Una familia de lobos
Antes de nada —empecé a decirles a la familia Castrejón— debéis saber que si queremos cambiar la conducta de León debemos tener paciencia y, sobre todo, mucha constancia y fuerza de voluntad por parte de todos.
—Yo, desde luego, estoy dispuesta a hacer lo que nos digas —aseguró Carmen.
Miré a los demás miembros de la familia. Sólo asintió María. Fernando y Mariano no hicieron ningún gesto que indicase colaboración.
—A ver, esto es serio —insistí—. De hecho, supone la principal causa de muerte en perros menores de dos años, por delante de los accidentes y de las enfermedades infecciosas. Si no logramos cambiar el comportamiento de León, me temo que acabará de la peor forma posible.
—Bueno —intervino Fernando, cediendo ligeramente—, dinos qué tenemos que hacer.
Mariano seguía sin dar muestras de querer participar en el tratamiento.
—Lo primero es establecer una rutina en ciertos aspectos de la vida del perro orientada a reducir su estatus en la jerarquía familiar. El problema de León es lo que clásicamente se ha llamado agresividad por dominancia. En este tipo de problemas, el perro, al recibir ciertos privilegios, pasa a ocupar una posición dominante en la familia y esta posición es la que le hace reaccionar de forma agresiva cuando se le cuestiona, se le contradice o se hace algo que le molesta o, simplemente, no le gusta.
Sí, ya sé que muchos especialistas en el campo del comportamiento canino podrían tacharme de anticuado y de ofrecer una visión del problema que no es la más aceptada últimamente. Pero a ver quién era el guapo que se metía en el fregado de explicarle a esa familia que lo que realmente existe es una incoherencia, por parte de cada uno de sus miembros y entre ellos, en la relación con el animal, que genera un estado de conflicto y ansiedad en él y que ése es el causante de las reacciones agresivas. Prefería quedarme con la explicación más simple, aunque no fuera la más acertada.
—O sea —preguntó Carmen—, ¿entonces no está loco?
—¿A qué te refieres con estar loco[25] exactamente?
—Hombre, ya me entiendes. A que tenga un problema en la cabeza.
—Si lo que quieres decir es si puede tener una enfermedad mental, entonces no, no la tiene.
—Es que como tiene esas reacciones cuando menos te lo esperas.
—Pero es que no son reacciones inesperadas, Carmen. Si os dais cuenta, el patrón de actuación que tiene León es muy previsible. ¿Me quieres decir que no te esperabas que te enseñara los dientes antes, cuando has intentado bajarle del regazo de María?
—Bueno, sí me lo esperaba, pero quería que vieras con tus propios ojos cómo actúa.
—¿Y qué crees que hará si lo vuelves a intentar?
—Lo mismo, claro.
—¡Ah!, pues entonces sí que sabes cuándo se va a poner agresivo, ¿no?
—Bueno, sí, más o menos.
—Piensa en el resto de situaciones en que León es agresivo y dime si no se relaciona todo con hacer algo que a él no le gusta o no le apetece hacer.
—Pero ¿qué es lo que tenemos que hacer para que cambie? —insistió Fernando.
—Para conseguir que no sea agresivo —proseguí— debemos centrarnos en tres aspectos fundamentales: la comida, el lugar de descanso y la relación con vosotros. En cuanto al primero, a partir de ahora, debéis hacer lo siguiente. Por un lado, poner unos horarios de comida estrictos a León. Esto significa que, desde ya mismo, no podrá tener el comedero puesto continuamente. Sólo se le pondrá de comer dos veces al día durante quince o veinte minutos, retirando el comedero pasado ese tiempo hasta la siguiente comida.
—Pero ¿qué pasa si no come? —volvió a preguntar Carmen—. Él está acostumbrado a comer cuando quiere.
—Pues no pasa nada. Si no quiere comer todo en ese momento tendrá que esperar hasta la próxima comida.
