Capítulo III
Athelstan y Cranston regresaron lentamente a San Erconwaldo. Aún había algunas personas delante de la iglesia, pero un severo y lacónico discurso del párroco bastó para dispersarlas, a excepción del soñoliento Crim que montaba guardia junto a la puerta.
—Los trabajadores ya están terminando, padre.
—Muy bien —dijo Athelstan—. Ya puedes irte, Crim —añadió arrojándole un penique.
En el interior de la iglesia, Athelstan soltó un gruñido de desagrado al ver la espesa capa de polvo que lo cubría todo.
—Cualquiera diría que esto ha estado bajo asedio —comentó Cranston entre risas, recuperando inmediatamente la seriedad al ver que Athelstan no estaba para bromas y miraba con expresión enfurecida a los obreros, ocupados en la tarea de guardar sus herramientas en unas bolsas de cuero.
—No hemos encontrado más esqueletos, padre —le gritó el capataz a Athelstan.
Las carcajadas que suscitaron sus palabras terminaron de golpe cuando Athelstan se acercó a él, caminando a grandes zancadas.
—Era sólo una broma, padre —añadió el hombre—. No nos podéis considerar responsables de lo ocurrido. —Señaló con la mano el suelo del templo, tratando desesperadamente de cambiar de tema—. Mirad, ya hemos levantado casi todas las baldosas.
Athelstan miró a su alrededor, el suelo de la iglesia era de simple tierra batida a excepción del agujero que se abría donde antes estaba el altar. Las baldosas estaban cuidadosamente amontonadas contra el muro y tanto la grava como la arena se habían recogido en montones. Athelstan apoyó la mano en el hombro del capataz.
—Habéis hecho un buen trabajo —le dijo, aproximándose a las baldosas. Buscó una moneda en su bolsa y se la entregó diciendo—: Quiero que os vayáis a tomar unas cervezas. Se os pagará todo cuando terminéis el trabajo, pero me da la impresión de que sois expertos en piedras labradas. —Tocó con la mano una de las baldosas—. Decidme, ¿creéis que estas baldosas fueron colocadas cuando se construyó la iglesia?
—Qué va —contestó el hombre—. Ésas se colocaron a toda prisa y no hace demasiado tiempo, por cierto.
—¿Cuánto?
El capataz se encogió de hombros.
—Unos diez años o más. Veréis, padre —el hombre golpeó la tierra batida del suelo con la puntera de su polvorienta bota—, yo calculo que esta iglesia debe de tener unos ciento cincuenta años y, cuando se construyó, no tenía suelo embaldosado sino simplemente tierra batida. Quedan todavía algunas iglesias así en Londres, pero, como aquí estamos muy cerca del río, la tierra está húmeda y yo creo que algún sacerdote debió de contratar a alguien para que pusiera estas baldosas. Incluso dejó su marca. —El capataz sacó una vela de una caja de madera que había delante de la imagen de la Virgen, la encendió con la mecha y la acercó a una de las baldosas—. ¡Mirad! —dijo—. Ésta es la marca del cantero.
Athelstan y Cranston contemplaron las tres letras toscamente labradas: A. Q. D.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Athelstan.
—Bueno, cada cantero tiene su marca —terció Cranston— y ésta pertenece, al parecer, al hombre que puso las baldosas en la iglesia.
—¿Podríamos saber quién es? —preguntó Athelstan.
—Lo dudo —contestó el capataz—. Sólo en Southwark hay montones de canteros. ¿Quién sabe? El cura pudo contratar a alguien del otro lado del río o incluso de una de las aldeas de las afueras de Londres. Yo no conozco la marca, desde luego. —Tomó la bolsa y llamó por señas a los hombres—. Eso es todo lo que os puedo decir, padre. ¡Vamos, muchachos, tenemos los gaznates muy secos!
—¡Cerrad la puerta al salir! —les gritó Athelstan.
El fraile esperó a que los obreros se retiraran y entonces acompañó a Cranston hasta el gran ataúd de la parroquia, donde, junto con él, estudió cuidadosamente el esqueleto y le comunicó al forense lo que había averiguado hasta el momento.
