Una piraña en el sofá
El edificio donde residían mis clientes era de estilo neoclásico, situado muy cerca de la confluencia entre Rosales y Marqués de Urquijo. En este tipo de casas no es necesario recordar la clave para entrar en el portal ya que éstos suelen estar siempre abiertos. Un portero mayor y con cara de pocos amigos le pregunta invariablemente dónde vas cuando estás a punto de sobrepasar, intentando emular al hombre invisible, el amplio mostrador detrás del que él está sentado. Al tercero B, respondes tú con actitud apaciguadora o desafiante según el tamaño del portero. ¿A quién va a ver? A Carmen Mayoral. Por la escalera de la izquierda. Gracias.
Salió a abrirme una chica joven sudamericana.
—Hola, dígame.
—Soy Pablo Hernández, he quedado con Carmen para ver al perro.
—Ah, sí. Pase, pase al salón. Ahora mismo sale la señora.
—Gracias.
Era un salón enorme distribuido en dos ambientes distintos. Me encantaron los muebles, especialmente los sofás, con estampados florales y de dimensiones difícilmente adaptables a un piso de los que uno puede permitirse hoy en día. Me llamó la atención un armero situado en una de las esquinas de la sala. En él había varias escopetas de caza, algunas bastante antiguas. Cuando me disponía a dejar el maletín junto a uno de los sillones indi viduales que flanqueaban el lado derecho de la mesa de centro, apareció Carmen. Era una mujer guapa, con el pelo negro, fosco y largo, alta y algo entradita en carnes. Llegó fumando un cigarro. Achaqué a eso la gravedad de su voz, bastante ronca.
—¿Qué tal, Pablo?
—Hola.
—Siéntate. Ahora viene María.
María era la hija de Carmen. Llegó al salón con León en brazos. Llevaba todavía el uniforme del colegio de pago al que iba a estudiar. Tendría catorce o quince años y sólo se parecía a su madre en la altura; era más o menos rubia y muy delgada. Me saludó y se sentó en un sillón próximo a aquél en el que estaba yo. León, un teckel de pelo duro, no se inmutó por mi presencia. Se quedó tranquilamente tumbado en el regazo de su dueña, porque María era su verdadera y única dueña, mirándome a través de los párpados casi cerrados.
Cuando iba a comenzar con el cuestionario para averiguar cuál era el problema de León, apareció un hombre de unos setenta años de edad. Este no puede ser el marido de Carmen, pensé para mí.
—Mira, éste es Mariano, el padre de Fernando, mi marido.
—Hola, ¿cómo está usted? —le pregunté.
—Bien —dijo él—. ¡Niña!… ¡Baja al perro de ahí!
María murmuró algo mientras arrugaba el labio superior y miraba hacia otro lado, sin hacerle ni pizca de caso.
—¡María!, ¿no has oído a tu abuelo? —intervino Carmen.
—Pero, mamá…
—¿No entiendes que un perro es un animal? —le replicó Mariano a su nieta.
—Ya, que sí…
—¿¡Lo quieres bajar de una vez!?
Carmen se levantó del sofá donde estaba sentada y se dirigió al lugar donde se encontraba María con intención de bajar ella misma al perro. Sin embargo, cuando intentó alargar la mano para coger del collar a León, éste se volvió hacia ella y enseñándole una blanquísima dentadura le gruñó en un tono bajo pero muy amenazante.
—¿Has visto? —dijo Carmen dirigiéndose a mí.
—Sí. ¿Lo hace habitualmente?
—Cada dos por tres. Y si sólo fuera eso…, ya nos ha mordido a todos menos a María. No es normal, ¿no? Los perros nunca muerden a sus dueños[23].
—Entonces, ¿éste es el problema por el que me habéis llamado?
—Sí, claro. A ver si nos enseñas cómo tratarlo. No sé, ¿no estará loco? Si no, no me explico esos ataques que le dan.
—Qué loco ni loco —respondió Mariano con desden—, a ése lo que le hace falta es que le metan en vereda.
En ese momento se oyó cómo alguien introducía la llave en la cerradura de la puerta principal de la casa. Supuse que era Fernando Castrejón el que llegaba, un hombre de la misma edad que Carmen, más o menos, con traje y corbata, y el pelo engominado y peinado todo hacia atrás.