—Ya, ¿pero y si pasan varios días y no quiere comer?
—De verdad, que no pasa nada. No se va a morir. Sería el primer perro que conociera que, sin estar malo, se deja morir por no comer cuando le indicamos.
A María no pareció hacerle mucha gracia esta primera medida, pero no dijo nada al respecto. Mariano estuvo asintiendo ligeramente mientras yo comentaba esa norma y Fernando estaba a lo suyo, mirando algo en el teléfono móvil, asumiendo que el tema de la comida no le correspondía a él.
—Vale. Así que tiene que comer dos veces al día.
—Sí, pero no es todo. Debe comer siempre inmediatamente después de que lo hagáis vosotros. Con esto tratamos de imitar la conducta que se observa en los grupos de lobos o de perros salvajes en los que el dominante come el primero mientras los subordinados lo observan y esperan a que acabe para comer después ellos.
—¡Pues sí que es difícil eso! Cada uno comemos a una hora.
—¿No desayunáis o cenáis a la vez?
—Cenar sí, y desayunar… menos Fernando que se va antes, los demás sí.
—Así podría valer. Aunque Fernando no desayune con vosotros, puede desayunar él y no darle nada a León y luego hacerlo vosotros.
El marido de Carmen había vuelto a prestar atención al oír su nombre y se encogió brevemente de hombros aceptando la recomendación sin que pareciera suponerle demasiado problema.
—Respecto a la comida, una última cosa importante es que a partir de ahora debéis dejar de dar sobras o restos de comida a León —esto lo dije mirando directamente a María que era la que más problemas tendría para ponerlo en práctica.
—¡Hombre! —exclamó Mariano—, ya no soy el único que lo dice. ¿Lo has oído bien?
—Pero ¿no puedo darle ni un trocito de pan? —preguntó angustiada María.
—No —respondí—, nada de nada. Los premios tenemos que dejarlos para enseñarle algunas órdenes de obediencia que necesitamos que aprenda y para otra cosa que os comentaré después. ¿Vale?, ahí sí podrás darle algún premio.
María seguía sin estar muy conforme con mi aclaración, pero a pesar de todo asintió de nuevo.
Pasé a continuación a explicarles lo relacionado con el lugar de descanso. Cuando comenté que León no debía dormir en el dormitorio con María, ni en ningún otro dormitorio, se desató la tormenta. Mariano estaba exultante. Por fin el perro iba a pagar con creces su enconada animadversión hacia él. ¡Que se fastidie!, parecía dar a entender con los gestos de su cara. Pero María estaba afligida y a la vez irritada con su abuelo por desear tanto mal al perro.
—Pero, mamá —dijo María mirando con ojos de súplica a su madre—. Eso no es justo. El problema lo tiene él, no León.
—No, María. Aunque no lo quieras ver, el problema lo tiene León y si quieres que siga en casa con nosotros, más vale que hagas lo que nos dice.
—Que hagáis todos lo que os digo —aclaré.
—Sí, ya —respondió Carmen—, pero esto le corresponde a ella.
—Bien, pero lo que no puede ocurrir tampoco es que, por ejemplo, a la hora de la siesta León intente dormir con alguno de vosotros en otro dormitorio que no sea el de María y se lo permitáis. Incluso, si en algún momento intenta simplemente subirse a una cama, deberéis impedírselo.
—¿Y si nos intenta morder? ¿Qué hacemos?
—Eso lo vemos ahora. Antes quiero que busquemos un lugar para que León duerma por la noche. ¿Cuál sería mejor para vosotros?
—Que duerma en la terraza —dijo el abuelo.
—Sí, hombre, ¿qué quieres, que le dé algo? —le contestó su nuera—. Podría ser en el cuarto de la plancha, a veces se va él sólo allí a descansar, ¿te lo enseño?
