RACHEL
Martes, 16 de julio de 2013
Mañana
Estoy en el tren de las 8.04, pero no me dirijo a Londres, sino a Witney. Lo hago con la esperanza de que eso me refresque la memoria y que, al llegar a la estación, lo pueda ver todo con claridad y recuerde qué sucedió. No confío mucho en ello, pero no puedo hacer otra cosa. No puedo llamar a Tom. Estoy demasiado avergonzada y, en cualquier caso, ha sido tajante. Ya no quiere saber nada de mí.
Megan sigue desaparecida. Hace más de sesenta horas que no se sabe nada de ella y la noticia ya es de alcance nacional. Esta mañana ha salido en las páginas web de la BBC y del Daily Mail, además de menciones en otros medios.
He impreso los artículos de la BBC y del Mail y los llevo conmigo. De su lectura he deducido lo siguiente:
Megan y Scott discutieron el sábado al atardecer. Una vecina ha declarado que los oyó gritar. Scott ha admitido que discutieron y ha dicho que creía que su esposa había ido a pasar la noche con una amiga que vive en Corly, Tara Epstein.
Megan nunca llegó a casa de Tara. Ésta dice que la última vez que vio a Megan fue el viernes por la tarde, en su clase de pilates. (Sabía que Megan hacía pilates). Según la señora Epstein: «La vi bien, normal. Estaba de buen humor. Había comentado que quería hacer algo especial para su treinta cumpleaños el mes que viene».
Megan fue vista por un testigo caminando rumbo a la estación de tren de Witney alrededor de las siete y cuarto de la tarde del sábado.
Megan no tiene familia en la zona. Sus padres están muertos.
Megan está desempleada. Antes dirigía una pequeña galería de arte en Witney, pero cerró en abril del año pasado. (Estaba segura de que Megan tendría inclinaciones artísticas).
Scott es consultor informático autónomo. (No me puedo creer que Scott sea un maldito consultor informático).
Megan y Scott llevan tres años casados y viven en la casa de Blenheim desde enero de 2012.
Según el Daily Mail, la casa tiene un valor de 400 000 libras esterlinas.
Al leer todo esto, me he dado cuenta de que las cosas pintan mal para Scott. No sólo por la discusión, sino porque así son las cosas: cuando algo malo le pasa a una mujer, la policía sospecha primero del marido o del novio. En este caso, sin embargo, la policía no conoce todos los hechos. Sólo están investigando al marido, seguramente porque no saben nada del novio.
Es posible que yo sea la única persona que conozca su existencia.
Rebusco un trozo de papel en mi bolso. En el dorso del comprobante de pago de dos botellas de vino, escribo una lista de las explicaciones más posibles para la desaparición de Megan Hipwell:
- Ha huido con su novio, a quien a partir de ahora me referiré como N.
- N le ha hecho daño.
- Scott le ha hecho daño.
- Simplemente ha dejado a su marido y se ha ido a vivir a otra parte.
- Alguien que no es N o Scott le ha hecho daño.
Creo que la primera opción es la más probable, seguida de cerca por la cuarta, pues Megan es una mujer independiente y muy resuelta, estoy segura de ello. Y si estuviera teniendo una aventura, bien podría haber necesitado marcharse para aclararse la cabeza, ¿no? La quinta no parece muy probable, pues ser asesinada por un desconocido no es algo tan común.
Siento palpitaciones en la herida de la cabeza y no puedo dejar de pensar en la discusión que vi, o imaginé, o soñé la noche del sábado. Al pasar por delante de la casa de Megan y Scott, levanto la mirada. Puedo oír las pulsaciones del flujo sanguíneo en la cabeza. Me siento excitada. Tengo miedo. La luz matutina se refleja en las ventanas del número 15 confiriéndoles una apariencia de ojos ciegos.
Tarde
Estoy acomodándome en el asiento cuando suena mi móvil. Es Cathy. Dejo que salte el buzón de voz.
Me deja un mensaje: «Hola, Rachel. Sólo llamo para asegurarme de que estás bien». Está preocupada por mí a causa de lo del taxi. «Sólo quería decirte que lamento lo que te dije el otro día, ya sabes, lo de que te marcharas de casa. No debería haberlo hecho. Mi reacción fue exagerada. Puedes quedarte en casa todo el tiempo que quieras». Hay una larga pausa y luego añade: «Llámame, ¿vale? Y ven directamente a casa, Rach, no vayas al pub».
No tengo intención de hacerlo. Durante el almuerzo deseaba tomar algo, después de lo que ha pasado en Witney esta mañana me moría por una copa, pero no la he tomado porque quería mantener la cabeza despejada. Hacía mucho tiempo que no tenía nada por lo que mereciera la pena mantener la cabeza despejada.
Mi visita a Witney esta mañana ha sido muy extraña. Me he sentido como si llevara siglos sin ir aunque sólo hubieran pasado unos días desde la última vez. Podría haberse tratado perfectamente de un lugar del todo distinto, la verdad; de una estación distinta en un pueblo distinto. Desde luego yo era una persona del todo distinta a la del sábado por la noche: hoy no sólo me sentía dolorida y sobria sino que era bien consciente del ruido y la luz. También estaba asustada por lo que pudiera encontrar.
Como si estuviese invadiendo una propiedad, así es como me he sentido esta mañana. Porque ahora es su territorio, el de Tom y Anna y el de Scott y Megan. Yo soy la extranjera, ya no pertenezco a este lugar. Y, sin embargo, al mismo tiempo todo me resulta familiar. Desciendo los escalones de hormigón de la estación, paso por delante del quiosco y salgo a Roseberry Avenue, recorro media manzana hasta la bifurcación: a la derecha, el arco del frío y húmedo paso subterráneo que cruza por debajo de las vías del tren y, a la izquierda, Blenheim Road, estrecha, bordeada de árboles y flanqueada por bonitas terrazas victorianas. Es como volver a casa, pero no a cualquiera, sino a la de la infancia, un lugar que abandoné hace toda una vida; es la familiaridad de subir una escalera y saber exactamente qué escalón crujirá.
La familiaridad no estaba únicamente en mi cabeza, también la sentía en mis huesos; era un conocimiento adquirido. De hecho, al cruzar por delante de la negra boca del paso subterráneo, he ido un poco más deprisa. No he tenido que pensar en ello porque cuando vivía en Witney siempre caminaba un poco más rápido al llegar aquí. Cada noche, al regresar a casa y sobre todo en invierno, aceleraba el paso al tiempo que, por si acaso, echaba un vistazo rápido a la derecha. Nunca vi a nadie —no lo hice por aquel entonces ni tampoco lo hago hoy— y, sin embargo, esta mañana me he detenido de golpe porque de repente me he visto a mí misma. Dentro del paso subterráneo, tirada en el suelo con la espalda contra la pared y la cabeza apoyada en las manos, y tanto la cabeza como las manos manchadas de sangre.
El corazón me ha comenzado a latir con fuerza y me he quedado ahí parada mientras los transeúntes me rodeaban para seguir su camino hacia la estación. Uno o dos se me han quedado mirando mientras pasaban a mi lado. Yo seguía completamente inmóvil. No sabía —ni todavía sé— si el recuerdo es real. ¿Para qué demonios me iba a meter en el paso subterráneo? ¿Qué razón podía tener para ir a ese lugar oscuro y húmedo que huele a meado?
Finalmente, he dado media vuelta y he regresado a la estación. Ya no quería estar ahí; no quería llegar a la casa de Scott y Megan. Quería marcharme. Ahí había pasado algo malo, estaba segura de ello.
Tras pagar el billete, he subido rápidamente la escalera de la estación para llegar al otro lado del andén y, entonces, he tenido otro recuerdo súbito. Esta vez no estoy en el paso subterráneo, sino en la escalera. Tropiezo y un hombre me coge del brazo para que no caiga. Es el pelirrojo del tren. Rememoro la escena sin diálogo. En un momento dado, me río, de mí misma o de algo que dice él. Ese tipo se portó bien conmigo, estoy segura. O casi. Sé que sucedió algo malo, pero no creo que él tuviera nada que ver con ello.
