Capítulo IX
Quienes mejor conocen a Bertram Wooster han dicho de él que su naturaleza tiene cierta serenidad que lo faculta, por regla general, para subir los peldaños de su propia agonía, aun en las circunstancias más desfavorables. Pocas veces me siento incapaz de mantener alta mi frente y altanera mi mirada. Pero mientras me dirigía hacia la biblioteca a fin de cumplir con mi espantosa misión, tuve que admitir francamente que la vida me había singularmente debilitado. Al avanzar lo hice con paso vacilante.
Stiffy había comparado la misión que se me había encomendado a una visita a casa del dentista, pero mientras me acercaba a la mesa, sentía más bien la misma sensación de mis lejanos días escolares, cuando me dirigía a tener una entrevista con el director del colegio, en su despacho. Recordarán ustedes la escena, ya referida, del día en que, vestido con un pijama inencogible a rayas, me deslicé por la noche en los lares del reverendo Aubrey Upjohn en busca de galletas y me topé de manos a boca con el pájaro en persona, con un traje de tweed, y mirándome severamente. En aquella ocasión, antes de separarnos, nos habíamos dado cita para el día siguiente a las cuatro y media de la tarde, en el mismo lugar, y en aquel momento mi emoción era exactamente la misma que aquella remota tarde, cuando golpeé la puerta con los nudillos y oí una voz, escasamente humana, decirme que entrase.
La única diferencia era que así como el reverendo Aubrey estaba solo, Sir Watkyn Bassett parecía estar acompañado. Cuando golpeé la puerta con los nudillos me pareció oír voces y, cuando entré en la habitación, pude ver que mis oídos no me habían engañado. Pop Bassett estaba sentado a su mesa, y a su lado, de pie, estaba el agente de policía Eustace Oates.
Era un espectáculo que llevó al colmo la sensación de temblor que me dominaba. No sé si han comparecido ustedes nunca ante un tribunal de Justicia, pero, en el caso afirmativo, me creerán ustedes si les afirmo que aquella sensación forma, con el acto de encontrarse más tarde súbitamente enfrentado con un magistrado sentado y un agente de policía en pie, una asociación de ideas impresionante que atiende a lo inhumano.
La aguda mirada del viejo Bassett no tuvo por efecto calmar mi agitado pulso.
—¿Mr. Wooster?
—¡Oh… ah…! ¿Podría hablar con usted un momento?
—¿Hablar conmigo?
Comprendí en el acto que en el pecho de Sir Watkyn la repugnancia a tener que ver su santuario profanado por Wooster luchaba con sus deberes de anfitrión. Después de lo que pareció ser match nulo, estos últimos se llevaron la victoria.
—¡Ah, sí…! ¿Eh? Si quiere… ¡Sí, claro, desde luego! ¡Siéntese, por favor!
Así lo hice y me sentí muy mejorado. En los tribunales se permanece en pie. El viejo Bassett, después de una rápida mirada en mi dirección para cerciorarse de que no estaba robando la alfombra, se volvió nuevamente hacia el policía.
—¡Bueno! Me parece que eso es todo, Oates.
—Muy bien, Sir Watkyn.
—¿Entiende usted bien lo que quiero que haga?
—Sí, señor.
—Y respecto al otro asunto, lo estudiaré detenidamente, sin olvidar lo que me ha dicho usted referente a sus sospechas. Hay que hacer una investigación rigurosísima.
El celoso guardián del orden salió. El viejo Bassett jugueteó durante un momento con los papeles de encima de la mesa. Después se fijó en mí.
—Era el policía Eustace Oates, Mr. Wooster.
—Sí.
—¿Lo conoce usted?
—Lo he visto una vez.
—¿Cuándo?
—Esta tarde.
—¿Y desde entonces, no?
—No.
—¿Está usted completamente seguro?
—¡Completamente!
—¡Hem…!
Jugueteó nuevamente con los papeles y tocó otro punto.
—Lamentamos mucho todos que no estuviese usted con nosotros en el salón después de la cena, Mr. Wooster.
