Capítulo X

El padre prior dejó que se lo llevaran como a un niño asustado. Al llegar a los sitiales del coro, miró a sus frailes con una extraña expresión, como si estuviera asimilando poco a poco todo el horror de lo que acababa de ver. Cubriéndose la boca con la mano, bajó rápidamente por la nave y salió por el pórtico principal de la iglesia para vomitar fuera.

Athelstan estudió a los demás: Enrique de Winchester se estaba sosteniendo la cabeza con las manos; fray Niall y fray Pedro, intensamente pálidos, hablaban en susurros entre sí mientras que los dos inquisidores parecían unas estatuas de piedra, con la mirada perdida más allá del presbiterio. Athelstan trató de serenarse, respiró hondo para aliviar los calambres del estómago y reprimió el impulso de gritar contra el execrable espectáculo que acababa de presenciar.

Norberto y otros hermanos legos regresaron con un lienzo de lona y un nuevo ataúd. Athelstan dio gracias a Dios por la autoridad de sir John como forense. El hermano Norberto envolvió el cuerpo de Alcuino en un sudario de cuero y, cortando un trozo de cuerda, selló el cadáver, atándolo fuertemente antes de colocarlo en el nuevo ataúd. Después echó un poco más de incienso sobre las brasas encendidas hasta que las fragantes nubes se elevaron desde detrás del altar, disimulando el penetrante hedor de la corrupción.

Athelstan se levantó y miró hacia el fondo de la nave del templo donde el padre prior permanecía acurrucado junto al pórtico principal, tratando de serenarse. Cranston y Norberto se retiraron un momento. Athelstan les oyó salir por la puerta de la sacristía. Poco después, sir John regresó seguido de Norberto, el cual portaba una bandeja con una gran jarra de vino y ocho copas.

—Id en busca del prior —le dijo Cranston a Athelstan—. Que venga aquí.

Athelstan obedeció. El padre prior parecía más tranquilo, se le habían calentado un poco las manos y su rostro había recuperado ligeramente el color, aunque sus ojos aún estaban congestionados a causa del esfuerzo de las náuseas.

—Oh, Athelstan —dijo en voz baja mientras regresaba lentamente con él al presbiterio—, ¡que Dios me perdone! Estaba tan inmerso en el gobierno de un gran convento que había olvidado todo el horror de la maldad del hombre y las terribles consecuencias del pecado. ¿Quién puede haberlo hecho? ¿Asesinar a un pobre fraile como Alcuino aquí, bajo la mirada de Dios? ¿En el mismísimo presbiterio de un templo de Jesucristo? ¿Y profanar después su cadáver y el del pobre Bruno? ¿Quién? ¿Quién pudo ser tan malvado?

Athelstan lo acompañó hasta un sitial del coro y Cranston escanció vino en las copas y las ofreció a los presentes. El forense sirvió en último lugar a Norberto y se sirvió a sí mismo.

—Eres un buen chico —tronó, dándole al hermano lego una palmada en el hombro—. Siempre he pensado que Athelstan necesitaría un poco de ayuda en San Erconwaldo, tal como yo la necesito en los asuntos de la ciudad. Si tuviera que elegir, me quedaría contigo —dijo, mirando a su alrededor con expresión radiante—. Vamos, sentaos todos. Vos también, Athelstan. Bebed un poco de vino que eso es bueno para el estómago, como dice san Pablo.

Apuró su copa, la volvió a llenar hasta el borde y guiñó pícaramente el ojo.

—No tendríamos que beber vino aquí, en la casa de Dios —dijo Guillermo de Conches, ya recuperado del sobresalto que acababa de experimentar.

—¡A Nuestro Señor Jesucristo no le importará! —replicó Cranston—. O sea que vuestras sospechas eran acertadas, fray Athelstan.

—¡Esperad! —dijo el prior, interrumpiéndole—. Hermano Norberto, ve a decirle al subprior Juan que quiero cerrar esta iglesia. No deberá entrar nadie. No se celebrarán misas ni se cantará el oficio divino hasta que hayamos dado cristiana sepultura a nuestros dos hermanos. ¡Vamos! ¡Termínate el vino y date prisa!

El hermano lego obedeció. Anselmo se reclinó contra el respaldo de su sitial.

—Seguid, Athelstan.

Cranston se acercó a Athelstan y le musitó unas palabras al oído. Éste sonrió, inclinó la cabeza y se situó delante de los sitiales como un predicador que estuviera a punto de iniciar su sermón.

—Fray Alcuino murió —dijo— porque sabía algo de vital importancia sobre este Capítulo Interno.

