Capítulo I

Sir John Cranston, el voluminoso forense de la ciudad, célebre por su sencilla manera de expresarse, se reclinó contra el alto respaldo de la silla, saboreando con fruición el contenido de una copa con incrustaciones de piedras preciosas, rebosante del mejor producto que podían ofrecer los viñedos de Burdeos. La sala estaba iluminada con antorchas de resina pura y grandes velas de cera de abeja. Unos pajes vestidos con la librea de Juan de Gante, duque de Lancaster, rodeaban la estancia, sosteniendo en sus manos otras antorchas de tal forma que, a pesar de la oscuridad, la luz era tan clara como la de un día estival.

—Verdaderamente maravilloso —murmuró Cranston para sus adentros.

La sala principal del palacio de Savoy, residencia de Juan de Gante a orillas del Támesis, era tan rica y opulenta que no tenía nada que envidiar a la de cualquier palacio papal de Aviñón ni a la de las lujosas mansiones de los grandes príncipes italianos como el que el regente estaba agasajando en aquellos momentos con aquel espléndido banquete. Unas gruesas colgaduras de brocado de oro bordado con hilo de plata cubrían enteramente las paredes bajo las alfardas de las armaduras que sostenían los arcos del techo. Los cristales de las ventanas eran de muy variados colores y cada panel ilustraba una historia de la Biblia o de la mitología clásica. Una alfombra turca negra y amarilla de purísima lana cubría el suelo de pared a pared. Los manteles de las mesas eran de seda y todos los platos y las copas estaban hechos de metales preciosos. No era de extrañar que Juan de Gante, duque de Lancaster y regente del Reino durante la minoría de edad de su sobrino Ricardo II, hubiera dispuesto que unos hombres de armas cuidadosamente elegidos montaran discretamente guardia alrededor de la sala del banquete, uno para cada comensal, pues por nada del mundo quería ladrones en su casa. El propósito del banquete era el de exhibir su magnificencia y agasajar al señor de Cremona, no el de ofrecer a los ladrones y bribonzuelos que merodeaban alrededor de todos los palacios una buena ocasión de obtener fáciles ganancias.

Cranston eructó y, se dio unas palmadas de satisfacción en la voluminosa panza. Su esposa lady Matilde había dado a luz recientemente a dos varones, Francisco y Esteban, y él había sido confirmado en su cargo por el regente, el cual lo había invitado a aquel banquete y lo había sentado a su derecha en un significativo gesto de deferencia hacia su persona.

—Ojalá lady Matilde pudiera verme ahora —murmuró Cranston, hablando para sus adentros.

Sin embargo, la invitación no se extendía a su esposa. Y no es que a ella le importara.

—Que Dios me perdone, sir John —le había dicho su mujer—, pero no me gusta el duque de Lancaster. Tiene unos fríos ojos de serpiente, su ambición es como la de Lucifer y temo por el joven rey.

Sir John se sorprendió al oírla, pues lady Matilde solía ser una mujer muy prudente, aunque a veces sus palabras eran como certeras flechas disparadas contra la diana de un blanco. Sir John se removió con inquietud, posó la copa sobre la mesa y se volvió hacia la izquierda. El aceitunado rostro del regente, con la dorada barba y el bigote pulcramente recortados, contemplaba con visible complacencia el esplendor de la sala a través de los entornados párpados de sus perspicaces ojos. A la izquierda del duque se sentaba el joven rey. «Este niño —pensó Cranston—, con su pálido rostro, sus claros ojos azules, sus sensibles facciones y su dorado cabello largo hasta los hombros, parece un ángel». El joven rey se estaba esforzando en prestar atención al señor italiano de negro cabello que tenía sentado a su izquierda. Cranston se reclinó en su asiento y miró de soslayo a aquel famoso personaje cuya habilidad lo había convertido en un hombre tan acaudalado como Creso y había hecho de su pequeña ciudad-estado una de las grandes potencias de Italia.

El señor de Cremona controlaba bancos, puertos, feraces viñedos, campos y mansiones. Sus barcos navegaban desde el Adriático a la legendaria Constantinopla y las doradas costas de Trebisonda. Cranston conocía el motivo de su presencia en Inglaterra. Las arcas inglesas se habían quedado vacías, el Parlamento estaba muy alborotado y entre los campesinos reinaba tal descontento que los recaudadores de impuestos no se atrevían a entrar en las aldeas sin una poderosa escolta militar. Juan de Gante había invitado al señor de Cremona a Inglaterra para que éste le concediera préstamos y, por consiguiente, no había reparado en gastos y le había dispensado una fastuosa acogida y hospitalidad. Un impresionante cortejo lo había recibido en Southampton; él y sus hermanos, vestidos con ricos atuendos de brocado de oro lo habían acompañado a Londres, donde le habían ofrecido vistosos espectáculos, banquetes y discursos. Puede que todo ello hubiera causado una favorable impresión al señor de Cremona, pero, al mismo tiempo, había servido para exacerbar los sentimientos de animadversión de los ciudadanos londinenses hacia un regente que acaparaba más poder que cualquier emperador, papa o rey.

Cranston levantó su copa y tomó ruidosamente un sorbo, deleitándose en el sabor del fuerte vino que le estaba llenando la boca de dulzura. De pronto, su buen humor se desvaneció. ¿Era oportuno que él participara en aquellos festejos? ¿Y por qué razón lo había invitado Juan de Gante?, se preguntó, presa de una creciente desazón. Al final, terminó el banquete, ¡y menudo banquete! Cisne, venado, carne de jabalí, buey, ternera, pescado fresco del río, lampreas cocinadas en salsa de crema, mazapán y gelatinas labradas y esculpidas en las más caprichosas formas. Los juglares ya se habían retirado, al igual que los acróbatas, los devoradores de fuego y los enanos que habían provocado las risas de los presentes. Los músicos del estrado del fondo de la sala estaban ahora medio dormidos y los componentes del coro de cristalinas voces blancas habían sido despedidos hacía un buen rato. Cranston procuró despejar su mente y contempló las dos mesas colocadas la una al lado de la otra en el centro de la sala. Debía de haber algo así como sesenta grandes señores en aquel festín. ¿Por qué figuraba él entre tan selectos invitados?