La situación era, naturalmente, embarazosa. A un hombre sensible no le gusta revelar que ha estado huyendo de él como de un leproso.
—Le hemos echado a usted mucho de menos.
—¿De veras? ¡Cuánto lo siento! Tenía un poco de jaqueca y me he encerrado en mi habitación.
—¡Ya! ¿Y no se ha movido usted de allá?
—No.
—¿No habría ido usted por casualidad, a dar un paseo a fin de aliviar su jaqueca?
—¡Oh, no! No me he movido de allá.
—¡Ya! Es extraño. Mi hija Madeline me ha dicho que ha ido dos veces a su habitación, después de comer, y que estaba vacía.
—¿De veras? ¿No estaba yo allí?
—No estaba usted allí.
—Entonces es que estaría en otra parte.
—Se me había ocurrido la misma idea.
—¡Ahora me acuerdo! He salido en una o dos ocasiones.
—¡Ya!
Cogió una pluma y se inclinó hacia delante, golpeándose con ella el índice.
—Esta noche alguien le ha quitado el casco a Eustace Oates —dijo, cambiando de tema.
—¿Ah, sí?
—Sí. Desgraciadamente no pudo ver al malvado.
—¿No?
—No. En el momento en que se cometió el delito, estaba vuelto de espaldas.
—Verdaderamente es difícil ver a los malvados cuando se está de espaldas.
—Sí. —Sí.
Hubo un silencio y, a pesar de que continuaba reinando la misma atmósfera de tragedia, traté de alegrarla un poco con un chiste que recordé de mis tiempos de in statu pupillari.
—Esto le hace a uno pensar en aquello de quis custodiet ipsos custodes.
—¿Cómo dice usted?
—Es un chiste latino —le expliqué—. Quis, quienes. Custodiet, deben guardar; ipsos, a sí mismos; custodes, se guarden. Es gracioso, ¿verdad? Es curioso ver —añadí tratando de hacer comprensiva la situación aun para la más rudimentaria inteligencia—, que a un sujeto que tiene por oficio impedir que los sujetos les quiten cosas a los demás sujetos, venga un sujeto y le quite el casco a él.
—¡Ah, sí! Ya comprendo. Sí, comprendo que haya ciertas mentalidades capaces de ver un lado humorístico en el asunto. Pero le aseguro, Mr. Wooster, que no es bajo ese aspecto que se presenta ante mí como juez de paz. Tengo del asunto un concepto de suma gravedad, y en su consecuencia, una vez el culpable sea detenido y encarcelado haré cuanto esté en mi mano por castigarlo severamente.
No me gustó el tono con que pronunció estas palabras. Sentí una profunda inquietud por el pobre Stinker.
—¿Cuánto cree usted que le puede costar?
—Aprecio su celo en aprender, Mr. Wooster, pero, de momento, no puedo hacerle confidencias. Usando las palabras del difunto Lord Asquith, únicamente puedo decirle: «Espere y verá». Creo que es posible que su curiosidad quede satisfecha antes de poco.
No me gusta volver a abrir viejas heridas, porque siempre he sido hombre al que ha gustado dejar que el pasado muerto siga enterrado, pero pensé que sería oportuno lanzarle una pulla.
—A mí me puso usted una multa de cinco libras, una vez —le recordé.
—De eso me ha informado usted esta tarde —dijo mirándome fríamente por encima de los lentes—. Pero si he comprendido correctamente lo que me dijo, el delito por el cual compareció usted ante mí en Bosher Street, fue perpetrado la noche de las regatas nocturnas entre las Universidades de Oxford y Cambridge, durante la cual las autoridades tienen tradicionalmente cierta indulgencia. En este caso, no concurren estas circunstancias atenuantes. No castigaré, ciertamente, el escandaloso robo de un objeto propiedad del Estado, usado por el agente de policía Oates, con una mera multa.
—¿No me va usted a decir que lo va a meter en chirona?