—¿Como qué? —preguntó fray Enrique, cuyos grandes ojos negros parecían unos pozos de inquietud. El joven teólogo se inclinó hacia delante—. ¿Qué sabía Alcuino para que tuviera que morir de esta manera tan espantosa y tuvieran que ocurrir estos terribles acontecimientos? ¿Qué peligro encierra lo que yo he escrito? —preguntó, mirando con ira mal contenida a los inquisidores.

—Vuestros escritos son heréticos —contestó Guillermo de Conches, volviendo la cabeza para mirarle.

—No —dijo Athelstan, levantando la mano—. Eso vamos a dejarlo. Fray Enrique, no puedo responder a vuestras preguntas. Lo único que puedo deducir es que fray Bruno murió en lugar de Alcuino. El sacristán lo comprendió, se asustó y vino aquí para rezar.

—Lo hacía muy a menudo —murmuró el padre prior—. Decía que era una de las ventajas de ser sacristán, poder rezar y trabajar sin interrupción.

—Justamente —dijo Athelstan—. El día en que murió, Alcuino entró en la iglesia y, como de costumbre, cerró la puerta. Se dirigió a la parte posterior del altar y se arrodilló en el reclinatorio para pedir ayuda y rezar por el eterno descanso del alma del pobre Bruno. Pero lo que Alcuino no sabía es que había otra persona en la iglesia.

—¿Dónde? —preguntó fray Enrique.

—¡Buena pregunta! —gritó Eugenio—. ¿Permitió Alcuino que su asesino lo atacara sin oponer resistencia?

—No, ya he pensado en eso. Por eso he dicho que estaba arrodillado en el reclinatorio. El único lugar donde podía ocultarse el asesino es el ábside, de pie en una de las hornacinas de la pared de la parte posterior del presbiterio. Allí hay unas imágenes, pero ¿cuántas veces debía de reparar en ellas alguien como Alcuino? Son de tamaño natural y forman parte de la iglesia. Aquel día, sin embargo, el asesino, envuelto en una capa oscura, permaneció allí, inmóvil y silencioso como una de las imágenes.

Athelstan hizo una pausa mientras los presentes estiraban el cuello para mirar por encima del altar hacia las hornacinas.

—Desde luego, son muy profundas —comentó fray Niall—. Sí, tenéis razón, Athelstan. Si un hombre vestido con prendas oscuras permaneciera allí dentro, podría pasar inadvertido un buen rato en medio de la semioscuridad.

—El asesino salió sigilosamente de la hornacina —añadió Athelstan— y mató al pobre Alcuino.

El forense hizo una mueca.

—Bastaron pocos segundos. Lo más terrible de una daga es el espanto que provoca y la rapidez con la cual puede matar.

Athelstan buscó en los rostros de sus hermanos alguna reacción a la mentira de Cranston, pero no descubrió ninguna.

—El resto fue muy sencillo —añadió—. El asesino tenía que deshacerse del cadáver de Alcuino. Esta mañana, cuando yo estaba rezando delante del ataúd del pobre Rogelio, observé lo hondo que era éste. La misma idea se le debió de ocurrir al asesino. A lo mejor, tenía previsto arrojar el cuerpo al interior de la cripta, pero vio que sería fácil abrir el ataúd de fray Bruno y que habría espacio para introducir el cuerpo de Alcuino y volver a cerrar la tapa.

—Pero el ataúd pesaría más —observó Guillermo de Conches.

—Muy cierto, pero ¿quién lo notaría? —replicó Athelstan—. Lo notamos nosotros cuando intentamos subirlo esta mañana, pero recordad que, después de la misa de difuntos y la bendición final, el ataúd se baja al panteón. ¿Cuánto tiempo se invierte en eso, padre prior?

—No más de unos minutos.

—Los hermanos legos debieron de notarlo, pero, como el hecho de bajar el ataúd no les exigió un gran esfuerzo, debieron de pensar que eran figuraciones suyas. —Athelstan dejó de hablar y miró hacia el otro lado del altar—. Pues bien, el asesino estaba encerrado en la iglesia. Sospecho que, si examináramos el cadáver del pobre Alcuino, descubriríamos que le faltan las llaves. El asesino se las debió de quitar y más tarde se deshizo de ellas. Sea como fuere, la llegada de Rogelio debió de obstaculizar sus planes y le obligó a regresar a la hornacina. Rogelio debió de entrar a través de la sacristía. El pobrecillo era un poco retrasado, pero yo he comprobado que esas personas son muy observadoras y tienden a mirar las cosas conocidas como si las vieran por primera vez. Rogelio esperaba encontrar a su superior y, al no verlo, empezó a inquietarse. Miró a su alrededor. Algo se agitó en su memoria. A lo mejor, siempre se había enorgullecido de contar el número de las estatuas.