—Estoy de acuerdo con el buen médico —dijo Cranston. Sus palabras resonaron en medio de la creciente oscuridad del interior del templo—. Creo que se trata efectivamente de una mujer. —Tomó el crucifijo de madera medio podrida—. La carne se corrompió con bastante rapidez y, aunque la arcilla preservó los huesos, no se puede decir lo mismo de la madera. —El crucifijo estaba formado, en realidad, por dos trozos de madera entrecruzados—. Muy tosca —comentó—. El núcleo de la madera aún conserva la dureza. Creo, padre, que esta dama fue enterrada aquí hace apenas quince años.
—¿Coincidiendo con la pavimentación de la iglesia?
—Exactamente. —Cranston respiró hondo—. Que Dios me perdone —añadió, levantando el esqueleto y comprimiendo el cráneo sin que le importara demasiado el ruido de rotura de los huesos del cuello. Examinó el interior del cráneo y acercó la vela hasta que la cavidad se iluminó con un brillo espectral—. ¡Interesante! —dijo en un susurro.
—¿Qué es, sir John?
Cranston separó el cráneo de los huesos del cuello. El crujido resonó en la iglesia como el estallido de un trueno. Athelstan cerró los ojos y musitó una oración.
—¡Dios le conceda el descanso eterno! —murmuró—. Señor, vos sois testigo de que no pretendemos cometer una profanación sino tan sólo descubrir la verdad.
—El Señor lo comprenderá —tronó Cranston, levantando el cráneo y acercando un poco más la vela—. No olvidéis lo que dicen las Sagradas Escrituras, Athelstan. Lo importante es el espíritu, la carne no sirve de nada. Vamos a ver, mi buen monje.
—Fraile, sir John.
El forense esbozó una picara sonrisa.
—Claro. Pero permitidme que os exponga mi filosofía de la observación y la deducción. Echad un vistazo al cráneo, Athelstan, y decidme qué es lo que veis.
Sir John empujó el cráneo hacia el sacerdote y éste tomó la vela y la acercó a la abertura que había detrás de la mandíbula para examinar la cavidad.
—No veo nada —dijo en voz baja.
—¡Vamos, vamos, hermano! Demasiada cerveza embota la mente y empaña los ojos. —Cranston le comprimió el brazo—. ¡Volved a mirar!
Athelstan lo hizo y emitió un jadeo entrecortado mientras acercaba un poco más la llama de la vela.
—Tened cuidado, no vayáis a quemar el hueso —le advirtió Cranston.
Athelstan examinó la mancha rojiza que había en la parte superior del cráneo.
—Parece pintura roja —murmuró—. Muy desteñida.
Cranston tomó de nuevo el cráneo y la vela, acunando ambas cosas en su mano. En medio de la penumbra, parecía una especie de Maestro de la Magia Negra.
El forense apagó la llama de la vela de un soplo y volvió a colocar el cráneo en el ataúd. Cerró la tapa y se sentó, dando unas palmadas al banco para que Athelstan se sentara a su lado.
—Mi teoría, amigo mío, basada en la observación, la lógica y la deducción —dijo en tono ampuloso—, es que el esqueleto pertenecía a una doncella que fue asesinada y colocada en aquel hoyo de debajo del altar. Pero no sé quién la asesinó.
—¿Y cómo la asesinaron?
—Por asfixia o estrangulamiento.
—¿Dónde está la prueba?
—Lo he visto en algunas ocasiones. Un médico genovés me explicó cuáles eran las señales. Al parecer, cuando se asfixia o estrangula a una persona, se rompen los vasos sanguíneos del cerebro y entonces el cráneo se mancha de sangre.
—¿Y vos creéis que es eso lo que ocurrió en este caso?
—Estoy seguro de que sí, mi buen amigo. Pero la pregunta es ¿quién lo hizo y por qué? Pudieron ser los obreros que pavimentaron el suelo de la iglesia.
—¿O el sacerdote que vivía aquí?
Cranston le dio al fraile unas palmadas en el muslo.