Luego he subido al tren y he ido a Londres. En cuanto he llegado a la biblioteca, me he sentado frente a una terminal de ordenador para buscar noticias sobre Megan. En la página web del Telegraph había un texto breve en el que se decía que «un treintañero está ayudando a la policía en sus investigaciones». Supongo que se trata de Scott. Estoy convencida de que él no le ha hecho daño a Megan. Sé que no lo haría. Los he visto juntos; sé cómo eran. En la noticia también daban el número de teléfono de la organización Crimestoppers para que la gente llame si tiene información. De vuelta a casa llamaré desde una cabina. Les contaré lo de N, lo que vi.
Mi móvil suena justo cuando estamos llegando a Ashbury. Vuelve a ser Cathy. Pobrecilla, realmente está preocupada por mí.
—¿Rach? ¿Estás en el tren? ¿Estás de camino a casa? —Parece inquieta.
—Sí, estoy de camino —le explico—. Llegaré en quince minutos.
—Han venido a verte unos policías, Rachel —dice, y se me hiela la sangre—. Quieren hablar contigo.
Miércoles, 17 de julio de 2013
Mañana
Megan sigue desaparecida y he mentido —repetidamente— a la policía.
Cuando llegué anoche a casa estaba asustada. Intenté convencerme de que habían venido a verme por lo del accidente con el taxi, pero eso no tenía ningún sentido. Ya había hablado con un policía en la escena del atropello: estaba claro que había sido culpa mía. Así pues, la visita tenía que estar relacionada con los acontecimientos de la noche del sábado. Debía de haber hecho algo. Debía de haber cometido algún acto terrible que no recordaba.
Sé que parece improbable. ¿Qué podría haber hecho? ¿Ir a Blenheim Road, atacar a Megan Hipwell, deshacerme de su cadáver en algún lugar y luego olvidarlo todo? Suena ridículo. Es ridículo. Pero sé que el sábado pasó algo. Lo supe en cuanto miré ese oscuro túnel que cruza por debajo de la línea del tren y la sangre se me congeló en las venas.
Las lagunas mentales existen, y no me refiero únicamente al hecho de no recordar bien cómo se regresó del club a casa o a haber olvidado aquello tan gracioso de lo que se habló en el pub. Es distinto. Me refiero a una negrura absoluta, a horas perdidas que ya nunca se recordarán.
Tom me compró un libro al respecto. No es algo muy romántico, pero estaba cansado de que le pidiera perdón por las mañanas cuando ni siquiera sabía por qué lo estaba haciendo. Creo que quería que me diera cuenta del daño que estaba causando y el tipo de cosas que podía ser capaz de hacer. Lo había escrito un médico, pero no tengo ni idea de si era riguroso: el autor aseguraba que las lagunas mentales no consistían sólo en el hecho de olvidar lo que había sucedido, sino en no llegar ni siquiera a tener recuerdos. Su teoría se basaba en que uno alcanza un estado en el que la memoria de corto alcance deja de funcionar. Y cuando una persona se encuentra en ese estado, en la negrura más absoluta, no se comporta como lo haría normalmente, sino que se limita a reaccionar a la última cosa que cree que ha sucedido. Ahora bien, como no está creando nuevos recuerdos, en realidad no sabe cuál es la última cosa que realmente ha sucedido. Luego el autor contaba una serie de anécdotas, historias de carácter aleccionador para el bebedor con lagunas mentales. Había una de un tipo en Nueva Jersey que, tras emborracharse durante la celebración de un Cuatro de Julio, se subía a su coche, conducía varios kilómetros en dirección contraria y chocaba contra una furgoneta en la que iban siete personas. La furgoneta estallaba en llamas y morían seis de sus ocupantes. Al borracho no le pasaba nada (nunca les pasa nada). Ni siquiera recordaba haber subido al coche.
Luego había otro tipo, esta vez de Nueva York, que salía de un bar, conducía hasta la casa en la que se había criado, apuñalaba a sus ocupantes, se quitaba toda la ropa, regresaba a su casa en coche y se metía en la cama. A la mañana siguiente, se despertaba hecho polvo, preguntándose dónde se encontraba su ropa y cómo había llegado a casa. Hasta que la policía aparecía por allí, el tipo no descubría que la noche anterior había asesinado brutalmente a dos personas sin ninguna razón aparente.
De modo que suena ridículo, pero no es imposible, y para cuando llegué anoche a casa, me había convencido a mí misma de que estaba implicada de algún modo en la desaparición de Megan.
Los agentes de policía estaban sentados en el sofá del salón. Había un hombre de unos cuarenta y tantos años vestido de paisano y otro más joven de uniforme y con acné en el cuello. Cathy estaba de pie junto a la ventana, frotándose nerviosamente las manos. Parecía aterrorizada. Cuando entré, los policías se pusieron de pie. El de paisano, muy alto y ligeramente encorvado, me estrechó la mano y se presentó como inspector Gaskill. También me dijo el nombre del agente, pero no lo recuerdo. No estaba concentrada. Apenas podía respirar.
—¿A qué viene esto? —les solté—. ¿Le ha pasado algo a mi madre? ¿A Tom?
—No le ha pasado nada a nadie, señorita Watson, sólo queremos hablar con usted sobre lo que hizo el sábado por la noche —dijo Gaskill. Era algo que podría haber dicho la policía en la tele; no parecía real. Querían saber qué había hecho el sábado por la noche. ¿Qué coño hice el sábado por la noche?
—He de sentarme —dije, y el detective me indicó con la mano que ocupara su lugar en el sofá, junto a Don Acné.
Cathy no dejaba de cambiar de posición, saltando de un pie a otro mientras se mordía el labio inferior. Parecía frenética.
—¿Está usted bien, señorita Watson? —me preguntó Gaskill al tiempo que señalaba el corte que tenía encima del ojo.
—Me atropelló un taxi —le contesté—. Ayer por la tarde, en Londres. Fui al hospital, pueden comprobarlo.
—Ok —dijo mientras negaba ligeramente con la cabeza—. Bueno, ¿qué hay del sábado por la noche?
—Fui a Witney —dije, intentando que no me temblara la voz.
—¿Para qué?
Don Acné había sacado el cuaderno y tenía el lápiz en la mano.
—Quería ver a mi marido —contesté.
—¡Oh, Rachel! —saltó Cathy.
El detective la ignoró.
—¿Su marido? —dijo—. ¿Se refiere a su exmarido? ¿Tom Watson?
Efectivamente, todavía llevo su apellido. Me pareció lo más práctico. Así no tenía que cambiar las tarjetas de crédito, ni las direcciones de email, ni sacarme un nuevo pasaporte, etcétera.
—Así es. Quería verlo, pero luego decidí que no era una buena idea, y volví a casa.
—¿A qué hora fue eso? —El tono de voz de Gaskill era uniforme y su rostro, absolutamente inexpresivo; al hablar apenas movía los labios. Podía oír el roce del lápiz de Don Acné en el papel. También las pulsaciones de mi flujo sanguíneo aporreándome los oídos.
—Eran las… Um… Creo que las seis y media. Es decir, creo que subí al tren sobre las seis y media.
—¿Y a qué hora volvió a casa…?
—¿Quizá a las siete y media? —Levanté la mirada hacia Cathy y, por la expresión de su rostro, advertí que sabía que estaba mintiendo—. Puede que un poco más tarde. Hacia las ocho, tal vez. Sí, ahora lo recuerdo, creo que llegué a casa justo pasadas las ocho. —Noté que mis mejillas enrojecían. Si este hombre no se daba cuenta de que estaba mintiendo, no merecía estar en el cuerpo de policía.
Entonces el inspector se dio la vuelta, cogió una de las sillas de la mesa del rincón y la atrajo hacia sí con un movimiento rápido y casi violento. La colocó a apenas medio metro de mí y se sentó en ella con las manos en las rodillas y la cabeza ladeada.
