Capítulo IV
El lunes del Gran Milagro de San Erconwaldo, el padre Anselmo, superior de Athelstan, se hallaba reunido en su estudio con varios miembros del Capítulo Interno, preguntándose si habría un asesino suelto en el convento de los dominicos. La caída de fray Bruno por los peldaños de la cripta y, sobre todo, la extraña desaparición de fray Alcuino inducían a contemplar semejante posibilidad, como si los asuntos que tenían entre manos no bastaran para agobiar la mente y fatigar el cuerpo.
El padre prior contempló a los hermanos reunidos alrededor de la alargada mesa de madera: el inquisidor general Guillermo de Conches, con su afilado rostro y su penetrante mirada de halcón, el brillante teólogo fray Enrique de Winchester, con su terso rostro de niño, fray Calixto el bibliotecario, con sus largos dedos manchados de tinta y los ojos cansados de tanto examinar manuscritos y libros. El delgado y anguloso bibliotecario debía de estar muy nervioso, pues no paraba de moverse y de tamborilear con los dedos sobre la mesa, como si estuviera deseando marcharse. A su lado se sentaba fray Eugenio, completamente calvo y con cara de querubín. Su mofletudo rostro, sus risueños ojos y la sonrisa de sus labios no estaban en consonancia con la terrible fama de que gozaba como auxiliar del inquisidor general, entregado en cuerpo y alma a la búsqueda de herejías y cismas. Y, finalmente, los dos oponentes de fray Enrique, los Defensores de la Causa, que desafiarían su tratado teológico e intentarían refutar sus razonamientos o, cuando menos, demostrar que eran contrarios a las ortodoxas enseñanzas de la Iglesia. Pese a ello, ¡los Defensores de la Causa eran unos hombres extremadamente simpáticos! Pedro de Chingforde era de complexión fuerte y poseía un sonriente rostro enmarcado por una poblada barba oscura. Hablaba con sencillez y tenía un acusado sentido del humor que procuraba ocultar por medio de sus sutiles y hábiles interrogatorios. A su lado estaba el dominico irlandés Niall de Harryngton, de cabello pelirrojo y tez muy blanca.
El irlandés miró de soslayo al prior y empezó a tararear un himno por lo bajo, marcando el compás con los dedos sobre la mesa. El prior le dirigió una leve sonrisa. Sabía que fray Niall estaba impaciente por regresar al asunto que tenían entre manos, pero había otras cuestiones más urgentes, no sólo la muerte de Bruno y la desaparición de Alcuino sino también las necesidades generales del monasterio y, por encima de todo, las importunas súplicas del sacristán menor hermano Rogelio. El prior lanzó un suspiro. Hubiera tenido que dedicarle un poco de tiempo al pobrecillo, pues Rogelio, un hermano lego que años atrás había caído en las garras de la Inquisición cuando servía en un convento de las afueras de París, tenía el espíritu destrozado y la mente debilitada y temía las acciones que pudiera emprender contra él Guillermo de Conches y su pérfido ayudante Eugenio.
Anselmo los estudió detenidamente mientras permanecían sentados hablando en voz baja y se preguntó sobre la conveniencia de denunciarlos en el Capítulo General de Roma. Cierto que el salmista cantaba, «El celo de tu templo me devora», pero el entusiasmo y el empeño que ponían aquellos dos en devorar cualquier manifestación de herejía podía acabar devorándolos a todos. Fray Enrique, sentado con las manos separadas, aguardaba la prosecución del debate.
—Padre prior —dijo Niall—, ya hemos hecho una pausa para cantar nona y comer y beber, ¿no os parece que deberíamos continuar?
Su pregunta provocó un coro de aprobaciones por parte de sus compañeros. El prior asintió con la cabeza y le hizo una seña a fray Enrique. El joven dominico esbozó una sonrisa, deslizando las yemas de los dedos sobre la mesa.