—¡Claro! —exclamó fray Pedro—. ¡En lugar de doce apóstoles, contó trece!

—Yo creo que de eso se percató más tarde. De momento, debió de recorrer la iglesia, cruzar el presbiterio y bajar a la nave, buscando a fray Alcuino. Cuando regresó, el asesino ya había abandonado la iglesia a través de la sacristía.

Todos miraron a Athelstan en sobrecogido silencio.

—Mi secretario —anunció solemnemente Cranston, volviéndose a llenar la copa de vino— ha expresado mis deducciones de forma admirable.

Athelstan inclinó la cabeza. Cuando volvió a levantarla, fray Niall y fray Pedro estaban asintiendo en señal de aprobación. Enrique de Winchester se limitó a esbozar una sonrisa. Eugenio no estaba muy convencido, pero en los ojos de Guillermo de Conches Athelstan captó un destello de admiración.

—¿Y ahora qué? —preguntó fray Enrique.

—No sé —contestó Athelstan—. Cranston y yo nos encontramos al final de un callejón sin salida. —Dirigió una rápida mirada al prior—. Padre, ya no podemos hacer nada más. Mañana es domingo. Podemos quedarnos aquí un poco más, pero el lunes yo tengo que regresar a San Erconwaldo. ¿No es cierto, sir John? —añadió, mirando enfurecido a Cranston.

El forense frunció el ceño y parpadeó. Estaba a punto de protestar cuando Athelstan se despidió bruscamente del padre prior, hizo una genuflexión delante del altar mayor y abandonó la iglesia a grandes zancadas mientras Cranston le seguía, resollando y jadeando. El fraile no quiso decir nada hasta que llegaron a la seguridad de la hospedería.

—¿Os vais a ir así, sin más? —preguntó el forense.

—Por supuesto que no, sir John. Pero el asesino estaba en la iglesia. Tenemos que simular desconcierto. Si dejamos traslucir el menor conocimiento de lo que hemos averiguado sobre Hildegarda o lo que fray Pablo nos ha dicho, alguien más va a morir y creo que este alguien podría ser yo. Vamos, sir John, ¿otra copa de vino?

No hizo falta que se lo repitieran dos veces. Cranston corrió como una flecha hacia la despensa. De sus exclamaciones de deleite Athelstan dedujo que Norberto habría llevado nuevas provisiones de hidromiel. Dejando al forense con sus placeres, Athelstan subió al dormitorio del piso de arriba y sonrió complacido al ver unos grandes tomos encuadernados en cuero encima de su cama y de la de Cranston.

—Sir John —dijo, levantando la voz—, vamos a pasarnos el resto de este día y mañana, estudiando teología.

Cranston, sosteniendo en la mano una copa rebosante de hidromiel, subió y contempló boquiabierto de asombro lo que Norberto les había dejado.

—¿Tenemos que repasarlos todos?

—Sí, sir John, y otros que van a traer.

Cranston soltó una maldición por lo bajo.

—Athelstan —dijo en tono suplicante—, mi buen hermano, dentro de una semana contando a partir de esta noche tengo que regresar al palacio de Savoy.

Athelstan se volvió de espaldas para que el forense no pudiera ver la consternada expresión de su rostro. Hasta aquel momento, no había conseguido vislumbrar la menor solución al misterio, pero, si Cranston hubiera adivinado su sensación de fracaso, nada hubiera podido impedir que el forense se ahogara en un mar de desesperación o más bien de clarete para ser más exactos.

—¡Valor, sir John! —dijo, volviendo la cabeza—. Se me acaba de ocurrir una idea —mintió—. Pero ahora vamos a concentrarnos en el problema que tenemos entre manos.

—¿Por qué? —preguntó secamente Cranston.

Athelstan se volvió y se inclinó hacia él.

—Estamos tratando con un asesino, sir John. Sabemos cómo mató, pero ignoramos todavía por qué. ¿Os dais cuenta de que no tenemos ni una sola clave ni prueba contra nadie? ¡En estos libros está la respuesta y yo tengo intención de encontrarla! —Athelstan asió a Cranston por la muñeca—. Os doy gracias, sir John, por la forma en que habéis protegido el cadáver del pobre Alcuino. Es posible que vuestra decisión de no dar a conocer la modalidad de su muerte nos ayude más adelante a atrapar al asesino. ¡Creedme, sir John, tenemos que atraparlo!

