ayuda de una grúa y me atrevo a mirar hacia Conny. En su nuca asoma una vislumbre de ensimismamiento.

Al día siguiente, por la tarde, es cuando Sonja se acerca a mí y pregunta en nombre de Conny si quiero que seamos novios.

Hay que saber esto para entender lo que ahora ocurre en el salón de La Dama Blanca, y debería haber quedado claro de dónde ha sacado Alexander Finkeblod lo del agua en el cerebro, y que fue una acción de salvamento heroica por parte de Tilte, pero al tiempo un ejemplo de cómo funciona el karma, porque lo que entonces fue una mentirijilla piadosa ahora nos alcanza por la espalda.

Desde nuestro escondite vemos que Lars y Katinka se han cogido de la mano por debajo de la mesa.

—Nosotros acompañamos a los niños desde Copenhague —dice Katinka—. A mí no me parecen criminales en potencia.

Por un instante, el aire se congela a su alrededor.

—Llevo dos años observándolos —dice Alexander Finkeblod—. Y a su perro. Ha intentado aparearse con Baronesse, mi lebrel afgana. Varias veces. Y no como suelen hacer los perros normalmente. Casi como si fuera una violación.

A pesar de que Katinka y Lars están de espaldas a nosotros, observamos que empieza a colarse un leve asombro en su sistema.

—Estoy completamente de acuerdo —tercia Thorkild Thorlacius—, en mi condición de médico y psiquiatra. Dios mío, ¡la manera en que el niño fingió ser un reptil! Y tengo la sospecha de que podrían estar a bordo como representantes de una secta.

Nos damos cuenta de que el asombro de Lars y Katinka crece en proporción inversa a la confianza que tienen depositada en Alexander y Thorkild.

Ahora Alexander Finkeblod se levanta.

—Hagamos saltar la banca —dice—. Cuando los niños estén a buen recaudo, yo mismo me ofrezco para sacrificar al perro.

Seguramente pretendía que fuera una broma, pero no es seguro que Lars y Katinka la hayan pillado, porque lo siguen con una mirada pensativa cuando Alexander se aleja en busca del champán.

Le hacemos una señal a Rickardt, que vuelve a meterse de espaldas en la cámara frigorífica y deja que se cierre la puerta. Tilte y yo nos agachamos detrás de las pilas de servilletas y manteles de tela.

Apenas transcurre un instante cuando Alexander Finkeblod vuelve a salir. Trae el champán. Pero su cara ha adquirido el mismo color que los cerebros de oveja envasados al vacío.

Rodea el mostrador, se acerca a la mesa y se queda parado.

—Hay un cadáver en la cámara frigorífica —anuncia en voz alta y un tono que el salmista llamaría cavernoso.

Bullimilla lo ha oído. Y ahora se acerca a la mesa. Y trae una expresión que llegas a pensar que es una suerte para Alexander que no tenga a mano una de esas hachas de carnicero.

—Es normal —dice—. Guardamos más de tres toneladas de la mejor carne ecológica en esa cámara.

—Me refiero a carne humana —precisa Alexander.

El silencio subsiguiente es absoluto. Katinka y Lars empiezan a mirar a Alexander como a un tipo que tal vez no debería andar por ahí libremente. Y Bullimilla lo mira como si estuviera considerando si la carne humana en la cámara frigorífica podría ser una idea para el futuro y que tal vez se podría empezar probando con él.

—Quizá se trata de la mujer de la carroza —dice Thorkild Thorlacius—. Había una anciana sentada a mi lado. Yo diría que desde un punto de vista clínico estaba moribunda.

—¿A lo mejor ha subido de su camarote para echarse en la cámara frigorífica de la cocina para expirar del todo? —sugiere Katinka amablemente.

—Para sentarse —la corrige Alexander Finkeblod—. Está sentada en una silla.

Katinka se levanta lentamente.

—Echémosle un vistazo —dice. Hace un gesto con la cabeza hacia Alexander—. Tú, yo y la jefa de cocina.