—Padre prior —dijo fray Enrique en voz baja, pero claramente audible—, mi tesis general es la siguiente: se ha dado excesiva importancia al hecho de que Jesucristo se hiciera hombre para salvarnos de nuestros pecados. —Levantó una mano para acallar las protestas—. Pero el venerable Tomás de Aquino tiene razón en su estudio sobre la naturaleza divina al decir que Dios es el «Súmmum Bonum[2]». Por consiguiente, ¿cómo pueden el Sumo Bien y la Belleza Divina actuar movidos por el pecado? Además —fray Enrique se volvió para mirar directamente a Guillermo de Conches—, si Dios es todopoderoso, ¿por qué no nos pudo salvar de nuestros pecados con un simple acto de su voluntad?
El prior dio unas palmadas sobre la mesa.
—Fray Pedro, fray Niall, ¿qué respondéis a eso?
Fray Pedro le miró sonriendo.
—No tenemos nada que responder, pues fray Enrique está en lo cierto. Dios es el Sumo Bien y la Belleza Divina y es todopoderoso. No podemos oponernos a semejante tesis.
Los dos inquisidores se inclinaron hacia delante como halcones, a la espera de que fray Enrique siguiera exponiendo sus argumentos. El prior se sintió repentinamente cansado.
—No podemos seguir —anunció ante la sorpresa general.
—¿Qué queréis decir? —graznó Guillermo de Conches—. Padre prior, estamos aquí reunidos para discutir y estudiar unas cuestiones determinadas. El asunto que tenemos entre manos es la pureza de las enseñanzas de la Iglesia.
—¡No, fray Guillermo! —replicó el prior—. El asunto que tenemos entre manos es una cuestión de vida o muerte. Fray Bruno ha muerto en extrañas circunstancias. ¡A veces temo que haya sido asesinado!
Sus palabras dieron lugar a exclamaciones de asombro por parte de los presentes.
—¿Y vos creéis que Alcuino puede haber sido el autor de la muerte y que por eso ha buscado refugio en la huida? —preguntó Eugenio con voz meliflua.
—No, Alcuino no es un asesino, pero temo por él. Vos le acusáis de asesinato y de huida, Eugenio. ¿Sabemos acaso si está vivo?
—¡Eso es ridículo! —replicó Eugenio—. ¿Por qué razón tendría alguien que haber matado a Bruno y qué os induce a pensar que Alcuino ha muerto?
—Yo no sé nada, pero, desde que se convocó este Capítulo Interno, se respira una atmósfera de intriga y malevolencia totalmente impropia de este sagrado recinto.
—¿Qué proponéis entonces? —preguntó fray Enrique.
—He solicitado los servicios de sir John Cranston, forense de la ciudad.
—¡Es un seglar y un funcionario de la Corona! ¡No tiene autoridad alguna en este monasterio! —exclamó Guillermo de Conches.
—¡Tiene la autoridad del rey! —gritó severamente Calixto, mirando con sus debilitados ojos al prior—. Sospecho, padre, que no estará solo.
El prior esbozó una radiante sonrisa de complacencia.
—Habéis leído mi pensamiento, Calixto. Sir John no estará solo. Voy a pedir que le ayude su secretario y escribano fray Athelstan, miembro de esta Orden y párroco de la iglesia de San Erconwaldo de Southwark.
Calixto se reclinó en su asiento y soltó una cascada risita mientras Guillermo de Conches aporreaba la mesa.
—¡Athelstan ha caído en la ignominia! —gritó el inquisidor general—. ¡Rompió los votos y huyó del noviciado!
—Dios es misericordioso —terció fray Enrique—, ¿por qué no tenemos que serlo nosotros? El arte de Athelstan en los interrogatorios es tan hábil e ingenioso como el vuestro. Estoy de acuerdo con el padre prior. Nos hemos reunido aquí para someter a discusión ciertas tesis, pero intuyo que hay algo más; una malevolencia y una hostilidad que no tienen nada que ver con la teología o la filosofía.
—¿De veras? —preguntó Calixto en tono tan sarcástico que el prior no pudo reprimir una mueca ante la evidente antipatía que el viejo bibliotecario sentía hacia el joven teólogo.
—¡Pues sí! —contestó Enrique.