—Por supuesto que sí. No podemos olvidar a Fitzwolfe de grata memoria. Puede que tengamos que añadir el asesinato a la lista de sus fechorías.
Athelstan miró a su alrededor. La iglesia ya no le parecía tan agradable como antes. Un terrible asesinato se había cometido allí dentro y el nefando pecado parecía cernerse sobre aquel lugar como una opresiva nube. ¿Acaso no había ningún sitio seguro? ¿Acaso los asesinatos y los temibles homicidios se filtraban a través de todos los huecos y las grietas de la existencia humana? Se estremeció al pensarlo mientras se levantaba del banco.
—Sir John, ¿no me habíais dicho que queríais verme por un asunto que tenéis entre manos?
Cranston hizo una mueca.
—Sí, pero no aquí, hermano. ¿Aún os queda un poco de aquel vino tan bueno?
—Hoy he gastado una garrafa, pero me queda otra para vos, sir John.
—Muy bien pues, vámonos de aquí. Se me está empezando a poner la carne de gallina y mis entrañas están pidiendo a gritos un poco de zumo de uva.
Athelstan cerró la puerta de la iglesia y acompañó a sir John a la casa. Afortunadamente, Buenaventura se había vuelto a largar. Athelstan cerró las contraventanas, encendió unas velas y avivó el fuego de la chimenea con unas cuantas ramas secas. Después llenó generosamente hasta el borde unas copas de vino para sir John y para él. Cranston acercó una vela y depositó un pequeño rollo de pergamino sobre la mesa.
—Leed esto, hermano.
—¿Por qué?
—Leedlo.
Athelstan extendió el pergamino y estudió la típica escritura de escribano. Lo leyó una vez y levantó los ojos, sorprendido.
—Una extraña historia, sir John. Pero ¿qué tenéis vos que ver con ella?
Cranston se lo dijo y Athelstan soltó una exclamación de temor.
—¡Por el amor de Dios, sir John, estáis atrapado! ¿No conocéis esos acertijos y esos inteligentes enigmas lógicos? Algunos de ellos tienen cientos de años y jamás han sido resueltos.
Cranston se encogió de hombros.
—Yo creo que esta historia es verdadera.
—Sir John, eso os podría costar mil coronas o la pérdida de vuestra integridad si Juan de Gante consiguiera teneros en su poder.
—Pues entonces ayudadme, hermano.
Cranston apuró la copa y la depositó ruidosamente sobre la mesa.
Athelstan intuyó una sombra de inquietud en el rostro habitualmente risueño del forense.
—Haré lo que pueda.
Cranston fue a llenarse de nuevo la copa hasta el borde, pero lo pensó mejor y no se atrevió. No quería regresar a casa bebido. Hasta aquel momento, el asunto sólo lo conocían él y Athelstan. Se preguntó si lady Matilde habría oído algún rumor.
—Debéis decírselo, sir John —dijo Athelstan en voz baja como si hubiera leído sus pensamientos—. Tenéis que decírselo a lady Matilde.
—Sí, pero aquí está lo malo. Mi mujer sabe muy bien que jamás le pediré ayuda a Juan de Gante. Sin embargo, ¿de dónde saco yo mil coronas? ¿De los banqueros? ¡Mis bisnietos tendrían que seguir pagando los intereses!
Athelstan se inclinó hacia delante para estrechar la rechoncha mano del forense.
—Ánimo, sir John. Y recordad que, si hay un problema, la lógica nos dice que tiene que haber una solución.
Cranston se levantó, tomando su castoreño y su capa.
—Muy cierto, hermano. Tened por seguro que haré averiguaciones sobre vuestra iglesia y sobre el paradero del piadoso Fitzwolfe.
Cranston restregó los pies contra el suelo y levantó la vista hacia las vigas del techo.
—Hay algo más, ¿no es cierto, mi señor forense?
Sir John volvió a sentarse pesadamente en su asiento.
—Pues sí. He recibido una visita.
—¿De quién se trata?
—De vuestro padre prior.
Athelstan le miró con asombro.