Tilte y yo nos levantamos rápidamente, abrimos la puerta de la cámara frigorífica, le hacemos señas al conde para que salga con Vibe, empujamos la silla de ruedas detrás de la mesa con servilletas, cubrimos a Vibe, la silla y al conde con un mantel y nos agachamos, y todo eso antes de que los demás se hayan puesto en pie y hayan dado el primer paso.

Alexander, Katinka y Bullimilla entran en la cámara frigorífica. La puerta se cierra detrás de ellos. Pasa un minuto en el reloj de arena. Se abre la puerta, salen. Alexander tiene aspecto de algo desollado y colgado de un gancho a la espera de que llegue el cocinero. Vuelven a la mesa sin siquiera echar una miradita en nuestra dirección.

—Ha sido un error —dice Katinka—. A lo mejor el señor Finkeblod sufrió una alucinación.

Se nota que el ambiente ya no está para champán. Las botellas y las copas quedan abandonadas y sin usar sobre la mesa. Se levanta la sesión. Sólo Katinka y Lars se quedan.

Ha empezado a llegar gente al salón. Pero Lars y Katinka no parecen hacerle caso, se nota que están conmovidos. Lars descorcha una de las botellas y sirve una copa a cada uno.

—Tendríamos que haber escuchado al guardia rural —dice—. El del perro que parecía una alfombra de nudos. No tendríamos que haber soltado a esos tipos. Ni a la prelada esa. Serían una mina de información para la psiquiatría forense.

—Es especialista en cerebros —dice Katinka—. El calvo con la mirada de asesino.

Suspiran hondo.

—A lo mejor podríamos pedir el traslado al departamento de fraudes —dice Lars—. La gente que estafa al prójimo suele ser encantadora. Pero éstos son unos chiflados...

Se miran a los ojos. Brindan.

—Pobres niños —añade Lars—. Claro que no desearía que fueran míos, hasta ahí podíamos llegar. Salvo, claro, que tuviera un rancho en Australia de doscientas hectáreas y pudiera soltarlos por la mañana entre caimanes, canguros y lobos de Tasmania. Pero no son delincuentes. En cierto modo, nos han unido. ¿Seguimos sin resultados con las escuchas a sus teléfonos móviles?

Si uno profundiza, como Tilte y yo hemos hecho, en los misterios religiosos a través de su estudio en internet y la biblioteca del pueblo de Finø, descubrirá que varios de los más grandes profetas, y permíteme que aquí mencione a gente buena como Jesús, Mahoma y Buda, han dicho que, de hecho, no hace falta cambiar, sino que se puede llegar perfectamente a los conocimientos más elevados con un temperamento como, por ejemplo, el de Ejnar Tampeskælver el Faquir.

Éste es un aspecto de la mística que yo, personalmente, aprecio. Porque aunque muchos en el Club de Fútbol Finø piensen que Peter, el hijo del pastor, ha llegado lejos ennobleciendo su personalidad, todavía quedan algunos restos de lo que podríamos llamar ira sanguinaria, y ésta es la que se enciende ahora tras los montones de servilletas de tela al oír que el servicio de inteligencia policial tiene pinchados nuestros teléfonos.

En ese instante, mi mirada tropieza con el bolso de señora de Katinka, un trasto plano y elegante de cuero negro brillante. Lo tiene a sus pies. Sin duda, muchas mujeres lo habrían colgado de la silla. Pero Katinka es detective, lo tiene debajo de la mesa, donde no se ve y nadie puede robárselo, a menos que el potencial caco se encuentre escondido a ras de suelo y con la punta del zapato pueda trabar contacto con el bolso.

En circunstancias normales, habría sido muy complicado acceder a ese bolso. Pero estoy en una posición ventajosa, a menos de un metro de él. Y Katinka está obnubilada por la presencia de Lars, ha apartado el pie y, amparada por el mantel, apoya su pierna sobre la de él.

Así pues, alargo la mano, abro el bolso y rebusco en su interior. Noto unas llaves, luego algo que podría ser una libreta o una agenda, y en un bolsillo especial hay algo que parece maquillaje, un espejo de bolsillo y una lima de uñas. Topo con algo frío, agradablemente rugoso, pero que también me pone los pelos de punta porque aparenta ser la culata de un revólver. Sigo rebuscando y encuentro dos teléfonos móviles, un cepillo para el pelo y un pedazo de plástico plano.