Cranston se mostró dolorosamente de acuerdo. Norberto les llevó otros libros y un refrigerio para satisfacer el enorme apetito del forense, el cual se pasó casi todo el rato con Athelstan en la hospedería, de la que sólo salió para ir a dar algún que otro paseo o visitar la iglesia. El padre prior acudió a verles para asegurarse de que Athelstan regresaría. Después se fue a organizar el entierro de sus hermanos.

Athelstan y el forense empezaron a revisar los libros encuadernados en cuero.

—Buscad el nombre de Hildegarda —dijo Athelstan—. Si encontráis algo relacionado con este nombre, decídmelo enseguida.

Se pasaron casi todo el sábado y buena parte de la mañana del domingo, examinando cuidadosamente cada una de las páginas de los volúmenes. Athelstan disfrutó con la experiencia, pues se sentía como un estudiante que acabara de reencontrarse con sus viejos amigos: santo Tomás de Aquino, las frases de Pedro Lombardo, los brillantes, pero sarcásticos argumentos de Pedro Abelardo y muchos otros. Cada libro contenía copias de sus obras, cuidadosamente escritas por varias generaciones de frailes dominicos. A veces, el copista escribía sus propios comentarios al margen y, en ocasiones, añadía observaciones como: «Estoy muerto de frío», «Me duelen los ojos», «Eso es muy aburrido» o «¿Cuándo volverá el verano?». Algunos amanuenses pintaban incluso rostros de gárgolas para burlarse de sus compañeros. El prior del convento de cien años atrás debía de haber sido un auténtico tirano, pues un copista había dibujado una rudimentaria horca con su superior colgado de ella. Cranston no tardó en cansarse y no paraba de subir y bajar para ir a comer algo en la cocina o bien se quedaba dormido y molestaba a Athelstan con sus ronquidos. Poco antes del mediodía del domingo, anunció que ya no aguantaba más.

—Será mejor que regrese, Athelstan —anunció con tristeza—. Echo de menos a lady Matilde y a los chiquitines y aquí soy un estorbo más que una ayuda. ¿Regresaréis mañana a Southwark?

—Con las primeras luces del alba, sir John.

—Pues entonces me reuniré con vos en el puente de Londres cuando empiecen a sonar las campanas de Santa María Le Bow, anunciando el nuevo día.

Sir John se fue con su milagrosa bota de vino y Athelstan reanudó sus estudios. Las horas pasaban puntuadas por el sonido de las campanas y el débil murmullo de las actividades cotidianas del convento. El padre prior visitó la hospedería para comunicar a Athelstan que fray Rogelio y fray Alcuino serían enterrados al día siguiente después de la misa mayor, tras la purificación y nueva bendición del presbiterio. Anselmo permaneció de pie, restregándose nerviosamente las manos y suplicando con la mirada a Athelstan que le ayudara a acabar con todos aquellos terribles acontecimientos. Athelstan lo tranquilizó y el prior se retiró. Después el fraile pidió más velas y siguió estudiando hasta mucho después del ocaso. Debía de ser la medianoche cuando oyó al hermano Norberto aporreando la puerta y llamándole a gritos.

—¡Athelstan! ¡Athelstan! ¡Rápido!

El fraile abrió las contraventanas y asomó la cabeza.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

El hermano lego sostuvo en alto una linterna.

—Un mensaje urgente para vos de sir John. Ha sido entregado en la casa del portero. ¡Tenéis que bajar enseguida, hermano!

Athelstan tomó la capa, se calzó las sandalias y bajó.

—¿Dónde está el mensajero?

—Era un chico. ¡Dijo que algo terrible había sucedido en San Erconwaldo y que vos teníais que ir enseguida!

—Ensíllame a Philomel. ¿El chico está aquí todavía?

—Dijo que os esperaría en la puerta de la taberna del Manto Azul, en la esquina del callejón del Carretero.

Athelstan se dirigió a la puerta principal. Se sentía cansado, le dolían los ojos y se preguntaba qué habría ocurrido. ¿Se habría incendiado la iglesia o se estaría muriendo alguno de sus feligreses? Le llevaron a Philomel, relinchando y protestando por aquella indebida intromisión en su descanso. Un soñoliento portero abrió la entrada. Athelstan la cruzó a lomos de su caballo y subió por la oscura calle hacia la taberna.

A un lado tenía la negra mole del convento de los dominicos y al otro una hilera de casas con todas las luces apagadas a excepción de las linternas de cuerno colgadas de unos ganchos por encima de las puertas. Pasaron dos miembros de la guardia nocturna con unas varas al hombro. Al ver el hábito blanco y negro de Athelstan, siguieron adelante, comentando entre risas las extrañas costumbres de ciertos clérigos.

