El perro que pudo reinar
Después de pasar por delante de la garita donde el vigilante, como es habitual, no estaba, me dirigí al portal H, que no sé por qué extraño motivo siempre queda al otro extremo de la entrada, equidistante de la derecha y la izquierda, con el consiguiente quebradero de cabeza respecto a por dónde ir. Subí por las escaleras a riesgo de asfixiarme y, observando las puertas metálicas, macizas y grises, similares a las de una prisión, que separan una planta de otra, pensé en lo poco que me gusta este nuevo tipo de urbanizaciones cerradas. Sí, son muy modernas, muy cómodas para soltar a los niños sin preocuparse demasiado y todo lo que tú quieras, pero me producen una sensación de soledad y de aislamiento que hace que las deteste.
Aún resoplando, pulsé el timbre. Desde algún lugar alejado de la casa y acercándose a una velocidad endemoniada escuché el ladrido de un perro que por lo agudo del mismo no debía de pesar más de dos o tres kilos. Tras él y con un tono casi igual de agudo se entreoía, estridente, la voz de su dueña: «¡Reeeyyyy, ya está bien! Calla de una vez, ¿no ves que es un amigo?».
Sonaron las llaves en la cerradura. La puerta de color roble se abrió y el ladrido del perro impactó como una bomba sónica contra mis oídos.
—¡Guauguauguauguauguau! ¡Guauguauguauguau! —me espetó Rey, expresando con ese ladrido rápido como una ametralladora su desconfianza hacia mí.
—¡Hola! —logré decir entre ladrido y ladrido—. ¿Teresa?
—¡Sí, sí! ¡Pase, por favor! ¡Reeeyyy! ¿Ya está bien, no?
Mientras entraba en la casa, Rey seguía detrás de mí manifestando, a su manera, su más absoluta disconformidad con que su dueña me dejara pasar.
—¡Pase, no se preocupe, no muerde! Hace lo mismo con todas las personas que vienen a casa. Es que es muy defensor él, ¿verdad, Rey?
—Ya, ya. Pero luego se calla, ¿no? —pregunté sin demasiadas esperanzas.
—¡Sí, sí! En cuanto pasemos al salón y le huela un poco se tranquiliza, ¿a qué sí mi Rey? ¿Verdad? ¡Claaaro!
La casa, en general, estaba profusamente decorada con muebles clásicos, elegantes y probablemente caros. Sobre el suelo de parquet había algunas alfombras, pero, allí donde éstas no lo cubrían, podían descubrirse a simple vista rastros de las fechorías de Rey. Teresa me dirigió hasta el salón y al llegar a él me indicó un tresillo de color verde oliva, de una tela similar al terciopelo, también muy elegante. Nos acomodamos en él. Rey, como ya había predicho su propietaria, empezó a olerme los pantalones tratando de extraer toda la información que le fuera posible. Cada dos o tres olisqueos miraba hacia arriba y me ladraba como diciendo: «Oye, que aunque yo esté aquí, a lo mío, no te pienses que me he olvidado de que te has colado en mi casa».
Rey era un bichón maltés, completamente blanco y con un kiki en la cabeza que le permitía ver por unos enormes y vivos ojos marrones muy oscuros. Tenía un año y medio de edad y, como yo había augurado anteriormente, no debía de pesar más de dos o tres kilos. Era, lo que se suele decir, un perro muy guapo.
Teresa, la dueña, era una mujer menuda, bastante delgada, rubia teñida y con el pelo corto. Tendría unos cuarenta y cinco años bien llevados, aunque su forma de vestir le hacía aparentar más edad. Sus ojos no tenían nada que envidiar a los del perro. Eran verdes, grandes, y no paraban de moverse de un lado a otro, tratando de observarlo todo. Las manos, huesudas, tampoco parecían poder estarse quietas. Tan pronto estaban entre el pelo, atusándolo, como cogiendo el suéter rosa de punto, estirándolo y colocándolo en su aparente posición correcta.
Era una mujer muy nerviosa, como en permanente estado de intranquilidad. En cierta manera me recordaba a Kika, mi perra. Kika se llamaba así por el personaje de Verónica Forqué en la película de Almodóvar del mismo nombre. Al poco tiempo de haberla recogido de un cubo de basura con otros dos hermanos de carnada, nos dimos cuenta de que era un terremoto. Era muy pizpireta y todo lo tenía que investigar. No se cansaba ni aunque estuviese horas corriendo, y su obsesión por las pelotas ya empezaba a ser más que evidente. Sin embargo, como el personaje de Almodóvar y como Teresa, tenía algo que hacía que le cogieses cariño enseguida.