El pie de Katinka está volviendo hacia el bolso. Me decido por uno de los móviles. Ya sé que mi comportamiento es un poco del Antiguo Testamento, con todo eso de la venganza y lo del móvil por móvil. Pero somos como somos y estamos donde estamos, y como dijeron algunos grandes pensadores, no hace falta cambiar.

Tilte me hace una señal: no podemos esperar más. Dos polis enamorados son muy capaces de quedarse colgados toda una noche con dos botellas de champán. Y sigue entrando gente en el salón. Así que cubrimos a Vibe con tres manteles negros, envolvemos un par de kilos de canapés en un trapo de cocina, esperamos a que reclamen a Bullimilla en el otro extremo del salón y luego empujamos la silla de ruedas a través de la sala.

Nos siguen las miradas confusas de Lars y Katinka, miradas tan penetrantes que incluso podrían divisar a Vibe debajo de los manteles. Pero para sorpresa de Tilte y mía, es Rickardt quien toma las riendas de la situación.

—Voy a cantar durante la cena —anuncia a los policías—. Éste es mi pequeño escenario portátil.

Hemos atravesado la estancia y llegado a la salida que da al pasillo cuando una persona entra en el salón y se ve obligada a dejar pasar a nuestro pequeño cortejo. Resulta que es Jakob Aquinas Bordurio Madsen. No dice nada. Sin embargo, puedo hacerme una idea de lo que pasa por su cabeza, porque se oye un leve crujido cuando se le cae el rosario.

Lo último que oigo cuando cruzamos la puerta es un susurro que proviene de Katinka.

—Oye, Lars —dice—. También podríamos cambiar de profesión. Por ejemplo, podríamos pasarnos a la jardinería.

No logro oír la respuesta, ya estamos en el pasillo.

Una de las cuestiones en que Tilte y yo hemos tenido que rehusar apoyar a las religiones universales es en la de determinar si la justicia en la vida existe o no.

Porque lo que ocurre cuando nos dirigimos a toda pastilla hacia el camarote de Rickardt es que, al doblar la esquina, su puerta empieza a abrirse y de dentro salen Svend-Helge, Gitte Grisanthemum y Sindbad al Blablab.

Es evidente que alegrará a cualquiera ver a Gitte, Sindbad y Svend-Helge codo con codo como si fueran los mejores amigos del mundo, eso indica que el buen rollo que Tilte y yo hemos propiciado durante el trayecto en coche aún perdura, y eso significa que hay motivos para creer que la esperanza y la buena voluntad que hemos fomentado tienen futuro. En cambio, es más dudoso saber qué ocurrirá con esa buena voluntad cuando en breve se encuentre con nosotros y aparezcamos como profanadores de cadáveres.

El conde Rickardt se ha quedado paralizado del susto y se nota que Tilte todavía no ha superado el último encuentro con Jakob Bordurio. Así pues, la responsabilidad recae sobre mí, y es en este punto que empiezo a dudar en la justicia cósmica porque acabábamos de avizorar tierra y de pronto vuelve a levantarse viento racheado.

Uno de los secretos de jugar de lateral es que a veces puedes hallarte en una posición casi de fuera de juego, como un gato al sol, pero al adivinar un pase al hueco retrocedes rápidamente para quedarte en línea con el defensa contrario antes de que tu compañero ejecute el pase, y eso es precisamente lo que hago ahora. Antes de que a Svend-Helge, Gitte y Sindbad hayan tenido tiempo de cerrar la puerta, he tirado de Tilte, Rickardt y la silla de ruedas y volvemos a doblar la esquina. Abro la puerta que tengo más cerca, los arrastro dentro y cierro con sigilo.

