«Quiero que me lo agarres»
Eran las nueve menos cuarto de la noche. Había sido una jornada dura. Aunque este trabajo no tiene mucho de esfuerzo físico, sí lo tiene de trabajo mental, de largos periodos de concentración. Cinco casos en un día pueden parecer pocos, pero tener que evaluar la conducta del animal, el carácter de sus dueños, decidir qué tratamiento puede ser más efectivo o cuál conseguirá una mayor colaboración, provoca un agotamiento mental enorme. Sin embargo, cuando acabas con un caso como el de Canela, gran parte de ese agotamiento desaparece por la satisfacción que da saber que todo irá como la seda y que has colaborado en que su vida y la de su familia sea un poco mejor.
Chavales peruanos, españoles, colombianos y rumanos abarrotaban el andén del metro. Era la hora de salir de marcha. En cierta manera me daban envidia. Recordaba mi época de adolescente cuando íbamos a discotecas como Pirandello, Joy Eslava o Voltereta. Algunos amigos que no veo desde entonces me apodaban Travoltín, porque no paraba de bailar. Salía de los locales sudando como un pollo, hecho una piltrafa, pero impaciente por repetir la experiencia la semana siguiente. Ahora las cosas son distintas. Deseaba llegar a casa, entrar en el salón, situar una de nuestras butacas en el lugar apropiado para conseguir un buen espacio sonoro y poner en el equipo de música uno de mis discos preferidos: Confessions of a pop group de The Style Council. Supongo que será la edad.
Cuando salí del metro y recuperé la cobertura en el teléfono móvil, recibí un nuevo mensaje de José Luis, el propietario del cruce de fox terrier que me había llamado mientras estaba durmiendo la siesta. Preferí no posponer la contestación y le llamé inmediatamente.
—Hola, buenas noches, ¿José Luis?
—Sí. ¿Es usted Pablo Hernández, verdad?
—El mismo.
—Le he dejado un par de mensajes.
—Los he oído, pero he tenido una tarde muy ocupada.
—Bueno, el caso es que estuve consultando con mi veterinaria porque tengo un fox terrier de un año que me está dando muchos problemas.
—¿De qué tipo?
—Con otros perros. No puede ver a ninguno, intenta ir a por ellos y le da igual que sean grandes o pequeños.
—Ya veo.
—La veterinaria me ha recomendado que le castre, pero yo no estoy muy a favor de eso y quería saber si se pueden probar otras cosas.
—Me decía que el problema lo tiene con cualquier perro, ¿no?
—Sí, le da lo mismo el que sea.
—¿Da igual que sea macho o hembra?
—Sí, sí, lo mismo da.
—Si es así, ya le puedo adelantar que probablemente la castración no tendría ningún efecto sobre el perro, ya que sólo corrige los problemas con otros machos.
—Ah…, y entonces, ¿qué se podría hacer?
—Bueno, no le puedo decir gran cosa por teléfono. Tendríamos que quedar un día para verlo y así poderle orientar sabiendo qué es lo que provoca esa agresividad.
—De acuerdo. ¿Dónde tengo que ir?
—No, yo voy a su casa. Las visitas las hago a domicilio.
—Muy bien, me parece perfecto. Así ve al perro en su ambiente.
—¿Vive usted en Majadahonda?
—Sí, en la zona de El Plantío.
—Pues si me permite un segundo, cojo la agenda y le digo cuándo podría ser.
Tomé los datos de José Luis y quedé con él el martes de la semana siguiente.
El problema resultó ser un típico caso de agresividad territorial[27] hacia otros perros, con una actitud claramente ofensiva. Milú ladraba y gruñía como una fiera y, como es habitual en los terriers, se desencajaba absolutamente, tirando como un loco de la correa y avanzando apoyado únicamente en las patas de atrás, como un caballo encabritado, en dirección al otro perro, ante la mera visión del mismo. José Luis, cura de profesión (y, supongo, que de vocación), un tipo tranquilo y bastante solitario, huraño, más como un ermitaño, que únicamente pretendía que Milú se comportase normalmente, sin montar un escándalo cada vez que salía de paseo, se desencajaba también al ver al perro así.
Fuimos, el educador y yo, varias veces a la casa, espartana y casi sin muebles, empapelada toda ella al estilo de los años setenta, que compartía con otros dos o tres sacerdotes jóvenes, para enseñarle a educar al perro. Aunque José Luis era muy parco en palabras y dudábamos muchas veces de si había entendido correctamente lo que queríamos que hiciese con Milú, la verdad es que seguía todas nuestras indicaciones con una diligencia extraordinaria.