Nos levantamos, salimos del salón y recorrimos un pasillo largo con habitaciones a ambos lados. Al final del mismo estaba la cocina y, junto a ella, un cuarto muy luminoso y relativamente grande. Allí estaba la chica sudamericana que me había abierto la puerta anteriormente planchando unas camisas. En el suelo, en una esquina debajo de una mesa, había una alfombrilla que era la que usaba León para descansar.
—¿Qué te parece? ¿Estaría bien aquí?
—Sí, por mí no hay inconveniente. Me parece bien.
María había venido con Carmen y conmigo hasta el cuarto y lo mismo había hecho León, que, después de revolotear durante unos segundos por la habitación, se tumbó en la alfombrilla y se nos quedó mirando tranquilamente, reafirmando que efectivamente ése era uno de los sitios que usaba para descansar.
—Tú qué dices, María, ¿te parece bien? —le pregunté.
La chica negó con la cabeza a la vez que la agachaba y miraba al suelo desaprobando lo que queríamos hacer.
—Ya sé que tú querrías que siguiera durmiendo contigo, pero tienes que entender que tenemos que hacer algo para que León deje de morder a tu familia, por mucho que no te lleves bien con algunos de sus miembros.
—Pero ¿por qué tengo que ser sólo yo la que tiene que hacerlo?
—Tranquila, que aquí todos vais a tener que hacer algo, no sólo tú. Ahora os comento el resto de cosas que hay que hacer.
Les hice una señal para que saliéramos del cuarto y volviéramos al salón. León se levantó de su sitio y nos siguió, aunque después de unos pocos pasos ya nos había adelantado. Tenía el típico caminar de los teckel, con un ligero balanceo hacia los lados, muy gracioso, y viéndole así resultaba difícil creer que llegara a morder en algún momento. Pero así era.
—Bueno, una vez que hemos dejado claro el tema de la comida y del sitio para dormir, hablemos de cómo debe ser vuestra relación con el perro. Me temo que no te va a resultar agradable tampoco —dije mirando de nuevo a María con la mayor empatía que podía mostrar—. Hay dos normas fundamentales en este aspecto. La primera es que no debéis permitir nunca que León apoye su cuerpo sobre vosotros. Esto implica que no debe apoyar las patas o la cabeza en vuestras piernas o regazo, y que no se le puede coger en brazos o subírsele encima cuando estéis sentados. Cuando el perro actúa de esta manera está adoptando una postura dominante y, aunque su intención en ese momento no sea la de dominaros, sino simplemente estar más a gusto, si accedemos a sus peticiones estaremos reforzando esa actitud.
María ya no aguantaba más. Si hubiera tenido otro carácter más «blando», ya estaría llorando por las supuestas judiadas que le quería hacer a su querido León. En cambio, lo que hizo fue encerrarse en sí misma, acurrucándose en el sillón, sin decir una sola palabra. Se me estaba yendo de las manos y si quería que colaborase tenía que inventarme algo.
—María, mírame —le pedí—, esto va a ser algo temporal. Si todo va bien, dentro de un tiempo, haremos ejercicios para que puedas tener a León contigo encima y que esto no suponga un problema para la familia. ¿De acuerdo?
—¿Cuánto tiempo? —preguntó ella.
—No lo sé todavía, depende de lo que vayamos consiguiendo, pero no te preocupes, lo haremos.
Logré que María se sintiese algo más aliviada. Ya vería más adelante cómo hacía lo que acababa de prometerle, porque no era ni mucho menos fácil.
—Y, por último, la segunda norma en cuanto a cómo relacionaros con León. Esta norma es que León debe ganarse todo lo que quiera de vosotros. Es decir, si pide caricias, juego, salir de paseo, o simplemente que se le salude al llegar a casa, primero deberá «pagar» para conseguirlo.
—¿A qué te refieres con «pagar»? —me preguntó de nuevo Carmen.
—Me refiero a que León cumpla una orden antes de darle lo que quiere. Por ejemplo, si quiere que le acariciéis, primero tendrá que sentarse o tumbarse. Si lo hace correctamente entonces le daremos la caricia.
