Capítulo V

Tuvieron que abrirse paso dificultosamente entre los carros que, tras haber descargado sus productos en el mercado, se estaban alejando a toda prisa de la ciudad antes de que sonara el toque de queda. En la calle del Puente, el mercado de pescado apestaba a arenques podridos. Athelstan vio los pescados pasados que los vendedores estaban tratando de endosarles a sus clientes y juró en su fuero interno no pedir nunca más empanadas de pescado en las tabernas y casas de comidas. El día era precioso y los habitantes de Londres habían salido a disfrutar del buen tiempo por las calles. Los ricos, con sus ropajes de raso morado, se mezclaban con los pilluelos cubiertos de sucios andrajos. Unas prostitutas, con las cabezas recién rapadas, estaban siendo conducidas por un gaitero a una prisión de Cheapside llamada el Tonel. Doblaron una esquina a la izquierda para entrar en la Cordelería donde los tenderetes vendían toda suerte de cordeles, cuerdas y bramantes, algunos de ellos teñidos en brillantes colores. Otros más toscos estaban destinados a los albañiles y constructores. Los aprendices corrían de un lado para otro buscando clientes e incluso agarraban las bridas de los caballos para que se detuvieran, pero una severa mirada del rubicundo Cranston y del encapuchado cura bastó para que se alejaran a toda prisa.

La contemplación de las cuerdas de los constructores le hizo recordar a Athelstan las baldosas de la iglesia y la extraña marca del cantero. Les había preguntado a sus feligreses si habían visto alguna marca similar en algún sitio, pero nadie la conocía. Llegó a la conclusión de que el hombre que había colocado aquellas baldosas debía de saber algo acerca del esqueleto enterrado debajo.

Cranston se removió en su silla de montar.

—Dios mío, fijaos en esto —dijo.

Se detuvieron en la esquina de la Vinatería, donde unos hombres del alguacil estaban cumpliendo los castigos impuestos a los infractores de la ley. Un sujeto había sido colocado desnudo en el interior de un tonel, sumergido hasta la barbilla en orines de caballo. Un tosco letrero clavado en la madera anunciaba que se trataba de un cervecero que había adulterado la bebida. Sin embargo, la mayor expectación la había despertado una vieja que, con los ojos vendados y las raídas faldas levantadas y atadas por encima de la cabeza, estaba recibiendo unos azotes con una vara en las grisáceas y arrugadas nalgas como castigo por haber maltratado a unos niños. La multitud silbaba y arrojaba despojos de animales y otros desperdicios a la desventurada mujer. El tumulto se interrumpió cuando apareció un cortejo fúnebre encabezado por un sacerdote que portaba una cruz y entonaba el Réquiem dona eis. Casi todos los componentes de la procesión estaban borrachos perdidos y el féretro se balanceaba sobre los hombros de los que lo portaban cual si fuera un corcho en el agua, hasta el punto de que la tapa se había abierto y, a través de la abertura, colgaba un pálido brazo que se movía hacia arriba y hacia abajo como si el muerto se estuviera despidiendo de los presentes.

Athelstan y Cranston desmontaron y guiaron sus cabalgaduras entre los carros que bajaban ruidosamente sobre los adoquines en dirección a los muelles. Entraron en la calle Beck, pero tuvieron que pegarse a los muros de un edificio para ceder el paso a una extraña procesión: unos hombres enmascarados y encapuchados, pero desnudos de cintura para arriba estaban avanzando lentamente por la calle, entonando el salmo del Miserere con voz de falsete mientras otros les golpeaban la espalda hasta dejársela en carne viva.

—¡Unos flagelantes! —musitó Athelstan—. Los han visto en París, Colonia y Madrid y ahora han llegado también a Londres. Van de ciudad en ciudad entonando salmos y azotándose los unos a los otros en expiación por sus pecados.

Cranston soltó un sonoro eructo.

—¿Y cómo es posible que eso pueda agradar a Nuestro Señor Jesucristo? —preguntó en voz baja.

Athelstan sacudió la cabeza.

Los flagelantes doblaron la esquina mientras el rumor de los azotes y de los cánticos religiosos se perdía en la distancia.

Athelstan y Cranston ya estaban muy cerca del convento de los dominicos y podían ver las agujas y torretas del edificio, elevándose por encima de los rojos tejados de las casas. Una de las calles secundarias estaba bloqueada por unos soldados armados y vestidos con la librea de la ciudad que se cubrían la boca y el rostro con esponjas. Athelstan observó que la calle estaba desierta y que todas las casas tenían las puertas atrancadas y las contraventanas cerradas. La llamativa enseña de una taberna tintineaba espectralmente como si suspirara a causa de la falta de parroquianos.