Algo importante cuando narras sucesos tan cruciales como éstos es que nadie pueda pensar que sólo pretendes entretener, y es por eso que he aprovechado cada oportunidad para insistir en los estudios que Tilte y yo hemos realizado de las fuentes originales de la mística más elevada. Y ahora me encuentro de nuevo ante una de estas oportunidades. Porque la estancia en que nos hallamos está completamente a oscuras y de momento no encuentro el interruptor. No puedo evitar recordar que la mayoría de pesos pesados espirituales nacidos después de la invención de la luz eléctrica han dicho que, si realmente logras escapar de la prisión, te sobreviene la sensación de que te han instalado un interruptor portátil. Antes buscabas a ciegas, pero ahora eres capaz, en cualquier momento, de accionar el interruptor, y luego llega la fiesta.

Soy sincero al decir que Tilte y yo todavía no hemos llegado tan lejos, pero tenemos la sensación de que estamos en camino, lo que se ve confirmado ahora, porque encuentro el interruptor, enciendo la luz y entonces todo parece mucho más claro, en más de un aspecto.

Nos hallamos en la clínica ginecológica que servía al harén del anterior propietario de La Dama Blanca, como antes he mencionado. Frente a nosotros hay dos camillas normales, también mesas de acero con fregaderos, tabiques alicatados, una lámpara de quirófano en el techo, vitrinas donde cuelga el instrumental médico bien sujeto para soportar los vaivenes de la nave, y una percha con una bata blanca colgada.

El conde y Tilte todavía no se han recuperado, y fuera oigo pasos que se acercan. Una persona que se sienta más segura de la justicia divina tal vez se habría quedado parada disfrutando de la atmósfera, pero yo no. Agarro la bata blanca de la percha, gracias a Dios es del tipo que se cierra por la espalda, envuelvo a Vibe con ella, echo su sombrero al cubo de pedal, recojo su pelo y lo remeto bajo un pequeño gorro blanco que también cuelga de la percha. Sobre una mesa hay un paquete de mascarillas de cirujano, se las pongo todas a Vibe y, finalmente, le cuelgo un estetoscopio al cuello.

La impresión de conjunto no está nada mal. Desde luego, no te lleva a pensar que te encuentras ante una persona a la que le pedirías de rodillas que maneje el bisturí si tuvieran que operarte de una hernia en el escroto. Sin embargo, Vibe da el pego ante una rápida mirada.

Y es precisamente una rápida mirada la que le conceden, porque de pronto llaman a la puerta y Svend-Helge, Gittte y Sindbad entran.

Aunque se trata de tres personas inteligentes y cultivadas, es comprensible que parezcan sorprendidos. Ninguno de los tres ha visto antes al conde Rickardt Tre Løver, y sólo el esmoquin de lamé plateado y la faja podrían hacer dudar de su cordura. Además, tampoco nos reconocen a Tilte y a mí en nuestros disfraces, aunque es evidente que tienen la sensación de habernos visto antes.

En medio de esta extraña situación, es normal que se dirijan a quien parece detentar la autoridad en la sala.

—Doctora —le dice Gitte a Vibe—, ¿sabría usted decirnos a quién pertenece el camarote que hay justo al doblar la esquina?

El conde Rickardt ha despertado de su letargo.

—Es mío —responde.

Los tres visitantes lo miran fijamente. Tienen muchas preguntas que hacerle. Será Gitte quien formule la más apremiante.

—¿Por qué está el ataúd allí?

Tilte ha estado descansando en el banquillo, pero ahora ha vuelto al terreno de juego.

—El médico del barco ha recomendado que Rickardt le toque ragas a la difunta. Para ayudarla en el doloroso tránsito de la muerte.

Svend-Helge, Sindbad y Gitte miran a Rickardt con interés y simpatía renovados. Porque si hay algo en lo que coinciden las grandes religiones es en que siempre va bien una ayudita en el tránsito de la muerte.

—Doctora —dice Gitte—, le estamos muy agradecidos por su solicitud. Y me gustaría aprovechar la ocasión para que tratásemos la cuestión de la vida después de la muerte.

Tilte se incorpora y abre la puerta que da al pasillo.

—Lo siento, la doctora tiene una inminente operación muy complicada —dice.

Las operaciones complicadas siempre cierran todas las bocas. Sindbad y Svend Helge abandonan la clínica. Gitte se muestra algo más reacia.