Antes del inicio del banquete, Juan de Gante había comentado con el señor italiano las grandes habilidades de Cranston en la resolución de complicados casos de asesinato.

—¿Y no hay nada que se os escape? —le preguntó el señor de Cremona.

—¡Nada! —contestó Cranston, envalentonado por la bebida, mirando con arrogancia a los boquiabiertos personajes que tenía a su alrededor.

Ahora sir John se estaba empezando a arrepentir de su vanagloria.

—¿Os encontráis mal, sir John?

Cranston volvió la cabeza. El regente lo estaba mirando con expresión inquisitiva, como si tratara de adivinar su estado de ánimo.

—Me alegro mucho de estar aquí, mi señor —contestó Cranston—. Me habéis hecho un gran honor.

De repente, tanto él como su anfitrión miraron hacia el fondo de la sala, donde había estallado un tumulto cuando una enorme rata, asustada por uno de los lebreles, había saltado a la mesa. Los invitados se levantaron todos a una y apuñalaron al roedor con sus cuchillos hasta que el animal saltó de la mesa y fue a parar a las fauces del can. Después, los perros se pusieron a ladrar y armaron tal alboroto que unos cazadores de la casa armados con látigos expulsaron de la sala a los dos lebreles y a su maltrecha presa.

—Ya es suficiente —dijo Juan de Gante en un susurro.

Se levantó e hizo un gesto con la mano a los heraldos que se encontraban en el estrado, los cuales hicieron sonar tres veces sus trompetas plateadas y acallaron el clamor de la sala. Todos los ojos se volvieron hacia él.

—Majestad —el duque de Lancaster se inclinó imperceptiblemente hacia su petrificado sobrino—, mi señor de Cremona y todos vosotros, amigos e invitados míos, este día hemos sido honrados con la presencia de uno de los más insignes gobernantes de Italia, el noble Gian Galeazzo, señor de Cremona y duque de los territorios circundantes. —El regente hizo una pausa para permitir una salva de aplausos que él aquietó con una mano cuajada de anillos—. Pero el señor de Cremona tiene una dificultad, de la cual desea hacernos partícipes. Un gran misterio que nadie puede resolver. Y es por eso por lo que he requerido la presencia del ilustre forense de nuestra ciudad, sir John Cranston.

El regente hizo una pausa que Cranston aprovechó para echar un rápido vistazo a la sala. Vio las reprimidas sonrisas, ocultas detrás de las manos que cubrían las bocas, y adivinó la trampa que lo esperaba. No era amigo del regente, el cual le toleraba, pero no lo apreciaba, pues él no tenía tiempo para emular a los cortesanos que malgastaban la riqueza de la nación en cuidar sus blancos y delicados cuerpos. Aun así, esbozó una sonrisa e inclinó la cabeza ante las palabras del duque, aguardando con inquietud lo que estaba a punto de caerle encima.

—Sir John Cranston —añadió el de Gante— es bien conocido en la ciudad y en los tribunales por sus ingeniosos razonamientos, sus sutiles preguntas, su implacable persecución de los criminales y su habilidad en la aclaración de intrigantes misterios. Mi señor de Cremona tiene un misterio que ha desafiado a los mejores cerebros y a los más preclaros intelectos de las cortes de Europa. —El regente hizo otra pausa y Cranston se percató del silencio que reinaba en la sala—. Mi señor de Cremona ha apostado mil coronas de oro a que nadie podrá resolver ese misterio. Mi señor forense —dijo Juan de Gante medio volviéndose hacia Cranston—, ¿queréis aceptar la apuesta?

Cranston le miró en silencio. ¡Mil coronas de oro eran una fortuna!

Si aceptaba la apuesta y la perdía, quedaría empobrecido. Si la rechazaba, le tildarían de cobarde. Además, si el sutil misterio del señor de Cremona era tan intrigante, él tendría muy pocas posibilidades de ganar aquella fortuna. Sonrió mientras sopesaba las distintas posibilidades. Hubiera deseado con toda su alma que lady Matilde estuviera allí. Y hubiera necesitado por encima de todo a Athelstan. Al fraile se le hubiera ocurrido alguna manera de salir airoso de la situación. Ahora él no tenía más remedio que aceptar. ¿Qué podía hacer? ¿Retractarse públicamente de su inicial baladronada?

—Mi señor Cranston —repitió el regente—, ¿queréis aceptar?

—Por supuesto que sí —contestó audazmente sir John, tomando un sorbo de vino entre vítores, silbidos de simpatía y gritos de aliento. Después se levantó, maldiciendo por lo bajo al vino que le estaba recorriendo la sangre y embotando el cerebro. Él era nada menos que Cranston. ¿Por qué hubiera tenido que acobardarse en presencia de aquellos badulaques, aquellas mujercillas disfrazadas de hombre? Él era sir John Cranston, forense de la ciudad de Londres, esposo de lady Matilde y padre de Francisco y Esteban. Había defendido castillos contra los franceses y había derrotado él solo a muchos enemigos.

—¡Ningún misterio puede ser superior a mi ingenio! —rugió—. Si existe un enigma —añadió, citando a su amigo Athelstan—, es lógico que exista una solución.

—¡Eso nadie lo niega! —El regente le dio una palmada en el hombro, empujándolo suavemente hacia abajo para que volviera a sentarse.

El forense vio su taimada sonrisa, la mirada compasiva del joven rey y el destello de triunfo que se encendió en los ojos del señor de Cremona.

—¿La solución ya se sabe? —preguntó.