—¡La peste! —dijo Cranston, montando de nuevo en su cabalgadura—. ¡Dios nos asista, hermano, si volviera!

Athelstan trazó la señal de la cruz en la entrada de la calle y siguió a Cranston hasta que ambos llegaron al gran espacio abierto que rodeaba el convento de los dominicos. Delante de ellos se levantaba la gigantesca puerta y los altos muros que circundaban el vasto edificio. Un hermano lego respondió al apremiante tirón de la cuerda de la campana de la entrada y cruzó con ellos el patio adoquinado, donde un legañoso y desdentado mozo de cuadra con el rostro desfigurado por la úlcera más repugnante que Athelstan jamás hubiera visto en su vida les dijo en murmullos unas palabras ininteligibles y se hizo cargo de las monturas. Mientras el hermano lego los conducía a través de los fríos pasillos, Athelstan sonrió para sus adentros. El hecho de encontrarse de nuevo en el lugar donde había hecho el noviciado le producía una extraña sensación. Contempló las baldosas de piedra del pasillo y se detuvo como si se estuviera viendo a sí mismo la noche en que recorrió los oscuros corredores, saltó por una ventana abierta al jardín iluminado por la luna y trepó por el muro para reunirse al otro lado con su hermano menor que lo estaba esperando para irse con él a las guerras del rey. ¡Pobre Francisco, enterrado en un campo de batalla francés!

—Perdón —musitó como si hablara con las motas de polvo que danzaban en los claros rayos de sol que penetraban a través de la ventana—. ¡Te pido perdón!

El hermano lego le miró con curiosidad.

—¿Os encontráis mal? —le preguntó.

Cranston entornó los ojos y sacudió la cabeza como si hubiera leído sus pensamientos.

—No es nada —contestó en un susurro—. Mi buen amigo ha visto un fantasma.

El perplejo hermano cruzó con ellos el soleado jardín del claustro y los condujo a la espaciosa cámara pintada de azul donde el prior Anselmo los estaba aguardando.

—Habéis venido más temprano de lo que esperaba —dijo el prior, chasqueando los dedos hacia el hermano lego y dándole instrucciones al oído—. Sentaos —añadió, haciendo sonar una campanita—. Debéis de estar sedientos.

Cranston esbozó una radiante sonrisa. Athelstan, que siempre se sentía incómodo en aquella estancia donde se había tenido que enfrentar con sus pecados, asintió con aire ausente.

Entró un servidor con una gran jarra de hidromiel y tres copas. Cranston apuró el contenido de la suya y pidió al criado que se la volviera a llenar antes de que éste hubiera terminado de llenar las de Anselmo y Athelstan.

—No seas tan tímido —le dijo el forense al mozo, pasándose la lengua por los labios—. ¡Maravilloso! ¡Francamente maravilloso! Llénala hasta el borde y déjala a mi lado en el suelo.

El pobre criado obedeció y abandonó la estancia sin dar crédito a lo que había visto.

—¿Os gusta nuestro hidromiel, sir John? Nuestros panales son muy fructíferos y producen la más dulce y delicada de las mieles. Tengo que daros una jarra de miel y un pequeño barril de hidromiel para lady Matilde —dijo el prior.

—¡Excelente! —dijo Cranston, balanceándose peligrosamente sobre su escabel mientras miraba con sus empañados ojos a Athelstan—. ¡Un lugar estupendo! —dijo en voz baja—. ¡No comprendo por qué razón lo dejasteis!

Athelstan le miró enfurecido. Sir John estaba a punto de quedarse dormido. Esperaba que no rodara al suelo desde el escabel, pues, sumido en el estupor de la borrachera, el cuerpo del forense resultaba más pesado que el plomo.

—Padre prior —se apresuró a preguntar—, ¿por qué ha generado tantas discusiones esta cuestión de Enrique de Winchester?

El prior Anselmo estaba mirando asombrado a Cranston sin poder apartar los ojos de aquel risueño forense que permanecía sentado en el escabel, soltando eructos como un niño grande.

—Enrique ha escrito un opúsculo —contestó muy despacio—, en el cual afirma que Dios se hizo hombre, no para salvarnos del pecado sino para devolvernos la belleza.

Athelstan arqueó las cejas.

—Padre prior, ¿y dónde está aquí la herejía?

