El pequeño dictador
Salí de «Sanse»[9] a toda pastilla porque al final me había entretenido más de la cuenta en casa de Teresa. Sin embargo, al irme aproximando de nuevo hacia la M-40, la celeridad que llevaba se vio frenada casi en seco gracias a un precioso atasco producido por el vuelco de un camión de Coca-Cola.
Casi me da algo. ¡Toda esa cola desparramada por el suelo! Estuve a punto de bajarme del coche y «distraer» unas cuantas botellas, pero, gracias a Dios, cuando ya me iba a decidir a hacerlo, sonó el móvil: Piriri-piriri, piriri-piriri.
—Sí, ¿dígame?
—Sí, hola, eh… ¿Pablo Hernández?
—Sí, soy yo.
—Hola, qué tal. Mire, es que me han dado su número en la clínica veterinaria.
—Ya.
—Bueno, es que tengo un problema con una perra. ¿Le cuento ahora o está ocupado?
—No, no, dígame, ¿qué le pasa?
—Verá, el caso es que hace dos meses adopté una perrita de una protectora de animales y nos está destrozando la casa. Cada vez que la dejamos sola, nos coge cualquier cosa que tenga a mano y lo deja hecho trizas. Ya no podemos más; hemos probado de todo, regañarla cuando volvemos a casa, ignorarla, como nos dijeron en el veterinario, echar repelentes en ya no sé cuántos sitios, y no hay manera. Estamos realmente desesperados, usted es lo último que estamos dispuestos a intentar, si no se corrige la devolveremos, con toda nuestra pena, al albergue. Así no podemos seguir.
—¿Qué edad tiene la perra?
—Pues, a ver… ahora acaba de cumplir nueve meses más o menos.
—¿Y qué raza es?
—No, bueno, no es de ninguna raza en particular. Es un cruce, por lo que nos han dicho, de pointer con algún perro más pequeño. Pesará unos doce o trece kilos.
—Muy bien. Bueno, mire, lo primero que tendríamos que hacer es quedar un día en su casa para poder hablar con usted, ver a la perra y, si es necesario, grabarla en vídeo. Necesitamos saber por qué destroza, ya que si no, no podremos poner un tratamiento que sea efectivo.
—Pero, verá, le explico, es que no lo hace todos los días que se queda sola. Y no siempre coge las mismas cosas…
No sé muy bien por qué, pero muchos clientes, cuando me llaman por teléfono para comentarme el problema de su animal, en cuanto hablamos de concertar una cita se hacen los sordos y siguen contándote lo que hace o deja de hacer el perro, lo hartos que les tiene, etcétera. Supongo que pretenden que les des algún consejo por teléfono, ahorrarse la visita, y por eso insisten en darte más datos sobre el problema.
—Ya, ya, por eso le digo que tenemos que ver exactamente qué pasa.
—Sí, pero ¿es normal? No sé, yo he tenido perros antes y nunca me ha pasado esto.
—Ya, bueno, lo que le decía, tenemos que verlo.
—¡Ah! Y otra cosa, a veces coge cosas, sobre todo mías y se las lleva a su colchoneta, sin romperlas.
—Sí, ya.
—No sé, ¿y cree usted que esto se solucionará?
—No le puedo decir sin verlo.
—Es que me han dicho que cuando llegue al año se calmará y dejará de romper.
—Puede ser.
—Pero ¿y si no para? Yo no puedo seguir aguantando esto.
En ese punto decidí no contestar. Algunas personas pueden insistir en que les aconsejes telefónicamente hasta la extenuación, como era el caso.
—¿Oiga?
—Sí, dígame.
—Bueno… y, esto… ¿Cuándo podría usted venir?
—Cuando a ustedes les venga bien. Puede ser por las mañanas, por las tardes…
—Tendría que hablar con mi marido a ver cuándo puede él.
—De acuerdo. Hable con su marido y llámeme para decirme cuándo podemos quedar. Ahora tengo que dejarla porque me están llamando por la otra línea.
—¡Ah! Disculpe. Bueno, yo le llamo con lo que sea.