—¡Por supuesto que sí! —contestó el señor de Cremona—. Como de costumbre, elegiré a una persona… como, por ejemplo, Su Majestad el Rey. Si vuestra teoría no es correcta, le será revelada, tras jurar solemnemente guardar silencio, una parte de la solución —añadió entre risas—. Aunque la verdad es que nadie ha dado hasta ahora con una solución, ni siquiera incorrecta.

El regente se volvió hacia el noble italiano.

—Mi señor —le dijo—, vos habéis lanzado el reto y sir John ha recogido el guante. Ahora estamos en ascuas, esperando con ansia la exposición de vuestro misterio.

Gian Galeazzo, señor de Cremona, se recogió las mangas de seda y, cuando se levantó, sus holgados ropajes volaron a su alrededor, despidiendo una deliciosa y exquisita fragancia desconocida en Inglaterra.

—Majestad, mi señor de Lancaster y vosotros todos, nobles señores y barones de Inglaterra, la generosa hospitalidad de mi anfitrión nos ha impresionado muy vivamente y jamás será olvidada.

Galeazzo se inclinó sobre la mesa, le dirigió a Cranston una significativa mirada y después se volvió para dirigirse a los presentes. Su discurso fue impecable, pese al ligero acento de su melosa voz.

—No os quiero hacer perder el tiempo. Ya es muy tarde y todos hemos bebido un poco más de la cuenta. —Agitó las manos y las sortijas de sus dedos reflejaron la luz de la sala, relumbrando como claras estrellas—. Sir John Cranston ha aceptado mi desafío de resolver un enigma que nadie ha podido desentrañar hasta ahora. Sólo yo conozco la solución y la tengo escrita en un documento sellado. Les he planteado el enigma a doctores de París, abogados de Montpellier y maestros de Colonia y de Nantes, pero todo ha sido inútil. —Gian Galeazzo hizo una pausa y respiró hondo—. Hace muchos años, mi familia poseía una mansión en las afueras de Cremona, un enorme y antiguo edificio de tres plantas que gozaba de una siniestra fama. Una vez, en mi infancia, pasé la Natividad allí con mi anciana tía, que entonces era su propietaria. —El señor de Cremona esbozó una sonrisa, mirando a su alrededor—. Cualquiera que sea el lugar o la fama de que éste goce, una vez se enciende el tronco de la Natividad, nosotros los italianos festejamos el nacimiento de Jesucristo con un gran banquete nocturno. No tan espléndido como éste, por supuesto —añadió riéndose—, pero es costumbre que, cuando los comensales se empiezan a pasar la jarra de vino, cada uno de ellos cuente una historia de aparecidos.

»Recuerdo muy bien aquella noche, pues fue la Natividad más fría de que nadie guardara memoria. Un gélido viento del norte había llevado consigo la nieve de los Alpes y la mansión estaba aislada por los ventisqueros y los caminos helados. Pese a todo, encendimos las chimeneas, comimos opíparamente y celebramos alegremente la fiesta. En medio de las sombras del exterior, sólo se oían los gemidos del viento y los lastimeros aullidos de los lobos que habían bajado de las montañas en busca de alimento.

Gian Galeazzo se detuvo y miró a su alrededor. Cranston admiró su habilidad: los presentes ya no estaban en aquella sala de banquetes en una suave noche estival de Inglaterra sino en una solitaria y siniestra mansión de la lejana Cremona. Sin embargo, el forense a duras penas podía contener su impaciencia y estaba deseando que el noble italiano fuera al grano de una vez para que su astuto cerebro pudiera empezar a examinar el enigma propuesto.

—Cuando los invitados terminaron de contar sus historias, mi venerable tía fue desafiada por uno de los comensales. ¿Acaso no había aparecidos en aquella mansión? Al principio, mi tía se negó a contestar, pero, al ver que los invitados insistían, les habló de la cámara escarlata, una estancia del piso superior de la mansión que se mantenía cerrada a cal y canto, pues cualquier persona que durmiera en ella, acababa sufriendo una misteriosa y violenta muerte —Galeazzo hizo una pausa para tomar un sorbo de una copa con incrustaciones de nácar—. Ya os podéis imaginar lo que ocurrió, mis nobles señores. Todos habían bebido generosamente y sentían una curiosidad que había que satisfacer al precio que fuera. Os diré para abreviar que mi tía se vio obligada a mostrarles la estancia en cuestión. Llamaron a los criados, se encendieron unas antorchas y mi tía nos acompañó a la gran escalinata de madera. Yo era sólo un chiquillo y me movía entre los invitados sin que nadie reparara en mí. Sabía que el último piso de la vieja mansión estaba siempre cerrado, pero aquella noche los criados quitaron los candados y las cadenas y mi tía encabezó la marcha, subiendo por los fríos y empinados peldaños. —El señor de Cremona hizo una pausa y sacudió la cabeza—. Siempre recordaré las ratas que corrían y chillaban y las motas de polvo del aire, iluminadas por la luz de la luna. Llegamos a lo alto de la escalera, donde la emoción de los invitados dio paso al temor, pues allí arriba estaba todo muy oscuro y hacía un frío glacial. Los criados se adelantaron y encendieron un hacha de la pared. Entonces apareció un pasadizo y todos los ojos se clavaron en la puerta que había al fondo. Estaba cerrada con candados y cadenas y nos atraía como una horrible maldición. —Gian Galeazzo hizo otra pausa para tomar un sorbo de vino y dirigir una rápida sonrisa a Cranston—. Se abrió la puerta y entramos en una pequeña cámara cuadrada. En ella había una mesa, un escabel, una chimenea y una pequeña ventana con celosía, pero lo que más destacaba era una enorme cama con cuatro pilares. Nos quedamos sin respiración cuando mi tía ordenó que los criados encendieran las antorchas y llevaran unas velas. Fue entonces cuando la estancia cobró realmente vida, pues os aseguro que todo el techo, las paredes, la alfombra y la cama era de un brillante color escarlata, como si estuviera empapado de sangre fresca.