—Buenas tardes —dijo cuando entró en el salón.
—Hola, buenas —respondí, incorporándome para saludarle.
—Éste es el chico que ha venido a ver a León —le comentó Carmen.
—Ah —contestó él mientras se acercaba a dar un beso a su hija.
Los ojos verdes de Fernando denotaban claramente la sorpresa por mi presencia. Su mujer no debía de haberle informado de mi visita o a él le importaba tan poco que no recordaba que lo hubiera hecho. No quise preguntar.
Ya estaba la familia al completo. Sólo faltaban Guillermo y Pablo, los dos hijos mayores del matrimonio que, según me dijeron, estaban estudiando en Inglaterra. Encajaban perfectamente en el perfil de la familia pija madrileña. Y, como tal, León les venía como anillo al dedo. El teckel de pelo duro es el perro preferido de la gente de clase alta[24], especialmente si son aficionados a la caza. Por un lado es un perro pequeño, manejable y que ensucia poco, por lo que se adapta muy bien a las exigencias de sus dueños para tenerlo en casa, y, por otro, es bastante independiente, recio y con un carácter fuerte, muy adecuado para llevarlo al campo los fines de semana e incluso ir de caza con él. Si, por el contrario, mis clientes hubieran sido nuevos ricos, habrían optado probablemente por un yorkshire terrier: mucho más aparente que el teckel estéticamente y menos recio e independiente que éste, pero igual o más caro.
Cuando hubo acabado el goteo de entrada de los miembros de la familia pude, por fin, hacer la entrevista.
León era un macho entero de dos años de edad que había llegado a casa con dos meses y medio, por medio de un amigo de Fernando. Fue un regalo para María por su decimosegundo cumpleaños. Desde el primer momento la relación entre ambos fue muy estrecha: María era la que bajaba al perro a la calle, la que jugaba con él y, por su puesto, con la que el perro dormía por las noches. Le permitía cualquier cosa que León quisiera y jamás le habían visto regañarle o corregirle por nada. León era de María y María de León.
—¿En qué momentos se muestra agresivo el perro? —pregunté, dirigiéndome a Carmen en particular.
—Ufff, son tantos.
La situación era un verdadero desastre. Cuando les pedí a todos que me respondieran simplemente si León era agresivo o no en distintas circunstancias, sus respuestas fueron: al intentar bajarlo de un sofá, sí; al intentar bajarlo de la cama, sí; al entrar en la habitación de María estando León dentro, sí; al hacerle salir de una habitación, sí; al quitarle algo de la boca, sí; al regañarle por algo que hubiera hecho mal, sí; y así con todas las situaciones por las que les pregunté, excepto al cogerle el comedero o meter la mano en él y al acariciarle mientras descansaba, salvo que lo hiciera en la cama, en el sofá o encima de María; en su caso, todas las respuestas fueron negativas, pero claro, ella no hacía nada de eso. Si el perro estaba en la cama, ¿para qué lo iba a bajar?; si tenía un juguete en la boca, ¿por qué se lo tendría que quitar?
Los primeros signos de agresividad de León los habían observado hacía algo más de un año, aunque en los últimos meses el problema había empeorado significativamente, haciéndose más severo tanto en la frecuencia como en la intensidad de la agresión. Al principio, el perro únicamente gruñía cuando le forzaban a hacer algo que no quería, pero, cada vez más, llegaba a morder, incluso sin dar señales de aviso previas.