—Al principio, yo me hice la misma pregunta, pero, si aceptamos la tesis de fray Enrique, según la cual Jesucristo se encarnó para devolvernos a nuestro primitivo estado de bienaventuranza, ¿cuál es la importancia del pecado? ¿Dónde queda la idea de la justicia y del castigo divinos?

—¡Hay demasiados pecados! —dijo Cranston, eructando ruidosamente—. Es lo único de lo que saben hablar los curas. ¿Cómo puede el buen Dios enviar a un hombre al infierno por el simple hecho de que beba demasiado?

Cranston chasqueó la lengua y estaba a punto de lanzarse a una de sus originales disertaciones cuando llamaron a la puerta y entró el hermano lego.

—Padre prior, los miembros del Capítulo Interno están esperando.

Athelstan, que estaba escuchando con incredulidad la doctrina teológica de Cranston, se levantó de un salto.

—Padre prior —se apresuró a decir—, conviene que nos reunamos con ellos ahora mismo.

Anselmo le guiñó el ojo y los acompañó a través de un laberinto de pasillos. Cranston le siguió como un barco que se balanceara en medio de una tormenta. Los miembros del Capítulo Interno, en compañía de un estupefacto hermano Rogelio, ya estaban sentados alrededor de la mesa. Se medio levantaron, pero Anselmo les indicó con un gesto de la mano que volvieran a sentarse. Se hicieron rápidamente las presentaciones y Athelstan se alegró de tener a su lado al forense. Sabía que le consideraban la oveja negra de la orden y que algunos quizá no estaban muy de acuerdo con su presencia allí y tal vez pondrían reparos. Pero ahora todo el mundo miraba fascinado a Cranston, el cual se había sentado en la silla del prior Anselmo sin pedir permiso y estaba contemplando a los hombres reunidos en torno a la mesa cual si fuera un alegre Baco. Athelstan oyó las risitas y los murmullos, vio unas indulgentes miradas y oyó las palabras «borrachín» y «bebedor».

Mientras el prior, muerto de vergüenza, pronunciaba un breve discurso, Athelstan aprovechó para estudiar a sus hermanos en Cristo, había oído hablar de Guillermo de Conches y del rubicundo Eugenio. Aquellos hombres tan peligrosos tenían una mirada penetrante y un alma retorcida y estaban convencidos de que el Señor gustaba de ver arder a la gente en barriles de aceite por su causa. No conocía al jovial fray Pedro ni al irlandés Niall. Tenían una cara muy simpática y fray Pedro estuvo incluso a punto de romper a reír cuando Cranston se inclinó sobre la mesa con la mirada empañada por el alcohol. El moreno rostro de fray Enrique de Winchester, sentado tan inmóvil como una estatua, era la viva imagen de la serenidad. Miró tímidamente a Athelstan y asintió con la cabeza. Athelstan le correspondió de la misma manera. Había oído hablar de aquel joven teólogo y brillante predicador cuya inteligencia era tan afilada como un cuchillo. A su lado, el pobre hermano Rogelio formaba un visible contraste, con su cara de lerdo y su extraño pelo de punta. Athelstan estudió la distante mirada de sus ojos y los hilillos de saliva que se escapaban de su boca y se preguntó si estaría tan loco como para haber cometido un asesinato.

Anselmo terminó de hacer las presentaciones y se volvió a mirar a Cranston, pero el forense, con el mofletudo rostro iluminado por una beatífica sonrisa, ya estaba medio dormido. Athelstan carraspeó para disimular, colocó el tintero de cuerno, el pergamino y la pluma sobre la mesa y los acarició nerviosamente con los dedos. Tomó la pluma y recorrió con la mirada a los presentes.

—El padre prior —dijo muy despacio— me ha pedido que venga para tratar de desentrañar ciertos misterios que afectan a este Capítulo Interno, el cual se reunió por vez primera el lunes, treinta y uno de mayo. Antes de que transcurriera una semana, fray Bruno resbaló en los peldaños que conducen a la cripta. Al otro sábado, concretamente el sábado pasado, fray Alcuino el sacristán entró en la iglesia del convento y cerró la puerta a su espalda para rezar en silencio por el eterno descanso del alma de su hermano difunto, el cual yacía en un féretro delante del altar mayor. ¿Es así, padre prior?

Anselmo asintió con la cabeza.

—Sí —contestó—. Alcuino entró en la iglesia. La puerta estaba cerrada y, sin embargo, cuando entró el hermano Rogelio, Alcuino había desaparecido. —Anselmo hizo una pausa y Athelstan observó que el mentecato esbozaba una vaga sonrisa—. El lunes por la noche —añadió Anselmo—, fray Calixto, en contra de las normas de esta casa, entró en la biblioteca para llevar a cabo unos estudios por su cuenta. Una vez allí, parece ser que resbaló en la escalera en la que estaba subido y cayó al suelo, muriendo instantáneamente.