—Es una ocasión única para retomar el diálogo entre espiritualidad y ciencia —dice—. Usted es una persona abierta, doctora. Rigurosa pero abierta. Me doy cuenta de ello.

Tilte la conduce hasta el pasillo.

—Tal vez más tarde —dice—. La doctora no se irá a ningún sitio. Siempre estará a su disposición para un intercambio de opiniones.

Tilte, Basker y yo nos hemos derrumbado sobre la cama de harén en forma de corazón de nuestro camarote. Estamos demasiado cansados para meter a Vibe en el ataúd esta noche, así que, en su lugar, Rickardt le cantará un poco hasta mañana. Le hemos dado las buenas noches al conde y hemos dado buena cuenta de los canapés. Decir que estamos cansados no basta, estamos mortalmente exhaustos y listos para la extremaunción.

Sin embargo, los pensamientos no dejan de girar en nuestras cabecitas. Ése es el problema. Todos los estudios, también los de Tilte y míos, demuestran que los grandes místicos han señalado unánimemente que somos fábricas de pensamientos cuyo maquinaria nunca se detiene, y en medio del infernal ruido es imposible oír si en el silencio se esconde al menos el principio de una respuesta a alguno de los grandes interrogantes, por ejemplo, para qué hemos venido al mundo, por qué a cierta altura del partido debemos abandonarlo y por qué hay alguien que llama a nuestra puerta.

La puerta se abre: es el conde Rickardt Tre Løver con su archilaúd.

—No me gusta estar solo —dice—. Parece que me esté mirando. He recibido el consejo de mi guía espiritual interior de dormir aquí con vosotros.

Basker está echado entre Tilte y yo. Nunca se nos ocurriría meter un animal en nuestra cama, pero Basker no es un animal sino una especie de ser humano. Ahora lo empujamos a un lado para hacerle sitio al conde.

—Y eso que lo he intentado de todas las maneras —dice Rickardt—. Un popurrí de las canciones de Milarepa, Lo mejor de Bizancio de Athos, las odas de Ramana Maharshi a Arunachala. Pero la señora no se deja llevar. —En ese instante avista el recorte de prensa con la fotografía de la vitrina circular, Ashanti y los dos guardaespaldas—. Es allí donde tengo que cantar —dice—. En la antigua iglesia del castillo. La acústica es excelente.

Tilte y yo no nos incorporamos, pero nos quedamos expectantes.

—Es una de las salas más elegantes y rebosantes de estilo del castillo de Filthøj —prosigue Rickardt—. Un marco inigualable para el Gran Sínodo.

Seguimos callados durante un rato. Es Tilte quien primero recupera el uso de la palabra.

—Rickardt —dice—, ¿qué hay debajo del suelo de esa sala?

—Casamatas. Las viejas alcantarillas reconstruidas como bóvedas. Rezuman una atmósfera maravillosa. El conde de Bluffwell está enterrado allí. Estuvo de visita en Dinamarca en el siglo xviii. Murió de intoxicación etílica. Desde luego, son unas salas magníficas. Secábamos la marihuana allí cuando yo era pequeño. Jugábamos a los médicos con los hijos pequeños del personal de cocina. Salas bien ventiladas, humedad constante, temperatura agradable.

—Rickardt —dice Tilte—, ¿le hablaste a mamá de estos sótanos?

—Claro. Incluso se los enseñé. Estaban buscando un sitio donde poner a buen recaudo los valiosos tesoros en prevención de intentos de robos o incendios. Así pues, le dije: «Conozco el sitio ideal. Es un sótano.» Se lo expliqué con detalle y vuestra madre estaba entusiasmada por mi agudeza e ingenio. Me recordó a cuando era pequeño y mi madre me decía: «Rickardt, no va a serte fácil encontrar un lugar en el mundo capaz de abarcar tu gran cerebro.»

—¿Cuándo se lo enseñaste a mamá? —pregunto.

—Viajé con ella hasta allí. Tres veces. Os diré que es un verdadero placer viajar con vuestra madre. Es una mujer muy atractiva. Si no fuera porque me relaciono con vosotros... Aunque tal vez eso no sea un impedimento. Podría ser muy picante. La mamá, la hija y los hijos. Podría tener un harén. Muy adecuado para una tempestuosa sexualidad como la mía. Y este barco incita a ello.