La actitud de León era diferente según la situación en que se mostrase agresivo. Cuando estaba con María, como había pasado un rato antes, era claramente ofensiva. Entre nosotros, los profesionales, este término hace referencia a la seguridad que muestra el animal al agredir y a la postura que adopta durante el ataque. Esta última, se caracteriza por la posición erecta de las orejas (muy relativa en el caso de los animales de orejas caídas), rabo alto y cuerpo con el peso desplazado hacia la parte anterior del mismo, así como mirada directa hacia el objeto de la agresión. Sin embargo, cuando reaccionaba agresivamente sin que María estuviera presente, su actitud se volvía mucho más insegura, evitando mirar a los ojos a la persona a la que se estaba enfrentando e incluso con el cuerpo agazapado contra el suelo en algunas de las ocasiones. En este caso, decimos que el animal presenta una actitud ambivalente, ya que muestra signos ofensivos y defensivos a la vez. Probablemente la diferencia de comportamiento en unas situaciones y otras se debía a la actitud protectora y benevolente de su dueña, la cual reforzaba a León, haciéndole entender que aquella forma de actuar era la correcta. Como me había dicho ya antes Carmen, la piraña canina había usado sus armas en varias ocasiones. Pero una característica común a todas ellas era la presencia de María. Si intentaban bajar al perro de un sofá donde estaba descansando él solo, sin su dueña, entonces solía limitarse a gruñir, salvo que insistieran en conseguirlo. Sin embargo, si María estaba con él, llegaba a enseñar los dientes (como había pasado hacía un rato) o incluso a marcarlos en la piel de los demás habitantes de la casa. De hecho, la mayor parte de las mordeduras se habían producido en la habitación de la chica. Afortunadamente, sólo una de las veces que León había mordido lo había hecho con relativa fuerza. La víctima fue Mariano, el abuelo. ¿Cómo ocurrió? Por lo visto, un par de semanas antes de mi visita, concretamente un sábado casi al mediodía, Mariano fue a despertar a María a su habitación, porque, según él, «una mujercita no debía estar durmiendo a esas horas». Como María no respondía a sus voces, se acercó a la cama para «darle un meneo». En ese momento, en cuanto Mariano apoyó la mano derecha sobre el hombro izquierdo de su nieta, León, que descansaba pegado a ella, se abalanzó sobre él y le mordió en aquella mano. Acto seguido, mientras echaba sapos y culebras por la boca, el abuelo intentó pegar al perro con una zapatilla, pero entonces María se interpuso entre ambos. Instantes después apareció Carmen en la habitación y se llevó a Mariano al baño para verle bien y, si era necesario, curarle la herida. Eso explicaba la inquina que el padre de Fernando le tenía al perro. Las miradas que le echaba según hablábamos rezumaban una mezcla de desprecio y de impotencia, pero esta actitud de Mariano no hacía otra cosa que alimentar el cariño que María sentía por su animal. Deduje que el enfrentamiento del abuelo no era sólo con el perro, sino también con su nieta y por otros motivos que no me correspondía a mí investigar.
—¿Cómo actuáis cuando León es agresivo? ¿Le pegáis con la zapatilla, como me acabáis de decir?
—Lo intentamos, aunque en realidad es imposible. En cuanto ve la zapatilla o el periódico se tira a él como un loco y ya nos da miedo que nos pueda morder también en ese momento.
—¿Y qué otras cosas habéis intentado?
—Pues de todo. Mariano le grita como un energúmeno…
—Habrá que hacerle entender quién manda, ¿no? —intervino aquél—. O qué quieres, ¿que me quede de brazos cruzados?, vamos, que…
—Bueno… —siguió Carmen mordiéndose la lengua para no discutir con su suegro—, otras veces hemos intentado encerrarlo, pero como tampoco lo podemos coger del collar porque se nos tira…
—Si le hubieseis enseñado desde el primer momento cuál es su sitio, otro gallo cantaría. Pero, claro, a la niña no se le puede llevar la contraria.
—Bueno, papá, ya está bien, ¿no? —le increpó Fernando—. Lo hecho, hecho está.
—¿Y tú, María? ¿Qué haces cuando le ves así? —le pregunté a la niña.
—¡Ah!, ella —contestó su madre— intenta por todos los medios que no le pongamos la mano encima. Y si lo que intentamos hacer es encerrarle, entonces lo protege y se lo coge en brazos.
—¿Haces eso? —volví a preguntarle a ella.
—Pero es que, ¿por qué tienen que pegarle?
—¿Y qué quieres que hagamos, hija?
—No sé…, pero es que luego está muy nervioso y respira muy fuerte.
—¿Y tú qué haces si le ves así?
—Pues… acariciarlo hasta que se calma y ya está más tranquilo.
—¿Y se llega a calmar?
—Sí, a veces le cuesta. Lo noto porque no se termina de quedar dormido hasta un buen rato después de tenerlo encima.