—Vamos a ver —dijo—. Salió usted de casa alrededor de las seis, lo cual quiere decir que debió de llegar a Witney sobre las seis y media. Y regresó a casa sobre las ocho, lo cual quiere decir que debió de marcharse de Witney sobre las siete y media. ¿Es esto correcto?
—Sí, creo que sí —dije. La voz me volvía a temblar, traicionándome. En uno o dos segundos me iba a preguntar qué había estado haciendo durante esa hora, y no tenía ninguna respuesta que ofrecerle.
—Y al final no vio a su exmarido, así pues, ¿qué hizo mientras estuvo en Witney?
—Estuve paseando.
Gaskill esperó un momento a ver si desarrollaba un poco más mi respuesta. Por un instante, consideré la posibilidad de decirle que había ido a un pub, pero eso habría sido una estupidez pues lo podía comprobar fácilmente. Me preguntaría a qué pub había ido y si había hablado con alguien. Mientras pensaba qué podía decirle, me di cuenta de que no se me había ocurrido preguntarle por qué quería saber dónde había estado el sábado por la noche, y que eso mismo debía de resultar algo extraño. Seguramente, me hacía parecer culpable.
—¿Habló usted con alguien? —me preguntó como si me hubiera leído el pensamiento—. ¿Entró en alguna tienda o bar…?
—¡En la estación hablé con un hombre! —solté de golpe en un tono de voz alto y casi triunfal, como si eso significara algo—. ¿Por qué necesita saber todo esto? ¿Qué sucede?
El inspector Gaskill se reclinó en la silla.
—Tal vez haya oído que ha desaparecido una mujer de Witney. Se trata de una mujer que vive en Blenheim Road, a apenas unos metros de la casa de su exmarido. Hemos estado preguntando puerta a puerta si alguien la vio esa noche, o si recuerdan haber visto u oído algo inusual. Durante el curso de nuestras pesquisas, surgió el nombre de usted. —Se quedó un momento callado, dejando que asimilara lo que acababa de decir—. Esa noche la vieron en Blenheim Road sobre la hora en la que la señorita Hipwell, la mujer desaparecida, salió de casa. La señora Anna Watson nos contó que la vio a usted en la calle, cerca de la casa de la señorita Hipwell y de su propia propiedad. Dijo que estaba usted actuando de un modo extraño y que se asustó. Tanto que, de hecho, consideró la posibilidad de llamar a la policía.
El corazón me latía con fuerza, como si fuera un pájaro atrapado. No podía hablar. Sólo podía verme a mí misma en el paso subterráneo, encorvada y con sangre en las manos. Sangre en las manos. ¿Era mía? Sí, tenía que ser mía. Levanté la vista hacia Gaskill y vi que me estaba mirando. Tenía que decir algo deprisa para que dejara de leerme la mente.
—No hice nada —dije—. Yo sólo… sólo quería ver a mi marido.
—Su exmarido. —Gaskill me corrigió otra vez. Cogió una fotografía que llevaba en el bolsillo de la americana y me la enseñó. Era de Megan—. ¿Vio a esta mujer el sábado por la noche? —me preguntó.
Yo me quedé mirando la fotografía un largo rato. Me parecía surrealista que me estuvieran enseñando a la rubia perfecta a la que solía observar desde el tren y cuya vida había construido y deconstruido tantas veces en mi cabeza. Sus rasgos eran un poco más marcados de lo que había imaginado, no tan suaves como los que le había atribuido a mi Jess.
—¿Señorita Watson? ¿La vio?
La verdad era que no sabía si la había visto. Y todavía no lo sé.
—Creo que no —dije.
—¿Cree que no? O sea, ¿que podría haberla visto?
—Yo… no estoy segura.
—¿Estuvo usted bebiendo el sábado por la tarde? —me preguntó entonces—. Antes de ir a Witney, ¿había estado bebiendo?
Mi rostro volvió a enrojecer.
—Sí —respondí.
—La señora Watson, Anna Watson, nos dijo que, cuando la vio fuera de su casa, tuvo la impresión de que estaba usted borracha. ¿Lo estaba?
—No —contesté, manteniendo la mirada firme sobre el detective para no ver la expresión acusatoria de Cathy—. Me había tomado un par de copas por la tarde, pero no estaba borracha.
Gaskill suspiró. Parecía decepcionado conmigo. Se volvió hacia Don Acné y luego otra vez hacia mí. Luego se puso en pie lenta y deliberadamente y volvió a colocar la silla junto a la mesa.
—Si recuerda usted algo, cualquier cosa que nos pueda ser de ayuda, ¿haría usted el favor de llamarme? —dijo, y me entregó una tarjeta.
Mientras Gaskill se despedía de Cathy con un movimiento de cabeza y se disponía a marcharse, yo me dejé caer en el sofá y mi corazón comenzó a tranquilizarse. Volvió a acelerarse rápidamente cuando, antes de salir por la puerta, Gaskill me preguntó:
—Se dedica usted a las relaciones públicas, ¿no es así? ¿Huntingdon Whitely?
—Así es —dije—. Huntingdon Whitely.
Ahora temo que lo compruebe y descubra que mentí. No puedo dejar que lo averigüe por sí mismo, he de decírselo yo.
De modo que eso es lo que voy a hacer esta mañana. Voy a ir a la comisaría de policía para confesar. Voy a contárselo todo: que perdí mi trabajo hace meses, que el sábado por la noche estaba muy borracha y que no tengo ni idea de qué hora era cuando llegué a casa. Voy a decirle lo que debería haberle dicho ayer: que está buscando en la dirección equivocada. Voy a revelarle a Gaskill mis sospechas de que Megan Hipwell tenía una aventura.
Tarde
La policía me ha tomado por una fisgona. Una acosadora, una pirada, alguien mentalmente inestable. No debería haber ido nunca a la comisaría. Sólo he empeorado mi situación y no creo haber ayudado a Scott (razón por la cual había acudido en primer lugar). Él necesita mi ayuda pues resulta obvio que la policía sospechará que le ha hecho algo a Megan, y yo sé que no es cierto porque lo conozco. Al menos así es como lo siento, por loco que parezca. He visto cómo la trata. Él no podría haberle hecho daño.
Bueno, ayudar a Scott no ha sido la única razón por la que he ido a la policía. También estaba la cuestión de la mentira que debía rectificar. Lo de que todavía trabajaba en Huntingdon Whitely.
Me ha costado mucho hacer acopio del coraje necesario para ir a la comisaría. He estado a punto de dar media vuelta y volver a casa una docena de veces, pero finalmente he entrado. Una vez dentro, le he preguntado al sargento del mostrador si podía hablar con el inspector Gaskill y me ha conducido a una sofocante sala de espera en la que he estado sentada más de una hora hasta que alguien ha venido a buscarme. Para entonces, estaba sudando y temblando como una mujer de camino al cadalso. Luego me han llevado a otra habitación más pequeña y todavía más sofocante en la que no había ni ventanas ni aire. Ahí he permanecido diez minutos más hasta que por fin ha aparecido Gaskill junto a una mujer también de paisano. El inspector Gaskill no parecía sorprendido de verme de nuevo. Me ha saludado educadamente y me ha presentado a su acompañante, la sargento Riley. Ésta era más joven que yo, alta, delgada, de pelo moreno y unos atractivos y marcados rasgos algo zorrunos. No me ha devuelto la sonrisa.
Nos hemos sentado y nadie ha dicho nada; se han limitado a mirarme expectantes.
—He recordado el aspecto del hombre —he dicho—. Ayer le dije que en la estación había un hombre. Puedo describirlo. —Riley ha enarcado las cejas ligeramente y ha cambiado de posición en el asiento—. Era un tipo de altura y constitución medias. Pelirrojo. Resbalé en la escalera y él me cogió del brazo. —Gaskill se ha inclinado hacia delante y, tras colocar los codos sobre la mesa, ha enlazado las manos delante de la boca—. Llevaba… Creo que llevaba una camisa azul.
