RACHEL

Domingo, 4 de agosto de 2013

Mañana

La pesadilla que me despierta esta mañana es distinta. En ella, he hecho algo malo, pero no sé de qué se trata, lo único que sé es que ya no puedo arreglarlo. Lo único que sé es que Tom me odia, que ya no me habla y le ha contado a todo el mundo lo que he hecho, así que ahora todos se han vuelto en mi contra: viejos colegas, amigos, o incluso mi madre. Me miran con repulsión y desprecio y nadie me quiere escuchar ni me deja decirle lo mucho que lo lamento. Me siento fatal y desesperadamente culpable, pero no sé bien qué es lo que he hecho. Cuando me despierto, pienso que el sueño debe de tener su origen en algún recuerdo viejo, alguna transgresión antigua, pero ahora no importa cuál.

Ayer, al bajar del tren, me quedé en la estación de Ashbury unos quince o veinte minutos. Quería comprobar si el tipo pelirrojo bajaba del tren conmigo, pero no conseguí verlo por ninguna parte. A pesar de eso, en ningún momento dejé de tener la sensación de que estaba escondido en algún lugar, esperando a que me marchara finalmente a casa para seguirme. Pensé entonces en lo mucho que me gustaría poder ir corriendo a casa y que Tom estuviera esperándome; me gustaría tener a alguien que me estuviera esperando.

De camino a casa pasé por la licorería.

Cuando llegué a casa no había nadie, pero daba la sensación de que acababan de dejarla vacía, como si Cathy hubiera salido hacía un momento. Sin embargo, según la nota que me había dejado en la encimera, se había ido a Henley a almorzar con Damien y no regresaría hasta el domingo por la noche. Inquieta y preocupada, recorrí entonces la casa de habitación en habitación, revisando todas las cosas y volviéndolas a dejar en su sitio. Había algo extraño, pero finalmente decidí que sólo eran imaginaciones mías.

Aun así, el silencio no dejaba de resonar en mis oídos como si de un murmullo de voces se tratara, de modo que me serví un vaso de vino, y luego otro, y luego otro, y al final llamé a Scott. Me saltó directamente el buzón de voz: un mensaje de otra vida, la voz de un hombre ocupado, seguro de sí mismo y con una hermosa esposa en casa. Volví a llamar al cabo de unos pocos minutos. Esta vez descolgó, pero no dijo nada.

—¿Hola?

—¿Quién es?

—Soy Rachel —anuncié—. Rachel Watson.

—Ah. —De fondo se podía oír ruidos, voces, una mujer. Su madre, quizá.

—Yo… Tenía una llamada perdida tuya —afirmé.

—No… No. ¿Te llamé? Oh, vaya, sería por error. —Parecía nervioso—. No, déjalo ahí —pidió, y tardé un momento en darme cuenta de que no se dirigía a mí.

—Lo siento —dije.

—Sí. —Su tono de voz era monótono y frío.

—Lo siento mucho.

—Gracias.

—¿Querías…? ¿Querías hablar conmigo?

—No, debí de llamarte por error —señaló, esta vez con más convicción.

—Oh. —Podía notar que tenía ganas de colgar. Sabía que debía dejarlo con su familia y su dolor. Sabía que debía hacerlo, pero no lo hice—. ¿Conoces a Anna? —le pregunté—. ¿Anna Watson?

—¿Quién? ¿Te refieres a la esposa de tu ex?

—Sí.

—No. Es decir, un poco. El año pasado, Megan estuvo un tiempo haciéndole de canguro. ¿Por qué lo preguntas?

No sé por qué se lo pregunté. No lo sé.

—¿Podemos vernos? —le pregunté—. Me gustaría hablarte sobre algo.

—¿Sobre qué? —Parecía molesto—. Ahora no es un buen momento.

Herida por su sarcasmo, me dispuse a colgar cuando, de repente, añadió:

—Ahora tengo la casa llena de gente. ¿Mañana? Ven mañana.