Una vez recogidos los datos fundamentales del problema principal con León, traté de obtener más información acerca de otros problemas adicionales y de la vida diaria del perro y la familia. Pude constatar que aunque la más apegada al animal era María, Carmen también sentía gran simpatía hacia el can, salvo cuando se ponía agresivo (como es normal). Mariano, efectivamente, no lo soportaba y trataba de no tener relación alguna con él, y Fernando prácticamente sólo se acordaba de que el perro existía cuando iba a cazar. En cualquier caso, después de María, era con la persona de la familia con la que menos problemas tenía León. A veces, le dejaba hacer cosas que sólo se las hubiera permitido a su dueña, como que le acariciara mientras estaba en el regazo de aquélla. Muchos dirán que probablemente se debía a que con quien mejor se llevaba María era con su padre y que eso lo notaba el perro. No sé si sería cierto o no.
No se apreciaban evidencias ni de marcaje sexual ni de actitudes de monta hacia personas u objetos. Tampoco había signos de ansiedad por separación, de conductas estereotipadas ni de miedos hacia los estímulos más habituales, como petardos, fuegos artificiales, tormentas, etcétera.
—¿Cuántas veces sacas de paseo a León? —le pregunté a María.
—Tres al día.
—¿Cuánto tiempo cada vez?
—Veinte minutos o media hora.
—¿Qué? —saltó su madre—. Pero si en diez minutos ya estás en casa.
—¿Qué dices, mamá?, por lo menos le tengo un cuarto de hora —respondió la hija enrocándose en el sillón.
—Venga, hombre, si casi no le debe de dar tiempo a hacer pis.
—¡Nooo, vaya!
—Bueno, que sí, que lo que tú digas.
¿A quién creer? Me inclinaba más por Carmen, ya que los chavales de la edad de María no suelen estar muy dispuestos a dedicar una gran cantidad de tiempo a pasear al perro.
—Vale, pongamos quince minutos cada paseo —intervine para acabar con la discusión—. ¿Y de comer? ¿Cuántas tomas al día?
—Lo tiene siempre puesto —comentó Carmen.
—¿Le ponéis algo más, aparte del pienso?
—No, nada más. Se lo come bien, generalmente.
—¿Y entre horas? ¿Le dais comida de la mesa?
—Eso, eso, díselo —intervino Mariano—. Que estás todo el día dándole de todo.
—Sí, María normalmente le da comida mientras comemos —confirmó Carmen.
—¿Y tú? —replicó María.
—¿Yo, qué?
—Pues que tú también le das.
—No, yo no le doy.
—¡Nooo, vaya! Si el otro día te vi cómo le dabas lo que había sobrado del pollo.
—Bueno…, ese día —Carmen se removió en el sofá. La habían pillado. Se encendió un cigarrillo para disimular la contrariedad.
—Y, aparte de cuando es agresivo, ¿cómo describiríais a León?
—Pues eso es lo curioso del tema —esta vez fue Fernando el que habló—, que normalmente no te enteras de que hay perro. Hay muchos días que le tengo que llamar para que salga cuando llego, porque si no ni aparece. Es muy independiente, va a su aire completamente. Sólo está más pendiente de mí cuando lo llevo de caza.
—Es verdad —corroboró su mujer—. Yo que estoy bastante tiempo en casa, me paso horas sin verlo. Se queda en la habitación de María y no sale de ella. Sólo de vez en cuando sale a comer y entonces te pide que le digas algo o que le acaricies. No lo entiendo, entonces sí que le puedes tocar todo lo que quieras. ¿Tú qué crees?, ¿por qué hace eso?
—¿Y tú le acaricias cuando te lo pide?
—Sí, claro.
—¿Lo hacéis todos?
—A mí que ni se me acerque —gruñó el abuelo—. ¡Asco de perro!
—Mariano… —le frenó Carmen, viendo la expresión de antipatía que ponía su hija al oír hablar así de León.
—¿Y contigo? ¿Cómo se porta? —le volví a preguntar a María directamente.
—Bien —respondió brevemente ella.
—Bueno —empezó a decir Carmen— es que con ella cambia completamente. Donde va María, va él. A ella le lleva los juguetes para que se los tire, merienda con ella.
—¡A ver!, si vosotros no jugáis nunca con él.
—Pero si es que ni viene para que juguemos. Solo quiere jugar contigo.
—Por algo será —respondió María muy resentida.
—¿Qué quieres decir?
—No, nada.