—Bueno —Cranston se humedeció los labios con la lengua y contempló con expresión anhelante su copa de vino—, tal como vos sabéis, se está celebrando un Capítulo Interno para discutir los escritos de uno de vuestros hermanos.
—Sí, fray Enrique de Winchester. ¿Por qué? —preguntó Athelstan, levantando involuntariamente la voz—. ¿Qué tengo yo que ver con eso?
—Nada, pero os diré para abreviar que algo extraño está ocurriendo en el convento de los dominicos: ha muerto un fraile y otro, llamado Alcuino, ha desaparecido.
—¡Alcuino! —exclamó Athelstan, recordando el ascético rostro de su compañero—. ¿Decís que ha desaparecido, sir John? Alcuino era fraile de nacimiento. ¡No me lo puedo imaginar saltando el muro del convento y yéndose al barrio del matadero para reunirse con una mujerzuela!
—Pues bien, ha desaparecido y el padre prior me ha rogado que lo investigue. —Cranston tragó saliva—. Va a venir a visitaros el miércoles. Vendremos los dos y creo que os quiere pedir ayuda.
Athelstan se cubrió el rostro con las manos.
—¡Oh, Dios mío! Eso no —dijo en tono suplicante—. ¡No quiero volver al convento y a las intrigas de la Orden!
Después soltó por lo bajo todas las palabrotas que había aprendido de Cranston. Se encontraba a gusto con sus habituales obligaciones de secretario de Cranston y no había ocurrido nada especialmente grave desde los sangrientos asesinatos de la pasada Natividad en la Torre de Londres. Estaba totalmente inmerso en su estudio de las estrellas, sus conversaciones con Buenaventura, la ayuda a los feligreses y, por encima de todo, las obras de reforma de su amada iglesia. Ahora perdería aquella paz tan duramente ganada por culpa del complicado problema de sir John, las preocupaciones de Benedicta a propósito de su esposo, el hallazgo del esqueleto en la iglesia y la petición de ayuda del padre prior. El fraile miró a Cranston, consternado.
—El asesinato me persigue constantemente y se arrastra a mi espalda como una bestia infernal —dijo en un susurro—. ¡Cometí un error, sir John, y cuán dolorosamente lo estoy pagando!
Cranston se levantó y se acercó a él.
—No hicisteis nada malo, Athelstan —le dijo, dándole una suave palmada en el hombro—. Erais jóvenes y os fuisteis a la guerra. Os llevasteis a vuestro hermano menor y su muerte fue la voluntad de Dios. Si había que pagar algún precio, ya lo habéis hecho. Ahora hay otro Francisco, mi hijo y vuestro ahijado. La vida sigue, hermano. Nos veremos el miércoles.
Cranston abrió la puerta y salió a la oscuridad del anochecer.
Athelstan se quedó sentado, oyéndole alejarse. Después se levantó, se acercó a la ventana y contempló el pináculo de la torre de San Erconwaldo envuelto en las sombras. Respiró hondo, tratando de aclararse la mente. El padre prior tendría que esperar y el esqueleto de la iglesia también. Aquella noche, en lugar de escudriñar las estrellas, analizaría el problema que Cranston le había planteado.
Volvió a sentarse junto a la mesa y estudió el manuscrito del forense. ¿De qué sutil manera se habría podido asesinar a aquellos hombres en la cámara escarlata?
—No comieron nada —susurró para sus adentros—, no bebieron y no había ninguna trampa ni puerta secreta. Ningún asesino pudo entrar subrepticiamente. Por tanto, ¿cómo murieron aquellos hombres?
La mente de Athelstan recorrió rápidamente todas las posibilidades, pero las muertes habían sido aparentemente muy sencillas, no había ninguna clave, ningún gancho del que poder colgar una sospecha, ningún resquicio por el que poder introducir una palanca. El fraile cerró los ojos y se despertó sobresaltado. La vela ya estaba a punto de extinguirse. En cierto modo, pensó, la clave de todas las muertes estaba en las últimas dos. ¿Qué fue lo que aterrorizó al ballestero hasta el extremo de inducirlo a matar a su compañero?