Esta era la única manera definitiva, salvo casos que superan lo imaginable, de deshacerme de este tipo de clientes. En esta ocasión, como sucede en otras muchas, la buena señora volvió a llamarme al día siguiente para preguntarme el precio de la visita. Esa fue la última vez que hablé con ella y, por supuesto, jamás visité a la perra que «tan desesperados» les tenía.
En ese caso, y dada la edad y la raza de la perra, lo que probablemente sucedía era que el animal estaba dando rienda suelta a su conducta exploratoria y a su necesidad de liberar la energía juvenil que rebosaba. Se la podría haber controlado fenomenalmente bien cansándola con los largos paseos que le habría recomendado a su dueña que le proporcionara antes de dejarla sola, y usando juguetes apropiados que habrían mantenido la atención del animal lejos de los objetos y muebles que no tenía que destrozar. A ese tipo de perros que les encanta pasarse horas y horas mordisqueando cosas, un juguete tan sencillo de conseguir como una botella grande de plástico, vacía, en la que se meten algunos premios o un hueso de caña de vaca, como el que se usa en el cocido, pero más largo, grande y relleno con algo de comida que les cueste sacar de él, puede cansarlos y distraerlos el tiempo suficiente como para que luego sólo piensen en dormir a pata suelta y recuperar fuerzas hasta que regrese su dueño a casa un buen rato después. Pero también podría no ser eso lo que le pasaba y haberme equivocado de cabo a rabo con las recomendaciones que la mujer pretendía que le hubiera dado por teléfono.
Puedo entender que para la mayoría de los propietarios de animales una consulta con un etólogo veterinario sea algo raro, desconocido y a lo que no saben cómo enfrentarse. Sin embargo, a nadie le sorprende la imposibilidad de hacer un diagnóstico y poner un tratamiento por teléfono si el animal cojea o tose, siendo necesario llevarlo a la clínica veterinaria para que el profesional lo examine. La etología no es una especialidad distinta de las demás en este sentido. Necesitamos hacer un diagnóstico preciso del problema que presenta el animal, para así poder instaurar el tratamiento adecuado. Si no recuerdo mal, el ilustre doctor Marañón ya dijo algo así como: «Un tratamiento sin un diagnóstico en el que sustentarse no es un acto médico, es simplemente una acción de curandería».
Dejé atrás el embotellamiento circulatorio y telefónico en el que había estado inmerso y me dirigí hacia Vicálvaro, uno de esos barrios del extrarradio de Madrid que han visto multiplicar de manera desproporcionada su población gracias al boom inmobiliario sufrido en tantas ciudades españolas.
En la calle Minerva, número 42, de dicho barrio, vivían mis siguientes clientes. Por supuesto, la vivienda se encontraba en otra de esas urbanizaciones cerradas que tanto detesto. Sin embargo, el diseño y la calidad de la construcción no tenían nada que ver con la casa de Teresa. Todo lo que podía observar denotaba que se trataba de viviendas de protección oficial para personas con recursos más modestos. No había cortezas de árbol cubriendo los jardines, de hecho no había jardines, ni farolitos a ras del suelo ni nada parecido. Simplemente había cemento. Algunos bloques de este material se habían acondicionado como bancos, formando una especie de plaza en la cual había un par de abueletes tomando el sol.
En esta ocasión el código a teclear para poder acceder a la casa de Javier y Susana, que así era como se llamaban los dueños de Harpo, era el 99 campanita. Abrieron la puerta y subí al quinto piso, esta vez en ascensor, para no caer muerto a la entrada de la casa.
Salió a abrirme Susana. Era una morenaza de entre veinte y veinticinco años, pequeñita, pero con un cuerpo que quitaba el sentido. Muy al estilo de las jóvenes de hoy en día, había perforado su ombligo con un piercing en forma de media luna con una piedra brillante en un extremo y una bola metálica en el otro. También el labio inferior de su boca estaba dividido en dos por un aro que lo atravesaba en todo su grosor, que no era poco.
—¿Eres Pablo?
—Sí, Pablo Hernández.
—¿Qué tal? Pasa.