—¡Meras coincidencias! —replicó Guillermo de Conches, cruzando los brazos y apoyándolos sobre la mesa—. Bruno era un viejo y los peldaños son muy empinados. Alcuino entró en la iglesia y, abrumado tal vez por la emoción, decidió huir del convento. Se va, cierra la puerta a su espalda y se aleja sigilosamente como un ladrón en la noche. —El inquisidor miró con arrogancia a Athelstan—. ¡No sería el primer monje que lo hiciera y ciertamente no será el último!

Athelstan le devolvió fríamente la mirada, procurando disimular su cólera. Espero que tú seas el asesino, pensó, porque aquí se ha cometido un asesinato. Inmediatamente parpadeó para quitarse aquellos malos pensamientos de la cabeza.

—¿Y fray Calixto? —preguntó—. ¿Él también se cayó de la escalera?

—Sí, sí —se apresuró a contestar Eugenio, medio apartando el rostro para no mirar a Athelstan.

Éste apoyó los codos sobre la mesa y juntó los dedos de ambas manos, evitando mirar hacia la derecha donde Cranston estaba roncando como un bebé.

—¿Fray Enrique, fray Niall, fray Pedro? —dijo, mirando con una sonrisa a los tres teólogos—. Todos habéis estudiado lógica, ¿no es cierto?

Los tres asintieron con la cabeza.

—¿Y también la teoría de la probabilidad y la posibilidad de coincidencias?

Los frailes volvieron a asentir.

—Pues entonces, decidme, padre prior —añadió Athelstan—, ¿cuántas muertes violentas se han producido en este convento en los últimos tres años? No me refiero a muertes por causas naturales sino a muertes violentas e inesperadas.

—No ha habido ninguna.

—O sea —dijo Athelstan— que en los tres años anteriores a la celebración de este Capítulo y puede que incluso en los seis, aquí no ha habido ninguna muerte violenta. Ahora se reúne el Capítulo Interno y, en cuestión de un par de semanas, mueren dos frailes y otro desaparece en extrañas circunstancias. Decidme todos vosotros, ¿es eso probable? ¿Es lógico?

Fray Enrique sonrió, sacudiendo la cabeza.

—¿Fray Niall, fray Pedro?

En los rostros de ambos quedó patente su conformidad con la respuesta de fray Enrique.

—Tenemos además otra evidencia —añadió Athelstan—. Algo que el padre prior no me ha dicho.

Anselmo le miró asombrado.

—Hay algo más, ¿no es cierto, padre prior?

Anselmo se pasó la lengua por los resecos labios y se preguntó fugazmente si habría hecho bien, solicitando la presencia de aquel joven dominico en su antiguo convento. Athelstan era demasiado rápido y perspicaz. ¿Y si el remedio fuera peor que la enfermedad? ¿Tendría razón Guillermo de Conches? ¿Hubiera sido mejor dejar las cosas tal como estaban? Los grises ojos de Athelstan se clavaron en los suyos.

—Sí, lo hay —contestó el padre prior—. Alcuino jamás hubiera abandonado este convento. No se llevó bolsa, dinero, comida, botas ni un caballo de las cuadras. Además, si hubiera huido, alguien le hubiera visto. En segundo lugar, Alcuino se sentía al margen del Capítulo. Él y su íntimo amigo fray Calixto siempre se habían considerado teólogos —Anselmo esbozó una débil sonrisa—. Los demás frailes les habían oído conversar y rechazaban el Capítulo Interno y lo tenían por una farsa. Alcuino decía que su amigo Calixto podría demostrar que vos, mi señor inquisidor general, estabais perdiendo el tiempo.

—¿Qué pretendía decir con eso? —ladró Guillermo de Conches.

—Quería decir, monje.

Cranston chasqueó la lengua y abrió los ojos.

Los dominicos se sobresaltaron repentinamente cuando el forense se despertó, se desperezó y miró a su alrededor para ver si alguien se estaba burlando de él.

—Quería decir —repitió el forense— que había dos monjes. —Cranston sonrió— perdón, frailes, para quienes el Capítulo Interno era una pérdida de tiempo. Ahora uno de ellos ha muerto y el otro ha desaparecido. ¿Digo bien, padre prior?

Anselmo asintió rápidamente con la cabeza. Cranston levantó un rechoncho dedo índice.