Athelstan volvió a inclinar la cabeza y se hundió en un profundo sueño: se encontraba sentado en una cámara escarlata, en la cual la figura de la muerte con su esquelético rostro estaba trenzando una extraña danza mientras una silenciosa y amenazadora fuerza reptaba lentamente hacia él.
A la mañana siguiente, se despertó muerto de frío y con los miembros entumecidos, sentado todavía junto a la mesa y con la cabeza apoyada en los brazos mientras Buenaventura se restregaba contra él con gesto apremiante. Entre las míseras chozas y las destartaladas casitas de Southwark, un gallo se puso a cantar su matutino himno al sol. El fraile se levantó, se desperezó y se frotó el rostro, lamentando no haberse ido a la cama. Dobló el pergamino que Cranston le había entregado y lo guardó en un cajón de la cómoda de su pequeño dormitorio. Después se desnudó, se lavó el cuerpo con un lienzo mojado, se afeitó y trató de concentrarse en la misa que estaba a punto de celebrar. No tenía que distraerse con los pensamientos que se arremolinaban en su mente. Se lavó los dientes con una mezcla de sal y vinagre, se puso el hábito, se comió una rebanada de pan seco y dio de comer a su querido Buenaventura, el cual se había pasado la noche merodeando por el pequeño laberinto de callejuelas que rodeaban la iglesia.
—Algo me dice, Buenaventura —dijo en voz baja mientras se inclinaba para dejar el cuenco en el suelo—, que éste va a ser un día muy extraño.
Celebró una misa privada en un improvisado altar levantado en el centro de la nave, evitando deliberadamente mirar hacia el ataúd que tenía a su izquierda y pensar en su siniestro contenido. Sólo asistió Pernel la flamenca, la cual parecía más interesada en el ataúd que en cualquier otra cosa. Athelstan terminó la misa y retiró el altar antes de que llegaran los obreros. Dio de comer a Philomel, lo sacó al pequeño patio para que hiciera un poco de ejercicio y regresó a la casa, donde decidió elaborar una lista de las cosas que necesitaba antes de trazar los toscos dibujos de las reformas que deseaba llevar a cabo en la iglesia. Sin embargo, aún no había conseguido saciar su apetito y estaba un poco preocupado, por lo que, cerrando la puerta, bajó a una casa de comidas del callejón de Blowbladder.
Compró una crujiente empanada de carne y un plato de verduras con salsa y se sentó en el exterior de espaldas a la pared para disfrutar de los sabrosos jugos y el delicioso aroma. Un mendigo con la nariz cortada en castigo por algún delito cometido, se acercó a pedirle limosna. Athelstan le dio dos peniques y el hombre entró a comprarse unas empanadas que el gordinflón propietario del establecimiento le sirvió sin dilación. Después volvió a salir y se reunió de nuevo con él. Al cabo de media hora, el fraile se hartó de escuchar las fantásticas historias que le estaba contando el mendigo sobre sus hazañas de soldado y decidió ir a dar un paseo.
Le encantaba Southwark a primera hora de la mañana, a pesar de los desbordados albañales, los putrefactos montones de basura y los siniestros habitantes de sus bajos fondos que en aquellos momentos estaban regresando a sus guaridas a la espera de la llegada de la noche. Una prostituta con la peluca escarlata torcida le gritó unos insultos desde la pared en la que estaba apoyada. Un calderero, con un carrito de mano lleno de manzanas podridas, bajó por la callejuela para ocupar su posición junto al puente y esperar allí a los primeros clientes de la jornada. Un recadero avanzaba presuroso con sus acémilas para salir de Southwark antes de que empezara el trajín de la jornada. En el cruce entre el callejón de la Peste y la calle del Cerdo, un grupo de leprosos encapuchados y enmascarados contemplaba la extraña y silenciosa danza de una gitana medio loca.