Tenía una voz áspera pero muy sugerente. Al volverse para dirigirse hacia el salón observé que llevaba tatuados unos símbolos tribales en el hombro derecho y algo que podía ser unas alas en la parte baja de la espalda. Este último dibujo no se apreciaba en su totalidad y sólo podía adivinarse en la dorada parte de piel que quedaba al descubierto entre la camiseta de tirantes de color beis y el vaquero de talle bajo.
—Javier está en el baño; ahora mismo sale. Siéntate donde quieras.
—Gracias.
El salón estaba decorado con muebles de una conocida cadena de tiendas, que no quiero ni nombrar, de procedencia sueca. Gracias al éxito de dicha marca de muebles, el 90 por ciento de los hogares, al menos de los que visito yo, se están convirtiendo actualmente en clones unos de otros, haciendo que la originalidad en la decoración brille por su ausencia. Me senté en el sofá, al otro extremo de donde lo había hecho Susana para evitar cualquier roce inocente con ella que me distrajera del trabajo.
—¿Y el perro? —pregunté.
—¿Harpo? Es que es un poco tímido. ¡Harpo! Chico, ven anda. Venga, ven aquí.
En ese momento, asomando solamente la cabeza por la puerta que daba a las habitaciones apareció Harpo. Era un bulldog francés, una raza de perro que se ha puesto muy de moda últimamente. Mirando con los ojos saltones característicos de los de su raza y con la boca muy cerrada, que pronunciaba los pliegues del morro y la nariz, sin levantar más de dos palmos del suelo, se quedó observándome sin saber muy bien qué hacer. Después de pensárselo unos segundos, decidió acercarse lentamente hacia Susana. Al llamarlo yo, reculó y se escondió detrás de su dueña.
—Pues sí que es tímido, sí —comenté.
—La verdad es que los hombres le asustan más que las mujeres. Pero, bueno, normalmente después de un rato va tomando confianza.
Unos instantes después, Javier se unió a nosotros en el salón. Era también un chico joven, pero mayor que Susana, de aspecto atlético, bastante musculado y, por supuesto, con tatuajes en ambos brazos. En su caso se trataba de símbolos orientales que no tengo la menor idea de lo que significaban. Por el físico de ambos miembros de la pareja deduje que debían echar sus buenas horas en el gimnasio.
—¡Hola!, soy Javier.
—¿Qué tal?, Pablo Hernández —dije mientras me levantaba para darle la mano.
—¿Te ha contado ya Susana el problema que tenemos con el perro? —preguntó él mientras nos sentábamos de nuevo en el sofá.
—Bueno, me comentó por teléfono que se han quejado los vecinos de que ladra como un desesperado cuando se queda solo en casa.
—Eso parece. La verdad es que nosotros no sabemos si es así, porque como sólo lo hace cuando nos vamos…
—De todas formas, el vecino que se ha quejado, porque ha sido sólo uno, es un gilipollas —replicó Susana—. ¡Tú te crees que el muy imbécil lo último que ha hecho ha sido dejarnos un anónimo pegado con celo en la puerta! Como si no supiéramos que ha sido él. «¡Que se calle el perro YA o llamo a la policía!». ¡Tiene cojones el menda!
Susana no tenía precisamente un vocabulario ejemplar, pero esa manera de hablar, unida a la aspereza de su voz y a las facciones duras, contundentes, de su cara, le daban un carácter barriobajero increíblemente sensual. Realmente me gustaba esta chica. Y es que era especialmente guapa, como un diamante sin pulir.
—¿Tenéis mala relación con él?
—¿Mala? —se quejó ella.
—En realidad he discutido con él en un par de ocasiones desde que vivimos aquí —apuntó Javier, mucho más comedido que su novia.
Javier parecía buena gente. Junto a la impecable forma de expresarse, su mirada, limpia y directa, le quitaba mucha dureza al resto de su fisonomía. Llevaba el pelo muy corto, casi al cero, un arete de color negro en el lóbulo de la oreja izquierda, que dejaba un orificio en el centro por el que podría pasar yo si no estuviera tan fondón, y una ceja rasurada en su extremo formando tres líneas paralelas.