Esto no es del todo cierto. Recuerdo a un hombre, estoy segura de que era pelirrojo y creo que me sonrió o me hizo una mueca cuando todavía estábamos en el tren. También creo que bajó en Witney y también que me dijo algo. Es posible que yo resbalara en la escalera. Eso lo recuerdo, pero no estoy segura de si ese recuerdo pertenece al sábado por la noche o a otro día. Ha habido muchos resbalones en muchas escaleras. No tengo ni idea de cómo iba vestido.
A los detectives no les ha impresionado mi historia. Riley ha negado con la cabeza de un modo prácticamente imperceptible. Gaskill ha desenlazado las manos y las ha extendido hacia delante con las palmas hacia arriba.
—¿De verdad es esto lo que ha venido a contarme, señorita Watson? —me ha preguntado. No lo ha dicho enfadado, sino en un tono alentador. Yo quería que Riley se marchara. Con él podía hablar; confiaba en él.
—Ya no trabajo en Huntingdon Whitely —he dicho.
—Oh. —Se ha reclinado en el asiento. Esto parecía interesarle más.
—Lo dejé hace tres meses. A mi compañera de piso (bueno, en realidad casera) no se lo he dicho. Estoy intentando encontrar otro trabajo. No quería que lo supiera porque pensé que se preocuparía por el alquiler. Tengo algo de dinero. Puedo pagar el alquiler, pero… En cualquier caso, ayer le mentí sobre mi trabajo y le pido perdón.
Riley se ha inclinado hacia delante y me ha ofrecido una sonrisa falsa.
—Entiendo. Ya no trabaja en Huntingdon Whitely ni en ningún otro lugar. Así pues, está desempleada, ¿correcto? —He asentido—. ¿Y recibe alguna prestación de desempleo?
—No.
—¿Y… su compañera de piso no se ha dado cuenta de que ya no va a trabajar cada día?
—Es que sí lo hago. Bueno…, no voy a ninguna oficina, pero sí a Londres, tal y como hacía antes, a la misma hora y todo, para que ella…, para que ella no lo descubra. —Riley se ha vuelto hacia Gaskill, éste me estaba mirando fijamente con el ceño un tanto fruncido—. Suena extraño, ya lo sé… —he añadido, y me he quedado callada, pues en voz alta no sólo sonaba extraño, sino descabellado.
—Así pues, ¿cada día hace usted ver que va a trabajar? —me ha preguntado Riley también con el ceño fruncido. Como si estuviera preocupada por mí. Como si pensara que estoy completamente trastornada. Yo no he respondido ni he asentido ni nada. He permanecido en silencio—. ¿Puedo preguntarle por qué dejó su trabajo, señorita Watson?
No tenía ningún sentido que mintiera. Si antes de esta conversación no se les había ocurrido comprobar mi historial laboral, estaba condenadamente claro que ahora sí lo harían.
—Me despidieron —he dicho.
—La despidieron… —ha repetido Riley. En su tono de voz se podía percibir una ligera nota de satisfacción: estaba claro que era la respuesta que esperaba—. ¿Y a qué se debió el despido?
En ese momento he exhalado un leve suspiro y me he vuelto hacia Gaskill.
—¿Es esto importante? ¿De verdad es relevante por qué dejé mi trabajo?
Gaskill no ha dicho nada. Estaba consultando unas notas que le había pasado Riley, pero ha negado ligeramente con la cabeza. Riley ha cambiado entonces de táctica.
—Señorita Watson, me gustaría hacerle unas preguntas sobre el sábado por la noche. —Yo me he quedado mirando a Gaskill como diciendo «Esta conversación ya la hemos tenido», pero él no me ha devuelto la mirada.
—Está bien —he contestado. No dejaba de llevarme la mano al cuero cabelludo, preocupada por la herida. No podía evitarlo.
—Dígame, ¿por qué fue a Blenheim Road el sábado por la noche? ¿Por qué quería hablar con su exmarido?
—No creo que sea asunto suyo —he dicho, y rápidamente, antes de que ella tuviera tiempo de decir nada más, he añadido—: ¿Les importaría darme un vaso de agua?
Gaskill se ha puesto en pie y ha salido de la habitación. Eso no era exactamente lo que yo pretendía. Riley no ha dicho una sola palabra. Se ha limitado a mirarme sin parpadear con una leve sonrisa en los labios. Incapaz de sostenerle la mirada, he optado por echar un vistazo alrededor de la habitación. Era consciente de que se trataba de una táctica: Riley pretendía incomodarme con su silencio para que yo sintiera la necesidad de decir algo, aunque no quisiera hacerlo.
—Quería discutir algunas cosas con él —he respondido al fin—. Asuntos privados. —He sonado pomposa y ridícula.
Riley ha suspirado y yo me he mordido el labio, decidida a no hablar más hasta que Gaskill regresara a la sala. En cuanto ha aparecido y ha dejado un vaso de agua turbia delante de mí, Riley por fin me ha contestado.
—¿Asuntos privados? —ha dicho de golpe.
—Así es.
Riley y Gaskill han intercambiado una mirada, no estoy segura si de irritación o de diversión. Yo he advertido entonces que me sudaba el labio superior, así que he bebido un poco de agua. Sabía fatal. Mientras tanto, Gaskill ha ordenado los papeles que tenía delante y luego los ha apartado, como si ya hubiera terminado con ellos, o como si su contenido no le interesara tanto.
—Señorita Watson, parece usted suscitar cierta inquietud en su… esto… en la actual esposa de su exmarido, la señora Anna Watson. Según ésta, usted ha estado acosándolos tanto a ella como a su marido, se ha presentado varias veces en su casa sin haber sido invitada y, en una ocasión… —Gaskill ha consultado sus notas, pero Riley lo ha interrumpido.
—En una ocasión, entró en casa del señor y la señora Watson e intentó llevarse a su hija recién nacida.
Un agujero negro se ha abierto entonces en el centro de la habitación y se me ha tragado.
—¡Eso no es cierto! —he dicho—. Yo no intenté llevarme a… No sucedió así, eso es falso. Yo no… Y no intenté llevármela.
Entonces he comenzado a temblar y a llorar y he dicho que me quería marchar. Riley se ha puesto en pie de golpe empujando con ello su silla hacia atrás, se ha encogido de hombros mirando a Gaskill y ha salido de la habitación. Éste me ha ofrecido un pañuelo de papel.
—Puede irse cuando quiera, señorita Watson. Ha sido usted quien ha venido a hablar con nosotros —ha dicho, y me ha sonreído en señal de disculpa. De inmediato, me ha caído bien y me han entrado ganas de estrecharle las manos, pero no lo he hecho porque habría resultado raro—. Creo que tiene usted más cosas que contarme —ha señalado entonces, y me ha caído todavía mejor por el mero hecho de haber dicho «contarme» en vez de «contarnos». Luego, mientras se ponía en pie y me conducía a la puerta, ha añadido—: Quizá le gustaría tomarse un descanso, estirar las piernas y comer algo. Cuando esté lista, puede volver y explicármelo todo.
Mi intención era olvidarme del asunto y regresar a casa. Pero cuando estaba de camino a la estación dispuesta a darle la espalda a todo, he pensado en el trayecto del tren que cojo cada mañana y en que cada día tendría que pasar por delante de la casa de Megan y Scott. ¿Y si no la encontraban? No dejaría de preguntarme si el hecho de haberle dicho hoy algo a la policía podría haberla ayudado (sé que no es muy probable, pero bueno). ¿Y si acusaban a Scott de haberle hecho daño sólo porque no llegaban a conocer la existencia de N? ¿Y si ella estaba en esos momentos en casa de N, atada en el sótano, herida y sangrando, o enterrada en el jardín?