Athelstan tenía que hacer un esfuerzo para mantener los ojos abiertos. Ya estaba muy cerca de la taberna. De pronto se detuvo. A pesar del calor de la noche, se estremeció y maldijo por lo bajo su propia insensatez. ¿Por qué no le había esperado el mensajero en la garita del portero? ¿Por qué había elegido una taberna mucho después del comienzo del toque de queda? Miró a su alrededor en medio de la oscuridad y se le aclaró de golpe la mente. Intuyó que algo extraño ocurría. ¿Qué grave acontecimiento hubiera podido ser tan urgente como para sacarle de la cama en mitad de la noche? Se inclinó hacia delante y aguzó el oído. Oyó en la distancia unos cascos de caballo, los maullidos discordantes de unos gatos y los chillidos de las ratas que estaban efectuando incursiones en los montículos de excrementos amontonados en los albañales.

—¡Hola! —gritó—. ¿Quién anda ahí?

Sus ojos, ya acostumbrados a la oscuridad, trataron de distinguir la presencia de alguien acechando en las sombras de la esquina del callejón del Carretero. Levantó los ojos al cielo y pensó que hubiera sido una noche preciosa para contemplar las estrellas. Una ligera brisa llevaba consigo el hedor del matadero de Newgate. ¿Sería prudente que siguiera adelante?, se preguntó. De pronto, oyó un rumor como de cuero resbalando sobre los sucios adoquines de la calle y una especie de suave chirrido sibilante.

—¿Quién anda ahí…?

Se calló porque acababa de reconocer el sonido. Lo había oído siempre que Cranston extraía la daga de su funda de cuero. No necesitaba más. Dio media vuelta con Philomel y lo espoleó con todas sus fuerzas. Por regla general, su viejo caballo de batalla se mostraba reacio a trotar. Athelstan, que no era muy buen jinete que digamos, lo apremió, golpeándole la cruz con las riendas. Oyó unas pisadas a su espalda. ¿De una o quizá de dos personas?

Au secours! Aidez-moi! —gritó, dando la habitual voz de alarma de alguien que es atacado por la calle.

Animando a gritos a Philomel, regresó a toda prisa a la entrada principal del convento de los dominicos. De repente, cesó el rumor de las pisadas. Oyó un grito amortiguado y un clic… se agachó, pero la flecha de ballesta pasó silbando muy por encima de su cabeza. Dio gracias a Dios al ver que las ventanas de varias casas se iluminaban y que el portero ya había abierto la puerta. Desmontó y entró a pie, tomando a su viejo caballo por las riendas.

—¡Atranca la puerta! —le ordenó al portero.

El portero la cerró de golpe. Athelstan soltó las riendas de Philomel y, mientras el caballo corría como una flecha hacia el cercano jardín para comerse unas exquisitas flores, se agachó y cruzó los brazos sobre el estómago, tratando de calmar el pánico que llevaba dentro.

—¿Ocurre algo, hermano?

Athelstan contempló el enjuto rostro del portero y se levantó con aire cansado.

—No, no te preocupes.

Después acompañó a un renuente Philomel a las cuadras, lo desensilló, lo dejó bien instalado para que pasara cómodamente el resto de la noche y regresó a la hospedería. Caminaba con cautela, como si estuviera viviendo una de sus pesadillas. Sabía que la emboscada de la calle se la había tendido alguien del convento de los dominicos. Registró cuidadosamente la hospedería, examinó incluso la jarra de vino que había en la cocina, atrancó la puerta, cerró las contraventanas y subió al dormitorio, donde pasó una noche muy intranquila.

A la mañana siguiente se levantó muy temprano y abandonó el convento. El ataque de la víspera había intensificado sus temores. Las investigaciones que él y Cranston habían llevado a cabo habían apuntado hacia alguien lo bastante poderoso o malvado como para contratar los servicios de unos criminales o salteadores de caminos capaces de quitarles la vida en un abrir y cerrar de ojos por una suma muy inferior a treinta monedas de plata.