Tarde

Se ha cortado afeitándose: hay sangre en su mejilla y en el cuello de su camisa. Tiene el pelo húmedo y huele a jabón y loción para después del afeitado. Me saluda con un movimiento de cabeza y se hace a un lado, indicándome que pase, pero no dice nada. La casa está a oscuras y mal ventilada. Las persianas del salón están cerradas y las cortinas de las puertas correderas que dan al jardín, echadas. En la encimera de la cocina hay fiambreras con comida.

—Todo el mundo trae comida —dice Scott. Me indica que me siente a la mesa, pero él permanece de pie con los brazos colgando a ambos lados—. ¿Querías decirme algo? —Se desenvuelve con el piloto automático. Ni siquiera me mira a los ojos. Parece derrotado.

—Quería preguntarte por Anna Watson, sobre si… no sé… ¿Cómo era su relación con Megan? ¿Se conocían?

Él frunce el ceño y coloca las manos en el respaldo de la silla que tiene delante.

—No. Es decir… no se llevaban mal, pero tampoco se conocían demasiado. No llegaron a tener una relación propiamente dicha. —Sus hombros parecen hundirse todavía más; está cansado—. ¿Por qué me lo preguntas?

He de ser franca.

—La vi. Creo que la vi enfrente del paso subterráneo de la estación. Aquella noche… La noche en la que Megan desapareció.

Él niega ligeramente con la cabeza mientras intenta comprender lo que estoy diciéndole.

—¿Cómo dices? La viste. Estabas… ¿Dónde estabas tú?

—Aquí. De camino a ver a Tom, mi exmarido, pero…

Scott cierra con fuerza los ojos y se pasa la mano por la frente.

—Un momento. ¿Estuviste aquí? ¿Y viste a Anna Watson? ¿Y qué? Anna vive aquí al lado. Le dijo a la policía que fue a la estación sobre las siete pero que no recuerda haber visto a Megan. —Sus manos se aferran al respaldo de la silla. Noto que está perdiendo la paciencia—. ¿Qué estás intentando decirme exactamente?

—Yo… Había estado bebiendo —digo, y noto que mi rostro se sonroja a causa de la vergüenza—. No lo recuerdo bien, pero tengo la sensación…

Él alza una mano.

—Ya basta. No quiero oírlo. Está claro que tienes un problema con tu ex y su nueva esposa. Lo que me estás contando no tiene nada que ver conmigo ni con Megan, ¿verdad? Por el amor de Dios, ¿es que no te da vergüenza? ¿Tienes alguna idea de la situación por la que estoy pasando? ¿Sabes que esta mañana la policía me ha interrogado? —Está presionando la silla hacia abajo con tanta fuerza que temo que se vaya a romper y me preparo para el inminente crujido—. Y ahora me vienes con esta mierda. Lamento que tu vida sea un completo desastre pero, créeme, comparada con la mía es un picnic, así que si no te importa… —Con un movimiento de cabeza me señala la puerta de entrada.

Me pongo en pie. Me siento estúpida y ridícula. También avergonzada.

—Sólo quería ayudarte. Quería…

—No puedes, ¿de acuerdo? No puedes ayudarme. Nadie puede hacerlo. Mi esposa está muerta y la policía cree que yo la he matado. —Su voz es cada vez más alta y en sus mejillas aparecen unas motas de color—. Creen que yo la he matado.

—Pero… Kamal Abdic…

Arroja la silla contra la pared de la cocina con tanta fuerza que una de las patas se hace añicos. Yo retrocedo de un salto, pero Scott apenas se mueve. Vuelve a tener las manos en los costados, ahora con los puños cerrados. Las venas se le marcan bajo la piel.

—Kamal Abdic ya no es sospechoso —dice entre dientes.

Su tono es uniforme, pero está haciendo todo lo posible para contenerse. Aun así, puedo notar la rabia que irradia. Quiero dirigirme hacia la puerta de entrada, pero él está en medio, bloqueándome el paso y tapando la escasa luz que entra en el salón.

—¿Sabes lo que ha estado diciendo Kamal? —me pregunta al tiempo que se vuelve para recoger la silla. Obviamente no lo sé, sin embargo una vez más me doy cuenta de que en realidad no está hablando conmigo—. Tiene un montón de historias. Dice que Megan era infeliz y que yo era un marido celoso y controlador, un (¿cómo era?) abusador emocional. —Pronuncia las palabras con rabia—. Dice que Megan me tenía miedo.