Así pues, al final he hecho lo que me ha aconsejado Gaskill y, tras comprarme un sándwich de jamón y queso, he ido al único parque que hay en Witney (una pequeña parcela de tierra más bien triste rodeada de casas de la década de 1930 y ocupada casi por completo por un parque infantil de asfalto). Una vez ahí, me he sentado en un banco al fondo mientras las madres y las niñeras regañaban a sus niños por comer arena del foso. Tiempo atrás solía soñar con esto. Soñaba con venir aquí. No para comer un sándwich de jamón y queso entre interrogatorios de la policía, claro está, sino con mi propio bebé. Pensaba en el cochecito que compraría, en el tiempo que pasaría en Trotters y Early Learning Centre mirando ropa adorable y juguetes educativos, y en cómo me sentaría aquí para acunar en el regazo a mi propio fardo de felicidad.
Nunca llegó a suceder. Ningún médico ha sido capaz de explicarme por qué no puedo quedarme embarazada. Soy suficientemente joven, me encuentro suficientemente bien, cuando lo estábamos intentando no bebía mucho y el esperma de mi marido era activo y abundante. Simplemente, no pasó. No sufrí la desgracia de un aborto natural. Nunca llegué a quedarme embarazada. Hicimos una ronda de fecundación in vitro (la única que pudimos permitirnos) y, tal y como todo el mundo nos advirtió, resultó desagradable e infructuoso. Lo que no me dijo nadie fue que se cargaría nuestra relación. Pero lo hizo. O, más bien, a mí me hizo añicos y yo me cargué nuestra relación.
El problema de ser estéril es que no se puede huir de ello. No cuando eres treintañera. Mis amigas estaban teniendo hijos, las amigas de mis amigas estaban teniendo hijos y por todas partes había fiestas para celebrar embarazos, nacimientos o el primer aniversario de un hijo. Mi madre, nuestros amigos, los colegas del trabajo. ¿Cuándo iba a ser mi turno? En un momento dado, nuestra falta de hijos se convirtió en un tema aceptable de conversación durante los almuerzos de los domingos. No entre Tom y yo, pero sí en general. Qué estábamos intentando, qué deberíamos hacer, ¿de verdad pensaba beber otro vaso de vino? Todavía era joven y había mucho tiempo, pero el fracaso a la hora de quedarme embarazada terminó por envolverme como una manta, abrumándome y amargándome hasta que perdí toda esperanza. Por aquel entonces, me molestaba el hecho de que siempre se considerara que era culpa mía y que era yo la que estaba haciendo algo que no debía. Pero tal y como demostró la velocidad con la que dejó a Anna embarazada, nunca hubo ningún problema con la virilidad de Tom. Yo estaba equivocada al pensar que debíamos compartir la culpa. Era toda mía.
Lara, mi mejor amiga desde la universidad, tuvo dos hijos en dos años: primero un niño y luego una niña. No me gustaban. No quería saber nada de ellos. No quería estar cerca de ellos. Al poco, Lara dejó de hablarme. En el trabajo, había una chica que me contó —de forma casual, como si se estuviera refiriendo a una apendicectomía o a la extracción de una muela del juicio— que recientemente había tenido un aborto médico, y que había sido mucho menos traumático que el quirúrgico al que se había sometido cuando iba a la universidad. Después de eso, ya no pude volver a hablar con ella ni mirarla a la cara. Las cosas comenzaron a volverse raras en la oficina y la gente se dio cuenta.
Tom no se sentía igual que yo. Para empezar, no era culpa suya y, en cualquier caso, no necesitaba un hijo como yo. Quería ser padre, realmente lo quería (estoy segura de que soñaba con jugar al fútbol con su hijo en el jardín, o con llevar a su hija sobre los hombros en el parque), pero también pensaba que nuestras vidas podían ser buenas sin hijos. «Somos felices —solía decirme—, ¿por qué no nos limitamos a seguir siéndolo?». Al poco, comenzó a sentirse frustrado conmigo. Nunca comprendió que era posible echar de menos y llorar lo que nunca se ha tenido.
Me sentía aislada en mi tristeza. Me volví solitaria, de modo que comencé a beber un poco, y luego un poco más, y entonces me volví todavía más solitaria, pues a nadie le gusta estar alrededor de una borracha. Perdía y bebía y bebía y perdía. Me gustaba mi trabajo, pero no tenía una carrera especialmente brillante y, aunque la hubiera tenido, la realidad es que a las mujeres todavía se las valora únicamente por dos cosas: su aspecto y su papel como madres. Yo no soy guapa y no puedo tener hijos. ¿En qué me convierte eso? En alguien inútil.
No puedo echarle la culpa de todo esto a la bebida. Tampoco a mis padres, ni a mi infancia, ni a que abusara de mí un tío o alguna otra tragedia terrible. Fue únicamente culpa mía. Yo ya bebía, siempre me había gustado el alcohol. Pero me volví más triste y, al cabo de un tiempo, la tristeza se vuelve aburrida tanto para la persona triste como para la gente que hay a su alrededor. Entonces pasé de ser una bebedora a una borracha, y no hay nada más aburrido que eso.
Ahora ya llevo mejor lo de los niños; desde que vivo sola he mejorado. He tenido que hacerlo. He leído muchos libros y artículos y me he dado cuenta de que tengo que aceptar la situación. Hay estrategias, hay esperanza. Si enderezara mi situación y dejara de beber, podría adoptar. Y ni siquiera he cumplido los treinta y cuatro, todavía tengo tiempo. Estoy mejor de lo que estaba hace unos pocos años, cuando abandonaba el carrito y salía del supermercado si dentro había demasiadas madres con hijos. Por aquel entonces, no habría sido capaz de venir a un parque como éste, sentarme cerca del parque infantil y ver cómo los niños se deslizan por el tobogán. Hubo momentos, cuando peor estaba y mis ansias eran más acuciantes, en los que creí que iba a perder la cabeza.
Puede que alguna vez lo hiciera. El día por el que me han preguntado en la comisaría de policía puede que estuviera algo trastornada. Algo que Tom dijo aquella mañana terminó de desquiciarme y enloquecí. O, mejor dicho, algo que escribió: lo leí en Facebook. No fue una sorpresa, sabía que ella iba a tener una hija, él me lo había dicho y la había visto a ella —y también la persiana rosa de la ventana del cuarto del bebé—, así que sabía que estaba a punto de llegar. Para mí, sin embargo, se trataba del bebé de ella. Hasta que vi la fotografía de Tom mirando y sonriendo a la recién nacida que tenía en brazos. Debajo había escrito: «¡Así que esto es de lo que tanto hablan! ¡Nunca había conocido un amor igual! ¡Es el día más feliz de mi vida!». Lo imaginé escribiendo eso a sabiendas de que yo leería esas palabras y me harían polvo. Lo hizo de todos modos. No le importó. A los padres no les importa otra cosa que sus hijos. Éstos son el centro del universo, lo único que importa. Nadie más es importante, el sufrimiento o la alegría de los demás es irrelevante, no son reales.
Estaba furiosa. Estaba consternada. Puede que me sintiera vengativa y quisiera demostrarles que mi sufrimiento era real. No lo sé. Cometí una estupidez.
Un par de horas más tarde he vuelto a la comisaría de policía. He preguntado si podía hablar únicamente con Gaskill, pero él me ha dicho que quería que Riley estuviera presente. Después de eso me ha caído un poco peor.
—No entré a la fuerza en su casa —he dicho cuando Riley ha llegado—. Había ido a visitarlos porque quería hablar con Tom y nadie contestó al timbre…
—Entonces ¿cómo entró? —me ha preguntado Riley.
—La puerta estaba abierta.
—¿La puerta de entrada estaba abierta?
He suspirado.
—No, claro que no. La puerta corredera de cristal que hay en la parte trasera, la que da al jardín.
—¿Y cómo llegó al jardín trasero?
—Salté la cerca, sabía por dónde hacerlo.
—O sea, ¿que saltó una cerca para entrar en casa de su exmarido?