—Yo no he estudiado lógica, pero recuerdo siempre el viejo proverbio. «Que el perro tenga los ojos cerrados no significa que esté durmiendo». Soy sir John Cranston, forense real de la ciudad. Y estoy despierto incluso cuando duermo.

Athelstan soltó un gruñido de desagrado. Confiaba en que Cranston no utilizara el viejo truco de simular ser un borrachín.

—Padre prior —se apresuró a preguntar—, ¿qué creéis vos que quisieron insinuar Alcuino y Calixto al decir que el inquisidor general estaba perdiendo el tiempo aquí?

—Pues la verdad es que no lo sé. Los dos se pasaban el rato cuchicheando por los rincones y Calixto estaba buscando no sé qué manuscrito en la biblioteca.

—El otro —dijo Cranston, interrumpiéndole bruscamente mientras le dirigía una mirada asesina a Athelstan—. Me refiero al viejo, el que murió primero, Bruno. ¿Tenía alguna relación con el Capítulo Interno?

—No —contestó Eugenio—. Pero Alcuino, por no sé qué extraño motivo, siempre aseguró que él se estaba dirigiendo a la cripta justo en el preciso instante en que Bruno tropezó y cayó. —Eugenio hizo una mueca—. Sacad vos mismo las consecuencias de lo que eso significa, Athelstan.

Athelstan tomó unas cuantas notas acerca de lo que se había dicho hasta entonces, posó la pluma, se levantó y se acercó al hermano Rogelio, el cual estaba acurrucado como un conejo asustado, con los ojos clavados en el inquisidor general. Athelstan tomó fuertemente su mano en la suya.

—Hermano Rogelio —le dijo en voz baja—, ¿qué es lo que queréis decirle al padre prior?

Rogelio parpadeó varias veces y se humedeció los labios con una lengua que parecía demasiado grande para su boca mientras la saliva le rodaba por la barbilla sin afeitar y él se rascaba la cabeza con los sucios dedos de una mano.

—Vi algo en la iglesia —dijo—, pero no recuerdo lo que fue. Sólo sé que hubieran tenido que ser doce. ¿O trece quizá? —Miró con una estúpida sonrisa a Athelstan—. El hermano Rogelio tiene muy mala memoria.

Athelstan sacudió la cabeza y preguntó:

—Padre prior, ¿hay alguna otra cosa que debamos saber? ¿Tiene alguien más información sobre estos misteriosos acontecimientos?

Un muro de silencio acogió sus palabras.

—En tal caso, padre prior, sir John y yo quisiéramos retirarnos. ¿Tenemos una cámara aquí?

—Sí, el sirviente os acompañará. Sir John y vos os alojaréis en nuestra hospedería.

Athelstan se mordió el labio. Sabía que sir John deseaba hospedarse en el convento de los dominicos para alejarse de la afilada lengua de lady Matilde, pero la idea de compartir una habitación con él no le atraía demasiado. Había viajado con Cranston en algunas ocasiones y sabía que el forense se mostraba muy locuaz, sobre todo después de una copiosa cena y unas cuantas copas de vino blanco.

—¿Contamos con vuestra venia para recorrer el convento y echar un vistazo por ahí?

—¡Por supuesto que sí!

La sesión se levantó y el hermano Rogelio abandonó casi corriendo la sala. Fray Niall y fray Pedro saludaron con una sonrisa a Athelstan y fray Enrique le dijo que se alegraba mucho de verle. En cambio, los inquisidores le ignoraron por completo. El prior Anselmo los encomendó al hermano lego, el cual los acompañó fuera del edificio principal del convento, rodeó con ellos la iglesia y los condujo a una pequeña hospedería que daba al huerto, en la cual había una cocina y una despensa en la planta baja y una espaciosa sala en el piso de arriba con dos carriolas, una cómoda, un reclinatorio, una mesa junto a una ventana acristalada, una silla, unos cuantos escabeles y unos ganchos clavados en la pared para colgar la ropa. Todo parecía muy limpio y bien cuidado. El suelo de la cocina estaba cubierto con juncos y rociado con una mezcla de hierbas mientras que las paredes del dormitorio estaban revestidas con lienzos de lana y en el suelo había una alfombra de pura lana, cosida a un rústico arrimadero.

—El padre prior dice que podéis comer con nosotros en el refectorio si queréis —les anunció el joven sirviente—. O, si lo preferís, podéis prepararos vosotros mismos la comida o pedir que os envíen algo desde la cocina.

—¿Quién nos traerá la comida? —preguntó Athelstan.