—Ya le he dicho a usted que no podía hacerle confidencias, pero, puesto que hemos ido tan lejos, lo haré. La respuesta a su pregunta, Mr. Wooster, es afirmativa.
Hubo un silencio. Seguía golpeándose los dedos con la pluma. Yo, si la memoria no me es infiel, me arreglé la corbata. Estaba profundamente consternado. La idea de ver al pobre Stinker encerrado en la Bastilla era suficiente para perturbar la mente de cualquiera que se interesase por su carrera y sus proyectos. No hay nada que retrase tanto el avance de un eclesiástico en la carrera elegida como una temporadita de cárcel.
Bajó la pluma.
—Bien, Mr. Wooster. ¿Quiere usted decirme qué es lo que le ha traído a usted aquí?
Tuve un ligero sobresalto. No es que hubiese olvidado por completo mi misión, desde luego, pero con aquel siniestro asunto se me había ido de la cabeza, y su súbita evocación me dio un escalofrío.
Me pareció que valía la pena que hubiesen algunos pourparlers antes de entrar en el fondo del asunto. Cuando las relaciones entre un tipo y otro tipo son de una índole poco cordial, al segundo tipo le es difícil entrar directamente en materia para explicar que quiere casarse con la sobrina del primero. Es decir, si este segundo tipo tiene sentido de lo factible, como es el caso con los Wooster.
—¡Ah, sí! ¡Gracias por recordármelo!
—No hay de qué.
—Pues he pensado: ¡vamos allá a charlar un rato!
—¡Ya!
Tuve la sensación de que me aproximaba al fondo del asunto. Y en aquel momento me sentí invadido de una corriente de confianza.
—¿Ha pensado usted alguna vez en el amor, Sir Watkyn?
—¿Cómo dice usted?
—En el amor. ¿No ha pensado usted nunca en él profundamente?
—¿Ha venido usted aquí a hablarme de amor?
—¡Sí! ¡A eso he venido! ¡Exactamente! No sé si se ha dado usted cuenta de que el amor está en todas partes. Es imposible librarse de él. Doquiera que vaya, allí está acechándole. ¡Es una cosa notable! Fíjese usted en las lagartijas por ejemplo.
—¿Se encuentra usted del todo bien, Mr. Wooster?
—¡Oh, perfectamente, gracias! Tome usted las lagartijas, como iba diciendo. No lo creerá usted, pero Gussie Fink-Nottle me ha dicho que durante la época del celo se vuelven locas. Se pasan horas enteras meneando la cola y contemplando las bellezas del lugar. Y las estrellas de mar, lo mismo. Y los gusanos de agua, igual.
—Mr. Wooster…
—Y, según Gussie, incluso las algas marinas. Esto le sorprende, ¿no? A mí me sorprendió profundamente. Pero me aseguró que era verdad. No le puedo decir qué es lo que siente un alga acuática, pero lo cierto es que cada vez que hay luna llena siente la fuerza del amor y se porta lo mejor que puede. Supongo que lo debe hacer para quedar bien delante de las otras algas, que naturalmente sienten también la influencia de la luna llena. En fin, sea como sea, lo que quiero decir es que la luna es llena estos días, y si es capaz de afectar a las algas, ¿puede usted censurar que un hombre como yo sienta su impulso…?
—Temo que…
—¿Verdad que no puede usted…? —insistí. Y añadí un «¿Qué le parece?», para remachar el clavo.
Pero en su mirada no había el más ligero destello de comprensión. Había estado mirándome con el aspecto del hombre a quien escapan los mejores detalles de una cosa y seguía haciéndolo.
—Temo, Mr. Wooster, que me juzgue usted tardo en comprensión, pero no tengo la más remota idea de lo que me está diciendo usted.
Ahora que había llegado la hora de soltar la bomba, veía con alegría que aquella angustiosa sensación que me atenazaba la garganta se había desvanecido. No diré que hubiese llegado a sentirme plenamente complacido, ni que estuviese dispuesto a sacudir una motita de ceniza de mis irreprochables puños, pero sí sentía una sensación de perfecta calma.