Para conseguir en un inicio que el fox terrier aprendiera a controlarse cuando veía otro congénere por la calle, usamos un par de perros fantásticos, un macho y una hembra, con los que trabaja habitualmente mi compañero, a los cuales puedes pedirles que no se inmuten lo más mínimo mientras los otros animales se ponen hechos un basilisco con ellos, incluso estando sueltos y a una gran distancia de su guía. A Milú, además, le enseñamos a llevar un collar de cabeza, como el de Canela, para poder controlarlo más fácilmente. Con este collar lograríamos sin demasiados problemas dos cosas imprescindibles: una, que parase de ladrar, lo cual era la primera indicación evidente del cambio de actitud del animal al ver a otro perro, y otra, que pudiésemos controlar todo su cuerpo, ya que, como ocurre en especies animales más grandes, como los caballos o las vacas, al controlar su cabeza se consigue mucho más fácilmente controlar al perro entero. Una cosa más para la que también nos podría ayudar era para que, mediante un pequeño tirón, fuera capaz de prestar atención a su dueño cuando éste le llamase y así no estuviera tan pendiente de todo lo que ocurriera a su alrededor.
Al principio tuvimos que ser nosotros quienes manejáramos a Milú, ya que a su dueño le costaba modificar la manera de actuar que había tenido con él durante los meses previos. A pesar de que le insistíamos en que la correa debía ir sin tensión, para que el animal fuera más tranquilo, en cuanto José Luis veía a un perro la sujetaba fuertemente e inmediatamente comprobábamos que Milú se ponía en guardia y empezaba a «escanear», como si fuera un radar, su entorno, si hasta ese momento no se había percatado de la presencia del enemigo. Una vez que lo localizaba, volvía a comportarse como tenía por costumbre.
En una de las primeras sesiones, mientras Pepe, como le gustaba al cura que le llamasen, estaba practicando la orden «mira» para que su perro le prestase atención cuando se lo dijese, apareció en escena un malamute de Alaska enorme, aunque muy tranquilo. Cómo no, Milú se puso hecho una fiera.
—Una cosa que no entiendo —nos dijo— es que se comporte igual con todos los perros, ¿es que no tiene conciencia del tamaño del otro animal?
—Sí, claro que la tiene —le respondí.
—¿Y entonces? ¿No debería entender que el otro perro, con un solo mordisco lo podría matar, si quisiese?
—Hay dos cosas muy importantes que le hacen comportarse de esa manera, a pesar de la diferencia de tamaño. La primera es el grandísimo instinto territorial que tiene. Esto le hace ser un temerario. La otra, incluso más determinante, es la seguridad que ha ido adquiriendo respecto a que puede lograr que cualquier perro que vea, se marche rápidamente de lo que él considera su territorio.
—Pero, los otros perros no se marchan.
—Te vas tú, que en el fondo es lo mismo. Él, al final, lo que percibe es que el otro animal ha desaparecido de su vista y ya no está para incordiarlo.
—¿A pesar de que el otro no esté haciendo nada, como éste?
—Sí, a pesar de eso. Para que te hagas una idea, los terriers son el único grupo de perros a los que, cuando son cachorros, muchos criadores tienen que separar porque se llegan a lesionar muy seriamente. Y parece que es debido a la exagerada actitud competidora que tienen entre ellos, ya desde que son muy pequeños.
Cuando, con nosotros, el perro fue comportándose mejor, llegó el momento de que fuera su dueño quien hiciese lo que nos había visto practicar en las sesiones anteriores. La mejoría paulatina en las reacciones de Milú y el aprendizaje por observación del cura consiguieron que empezáramos a ver la luz. José Luis fue actuando de una manera más tranquila al ver que el animal no se desencajaba como antes y, al igual que anteriormente se producía un círculo vicioso que perpetuaba el problema de agresividad, ahora ese círculo giraba en sentido contrario eliminando poco a poco la conducta problemática.
Sinceramente, creo que no sólo le vino bien el cambio al páter, sino también al perro, ya que antes de empezar la terapia, de la excitación que alcanzaba durante el enfrentamiento, el pobre se quedaba totalmente exhausto, sin resuello, tumbado en el suelo con la boca completa mente abierta y los ojos completamente cerrados, desdibujados tras las espesas cejas típicas de los fox terrier.