—En tal caso —dijo el prior—, se aplazan estas cuestiones hasta la llegada de fray Athelstan y sir John Cranston. Nos veremos entonces, hermanos —dijo levantándose y trazando una bendición en el aire para dar por finalizada la reunión.
Los frailes abandonaron la sala Capitular, a excepción de Guillermo de Conches y Eugenio, los cuales esperaron a que se cerrara la puerta antes de acercarse al prior.
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó airadamente Guillermo—. No hemos viajado desde Roma para perder el tiempo con las cuestiones mundanas de un monasterio.
—Yo soy el prior y el guardián de este monasterio —dijo Anselmo, interrumpiéndole—. Y vosotros sois mis huéspedes y, por consiguiente, tendréis que obedecer mis órdenes o marcharos. Si lo hacéis, ¡os denunciaré ante mi superior general en Roma!
—¿Este Athelstan —preguntó Eugenio, juntando las manos—, es el que trabaja entre los pobres? ¿Son ciertas, padre prior, las historias que se cuentan, según las cuales se ha contagiado de ciertas teorías radicales que afirman que todos los hombres son iguales? —añadió, cada vez más acalorado—. Me refiero particularmente a los agitadores que pretenden acabar con la Iglesia y el Estado para instaurar no sé qué paraíso terrenal.
Anselmo se inclinó hacia delante, mirando enfurecido a aquel taimado sacerdote perseguidor de herejes.
—Fray Eugenio —contestó suavemente—, vos mismo estáis diciendo una herejía. Estáis desafiando las Sagradas Escrituras, pues, ¿acaso no les dijo Jesucristo a sus discípulos que no teníamos que ser como los paganos que gustan de mandar los unos sobre los otros y quieren que los demás doblen la rodilla ante ellos?
La mirada del ayudante del inquisidor general se endureció y el debate hubiera podido entrar en una fase mucho más peligrosa de no haber sido por una llamada a la puerta.
—¡Adelante! —ordenó Anselmo.
Rogelio, el sacristán menor, entró en la sala con los hombros encorvados, el rostro demudado por la angustia y la mirada atemorizada. Arrastrando los pies, miró al inquisidor general y seguramente se hubiera retirado a toda prisa si Anselmo no lo hubiera agarrado con fuerza por la muñeca.
—¿Qué os ocurre, hermano Rogelio?
El sacristán menor se alisó los pocos pelos que le que daban en la cabeza y miró de soslayo.
—Padre prior —musitó, rascándose la parte lateral de una mejilla—. Tenía algo que deciros. Algo sobre el número trece que no hubiera tenido que ser trece. —Sus ojos se clavaron con inquietud en los de Anselmo—. Pero ahora no me acuerdo, padre prior. ¡Es importante, pero no consigo acordarme!
Anselmo soltó la muñeca del pobre hombre.
—Haced memoria —le dijo— y volved.
El sacristán menor huyó como un conejo asustado.
—Este hombre es un idiota —dijo desdeñosamente el inquisidor general.
—No, mi señor, es un hijo de Dios que se muere de miedo. Sólo Dios sabe si hay algo oscuro, siniestro y aterrador en este monasterio.
Dicho lo cual, Anselmo saludó con la cabeza a los reunidos y abandonó la sala.
Los vaticinios del prior Anselmo resultaron acertados. Más tarde, después del rezo de vísperas, cuando algunos de los frailes ya se habían retirado a sus celdas individuales y otros estaban paseando por el jardín del claustro, fray Calixto regresó a la biblioteca y el escritorio.
Contraviniendo las normas establecidas, volvió a encender las altas velas para proseguir sus minuciosas investigaciones. Calixto era uno de los miembros más cultos de la orden dominica y estaba muy orgulloso de su prodigiosa memoria. Le interesaba enormemente el debate del Capítulo Interno y deseaba con toda su alma ser admirado. Se aseguró de que la puerta del escritorio estuviera debidamente cerrada antes de empezar a examinar el contenido de las estanterías que llegaban hasta el techo. En ellas había varios volúmenes encuadernados en cuero, en cuyo interior se habían cosido cuidadosamente diversos tratados y escritos de los Padres de la Iglesia. A lo largo de aquel día, el bibliotecario había examinado los estantes inferiores y ahora deseaba completar su tarea. A fin de cuentas, sólo tenía que encontrar el manuscrito que le interesaba. Calixto se había jactado ante Alcuino de que podría hacerlo, pero se había limitado a darse unos golpecitos en la nariz con uno de sus largos dedos al pedirle su compañero que le diera más detalles. Él les enseñaría a todos aquellos teólogos que no había nada nuevo bajo el sol y que los más grandes estudiosos siempre habían sido muy amantes de los libros.