Athelstan se detuvo y contempló la cinta de cielo que se vislumbraba entre las casas de ambos lados de la angosta calle, ya iluminada por los primeros rayos del sol. Decidió regresar a casa, firmemente decidido a mantener la mente despejada. Puso un poco de orden, lavó unas copas y barrió el suelo. Fuera, Southwark se estaba despertando poco a poco en medio del chirrido de los carros, el llanto de los niños y los gritos de los buhoneros. Los trabajadores se congregaron a la puerta de la iglesia, anunciando su presencia por medio de sus palabrotas y el ruido de sus herramientas.
Athelstan decidió dejar las cosas tal como estaban. Subió al piso de arriba, se arrodilló en su pequeño reclinatorio y empezó a rezar el oficio divino de maitines, laúdes y nona, dejándose arrastrar por el embrujo de los salmos, los cánticos de alabanza y las bellísimas descripciones del profeta Isaías.
De pronto, se produjo un alboroto en el exterior, pero él prefirió no hacer caso. Después oyó toda una serie de gritos y exclamaciones, seguidos de unos fuertes golpes contra la puerta. Recitó la plegaria final y bajó corriendo. Al abrir la puerta, vio a Watkin y Pike con los rostros arrebolados por la emoción.
—¡Padre! ¡Padre! ¡Tenéis que venir! ¡Se ha producido un milagro!
—Cada día es un milagro —replicó Athelstan en tono malhumorado.
—No, padre, esto es un milagro de verdad.
Lo arrastraron fuera de la casa y lo acompañaron a la parte anterior de la iglesia, donde un pequeño grupo de personas se estaba congregando alrededor de un hombre de elevada estatura y cabello canoso que se había recogido la manga de su verde blusón y estaba enseñando el brazo a todos los presentes.
—¿Qué es eso? —preguntó Athelstan, abriéndose paso.
El hombre se volvió. Su ancho rostro estaba intensamente bronceado por el sol. Athelstan vio unas arrugas de expresión alrededor de su boca y sus ojos y reparó en la excelente calidad de las prendas que vestía. Le acompañaba una mujer de cuya toca azul pálido se escapaban unos ondulados mechones de cabello cobrizo. La mujer lucía una camisola amarillo ranúnculo por encima de una especie de túnica blanca de impecable corte.
—¡Un milagro, padre!
—¡Tonterías! —replicó secamente Athelstan.
—¡Mirad, padre! —El hombre le mostró el brazo derecho desde el codo hasta la muñeca—. Cuando desperté esta mañana, tenía el brazo infectado, pues hace cinco días me hice un corte. —Señaló una fina línea apenas visible hacia el centro del antebrazo—. No le di demasiada importancia y la herida se me infectó y me corrompió la piel. El médico Culpepper me la trató con ungüentos y me puso un vendaje, pero todo fue inútil. —El hombre miró a su alrededor y Athelstan observó que sus feligreses estaban escuchando la dramática historia boquiabiertos de asombro—. Anoche no podía dormir por culpa del escozor, padre —añadió, humedeciéndose los carnosos labios con la lengua—. Ayer me enteré del descubrimiento de las reliquias del santo, padre. Estaba desesperado, entré en la iglesia, me apoyé contra el ataúd y recé, suplicando ayuda.
—¡Es verdad! —dijo la mujer que lo acompañaba, señalando unos vendajes sucios amontonados delante de la puerta de la iglesia—. Mi marido dijo que ya se encontraba mejor y que el dolor y el picor habían desaparecido. —Sus risueños ojos miraban con expresión suplicante a Athelstan—. Yo os diré lo que ocurrió. Retiramos los vendajes. —Señaló con el dedo a un aguador que bajaba corriendo por la calle—. Compré un cubo de agua y le lavé la herida. La infección del brazo había desaparecido, padre. ¡Y la piel estaba tan tersa como la de un niño!
Un jadeo de asombro acogió sus palabras. Athelstan examinó recelosamente el brazo del hombre.
—¿Decís que os apoyasteis en el ataúd y rezasteis una oración?
El hombre volvió a bajarse la manga del blusón.
—Ocurrió tal como he dicho, padre. Estuve allí no más de diez minutos.
—¡Yo vi cómo se quitaba las vendas! —gritó Watkin—. ¡Es cierto, padre! ¡Es un milagro!