—Pero él…

—Y no es el único. Esa amiga, Tara, dice que Megan le pidió varias veces que la cubriera. Que Megan quería que me mintiera sobre dónde estaba y qué estaba haciendo.

Scott vuelve a colocar la silla junto a la mesa, pero ésta se cae. Yo aprovecho entonces para dar un paso hacia el vestíbulo. Él se vuelve hacia mí.

—Soy culpable —dice con una expresión de angustia en el rostro—. Estoy prácticamente sentenciado.

Le da una patada a la silla rota y se sienta en una de las tres restantes. Yo permanezco inmóvil sin saber qué hacer. ¿Me quedo o me voy? Él comienza a hablar otra vez en un tono de voz tan bajo que apenas puedo oírlo.

—Tenía el móvil en el bolsillo —dice, y me acerco a él—. En él había un mensaje de texto mío. Lo último que le dije, la última palabra que ella leyó, fue «Vete al infierno, zorra mentirosa».

Con la cabeza gacha, sus hombros empiezan a temblar. Estoy lo bastante cerca para tocarlo. Alzo la mano y coloco ligeramente los dedos en su nuca. Él no me aparta.

—Lo siento —digo. Y soy sincera pues, a pesar de que me sorprende oír eso e imaginar que pudiera hablarle así, sé lo que supone querer a alguien y decirle las cosas más terribles, bien por enfado o por sufrimiento. Luego añado—: Pero un mensaje de texto no es suficiente. Si eso es lo único que tienen…

—Es que no lo es —dice, y yergue la espalda apartando con ello mi mano. Yo entonces rodeo la mesa y me siento enfrente. Sin mirarme, él sigue hablando—. Tengo un motivo. Y no me comporté… no reaccioné del modo adecuado cuando se marchó. Ni tampoco me preocupé ni la llamé lo bastante pronto. —Ríe con amargura—. Y, según Kamal Abdic, hay un patrón de comportamiento abusivo. —Entonces se vuelve hacia mí y se me queda mirando. Su rostro se ilumina, esperanzado—. Tú… tú podrías hablar con la policía y decirles que es mentira, que Kamal está mintiendo. Podrías al menos dar otra versión de la historia y decirles que la quería, que éramos felices.

Siento que mi pánico va en aumento. Scott cree que puedo ayudarlo. Ha depositado en mí todas sus esperanzas y lo único que yo puedo ofrecerle a cambio es una mentira, una maldita mentira.

—No me creerán —digo con voz débil—. Para ellos, soy una testigo poco fiable.

El silencio entre nosotros se hace cada vez más grande y termina llenando el salón. Una mosca golpetea furiosamente contra el cristal de la puerta corredera. Scott se toca la sangre seca de la mejilla. Puedo oír cómo sus uñas rascan la piel. Empujo la silla hacia atrás y, al oír el roce de las patas en las baldosas, él levanta la mirada.

—Tú estuviste aquí —declara, como si hasta ahora no hubiera asimilado la información que le he dado hace quince minutos—. Estuviste en Witney la noche en la que Megan desapareció.

Apenas puedo oírlo por debajo de las atronadoras pulsaciones de mi flujo sanguíneo. Asiento.

—¿Por qué no se lo dijiste a la policía? —pregunta, apretando la mandíbula.

—Lo hice. Pero no vi nada. No recuerdo nada.

Él se pone en pie, se acerca a las puertas correderas y descorre la cortina. La luz del sol me ciega por un instante. Scott permanece de espaldas a mí con los brazos cruzados.

—Estabas borracha —dice como si constatara un hecho—. Pero recuerdas algo. Por eso vienes a visitarme, ¿no? —Se vuelve hacia mí—. Es eso, ¿verdad? La razón por la que no dejas de ponerte en contacto conmigo. Sabes algo. —No es una pregunta ni una acusación, tampoco una teoría: lo afirma—. ¿Viste su coche? —me pregunta—. Piensa. Un Vauxhall Corsa de color azul. ¿Lo viste? —Niego con la cabeza y, presa de la frustración, él levanta los brazos al aire—. No lo descartes sin más, piénsalo bien. ¿Qué viste? A Anna Watson, de acuerdo, pero eso no significa nada. ¿Qué más viste? ¡Vamos! ¿A quién viste?