Calixto encendió más velas y contempló los estantes superiores. Acercó la larga escala de mano al lugar que le interesaba y subió cuidadosamente, sosteniendo fuertemente una vela en la mano. Leyó las letras doradas del lomo de un volumen esmeradamente escritas por alguno de los bibliotecarios que lo habían precedido: Cartas, Libros y Documentos de la Época Apostólica. Sonrió para sus adentros sacudiendo la cabeza y estudió detenidamente los demás volúmenes. Oyó un rumor y bajó temerosamente la vista.
—¿Quién anda ahí? —preguntó en un susurro.
No era posible que fuera alguno de sus hermanos. Los que trabajaban en el escritorio solían estar muy cansados, les dolían los ojos y tenían los dedos entumecidos, por lo que siempre aprovechaban la ocasión para disfrutar del anochecer. Calixto reanudó su febril búsqueda. Tenía que encontrar aquel tomo antes de que llegara Athelstan. Ningún secreto podía permanecer oculto durante mucho tiempo, por lo que, después de la cena, los rumores corrieron por el monasterio como el fuego entre los rastrojos. ¡Athelstan, la oveja negra de la familia, regresaría al rebaño!
Calixto no tenía nada en contra de Athelstan. Es más, apreciaba e incluso respetaba al párroco de los pobres, tan ascético y, sin embargo, tan amigo de las bromas. Aun así, no deseaba que éste se llevara el mérito. Un libro atrajo su mirada. Acercando la vela, alargó el brazo para alcanzarlo, pero, justo en aquel momento, la escala experimentó una violenta sacudida. El bibliotecario resbaló y, sin poder tan siquiera lanzar un grito, pues se había quedado mudo a causa del terror, cayó como una pesada piedra al pavimento del escritorio. Un agudo dolor le recorrió todo el cuerpo. La caída le había cortado la respiración y sólo pudo lanzar un entrecortado jadeo: por suerte, había caído sobre el brazo izquierdo y ello había evitado que sufriera lesiones más graves. Oyó un ruido y, a pesar de las punzadas de dolor, se volvió hacia una borrosa figura inclinada sobre él.
—¡Ayudadme! —gimoteó.
—¡Irás ahora mismo a la eternidad! —contestó el otro en un sibilante susurro.
Calixto abrió la boca.
—¡No! —exclamó con voz quejumbrosa—. ¡No, yo no quería!
Trató de alejarse a rastras, pero la figura, con el rostro oculto por la cogulla, descargó contra su sien un pesado candelabro de latón, rompiéndole la cabeza como si fuera una nuez. La sangre y el cerebro se filtraron por la herida.
Al día siguiente del «Gran Milagro», empezaron de verdad las cuitas de Athelstan. La noticia de la curación se propagó por las pestilentes callejuelas de Southwark. Los enfermos y los lisiados acudieron en tropel a la iglesia donde fueron jubilosamente recibidos por Watkin y Pike, los cuales habían convertido el atrio de San Erconwaldo en un pequeño mercado.
—Pronto se cansarán —le dijo Athelstan a Buenaventura, de pie en la puerta de su casa.