La causa de aquella beatitud era la certeza de que, en otro abrir y cerrar de ojos, le largaría una carga de dinamita al viejo carcamal aquél, y le enseñaría que en la vida no todo es placer. Cuando un magistrado le ha quitado a uno cinco blancas palomas por una falta que, examinada profundamente, no era más que un pecadillo de muchacho que hubiera sido suficientemente castigado con levantar un índice amenazador y decir: «¡Chist, chist!», siempre es agradable hacerle saltar como los granos de maíz en la sartén.
—Hablaba de Stiffy y de mí.
—¿Stiffy?
—Stephanie.
—¿Stephanie? ¿Mi sobrina?
—La misma. Su sobrina. Sir Watkyn —dije recordando la frase oportuna—, tengo el honor de pedir a usted la mano de su sobrina.
—¿Qué… cómo…?
—Que tengo el honor de pedir a usted la mano de su sobrina.
—No le entiendo.
—Es muy sencillo. Quiero casarme con la joven Stephanie. Ella quiere casarse conmigo. Creo que ahora me habrá entendido. Aprenda usted de las algas marinas.
El efecto no tuvo precio. Al oír la expresión «la mano de su sobrina» pegó un bote en su sillón como un faisán acosado. Después se desplomó suavemente, abanicándose con la pluma. Parecía haber envejecido en un instante.
—¿Que ella quiere casarse con usted?
—Exacto.
—¡Pero si yo no sabía que conociese usted a mi sobrina!
—¡Mucho! Si quiere usted saber detalles, le diré que estamos cansados de pelar la pava. ¡Claro que conozco a Stiffy! ¡En fin! Si no la conociese, no pretendería casarme con ella, ¿verdad?
Pareció comprender la justeza del razonamiento. Permaneció silencioso, salvo un ligero gruñido que lanzaba. Recordé otra frase de gran éxito.
—¡No va usted a perder una sobrina! ¡Va usted a tener un sobrino más!
—¡Pero si no quiero ningún sobrino más, caray!
La cosa iba bien.
Se levantó, y murmurando algo que sonaba como «¡Caramba, caramba!», se acercó a la chimenea y apretó débilmente el botón del timbre. Volviendo a su sitio permaneció con la cabeza entre las manos hasta que entró el mayordomo.
—Butterfield —dijo en voz baja y sombría—, dígale a Miss Stephanie que deseo hablar con ella.
Hubo entonces una espera espectacular, pero no tan larga como podría creerse. Había transcurrido apenas un minuto, cuando apareció Stiffy. Supongo que debía de estar por los alrededores, esperando que fuesen a buscarla. Entró, con aspecto alegre y jovial.
—¿Quieres verme, tío Watkyn? ¡Hola Bertie!
—Hola.
—¡No sabía que estuvieses aquí! ¿Habéis charlado a gusto?
El viejo Bassett, que parecía estar otra vez en la agonía, salió de ella y soltó un alarido semejante al graznido de un pato al que degüellan.
—«A gusto» no es la expresión que hubiera yo empleado —dijo humedeciendo sus labios lívidos—. Mr. Wooster acaba de informarme de que desea casarse contigo.
Tengo que confesar que Stiffy hizo una representación impresionante. Le miró fijamente. Me miró fijamente. Juntó sus manos. Creo incluso que se sonrojó.
—¡Pero, Bertie!
El viejo Bassett rompió la pluma. Hacía ya rato que lo esperaba.
—¡Oh, Bertie, estoy muy orgullosa de ello!
—¿Orgullosa? —preguntó el viejo Bassett, con una voz en la que creí ver una nota de incredulidad—. ¿Has dicho orgullosa?
—¿Qué quieres? Es el mayor halago que un hombre puede hacer a una mujer. Todo el mundo está de acuerdo en ello. Estoy profundamente halagada y agradecida… y… en fin… todo lo que se dice. Pero, Bertie, querido, lo siento en el alma, pero temo que no sea posible…
No creía que hubiese en el mundo nada capaz de reanimar tan eficazmente a un hombre como una de aquellas pócimas matinales de Jeeves; pero estas palabras actuaron sobre el viejo Bassett todavía con mayor prontitud y vigor.