Galeazzo hizo una pausa, se inclinó hacia delante y eligió un racimo de uva del cuenco que tenía delante.

—¡El misterio! —gritó uno de los invitados desde el fondo de la sala—. ¿Cuál es el misterio?

Cranston miró de soslayo a Juan de Gante y observó que éste se había repantigado en su asiento con los ojos entornados y una ligera sonrisa en los labios, como si ya supiera lo que iba a suceder. El joven rey, como todos los niños, escuchaba el relato boquiabierto de asombro. Pero Gian Galeazzo, que era un narrador nato, mantuvo en vilo un buen rato a sus oyentes, mascando muy despacio los granos de uva.

—Ahora empieza el misterio —dijo finalmente—. Uno de los invitados desafió a mi tía, declarando que pasaría una noche en aquella estancia, armado hasta los dientes. No bebería ni comería. Se llevó a cabo un concienzudo registro para comprobar que no hubiera pasadizos secretos ni trampas. Después limpiaron la habitación y se cambiaron las sábanas y los traveseros. Subieron un poco de carbón, encendieron la chimenea y dejamos a aquel joven insensato para que pasara la noche solo en aquella cámara.

»El día siguiente amaneció despejado y soleado y vimos que ya se había iniciado el deshielo. Por consiguiente, antes de sentarnos a desayunar, salimos a dar un rápido paseo por la nieve, la cual, por cierto, es un fenómeno bastante insólito en Cremona. Alguien se preguntó qué tal habría pasado la noche el joven. Sabíamos que la cámara escarlata se encontraba en la parte anterior de la mansión y, levantando la vista, le vimos mirándonos desde la ventana. Lo saludamos con la mano y regresamos al interior de la mansión. Al terminar el desayuno, nos dimos cuenta de que el joven todavía no había bajado, por lo que mi tía envió a unos criados a la cámara escarlata. A los pocos minutos, uno de ellos regresó corriendo con el rostro más pálido que la cera y los ojos desorbitados por el terror. Le dijo a gritos a mi tía que subiera y todos la acompañamos y entramos en la cámara escarlata. El fuego de la chimenea se había apagado y alguien había dormido en la cama, pero el joven se encontraba de pie junto a la ventana.

»Os aseguro que no os miento, señores, el joven estaba muerto y nos miraba con la boca abierta tal como nosotros le habíamos visto desde el jardín. Sólo os puedo decir que su rostro era una máscara de absoluto terror. Uno de los invitados, que era médico, confirmó que en la estancia había ocurrido algo tan terrible que al joven se le había parado el corazón de espanto. —Galeazzo se detuvo y miró a sir John—. ¿Habéis comprendido, señor forense?

—Sí, mi señor.

—¿Tenéis alguna pregunta?

—¿Se había producido algún cambio en la estancia?

—¡Ninguno en absoluto!

—¿Y decís que no había ningún pasadizo secreto?

Cranston hizo las preguntas en voz alta para que todos los presentes en la sala le pudieran oír y Gian Galeazzo le contestó de la misma manera. El italiano se volvió hacia los invitados, agitando la mano.

—Juro por el honor de mi madre que nadie había entrado en aquella cámara. No había puertas ni ventanas secretas. Nadie sirvió comida ni bebida. El carbón se había sacado de la carbonera y las velas que el joven utilizó se habían usado previamente en la sala de abajo.

Cranston miró al italiano con incredulidad y volvió a echar de menos la presencia de Athelstan.

—¿Fue algún demonio o algún mal espíritu?

—¡Ah! —Gian Galeazzo, señor de Cremona, se dirigió a los presentes en la sala—. Mi señor forense pregunta si la cámara estaba poseída por algún demonio. Mi tía también lo pensaba y por eso mandó llamar a un piadoso sacerdote de una cercana iglesia para que bendijera y exorcizara la estancia. El santo varón llegó a última hora del día, practicó exorcismos y bendijo infructuosamente todos los rincones de la cámara. Le dejamos allí y él cerró la puerta, diciéndonos que deseaba rezar. —Galeazzo esbozó una sonrisa al ver la cara de Cranston—. Estoy seguro, mi señor forense, de que ya os imagináis lo que ocurrió a continuación. Ya era noche cerrada cuando mi señora tía reparó en que el venerable sacerdote aún no había salido de la estancia. Los criados forzaron la puerta y encontraron al cura muerto en el suelo, con la misma expresión aterrorizada que mostraba el rostro del joven.

Galeazzo escuchó con visible complacencia los «ohs» y los «ahs» de asombro de los invitados.

El regente se estaba acariciando el labio inferior con el pulgar de una mano y el joven rey había olvidado a su aborrecido tío y miraba con atención al noble italiano.

—Mi señor —gritó el rey con voz chillona—, ¿qué es lo que ocurrió después?

—Mi señora tía no se dio por vencida —contestó Gian Galeazzo sonriendo—. Mandó llamar a dos de sus más fieles servidores, un excelente espadachín y un experto ballestero genovés. Les ofrecieron un buen puñado de oro a cambio de que pasaran la noche en la estancia. Los hombres aceptaron y ocuparon sus puestos aquella misma noche. La puerta no se podía cerrar, pues la habíamos tenido que forzar para descubrir el cadáver del cura. El espadachín decidió dormir en una silla y el genovés se tendió en la cama. En mitad de la noche, un terrible grito nos despertó a todos.