El sol aún no había salido cuando dobló la esquina de la calle del Támesis y bajó por la Vinatería y la Cordelería para entrar en la calle del Puente. Procuró que Philomel, que aún seguía protestando, no se acercara demasiado a los muros de las casas y no apartó ni por un instante los ojos de los oscuros portales y pasadizos, sobre todo de los que había entre las míseras casuchas de las orillas del Támesis. Los mercaderes de vino y los cordobaneros aún estaban durmiendo y las calles aparecían completamente desiertas, exceptuando los carros que, cargados con productos del campo, se estaban dirigiendo a los mercados. Un adormilado guardia apoyado en la vara de su oficio le dio los buenos días mientras un grupo de prostitutas, cubriéndose las rojas pelucas con sus capas, regresaba a sus casas de la calle del Gallo en Smithfield. Un cerdo que había sido atropellado por un carro estaba lanzando unos terribles chillidos de agonía hasta que un hombre, con un cuchillo en la mano, salió corriendo de un portal, le cortó la garganta y, guiñándole el ojo a Athelstan, arrastró el ensangrentado cuerpo hasta su casa.

—Van a comer muy bien —musitó Athelstan entre dientes.

Philomel soltó un resoplido y echó la cabeza hacia atrás al aspirar el olor de la sangre.

Cuando llegó al puente, la guardia de la ciudad todavía vigilaba la entrada. Como no se veía ni rastro de Cranston, Athelstan volvió sobre sus pasos hasta llegar a la taberna de Pountney, a medio camino entre la Cordelería y la calle del Pabilo de Vela, una de las pocas tabernas autorizadas a abrir antes de que las campanas de Santa María Le Bow marcaran el comienzo del nuevo día. Allí pidió una empanada de carne y una jarra de cerveza aguada y se enzarzó en una fuerte discusión con el tabernero cuando, al abrir la empanada, encontró en su interior dos avispas muertas. Cansado y alterado por el ataque de la víspera, el fraile se dio finalmente por vencido, salió hecho una furia de la taberna, recogió a Philomel y regresó a la calle del Puente desde donde contempló el tráfico de la orilla del río. La mañana era clara y despejada y las gaviotas y otras aves marinas buscaban alimento, elevando el vuelo y sumergiendo el pico en el agua mientras llenaban el aire con sus gritos.

—¿Sois un vagabundo?

Athelstan experimentó un sobresalto al sentir el roce de una pesada mano en su hombro. Se volvió y vio el patilludo rostro de Cranston a escasos centímetros del suyo.

—Sir John —exclamó, llevándose una mano al pecho—, ¿por qué no podéis ser como todo el mundo y decir simplemente buenos días?

El forense entornó los ojos y esbozó una sonrisa.

—Os veo pálido y asustado. ¿Qué os ocurre?

Athelstan se lo dijo mientras ambos conducían sus caballos por las riendas en dirección al puente, donde él evitó como siempre mirar el agua de abajo para no marearse. Tuvo que interrumpir su relato para que Cranston pudiera lanzar unos bienintencionados insultos contra la guardia de la ciudad, pero, por lo demás, el forense le escuchó con interés hasta el final. Después sir John se detuvo, se rascó la barbilla y contempló con expresión ensimismada el pórtico de la capilla de Santo Tomás de Canterbury que se levantaba en el centro del puente. A su espalda, un carretero hizo restallar un látigo.

—¡Vamos, gordinflón! ¡A ver si apuras el paso!

—¡Vete al carajo! —le replicó Cranston, pero reanudó la marcha, pidiéndole a Athelstan que le describiera una vez más el ataque.

—¿Y no habéis encontrado nada en aquellos malditos libros?

—¡Nada en absoluto!

Cranston acarició la daga que llevaba colgada del cinto.

—¡Pero alguien en ese maldito convento sabe lo que vos estáis buscando!

—Estoy de acuerdo con vos, sir John. Yo también he llegado a esta conclusión. Creo que todos los asesinos son arrogantes. Como su padre Caín, imaginan que se pueden esconder de Dios y de los hombres. Sin embargo, nuestra demostración de lo que le ocurrió al pobre Alcuino ha inducido al asesino a entrar en acción, pues, si podemos resolver un misterio, es posible que la resolución del otro sea sólo cuestión de tiempo, sir John.

—Lo cual nos lleva de nuevo al asunto de la cámara escarlata —dijo Cranston en tono profundamente abatido.

—Paciencia, sir John, paciencia. ¿Cómo están lady Matilde y los chiquitines?

Cranston se volvió y soltó un escupitajo mientras salían del puente.

—Esos chicos tienen un apetito increíble y unos pulmones tremendamente poderosos. Habrán salido a su madre.

Athelstan hizo una mueca para disimular una sonrisa.

—Están engordando mucho —añadió el forense en tono quejumbroso.

—¿Y cómo está lady Matilde?

Cranston arqueó las cejas.

—Como una leona, hermano, como una auténtica leona. Parece uno de esos grandes gatos de la Torre del Rey con su perenne sonrisa y su mirada siempre alerta. —El forense hinchó los carrillos—. Si no consigo salir de este embrollo en que me he metido, me saltará encima como una fiera —añadió, mirando enfurecido al fraile.