—¿Imposible? ¿No quieres casarte con él?
—No.
—Pues él ha dicho que querías.
—Debió pensar en otra pareja. No, Bertie, querido, no puede ser. ¿Comprendes? ¡Amo a otro hombre!
El viejo Bassett se sobresaltó.
—¿Eh? Cómo?
—¡El hombre más maravilloso del mundo!
—¡Supongo que tendrá un nombre!
—Harold Pinker.
—¿Harold Pinker…? ¿Pinker…? El único Pinker que conozco es el…
—¡El mismo! ¡Exacto!
—¿Estás enamorada del pastor?
—¡Ah…! —dijo Stiffy, poniendo los ojos en blanco como había hecho tía Dalia al hablar de los méritos del chantaje—. Hace ya semanas que estamos prometidos secretamente.
Era evidente que la noticia no contaba, para el viejo Bassett, entre las susceptibles de causarle gran alegría. Su entrecejo se frunció como el del cliente del restaurante que, al atacar su docena de ostras, se da cuenta de que la primera está pasada. Comprendí que cuando Stiffy me había dicho que había que preparar a su tío antes de espetarle la noticia, había demostrado tener un profundo conocimiento de la naturaleza humana, si es que puedo expresarme así. Se vio claramente que el viejo Bassett compartía la casi universal opinión de que la gente de iglesia, en cuanto a presuntos maridos, no son precisamente motivo para coronarlos de rosas.
—¿Sabes aquel vicariato que tienes en tus tierras, tío? Pues Harold y yo hemos pensado que podías dárselo y nos podríamos casar en seguida. ¿Comprendes? Aparte del aumento de ingresos que esto representa, le abre camino para más altos designios. Hasta ahora ha permanecido en la sombra. Mientras sea sólo pastor, no tendrá porvenir. Pero lárgale un vicariato y lo verás medrar. ¡Te aseguro que, en cuanto se escupa en las manos y diga «¡Manos a la obra!», no hay eminencia a la que este hombre no sea capaz de trepar!
Se estremeció con juvenil entusiasmo desde la base hasta la cúspide, pero el viejo Bassett no demostró el menor entusiasmo juvenil. Desde luego, era lógico que no lo hiciese, pero lo que afirmo es que no lo hizo.
—¡Completamente ridículo!
—¿Por qué?
—¡Jamás hubiera soñado…!
—¿Por qué no?
—En primer lugar eres demasiado joven…
—¡Qué tontería! Tres de mis amigas de colegio se casaron el año pasado. Comparada con la mayoría de las muchachas que hoy se llevan al altar, soy una anciana.
El viejo Bassett dio un puñetazo sobre la mesa, cayendo su puño con gran satisfacción mío sobre un papel delator. La profunda angustia infiltró cierta vehemencia en su tono.
—¡Todo esto es absurdo y completamente fuera de lugar! ¡Rehúso terminantemente tomar en consideración tu proyecto!
—Pero ¿qué tienes que objetar contra Harold?
—Tal como lo preguntas, nada. Parece celoso de sus deberes y es querido en la parroquia…
—¡Es un cordero inocente!
—No lo dudo.
—Defendió a Inglaterra en el fútbol.
—Es muy posible.
—Juega maravillosamente al tenis.
—Lo sé. Pero todo esto no son razones para que se case con mi sobrina. ¿Qué ingresos tiene, si es que tiene alguno, además de su estipendio?
—Unas quinientas libras al año.
—¡Bah…!
—¡Pues yo creo que no está mal! Me parece que quinientas libras al año está bastante bien. Además el dinero no importa.
—¡Importa muchísimo!
—¿Eso crees?
—¡Claro! ¡Hay que ser práctico!
—¡Está bien! ¡Seré práctica! Si crees que debo casarme por dinero me casaré por dinero. Bertie tiene mucho. ¡Puedes encargarte los pantalones para la boda!