—Bueno. Vaya pieza el amigo Rey, ¿eh?
—Sí, bueno. Es un poco cascarrabias con la gente, pero en casa es un peluchín, ¿verdad? Ven, anda, venga, deja ya de oler a Pablo. ¿Oye, te importa que te tutee?
—No, no. Yo también lo prefiero.
Rey se fue hacia su dueña y de un salto se subió en su regazo. Teresa le acercó la cara y él empezó a lamerla desaforadamente.
—¡Ay! Mi chiquitín. Si es que es un amor. Si no fuera por lo marrano que es. De verdad, es que me tieeene… Mira que le bajo veces a la calle, por la mañana, después de comer, por la tarde, antes de cenar… y, nada, que sigue haciéndoselo. Cuando me encuentro el pis le regaño, le restriego el morro, le enseño la zapatilla, y como el que tiene un tío en Alcalá. ¿Tú crees que es normal? Porque, eso sí, saber, sabe perfectamente que hace mal. No lo entiendo, algunos días…
—Un momento, un momento, Teresa. Vayamos por partes, que si no esto es un lío y al final no me aclaro. Vamos a ver; antes de nada, lo que necesito saber es si, en casa, Rey se hace sólo pis o pis y caca.
—¡No, no! Sólo pis. Hace ya mucho que la caca la hace siempre en la calle. ¿Por qué? ¿Es importante eso? ¿Qué pasaría si también se hiciese la caca en casa? ¿Crees que…?
La cosa estaba empezando a ponerse fea. Si dejaba que Teresa siguiese preguntándose sobre cada cosa por la que yo le preguntaba, al final iba a acabar preguntándome yo qué hacía preguntándole a ella en vez de preguntarle a Rey y eso tampoco nos llevaría a ninguna parte. Decidí ponerme serio y llevar las riendas de la consulta.
—¡A ver, Teresa, tranquila! Tú limítate a contestar a lo que yo te pregunto, ¿vale? Luego ya te explicaré detenidamente por qué Rey hace lo que hace.
Teresa asintió como pidiendo perdón y, haciendo ademanes que pretendían indicar un afán colaborador, bajó a Rey de su regazo, se atusó el pelo, se estiró el suéter rosa de punto y se irguió en el sofá con expresión seria y solemne.
—Bueno. Así que el problema es únicamente con el pis. Muy bien. ¿Lo hace únicamente cuando se queda solo en casa o también si estáis vosotros con él?
—¡Ah! Le da igual. Vamos, pues anda que tiene algún problema el mozo. Mira, el otro día, sin ir más lejos, estaba yo en el dormitorio sacando unos abrigos del armario para llevarlos al tinte, cuando de repente miro y veo que Rey no está. Mira que es raro, porque donde estoy yo, allí está él; si me muevo, él va detrás; si entro al baño, él tiene que entrar conmigo y, bueno, así siempre. Así que salgo corriendo del dormitorio y veo que en la entrada del salón, ¿has visto que tengo una planta muy grande con las hojas anchas y pintas blancas, como tropical?, se había hecho un pis, ¡el muy guarro! Le cogí, le restregué el morro diciéndole «¡Muy mal! ¡Aquí no se hace!», y casi me muerde, ¡porque no veas cómo se pone cuando le regaño! Ahí sí, echa un carácter el buen señor que ya, ya, y nada, pues eso, que otra vez a recoger el pis y es que tengo el parqué que ya no sé qué hacer. Lo he fregado con lejía, con amoniaco, que me han dicho que es repelente para los perros, y ya se me está poniendo negro en algunos sitios, ¡ah!, y claro…
Definitivamente, yo estaba dirigiendo la consulta como había pensado, ¿o no?
Según Teresa había ido hablando, los gestos de colaboración que por un momento me habían hecho pensar que tenía controlada la situación habían ido desapareciendo. Sólo tenía una opción. Si me empeñaba en tratar de obtener una historia clínica completa, como en teoría se debería hacer en todos los casos, estaba absolutamente abocado al fracaso o a dedicar un tiempo que, precisamente esa mañana con las consultas que había citado, no me sobraba. Así pues, decidí pasar directamente al plan B: ir cogiendo, como el que picotea de un surtido de frutos secos, de todo lo que Teresa me iba contando a su manera, lo que era relevante para saber por qué Rey se hacía pis en casa.
Afortunadamente, el caso era sencillo. Bueno, era sencillo sólo en parte.