Lady Matilde era una mujer tan menuda, pensó Athelstan, mordiéndose el labio inferior, que no podía imaginársela como un enorme gato a punto de abalanzarse sobre el orondo sir John.

Mientras recorrían las míseras callejuelas de Southwark, el forense no paró de comentar sobre el triste destino que lo aguardaba. Athelstan se enrolló las riendas de Philomel alrededor de la muñeca mientras escuchaba medio distraído las quejas de sir John. Al principio, Southwark le había parecido un lugar aborrecible, pero ahora, a pesar de los hediondos callejones y de las destartaladas casas, no cabía duda de que el barrio poseía una vitalidad extraordinaria. Las tiendecitas ya estaban abiertas y, en una cercana cervecería, alguien estaba cantando un himno a la Virgen María. Un guardia del barrio intentó atrapar a una joven prostituta que estaba esperando clientes en los peldaños del priorato de Santa María de Overy, pero la chica se levantó las faldas, meneó su blanco y mugriento trasero y echó a correr muerta de risa. Al final, doblaron la esquina de un callejón que conducía a San Erconwaldo. Athelstan lanzó un suspiro de alivio al ver que no había nadie en los alrededores de la iglesia. Hasta el oficial de orden que sir John había enviado debía de haber encontrado algo más interesante que hacer, pues no se le veía el pelo por ninguna parte. Llevaron los caballos al establo y se dirigieron a la casa parroquial.

—Mis feligreses —comentó Athelstan con una sonrisa en los labios— deben de haberse enterado de que tengo muy malas pulgas.

Contempló con admiración la cocina y la despensa. Todo estaba limpio y reluciente, incluso la chimenea, en la cual alguien había amontonado unos troncos de pino, listos para ser encendidos. En el centro de la mesa de la cocina había una jarra de vino sin abrir y la tina de agua se había vaciado, limpiado y vuelto a llenar. Cranston se humedeció los labios con la lengua al ver el vino. Athelstan le hizo señas de que se acercara.

—Servios, sir John. Pero yo preferiría que hubiera un poco más de agua que vino en mi copa.

Sir John entró en la despensa.

—Aquí también han hecho un buen trabajo vuestros feligreses. Todo está impecable —dijo, sirviéndole una copa a Athelstan y llenándose después la suya—. ¿Vais a resolver el misterio de vuestro esqueleto?

—Por supuesto que sí, sir John. Vos sabéis que es por eso por lo que he regresado a Southwark.

Cranston hizo una mueca.

—¿Qué vais a hacer?

—No lo sé. Esperaré a ver qué ocurre.

—Fue un asesinato —sentenció el forense.

—No, sir John, eso es sólo una suposición nuestra.

Cranston se acercó la mano a la bolsa y empezó a restregar nerviosamente los pies por el suelo.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Athelstan.

El forense sacó un pequeño rollo de pergamino.

—Anoche regresó el mensajero de Boulogne —contestó, dando una palmada al pergamino—. Viajó rápido porque yo le pagué muy bien. —Cranston lanzó un profundo suspiro sin atreverse a mirar directamente a la cara a Athelstan—. Malas noticias —dijo en un susurro—. Los franceses no tienen al esposo de Benedicta.

Athelstan apartó el rostro y clavó los ojos en la pared. Dios mío, pensó, ¿qué es lo que siento? ¿Qué es lo que deseaba realmente?

—¡Bueno, qué le vamos a hacer! —gritó Cranston.

Athelstan se volvió y vio deslizarse a Buenaventura a través de la puerta como una sombra, emitiendo ronroneos de placer. El animal miró con ojos implorantes al forense y éste se echó hacia atrás.

—¡Largo de aquí, maldito gato!

Athelstan se alegró de la distracción y, tomando en brazos al gato, lo empezó a acariciar muy despacio, pero Buenaventura seguía mirando con expresión anhelante a sir John.

—Te han dado muy bien de comer —dijo Athelstan, acariciando su limpio y sedoso pelaje—. Ya te conozco, eres un mendigo profesional. ¡Ahora vete! —añadió, depositándolo fuera y cerrando la puerta.

—Bueno, ¿qué vais a hacer? —ladró Cranston.

—Tengo que echar un vistazo a la iglesia y decir misa. Vos me podréis hacer de monaguillo, sir John. Aunque hayáis desayunado, os absuelvo.