Parpadeando a causa de la luz del sol, intento desesperadamente encontrarle un sentido a lo que vi, pero soy incapaz. No consigo acordarme de nada real. Nada que sea de utilidad. Nada que pueda decir en voz alta. Tuve una discusión. O quizá fui testigo de una discusión. Tropecé en la escalera y un hombre pelirrojo me ayudó. Creo que fue amable conmigo, aunque ahora me da miedo. Sé que me hice un corte en la cabeza, otro en el labio y moratones en los brazos. Creo que estuve en el paso subterráneo. Y que alguien llamó a gritos a Megan. No, eso fue un sueño. Eso no es real. Recuerdo sangre. Sangre en la cabeza y en las manos. También recuerdo a Anna. No recuerdo a Tom. Tampoco a Kamal, ni a Scott, ni a Megan.

Scott se me queda mirando. Espera que diga algo, que le ofrezca una pizca de consuelo, pero no tengo nada.

—Esa noche, ése es el momento clave —dice, y se vuelve a sentar a la mesa, ahora más cerca de mí, dándole la espalda a la ventana. Una pátina de sudor recubre su frente y su labio superior y tiembla como si tuviera fiebre—. Fue entonces cuando sucedió. O al menos ellos creen que fue cuando sucedió. No pueden estar seguros… —Se queda callado. Y luego retoma la frase—: No pueden estar seguros por las condiciones… del cadáver. —Respira hondo—. Pero creen que fue esa noche. O poco después.

Scott ha vuelto al piloto automático. Está hablándole al salón, no a mí. Yo escucho en silencio cómo le cuenta al salón que la causa del fallecimiento fue un trauma craneoencefálico. Le fracturaron el cráneo en varios puntos. No hubo asalto sexual, o al menos no han podido confirmarlo a causa de la condición de su cuerpo, que era lamentable.

Cuando vuelve en sí y me mira de nuevo, en sus ojos advierto miedo y desesperación.

—Si recuerdas algo —dice—, tienes que ayudarme. ¡Por favor, Rachel, intenta recordar! —Oír mi nombre en sus labios hace que me sienta fatal y me provoca un nudo en el estómago.

En el tren de camino a casa, pienso en lo que ha dicho y me pregunto si será cierto. ¿Es ésa la razón por la que no puedo dejar de pensar en toda esta historia? ¿Necesito dar a conocer algo que no recuerdo? Sé que siento algo por él, algo a lo que no puedo poner nombre y que no debería sentir. Ahora bien, ¿es más que eso? Si en mi cabeza hay algo, entonces quizá alguien puede ayudarme a recordarlo. Alguien como un psiquiatra. Un psicólogo. Alguien como Kamal Abdic.

Martes, 6 de agosto de 2013

Mañana

Apenas he dormido. Me he pasado toda la noche despierta pensando en este asunto, dándole vueltas y más vueltas. ¿Es todo esto estúpido, temerario, absurdo? ¿Es peligroso? No sé lo que estoy haciendo. Ayer por la mañana pedí hora con el doctor Kamal Abdic. Llamé a la consulta y le especifiqué a la recepcionista que quería verlo a él. Puede que lo imaginara, pero tuve la impresión de que le sorprendía. Me dijo que podría verlo hoy a las cuatro y media. ¿Tan pronto? Con el corazón latiéndome con fuerza y la boca seca, dije que de acuerdo. La sesión cuesta 75 libras. Las 300 que me dejó mi madre no durarán demasiado.

Desde que pedí hora, no he podido pensar en otra cosa. Estoy asustada, pero también excitada. No puedo negar que hay una parte de mí a la que la idea de ver al doctor Kamal le resulta emocionante. Y es que todo esto comenzó con él: cuando lo atisbé desde el tren, mi vida cambió su curso y se descarriló. Todo cambió en el momento en el que lo vi besar a Megan.