—Yo mismo —contestó el joven—. Me llamo Norberto y estoy en el noviciado, preparando los votos definitivos.

Athelstan estudió el terso rostro y los claros ojos castaños de Norberto. Parecía un chico de fiar.

—¿Tú no has tenido nada que ver con el Capítulo Interno? —le preguntó.

—Oh, no, fray Athelstan. Eso es demasiado para mí.

—Pues entonces —le dijo Athelstan, dándole una palmada en el hombro—, tú nos traerás la comida desde el refectorio. Ahora sé buen chico y ve a ver qué tal están nuestros caballos en la cuadra. ¡Philomel, el viejo caballo de batalla, come como una fiera! —Athelstan miró de reojo a Cranston—. ¡Y no es el único! Mi señor forense es un hombre de prodigioso apetito. Asegúrate de que su plato esté siempre bien abastecido.

Norberto sonrió, dejando al descubierto unos dientes separados.

—Tengo entendido que el hidromiel —dijo Cranston, introduciéndose los dedos en el cinto— es muy bueno para la garganta.

—El padre prior ya ha dejado un tonel para vos, sir John. Hay también jarras de vino y un pequeño barril de cerveza en la despensa.

—¡Excelente! ¡Excelente! —murmuró Cranston.

Cuando el joven sirviente se retiró, Athelstan se sentó junto a la mesa de la cocina.

—Vamos a ver qué es lo que tenemos aquí, sir John —dijo, colocando el pergamino y las plumas sobre la mesa—. Primero tenemos un Capítulo Interno convocado para debatir cuestiones teológicas. Fray Enrique las está discutiendo con fray Pedro y fray Niall. Los inquisidores están aquí para perseguir la herejía. Otros dos dominicos, Calixto y Alcuino, hacen crípticos comentarios, diciendo que el Capítulo Interno es una pérdida de tiempo. Calixto cae desde una escala de mano en la biblioteca y Alcuino desaparece. Corren rumores de que, aunque fray Bruno no tenía nada que ver con el Capítulo Interno, tropezó en los peldaños de la cripta justo en el momento en que, al parecer, Alcuino se encontraba allí. El hermano Rogelio, que es un pobre idiota, asegura que ocurre algo raro en la iglesia y habla del número doce o trece. Bien, sir John, ¿qué pensáis vos de todo eso?

Un sonoro ronquido acogió sus palabras. Athelstan se volvió. Cranston, sentado en la única silla de respaldo alto que había en la estancia, se había quedado profundamente dormido delante de la chimenea y, de vez en cuando, chasqueaba la lengua con una sonrisa en los labios. Athelstan lanzó un suspiro y se acercó a él, poniendo más leña en la chimenea para que estuviera más a gusto. Después regresó a sus notas y se pasó una hora tratando de desentrañar el sentido de todo lo que le habían dicho mientras Cranston roncaba y se oía a lo lejos el tañido de la campana del convento, convocando a los frailes al oficio divino. Cuando empezó a ponerse el sol, Cranston se despertó de golpe y, dándose unas palmadas en el vientre, visitó primero el retrete y después se dirigió a la despensa para llenarse una jarra de hidromiel.

—Ahora no, sir John —le dijo Athelstan, siguiéndole—. Tenemos cosas que hacer.

—Estoy sediento, fraile —contestó el forense, mirándole con expresión lastimera.

—Os digo que tenemos cosas que hacer, sir John.

—¿Como qué?

—Vos sois el forense, sir John. Estáis visitando la escena de esos crímenes y, cuanto antes resolvamos los misterios, tanto antes podremos resolver el enigma de la cámara escarlata —contestó Athelstan en tono esperanzado.

Cranston posó la jarra de hidromiel y le miró con una sonrisa en los labios.

—Tenéis toda mi atención, fray Athelstan.

Después regresaron a los claustros. Athelstan recordaba vagamente que la cripta se encontraba en un pequeño pasadizo cerca del lado norte de la iglesia. El jardín del claustro era un remanso de silencio, donde sólo se oía el zumbido de las abejas revoloteando alrededor de las flores que crecían junto a la cantarina fuente. Los pequeños escritorios que los frailes utilizaban para copiar y escribir habían sido retirados. Athelstan recordó las largas horas que solía pasar allí, aprovechando la luz diurna para copiar algún docto opúsculo. Hizo una pausa. Fray Calixto era su mentor y Alcuino siempre había tenido afición a las obras de carácter teológico. ¿Habrían visto o estudiado alguna obra relacionada con el Capítulo Interno? Athelstan contempló la cristalina fuente. La biblioteca de los dominicos era muy famosa y contenía manuscritos de toda la Europa occidental, no sólo de miembros de su orden sino también de antiguos filósofos y de otros teólogos.