Cuando le pedí a Teresa que me mostrase los lugares donde Rey solía hacerse pis se confirmó que esos rastros que había visto antes eran de él. En esas zonas, el parqué estaba realmente deteriorado, negro y sin brillo, probablemente más por los productos usados al fregar que por el efecto de la orina en sí, ya que normalmente sólo era una pequeña cantidad lo que el perro orinaba. El animal no lo hacía directamente sobre el mismo parqué, sino que, levantando la pata, la orina era depositada a unos centímetros sobre el suelo, sobre objetos verticales (maceteros, patas de sillas, marcos de puertas, etcétera) y de ahí escurría hacia abajo.
—¡Ah, bueno! Y las cortinas, que ya se me olvidaba. Ves cómo las tengo que tener, ¿no? Si las dejo estiradas, así, sin el nudo, las tengo que echar a lavar un día sí y otro también. ¿Verdad? ¡Eh!, ¿qué has hecho aquí? ¡Huummm! ¡Perro malo!
Rey, que estaba detrás de nosotros, miró a su dueña y rápidamente echó las orejas hacia atrás al oír que le regañaba. Sin embargo, un momento más tarde, tras evaluar mejor su tono de voz, adoptó una actitud dubitativa, como si pensara: «¿Qué le ha dado a ésta ahora? ¿Qué me está contando? Sí, bueno, parece como si estuviese medio enfadada por algo, pero ¿por qué?». Y, tras recuperar la compostura, finalmente, pareció decir: «¡Bah!, yo a lo mío».
Un instante después, mientras seguíamos hablando frente al ventanal del salón, Rey, ni corto ni perezoso, se acercó tranquilamente a la mesa de madera de raíz y levantando la pata contra una de las sillas clásicas que la rodeaban, dejó salir un chorrillo de orina.
—¡Reeeyyyy! Pero ¿qué haces? —gritó Teresa saliendo en dirección al perro, a la vez que éste ponía pies en polvorosa y se escondía debajo de una de las pequeñas mesitas que decoraban el salón—. ¡Te voy a matar! ¡Ay, señor! ¿Has visto? ¿Ves cómo lo entiende? ¿Qué hago? ¿Le pego con la zapatilla? ¿Le doy con el periódico?
Como decía antes, el caso era de lo más corriente. Teniendo en cuenta los lugares donde orinaba Rey (que era un macho entero, es decir, sin castrar), la cantidad de orina evacuada y la postura típica, no quedaba otro diagnóstico posible que el de marcaje sexual u hormonal. Pero, por si fuera poco, uno de los limpiadores que Teresa había usado, concretamente el amoniaco, había actuado como un refuerzo de la conducta del perro. El olor del amoniaco junto con los restos orgánicos del suelo, al degradarse, es para los animales muy similar al de la orina y les induce a hacerlo de nuevo allí.
—No, Teresa, no. No conseguirás nada pegando al perro. Aunque sea difícil de entender, él realmente no comprende que eso está mal hecho.
—¿Cómo no lo va a entender? —preguntó ella.
—Para que el animal relacione lo que ha hecho mal con el castigo, éste debe aplicarse siempre en el momento justo en que lo está haciendo. Si no, no lo asociará. Y, por lo que me has dicho antes, no siempre le pillas haciéndolo, ¿o sí?
—No, no le veo casi nunca, pero siempre se comporta igual que ahora. Si no le logro coger, se esconde y me mira con cara de culpable.
—Pero no se esconde porque sepa que ha hecho algo malo, lo que intenta es, simplemente, evitar el castigo que sabe que se le viene encima cuando le gritas así. De hecho, cuando antes le has regañado al enseñarme las cortinas, ha tenido también una actitud miedosa en un primer momento, pero viendo que tu reacción no llegaba a ser más fuerte se ha tranquilizado. Y, respecto a la expresión de culpabilidad, no es eso lo que intenta transmitir el perro. La actitud es de sumisión y lo que pretende conseguir es que te calmes y no le grites más. De todas formas, y dejando a un lado que lo entienda o no, el problema no es que Rey no sepa dónde tiene que hacer el pis y que vaya a aprender castigándolo. Para él, hacerlo es una necesidad. Una necesidad «lógica» para un macho.
Una vez que Teresa hubo recogido y fregado el pis de Rey, nos sentamos de nuevo para comentar cuál era la solución para el problema.