Y necesito verlo. Necesito hacer algo, porque la policía sólo está interesada en Scott. Ayer lo volvieron a interrogar. No lo han confirmado, claro está, pero hay imágenes en internet: Scott dirigiéndose hacia la comisaría de policía junto a su madre. La corbata le apretaba demasiado y parecía estrangularlo.

Todo el mundo especula. Los periódicos dicen que la policía está siendo más circunspecta porque no puede permitirse otro arresto apresurado. Sugieren además que la investigación fue una chapuza y que quizá cambien a los agentes al mando de la misma. En internet, circulan asimismo teorías delirantes y desagradables sobre lo horrible que es Scott. Se pueden encontrar pantallazos de la comparecencia pública en la que imploró entre lágrimas el regreso de Megan junto a fotografías de asesinos que también han aparecido en televisión llorando y aparentemente destrozados por el fatídico destino de sus seres queridos. Es terrible, inhumano. Espero que no llegue a ver estas cosas. Le rompería el corazón.

Así pues, por más estúpida y temeraria que sea, voy a ir a ver a Kamal Abdic, porque a diferencia de todos estos especuladores, yo he visto a Scott. He estado lo bastante cerca de él como para tocarlo. Sé qué es, y no es un asesino.

Tarde

Las piernas todavía me tiemblan mientras subo la escalera de la estación de Corly. Debe de ser la adrenalina: el corazón sigue latiéndome con fuerza. El tren va lleno —aquí no hay posibilidad de asiento, no es como subir en Euston—, de modo que voy de pie en medio del vagón. Es una auténtica sauna. Mantengo la mirada a los pies y respiro lentamente mientras intento desentrañar qué es lo que siento.

Euforia, miedo, confusión y culpa. Sobre todo culpa.

No ha sido lo que esperaba.

Cuando he llegado a la consulta, me encontraba en un estado de absoluto pánico: estaba convencida de que Kamal me miraría y, de algún modo, se daría cuenta de lo que sé y me consideraría una amenaza. Temía decir algo equivocado o que se me escapara el nombre de Megan. He entrado en la aburrida e insulsa sala de espera del doctor y he hablado con una recepcionista de mediana edad que ha tomado nota de mis datos personales sin siquiera levantar la mirada. Luego me he sentado y me he puesto a hojear un ejemplar de Vogue con dedos trémulos. Mientras intentaba concentrarme en la tarea que tenía por delante, procuraba al mismo tiempo parecer tan anodina y aburrida como cualquier otro paciente.

Había otras dos personas: un veinteañero que leía algo en su móvil y una mujer mayor que se miraba los pies con aire taciturno. No ha levantado la mirada en ningún momento, ni siquiera cuando la recepcionista ha dicho su nombre. Se ha limitado a levantarse y ha cruzado la sala de espera arrastrando los pies. Sabía hacia dónde iba. Yo he seguido esperando durante cinco minutos más. Luego diez. Mi respiración se iba volviendo cada vez más rápida. El aire parecía escasear en la sala de espera y no podía evitar tener la sensación de que no me llegaba suficiente oxígeno a los pulmones. Temía desmayarme.

Finalmente, se ha abierto una puerta y ha salido un hombre. Antes incluso de que pudiera verlo bien, he sabido que era él. Lo he sabido del mismo modo que supe que no era Scott la primera vez que lo vi desde el tren, cuando no era nada más que una sombra que avanzaba hacia ella; una silueta alta de movimientos lánguidos y desgarbados. Me ha señalado y ha dicho:

—¿Señorita Watson?

He levantado la mirada para encontrarme con la suya y un escalofrío ha recorrido toda mi columna vertebral. Nos hemos dado la mano. La suya, grande, estaba caliente y seca, ha envuelto completamente la mía.

—Pase —ha dicho, y me ha indicado que lo siguiera a su despacho, y yo así lo he hecho sintiéndome mareada y con náuseas. Estaba siguiendo los pasos de Megan. Ella hizo todo esto. Se sentó delante de él en la misma silla en la que Kamal me ha señalado que lo haga yo y, probablemente, él entrelazó las manos y asintió del mismo modo que lo hace ahora mientras dice—: Muy bien, ¿sobre qué le gustaría hablarme hoy?