—Sí. Antes… siempre dejábamos unas llaves de emergencia en la parte trasera. Las escondíamos ahí por si uno de los dos perdía las llaves o se las dejaba dentro o algo así. Pero no estaba entrando a la fuerza, de verdad. Sólo quería hablar con Tom. Pensaba que quizá el timbre no funcionaba o algo así.
—Lo hizo en un día entre semana en horario laboral, ¿no? ¿Qué le hacía pensar que su exmarido estaría en casa? ¿Había llamado antes para confirmarlo? —me ha preguntado entonces Riley.
—¡Por el amor de Dios! ¿Quiere dejarme hablar? —he exclamado. Ella ha negado con la cabeza y me ha vuelto a sonreír de aquel modo; como si me conociera, como si pudiera leer mi mente—. Salté la cerca —he proseguido, intentando controlar el volumen de mi voz— y llamé con los nudillos a las puertas correderas, que estaban parcialmente abiertas. No hubo respuesta, pero oí los lloros del bebé, así que entré y vi que Anna…
—¿La señora Watson?
—Sí, vi que la señora Watson estaba durmiendo en el sofá mientras el bebé lloraba en su canasta. Lo hacía a gritos y tenía el rostro enrojecido, así que supuse que debía de llevar ya un rato haciéndolo. —Al decir eso, me he dado cuenta de que debería haberles dicho que había oído sus lloros desde la calle y que por eso había rodeado la casa para entrar por el jardín. Eso me habría hecho parecer menos perturbada.
—O sea, ¿que el bebé estaba llorando a gritos y su madre, que estaba ahí mismo, no se despertaba? —ha preguntado Riley.
—Así es. —La sargento tenía los codos sobre la mesa y las manos delante de la cara, de modo que no podía ver bien su expresión, pero sabía que no me creía—. La cogí para tranquilizarla. Eso es todo. Lo hice para que dejara de llorar.
—Pero eso no es todo, ¿verdad? Cuando Anna se despertó usted ya no estaba ahí, ¿no es así? Estaba junto a la cerca, al lado de las vías del tren.
—No dejó de llorar nada más cogerla —le he explicado entonces—. Estuve un rato acunándola, pero seguía gimoteando, de modo que salí afuera con ella.
—¿Hasta las vías?
—Al jardín.
—¿Tenía intención de hacerle daño a la hija de los Watson?
Al oír eso, me he puesto en pie de golpe. Soy consciente de que ha sido algo melodramático, pero quería hacerles ver —a Gaskill en concreto— hasta qué punto resultaba descabellada esa sugerencia.
—¡No tengo por qué escuchar esto! ¡He venido aquí a hablarles del hombre! ¡He venido aquí a ayudarlos! Y ahora… ¿De qué me están acusando exactamente? ¿De qué me acusan?
Gaskill ha permanecido impasible y ha hecho un gesto para que me volviera a sentar.
—Señorita Watson, la otra… esto, señora Watson, Anna, la mencionó en el curso de nuestras investigaciones por la desaparición de Megan Hipwell. Nos dijo que en el pasado su comportamiento había sido errático e inestable. Mencionó este incidente con su hija. Nos dijo que la había estado acosando a ella y a su marido y que no dejaba de llamar repetidamente a su casa. —Ha bajado la mirada a sus notas un momento—. Casi cada noche, de hecho. Según ella, usted se niega a aceptar que su matrimonio terminó.
—¡Eso no es cierto! —he insistido. Y no lo era. Sí, de vez en cuando llamaba a Tom, pero no cada noche. Eso era una exageración. He comenzado a tener la sensación de que Gaskill no estaba de mi lado, y he vuelto a sentirme al borde de las lágrimas.
—¿Por qué no se ha cambiado de apellido? —me ha preguntado Riley.
—¿Cómo dice?
—Todavía utiliza el de su exmarido. ¿Por qué? Si un hombre me dejara por otra mujer, creo que querría librarme de su apellido. Y, desde luego, no querría compartir apellido con mi reemplazo…
—Bueno, quizá no soy tan mezquina. —Sí lo soy: odio que ella sea Anna Watson.
—Ya. ¿Y el anillo que cuelga de la cadena que lleva al cuello? ¿Es eso su alianza?
—No. —He mentido—. Es un… Era de mi abuela.
—¿Ah, sí? Bueno, a mí su comportamiento me sugiere que, tal y como dio a entender la señora Watson, usted se niega a pasar página y a aceptar que su exmarido tiene una nueva familia.
—No veo…
—¿… qué tiene esto que ver con la desaparición de Megan Hipwell? —Riley ha terminado mi frase—. Bueno, algunos informes indican que, la noche en la que Megan desapareció, usted (una mujer inestable que había estado bebiendo excesivamente) fue vista en la calle en la que vive. Teniendo en cuenta que hay ciertas similitudes físicas entre Megan y la señora Watson…
—¡No se parecen en nada! —La sugerencia me ha parecido escandalosa. Jess no se parece en nada a Anna. Megan no se parece en nada a Anna.
—Ambas son rubias, delgadas, menudas, de piel pálida…
—¿De modo que ataqué a Megan Hipwell creyendo que era Anna? Es lo más estúpido que he oído nunca —he dicho. Pero he vuelto a sentir palpitaciones en la herida de la cabeza y todos mis recuerdos del sábado por la noche seguían en la más absoluta oscuridad.
—¿Sabía que Anna Watson conoce a Megan Hipwell? —me ha preguntado Gaskill. Eso me ha dejado estupefacta.
—Yo… ¿qué? No, no se conocen.
Riley ha sonreído un momento y luego ha vuelto a ponerse seria.
—Sí que lo hacen. Megan trabajó un tiempo de canguro para los Watson… —Ha bajado la mirada a sus notas—. En agosto y septiembre del año pasado.
No he sabido qué decir. No podía siquiera imaginármelo: Megan en mi casa, con ella, con su bebé.
—El corte que tiene en el labio, ¿se lo hizo cuando la atropellaron el otro día? —me ha preguntado Gaskill.
—Sí. Me mordí cuando caí, creo.
—¿Dónde tuvo lugar este accidente?
—En Londres, en Theobalds Road. Cerca de Holborn.
—¿Y qué estaba haciendo ahí?
—¿Cómo dice?
—¿Por qué estaba en el centro de Londres?
Me he encogido de hombros.
—Ya se lo he dicho —he contestado fríamente—. Mi compañera de piso no sabe que he perdido el trabajo, de modo que sigo viajando cada mañana a Londres. Voy a bibliotecas para buscar trabajo y revisar mi currículo.
Riley ha negado con la cabeza, ignoro si de incredulidad o de asombro. ¿Cómo puede una llegar a ese punto?
He empujado mi silla hacia atrás, dispuesta a marcharme. Ya estaba harta de su condescendencia y de que me tomaran por idiota o perturbada. Había llegado el momento de sacar el as de la manga.
—No sé por qué estamos hablando de todo esto —he dicho—. Creía que tenían ustedes mejores cosas que hacer, como investigar la desaparición de Megan Hipwell, por ejemplo. Supongo que ya habrán hablado con su amante. —Ninguno de los dos ha dicho nada, se han limitado a mirarme fijamente. No se lo esperaban. Desconocían su existencia—. Tal vez no lo sabían, pero Megan Hipwell tenía una aventura —he añadido, y he comenzado a caminar hacia la puerta, pero Gaskill me ha detenido. Sin hacer ruido y con sorprendente rapidez, se ha interpuesto en mi camino antes de que yo pudiera coger el tirador de la puerta.
—Pensaba que no conocía a Megan Hipwell —ha dicho.
—Y no la conozco —he contestado, intentando rodearlo.
—Siéntese. —Me ha bloqueado el paso.
Entonces les he contado lo que vi desde el tren. Les he explicado que solía ver a Megan sentada en la terraza, tomando el sol por la tarde o bebiendo café por la mañana, y que la semana pasada la había visto besándose con alguien que no era su marido en el jardín.