Cuando conseguimos que el aprendiz de cancerbero no reaccionara en absoluto a los de su especie, José Luis dio por concluido el tratamiento. Según él, con lo que había logrado hasta ese momento le era suficiente; no le interesaba hacer de Milú un «relaciones públicas» canino. Me hubiera gustado que hubiese continuado con la terapia un poco más, pero al ver que estaba realmente satisfecho, no le insistí. Si José Luis estaba contento y el perro también, yo no iba a ser menos.
Por fin estaba en casa. Después de saludar a Kika y aguantar algunos de sus lametazos, solté el maletín sobre la encimera de la cocina. Llamé a Margarita, pero no contestó. No estaba. Quizá se había entretenido comprando algo de comida para la cena.
Situé la butaca que normalmente está frente a la televisión entre los dos altavoces del equipo de música, equidistante de ambos y a unos tres metros de distancia. Ya tenía comprobado que aquélla era la ubicación ideal. Encendí el amplificador y el lector de discos compactos, puse a The Style Council, me senté en la butaca y me encendí un cigarrillo. La música empezó a sonar, ¡qué delicia! Me dejé llevar por los acordes del grupo de Paul Weller durante unos minutos, pero involuntariamente en mi cabeza empezaron a aparecer de forma intermitente imágenes, momentos de los casos que había visto durante el día. Era inevitable. Debería haberlo supuesto. No sé si será por mi manera de ser, pero con demasiada frecuencia me encuentro, sin quererlo, pensando en los animales que he tratado hace poco o, incluso, mucho tiempo. Puedo estar haciendo cualquier cosa: barrer la casa, conducir, intentar dormirme, comer, hablar con Torpe, sacar un ticket de aparcamiento, escuchar música…, da igual. Son como una riada, cuando llegan arrasan con todo y no los puedo detener. De hecho, ahora mismo, según escribo este libro, lo están haciendo.
Recuerdo que Teresa, la dueña de Rey, me llamó después del fin de semana, el lunes por la tarde. Quería que hablase con Alberto sobre lo de la castración del perro. Ella lo había ido asumiendo, pero no así su marido.
—Te lo paso y se lo explicas tú —me dijo.
—Está bien, pásamelo.
Alberto se puso al aparato.
—Hola, soy Alberto, el marido de Teresa.
—¿Qué tal?, encantado.
—Disculpa que el otro día no pudiera estar cuando viniste, pero unos problemas familiares me lo impidieron.
—Ya me dijo Teresa. Algo de una sobrina, ¿no?
—Sí, bueno, ¡ejem! —y cambió de tema—. ¿Cómo es eso de castrar a Rey?
—Porque es lo único que podemos hacer para que deje de marcar por toda la casa.
—Pero eso es antinatural —reclamó indignado.
—Bueno, si nos ponemos así, también es antinatural que coma pienso o que viva en un piso o que salga atado de paseo… —le repliqué.
—Ya, entiéndeme. Me refiero a que es quitarle parte de su personalidad.
—Y lo que te acabo de decir también.
—Pero no es lo mismo —seguía insistiendo.
—Si somos estrictos, sí.
—Bueno, en cualquier caso, ¿qué nota el perro cuando no tiene los cataplines?
—Nada —dije asépticamente.
—¿Cómo que nada?
—Pues eso, no se entera.
—Hombre…, si a ti te los quitan, vamos, que sí te enteras —respondió airadamente.
—Ya, pero yo soy consciente de que los tengo y para qué sirven.
—¿Y él no? —preguntó con sorpresa.
—No, en absoluto. De hecho, incluso teniéndolos, mira cómo se comportan los machos cuando las hembras no están en celo. Para ellos es como si no existieran. ¿Te ocurre a ti eso?
—No sé yo…
—Veámoslo de otra manera, Alberto. ¿Para qué le sirven ahora?
—Para lo mismo que a todos, supongo.
—¿Y vosotros le dejáis que vaya por ahí fornicando con cualquier perra que se le pone a tiro?
—No, menudo panorama —exclamó.
—Pues entonces. ¿No será peor tenerlos y no poder usarlos?
—Pero algo le quedará aunque no los tenga, ¿no?
—Nada de nada. Es como si para nosotros las mujeres no existiesen. Más de uno se evitaría líos de faldas, ¿no crees? —comenté como si tal cosa.
—¡Ejem! Está bien. Me lo pensaré —respondió, zanjando la conversación.
—Perfecto. Decidme algo cuando os decidáis a hacerlo, ¿de acuerdo?
—Muy bien, gracias por todo.
—No hay de qué. Un saludo.