Todo en él ha resultado acogedor: la mano cuando se la he estrechado, sus ojos, el tono de su voz. He buscado alguna pista en su rostro, alguna señal del violento desalmado que le abrió la cabeza a Megan, un atisbo del refugiado traumatizado que había perdido a su familia, pero no he podido ver nada. Y, por un momento, me he olvidado de mí misma. Y también me he olvidado de tenerle miedo. Ahí sentada ya no sentía pánico alguno. He tragado saliva ruidosamente, he recordado lo que había pensado decirle y lo he hecho: le he contado que, desde hace cuatro años, tengo problemas con el alcohol y que, por su culpa, mi matrimonio se había ido a pique y había perdido el trabajo. También que, obviamente, estaba afectando a mi salud y que temía que mi cordura terminara resintiéndose.

—Me olvido de cosas —he dicho—. Sufro lagunas mentales y no puedo recordar dónde he estado o qué he hecho. A veces, me pregunto si estando bebida habré hecho o dicho algo terrible, y no puedo recordarlo. Y si… si alguien me cuenta algo que he hecho pero no recuerdo, ni siquiera tengo la sensación de que tenga que ver conmigo. Y es muy duro sentirse responsable de cosas que no se recuerdan. De modo que nunca me siento suficientemente mal. Es decir, me siento mal, pero lo que haya podido hacer… me resulta ajeno. Es como si no tuviera ninguna relación conmigo.

Todas estas cosas son ciertas y se las he soltado en los primeros minutos que he permanecido en su presencia. Estaba preparada para hacerlo, hacía mucho tiempo que deseaba decírselo a alguien. Pero no debería haber sido Kamal. En cualquier caso, él me ha escuchado con sus claros ojos de color ámbar mirándome fijamente y las manos entrelazadas e inmóviles. No ha mirado alrededor de la habitación ni ha tomado ninguna nota. Se ha limitado a escucharme y, al final, ha asentido ligeramente y ha dicho:

—Así pues, ¿quiere responsabilizarse de lo que ha hecho pero, como no puede recordarlo, le resulta difícil hacerlo y no consigue sentirse del todo responsable?

—Sí, así es.

—Entonces ¿cómo podría asumir su responsabilidad? Quizá podría pedir perdón. Aunque no pueda recordar haber cometido su transgresión, eso no significa que su disculpa o el sentimiento que hay detrás no sean sinceros.

—Pero yo quiero sentirlo. Quiero sentirme… peor.

Es algo extraño, pero no dejo de pensar en ello. No me siento suficientemente mal. Sé de qué cosas soy responsable; soy consciente de todas las cosas terribles que he hecho a pesar de no recordar los detalles, pero me siento distanciada de esos actos. Es como si los hubiera cometido otra persona.

—Entonces ¿cree que debería sentirse peor de lo que hace? ¿Que no se siente lo bastante mal por sus errores?

—Eso es.

Kamal ha negado con la cabeza.

—Rachel, me ha dicho que su matrimonio se rompió y que perdió su trabajo… ¿No cree que eso ya es castigo suficiente?

Yo he negado con la cabeza.

Él se ha reclinado un poco en la silla.

—Creo que quizá está siendo algo dura consigo misma.

—No, para nada.

—Está bien. De acuerdo. ¿Podemos retroceder un poco? Vayamos al inicio del problema. Ha dicho que comenzó… ¿hace cuatro años?

Me he resistido. La calidez de su voz y la suavidad de sus ojos no me habían embriagado tanto. No estaba tan desesperada. En modo alguno iba a decirle toda la verdad y explicarle lo mucho que deseaba tener un hijo. Me he limitado a contarle que mi matrimonio se fue a pique, que estaba deprimida y que siempre había bebido pero que entonces las cosas fueron a peor.

—Dice que su matrimonio se fue a pique… ¿Dejó usted a su marido, lo hizo él o… rompieron ambos la relación?