Sus palabras crearon lo que se conoce por «extraña sensación». El «¿Qué?» del viejo Basset y el «¡Eh, eh!, ¿qué es eso…?» mío, salieron a la vez de nuestras gargantas y se mezclaron en el aire, teniendo quizá mi exclamación más fuerza explosiva. Estaba francamente consternado. La experiencia me había demostrado que con las muchachas no se sabe nunca lo que puede pasar, y que era perfectamente posible que se le ocurriese convertir el proyecto en realidad. No hay nadie que pueda darme lecciones en materia de actitudes. Brinkley Court, durante el verano precedente, me había enseñado bastante.
—Bertie ha salido a escena, y, como aconsejas, creo que no estará mal darle un pellizco a los millones de Wooster. Desde luego, querido Bertie, me caso contigo únicamente para hacerte feliz. Jamás podré amarte como a Harold. Pero, en vista del declarado prejuicio de tío Watkyn contra él…
Bassett golpeó otra vez la mesa violentamente, pero esta vez no pareció darse cuenta.
—Hija mía, no digas tonterías. Estás completamente equivocada. Tienes que haberme entendido mal. No tengo prejuicio alguno contra el joven Pinker; lo aprecio y lo respeto. Si verdaderamente crees que tu felicidad está en ser su mujer seré la última persona del mundo en apartarte de su camino. ¡Cásate con él si quieres! Ante esta alternativa…
No dijo más, pero me dirigió una prolongada mirada que me hizo estremecer. Después, como si la sola vista de mi persona fuese más de lo que su frágil constitución le permitiese soportar, apartó la vista de mí, para dirigirme de nuevo una breve y penetrante mirada. Había entornado sus ojos y se había arrellanado en el sillón, respirando en un estertor. Y como me pareció que nada me retenía ya allí, me escabullí silenciosamente. Lo único que vi fue que se sometía, sin demostrar placer alguno, a un abrazo de su sobrina.
Supongo que cuando se tiene un tío como Sir Watkyn Bassett, el abrazo de una sobrina debe ser cosa a despachar rápidamente. No había transcurrido un minuto cuando Stiffy salió de la habitación y empezó unos pasos de danza.
—¡Qué hombre! ¡Qué hombre! ¡Qué hombre! ¡Qué hombre! —dijo levantando los brazos y haciendo otros gestos de bien-être—. Me refiero a Jeeves —explicó, como si temiese que yo pudiese pensar que aludía al viejo Bassett—. ¿No dijo que todo iría bien? ¡Claro que lo dijo! ¿Y no tenía razón? ¡La tenía! ¡Bertie! ¿Se le puede dar un beso a Jeeves?
—De ninguna manera.
—¿Puedo besarte a ti?
—No, gracias. Todo lo que te pido, Byng, es la agenda.
—Pues yo tengo que besar a alguien, y ¡que me condene si voy a besar a Eustace Oates! Se calló y tomó una expresión sombría—. Eustace Oates —repitió meditativa—. Esto me recuerda… Con la precipitación de los recientes acontecimientos lo había completamente olvidado. Acabo de cambiar unas cuantas palabras con Eustace Oates, mientras esperaba en la escalera, y estuvo francamente siniestro.
—¿Dónde está la agenda?
—¡Déjate de agendas! El tema que discutimos es Eustace Oates y su aspecto siniestro. Está sobre mi pista en el asunto del casco.
—¿Qué…?
—Lo que oyes. Soy la Sospechosa Número Uno. Me ha dicho que ha leído muchas novelas policíacas, y que lo primero que un policía hace es buscar el móvil del crimen. Después de esto, la posibilidad. Y finalmente los indicios. Como ha señalado, el rencor que llevo en el pecho por su enérgica conducta con Bartholomew es móvil suficiente; y sabiendo que había salido a la hora aproximada en que se cometió el delito, pude también tener oportunidad de cometerlo. En cuanto a indicios, ¿qué creerías que tenía en la mano? ¡Uno de mis guantes! Lo había encontrado en el lugar del crimen, mientras medía las huellas de pasos y buscaba ceniza de cigarro. Recordarás que cuando Harold me trajo los guantes, sólo había uno de ellos. Probablemente dejó caer el otro al suelo al coger el casco.