—¡Vamos, Athelstan! —lo apremió Cranston, señalando con la cabeza la gran puerta protegida por una plancha de hierro—. ¡Los secretos de la cripta nos esperan!

Athelstan asintió con la cabeza y empujó la puerta.

—Los peldaños son muy empinados —dijo en voz baja—. Se hunden en la oscuridad. Antes eso me parecía la entrada del infierno. —Señaló una antorcha de la pared—. Vos tenéis una mecha, sir John, ¡encendedla!

El forense obedeció y la antorcha empapada de resina cobró repentinamente vida.

—Hacedlo otra vez, sir John —le rogó Athelstan, cerrando la puerta de la cripta a su espalda.

—Por el amor de Dios, hermano —dijo el forense, mirándole desconcertado—, ¡la antorcha ya está encendida!

—¡No, hacedlo otra vez! ¡Repetid lo que acabáis de hacer!

Cranston le obedeció a regañadientes.

—Pero ¿qué os pasa, hermano?

—Bueno, vamos a intentar reproducir lo que debió de hacer fray Bruno. Fijaos, sir John, el peldaño superior es ancho y seguro. La antorcha está en la pared cuando vos cerráis la puerta a vuestra espalda. Fray Bruno se debió de volver para encender la antorcha, tal como vos habéis hecho. Ya hemos visto que el peldaño superior es muy ancho. Hay espacio suficiente para que alguien espere al acecho detrás de la puerta. Bruno entra y se vuelve. Como vos, debía de encontrarse en equilibrio inestable cuando estiró el brazo para encender la antorcha.

—¿Estáis diciendo —dijo Cranston, interrumpiéndole— que alguien acechaba en la oscuridad y le dio al viejo un violento empujón, en la creencia de que era Alcuino?

—Sí.

Athelstan sacó la antorcha del candelabro de hierro de la pared y la sostuvo en alto, iluminando con ella la oscuridad mientras las sombras danzaban en los empinados peldaños que bajaban al abismo de la cripta. Athelstan señaló la barandilla de hierro.

—Cuando yo era novicio aquí, todo el mundo les tenía un miedo espantoso a estos peldaños tan afilados y empinados. Por eso pusieron esta barandilla. Nadie, ni siquiera Alcuino y tanto menos un anciano, hubiera podido sobrevivir a semejante caída.

—Pero a Alcuino no lo empujaron —observó Cranston—. A quien empujaron fue al pobre Bruno. Está claro que se equivocaron de hombre, pero la pregunta sigue siendo ¿por qué esperaban a Alcuino? ¿Y por qué vino aquí Alcuino? Vos habéis estudiado en los dominicos, ¿no es cierto, Athelstan?

Athelstan esbozó una sonrisa mientras volvía a colocar la antorcha en el candelabro de hierro y abría de nuevo la puerta.

—Muy buena pregunta, sir John, la cripta se utilizaba a menudo para reuniones secretas. Ya sabéis las rencillas y bandos que suele haber en cualquier comunidad, por no hablar de las ilícitas relaciones que pueden darse entre hombres comprometidos con el celibato.

—¿Eso también ocurría aquí? —preguntó Cranston en voz baja, cerrando la puerta de la cripta a su espalda.

Athelstan lo asió suavemente por el codo y lo acompañó de nuevo a la moribunda luz del ocaso que todavía quedaba en el jardín del claustro.

—Y cosas mucho más raras todavía, sir John, pero ahora estamos buscando a un asesino.

—Pudo ser un accidente —señaló Cranston.

—Eso dependería de dos cosas. Primero, ¿podemos encontrar alguna relación entre Alcuino y la cripta? ¿Con quién tenía que reunirse? Segundo, cuando se encontró el cuerpo de Bruno, ¿estaba encendida la antorcha de la pared? Si no lo estaba, eso significa que lo empujaron en el momento en que encendía la mecha; el asesino tuvo que actuar con rapidez, pues, de otro modo, lo hubieran descubierto. Sólo pudo ver una figura borrosa. Qué fácil le debió de resultar dar un violento empujón y alejarse de inmediato.