—Él tuvo una aventura. Conoció a una mujer y se enamoró de ella —he dicho. Kamal ha asentido y ha esperado que prosiguiera—. Pero la culpa no fue suya, sino mía.

—¿Por qué dice eso?

—Bueno, para entonces yo ya bebía…

—Así que ¿la aventura de su marido no fue el desencadenante?

—No, yo empecé a beber antes. Mi problema con el alcohol lo alejó, por eso dejó de… —En ese momento me he quedado callada.

Kamal ha esperado que terminara la frase. No me ha animado a hacerlo, simplemente ha esperado que pronunciara las palabras.

—… por eso dejó de quererme —he dicho.

Me odio por haber llorado delante de él. No entiendo cómo he podido bajar así la guardia. No debería haber hablado de cosas reales, debería haber creado un personaje imaginario e inventarme los problemas. Debería haber ido preparada.

Me odio a mí misma por haberlo mirado y haber creído, por un momento, que él estaba realmente interesado por mí. Y es que me miraba como si así fuera, no como si me tuviera lástima, sino como si me comprendiera, como si yo fuera alguien a quien quisiera ayudar.

—Entonces, Rachel, su problema con la bebida comenzó antes que el hundimiento de su matrimonio. ¿Cree que podría señalar una causa subyacente? No todo el mundo puede hacerlo. Algunas personas simplemente se deslizan de manera progresiva en un estado depresivo o en una adicción. En su caso, ¿recuerda alguna causa específica? ¿La pérdida de un ser querido, alguna otra pérdida?

Me he encogido de hombros y he negado con la cabeza. No pensaba contárselo. No lo haré.

Él ha esperado unos momentos y luego ha echado una rápida mirada al reloj que tenía en el escritorio.

—¿Lo retomamos en la siguiente sesión, quizá? —ha dicho con una sonrisa, y entonces se me ha helado la sangre.

Todo en él resultaba acogedor: sus manos, sus ojos, su voz. Todo salvo la sonrisa. Cuando dejaba a la vista los dientes, se podía percibir el asesino que hay en él. Se me ha hecho un nudo en el estómago, el pulso se me ha vuelto a acelerar y me he marchado de su consulta sin estrecharle la mano. No podía soportar la idea de tocarlo.

Puedo entender qué vio Megan en él y no es sólo que sea arrebatadoramente atractivo. También es apacible y reconfortante. Irradia una paciente amabilidad. Puede que alguien inocente, confiado o simplemente atribulado no sea capaz de ver más allá de eso y advertir que detrás de esa tranquilidad se esconde un lobo. Lo entiendo. Durante casi una hora, me he sentido cautivada. Me he sincerado con él. He olvidado con quién estaba hablando en realidad. He traicionado a Scott, y también a Megan, y me siento culpable por ello.

Pero, sobre todo, me siento culpable porque quiero volver.

Miércoles, 7 de agosto de 2013

Mañana

Lo he vuelto a tener, el sueño en el que hago algo malo, el sueño en el que todo el mundo se pone de parte de Tom y se vuelve en mi contra. El sueño en el que no puedo explicar o pedir perdón por lo que he hecho, porque no sé de qué se trata. En el espacio entre el sueño y el desvelo, recuerdo una discusión auténtica que Tom y yo tuvimos hace mucho tiempo —cuatro años—, poco después de que nuestra primera y única ronda de fertilización in vitro no hubiera funcionado. Yo quería volver a intentarlo, pero Tom me dijo que no teníamos suficiente dinero y yo no lo puse en duda. Sabía que era cierto (pagábamos una hipoteca alta y él aún tenía algunas deudas de un mal negocio que su padre le había animado a emprender). Tuve que aceptarlo. Sólo podía esperar que algún día tuviéramos dinero suficiente y, mientras tanto, tendría que reprimir las lágrimas que asomaban a mis ojos, cada vez que veía a una desconocida embarazada o cada vez que una pareja nos daba la feliz noticia.