Me enteré por la veterinaria que lleva a Rey de que una semana más tarde ella misma había castrado al perro. No sé si se decidieron a hacerlo porque realmente los convencí, cosa que dudo, o porque a Alberto se le removió algo en su conciencia. El caso es que en menos de un mes el bichón maltés había dejado completamente de hacerse pis en casa. Y Teresa estaba encantada porque, aparte de eso, Rey seguía siendo el mismo de siempre.
También tuve noticias de Susana y Javier. Tras con firmar, con las grabaciones en vídeo que ellos mismos hicieron los días posteriores a la visita, que el perro lo pasaba tan mal estando solo en casa, decidieron hablar con su jefe del gimnasio para ver si se lo podían llevar allí mientras trabajaban. Al jefe no le importó, siempre y cuando no diese problemas. Me preguntaron si me parecía bien y les contesté que sí, que de momento era muy buena idea para que no volviera a experimentar la angustia de quedarse solo. Entretanto, harían los ejercicios que les había recomendado, pondrían las feromonas en casa y le darían la medicación a la dosis indicada.
La primera revisión se retrasó un poco porque en los primeros quince días de terapia tuvieron más lío del normal en el gimnasio y no les dio tiempo a practicar suficientemente los ejercicios. Nos vimos casi un mes después de la primera consulta. Como casi no habían dejado solo a Harpo hasta entonces, decidimos volver a grabarlo para observar las diferencias en su comportamiento.
—¿Cómo lo ves? —me preguntó Susana mientras visionábamos la grabación.
—A mí me parece que está mejor —le dije—. No está corregido, ni de lejos, pero el nivel de ansiedad es bastante menor. Fíjate que se mueve mucho menos por la casa y que ha llegado a tumbarse tranquilamente en varias ocasiones. Y, además, la frecuencia de las vocalizaciones también se ha reducido. Creo que vamos por el buen camino.
Ella se sintió aliviada y miró con confianza a Harpo, el cual, gracias a los ejercicios para fomentar el desapego ya no estaba junto a los pies de su dueña, sino en un punto cercano al ventanal del salón, descansando tranquilamente con su postura de rana tan habitual.
—Tengo una duda, de todas maneras —me comentó—. En las salidas graduales, cuando dejamos la ropa colgada del picaporte y todo eso, ¿debemos ignorarle al entrar? Es que no sé, como se porta tan bien…
—Sí, sí. Tened en cuenta que si le saludáramos nada más entrar en casa estaríamos reforzando de nuevo el apego hacia vosotros. Y esto hay que evitarlo a toda costa.
—Vale… ¡Joder!, nos lo pones difícil —protestó usando su lenguaje habitual.
—No te preocupes —intervino Javier—, se queja mucho pero acaba haciéndolo como tú dices. Y, si no, para eso estoy yo aquí —sonrió a su novia.
—Ahora le puedo decir algo, ¿no?
—Claro, está tranquilo y sin pedir atención. Venga, adelante.
Se acercó a Harpo, se puso en cuclillas, luego de rodillas y le achuchó dulcemente. Ese día el tanga era de color negro, un poquito menos minúsculo que el de la primera vez. No puedo decir más de él, ya que sólo le dirigí una mirada fugaz, temiendo que el novio se diera cuenta de que en ese momento no estaba fijando mi atención precisamente en el perro.
Nos volvimos a ver otras dos veces más, hasta completar un total de cuatro visitas. Fundamentalmente, con esas revisiones, lo que pretendía era confirmar que las salidas graduales se seguían haciendo correctamente, que la respuesta de Harpo a ellas estaba siendo la adecuada y que no dejaban de cumplir las normas para eliminar el ex ceso de apego del perro. Como todo iba muy bien, simplemente me limité a aconsejarles que siguieran igual, practicando todo lo que pudieran, y que continuaran con la medicación. El tratamiento se prolongó hasta después de Navidad. Fue largo y requirió bastante esfuerzo por parte de Javier y de Susana, pero el resultado fue excelente. La última vez que hablamos, ella me confesó que al principio tenía serias dudas de que funcionase, y que había pensado que no sería capaz de cambiar tanto su manera de tratar a Harpo, pero que gracias a la insistencia de Javier y al apoyo que les había prestado durante el proceso, según había ido pasando el tiempo se había ido convenciendo de que lo conseguirían. Y así había sido.