—¿Por Harpo? —volví a preguntar.
—No, no. Por la plaza de aparcamiento. Este hombre tiene un todoterreno enorme y su plaza y la mía son contiguas, de forma que si no lo aparca perfectamente yo no puedo mover mi coche. El problema es que, encima, cuando le pides que lo quite para poder salir, tarda una eternidad en bajar a hacerlo, te pone mala cara y va maldiciendo continuamente y, claro, si tú tienes el día malo y a Susana al lado ya está el lío formado.
—¡Coño! ¡No te jode! Di que el palurdo este se cree el rey de la urbanización porque vive en el ático más grande y tiene el coche más grande de todos nosotros. Y luego es para verlo, es un enano calvo y feo como pegar a un padre con un calcetín sudao. Ya lo dice el refrán: «Dime de qué presumes y te diré de qué careces». ¿Sabes cómo le llamamos? «El pequeño dictador». Se le ocurrió a Javi, por una peli, ¿no?
Javier simplemente asintió. Susana se había despachado a gusto. Mientras tanto, Harpo, que había vuelto a dejarse ver ligeramente, la miraba gesticular moviendo su cabeza hacia un lado cada vez que ella pronunciaba un taco.
De la charla que habíamos mantenido pude extraer dos conclusiones: una, que para Susana el problema no lo tenía el perro, sino el vecino, y dos, que era imposible saber con seguridad si Harpo ladraba tanto que llegaba a molestar o si simplemente el más mínimo ladrido del perro alteraba profundamente la paz del pequeño Chaplin vicalvareño.
—Vale. Vamos a hacer una cosa. Como la única referencia que tenemos sobre lo que hace Harpo cuando se queda solo en casa es lo que dice el vecino, vamos a grabarlo en vídeo para saber realmente qué ocurre; si ladra continuamente o sólo responde a ruidos externos, y si existen signos de ansiedad provocados por vuestra ausencia. ¿De acuerdo?
—Muy bien —dijo Javier—, ¿necesitas alguna cosa?
—No, nada. Lo único que tenemos que hacer es poner la cámara en algún sitio elevado, por si Harpo intenta morderla, y enfocarla hacia la puerta de salida, ya que muchos perros que tienen este problema, al dejarlos solos, suelen pasar la mayor parte del tiempo cerca de ella.
—¿Cuánto tiempo tenemos que dejarlo solo? —preguntó Susana, levantándose del sofá.
—Entre media y una hora —contesté. Yo ya había hecho lo mismo, y me dispuse a colocar la cámara de vídeo en una de las estanterías del mueble de color haya que tapizaba toda una pared del salón. Desde ese punto podía verse perfectamente algo de esa habitación, el recibidor casi inexistente y gran parte de la puerta principal.
Pedí a Javier y Susana que se preparasen para salir de casa como hacían habitualmente. Yo los esperaría en la calle para tratar de influir lo menos posible en la conducta, tanto de ellos como de Harpo.
En cuanto salí del portal, y mientras esperaba a que ellos bajaran, me encendí un cigarro. Allí seguían los dos abueletes, sentados en el bloque de cemento, como si fueran dos baterías cargándose al sol. Me recordaron muchísimo a una profesora de latín que tuve en el instituto. Ramona Rey se llamaba. Debía de tener en aquella época, hace ya de más de veinte años, edad suficiente para haberse jubilado dos lustros antes. Era un encanto de mujer, al menos yo la recuerdo así, frágil como una hoja seca, y aparentemente con tan poca vida como ella cuando llegaba a clase. Sin embargo, a medida que su cuerpo menudo y arrugadísimo, sostenido por el sillón destinado a los profesores y orientado hacia el ventanal del ala este del aula, recibía los rayos de sol, una energía invisible lo iba inundando dándole una vitalidad inusitada que mantenía durante toda la hora en que estaba con nosotros. Siempre recordaré una corrección que nos hacía: «Gratias agere no quiere decir hacer gracias, hacer chirigotas. Gratias agere quiere decir dar las gracias». Gratias, Ramonita.