Contempló la larga cola de esperanzados peregrinos que entraban en el templo, contemplaban el esqueleto, encendían una vela delante del gran ataúd de la parroquia y rezaban una oración. Athelstan había decidido tomarse las cosas con buen humor. Los obreros que trabajaban en la iglesia podrían seguir realizando su tarea y él estaba seguro de que Cranston encontraría alguna información que resolvería aquel enigma de una vez por todas. Pero, a primera hora de la tarde, su optimismo empezó a enfriarse. Al parecer, se habían producido otras curaciones: un niño aquejado de verrugas aseguró que su desagradable dolencia había desaparecido. Tras rezar unas oraciones delante del ataúd, unas molestias estomacales se habían aliviado de golpe, lo mismo que unos dolores en la ingle y toda una variada serie de enfermedades. Maese Bladdersniff y otros concejales acudieron para protestar, pero lo único que pudo hacer Athelstan fue expresarles su desagrado por todo lo que estaba ocurriendo, decirles que el control de la situación se le había escapado de las manos y encerrarse en la seguridad de la casa parroquial.
La noticia del milagroso hallazgo de San Erconwaldo atrajo a todos los milanos y halcones humanos que merodeaban por las calles de Southwark: los vendedores de objetos falsos y los mercachifles y buhoneros de reliquias religiosas. Todos estaban allí, revoloteando como moscas alrededor de un montón de basura. Un bribón con un parche sobre el ojo y una falsa cojera entró en San Erconwaldo y, al salir, arrojó la muleta al suelo y, proclamando a voz en grito su curación, ofreció vender su muleta como si fuera un objeto sagrado. Delante de la casa de Athelstan, empezó a dar voces, diciendo que aquel sagrado madero con el que había viajado a Jerusalén sería para aquella persona que quisiera comprarlo. En el interior de la casa parroquial, Athelstan se estremeció de angustia. De pronto, oyó una voz todavía más estridente desde la iglesia.
—¡Traigo indulgencias de Roma! ¡Del propio Vicario de Cristo en Aviñón! ¡Si compráis este pergamino escrito con la tinta de un tintero hecho con la madera del pesebre donde fue depositado el Niño Jesús, todos vuestros pecados os serán perdonados y lucraréis una indulgencia de mil días y noches del tiempo que tengáis que pasar en el Purgatorio!
Sosteniéndose la cabeza con las manos, Athelstan ya no pudo resistirlo por más tiempo. Abrió la puerta y salió hecho una furia. Tomó la muleta de madera del falso cojo y le propinó a éste un sonoro golpe en la espalda.
—¡Marchaos todos de aquí, en nombre de Dios! —gritó—. ¿Acaso no conocéis el versículo: «Ésta es la Casa de Dios y la Puerta del Cielo»? ¡No es un tenderete de Cheapside!
El hombre se tambaleó y deslizó la mano hacia la navaja que llevaba al cinto. Sin soltar la muleta, Athelstan se acercó a él con gesto amenazador.
—¡Vete de aquí, boñiga miserable! —le gritó, imitando el lenguaje de Cranston—. ¡Como saques la daga, te arranco la cabeza! —Dominado por una cólera incontenible, apuntó con el dedo a un pequeño grupo de personas—. ¡Estas honradas gentes se ganan los peniques con el sudor de su frente!
El hombre miró con rabia mal contenida a Athelstan y se alejó como alma que lleva el diablo. El fraile se apoyó en la muleta, respirando afanosamente.
—Os pido perdón —les dijo a los atemorizados espectadores—, pero será mejor que os vayáis a casa. Cuidad de vuestras esposas, de vuestros maridos y de vuestros hijos y guardad el dinero. Amad a vuestros semejantes y en eso encontraréis a Dios, ¡no en todas estas patrañas y embustes!
—¡Una indulgencia! —gritó repentinamente una voz—. ¡Una indulgencia para vuestros pecados! ¡La Puerta del Cielo os está llamando!
Athelstan miró hacia los peldaños de la entrada de la iglesia y vio a un vendedor de indulgencias, situado de espaldas a él. Se acercó sin pensarlo dos veces y, utilizando el extremo de la muleta, le propinó un fuerte golpe en la rabadilla, haciéndolo rodar por los peldaños. El hombre quedó tendido en el suelo con el rostro torcido en una mueca de odio que dejó al descubierto los ennegrecidos dientes de su boca mientras entornaba los ojos con expresión de odio reconcentrado. El fraile se agachó en lo alto de los peldaños.