Respecto al caso de Neska, mejor ni hablar. Como imaginé, ni siquiera esperaron que pasasen los dos meses de tratamiento para ver la evolución. Cuando habían transcurrido tres semanas desde mi visita, decidieron, por su cuenta y riesgo, quitar el collar isabelino a la perra porque ya no le observaban ninguna herida. Mira que les había insistido en que debía tenerlo puesto hasta que hubiera salido completamente el pelo de la zona, ¡pues no! Para qué iban a seguir mis indicaciones. Como consecuencia, Neska volvió a mordisquearse la cola en cuanto tuvo oportunidad. Y ahí se acabó la historia.
—Mira, esto se ha terminado —me dijo Ernesto cuando me llamó para comentarme lo sucedido—. Hemos hecho todo lo que nos has dicho, le hemos dado la medicación y el problema sigue exactamente como antes.
Cuando dijo «hemos hecho todo lo que nos has dicho», estuve a punto de saltar y llamarle de todo menos bonito. Pero me controlé. Le pedí que me relatase exactamente lo que habían hecho: por supuesto, de las pruebas, ni hablar. ¿Paseos? Uno al día y de un cuarto de hora; en cuanto a salir a la parcela a relacionarse con la perra, me espetó que no habían podido hacerlo porque unos días había estado lloviendo y otros había tenido que salir de viaje. Es verdad, ¡lo habían hecho todo, todo a pies juntillas!
—¿Y qué habéis decidido? —le pregunté conteniendo mi enfado.
—He hablado con un amigo que tiene una finca en Toledo y me ha dicho que se la queda él. Tiene cuatro perros allí y uno más no le ocasionará más molestias.
—Pues muy bien —dije secamente—. Si eso es todo…
—Sí. Sólo te he llamado para que supieras que lo hemos intentado pero que no ha funcionado —terminó, tratando de justificarse.
—Sí, sí, vale. Bueno, que me llaman por la otra línea. Hasta luego.
—Adiós —respondió con cierto tono de indignación por ser yo quien concluía la conversación.
Para qué intentar de nuevo que siguiesen mis consejos. Ya habían tenido tres semanas para hacerlo y se los habían pasado por el arco del triunfo. Probablemente, la vida de Neska no iba a ser mucho mejor en Toledo de lo que lo había sido hasta ese momento. Sólo quedaba una esperanza: que congeniase bien con alguno de los animales de aquella finca y pudiese dar rienda suelta a su sociabilidad, olvidando que en un tiempo compartió su vida con una familia humana.
Lo de la familia Castrejón ya fue el remate. Jamás volví a tener noticias suyas. Llamé a Carmen un par de veces, pero en ambas ocasiones el resultado fue el mismo.
—La señora no está en casa en este momento —me dijo la chica sudamericana—. ¿Quién le llama?
—Soy Pablo Hernández, el veterinario que estuvo en casa viendo a León. ¿Le puede decir que me llame para comentar cómo va el perro?
—Sí, no se preocupe, yo se lo digo.
La chica no mencionó en ningún momento que el perro ya no estuviera en la casa, por lo que supuse que debían ir manejándose con él como buenamente podían. Pero ¿realmente sería así? No lo sé, pero por dignidad personal y profesional no volví a llamar.
Afortunadamente, con Canela proseguimos hasta el final del tratamiento. Sólo hicieron falta dos visitas más para conseguir que Amparo controlase a la perra por completo. Es cierto que Justo no lo logró en ningún momento, pero es que su caso hubiera requerido una complicada operación de cerebro para instalarle uno más ágil e intuitivo. Como recuerdo por la ayuda que les había prestado, me regalaron una figurita en madera tallada. Aunque no era de mi gusto, todavía la conservo y, de hecho, la tengo junto a los libros sobre comportamiento animal en una de las baldas de la estantería de mi despacho.
En algún momento debí quedarme ligeramente adormilado porque no oí cómo Torpe entraba en casa. Abrí los ojos y allí estaba ante mí, de pie en el centro del salón, mirándome con la misma expresión que adoptan los perros cuando, según sus dueños, saben que han hecho algo mal. No venía exactamente de comprar. Sí, traía algo, pero algo que no era comida. Era un gato casi adulto, rubio, con los ojos abiertos como platos mientras ella lo sujetaba en los brazos. La miré con cara de incredulidad. Acabábamos de dar al gatito blanco y negro esa misma mañana y ya volvíamos a tener un nuevo habitante en la casa. Ella transformó su mirada de culpabilidad por otra de súplica.
—Qué quieres que haga. Estaba ahí, enfrente de las canchas de baloncesto maullando como un desesperado.