Giré la cabeza y observé atónito cómo desde la entrada principal de la urbanización se aproximaba un chaval de dieciocho o diecinueve años, tremendamente delgado y con aspecto desaliñado, como de recién levantado. Si uno lo hubiera visto a él solo, pensaría que se había fumado o bebido algo muy malo por la expresión iracunda y los tumbos y movimientos espásticos que daba de un lado a otro. «Mira, el hijo de la Juani, tan joven y ya tan echado a perder», habrían comentado las cotillas del vecindario. Pero la causa de tan extraña manera de comportarse se encontraba tres o cuatro metros por delante de él. Era un perro labrador de color canela, joven, que iba tirando como un desaforado de la correa que sostenía a duras penas el chico. El jadeo del animal, entrecortado y agudizado por la presión que ejercía sobre su garganta el collar de pinchos que llevaba, era tan sonoro que a buen seguro provocaría que «el pequeño dictador» terminase por dejar un anónimo en la puerta de sus dueños.
Cuando llegó a uno de los bloques de cemento del recinto interior de la urbanización, el perro se detuvo en seco, olisqueó durante uno o dos minutos (sin exagerar) y después levantó la pata dejando su firma en forma de orina, una vez: «Pancho estuvo aquí. 22 de octubre de 2006, once cuarenta y cinco de la mañana», y una vez más: «¡Ah!, machote donde los haya». Mientras el can informaba a sus congéneres de quién era y cuándo había pasado por allí, su escuálido paseador aprovechó para recuperar fuerzas inclinando el cuerpo hacia delante, con la cabeza agachada, y apoyando las palmas de sus manos sobre las rodillas ligeramente flexionadas.
—¿Qué tal, Juanito? —saludó Javier, que acababa de salir del portal acompañado de Susana—. ¿Cómo lo llevas con el percherón?
—¡Jooodeeer! Es la hostia, tío —respondió el chico levantando la cabeza—. Llevo diez minutos de paseo con él y estoy más cansado que al levantarme después de una noche de farra.
—Tendrás que hacer algo, ¿no? Mira, este hombre es etólogo —le informó Javier, señalándome—, a lo mejor te puede echar una mano.
—¿Que es qué? —preguntó Juan, arrugando la cara.
—Etólogo. Se dedica a tratar problemas de conducta en perros —explicó Javier.
—¿Un psicólogo de perros?… ¡Ahí va, mi vieja!, no jodas.
—No, no jodo, pero sí, soy etólogo —respondí con bastante desgana.
—Tronco, dime qué hago con la bestia esta —me preguntó el chico, ignorando mi falta de interés—, primero le puse un collar de ahogo, ahora el de pinchos y el cabrón sigue igual. ¿Le pongo el de descargas? El Rulos se lo puso al suyo y dice que va como Dios.
Cuando Pancho reparó en que su dueño estaba hablando con nosotros, se volvió hacia donde estábamos y, con la lengua fuera y moviendo el rabo como el aspa de un ventilador, empezó a gimotear y a pedir que le hiciéramos caso. Susana se dirigió hacia él.
—¡Qué pasa, Panchete! ¿Cómo estás?
Al ver que Susana se acercaba y le hablaba, Pancho dio un tirón súbito de la correa arrastrando con él a Juan y, acto seguido, se puso de manos sobre el pecho de la morenaza, haciendo que, por un momento, aquélla perdiera el equilibrio.
—Mira… que eres bruto, colega —pudo decir entrecortadamente Susana tratando de sujetarle las patas y dejando que el perro le lamiera la cara como un loco—. ¡Venga!, ya está.
—Tendrías que pensar en educarlo —comenté brevemente—, lo que le pasa al perro es simplemente un problema de educación. Yo no usaría el collar de descargas, por mucho que el Rulos diga que a él le ha funcionado.