—Voy a cerrar los ojos —dijo en voz baja— y a rezar el Ave María. Cuando llegue a la frase «Ahora y en la hora de nuestra muerte», los volveré a abrir y, si aún estás aquí, ¡te moleré a palos y te arrojaré a un montón de estiércol!
Apenas había llegado a las palabras «Santa María», cuando, entreabriendo un ojo, vio al impostor, alejándose de la iglesia como un conejo asustado. Se levantó y miró a Watkin y a Pike, de pie a la entrada de la iglesia.
—¡Como permitáis que eso vuelva a ocurrir —les dijo—, podréis ser mis feligreses, pero ya no seréis mis amigos!
Dicho lo cual, regresó lentamente a la casa, cerró la puerta y subió al piso de arriba para acostarse.
—Si existe un Dios en el cielo —dijo en voz baja—, ¡seguro que se conocerá la verdad!
A la mañana siguiente y después de la violenta reacción de Athelstan, la iglesia de San Erconwaldo estaba un poco más tranquila. La verdad no llegó, pero sí lo hicieron Cranston y el padre prior. Athelstan acababa de decir misa en su improvisado altar. Había echado un vistazo al trabajo de los obreros, le había dado de comer a Philomel y estaba desayunando con el último cuenco de sopa que le quedaba y un poco de vino aguado cuando Cranston llamó a la puerta y entró como si fuera el Espíritu Santo.
—¡Buenos días, monje! —rugió el forense, sosteniendo en la mano su bota de vino milagrosa.
Sin ser invitado, volvió a llenar la copa de Athelstan, tomó un buen trago, soltó un ruidoso eructo y llamó por señas al sonriente padre prior para que entrara en la casa. Athelstan se levantó.
—Buenos días, padre. ¿Tomaréis un poco de vino con sir John y conmigo a pesar de lo temprano de la hora?
El prior Anselmo le dirigió a Cranston una sonrisa de admiración.
—¿Por qué no? —contestó—. En verdad, el salmista dice que el vino alegra el corazón del hombre mientras que, en sus epístolas a Timoteo, san Pablo afirma: «Mezcla un poco de vino para el mal de estómago».
Cranston eructó y miró con una radiante sonrisa al prior.
—¿Es eso cierto? —preguntó.
—Por supuesto que sí, sir John.
—En tal caso —dijo el forense—, san Pablo es mi santo preferido. Tengo que decírselo a lady Matilde. ¿Las epístolas a Nuestra Señora habéis dicho?
—No, sir John —dijo Athelstan—. La epístola a Timoteo. Sentaos, padre prior. Y vos, sir John, ¿os apetece una copa de la despensa?
Una vez acomodados, mientras Cranston miraba complacido a su alrededor y el padre prior tomaba unos pequeños sorbos de una copa de peltre, Athelstan se frotó el rostro con aire abatido.
—Os veo cansado, monje —comentó Cranston.
Athelstan señaló la puerta con la mano.
—Vos conocéis el motivo, sir John. Ese maldito esqueleto y, lo que es peor, la maldita estupidez de mis feligreses. Son tan crédulos que aceptarían que lo blanco es negro si alguien utilizara las palabras adecuadas para convencerles.
—Sí, me he enterado —dijo el padre prior, interrumpiéndole.
Sir John se removió en su escabel.
—¡Hago lo que puedo! —dijo con voz de trueno—. Varios escribanos están examinando los archivos y unos colaboradores míos están recorriendo todos los antros de Whitechapel para ver si logran descubrir el paradero de maese Fitzwolfe, pero hasta ahora nada. —Tomó un trago de su bota de vino—. ¿Y la cámara escarlata? —preguntó, entornando los ojos.
—Nada, sir John, nada en absoluto.
—¿La cámara escarlata? —preguntó el prior.
Cranston soltó una carcajada.
—Es una broma, padre prior. Un acertijo que este buen sacerdote y yo estamos intentando resolver.