—¿Cuándo sucedió eso? —ha preguntado Gaskill. Parecía molesto conmigo, quizá porque debería haberles contado esto directamente en vez de perder todo el día hablando de mí misma.
—El viernes. Fue el viernes por la mañana.
—¿Dice que el día anterior a su desaparición la vio con otro hombre? —me ha preguntado Riley.
Luego ha suspirado exasperada y ha cerrado el archivo que tenía delante. Gaskill, por su parte, se ha reclinado en su asiento y ha estudiado mi expresión. Estaba claro que ella pensaba que me lo estaba inventando; él no lo tenía tan claro.
—¿Podría describirlo? —me ha preguntado Gaskill.
—Alto, moreno…
—¿Apuesto? —me ha interrumpido Riley.
No he podido evitar resoplar. Luego he proseguido:
—Más alto que Scott Hipwell. Lo sé porque he visto juntos a Jess, perdón, a Megan y a Scott, y este hombre era distinto. Menos corpulento, más delgado y de piel más oscura. Posiblemente, se trataba de un asiático —he dicho.
—¿Pudo determinar su grupo étnico desde el tren? —ha dicho Riley—. Impresionante. Por cierto, ¿quién es Jess?
—¿Cómo dice?
—Hace un momento ha mencionado a Jess.
He notado cómo mi rostro volvía a sonrojarse y he negado con la cabeza.
—No, no lo he hecho —he dicho.
Gaskill se ha puesto en pie y me ha ofrecido la mano para que se la estrechara.
—Creo que ya es suficiente. —Le he dado la mano, he ignorado a Riley y me he dado la vuelta para irme—. No se acerque a Blenheim Road, señorita Watson —me ha advertido Gaskill—. Ni se ponga en contacto con su exmarido a no ser que sea importante. Tampoco se acerque a Anna Watson o a su hija.
En el tren de vuelta a casa, analizo todas las cosas que hoy han salido mal y me sorprende el hecho de que no me siento tan horrible como debería. Al pensar más en ello, me doy cuenta de a qué se debe: anoche no bebí nada, y ahora no tengo deseo alguno de hacerlo. Por primera vez en siglos, estoy interesada en otra cosa que mi propia desdicha. Tengo un propósito. O, al menos, tengo una distracción.
Jueves, 18 de julio de 2013
Mañana
Antes de subir al tren esta mañana he comprado tres periódicos: Megan lleva desaparecida cuatro días y cinco noches y la noticia está recibiendo una amplia cobertura. Como era de esperar, el Daily Mail ha conseguido encontrar fotografías de Megan en biquini, pero también ha hecho el perfil más detallado que he visto de ella hasta la fecha.
Nacida en Rochester en 1983, Megan Mills se mudó con sus padres a King’s Lynn en Norfolk cuando tenía diez años. Fue una chica brillante, muy extrovertida y con talento para la pintura y el canto. Según una amiga de la escuela, Megan «tenía mucho sentido del humor, era muy guapa y algo salvaje». Su salvajismo parece haber sido exacerbado por la muerte de su hermano Ben, al que estaba muy unida. Murió en un accidente de motocicleta cuando él tenía diecinueve años y ella quince. Después de su funeral, Megan se escapó tres días de casa. Fue arrestada en dos ocasiones (una por robo y otra por prostitución). Según el Mail, la relación con sus padres se rompió por completo. Ambos murieron hace unos pocos años sin haber llegado a reconciliarse nunca con su hija. (Al leer esto, me siento desesperadamente triste por Megan y me doy cuenta de que, después de todo, quizá no es tan distinta de mí. Ella también es una persona aislada y solitaria).
Cuando tenía dieciséis años, se fue a vivir con un novio que tenía una casa cerca del pueblo de Holkham, en el norte de Norfolk. La amiga de la escuela dice que «era un tipo mayor, músico o algo así. Tomaba drogas. Cuando se juntaron ya no vimos mucho más a Megan». El Mail no menciona el nombre del novio, de modo que presumiblemente no lo han encontrado. Puede incluso que no exista. Tal vez la amiga de la escuela se lo esté inventando para aparecer en el periódico.
Después de eso, saltan unos cuantos años: de repente, Megan tiene veinticuatro, vive en Londres y trabaja como camarera en un restaurante del norte de la ciudad. Ahí conoce a Scott Hipwell, un consultor informático amigo del encargado del restaurante, y se enamoran. Después de un «intenso noviazgo», Megan y Scott se casan cuando ella tiene veintiséis años y él treinta.
Citan a unas personas más, entre ellas a Tara Epstein, la amiga con la que Megan se suponía que iba a pasar la noche el día que desapareció. Ésta dice que Megan es una «chica encantadora y desenfadada» y que parecía «muy feliz». «No creo que Scott le haya hecho daño —dice Tara—. Él la quiere mucho». No dice nada que no sea un cliché. Me interesan más las declaraciones de Rajesh Gujral, uno de los artistas que expusieron su obra en la galería que Megan dirigió: «Es una mujer maravillosa, inteligente, divertida y guapa, una persona profundamente reservada y cariñosa». Me parece que a Rajesh le gustaba un poco. La otra persona a la que citan es un hombre llamado David Clark, «un antiguo colega» de Scott para el que «Megs y Scott son una gran pareja. Son muy felices juntos y están muy enamorados».
También hay algunas noticias sobre la investigación, pero las declaraciones de la policía ofrecen menos que nada: han hablado con «algunos testigos» y están «siguiendo varias líneas de investigación». El único comentario interesante proviene del inspector Gaskill, que confirma que dos hombres están ayudando a la policía. Estoy segura de que eso significa que ambos son sospechosos. Uno debe de ser Scott. ¿Podría ser el otro N? ¿Podría N ser Rajesh?
He estado tan absorta en los periódicos que no he prestado la atención habitual al trayecto. Es como si no me hubiera sentado hasta que, como de costumbre, el tren se ha detenido ante el semáforo en rojo. En el jardín de Scott hay gente: dos policías uniformados justo enfrente de la puerta trasera. Los pensamientos comienzan a arremolinarse en mi cabeza. ¿Han encontrado algo? ¿Han encontrado a Megan? ¿Hay un cadáver enterrado en el jardín o debajo de los tablones del suelo? No puedo dejar de pensar en la ropa a un lado de las vías, lo cual es estúpido, pues la vi antes de que Megan desapareciera y, en cualquier caso, si le han hecho algún daño, no ha sido Scott, no puede haber sido él. Scott está locamente enamorado de ella, todo el mundo lo dice. Hoy la luz no es muy buena, el tiempo ha cambiado y el cielo está de un amenazante color gris. No puedo ver el interior de la casa ni saber lo que ocurre en su interior. Me siento algo desesperada. No puedo soportar que me dejen fuera. Para bien o para mal, ahora soy parte de esto. Necesito saber qué está pasando.
Al menos tengo un plan. En primer lugar, he de descubrir si hay algún modo mediante el que pueda recordar qué sucedió el sábado por la noche. Cuando llegue a la biblioteca, pienso investigar al respecto y averiguar si la hipnoterapia podría servir y si es posible recuperar ese tiempo perdido. En segundo —y creo que esto es importante, pues dudo que la policía me creyera cuando les dije que Megan tenía un amante—, he de ponerme en contacto con Scott Hipwell. He de contárselo. Tiene derecho a saberlo.
Tarde
El tren está lleno de gente empapada por la lluvia y el vapor que emana su ropa se condensa en las ventanas. Una mezcla de olor corporal, perfume y jabón de lavar se extiende opresivamente sobre sus cabezas inclinadas y mojadas. Las nubes que esta mañana amenazaban lluvia lo han seguido haciendo todo el día, cada vez más pesadas y oscuras, hasta que esta tarde han estallado cual monzón justo cuando los trabajadores salían de sus oficinas y la hora punta se encontraba en su punto álgido, dejando las calles bloqueadas y las entradas de las estaciones de metro repletas de personas abriendo y cerrando paraguas.