Si muchos propietarios pudieran ver algunas de las consecuencias del uso de los collares eléctricos que yo he tenido la desgracia de tratar, considerarían de otra forma muy distinta estos dispositivos. He visto varios perros con quemaduras en el cuello por las descargas repetidas, un pastor alemán que no dejaba que el hijo del dueño se acercara a menos de cinco metros, porque el pobre muchacho, siguiendo los consejos de un «profesional», usaba una porra eléctrica para corregir los gruñidos del can, y un caso, aún más sangrante, en el que otro supuesto «profesional» trataba de corregir un problema de agresividad con niños pequeños en un teckel a base de enfrentarlo a ellos y castigar la conducta agresiva con el collar de impulsos. Ni que decir tiene que este último animal no dejó de ser agresivo con los niños. Acabó siendo sacrificado porque mordió a una niña adoptada por la familia a los dos días de llegar la criatura a casa.
No puedo negar que existan casos en los que los dueños de algunos perros han conseguido eliminar el problema de conducta que sufrían haciendo uso de este tipo de herramientas. Sin embargo, el peligro de su mala utilización, la alta probabilidad de efectos colaterales indeseables, la existencia de métodos alternativos más «humanitarios» y el menoscabo del bienestar del animal, hacen que sean sistemas totalmente desaconsejados.
Desafortunadamente, el tipo de sociedad en la que vivimos nos empuja a tratar de alcanzar satisfacciones inmediatas en todo lo que hacemos y, si es posible, con el mínimo esfuerzo. La educación de los perros no escapa a esta mentalidad. Queremos que los animales se comporten bien y que sea ¡ya! Pero educar un perro no es algo que pueda conseguirse, en la mayoría de las ocasiones, en poco tiempo. Requiere una dedicación importante, constancia y, sobre todo, una buena dosis de paciencia. El animal no nace sabiendo y somos nosotros, marcándole unas normas y guiando su comportamiento, si es necesario con la ayuda de un profesional, los responsables últimos de lo que llegará a ser en un futuro. ¿Existe mayor satisfacción que ver cumplidos nuestros objetivos después del duro trabajo realizado?
—¡Ya!, claro, pero eso vale una pasta —respondió Juan.
—Y el collar eléctrico te lo regalan en El Corte Inglés, ¿no? —espeté yo.
—No, pero…
—Bueno, tenemos que irnos —corté secamente a Juan, mientras echaba a andar—, si quieres que te ayude con Pancho, pídele mi teléfono a Javier y hablamos.
Me dirigí hacia la salida de la urbanización seguido por Susana y Javier.
—Es buen tío, aunque parezca un poco pasao —comentó Susana.
—Ya, no lo dudo, pero no tiene sentido estar más tiempo hablando con él —respondí—. Si me hubiera dicho que ya había intentado corregir la conducta de Pancho con un educador y que no le había funcionado o algo parecido, no habría tenido problema alguno en intentar aconsejarle algo más concreto. Pero el que prueba todo aquello que le aconsejan amigos, familiares, vecinos, etcétera, sin buscar asesoramiento de un profesional no es alguien que tenga verdadera intención de solucionar el problema. Fijaos en vosotros mismos. Fuisteis a hablar con las veterinarias, Bea y Menchu, para que os dijeran qué hacer con Harpo, os habéis molestado en asesoraros y ellas os han remitido a mí.
—Bueno, yo no fui. Fue Javi —me corrigió Susana.
—Pero eso es porque piensas que vuestro vecino es un capullo, perdona la expresión, no porque no te importe tu perro, ¿no? —le aclaré yo a ella.
—¡Faltaría! Harpo es un sol. Es más bueno…
Había una cafetería en la acera de enfrente, unos metros más arriba. El nombre del local era Venus. La fachada era toda de metal pulido, sólo horadada por nueve pequeñas ventanas redondas dispuestas en diagonal ascendente, la segunda de ellas algo más grande que las demás, y por la puerta de entrada, claro. Nos dirigimos hacia allí para tomar algo, simplemente porque era lo más cercano a la casa que encontramos, mientras esperábamos a que la cámara grabara la conducta de Harpo mientras estaba solo. ¿Qué nos encontraríamos al volver? ¿Ladraría sin descanso durante todo el tiempo que íbamos a estar fuera? ¿Tendría razón Susana respecto a su «adorado» vecino?