—Yo también estoy aquí a causa de un acertijo —dijo el prior, mirando directamente a Athelstan—. A lo mejor, sir John ya os ha contado lo que está ocurriendo en nuestro convento. Ahora han sucedido cosas todavía peores —añadió, posando la copa sobre la mesa—. Fray Bruno murió misteriosamente y Alcuino el sacristán sigue sin aparecer. Rogelio, el sacristán menor, no se si le recordáis, hermano.
Athelstan asintió con la cabeza.
—Pues bueno, está murmurando insensateces. Los inquisidores creen que soplan aires de herejía y anoche —el prior acarició la copa de vino con los dedos— fray Calixto el bibliotecario estaba trabajando en el escritorio, sabrá Dios por qué. Al parecer, buscaba algo en los estantes superiores. La escalera de mano resbaló y él cayó y se rompió la cabeza contra el suelo del escritorio.
—¡En paz descanse! —musitó Athelstan, santiguándose piadosamente.
Recordaba todos los nombres que había mencionado el padre Anselmo, pero había olvidado sus rostros. A algunos de ellos los había conocido vagamente cuando estaba en el convento de los dominicos. Otros, como fray Enrique de Winchester y los inquisidores, procedían de otros lugares. Athelstan apoyó los brazos sobre la mesa y se puso a pensar. Si el padre prior le hubiera visitado una semana antes, él se hubiera llevado un gran disgusto, pero los caminos de Dios eran inescrutables. Ahora una breve ausencia de San Erconwaldo le sería beneficiosa. Miró al prior.
—¿Qué creéis vos que está ocurriendo en el convento?
Anselmo clavó los ojos en su copa.
—Dios es testigo —dijo en un susurro—, pero creo que tenemos entre nosotros a un hijo de Caín, un asesino. Quiero que vos y sir John lo investiguéis. Quiero que vengáis ahora mismo.
—¿Y qué hacemos con San Erconwaldo?
Cranston se inclinó hacia delante y le dio unas palmadas en la mano.
—No os preocupéis por eso, cura. Lo que está ocurriendo aquí se puede considerar una perturbación de la paz. Enviaré a unos cuantos oficiales de orden con autorización de la corporación municipal para que sólo permitan la entrada a la iglesia a los obreros que están trabajando en las reformas.
Athelstan asintió con la cabeza.
—Sí, sí —dijo—, eso sería lo mejor. Bueno pues, padre prior —añadió—, decidme exactamente qué es lo que está ocurriendo en el convento.
Cerró los ojos y escuchó la clara descripción de los acontecimientos de los últimos días por boca del padre Anselmo.
—O sea que en el convento tenemos un Capítulo Interno —dijo—, en el cual Enrique de Winchester está defendiendo su tratado teológico contra los desafíos de fray Pedro y fray Niall en presencia de nuestros hermanos inquisidores, dispuestos a perseguir la más mínima desviación herética.
—Sí.
—Y, entre tanto, fray Bruno y fray Calixto mueren, Alcuino desaparece y vos estáis muy preocupado por los desvaríos de un hombre que tiene la mente trastornada.
El prior se frotó los ojos.
—Estoy preocupado porque los desvaríos del hermano Rogelio empezaron tras la desaparición de Alcuino. Veréis, resulta que Alcuino fue a la iglesia para rezar ante el cuerpo de fray Bruno y cerró la puerta por dentro porque deseaba estar solo. Solía hacerlo muchas veces. El hermano Rogelio llamó a la puerta y, al no obtener respuesta, tuvo que utilizar otra llave para entrar. No vio ni rastro de Alcuino. —El prior entrelazó los dedos de ambas manos—. Al parecer, la desaparición de Alcuino ha hundido la mente del hermano Rogelio en los abismos de la locura. —El prior se levantó—. Tenéis que venir, Athelstan. Sir John cuidará de la iglesia. Prefiero pedíroslo por favor, pero, en caso necesario, os lo ordenaré como prior vuestro que soy.
—Vendré —dijo Athelstan, levantándose para desperezarse—. En realidad, el hecho de alejarme un poco de San Erconwaldo será un descanso para mí. Regresad al convento, padre prior. Sir John y yo acudiremos allí dentro de un rato. Deseo que reunáis a los miembros del Capítulo Interno, pues necesito interrogarlos a todos juntos.