Yo no llevaba paraguas y me he empapado entera. Me siento como si alguien me hubiera tirado un cubo de agua encima. Llevo los pantalones de algodón pegados a los muslos y la camisa azul claro se ha vuelto vergonzosamente transparente. He corrido desde la biblioteca hasta la estación de metro con el bolso pegado al pecho para intentar tapar algo. Por alguna razón, esto me ha parecido gracioso —hay algo ridículo en que te pille la lluvia— y para cuando he llegado a Gray’s Inn Road estaba riendo con tal fuerza que apenas podía respirar. No recuerdo la última vez que me reí así.
Ahora ya no estoy riendo. En cuanto me he sentado, he consultado las novedades del caso de Megan en el móvil y he visto la noticia que temía: «Un hombre de treinta y cinco años está siendo interrogado en la comisaría de policía de Witney en relación con la desaparición de Megan Hipwell, sin rastro de su casa desde el sábado por la noche». Se trata de Scott, estoy segura de ello. Espero que haya leído mi email antes de que lo hayan detenido, pues ser interrogado es algo serio: significa que lo consideran culpable. Aunque, claro está, el supuesto delito todavía está por determinar. Puede que no haya pasado nada. Puede que Megan esté bien. De vez en cuando, me la imagino viva y coleando en el balcón de un hotel con vistas al mar, con los pies sobre la barandilla y una bebida fría en la mesita.
Este pensamiento me emociona y me desilusiona a la vez, y entonces me siento mal por estar desilusionada. No le deseo nada malo a Megan, por más que me enfadase que engañara a Scott y destrozara así mis ilusiones sobre la pareja perfecta. No, se debe a que me siento parte de este misterio. Estoy conectada a él. Ya no soy sólo una chica del tren que va de arriba abajo sin propósito alguno. Quiero que Megan aparezca sana y salva. De verdad. Pero todavía no.
Esta mañana le he enviado a Scott un email. No me ha costado nada encontrar su dirección: he buscado en Google y rápidamente he encontrado <www.hipwellconsulting.co.uk>, la página web en la que ofrece «diversos servicios de consultoría informática para empresas y organizaciones sin ánimo de lucro». He sabido que se trataba de él porque la dirección del negocio era la misma que la de su casa.
Le he enviado un breve mensaje a la dirección que aparecía en la página.
Estimado Scott:
Me llamo Rachel Watson. No me conoces. Me gustaría hablar contigo sobre tu esposa. No tengo información de su paradero ni sé qué le ha pasado, pero poseo información que podría ayudarte.
Entendería que no quisieras hablar conmigo, pero en caso de que sí lo hagas, envíame un email a esta dirección.
Atentamente,
RACHEL
No sé si, de ser él, yo me habría puesto en contacto conmigo; lo dudo. Al igual que la policía, probablemente Scott habrá pensado que estoy chiflada y que no soy más que una tía rara que ha leído sobre el caso de Megan en el periódico. Ahora nunca lo sabré: si lo han arrestado, puede que no llegue a leer el mensaje. De hecho, si lo han arrestado, las únicas personas que lo verán serán policías, lo cual supondrá un problema para mí. Pero tenía que intentarlo de todos modos.
Y ahora me siento desesperada y frustrada. La gente que abarrota el vagón no me deja ver por la ventanilla e, incluso si pudiera, con la lluvia que sigue cayendo no podría ver nada más allá de la cerca de las vías. Me pregunto si se estarán perdiendo pruebas por culpa de este tiempo; si, en este momento, pistas vitales estarán desapareciendo para siempre: manchas de sangre, pisadas, colillas de cigarrillos con ADN. Tengo tantas ganas de beber algo que casi puedo saborear el vino en la boca. Puedo imaginar perfectamente la sensación del alcohol al llegar a mi flujo sanguíneo y la euforia extendiéndose por mi cuerpo.
Quiero y no quiero una copa. Si no tomo nada, hará tres días que no bebo, y no puedo recordar la última vez que permanecí sobria durante tres días seguidos. También puedo saborear otra cosa en la boca: una vieja obstinación. Hubo un tiempo en el que tenía fuerza de voluntad y podía correr diez kilómetros antes de desayunar o subsistir durante semanas con 1300 calorías diarias. Tom me dijo que era una de las cosas que le gustaban de mí: mi terquedad, mi fortaleza. Recuerdo una discusión hacia el final de la relación, cuando las cosas estaban a punto de ponerse realmente feas. Perdió los estribos conmigo. «¿Qué te ha pasado, Rachel? —me preguntó—. ¿Cuándo te has vuelto tan débil?».
No lo sé. No sé adónde se fue la fortaleza, ni siquiera recuerdo haberla perdido. Creo que, con el tiempo, la vida fue haciéndole mella poco a poco.
Al llegar al semáforo entre Londres y Witney, el tren se detiene de golpe con un alarmante chirrido de frenos. El vagón se llena de murmullos de disculpa de los pasajeros por los empujones y los pisotones. Yo levanto la vista y, de repente, me encuentro mirando directamente a los ojos del hombre del sábado por la noche: el pelirrojo que me ayudó. Sus ojos azules me están mirando fijamente y me llevo tal susto que el móvil se me cae al suelo. Tras recogerlo, vuelvo a levantar los ojos. Esta vez lo hago como tentativa, evitándolo. Primero examino el vagón, luego limpio la ventanilla empañada con el codo y echo un vistazo fuera. Por fin, vuelvo a mirarlo y él me sonríe ladeando la cabeza.
Noto entonces cómo mi rostro se sonroja. No sé de qué modo reaccionar a su sonrisa porque no sé lo que quiere decir. ¿Significa «Oh, hola, te recuerdo de la otra noche» o «Ah, es esa borracha que la otra noche se cayó por la escalera y no dejaba de decirme chorradas»? ¿O quizá otra cosa? No lo sé, pero al pensar ahora en ello, creo recordar un fragmento de la banda sonora que acompaña a las imágenes en las que resbalo en un escalón: él diciendo «¿Estás bien, guapa?». Entonces aparto la mirada y vuelvo a echar un vistazo por la ventanilla. Puedo sentir sus ojos observándome. Yo sólo quiero esconderme, desaparecer. El tren se pone en marcha con un traqueteo y al cabo de unos segundos llegamos a la estación de Witney. La gente comienza a colocarse en la salida a base de empujones y se prepara para desembarcar doblando sus periódicos y guardando sus Kindles y iPads. Cuando vuelvo a levantar la mirada, me invade una sensación de alivio: el tipo se ha dado la vuelta y se dispone a bajar del tren.
Entonces me doy cuenta de que me estoy comportando como una idiota. Debería levantarme y seguirlo, hablar con él. Podría decirme qué sucedió, o qué no sucedió; podría rellenar algunos huecos. Me pongo en pie. Vacilo, sé que ya es demasiado tarde, las puertas están a punto de cerrarse, estoy en medio del vagón, no conseguiré abrirme paso entre la gente a tiempo. Se oye un pitido y las puertas se cierran. Todavía de pie, me vuelvo y miro por la ventana mientras el tren se pone en marcha. El tipo del sábado por la noche está en el andén, bajo la lluvia, mirando cómo me alejo.
Cuanto más cerca estoy de casa más irritada me siento conmigo misma. Casi estoy tentada de cambiar de tren en Northcote y regresar a Witney para buscarlo. Se trata de una idea ridícula, claro está, además de estúpidamente arriesgada, pues ayer mismo Gaskill me advirtió que permaneciera alejada de esa zona. El problema es que cada vez tengo más claro que no podré recordar lo que sucedió el sábado. Unas pocas horas de búsqueda en internet me han confirmado lo que sospechaba: la hipnosis no suele ser útil para recuperar las horas perdidas durante una laguna mental pues, tal y como había leído, en esos casos no creamos nuevos recuerdos. No hay nada que recordar. Es y siempre será un agujero negro en mi línea temporal.