»Esa vez me impidieron subir, pero mi tía me contó más tarde que, al entrar en la cámara escarlata, encontraron al espadachín en el suelo con una flecha de ballesta profundamente clavada en el pecho y al genovés tendido a su lado, sujetando todavía en sus manos la ballesta. Había muerto como los demás, pero alguna maligna fuerza demoníaca de la estancia, dedujo mi tía, había inducido a aquel valeroso soldado a matar a su compañero antes de morir. —Galeazzo juntó repentinamente las manos—. Mi tía hizo todo lo que pudo. Se retiraron los cadáveres, se oficiaron misas y la cámara escarlata fue nuevamente cerrada a cal y canto. Pasaron los años y yo me convertí en un muchacho. Un día, un archivero de un cercano monasterio se enteró de la horrible historia y pidió que lo condujeran ante la presencia de mi tía, asegurando que él podría resolver el misterio de la cámara escarlata. —Gian Galeazzo se encogió de hombros—. Majestad, señores invitados, ya no puedo seguir —añadió, sacudiendo la cabeza al oír los murmullos de los presentes que estaban ansiosos de conocer el final de la intrigante historia—. Lo encomiendo todo al sutil ingenio de mi señor forense. —Mirando fijamente a Cranston, le preguntó—: ¿Tenéis alguna otra pregunta, sir John?

Cranston sacudió la cabeza con incredulidad.

—¿Murieron cuatro personas en aquella estancia sin que nadie hubiera entrado en ella? ¿Y no comieron ni bebieron nada? ¿Y la vez en que entraron dos, uno de ellos mató a su compañero?

Galeazzo asintió sonriendo.

—¡Increíble!

—Mi señor forense —dijo Gian Galeazzo, levantando la voz para que todos le oyeran—, ¡lo que os digo es la pura verdad!

De repente, el joven rey se levantó.

—¡El reto se ha lanzado y ha sido aceptado! —dijo con su cantarina voz infantil—. Pero, mi buen tío y mi señor de Cremona, yo creo que hay que obrar con justicia. ¿De cuánto tiempo dispone sir John para resolver el misterio?

—Dos semanas —contestó Gian Galeazzo—. Dentro de dos semanas contando a partir de esta noche, regresaré a esta sala y sir John me tendrá que dar la solución.

Cranston miró con una sonrisa al joven rey, agradeciéndole en silencio su apoyo.

—¿Cómo sabré que la solución que yo aporte es la correcta? —preguntó—. No quisiera ofenderos, mi señor, pero ¿no podría haber seis soluciones distintas, todas ellas correctas?

Galeazzo se acarició el sedoso bigote negro.

—No, sir John —contestó en un susurro, chasqueando los dedos hacia un criado que permanecía de pie a su espalda—. ¡Los documentos! —El criado se los entregó. Uno de ellos era un rollo de pergamino que Galeazzo le entregó a Cranston—. Aquí se relata la historia tal como yo la he contado. —Después tomó un cuadrado trozo de pergamino, cerrado con cuatro sellos de cera roja—. Y aquí está la solución —añadió, entregándoselo al rey—. Majestad, permitidme que os lo confíe a vos para que no haya la menor sospecha de juego sucio.

Un murmullo de aprobación recorrió la sala. El joven rey batió jubilosamente palmas mientras Juan de Gante miraba con una sonrisa a sir John.

—Dos semanas, mi señor forense —dijo el regente en voz baja, tomando a Cranston del brazo—. No os preocupéis, sir John. Si perdéis la apuesta, yo pagaré la deuda.

Cranston le miró boquiabierto de asombro al percatarse de la terrible trampa en la que había caído. No era simplemente la pérdida del oro o la humillación de perder la apuesta, cosa que seguramente no podría evitar. El regente lo había utilizado como instrumento para complacer a su invitado italiano y, sobre todo, para que él se sintiera en deuda. Cranston tenía influencia cerca del alcalde, los alguaciles y los principales concejales de Londres y era un hombre unánimemente respetado por su integridad y sus acerbas críticas a la corte. Si aceptara el dinero del regente, estaría en sus manos y, antes de que transcurriera un año, todo el mundo le consideraría un paniaguado del poder. La cólera le hervía en la sangre. Tuvo que tragarse una respuesta mordaz y asió con fuerza el borde de la mesa hasta que le dolieron los dedos. No podía prestar la menor atención a las conversaciones que se estaban desarrollando a su alrededor. Miró al regente y respiró hondo.

—Mi señor de Lancaster, os agradezco vuestra generosidad, pero no voy a necesitar vuestro dinero porque resolveré el misterio.

Juan de Gante sonrió y le dio una palmada en el brazo.

—Por supuesto, sir John. Y yo voy a disfrutar oyendo vuestra solución.

El regente se volvió para decirle algo a su joven sobrino. Cranston no tuvo más remedio que sentarse, furioso consigo mismo y con la astucia de los príncipes.

El banquete terminó una hora después. Un paje le entregó a Cranston su castoreño y su capa forrada de lana y éste abandonó la mansión y echó a andar por las angostas callejuelas hasta llegar a la taberna más cercana. Pidió una mesa apartada, dos velas y la mayor jarra de cerveza que pudieran servirle y se pasó una hora leyendo la historia del misterio del señor de Cremona. Cuanto más leía, tanto más se hundía en la depresión. Al final, lleno de cerveza y de desolación, abandonó la taberna y emprendió tristemente el regreso a su casa. Ni siquiera la perspectiva de contemplar el risueño rostro de Matilde o los alegres semblantes de sus hijitos del alma, Francisco y Esteban, consiguieron disipar la profunda inquietud que lo embargaba.

Fray Athelstan se levantó muy temprano. La noche anterior había sido muy clara y le había permitido gozar de la contemplación del firmamento en compañía de Buenaventura, el gato de la iglesia que cada vez estaba más gordo y que tenía por costumbre sentarse a su lado y observarle con curiosidad. Después bajó, guardó el telescopio y las cartas en la única cómoda de la casa parroquial que se podía cerrar con llave, se dirigió a San Erconwaldo para el rezo de vísperas, todavía acompañado por Buenaventura, volvió a la casa para tomarse un poco de cerveza ligera y una rebanada de pan untada con miel y darle un cuenco de leche a Buenaventura y se fue a la cama.