Los presentes se santiguaron, mirando reverentemente hacia la iglesia.
—Padre —gritó Tab el calderero—, ¿qué vamos a hacer?
—Lo que vamos a hacer, Tab, es callarnos y conservar la calma —contestó Athelstan en tono perentorio—. Todos a la iglesia. Tú, Pike, ve en busca del médico Culpepper. Pídele disculpas de mi parte, pero dile que es importante y que venga ahora mismo.
Athelstan y el hombre de la cura milagrosa entraron en el templo de San Erconwaldo, seguidos de los feligreses. El fraile ordenó que todos se acomodaran en los bancos y guardaran silencio. Después salió fuera y se apoyó contra la jamba de la puerta mientras a su espalda la gente rompía en excitados murmullos. Se agachó y examinó los vendajes amontonados en el suelo: estaban llenos de manchas oscuras y despedían un olor nauseabundo. Aún no se había levantado del suelo cuando regresó Pike con un irritado Culpepper.
—¿Qué ocurre ahora, padre?
—Os pido disculpas, mi señor médico, pero tenemos en la iglesia a uno de vuestros pacientes. Dice que tenía una putrefacción de la piel en el brazo y que vos se la curasteis y vendasteis.
Culpepper se envolvió el huesudo cuerpo en una capa ribeteada de piel. Su rostro habitualmente jovial mostraba una expresión tensa y exasperada.
—¿No me sabéis decir nada más, padre? ¡Yo no puedo recordar todas las lesiones!
—Entrad —le suplicó Athelstan—. Entrad a ver a este hombre, examinadle el brazo y después volved aquí y decidme qué habéis visto.
Sacudiendo la cabeza y soltando maldiciones por lo bajo, Culpepper obedeció. El murmullo de voces cesó momentáneamente, pero estalló de nuevo cuando Culpepper, con el rostro marcado por una expresión de sorpresa e inquietud, volvió a salir de la iglesia.
—¿Y bien? —preguntó Pike con el cuerpo y el rostro tan tensos como los de un galgo.
El médico miró tímidamente a Athelstan.
—Es cierto, padre. Hace unos días Raimundo D’Arques acudió a mí con una grave infección en la piel. La examiné con cuidado, le apliqué un ungüento, le vendé el brazo y cobré mis honorarios.
—¿El brazo se estaba pudriendo?
—En efecto, padre. Padecía una especie de salpullido de tipo micótico que le infectó la piel y le producía un fuerte escozor.
—¿Y ahora se ha curado?
—Vos lo habéis visto, padre, y yo también.
—¿Y la infección se hubiera podido curar con el ungüento que vos le aplicasteis?
—Lo dudo mucho, padre. Y tanto menos en tan poco tiempo. Estas infecciones, que yo he visto muy a menudo, tardan semanas e incluso meses en curar. La piel de este hombre está ahora completamente sana.
Athelstan dio un puntapié a los vendajes.
—¿Y eso es vuestro?
El médico los recogió del suelo en un santiamén y los olfateó cuidadosamente.
—Sí, padre, y, si vos no los necesitáis y es evidente que él tampoco, me los llevaré para volverlos a utilizar. —El médico acercó el rostro al de Athelstan—. No me explico lo ocurrido, padre, y vos tampoco. Pero ¿por qué no puede Dios obrar milagros en San Erconwaldo? —se preguntó, dando media vuelta y alejándose calle abajo.
Athelstan miró a Pike.
—¿Qué sabes tú de este Raimundo D’Arques?
—Es un buen hombre, padre. Él y su mujer Margot viven por la parte del callejón de la Pata de Perro en una casa muy grande cerca del corral de Curtidores.
Athelstan se apoyó contra la pared. El callejón de la Pata de Perro se encontraba justo dentro de los límites de su parroquia.
—Nunca los he visto en la iglesia —dijo en voz baja.
—Bueno —replicó Pike—, eso es porque él y su joven esposa son personas muy ricas y acuden a San Swithin. Son gente buena y piadosa, padre, y dan muchas limosnas a los pobres. Y él es un honrado comerciante, muy querido y respetado. Preguntádselo al viejo Bladdersniff. Él conoce las actividades de todo el mundo.