—Bueno, Teresa. Pues la solución al «problemilla» de Rey es bien sencilla. Como te decía, lo que está haciendo el perro no es fastidiar, sino dar rienda suelta a una necesidad. Está marcando por el efecto de las hormonas sexuales masculinas que posee. Por tanto, si quitamos las hormonas sexuales, se acabó el problema, ya está.
—Vale, ¿pero cómo le quitamos las hormonas? ¿Hay que darle alguna medicación para eliminarlas? ¿Cómo lo hacemos?
—No, no es con una medicación. Lo que hay que hacer es eliminar la fuente de las hormonas, es decir, sus testículos.
—¿Cómo que sus testículos?
—Sí, pues eso, que lo que hay que hacer es castrarlo.
¡Ay, Dios mío! En buena hora pronuncié esa palabra maldita. Hasta ese momento, Teresa había estado nerviosa e intranquila, así era ella. Pero al oír la palabra «castrarlo» se quedó rígida e inmóvil, como si le hubieran dicho que un familiar cercano había pasado a mejor vida o, más bien, como si a ella misma le acabaran de confirmar que padecía una enfermedad terminal. Durante unos segundos me miró en silencio, bloqueada, sin saber qué decir.
—Pero, eehhh… ¿Cómo vamos a hacer eso? ¡Cómo le voy a quitar sus «bolitas»! Yo no puedo hacerle eso a mi Rey. No, no, no, de ninguna manera, pobrecillo. Me odiaría a muerte para los restos.
Según iba hablando, el bloqueo mental de Teresa iba desapareciendo, dando lugar a una mezcla de animadversión hacia mí y de compasión hacia su queridísimo animal.
—¡Pobre animalito! Vamos, que no. ¡Ay, es que no me lo quiero ni imaginar! Luego, ahí, como un trapo, sin ganas de nada, porque, claro, él lo notaría y seguro que después de eso no querría ni mirarme. No, no, no. ¡Bueno! Y Alberto, ¡ay, Alberto!, si se entera de que estamos hablando de hacerle eso al perro, me mata, vamos. A su Rey que ni se lo toquen, ¡por favor!
Alberto era el marido de Teresa. Desgraciadamente no había podido estar en casa para la visita, había tenido que ausentarse todo el fin de semana por unos problemas de última hora con una sobrina o no sé qué.
Sabiendo de antemano que la batalla, al menos de momento, estaba perdida, intenté explicarle a Teresa que la castración era una operación muy sencilla y que no tenía consecuencias sobre el carácter del animal, salvo en las conductas típicas de los machos[8].
—Sí, ya, ya. Pero yo he oído que se quedan muy tirados, como que pierden fuerza y no quieren hacer nada. Y, además, lo peor de todo, él sabrá que he sido yo quien le ha llevado a la veterinaria y, entonces, ¡a ver!, ¿qué hago yo? Ya no querrá dormir en la cama conmigo, ¡y seguro que si le voy a tocar se aparta! Ay, ay, que no, que no.
—A ver. Que no, Teresa, que no. El perro no es consciente de esas «bolitas» que tiene ahí. Él no sabe que son ellas quienes producen las hormonas que lo incitan a marcar. Y, por supuesto, al quitárselas no va a sentir que quiere seguir marcando pero que ya no puede. Esa necesidad le desaparece completamente. Es imposible que el perro piense que has sido tú quien le ha dejado hecho un «medio perro», porque no se sentirá así.
—Ya, pero soy yo quien le ha llevado a la clínica para que se lo hagan, ¿no?
—Sí, pero vamos a ver. Tú eres la que normalmente lleva a Rey a la clínica para vacunarlo, ¿no es así?
—Sí, ¿y?
—¿Cuando vuelves de la clínica él te evita y no quiere saber nada de ti?
—No, está como siempre.
—¿Y no le hacen daño al vacunarlo?
—¡Bueno!, no veas cómo se pone. Si le tenemos que poner el bozal y todo, no vaya a ser que muerda a la veterinaria.
—¡Pues entonces! Si él de lo único que se va a enterar es del pinchazo para la anestesia. Luego se queda dormido y no se entera de nada. Cuando vuelvas a casa con él, estará adormilado y un poco molesto, pero en tres o cuatro días lo tienes corriendo y ladrando como hace un rato.
Después de casi un cuarto de hora de ejemplos y aclaraciones, más ejemplos y más aclaraciones, desistí. No tenía sentido insistir más. Para Teresa su parqué era muy importante, pero los testículos de Rey lo eran más aún.