El padre prior asintió con la cabeza, se ajustó el cinto alrededor de la cintura y salió al exterior. Athelstan le vio dirigirse al lugar donde había atado su caballo, cerca de los peldaños de la entrada de la iglesia.
—Sir John —dijo, volviéndose—. ¿Ya habéis enviado la carta sobre el esposo de Benedicta?
—Ha salido disparada como una flecha.
—¡Muy bien!
El fraile salió al patio y vio un grupo de niños jugando en los peldaños.
—Crim, ve corriendo a casa de la señora Benedicta y dile, por favor, que venga aquí enseguida.
Después regresó a la cocina donde sir John se estaba sirviendo más vino.
—Tened cuidado, sir John —le advirtió—. Esta tarde necesitaréis una mente muy clara.
—¡Me hace falta un buen trago! —replicó Cranston en tono enojado—. ¡Sobre todo, teniendo en cuenta que me voy a pasar el día con un grupo de aburridos monjes!
—¡Más bien de temibles frailes! —le dijo fray Athelstan en tono burlón.
Cranston soltó un regüeldo.
—¿Lady Matilde y los niños están bien?
—Sí, pero yo me quedaré en el convento —contestó el forense—. Creo que mi mujer se ha enterado de mi estúpida apuesta. Vos ya la conocéis, Athelstan. —Cranston hinchó los carrillos—. Lady Matilde no dice nada, pero yo no soporto sus miradas de reproche. Hermano —añadió, mirando a Athelstan con expresión suplicante—, tenemos que resolver ese enigma.
Athelstan se volvió de espaldas al forense para que éste no viera la desesperación de su rostro.
—¡Esqueletos, misteriosos asesinatos y un asesino suelto en un convento! —Athelstan cerró los ojos—. ¡Oh, Dios mío, ayúdanos!
Estaba trajinando en la cocina cuando oyó llamar a la puerta.
—¡Adelante! —gritó.
Benedicta entró con el rostro demudado por la inquietud.
—¿Qué ocurre, hermano? ¿Por qué me habéis mandado llamar?
Athelstan la acompañó a un escabel y se sentó a su lado.
—Benedicta, la carta ya se ha enviado, pero tenemos que esperar la respuesta. Yo debo dejar momentáneamente la parroquia e irme al convento de los dominicos —le explicó—, rozándole suavemente la muñeca con la mano. Cranston carraspeó y apartó la mirada. Escuchadme bien, Benedicta —añadió el fraile—, en cuanto yo me haya ido, convocad una reunión del consejo parroquial para esta noche. —Tomó un llavero que le colgaba del cinto—. Podéis reuniros aquí. Procurad hacerles entrar en razón. Cuidad de la iglesia y vigilad a los trabajadores. Tienen que terminar dentro de unos días. Dad de comer a Buenaventura. Y no perdáis de vista a Cecilia, por lo que más queráis. Aparte el esqueleto, ¡ella es lo único que les importa a Watkin y Pike! —terminó diciendo con una sonrisa.
Benedicta tomó las llaves.
—Cuidaos mucho, padre —dijo en voz baja—. Os echaremos de menos.
Después se fue tan silenciosamente como había llegado.
—Es una buena mujer —dijo Cranston en tono irónico—. Una mujer de cuerpo entero. —Se levantó y se tambaleó ligeramente mientras trataba de concentrar todo su embotado ingenio en la tarea de tapar la bota de vino—. Una buena dormidita —musitó— me dejará como nuevo.
Athelstan se apresuró a lavar las copas. Después se cambió de ropa, se lavó y tomó su vieja silla de montar con los cestillos donde guardaba la bandeja de escribir, el pergamino, las plumas de ave y el tintero de cuerno, y ensilló a un remiso Philomel cuya saludable costumbre de dormir entre las comidas acababa de sufrir una brusca interrupción. Antes de que transcurriera una hora, Cranston, roncando y soltando regüeldos y ventosidades en su silla de montar, se dirigió en compañía de su «querido escribano», tal como él llamaba a Athelstan, hacia el puente de Londres.