Athelstan lanzó un suspiro y regresó al interior de la iglesia, donde sus emocionados feligreses rodeaban ahora a Raimundo D’Arques y a su esposa. El hombre se le acercó, haciendo señas a los demás de que se apartaran.
—Padre —dijo en un susurro—, os pido perdón por las molestias. Tenía el brazo malo y entré aquí para rezar. Lo único que puedo hacer es dar gracias a Dios y también a vos. Os ruego que aceptéis mi donativo —añadió, ofreciéndole a Athelstan una moneda de plata.
El fraile retrocedió.
—No, no, no puedo.
—Debéis aceptar, padre. Es mi ofrenda. Si no la queréis para la iglesia, dádsela a los pobres. —D’Arques apretó la mano de Athelstan—. Por favor, padre, no os volveré a molestar. Margot —dijo, volviendo la cabeza hacia su mujer—, ya le hemos causado suficientes molestias a este buen sacerdote —añadió, haciendo ademán de retirarse. Su mujer miró con una sonrisa a Athelstan, le rozó ligeramente la mano con la suya y cruzó silenciosamente la puerta del templo detrás de su marido.
—¡Bueno, padre! —Watkin el recogedor de estiércol se plantó delante del fraile con los brazos cruzados—. Bueno, padre —repitió—, ya tenemos nuestro milagro. La curación demuestra que tenemos un santo aquí en San Erconwaldo.
Athelstan vio el brillo anticipado de los negocios en la mirada del recogedor de estiércol.
—¡Habrá peregrinaciones! —gritó el sacristán—. La iglesia de San Erconwaldo se hará famosa. No nos lo podéis impedir —añadió en tono de desafío—. Vos conocéis la ley eclesiástica. El templo pertenece al pueblo. ¡La nave es nuestra! —dijo, señalando con un rechoncho dedo el crucero—. ¡El ataúd es nuestro, el esqueleto y el santo son nuestros! Y, si alguien no está de acuerdo, ¡que se vaya al diablo!
Un coro de aprobación acogió sus palabras. Athelstan miró a sus feligreses y pensó que ojalá Benedicta estuviera allí para calmar los ánimos de aquellos exaltados, pues sabía lo peligrosa que podía ser la mezcla del fervor religioso con la perspectiva de los beneficios materiales. Tab el calderero volvería a su taller, se dedicaría a hacer preciosos amuletos, imágenes y crucifijos y los vendería como rosquillas. Amasias el batanero vendería trozos de tela con una «E» bordada y diría que había tocado con ellos la reliquia del santo. Huddle el pintor vendería toscas pinturas sobre pergamino. Pike vendería panes y dulces elaborados por su mujer y formaría una impía alianza con Watkin para cobrar un tributo a los peregrinos y los curiosos. Athelstan se compadeció de ellos y comprendió que no era el momento más propicio para la fría lógica y la cruda verdad.
—Dejad que lo piense —dijo, echando los hombros hacia atrás y mirando a sus feligreses—. Hijitos —añadió, utilizando las palabras que siempre les dirigía cuando pronunciaba sus sermones—, os pido que tengáis mucho cuidado y seáis prudentes. Dios obra milagros. Este día es un milagro. Cada uno de vosotros, único en sí mismo, es un milagro. No os precipitéis, pues la cuestión aún no está resuelta. No me opongo a vuestros propósitos, pero reflexionad sobre lo que eso puede suponer para vosotros y para nuestra parroquia. Sois buenos, pero creo que estáis un poco ciegos.
—¿Y qué decís del milagro? —gritó Mugwort—. ¿Qué decís de nuestro mártir?
—Tal como dice el salmista —replicó Athelstan, mirándole con una sonrisa—, ¿quién conoce el pensamiento de Dios? Ya veremos, ya veremos.
Dicho lo cual, giró sobre sus talones y, a pesar de la hora, regresó a la casa parroquial y se bebió una copa de vino con una celeridad que hasta el mismísimo señor forense le hubiera envidiado.