El fraile estaba tan contento que, mientras se lavaba, empezó a entonar una suave melodía de su infancia. Después se afeitó y se puso su hábito blanco y negro. A su lado, el fiel Buenaventura bostezó, se desperezó y se lamió los bigotes con la rosada lengua, esperando su plato de pescado y su cuenco de leche. Athelstan dobló la toalla junto al lavamanos de madera, se inclinó para acariciar al gato y le rascó suavemente la cabeza entre las orejas hasta que Buenaventura empezó a ronronear de placer.

—Te estás poniendo muy gordo, maese gato. Cuanto más te miro, más me recuerdas a Cranston.

Buenaventura le miró como si sonriera y se restregó contra él.

—Te estás poniendo muy gordo, Buenaventura —repitió el fraile—. Y esta mañana no te voy a dar de comer. Te tendrás que buscar tú mismo el desayuno, yendo de caza por ahí.

En su austero dormitorio, Athelstan miró a su alrededor y alisó la manta de pelo de caballo de la cama, arrojó por la ventana el agua que había utilizado para lavarse y experimentó un sobresalto al oír un gruñido desde abajo. Se asomó y vio a la voluminosa cerda de Úrsula la porquera, mirándole enfurecida. Soltó una maldición por lo bajo y cerró de golpe las contraventanas. Estaba hasta la coronilla de aquella cerda, la cual parecía poseer una inteligencia casi diabólica. En cuanto empezaban a crecer los repollos y las hortalizas que él plantaba amorosamente, aquel maldito animal entraba en su huerto y se lo comía todo.

—No sé si Huddle me podría construir una valla —murmuró Athelstan. Pero tenía otras tareas más importantes que encomendarle a Huddle. A pesar de las incursiones de la cerda en su pequeño huerto, el fraile se sentía exultante de gozo. Aquel día, sexto domingo después de la Pascua del año 1379, se iniciarían las obras de reforma de la iglesia. Quitarían la cancela de separación entre el coro y la nave del templo, levantarían las agrietadas baldosas del suelo estropeadas por la humedad y pondrían otras nuevas, cuidadosamente cortadas y pintadas en blanco y negro. No le importaba que fuera domingo, pues ése era el mejor día para trabajar y el más adecuado para el comienzo de unas importantes obras de embellecimiento de la casa de Dios.

Mientras tarareaba la canción, comprobó que el cajón en el que guardaba el telescopio y las cartas astrológicas estuviera debidamente cerrado con un candado y bajó por la desvencijada escalera para dirigirse a la cocina. Buenaventura levantó el rabo y le siguió con tanta reverencia como un acólito durante la celebración de la santa misa. La cocina era tan austera como el dormitorio y en ella sólo había unas pequeñas alacenas, una mesa y unos escabeles. En la chimenea ardía todavía un pequeño fuego, sobre el cual se estaba calentando lentamente una olla de sopa que Athelstan estaba preparando desde el viernes. Benedicta le había aconsejado que no tirara los huesos de la carne sino que los dejara hervir unos cuantos días con especias, diciéndole que con ello conseguiría una sopa exquisita. El fraile, que era un pésimo cocinero, aspiró con deleite el delicioso aroma que llenaba la cocina. Entró en la pequeña despensa, cortó una rebanada de pan y se llenó un vaso con vino aguado. Buenaventura le siguió, mirándole con expresión suplicante.

—Nada de leche, Buenaventura —le dijo severamente Athelstan.

El gato ronroneó y se restregó contra su pierna.

—Bueno —le dijo, compadeciéndose de él.

Tomó una jarra de barro y vertió un poco de leche en un cuenco que había en el suelo, admirando el negro y lustroso pelaje de Buenaventura mientras aquel señor de los callejones y rey de los gatos lamía melindrosamente la leche. A Buenaventura le gusta la leche, pensó, tanto como a Cranston le gusta el vino. Regresó con aire ausente a la cocina, se sentó en un escabel y contempló las moribundas brasas de la chimenea. Se preguntó qué tal estaría el buen forense, pues él, al igual que sir John, se había extrañado de que el regente le hubiera enviado a éste una invitación, sabiendo que Cranston no era precisamente muy amigo de la corte.

—Confío en que tenga cuidado —murmuró Athelstan, contemplando con una sonrisa el vaso de vino.

El forense tenía una panza tan grande como su boca y su corazón, pero él temía que su honradez y su sinceridad lo condujeran algún día a una situación peligrosa. Cerró los ojos y rezó una breve oración por Cranston y su encantadora y discreta esposa lady Matilde, la única persona a quien temía el forense. Athelstan sacudió la cabeza, sorprendiéndose de que una dama tan menuda y delicada hubiera podido dar a luz unos gemelos tan vigorosos como Francisco y Esteban. Cierto que el parto había sido muy laborioso y que más tarde ella había tenido un poco de fiebre, pero ahora lady Matilde estaba más joven que nunca y Cranston no cabía en sí de gozo y presumía como un pavo real. El fraile sonrió complacido, recordando que, unas semanas atrás, había bautizado a los gemelos en la pila bautismal de la entrada de San Erconwaldo. Las criaturas se habían pasado el rato berreando y él había tenido que hacer un esfuerzo para reprimir la risa, pues ambos parecían un par de guisantes salidos de la misma vaina. Nadie hubiera podido poner en duda que eran hijos de Cranston: rubicundos, gritones, sin pelo en la cabeza y muy dados a soltar eructos y ventosidades cuando no reclamaban a gritos las generosas ubres de su exhausta nodriza. Durante toda la ceremonia, Cranston, el satisfecho progenitor, se pasó el rato balanceándose suavemente hacia delante y hacia atrás mientras tomaba ocasionales tragos de su bota de vino milagrosa, así llamada porque jamás se vaciaba. El bautizo terminó en medio del caos, pues la cerda de Úrsula la porquera entró en la iglesia y Buenaventura se encaramó de un salto sobre las rodillas de Cranston. Por si fuera poco, Cecilia la cortesana recibió un bofetón por parte de la mujer de Watkin el recogedor de estiércol, pues, según ella, la chica le estaba echando los tejos a su marido. Los remilgados parientes de lady Matilde y las nobles amistades que tenía sir John en la ciudad contemplaron con horrorizado asombro la ridícula mascarada que se estaba desarrollando ante sus ojos.