Cranston se estremeció y se frotó el cuello para aliviar un calambre. Aquel lugar era un remanso de paz y serenidad. El convento de los dominicos no se parecía para nada a la ciudad, con sus muros encalados, sus limpios pasillos, sus jardines floridos, sus cantarinas fuentes y las melodiosas voces de los cánticos de alabanza a Dios. Y, sin embargo, las emociones eran allí tan fuertes como en las callejas de Cheapside. Lujuria, envidia, celos, codicia e incluso asesinato. Ambos se apartaron a un lado cuando se abrió la puerta de la iglesia y empezaron a desfilar los frailes, con las manos ocultas en las amplias mangas de los hábitos y las cogullas bien echadas sobre el rostro, para dirigirse en anónimo silencio hacia el refectorio. Cranston levantó la cabeza como un perro de caza y olfateó la brisa. Después se dio unas palmadas sobre el vientre y se humedeció los labios con la lengua.

—¡Comida! —murmuró—. Carne de venado, hermano. Fresca, tierna y aderezada con romero.

—Dentro de un ratito, sir John.

Athelstan asió al forense por las muñecas y esperó a que pasaran todos los monjes antes de acompañarle a la iglesia donde aún se aspiraba el penetrante aroma del incienso. Los rayos del sol jugaban todavía en las vidrieras de colores de los ventanales, llenando la oscuridad con débiles retazos de luz. Las nubes de incienso del altar bajaban hacia la nave como un perfume embriagador. En medio de aquel sagrado silencio, Athelstan tuvo la sensación de que el aire había sido santificado por los cánticos de los frailes.

Subieron por la nave y cruzaron la cancela del antealtar. Athelstan miró a su alrededor y se asombró de la pura belleza del suelo de mármol multicolor, las gradas de alabastro y el soberbio altar mayor, labrado en costoso mármol y sostenido por unos pilares con capiteles recubiertos de pan de oro. Unos candelabros de plata maciza descansaban sobre la blanca seda del mantel del altar y en el bello rosetón de lo alto del muro aún brillaba la moribunda luz del sol. Athelstan contempló los sitiales de madera labrada situados a ambos lados del presbiterio donde los frailes se reunían para cantar el oficio divino. Recordó la época en que solía entonar los salmos de maitines medio muerto de sueño. Por encima del altar, colgaba una pesada cruz de color negro, suspendida de las vigas por medio de unas cadenas de oro puro. Detrás del altar y bajo el rosetón del muro del ábside había unas hornacinas, algunas de ellas con imágenes de tamaño natural de los apóstoles.

—Eso no es San Erconwaldo —musitó Cranston, contemplando con asombro la belleza del presbiterio—. Eso es poesía en piedra y mármol —añadió—. ¿Es aquí donde murió Alcuino?

Athelstan parpadeó como si la serenidad del templo hubiera borrado la razón de su presencia allí.

—¿Cuántas entradas hay? —preguntó bruscamente Cranston.

—Sólo dos —contestó Athelstan—. La que nosotros hemos utilizado —dijo, señalando el pórtico principal y otra en el presbiterio.

—¿No hay trampas ni pasadizos secretos?

—Nada en absoluto y, además, el padre prior dijo que ambas puertas estaban cerradas. Al parecer, Alcuino deseaba estar solo.

—¿Y adónde pudo ir? —preguntó el forense.

Athelstan le hizo señas de que se acercara y rodeó con él el altar mayor. Detrás había una alfombra escarlata en cada una de cuyas esquinas se levantaba un sólido pilar de madera.

—¿Para qué es eso? —preguntó Cranston.

—Cuando muere un fraile, el féretro se coloca sobre estos pilares encima de la alfombra —explicó Athelstan—. El cuerpo tiene que descansar delante del altar durante todo un día y una noche y hay que cantar una misa de réquiem. —Athelstan golpeó el suelo del presbiterio con el pie—. Después el féretro se deposita en una enorme tumba que hay aquí debajo.

—¿Y no pudieron arrojar a Alcuino a esa tumba?

—Lo dudo. Recordad que ya habían depositado el ataúd de Bruno. Puede que los hermanos legos no sean muy listos, pero se hubieran percatado de la presencia del cadáver de uno de los frailes allí dentro. —El fraile señaló un reclinatorio y miró a su alrededor, contemplando las imágenes de tamaño natural de las hornacinas—. Éste es el lugar donde Alcuino fue visto con vida por última vez —dijo en un susurro—. El padre prior está seguro de que se dirigió a la iglesia. Pero ¿qué ocurrió después?

En medio del silencio, su voz adquirió un sonido espectral y Cranston experimentó una estremecedora sensación de inminente amenaza a pesar de la belleza del lugar.

—No lo sé, hermano —contestó—. La verdad es que no lo sé. ¡Pero presiento que nos encontramos en la entrada del Valle de la Muerte!