—Pero no sabe ninguna orden.
—Ya, por eso voy a enseñaros en un momento cómo se hace, es muy fácil.
Pedí a Carmen que me trajese unos trochos de salchicha o de algo que a León le gustase mucho. Me comentó que le chiflaba el queso y le dije que eso podía valer. En cuanto olió el queso, León se bajó como una flecha del sillón donde estaba con María y se puso a saltar delante de Carmen, intentando alcanzarlo. Cogí el queso y les enseñe cómo conseguir que el perro se sentase y se tumbase usando los premios. Le dije a María que me ayudase para que viese que, por lo menos, le proponía algo agradable para hacer con su animal. León cogió la idea al momento. Es lo bueno que tienen los perros que son tan reactivos: que aprenden muy fácilmente, incluso aunque sean adultos.
María disfrutó viendo cómo León se sentaba y se tumbaba cuando ella se lo indicaba. Les recomendé que lo practicaran dos veces al día. En una semana podrían empezar a usar las órdenes para cumplir la norma que les acababa de comentar.
—A ver si no se te pasa pronto la emoción y lo haces como te ha dicho Pablo —le dijo Carmen a su hija.
—¡Sit! —le decía la chica al perro sin prestar demasiada atención al comentario de su madre. Estaba enfrascada en la tarea y no dejaba pasar una oportunidad para abrazar y besar a León cada vez que éste obedecía.
Mariano miraba a su nieta con expresión de no entender muy bien para qué servía todo aquello. A él lo que le interesaba era otra cosa.
—Bueno, todo esto está muy bien, pero ¿cómo le castigamos cuando nos quiere morder? Es mejor usar la zapatilla, el periódico o qué.
—Ninguna de esas cosas —le respondí—. Esto era el otro tema importante que quería comentaros. No debéis pensar en cómo castigar al perro por ser agresivo, sino que lo que hay que conseguir es que no llegue a ser agresivo en ningún momento. Si os fijáis, todo lo que os he dicho antes está orientado a reducir su estatus en la jerarquía familiar pero, además, consigue también evitar algunas de las situaciones más problemáticas. Si León ya no duerme en el dormitorio con María, evitamos que pueda ser agresivo al entrar en la habitación y acercarse a él. Si no puede descansar encima de vosotros, evitamos también que se muestre agresivo al intentar tocarlo en esa ocasión. Sin embargo, quedan algunas situaciones que no se evitan haciendo únicamente lo que os he dicho. ¿Qué pasa si, por un descuido, León se cuela en el dormitorio de María y tenemos que sacarlo? ¿Y si tenemos que quitarle algo importante que haya cogido? ¿Cómo lo conseguimos?
—Yo le pondría un bozal y le daría unos buenos palos. Así aprendería.
—Pues no —le dije—, si hace eso evitaría que le mordiera pero seguiría siendo agresivo, y se trata de que no lo sea. Y, además, dudo de que le dejara ponérselo. No debemos enfrentarnos al perro. Si lo hacemos, sólo conseguiremos una de estas dos cosas: o salir lesionados o reforzar más su actitud en caso de que al final cedamos nosotros. Por tanto, debemos centrarnos en evitar que esa situación llegue a producirse. Para ello, recurrimos a un cebo. A esto era a lo que me refería antes cuando decía que usaríamos la comida casera o los premios para otra cosa. Si, según el ejemplo de antes, León se cuela en el dormitorio de María, no debemos intentar sacarlo a la fuerza, sino que lo que hay que hacer es convencerlo desde la entrada del dormitorio para que salga, ya que así recibirá un premio por hacerlo. Una vez que le tenemos fuera, aprovechamos para cerrar la puerta antes de darle la comida y luego le pedimos que cumpla una orden para recibir eso que tanto desea. De esta forma hemos conseguido no enfrentarnos al animal, no provocar la agresividad y, aun así, conseguir lo que queríamos.