—Rickardt —dice Tilte—, ¿hay alguna salida de las casamatas?

El conde baja la voz. Nos guiña el ojo.

—No se lo digáis a nadie, mis pequeños recipientes de bálsamo. Oficialmente no existe ninguna salida, pero de niños descubrimos un túnel. Conduce directamente hacia el este. Es un pasadizo secreto. En realidad, no es más que la antigua alcantarilla, cerrada con una pared de ladrillos y con una puerta secreta. Seguramente se instaló durante las guerras sueco-danesas. La utilizábamos cuando estábamos en arresto domiciliario y queríamos ir a Perlen, en el puerto recreativo de Vedbæk. Desemboca en el acantilado, en la marisma seca del castillo, que da directamente al estrecho de Oresund. Allí teníamos un pequeño bote neumático con un potente motor fuera borda. Y la ropa de gala guardada en sacos impermeables. Recorríamos el túnel en monopatín, con linternas en la frente. Tiene una leve inclinación de cuando era una alcantarilla. Pero cuidado: no lo comentéis a nadie. Al fin y al cabo, el camino conduce directamente a la caja fuerte subterránea. Aunque tampoco importaría si alguien la encontrara. La caja fuerte es de acero templado y hormigón armado, a prueba de robos e incendios. Y pesa dos toneladas. La bajaron desde el patio del castillo con una grúa.

—Rickardt —digo—, ¿es posible que le hayas enseñado ese túnel a mamá?

El semblante del conde se torna pensativo.

—Es posible. Es un lugar muy romántico, ¿sabes? El túnel, las baldosas del suelo, una actividad astral envidiable... Un lugar excelente para fumarse un porro. Se me ocurrió fantasear con aprovechar la ocasión para robarle un beso. Ya sabéis, son muy pocas las ocasiones que uno tiene de estar a solas con vuestra madre. Pero lamentablemente me dijo que no. Pero todavía no me he rendido. Algunas mujeres requieren un asedio más continuado. —Abraza el laúd—. Voy a pasar la noche en vela —anuncia—. En esta cama, entre tres bocaditos del cielo.

Hay que entenderlo como un cumplido, aunque al instante siguiente se queda dormido con el laúd entre los brazos.

Permanecemos despiertos en medio de la oscuridad, a pesar del agotamiento hay algo que nos reconcome.

—Petrus —dice Tilte—, ¿tú dirías que papá y mamá son los típicos salteadores de caminos y bandidos?

—No.

—¿Tú dirías que están obsesionados con el dinero?

Me veo obligado a pensármelo bien antes de contestar. A cualquier hijo le gustaría poder responder que no. Se les veía jubilosos durante los meses que tuvieron el abrigo de visón y el Maserati y nadaban en oro. Pero si colocáramos su alegría bajo el microscopio nos daríamos cuenta de que se debía, sobre todo, a que mi padre así podía darles una vuelta a mis compañeros de clase y poner el coche a doscientos sesenta, o incluso a doscientos ochenta, en la recta del aeródromo. Y para mamá fue como si, tras haber visto en las películas a damas paseándose desnudas envueltas en abrigos de pieles frente a la chimenea, ella también quisiera vivir esa experiencia.

—El Maserati y el abrigo de visón —digo—. En realidad los utilizaron para poder vivir experiencias religiosas consigo mismos y con los demás. Viven para eso. Lo del dinero no fue más que un medio para conseguirlo, aunque una desafortunada elección.

—Así pues, Petrus, si mamá y papá no son ladrones natos y tampoco personas especialmente avariciosas, ¿cabe creer que estarían dispuestos a sacrificar sus trabajos, su hogar, sus hijos y su reputación para adentrarse en una dimensión donde existe una orden de busca y captura contra ellos emitida por la Interpol sólo por un par de vitrinas llenas de piedras brillantes que probablemente resulte muy difícil vender?

Nos miramos. Hasta ahora hemos estado tan ocupados intentando averiguar qué estaba pasando que no hemos sido capaces de ver las cosas con distanciamiento. Pero de pronto empezamos a hacerlo.