Pero, a pesar de todo, el día finalizó satisfactoriamente con un pequeño banquete en el jardín posterior de la espaciosa casa de Cranston al otro lado del río. Muchos de los feligreses de la parroquia habían sido invitados y Athelstan se rió como jamás lo había hecho en toda su existencia, sobre todo cuando Cranston, bajo los efectos de la bebida, se quedó profundamente dormido encima de un montón de estiércol, acunando suavemente a sus adormilados gemelos, uno en cada brazo.

Athelstan experimentó un sobresalto al sentir que Buenaventura, tan sigiloso como un ladrón, saltaba sobre sus rodillas.

—Vamos, gatito —murmuró—, tenemos que oficiar misas y rezar oraciones.

Tomó el llavero que colgaba de su cinto y se fue a abrir la puerta de la iglesia. Al verle pasar, la cerda lo saludó con un amistoso gruñido y siguió mordisqueando los repollos como si tal cosa. Buenaventura miró desdeñosamente a la cerda y siguió a su amo. Crim, uno de los hijos de la numerosa prole de Watkin el recogedor de estiércol, le estaba esperando en los peldaños de la entrada.

—¿Has venido para ayudar a misa, Crim?

—Sí, padre.

Athelstan contempló su mugriento rostro. El chico era un travieso angelillo, pero aquella mañana parecía un poco preocupado o puede que se sintiera culpable, pues no quería mirarle a los ojos. El fraile no le dio demasiada importancia, sabiendo que los padres de Crim se peleaban constantemente. Seguramente se habría producido alguna trifulca en casa. El fraile abrió la puerta y entró en la iglesia, seguido de cerca por Crim y Buenaventura. Una vez dentro, se apoyó en la pila bautismal y miró complacido a su alrededor. Sí, su humilde iglesia parroquial estaba empezando a ser bonita: las alfardas de madera se habían reforzado y se habían cambiado las tejas del tejado para que éste pudiera resistir los vendavales y las terribles tormentas invernales. El suelo de la nave presentaba ahora una superficie lisa y regular y estaba impecablemente limpio. Por su parte, Huddle el pintor, un joven de ignorado origen con una habilidad innata para el grabado y la pintura, se había dedicado a llenar todos los espacios disponibles de los muros y las columnas con coloristas escenas del Antiguo y el Nuevo Testamento. Todas las ventanas estaban ahora protegidas con cuerno o cristal y Athelstan estaba firmemente decidido a buscar a algún poderoso benefactor que quisiera costear los gastos de unas vidrieras multicolores.

Sin embargo, San Erconwaldo era algo más que una casa de oración, pues los feligreses también solían reunirse allí para concertar negocios o celebrar las grandes fiestas litúrgicas. Los jóvenes acudían al templo para casarse, bautizar a sus hijos, asistir a misa, confesar sus pecados y, cuando Dios los llamaba, ser depositados en el gran féretro de la parroquia y colocados delante de la cancela del antealtar para recibir la última bendición.

Athelstan tamborileó con los dedos sobre la superficie de madera de la pila bautismal y siguió tarareando la melodía de su infancia. Al principio, la parroquia no le gustaba y la iglesia le había parecido un lugar muy sucio y descuidado, pero, al final, se encariñó con ella y los pintorescos personajes que se movían a su alrededor llenaron su solitaria vida con los dramas de las suyas. Crim, acostumbrado a las ensoñaciones de su párroco, avanzó por la nave del templo simulando ser un caballo y Athelstan evocó súbitamente a Philomel, un antiguo caballo de batalla que ahora se había convertido en su montura y su más fiel compañero.

—¡Dios nos asista! —musitó—. ¡Ése va a derribar la puerta del establo de una coz!

Salió corriendo de la iglesia y se dirigió al pequeño cobertizo que ahora era el establo de Philomel. El viejo caballo relinchó, sacudió la cabeza y acoceó suavemente la puerta del establo en cuanto apareció Athelstan. El fraile le ofreció inmediatamente una mezcla de avena y salvado y echó un poco de heno en el pesebre, pues Philomel, a pesar de su carácter calmoso y reposado, tenía un apetito increíblemente voraz. Al regresar a la iglesia, Athelstan vio a Leif, el mendigo cojo, sentado en los peldaños de la entrada.

—Buenos días, padre.

—Buenos días, Leif. ¿Cómo está sir John?

El mendigo se rascó la cabeza y en su caballuno rostro se dibujó una sombra de inquietud.

—Mi señor forense no está de muy buen humor —contestó—. Al decirle yo que cruzaría el puente para ir a pedir limosna, aprovechó para darme un mensaje para vos. Quiere veros esta noche.

—¡Vaya por Dios! —murmuró Athelstan.

—Padre —dijo Leif en tono suplicante—, estoy muerto de hambre y he recorrido un largo camino.

—La casa está abierta, Leif. Encontrarás un poco de caldo sobre el fuego de la chimenea y vino en la despensa. Sírvete tú mismo.

Leif no necesitó que le repitieran dos veces la invitación y, a pesar de que le faltaba una pierna, se levantó y corrió como un galgo hacia la casa. Athelstan le vio alejarse y pensó en Cranston. ¿Otro asesinato?, se preguntó. ¿O sería algo de tipo personal?

—¿Qué más da? —le dijo al gato—. Vamos a tener un domingo precioso.

Se frotó los ojos y contempló el cielo. Quizá ya había llegado la hora de que reconociera el verdadero motivo de su felicidad, no lo habían convocado para que asistiera al Capítulo Interno en el convento de los dominicos. Pese a ello, no pudo por menos que experimentar una punzada de pesadumbre. Allí estarían algunos de sus mejores amigos, pero también Guillermo de Conches, el inquisidor general de Aviñón, el cual intervendría en el debate acerca de las nuevas enseñanzas del brillante teólogo fray Enrique de Winchester.