Al entrar en la iglesia, Athelstan lanzó una exclamación de complacencia, pues, tras la marcha de los trabajadores, se había limpiado y barrido todo concienzudamente. El suelo de la nave estaba cubierto de juncos limpios, se había sustituido el antealtar y, por encima de todo, las obras del presbiterio ya habían terminado. La blancura de las baldosas resplandecía como la nieve. Athelstan admiró la precisión del trabajo de los canteros. El altar estaba impecablemente limpio y alguien, probablemente Huddle, había sacado brillo a la cancela del antealtar. A pesar de la escasa luz matinal que se filtraba a través de los ventanales, la oscura madera brillaba como un espejo.

—¡Muy bien! —dijo Athelstan en voz baja.

—¡Aún está aquí! —gritó Cranston desde el crucero.

Athelstan le oyó levantar la tapa del ataúd de la parroquia.

—¡Pero los muy ladrones sinvergüenzas han dejado su huella! ¡Faltan cuatro huesos de los dedos de las manos y tres de los de los pies! ¡Algún malnacido está vendiendo reliquias!

Athelstan prefirió no acercarse al ataúd. Sabía sin el menor asomo de duda que la ignorada propietaria del esqueleto había sido víctima de un asesinato. Alguien la había matado en los últimos diez o quince años. Mientras Cranston recorría todos los rincones de la iglesia, él entró en la sacristía y se puso una casulla y una estola doradas, pues la liturgia de la Iglesia aún estaba celebrando la Pascua y el prodigio de Pentecostés. Llenó las vasijas del agua y del vino y no pudo reprimir una sonrisa al pensar en la forma en que sus feligreses, capitaneados probablemente por Watkin y Benedicta, habían quitado el polvo de todos los objetos. Extendió el mantel sobre el altar, sacó el viejo misal y, mientras Cranston se arrodillaba devotamente delante de él, trazó la señal de la cruz y dio comienzo al sacrificio de la misa. Como era de esperar, Buenaventura se presentó como por arte de ensalmo, pero se portó muy bien, sentándose al lado del receloso forense cual si fuera el gato más piadoso de toda la cristiandad.

Un buen «gatólico», pensó Athelstan con la cara muy seria mientras celebraba la misa y le administraba a Cranston la comunión bajo las dos especies del pan y del vino. El forense apuró el cáliz de un solo trago.

Después, Athelstan se quitó las vestiduras en la sacristía mientras Cranston le observaba desde la puerta.

—No ha venido ninguno de vuestros feligreses —comentó el forense.

—Eso es porque no saben que estoy aquí, sir John.

Las palabras apenas habían salido de su boca cuando Crim irrumpió inesperadamente en la sacristía.

—He visto la puerta abierta, padre. —El mugriento rostro del niño se contrajo en una mueca de decepción—. ¡Yo os hubiera ayudado a decir misa!

Cranston le miró frunciendo severamente el ceño, pero él le devolvió descaradamente la mirada y le sacó la lengua.

—Oye, Crim, ¿me quieres hacer un recado? —terció inmediatamente Athelstan—. La carta, sir John. Ya sabéis, la de Boulogne.

Cranston se la entregó y el fraile le echó un rápido vistazo. Los dominicos de Boulogne le enviaban un fraternal saludo. Eran los que atendían a los prisioneros en un campamento de las afueras de la ciudad. Habían llevado a cabo una exhaustiva investigación y no habían encontrado el menor rastro de un prisionero que encajara con la descripción y el nombre que Athelstan estaba buscando. El fraile se sacó un penique de la bolsa y se agachó delante de Crim.

—Entrégale esto a la señora Benedicta —le dijo—. Ten cuidado, no vayas a perderlo. ¿Me has entendido? —añadió, asiendo el huesudo hombro del niño.

—Sí, padre.

—¡Ahora vete!

Crim se retiró con la misma celeridad con que había entrado.

—¿Os parece bien lo que habéis hecho? —preguntó Cranston—. ¿Por qué no decírselo vos mismo de palabra? ¿Acaso tenéis miedo, monje?

—No, sir John, pero hay ciertas cosas en las que no conviene meter las narices. Benedicta preferirá llorar su pena sin testigos. Pero venid, tenemos otros asuntos en que pensar.

—¿Dónde? —preguntó Cranston con voz de trueno.

Athelstan le indicó por señas que se sentara a su lado en las gradas del altar.

—Tengo que daros las gracias, mi señor forense.

—¿Por qué?

—Por haberme enseñado la diferencia entre un auténtico mendigo y un falso mendigo.

Cranston acomodó su mole en las gradas.

—¿De qué demonios estáis hablando, monje?

—Prestad atención, sir John. Voy a deciros lo que va a ocurrir.