—¡Tendrás queja de cómo trato al perro! No jugaré con él, pero ¿quién se encarga de ponerle de comer? Porque tú no le pones ni un día…
—¡Nooo, vaya!
—Pues no. Y lo de bajarlo a la calle lo haces porque tu padre y yo te dijimos que si no el perro se iba de casa. Tu, todo lo que sea obligación, si puedes escaquearte, no lo haces.
A todo esto, Fernando observaba la discusión entre su mujer y su hija con cara de «ya estamos otra vez, todo el día igual». Pero no intervenía. Supongo que era ese tipo de hombres que delegan todas las cuestiones de la casa, incluida la educación de los hijos y del perro, en su mujer. Él sólo existía para darle todo lo que quería a su hijita.
—Ya para acabar, ¿qué tal anda de órdenes? ¿Conoce alguna?
—¿Te refieres a si sabe hacer algo?
—Sí. Sentarse, tumbarse…
—¡Qué va!, nada, nada. No nos hemos puesto a ello. Tú has intentado alguna vez enseñarle a sentarse, ¿no, María?
—Sí, pero sólo lo hace cuando quiere y si ve un premio.
—¡Si es que es más cabezón!
León, que seguía encima de María, ya que ésta había logrado pasarse por el arco del triunfo a su madre y a su abuelo, levantó la cabeza y miró hacia Carmen cuando le llamó cabezón, con aire de suficiencia como diciendo: «Sí, así soy yo». Luego, volvió a recostar la cabeza sobre su dueña y siguió descansando plácidamente, ajeno a todo lo que se estaba hablando esa tarde en la casa.
Después de completar todo el cuestionario, sólo me faltaba hacer una última pregunta: ¿Por qué narices no habéis llamado a un psicólogo especializado en terapia familiar en vez de llamarme a mí? Realmente era lo que necesitaban. De hecho, si no lograba hacerles entender que el problema de León era un problema de todos, poca cosa íbamos a poder conseguir. Era imprescindible que todos colaborasen en el tratamiento y, por lo que había visto y oído hasta el momento, eso se me antojaba una misión imposible.
Debía intentar ser conciso y claro para que no hubiera malas interpretaciones y para herir lo menos posible la susceptibilidad de cualquiera de ellos. Lo más difícil probablemente iba a ser convencer a María de que teníamos que cambiar bastantes cosas de la relación con León, ya que ella no creía tener problema alguno con él. Tampoco sería fácil implicar a Fernando en la terapia. Pero lo que me parecía como chillar a un sordo era cambiar la actitud de Mariano hacia María y hacia el perro. Sólo contaba con una aliada en todo esto, y ésa era Carmen. Aun así, los problemas generacionales en la relación con su hija supondrían también una traba importante. ¡Esto era de locos!
Pocos casos recuerdo peores que éste en cuanto a los conflictos familiares. Me viene a la cabeza uno de un cruce de labrador retriever con un problema de exceso de actividad, de esos que durante toda la consulta no paran de ladrar, subirse encima, morderte la ropa y, en definitiva, de darte la brasa y asegurarse de que no te olvidas de ellos. El animal compartía la casa, o lo que había dejado de ella tras dar buena cuenta del sofá, las sillas y otros muebles y paredes de la vivienda, con una mujer y su hijo de diecisiete años de edad. La madre estaba separada del marido desde hacía siete años y, desde entonces, había intentado ganarse el cariño que su hijo profesaba al padre, entre otras muchas cosas, con el perro. Pero el chaval no mostraba la más mínima estima hacia el incombustible Rufo. Y, aparentemente, hacia su madre tampoco. Todo lo que proviniera de ella parecía generarle, como norma, un inevitable rechazo. Me acuerdo, como si lo estuviera viendo ahora mismo, del momento final de la discusión entre ambos durante la cual el chico había repetido hasta la saciedad que en ningún momento él había querido tener un perro:
—¡Ya no lo aguanto más! Me obligas a mí a ocuparme continuamente del perro mientras tú estás todo el día fuera de casa a tu bola. Dile, dile cuándo te encargas tú de él.
—Pero, Daniel… —le intentó responder la madre mientras el chaval se dirigía hacia su habitación.
—¡Que me dejes en paz! —contestó él, cerrando de un violento golpe la puerta del cuarto.
Raquel se echó a llorar y no supe qué decirle.