—Eso, por lo menos, me lo voy a ahorrar —musitó.

—¿Con quién estáis hablando, padre? —le preguntó Crim, asomando la cabeza por la puerta de la iglesia. Athelstan le guiñó el ojo.

—Con Buenaventura, Crim. No olvides que este gato es mucho más de lo que parece a primera vista.

Athelstan avanzó por la nave del templo, cruzó el antealtar, hizo una genuflexión delante de la vacilante llama de la lámpara del sagrario y entró en la pequeña sacristía. Allí se volvió a lavar las manos y la cara, se sacudió el hábito para eliminar las briznas de la paja del establo de Philomel y se puso unas doradas vestiduras, pues la Iglesia aún estaba celebrando la gloria del tiempo de Pascua.

Se sobresaltó al oír que se abría de golpe la puerta de la parte de atrás. Confiaba en que no fuera Cranston. Pero era sólo Mugwort el campanero, el cual entró en el cuartito y empezó a tocar a misa. Crim entraba y salía constantemente de la sacristía para preparar el altar. El agua destinada al lavatorio de las manos, el vino y las obleas del ofertorio y la consagración, el gran misal con las lecturas del día debidamente marcadas y una servilleta para que Athelstan se secara las manos. Obedeciendo a un solemne movimiento de la cabeza del sacerdote, se colocaron unos cirios a ambos lados del altar, y se limpiaron y encendieron los pabilos como señal del inminente comienzo de la misa.

Athelstan se acercó a la puerta de la sacristía y echó un vistazo a la iglesia. Sería la última vez que celebrara la misa en el viejo altar. El obispo de Londres lo había autorizado a derribar el altar, levantar la piedra del relicario y retirar provisionalmente el antealtar de Huddle para poder colocar unas baldosas nuevas. Contempló cómo Mugwort tiraba como un loco de la cuerda de la campana con el rostro iluminado por una radiante expresión de placer. El fraile sonrió para sus adentros. Tanto si acudía a misa como si no, cuando Mugwort terminara de tocar la campana, toda la gente de media legua a la redonda sabría que era domingo y tiempo de oración.

Los feligreses empezaron a ocupar sus puestos. En primer lugar, Watkin el recogedor de estiércol, sacristán y presidente del consejo parroquial, un hombre bajito y rechoncho con el rostro cubierto de verrugas, las ventanas de la nariz llenas de pelos, una mirada de lince y una voz tan sonora como un trueno. Le seguía su mujer, cuyo temible aspecto era tan impresionante que a Athelstan le recordaba siempre a un caballero vestido con su armadura. Después entró Pernel la flamenca, con su pálido rostro de loca y su mirada perdida, hablando sola de sus cosas, seguida de cerca por Ranulfo el cazador de ratas en compañía de dos de sus hijos. Athelstan tuvo que cubrirse la boca con la mano para disimular su sonrisa, pues tanto el padre como los niños, vestidos de negro y con las cabezas cubiertas por unas capuchas que les ocultaban el rostro, tenían la misma pinta que los roedores que Ranulfo solía cazar. Éste captó la mirada de Athelstan y sonrió, recordando la promesa del párroco, según la cual, en cuanto se construyera el nuevo altar, San Erconwaldo se convertiría en la iglesia titular del recién creado Gremio de los Cazadores de Ratas. Entraron otros feligreses, encabezados por Huddle el pintor con su expresión soñadora y su rostro de niño. El autodidacta artista se acercó inmediatamente a un muro para acariciar una de sus últimas obras, una brillante versión de la historia de Daniel en el pozo de los leones. A continuación se presentó Tab el calderero, todavía bajo los efectos de la cerveza de la víspera, y poco después apareció Pike el acequiero, encabezando una especie de pequeño ejército de enanos formado por su vasta prole y por la de Tab, de la cual se había erigido también en responsable.

Athelstan estudió detenidamente a Pike. Sabía que el acequiero mantenía estrechas relaciones de amistad con los radicales dirigentes campesinos que tramaban constantemente rebeliones tanto dentro como fuera de la ciudad. Pero lo que más preocupaba al fraile era el hecho de que Pike, junto con la rubia y dulce Cecilia la cortesana, estuviera tramando un violento ataque contra el presidente del consejo parroquial que en aquellos momentos era Watkin. Athelstan lanzó un suspiro, sabiendo que, cuando ello ocurriera, no tendría más remedio que producirse una encarnizada lucha por el poder.

Finalmente entró la viuda Benedicta, vestida con una túnica azul claro y un velo blanco sobre un cabello tan negro como la noche. Athelstan sintió que se le aceleraban los latidos del corazón y bajó la vista, pues amaba a la viuda con un inocente afecto que a veces era causa de una profunda turbación para ambos.

Benedicta cerró la puerta, saludó con la mano al fraile y se apartó rápidamente al ver que la puerta se volvía a abrir de golpe y entraba Úrsula la porquera, seguida de su aviesa cerda.

—¡Voy a matar a este maldito animal! —murmuró Athelstan—. ¡Lo voy a matar y me pasaré un año comiendo carne de cerdo!

Pero Úrsula le dedicó una dulce sonrisa y se arrodilló junto a una columna mientras la cerda se apretujaba entre ella y Watkin. Athelstan tuvo que morderse el labio para no sonreír, pues la cerda mostraba un sorprendente parecido con el sacristán.

Úrsula solía ser la última en llegar, por lo que Athelstan se acercó a las gradas del altar, se persignó y dio comienzo a la celebración del gran misterio de la misa. Los fieles que habían permanecido sentados hablando en susurros entre sí se acercaron a la cancela del antealtar, clavando atentamente la mirada en el sacerdote que estaba intercediendo por ellos ante Dios.