Me contó lo del viaje un par de meses después de que nos enteráramos de que la fecundación in vitro no había funcionado. Las Vegas, cuatro noches, para ver el combate y desahogarse un poco. Sólo él y un par de amigos de los viejos tiempos a los que yo no conocía. Sé que costaba una fortuna porque vi el recibo de reserva del vuelo en la bandeja de entrada de su cuenta de correo electrónico. No tengo ni idea de cuánto costaban las entradas del combate de boxeo, pero imagino que no debían de ser baratas. No se trataba de una cantidad suficiente para pagar una ronda de fertilización in vitro, pero sí una parte. Tuvimos una pelea terrible. No recuerdo los detalles porque me había pasado toda la tarde bebiendo, de modo que cuando finalmente lo hice me encontraba en el peor estado posible. Recuerdo la frialdad con la que me trató al día siguiente y su negativa a hablar de ello. Sí me contó, en un tono frío y desilusionado, lo que yo había hecho y dicho: había hecho añicos la fotografía enmarcada de nuestra boda, le había gritado por ser tan egoísta, lo había llamado marido inútil y fracasado… Recuerdo lo mucho que me odié aquel día.

Obviamente, estuvo mal decirle todo eso, pero ahora también pienso que tampoco era tan inadmisible que me enfadara. Tenía derecho a ello, ¿no? Estábamos intentando tener un bebé, ¿no debíamos acaso estar preparados para hacer algunos sacrificios? Yo me habría cortado una pierna si con ello hubiera podido tener un hijo. ¿No podía él haber renunciado a un fin de semana en Las Vegas?

Permanezco un rato tumbada pensando en eso, y luego me levanto y decido ir a dar un paseo porque si no hago algo, terminaré yendo a la licorería. No he bebido nada desde el domingo y puedo sentir la lucha que está teniendo lugar en mi interior: el deseo de un poco de euforia y la necesidad de olvidarme un rato de mí misma frente a la vaga sensación de que he conseguido algo y que sería una pena echarlo a perder.

Ashbury no es un buen sitio para pasear. No hay más que tiendas y suburbios. Ni siquiera hay un parque decente. Me dirijo al centro del pueblo, que no está tan mal cuando no hay nadie alrededor. El truco es decirse a una misma que se dirige a un sitio concreto: no hay más que elegir un lugar y partir en su dirección. Yo hoy me decido por la iglesia que hay al final de Pleasance Road, a unos tres kilómetros del apartamento de Cathy. Una vez fui a uno de los encuentros de Alcohólicos Anónimos que se celebran ahí. No fui a uno más cercano porque no quería encontrarme a nadie que luego pudiera ver en la calle, en el supermercado o en el tren.

Cuando llego a la iglesia, doy media vuelta y emprendo el camino de vuelta a casa. Ando a grandes zancadas y con decisión. Soy una mujer con cosas que hacer y un sitio al que llegar. Alguien normal. Veo pasar a la gente —dos hombres corriendo con mochilas en la espalda, entrenándose para una maratón; una joven de camino al trabajo con una camiseta negra, zapatillas deportivas blancas y los zapatos de tacón en el bolso—, y me pregunto qué esconden. ¿Están en movimiento para no beber, corriendo para mantenerse en pie? ¿Están pensando quizá en el asesino que conocieron ayer y al que piensan volver a ver?

No soy normal.

Ya casi he llegado a casa cuando lo veo. Iba absorta en mis pensamientos, preguntándome qué es exactamente lo que pretendo conseguir con estas sesiones con Kamal. ¿De verdad voy a registrar los cajones de su escritorio si sale un momento de su despacho? ¿Cómo voy a tenderle una trampa para conducirlo a un territorio peligroso y que se le escape algo revelador? Lo más probable es que sea mucho más listo que yo y advierta mis intenciones. Después de todo, él sabe que su nombre ha aparecido en el periódico, debe de estar alerta ante la posibilidad de que alguien quiera sonsacarle alguna historia o información.

Esto es lo que voy pensando con la cabeza gacha y la mirada puesta en el pavimento cuando paso por delante del pequeño supermercado Londis. Intento no echarle un vistazo para no caer en la tentación, pero con el rabillo del ojo veo su nombre. Levanto la mirada y ahí está, en los titulares de la portada de un tabloide: ¿MATÓ MEGAN A SU BEBÉ?