—¡Ah! Está bien —comentó Carmen—. Me parece buena idea.
—Pero… así sólo conseguiremos que cada vez quiera entrar más veces ¿no? —me preguntó Fernando dubitativo—. Si aprende que entrando en el dormitorio recibe un premio después, no va a dejar de hacerlo.
—Por eso es por lo que le pedimos que cumpla una orden antes de darle la comida. Para que asocie el hecho de darle el premio no con salir de la habitación, sino con el acto de sentarse o tumbarse. Los perros relacionan los premios o los castigos con lo último que han hecho, y en este caso eso será cumplir la orden.
—Hummm… —Fernando no lo tenía muy claro, pero no preguntó más. Se quedó pensando en ello.
—Y eso lo debemos hacer siempre que queramos conseguir que haga algo que no le gusta, ¿no? —preguntó Carmen buscando una respuesta afirmativa.
—Eso es. Debéis plantearos siempre antes de hacer algo, si León se va a poner agresivo si lo hacéis. Si la respuesta es sí, aunque no ocurra siempre, es mejor anticiparse y prevenir que ocurra, antes que actuar como hasta ahora y que llegue a comportarse agresivamente. Si evitamos todas las situaciones conflictivas, conseguiremos que León, por decirlo de alguna forma, se olvide de actuar de esa manera y todo vaya mucho mejor.
Se miraron todos como preguntándose entre ellos por telepatía si les quedaba claro. María estaba mucho más alegre que antes. Por fin había algo que su abuelo tendría que olvidarse de hacer y que beneficiaba enormemente a su compañero. Después de unos momentos de silencio general, Carmen volvió a dirigirse a mí.
—Pues nada, habrá que ponerse manos a la obra. ¿Tú crees que lo conseguiremos?
—Pues claro, es sólo cuestión de paciencia y, sobre todo, de fuerza de voluntad. Si os proponéis firmemente cambiar las cosas, lo conseguiréis sin problemas.
—A ver, porque con esta niña…
—¿Y vosotros qué? A ver si lo hace el abuelo.
—Tú déjame, que ya he oído lo que hay que hacer, ¡eh!
—Ya…
—Cada uno a lo que le toca, ¿vale, María?
—Pero si yo lo voy a hacer.
—Eso dices ahora. Ya veremos dentro de una semana, ¡que te conozco! Seguro que ya no te acuerdas.
—¡Nooo, vaya!
¡Qué horror! Pero no podía hacer más. Con suerte, en una de esas que tuvieran que bajar a León de una cama o un sofá, el pobre animal se pegaba un trastazo y se le volvía la cabeza del revés comportándose a partir de entonces como un corderito, como ya me había sucedido en otra ocasión. Si no, esto no había Dios que lo arreglase.
Me despedí de ellos asegurándoles, sin la menor convicción interior, que sólo tenían que seguir mis consejos para lograr que todo fuera como la seda. Dejé a la familia en el quicio de la puerta con León saltando hacia su dueña para que siguiera dándole queso y bajé por las escaleras para poder encenderme un cigarrillo lo antes posible. Lo necesitaba imperiosamente.
Cuando salí del portal, me dirigí de nuevo hacia el metro. Doblé la esquina para coger Marqués de Urquijo hacia Princesa y comencé a ascender por aquélla. ¡Joder!, no había dado diez pasos cuando me di cuenta de que había pisado una mierda. Pero ¿quién era el cerdo que dejaba los excrementos de su perro en semejante lugar? ¿No conocía la utilidad de las bolsitas? Mientras trataba de quitarme la plasta de la suela del zapato frotándolo contra la corteza del árbol más próximo, me dio por pensar si aquello no sería un buen presagio de que el problema de León se arreglaría. ¿No dicen que pisar una mierda trae suerte? Por el momento, lo único que me había traído era la risita contenida de un niño pelirrojo que andaba por el lugar cogido de la mano de su padre.