—Bueno, Teresa, sólo te puedo decir que os lo penséis, que lo habléis Alberto y tú y toméis una decisión. Yo no trato de convenceros de nada. El parqué y las cortinas son vuestros, así que…
—No sé, no sé. La verdad es que no me esperaba esto. Pensaba que lo que nos ibas a decir es que teníamos que ser más duros con el perro, que nos ibas a enseñar cómo castigarlo, ¡qué se yo! ¿No hay ningún repelente que pueda echar para que lo deje de hacer? Me habían hablado de uno que a los perros no les gusta nada, ¿cómo se llamaba…?
—Yo no conozco ninguno que funcione, Teresa. Como muchísimo, lo único que podrías conseguir es que Rey dejara de hacerlo en los sitios donde lo hace ahora y lo hiciese en otros similares, con lo cual tendrías el doble de parqué echado a perder.
—¡Ay, no!, más no. Ya lo que faltaba. Pues vaya panorama.
No quise decirle nada respecto a usar otros limpiadores que ayudan a neutralizar el olor del pis de los perros y que en combinación con la castración pueden hacer que éstos dejen de orinarse más rápidamente, porque habría supuesto el rechazo definitivo y permanente de la cirugía. Sólo si al final se decidían a hacerlo, se lo comentaría una vez que hubiesen operado a Rey.
—O sea, que no hay nada, aparte de hacerle «eso».
—No, Teresa. No hay nada más. «Eso» es lo que funciona.
Tampoco le comenté que en algunos casos en que se va a utilizar el perro para cruzarlo, porque tiene un buen pedigrí, o cuando la castración no funciona, utilizamos una medicación que puede hacer que deje de marcar. En este caso, no lo hice tanto por obligarle a que operase al perro, sino porque la efectividad de la medicación es mucho menor que la de la cirugía y además puede tener efectos secundarios relativamente serios, cosa que no sucede con la castración.
—¡Ufff, qué difícil es esto!
Bueno, al menos, y ya al final de la visita, parecía que había logrado sembrar una pequeñísima duda en el ánimo de Teresa, ¡que ya era algo! La estrategia de no moverme un ápice de mi posición y no ofrecerle una alternativa a la castración, aunque podía tener efectos contraproducentes, provocando una situación de conflicto importante en la relación con el animal, reforzaba mi seguridad y confianza en la resolución del problema y esperaba que con ello Teresa y Alberto acabasen por aceptar mi consejo.
Ya en el umbral de la puerta color roble me despedí de Teresa. Por supuesto, Rey volvía a ladrar como un desaforado, a ver si de una vez por todas lograba echarme de allí. Si, como pensaba su dueña, hubiera sido consciente de mi recomendación, no sólo me hubiera ladrado, sino que me habría mordido hasta dejarme hecho un eccehomo.
—Pues nada, háblalo con Alberto y me comentas lo que hayáis decidido, ¿de acuerdo?
—Sí, bueno, hablaré con él…, pero, vamos, ya te digo que le va a parecer incluso peor que a mí.
—¡Ay!, los hombres, si es que sólo pensamos en una cosa, ¿eh?
—¡A mí me lo vas a decir!
—Venga, Teresa, lo dicho. Hablamos.
—Muy bien. Muchas gracias, Pablo. Hasta luego.
—Hasta luego.
Mientras bajaba por la escalera, todavía pude escuchar parte de la conversación que Teresa mantenía con Rey: «Venga, anda, entra. ¡Ay!, si no fueras tan marrano. ¿Has visto lo que pasa? Y ahora qué hacemos, ¿eh?, a ver, ¿qué? ¡Ay, señor, señor!…».
Aunque ya debería estar curado de espanto, todavía me sigue asombrando la reticencia que existe entre los dueños y dueñas de perros machos a castrarlos. Con las hembras suele ser bastante diferente, ya que es un incordio que manchen cuando tienen el celo y que estén todos los perros del barrio detrás de ellas como una compañía de reclutas recién salidos del Centro de Instrucción de Reclutas después de dos meses sin ver una mujer. Y, probablemente, no menos importante sea el hecho de que, simplemente por ser una hembra, daría igual la especie, incluida la humana, se le pueden hacer cosas socialmente aceptadas que en un macho resultarían un ultraje de dimensiones inconcebibles. ¡Ah!, bueno, y si en vez de un perro, Rey hubiera sido un gato, ni siquiera habría llegado a visitar a Teresa. Hace ya meses que le habrían operado. Claro, el olor del pis de los gatos no hay quien lo aguante y, ante eso, pues oye, como que si lo esterilizamos hasta le va a venir bien porque así, hummm… ¡Pierde peso!