Mientras reflexionaba sobre esta nueva prueba de la torpeza de Harold, invadió mi alma una sensación de tristeza é inquietud. En sus nuevos métodos para provocar catástrofes había una especie de repugnante ingenuidad.
—¡Probablemente! —exclamé.
—¿Qué quieres decir con «probablemente»?
—Lo dejó caer, ¿no?
—¿Y qué significa decir si lo dejó caer o no con ese tono de mofa y desprecio, como si estuviese terriblemente asustado? No te comprendo, Bertie, te pasas el día censurando a Harold. Creía que le querías mucho.
—Le quiero como a un animal. Pero esto no altera mi opinión de que de todas las calabazas que han predicado sobre los heveos y los jebuseos, es el número uno.
—No es tan calabaza como tú.
—Lo es, haciendo una estimación optimista, veintisiete veces más que yo. Él empieza donde yo acabo. Es triste, muy triste, decirlo, pero es más calabaza que Gussie.
Con visible esfuerzo, disimuló su creciente cólera.
—¡Bueno!, dejemos eso. El punto es que Eustace Oates está sobre mi pista, y tengo que encontrar rápidamente un escondite para el casco más seguro que mi cómoda. Antes de que me dé cuenta, este Sherlock estará inspeccionando mi habitación. ¿Dónde crees que sería un buen escondite?
Hice un gesto de indiferencia.
—¡Oh, déjame! Haz uso de tus sesos. Para volver al asunto principal, ¿dónde está la agenda?
—¡Oh, Bertie, qué pesado estás con la agenda! ¿No podrías hablar de otra cosa?
—¡No, no puedo! ¿Dónde está?
—Cuando te lo diga te reirás.
Le dirigí una severa mirada.
—Es posible que un día pueda volverme a reír, cuando haya abandonado esta mansión del terror; pero hay pocas probabilidades de que ocurra en el momento actual. ¿Dónde está la agenda?
—Pues, si quieres saberlo, la escondí en la jarrita para la leche.
Todos hemos leído historias en las que las cosas se oscurecen y desaparecen a los ojos de la gente. Al oír estas palabras, Stiffy se oscureció y desapareció de mi vista. Me pareció una negra temblorosa.
—¿Qué…? ¿Cómo dices?
—La escondí en la jarrita.
—Pero ¿por qué diablos has hecho esto?
—Se me ocurrió…
—¿Y cómo voy a cogerla yo…?
Una ligera sonrisa curvó los labios del joven pimpollo.
—¡Haz uso de tus sesos! —dijo—. Bueno, Bertie, hasta pronto.
Desapareció y yo permanecí apoyado a la barandilla de la escalera, tratando de orientarme en aquel terrible laberinto. El mundo entero vacilaba ante mis ojos, cuando un momento después me di cuenta de que un mayordomo, también vacilante, se dirigía a mí.
—Perdone el señor. Miss Madeline me ha pedido que dijese al señor que celebraría que el señor pudiese dedicarle un momento.
Contemplé tristemente aquel mayordomo, como el prisionero que ve llegar a su carcelero al alba, para anunciarle que el pelotón de ejecución está a punto. Desde luego, sabía lo que aquello representaba. Había reconocido la voz del mayordomo como lo que era: la voz del destino. No había más que una cosa de que Madeline Bassett se alegrase de poderme hablar, si podía dedicarle un momento.
—¡Ah!, ¿sí? —dije.
—Sí, señor.
—¿Dónde está Miss Bassett?
—En el salón, señor.
—Muy bien.
Me fortifiqué con el viejo temple de los Wooster. Alcé la frente y eché atrás mis espaldas.
—Guíeme usted —dije al mayordomo. Y el mayordomo me guió.