—Sin embargo, planearon un robo —añade Tilte—. Aunque debían de tener otra idea que no fuera salir corriendo con el botín.

El cansancio ha desaparecido y se me ponen los pelos de punta.

—La Ley de Objetos Perdidos —digo—. Debe de decir algo acerca de una recompensa.

Ambos nos incorporamos en la cama.

—Si lograran aparentar que el robo lo han cometido otros —dice Tilte—. Y luego devolvieran los objetos para cobrar la recompensa.

—Ni siquiera tendrían que abrir la caja fuerte. Sólo tendrían que hacerla desaparecer.

—Pero pesa dos toneladas.

—Sin duda, mamá habrá urdido una solución —digo.

—Recibirían un diez por ciento, las recompensas suelen ser del diez por ciento del valor. Y los crucifijos están valorados en mil millones. El diez por ciento son cien millones. Con eso deberían contentarse, ¿no?

Volvemos a echarnos en la cama. Circula el rumor que los grandes místicos, cuando alcanzan cierto estadio, no duermen demasiado. Es posible que se queden echados con los ojos cerrados, pero lo registran todo a su alrededor.

No es algo que haya tenido ocasión de verificar personalmente, pero si alguna vez la tengo, si por ejemplo algún día se muda un gran místico a la isla de Finø, lo comprobaré antes de creérmelo. Por ejemplo, entraré a hurtadillas en medio de la noche mientra él o ella duerma, y sacaré con cuidado la dentadura postiza del vaso de agua sobre la mesita de noche, y a la mañana siguiente veremos si el santo en cuestión es capaz de señalarme como autor del delito.

Hasta que eso ocurra, lo daré por bueno y una señal de que Tilte y yo todavía no hemos alcanzado ese estadio de iluminación, pues cuando nosotros dormimos lo hacemos profundamente, y, por esa razón, quien está llamando a nuestra puerta con insistencia es probable que lleve un buen rato allí cuando finalmente reparamos en ello y abrimos.

Es Leonora Ganefryd. En camisón, con su ordenador y los ojos como platos.

—Alguien ha borrado parte de los archivos —dice.

Al principio no entendemos a qué se refiere. Y además, Tilte y yo, si nos despiertan después de medianoche, tardamos unos minutos en alcanzar la plenitud intelectual.

Leonora deja el portátil frente a nosotros y abre un archivo. Vemos lo que ahora sabemos que es la antigua iglesia del castillo de Filthøj, en la pantalla son las siete de la mañana y no se ve ni un alma, y eso es algo sabio, porque a las siete de la mañana todas las personas sabias duermen, ojalá Tilte y yo también lo hiciéramos. Vemos que empieza a surgir la luz, se hace de día en la pantalla, los operarios van y vienen, llega el atardecer, luego la noche, en un pequeño recuadro de una esquina inferior el tiempo corre. Entonces Leonora aminora la velocidad, ahora los segundos pasan lentamente, son las 2.50 horas, luego las 2.58, las 2.59, y entonces salta a las 4.00.

—Falta una hora —dice Leonora.

—Un corte de luz —propone Tilte.

—Eso nunca ocurre en punto —objeto—. Y además, las alarmas siempre están provistas de una fuente de emergencia.

Nos miramos.

—Han borrado una hora de grabación —dice Leonora—. Vuestros padres han borrado una hora.

—Leonora —dice Tilte—, ¿no fuiste tú quien dijo en una ocasión que, teóricamente, se puede recuperar todo lo que alguna vez se ha borrado de un ordenador?

—Teóricamente —admite Leonora—. Pero no a las doce y media de la noche. Además, conociendo a vuestros padres me siento intranquila. Son buenas personas, pero también arriesgadas. No os lo toméis como algo personal. Estoy preocupada por lo que pueden traerse entre manos. No es nada agradable estar sola dando vueltas en la cama, pensando lo que me deparará el futuro. Había pensado que a lo mejor podría dormir aquí con vosotros.

Ahora la cama roza la superpoblación. Junto las manos y ruego que no aparezca nadie más en busca de cobijo y consuelo.