—Y si no hubiera sido por eso, pues sería por otra cosa.
—Ya sabes que no puedo dejarlo ahí.
—Qué me vas a contar.
Dejó al gato en el suelo y éste empezó a recorrer el salón muy despacio, como a cámara lenta, mirando de lado a lado y deteniéndose cada pocos segundos, tratando de no dar un solo paso en falso. Kika se acercó a olerle, moviendo frenéticamente el rabo y él, no comprendiendo en ese momento su lenguaje, respondió agazapándose contra el suelo y bufando un poco. La llamé para que le dejara tranquilo, pero instantes después fue él quien se acercó a la perra, superando de un plumazo toda la reticencia que había mostrado previamente. Empezó frotándose contra sus patas como si la conociera de toda la vida y terminó tirándose en el suelo delante de su cara, patas arriba, mostrando una confianza inusitada para un animal recogido de la calle. Ahí nos dimos cuenta de que Rubito (¡qué originalidad de nombre!) era un gato especial. No se asustaba de nada y se adaptaba rapidísimamente a todo. Le deberíamos haber llamado Juan. Juan Sin Miedo. A día de hoy sigue con nosotros y, en algún momento, todavía no sé cuándo, me decidiré a contar todas sus peripecias y los malos tragos que nos ha hecho pasar.
Margarita y yo, sentados tranquilamente en las butacas del salón, con la música de fondo, estuvimos un buen rato comentando qué íbamos a hacer con el minino. Que si esto no puede seguir así, que ya son cuatro los gatos que tenemos, que otro más ya da lo mismo, que nos vamos a arruinar a base de comprar pienso y arena para todos, que mira que eres rata, que ya verás cuando nos tengamos que ir debajo de un puente con todos los bichos, que eres un exagerado, que ya, ya, que mira que tonterías hace, que le voy a enseñar a hacerse el muerto, que eso no se le puede enseñar a un gato, que eso lo dirás tú y así habríamos seguido hasta las tantas, de no ser porque de pronto sonó mi teléfono móvil. Lo tomé en la mano y miré la pantalla iluminada. El número me era completamente desconocido. ¿Quién llamaba tan tarde? Eran las once menos veinte. Normalmente no suelo responder al teléfono a esas horas de la noche, salvo que sea mi familia, pero no sé por qué esa vez decidí hacerlo. ¡Y en buena hora! Margarita escuchaba la conversación con cara de extrañeza, mientras acariciaba en la barbilla a Rubito, intentando preguntarme qué pasaba. Yo le hacía indicaciones con la mano para que esperase, a la vez que con los ojos intentaba que se fuera haciendo una idea de lo que le iba a contar a continuación.
—¿Qué pasa? —me inquirió cuando acabé de hablar.
—No te lo vas a creer —le dije.
—Pero a ver, dime.
—Prepárate, porque tiene tela.
Le expliqué que la voz del extraño pertenecía a un chico joven, de no más de veintitantos años. Este se expresaba con bastante dificultad, tenía un cierto tono gangoso y, sin ánimo de ofender, parecía muy cortito de luces.
—¿Es usted Pablo Hegnandez? —preguntó al descolgar.
—Sí, soy yo.
—Es que me han dado su teléfono paga que le llame.
—¿En qué le puedo ayudar?
—Usted entiende de pegros, ¿no?
—Sí, eso dicen.
—¿De todo tipo de pegros?
—Eso creo.
—Vale, pues a veg si me dice cómo lo puedo lograrg.
—Faltaría más, dígame…
—Vera, es que tengo un pastorg alemán que quieroquemeloagarre —le escuché decir.
—¿Perdón?, creo que no le he entendido bien.
—Sí, que tengo un pastorg alemán que quieroquemeloagarre —volví a escuchar exactamente lo mismo.
Pero a este tío qué le pasa, pensé. ¿Le parecerá normal ponerse a gastar bromas un viernes a las tantas de la noche? ¿Se tratará de descifrar el nombre de una película? ¿Atrapa a un ladrón, acaso? Hay que joderse, cada día está peor el patio. Estuve a punto de mandarle a freír espárragos, pero me pareció que debía darle otra oportunidad dada su escasa capacidad de comunicación.
—Discúlpeme, pero es que no sé qué me quiere decir.
—¡Pues eso! —terminó diciendo, muy exasperado por mi evidente falta de entendederas—. Que tengo un pastorg alemán que ¡QUIERO… QUE… ME… LO… HAGA… REX!
Definitivamente, iba siendo hora de irse a la cama.